IX

El ghetto del Trastévere, con mucho el más importante de Roma, era realmente una ciudad aparte. La idea de confinar a una comunidad en un barrio nunca se les habría ocurrido a los juristas romanos, y si los judíos piadosos o practicantes, que eran entonces la gran mayoría, no se relacionaban con el mundo exterior, no era a le romana la que se lo imponía, sino su propia Ley. Un judío de estricta observancia, obsesionado por la noción de impureza, no podía sentirse a gusto en un ambiente extranjero. Chocaba con todo, y el contexto le planteaba sin cesar problemas insolubles. La alimentación, el vestido, las costumbres y la moral de este pueblo eran extraordinarias —cuando no un desafío constante a la civilización ambiente.

En la XIV región transtiberiana, al norte de la fortaleza del Janículo, se extendían en desorden los barrios más pobres e industriosos de Roma. Los recién llegados de todas las naciones se concentraban allí, con la esperanza de ganar un día los barrios bajos de la orilla izquierda subir por fin al asalto de una de las seis colinas (el Capitolio, atestado de prestigiosos monumentos, ya sólo estaba habitado por algunos sacerdotes o guardianes). Y en el Trastévere el ghetto judío parecía especialmente menesteroso, angosto y, en todo caso, notablemente sucio.

Los judíos, en efecto, no frecuentaban los baños romanos, de los que abominaban, y su idea de la limpieza, por obsesionante que fuese, era de orden más bien metafísico. Cada impureza cometida los obligaba a lavarse. Los hombres lo hacían después de tal o cual enfermedad, al salir de una gonorrea o de una tiña cualquiera, incluso de un derrame seminal accidental o de una sencilla relación conyugal. Y además la mujer tenía que tomar un baño después de sus reglas. Pero si todas las sinagogas estaban Provistas de termas modestas para la purificación mensual de las mujeres judías, las abluciones de los hombres seguían siendo, por lo común, localizadas, furtivas y de una gran carga simbólica. El judío, hijo del desierto, no tenía modo alguno por el agua la pasión del romano.

El sol ya estaba alto cuando Kaeso llegó a la miserable casa de rabí Samuel, en una zona en que las ligeras construcciones individuales abundaban mucho más que las insulae. ¿Qué harían los judíos con el dinero que, según se creía, manejaban profusamente?

La sirvienta del rabí le llevó las tablillas a su amo y dejó a Kaeso, a quien Selene había envuelto en otra toga, esperando en un oscuro pasillo.

Y el rabí en persona vino a su encuentro, grande, viejo, seco, encorvado, con el cabello que empezaba a volverse gris y la barba negra e hirsuta, vestido con el curioso manto con borlas que Kaeso ya había podido apreciar en las callejuelas del vicus judaicus[108].

El fariseo parecía muy sorprendido y pasablemente turbado; miraba fijamente a Kaeso con ojo inquisidor, y se acariciaba con una mano apergaminada y arrugada el pelo del que parecían desprenderse fuertes efluvios.

Por fin, en un griego bastante áspero, pero con un tono muy amable dijo:

—Me haces un gran honor al desplazarte para escuchar mis humildes palabras y aprovechar la poca ciencia que pueda atesorar. Sin embargo, no es conforme a nuestras costumbres que un extranjero, incluso el más honorable y amistoso, atraviese el umbral de nuestras viviendas y reciba en ellas hospitalidad: podría, por simple ignorancia, contravenir nuestra Ley. ¡Ocurre tan fácilmente! Incluso a mí me cuesta trabajo evitar todas esas impurezas que nos acechan… Pero desde que nos dispersamos a través del vasto mundo, nuestros doctores han encontrado una feliz solución para todo. ¿Puedo alquilarte hoy la vivienda por un as? De este modo ya no estaré en mi casa, y no seré responsable de los errores que puedas cometer inocentemente. Por supuesto, acepto darte crédito, y sin interés, pues en principio prestamos gratis a nuestros compatriotas y amigos.

Estupefacto ante la sorprendente casuística, Kaeso se apresuró a alquilar la casa en tan ventajosas condiciones y siguió al rabí a una pequeña y apacible habitación, tapizada con «tomos» y «volúmenes», que se abría sobre un jardín minúsculo donde un grueso gato, animal puro, jugaba con una pequeña lagartija, animal impuro.

Samuel, puso en seguida los puntos sobre las íes. A los judíos les encantaba que nobles extranjeros se interesasen por sus ideas, doctrinas y concepciones religiosas y morales. El rabino de Roma era, además, bien visto en la corte. La emperatriz Popea, Actea (durante mucho tiempo querida del emperador), y algunos otros romanos notables, sentían cierta simpatía por los judíos. Pero de ahí a hacerse circuncidar mediaba un paso enorme, muy raramente dado.

—Sin embargo —dijo Kaeso—, por lo que he entendido de la Ley judía, poco en realidad, ésta no se opone a la conversión, puesto que es precisamente esta conversión lo que hace al judío.

—¡En teoría, desde luego! De todas maneras, la circuncisión sólo es una de las características del judío. Ser judío también es haber asimilado toda la Biblia, a la cual se suman los comentarios de la Mishna (midrash, en hebreo), que datan de nuestro regreso del exilio en Babilonia. Esto lleva un tiempo considerable, tanto más cuanto que, para una mejor comprensión de los textos, es vivamente aconsejable el conocimiento del hebreo, e incluso el del arameo, pues muchos comentarios piadosos han sido redactados en esta lengua. La Biblia de los Setenta, por útil que sea, nunca es otra cosa que un mal menor. Además, la instrucción del judío desemboca en una asidua práctica diaria, detallada, escrupulosa, de la cual los extraños a nuestras costumbres no tienen la menor noción y que la mayor parte sería incapaz de admitir y soportar. Ya ves toda la ciencia, todas las informaciones y costumbres nuevas que debes adquirir antes de pensar siquiera en el gran momento de la circuncisión. En espera de él, tu simpatía será muy apreciada y útil para nosotros.

—¡Pero bueno, tú me pides mucho más que lo que Dios exigió a Abraham!

—¡Es que tú no eres nuestro Abraham! Lo que no resta nada a tu raro mérito.

—Tengo la impresión de que numerosos judíos son muy poco instruidos…

—Eso es demasiado cierto. Pero la cuestión radica en saber si tú quieres ser un buen judío o un mal judío. Malos judíos siempre habrá muchos, y los buenos judíos siempre serán demasiado escasos. ¿Por qué limitar tus ambiciones, hijo mío?

El asunto parecía haber llegado a un callejón sin salida.

Kaeso planteó entonces un problema que su primera toma de contacto con la Biblia le había permitido percibir:

—¿Puedes revelarme por qué el dios universal del Génesis, en lugar de medir a todos los hombres por el mismo rasero, concentró enseguida sus favores —y a veces sus iras— sobre ese pueblo judío que había creado con sus propias manos, y de la manera más artificial? En otras palabras, desde una perspectiva universal, ¿para qué sirven los judíos según el plan de Yahvé?

El rabí meditó un momento y declaró:

—¡Excelente pregunta, que debería hacerse, en el fondo, cualquier judío piadoso e inteligente! Y veo tres respuestas, que se excluyen entre si.

»La respuesta necesaria y suficiente: el plan de Yahvé está en Yahvé, y nosotros sólo sabemos lo poco que Él tenga a bien decirnos.

»La respuesta más humilde: Yahvé escogió a Abraham y a su descendencia natural o espiritual porque quiere ocupar en el corazón y en la inteligencia del hombre el primer lugar. Para el nómada ignorante, para quien se halla en la aurora de cualquier civilización, las órdenes de Yahvé no encuentran otro obstáculo que el pecado original. Dios está en quien nada es, y la humildad del elegido no hace sino hacer brillar aún más la magnificencia de la gracia divina. Y cuando el elegido haya llegado a ser sabio, sus libros sólo hablarán de su Creador.

»La respuesta más orgullosa: Yahvé escogió a los judíos para que fueran la sal de la tierra, para informar al mundo entero de Su existencia y Sus deseos, y para dar en todas partes el mejor ejemplo. Lo que te explica que el judío no puede multiplicarse abusivamente sin arriesgarse a perder su calidad. ¡No vengas a nosotros, Kaeso, salvo en el caso de que seas realmente digno de ello!

En el jardín, el gato gordo y puro devoraba sin escrúpulos a la impura lagartija: no había entendido en absoluto el sistema.

A fuerza de profundizar, Kaeso hizo un decepcionante descubrimiento: los judíos también limitaban el reclutamiento para ahorrarse molestias superfluas. ¡Verdad que, con sus carácter, ya tenían unas cuantas!

—Sí —confesó al fin el rabí— es evidente que Roma no soportaría conversiones masivas al judaísmo, pues entonces aumentaría de forma alarmante para las autoridades el número de quienes se niegan a ofrecer sacrificios a Roma, a Augusto y a todos los falsos dioses del Estado. El judío sólo es tolerado a causa de su singularidad, que por sí misma disuade de la conversión. Y todo está muy bien así. ¿En qué se transformaría la prodigiosa santidad de Israel, si de repente la puerta se abriera de par en par al vulgo inculto de todas las naciones?

Esta culta suficiencia, este tranquilo egoísmo irritaron a Kaeso, que replicó:

—Yo no conozco mejor que tú las segundas intenciones de Yahvé, pero una cosa me parece palmaria: los dios como los hombres, no pueden vivir mucho tiempo en contradicción consigo mismos. A dios trascendente, universal; a dioses inmanentes, religiones particulares dios trascendente y universal no puede convertirse en nacional sin un excelente motivo, y los que tú me has dado hace un momento, misterioso, humilde y orgulloso, no son enteramente satisfactorios. Una mente sombría podría creer que el dios judío es un mito, o bien que los judíos se han apoderado de un dios previsto para todo el mundo, reteniéndolo junto a ellos.

Ante este cargo de prevaricación, al viejo Samuel, ofendido, le costo trabajo guardar la calma.

—¿Sabes —contestó— que si Yahvé nos colma de favores, es también mucho más exigente con nosotros que con los demás? Practica nuestra moral un poco y sin duda tus reproches serán menos acerbos. Nosotros somos como el gran faro de Alejandría; tanto bajo el sol como en la tempestad, siempre lo he visto alumbrar a lo lejos.

—Debo admitir modestamente que mis ambiciones morales son menos elevadas que las tuyas. Más que introducirme penosamente en el eminente círculo de los doctores de la Ley, antes que convertirme en su discípulo, esperaba una religión más acogedora y amable, si no más fácil, en la que la circuncisión no fuese un esfuerzo desmedido y en la cual el dios único, que no tolera otros dioses, viniese en ayuda de mi flaqueza. Perdóname el haberte molestado para nada.

Kaeso se levantó y el rabí le acompañó hasta la puerta con una glacial cortesía.

Cuando Kaeso se despedía en el umbral, Samuel, después de haber pesado los pros y los contras, le dijo bruscamente:

—No me has molestado para nada, pues, dadas tus ambiciones, creo saber lo que te hace falta. Desde hace algún tiempo existe una secta judía de lo más peregrina, que recluta a manos llenas sin imponer la circuncisión. Y para dar más facilidades todavía, esa gente ha mandado a paseo lo más claro y preciso de nuestra Ley, que han sustituido por algunas novedades bastante asombrosas. Si pudieran convertir una buena semilla patricia para hacer avanzar sus asuntos estarían en la gloria, pues hasta el momento sus convertidos romanos no brillan en absoluto por la posición social. Ellos te recibirán como al Mesías, con los brazos abiertos. Además, la cruz es la extravagante señal de reunión de la secta, ya que su fundador judío, bajo Tiberio, exhaló en ella su último suspiro. Pero ese accidente no debe desanimarte. Un dios sin circuncisión ni Ley molesta, ¿no es una amable solución para un joven a quien repugnan los largos estudios religiosos?

—Yo busco, lo sabes muy bien, algo realmente serio, que accesoriamente pueda causar una impresión favorable sobre un pariente, por ejemplo.

—No sé si el adjetivo «serio» conviene del todo a los cristianos, pero puedo decirte que su práctica, a pesar de su rareza —¿o a causa de ella?—, ha cosechado algún éxito en Oriente, hasta el punto de preocupar a veces a las autoridades. Uno de los hombres principales de la secta, un tal Cn. Pompeyo Paulo, judío naturalizado y curiosamente orgulloso de serlo, esperó durante dos años su proceso en Roma, pero fue liberado en la última primavera. Entre otras cosas se distinguió en Cesarea por un discurso de propaganda ante el rey Agripa y su hermana y concubina Berenice. Ya ves que el tal Paulo cuenta con buenas relaciones. Y como sus amigos romanos lo declararon inocente, nada te impide frecuentar también su compañía. Es un hombre un poco hablador, pero de inteligencia sutil e interesante. Dice haber visto, en el polvo, un fenómeno asombroso cerca de Damasco, y no tiene par en imaginación para comentar las Escrituras de manera original.

—¿Estará en este momento en Roma?

—Eso dicen las últimas noticias que he tenido. Vuelve de predicar en España y pasará unos días en la Ciudad, antes de seguir camino hacia Oriente. No para de moverse. Si quieres pillarlo al vuelo para completar tu información, lo encontrarás por la mañana, con un poco de suerte, en esas grandes letrinas calefaccionadas en invierno, en la intersección del Foro de Augusto y el de César. A Pompeyo Paulo, por cierto, no le ruboriza vivir a la romana o a la griega, y vuestras letrinas son verdaderos salones, donde se producen los mejores encuentros. Para un predicador ambicioso, es un terreno de experimentación ideal.

—¿Cómo se puede probar que se es cristiano? Los cristianos han debido de sustituir la circuncisión por algo…

—¡Evidentemente!

—¿Un tatuaje, quizá?

—El tatuaje —como el disfraz— está prohibido por la Biblia, pues no se debe desfigurar la imagen de Yahvé. Sospecho que los cristianos se deben de haber apresurado a autorizarlo, pero no hacen de él, que yo sepa, un signo de reconocimiento. La operación del tatuaje es, por cierto, larga y dolorosa. Para los cristianos hacía falta algo rápido e indoloro, de forma que se pudiera operar en masa y en el acto, si la ocasión se presentaba. Simplemente, idearon hacerle tomar un baño al convertido.

A Kaeso se le ocurrió la idea de que Arsenio pudiese ser cristiano, pero la rechazó por improbable.

—Los cristianos —continuó Samuel— llaman a ese baño el «bautismo»; en caso de necesidad, un poco de agua basta. Te bautizarán en seguida con entusiasmo. Entre ellos, en el momento en que están, los estudios son prodigiosamente breves. Pretenden que toda la doctrina cristiana se resume en unas líneas, que no te costará aprender de memoria. Es una religión a medida para jóvenes impacientes.

Kaeso se fue, pensativo, con este viático. Estaba seguro de no haber causado muy buena impresión en el rabí, y se preguntaba por qué ese fariseo desconfiado había criticado a los cristianos de manera que despertase su curiosidad.

La sirvienta, que había seguido desde las sombras el final de la conversación, le dijo a su amo, cuando la puerta estuvo cerrada:

—¡Debo de haber oído mal! ¿Por qué hablar a ese elegante joven de los cristianos? Ignorante como será, es capaz de ir a verlos y dejarse embaucar.

Era una sirvienta entre dos edades y hablaba sin rodeos; toda una mujer, que gobernaba la casa desde que la quinta esposa del rabí había sucumbido bajo el peso de los embarazos.

Samuel tenía una buena oportunidad de precisar sus pensamientos:

—Como el renegado Pompeyo Paulo en el camino de Damasco, acabo de tener una visión, pero mucho mejor que la suya. Yahvé me ha dicho: «Para que los indolentes romanos, a pesar de todas nuestras advertencias, se interesen al fin por los cristianos tal y como se merecen, esa canalla blasfema debe calar en la alta aristocracia». Hace siete años, Pomponia Grecina, la mujer del general Aulo Platio, acusada de «superstición ilícita» y más que probablemente cristiana, fue salvada por los pelos gracias a la complicidad ciega o activa de su marido. Fue un golpe en balde. Debemos alentar la repetición.

—Nuestro noble visitante corre el peligro de tener problemas por tu culpa.

—Ese muchacho pretendía hacerse judío con regateos.

¿No están hechos los cristianos para eso?

Cansado de andar, Kaeso alquiló una litera para volver a su casa. Las características de la secta cristiana parecían prometedoras. Pero si era difícil que Silano admitiese una conversión al judaísmo, una conversión a un cristianismo casi desconocido —y probablemente sin futuro— planteaba problemas de verosimilitud aún más arduos. El baño o la aspersión bautismales ni siquiera tenían el aspecto indiscutible y espectacular de una franca circuncisión, fuente de felicidad para las damas.

Para llegar al centro de Roma, los portadores podían elegir entre el cercano puente Janículo, la travesía de la isla Tiberina o el puente palatino, todavía llamado «puente senatorial». Kaeso pidió que se detuvieran un momento en el corazón de la isla Liberiana, al lado del obelisco que se alzaba entre el templo de Vejovis y el gran templo de Esculapio, dios terapeuta aclimatado con gran pompa a esta isla en el año 461 de la fundación de la Ciudad. Toda la parte que se hallaba debajo de los puentes Fabricio y Cestio había sido dotada de un muelle en forma de popa de trirreme, que conmemoraba el desembarco del dios en aquel lugar bajo la apariencia de una serpiente (¡animal impuro para los judíos!).

Alrededor del templo de Esculapio, una muchedumbre esperaba bajo los pórticos una curación milagrosa que se hacía esperar. Kaeso le compró un gallo a uno de los numerosos vendedores que, en connivencia con los sacerdotes, explotaban la credulidad pública. Y por si acaso, pidió que sacrificaran el animal a su salud.

Por cierto que tenía la impresión, cada vez más acusada, de no hallarse en su estado normal. Los golpes recibidos en tan poco tiempo habían estremecido, y luego echado abajo, el cobijo y seguro edificio que abrigara su infancia y el feliz principio de su adolescencia. Bajo las ruinas acumuladas, el mismo suelo parecía inseguro. Kaeso comprendía que le hubiera hecho falta una filosofía firme o una fuerte creencia para sobreponerse a la crisis, poner en claro su deber y reunir el coraje para cumplirlo sin flaquezas. Pero entonces, ¿dónde estaba esa verdad capaz de encargarse de un caso como el suyo, que habría podido tacharse de inaudito si el Hipólito de Eurípides o la más reciente Fedra de Séneca no hubieran existido para advertirle que su infortunio no era inaudito? Los dioses romanos eran mudos o contradictorios, y su intervención más que dudosa. El dios judío adolecía de ser más judío que dios, y su «avatar» cristiano no inspiraba casi ninguna confianza. En cuanto a las diversas filosofías, reflejaban todas las inclinaciones del espíritu humano y la inflación verbal no simplificaba el acercamiento.

Cn. Pompeyo Paulo acababa de irse de las magníficas letrinas que su ardiente afán de apostolado le empujaba a frecuentar. Gran número de romanos que podían pagárselo[109] empezaban así el día. Era pues, como la barbería, un trepidante centro de difusión de noticias, verdaderas o falsas.

Continuando sus reflexiones al ritmo de los portadores, Kaeso pensó un rato en todas esas místicas orientales que poco a poco habían adquirido derecho de ciudadanía, no sin antes pasar por tierra griega, donde el espíritu heleno las había marca o. Cultos de Anatolia, en particular los de Cibeles y Attis, cuidadosamente reformados por el emperador Claudio; cultos egipcios como el de Isis, desterrados por Tiberio pero admitidos públicamente por Calígula; el culto sirio de Hadad y de su pariente Atargatis, recientemente importado, y que gozaba del favor de Nerón, en tanto Mitra esperaba todavía que lo admitieran… Pero su reputación era muy mala entre los romanos tradicionalistas, y el padre de Kaeso —que no podía equivocarse de continuo pese a su talento para el error— siempre había tenido los colmillos afilados contra los caldeos, comagenios, frigios o egipcios, que mezclaban la astrología y la obscenidad, el hipnotismo y la música, la adivinación y la histeria, las mortificaciones y la danza, la prostitución y la castración, prometiendo a sus iniciados bienaventuradas inmortalidades, placeres de ultratumba o renacimientos salvadores. Evidentemente, Kaeso no tenía nada que hacer con esos charlatanes que especulaban con la sensibilidad y la inquietud de los ingenuos. Llegaban a verse, en enero, algunos santurrones bañándose en el Tíber para satisfacer el capricho supuestamente regenerador de un sacerdote cualquiera. Por otra parte, si tales cultos diferían profundamente de la vieja religiosidad romana (tan deprimente en el registro de los fines últimos, pues apenas se trataba de fundirse, mediante las técnicas apropiadas, en el seno de un dios salvador), se le parecían también en el simple hecho de que eran oficialmente admitidos en el panteón de Roma, cuya elasticidad parecía no tener límites. El único culto oriental desvinculado del resto parecía ser el delos judíos, que iba a contracorriente.

En cuanto a los cultos orgiásticos, sólo podían tocarse decentemente con pinzas. Las últimas manifestaciones importadas se habían desarrollado en los tiempos ya lejanos de las guerras civiles, pero, a despecho de todas las prohibiciones, aún subsistían. Mujeres de costumbres perdidas, hombres disfrazados de mujeres —como sólo se toleraba durante las Saturnalias o las Calendas de enero— y un montón de individuos libres, libertos e incluso esclavos se reunían secretamente de noche para librarse en compacta tropa a todos los excesos posibles, buscando en las tinieblas, en la embriaguez, en la confusión de sexos y edades y en la excitación erótica más enloquecida una forma de éxtasis divino, de comunión sublime. La posesión divina se volvía inseparable de la posesión sexual. Se consideraba que placer y dolor, violencias y abandonos, introducían a los afiliados en un mundo sin fronteras ni límites, sin separaciones ni muros. Era la liberación a través del desorden. Pero el Estado había terminado por reaccionar, pues en tales ocasiones se pisoteaban las leyes civiles más intangibles: el incesto, el adulterio femenino —el único penado por el código—, e infames acercamientos entre matronas y esclavos se volvían moneda corriente.

El problema de Kaeso era más bien liberar su espíritu, y el tiempo apremiaba cada vez más.

Marco había ido muy temprano a tomar el aire del Foro, y Marco el Joven proseguía sus correrías. Según el reloj que presidía la exedra, aún no eran las cinco. Kaeso vio a Selene, sentada en el falso atrio, inmóvil, como una estatua pensativa.

La saludó y le resumió la entrevista, bastante decepcionante, con rabí Samuel. Selene había oído hablar vagamente de los cristianos, que habían aparecido en Roma bajo Claudio e irritaban a los judíos desde hacia algún tiempo. ¿Cómo habrían podido soportar los judíos que les hicieran la competencia en su propio terreno? La herejía cristiana, desarrollándose contra todas las previsiones razonables, ponía en peligro su preciada singularidad, sus privilegios y hasta su seguridad, pues una policía imperial sin experiencia había atribuido con demasiada frecuencia a los judíos tal o cual desorden suscitado únicamente por la presencia cristiana. Las autoridades, abrumadas por las protestas e informaciones de los indignados rabís, sólo empezaban a distinguir a los verdaderos judíos de los falsos. Pero lo que complicaba la cuestión era que algunos cristianos estaban circuncidados y otros no, debido a lo cual se olfateaban, no sin razón, temibles embrollos en los que nadie tenía prisa por meter la nariz. Siempre que al emperador no le concernía directamente un asunto, la policía romana tardaba en reaccionar. Se esperaba a que la situación degenerara peligrosamente para tomar medidas, que entonces eran globales, brutales y sin distinciones.

—Los cristianos —dijo Selene— tienen una particularidad que debes conocer: ¡cuentan a quien quiere oírlos, sin temor al ridículo, que el fundador de su secta, un tal Jesús, crucificado en Jerusalén bajo Tiberio, resucitó por sus propios medios!

—La invención no tiene nada de original; en muchas religiones de Oriente, sobre todo la egipcia, dioses o diosas se pasan el tiempo resucitando. ¡Incluso resucitan todos los años!

—No entiendes nada. No te hablo de dioses ni de mitos primaverales, sino de un carpintero muerto en la cruz, a quien más tarde vieron paseándose.

—Entonces es un fantasma. El espectro de Cicerón visita la casa de Silano, y no obstante Cicerón no ha resucitado.

—Sigues sin entenderlo. Los cristianos afirman que se podía tocar a este Jesús resucitado, y que hasta tenía buen apetito.

La noticia era un problema suplementario, y de los más graves.

—¡Vaya suerte la mía! —gimió Kaeso—. Si le digo a Silano que me he hecho cristiano, va a tomarme por mentiroso o por loco. Pierdo mi última tabla de salvación y mi caso se vuelve desesperado.

—Reconozco que la historia es un poco burda. Los carpinteros fabrican cruces, mueren en ellas a veces, pero no frecuente que vuelvan a la vida.

—Ese Jesús, ¿era carpintero de verdad? Convendrás que, para un patricio, resulta un fundador de dudoso gusto. ¡El individuo es enormemente atractivo!, no cabe duda.

—Era carpintero de pies a cabeza, y también lo era su padre legal, José. Se dice que su madre, María, una ardiente zorra vieja, lo tuvo de un ave de paso, y algunos rabís aseguran que fue José quien, para vengarse del engaño, desbastó celosamente la cruz sobre la que Jesús murió. Pero quizá sea una calumnia… En compensación, los propios cristianos se ven forzados a confesar que su Jesús era un bastardo. Para velar esta dolorosa realidad, pretenden que a María la dejó embarazada un ángel. Pero los ángeles judíos rara vez tienen el rabo tan largo…

—Es el colmo. ¡Qué familia!

El asunto de la resurrección era el último golpe para Kaeso. La cara del infortunio reflejaba tal decepción que Selene, compadecida, se echó de pronto a sus pies, le abrazó las rodillas y le dijo:

—Tu desilusión me aflige, y estoy tanto más apenada por tus problemas cuanto que hace tiempo te causé un sufrimiento inútil con un falso testimonio que confieso, lamento y te suplico me perdones. Rabí Samuel, mi director espiritual, me ha reprochado vivamente…

Y Selene confesó a Kaeso que su padre nada tenía que ver con la horrible mutilación que había ensombrecido sus días.

La muchacha, desmoronada de aquel modo, resultaba conmovedora: el mármol se había animado, los bellos ojos grises se hallaban velados por las lágrimas, la garganta palpitaba con ligeros sollozos…

Aliviado de un peso por la revelación, Kaeso prolongó la prueba, ya que el hecho de poder sumergir la vista en los encantos de Selene no era como para abreviaría.

Levantó al fin a la joven y le preguntó:

—¿Por qué urdiste una mentira tan penosa? ¿Qué demonio te empujaba?

—Quería vengarme de tu padre, que me impone sanciones desagradables. Y debo confesarte también que de carta de amor que escribí a Marcia no estaba ausente un sentimiento de venganza.

—¿Marcia? ¿Y qué te ha hecho Marcia?

—Ya te dije que Silano me había comprado para regalarme a tu padre. Tú has podido ver expuesto, en los tablados de las tabernas, un amplio conjunto de esclavos: prisioneros de guerra coronados de laurel, individuos originarios de ultramar que se frotan los pies con creta, sujetos difíciles o dudosos vendidos sin garantía y señalados entonces por un gorro de lana blanca… Pero los esclavos de precio no conocen esa promiscuidad. Los chalanes van a presentarlos a domicilio a los aficionados. Así fue como el traficante Afranio, el que tiene sus tablados cerca del templo de Cástor, enfrente del Foro viejo, me mostró desnuda a Silano y a Marcia —a quien el patricio había albergado en su casa, por otra parte, mucho antes de casarse con ella—. El trato se cerró deprisa, y Marcia me pidió que me desnudara otra vez con el pretexto de comprobar si sus propias medidas se aproximaban a las mías, y en consecuencia ella también se desnudó. Pero, en el fondo, quería sobre todo gozar conmigo y procurarle placer a Silano. Me impresionó su habilidad, que sólo podía ser fruto de una larga experiencia. Acababa de invitar a Silano a participar en nuestros retozos («¡Hay que entrenar al regalo de Marco!», decía), cuando se dio cuenta, de golpe, de que yo había sufrido la escisión —cosa que Afranio no había dicho porque la ignoraba. Y furiosa por mi disimulo, ordenó que me azotaran en el acto. La prueba habría sido aún peor si el noble Silano no le hubiera recomendado a su especialista que no me desgarrara la piel, puesto que deseaba ofrecerla muy pronto como presente. ¿Entiendes por qué no llevo a Marcia en mi corazón? Es una mujer viciosa y cruel.

Herido de muerte, Kaeso buscó refugio en su alcoba, se tiró sobre la cama y lloró. ¿Qué quedaba de la imagen de Marcia, que había dominado y acompañado su infancia?

Por otra parte, Silano adquiría una nueva dimensión, que suscitaba inquietantes reflexiones. Si había disfrutado con los excesos de Marcia y Selene, ¿podía suceder que exhibiera un día el mismo gusto perverso por unas eventuales relaciones entre su mujer y Kaeso? La hipótesis apuntada por Marco el Joven, que siempre se había vanagloriado de su carencia de ilusiones, ¿no se avenía acaso con la naturaleza de un hombre riquísimo, y ya de edad, que había conocido muchos placeres? ¿Debía Kaeso sacrificar un dorado porvenir para respetar el honor de un personaje que no lo tenía, o que al menos no tenía de él una concepción corriente?

Pero el verdadero problema, sin duda, era otro. Al aceptar, pensando en su carrera, las delicias y vergüenzas de un triángulo, Kaeso entraría en un mundo de prostitución, cuyo lado degradante acababa de descubrir a través del de Marcia. Después de haberse prostituido por Kaeso, ¿iba Marcia a coronar su victoria prostituyendo a Kaeso con ella?

Habiendo llamado suave, humildemente a la puerta, Selene terminó por entrar y sentarse en el lecho del joven, cuyo rostro trastornado miraba con tristeza.

—No debía haberte hablado de Marcia…

—¡Al contrario! Lo que me has dicho no me ha sorprendido demasiado.

Y Kaeso reveló a Selene lo que Marcia le había contado sobre sus excesivos sacrificios…

—¡En resumen, eras el gran amor de una puta, en quien veías a una madre, y ni siquiera lo sabías!

—La ironía no podría haber sido más cruel.

—Compadezco mucho más tus infortunios porque tampoco me los han ahorrado a mí. Dado que el comercio de comestibles de mis padres fue saqueado por los griegos del barrio vecino, y mi padre no pudo satisfacer a sus acreedores, llegué a ser fina mente, a los quince años, la esclava de un sacerdote egipcio eunuco, que se apresuró a hacer que me practicaran la escisión según la ancestral y bárbara costumbre del país. Entonces todavía era virgen. Los esclavos de aquel monstruo abusaron en seguida de mis encantos, y tuve un hijo, que fue expuesto al nacer: era una niña. Apenado por mi desvergüenza, mi amo me vendió entonces a uno de los lupanares más famosos de Alejandría. Todavía no había cumplido diecisiete años. Como las diversas penetraciones me descomponían, me harté de mamar al mayor número de gente posible, y me convertí en una experta. Un filósofo que nos visitaba me dijo doctamente un día que ése era un ejemplo perfecto de la ley del mal menor, que sigue siendo lo más hermoso que han encontrado los moralistas. En aquella casa encontré artistas que fueron sensibles a mi belleza, y cambié de propietario para convertirme en modelo. Así, durante años, hice felices a escultores o pintores, hasta que un rico procurador de los dominios imperiales me vio. Pero se quejaba de una cierta frialdad, de modo que me cedió a Afranio, que estaba de paso en Alejandría y Cano para adquirir sujetos escogidos. Afranio no me tocó: los aficionados que pagan muy cara una esclava se sentirían ofendidos si ella hubiera procurado placer a su traficante. Estos sólo copulan con esclavos baratos. Pero en el barco, en el momento en que Afranio volvía la espalda, los marineros saltaban sobre mí, y no me atrevía a quejarme por miedo de que me tiraran al agua. Ya conoces el resto; verás, pues, que no eres el único que sufre.

Esta angustia, aunque de calidad servil, era contagiosa, Kaeso puso tiernamente la mano en la cabeza de Selene que a su vez se posó con toda naturalidad en el bajo vientre de él, donde la adiestrada boca pronto halló trabajo.

—Déjame hacer —decía Selene—. Debo humillarme para merecer mejor tu perdón.

La moral sexual de los romanos y los griegos estaba, en efecto, dominada por la fácil y evidente distinción entre donador y receptor. El hombre activo siempre conservaba el respeto de su portero, mientras que las mujeres y los invertidos salían deshonrados de sus intentos, razonable o sublime paraíso de los amores ya era un infierno de prejuicios.

Selene había puesto tanto más brío en la obra cuanta que tenía la agradable sensación de burlarse de Marco a bajo precio y de acrecentar su dominio sobre el honorable paciente; y Kaeso, por su parte, se decía que tal vez el incesto fuera, después de todo, cuestión de opiniones…

En la promiscuidad de las grandes mansiones romanas, además, no era raro que hijos irrespetuosos manosearan clandestinamente a las esclavas bellas o a los muchachos que constituían ya la distracción de los padres, y ciertas matronas celosas llegaban a obtener de estas solapadas irregularidades una sabrosa venganza.

Cuando Kaeso se abandonó jadeante, Selene le dijo con humor:

—Acabas de conocer un momento excepcional, que no volverás a disfrutar tan pronto. En latín, de la mujer ejemplar que sólo ha tenido un marido se dice que es una univira. Yo seré tu unifellatrix, la de una sola vez.

Este neologismo, cuya formación gramatical resultaba quizá dudosa, no era por ello menos claro, y Kaeso se dio por enterado.

El talento de Marcia para los amores lesbianos no dejaba de sorprenderle e irritarle, e interrogó a Selene a este respecto, puesto que ella debía de poseer una variada experiencia.

—Por lo que acabas de revelarme sobre esa mujer —contestó ella— semejante talento es natural. Sabe que en mundo, tal y como los hombres lo han hecho por tener más fuerza en los bíceps que en el rabo (palmadita al decirlo sobre el agotado miembro de Kaeso), las mujeres están condenadas a acostarse la mayor parte del tiempo con machos a que no han elegido. Así las cosas, sólo pueden encontrar afectuosas y agradables caricias entre los seres de su propio sexo. Y como la condena de las prostitutas es particularmente severa, tanto más se inclinan a apreciar la compañía amorosa de sus iguales. Este conocido hecho explica la brutal conducta de Marcia conmigo: el destino me había privado del único órgano que, hasta ese momento, había gozado de sus favores… —Aquí Selene se apresuró a añadir—: Para la mayoría de las mujeres, sin embargo, este es sólo un mal menor. Han colmado el corazón con la espera de un gran amor y, llegado el día, el órgano de sus sueños no será nunca demasiado grande. Si Marcia te echa al fin el guante, ése es el cumplido que te hará, y por una vez será sincera.

Marco padre acababa de volver y llamaba a su Selene con voz tronante. La joven se secó cuidadosamente la boca con el revés del vestido y corrió a sonreírle a su amo.

A la memoria de Kaeso volvían las relaciones, bastante especiales, de Marcia con sus sirvientas. Le gustaban muy femeninas, pequeñas, graciosas y entradas en carnes. Y su actitud con ellas era una alternancia de caricias —ahora cada vez más sospechosas— y de severidad, con la que la domina se vengaba, sin duda, de las penetrantes injurias que unos hombres indeseables le habían infligido. Los golpes de junquillo en las nalgas o los pinchazos de punzón en los senos se mezclaban con los pellizcos risueños, las palmadas cariñosas y los besos de paloma.

Pero, claro, siempre era Kaeso el gran responsable: si Marcia no hubiera tenido que llevar una penosa existencia de sacrificios para equilibrar el presupuesto de la casa y asegurar el porvenir de los niños, tampoco habría sentido el deseo de hacer carantoñas o martirizar a las muchachas de servicio —muchachas a las que su marido (¡otro signo revelador!) no parecía dirigirse cuando estaba en celo. ¿Un coto de caza?

Una sospecha invadió a Kaeso como un relámpago, lo puso en pie y lo precipitó hacia la pequeña popina paterna, donde la nodriza se hallaba detrás del mostrador: a esa hora acababa de terminar el trabajo, y toda clase de gente corriente entraba a tomar un bocado y a beber algo.

Se inclinó hacia la vieja y angulosa cretense y le dijo al oído:

—¿Por qué no me dijiste que mi padre también se tiraba a la «burrita»? ¡Si no fueras mi nodriza, verías cómo me las gasto!

La mujer, sobresaltada, contestó con embarazo:

—No podía decírtelo. Era un secreto de familia. Repróchame más bien haber intentado agradarte. ¿De verdad está tan enfadado, hijo mío?

Kaeso la tranquilizó con una lúgubre sonrisa. Antes incluso que su madre, su nodriza lo había invitado al incesto. Era previsible. Pero la inocencia de Kaeso se revelaba siempre igual de estrepitosa. Decididamente, había en su caso algo de Fedra o de Edipo. Algún dios irritado debía de haberlo tomado por blanco.

Durante el frugal almuerzo, mientras Marco el Joven hablaba de su buena suerte, Selene se mostró particularmente amable con un Marco padre embelesado. Pero se chupaba el pulgar de una forma que harto decía sobre su malignidad. ¡A pesar de todas las maledicencias del rabí, la familia del carpintero Jesús no podía haber sido peor que ésta! Era como para salir corriendo.

Cuando los comensales estaban en los postres, Kaeso, arreglando su cojín con la mano izquierda, volcó un salero, y una parte de la sal vertida fue a caer en la cáscara vacía de un huevo, que él mismo había descuidado aplastar después de comérselo. Un silencio glacial cayó sobre la pequeña asamblea.

Siempre se tenía el mayor cuidado en no entrar con el pie izquierdo en el comedor, no tocar nada en la mesa con la mano izquierda, no dejar sin aplastar las cáscaras de huevo por miedo a que un mago pudiera utilizar la cáscara intacta para lanzar un sortilegio a quien se había comido el huevo, y sobre todo no volcar la sal, lo que era presagio de muerte.

Kaeso aplastó el huevo en el acto con la mano derecha, gesto profiláctico bastante irrisorio en vista de la acumulación de signos de mal augurio.

Como se empezaron a discutir fervorosamente otras medidas preventivas para sanear la situación, Kaeso, harto, se retiró. ¿Habían querido los dioses advertirle que el amable gesto de Selene es había desagradado?

Se paseó un rato por el falso atrio intentando calmarse, y sus reflexiones le condujeron directamente al problema del incesto, ahora de actualidad. Tras el matrimonio de Claudio con su sobrina, Nerón, a su vez, había sido la comidilla general, y los fisgones se habían repartido en dos bandos para saber cuál de los dos, la madre o el hijo, había seducido al otro y le había impuesto relaciones culpables. Toda la maléfica gesta de los Julio-Claudios se anegaba, por otra parte, en un irrespirable clima de relaciones estrechamente consanguíneas.

Pero Kaeso comprendió que estas fantasías nobiliarias, exacerbadas por el liberalismo sexual de moda, no eran sino la expresión de un malestar más vasto y profundo. Ya fuera en las cabañas de los campesinos o en las insulae romanas, la promiscuidad era continua y asombrosa. Aquellos favorecidos por las leyes, los más fuertes y autoritarios, se veían expuestos a vergonzosas tentaciones. Y en las grandes viviendas aristocráticas, ¿no se enfrentaban los hijos a madres bellas y excitantes, sin hablar de las concubinas paternas abandonadas o de los favoritos no reclamados?

Signo de los tiempos, las acusaciones de lesa majestad se veían reforzadas con frecuencia por las de incesto, como si cada humareda que se elevaba tuviera que corresponder a un fuego secreto y lascivo.

Otra consideración que podía tener su peso: por definición, las leyes contra el incesto sólo concernían a los ciudadanos y los libertos, únicos capaces de casarse y tener hijos. Los esclavos, que estaban fuera de la ley, y cuyas confusas relaciones, ocultas o confesas, se desarrollaban sin la garantía del gobierno, no eran observados con tanta atención. ¿Quién se preocupa del incesto de las moscas alrededor de una lámpara? Pero esos esclavos, una vez libertos, tenían ciudadanos por descendientes.

Si uno se remontaba más lejos en la historia, comprendía que el incesto del hijastro con la madrastra, el de la madre con el hijo, habían sido grandes temas del teatro griego y continuaban apasionando a todo el mundo; y que el mismo Séneca, siempre tan sensible al clima moral, había consagrado al primero de estos temas una de sus nueve tragedias destinadas a lecturas públicas o representaciones privadas ante una élite de letrados.

Y remontándose más lejos todavía, uno quedaba perplejo ante la importancia y la precisión de las leyes que regulaban las relaciones sexuales en las sociedades primitivas y nómadas, como lo testimoniaba elocuentemente la Biblia de los Setenta. En el seno de una pequeña tribu aislada en un mundo hostil, era capital saber quién tenía derecho a acostarse con quién. Pero los griegos y romanos, en su origen, ¿habían sido tan diferentes de los extravagantes judíos?

Las dificultades de Kaeso parecían tener antigua data, aunque ello no las hacia menos graves.