VIII

Por el camino, la situación se le presentaba a Kaeso con espantosa claridad.

Adoptado por Silano estaría expuesto a las más seductoras atenciones de Marcia, y no era obvio que pudiese librarse de ellas huyendo. Uno no suele escapar sin un buen pretexto. Si no se dejaba tentar, Marcia, reducida a la desesperación, sería capaz de un terrible estallido. Si sucumbía, ya no podría mirar a Silano a la cara y se arriesgaría a que, tarde o temprano, éste lo descubriera. Cuanto más rodeadas de esclavos estaban las matronas romanas, más trabajo les costaba engañar a sus maridos sin que ellos lo supieran. En la alta sociedad, sin duda, muchos cónyuges llevaban una vida independiente a base de tolerancia e indiferencia mutuas. Pero resultaba evidente que Silano todavía estaba enamorado, y era muy capaz de seguir estándolo por mucho tiempo. Sin embargo las leyes de Augusto, que castigaban el adulterio con la deportación, seguían en vigor[106]. Por teóricas que hubieran podido parecer desde su promulgación, fuera cual fuese su grado de desuso, un amante desafortunado o una mujer adúltera seguían expuestos a la venganza del marido empeñado en reclamar sus derechos. E incluso si alguien como Silano, por temor al ridículo, no llegaba a esos extremos, el esposo ultrajado o carecía de medios para sancionar una traición tan infame. Pues sería su propio hijo, guardián del culto familiar, el que habría introducido el deshonor en su casa.

También había manchas oscuras en el árbol genealógico Silano; demostraban que, a fin de cuentas, una adopción semejante conllevaba algunos riesgos. Cuando los Julio-Claudios se exterminaban, la humilde oscuridad de sus parientes o amigos no protegía forzosamente a éstos de la suerte de los señores. Se torturaba a los libertos y esclavos para engrosar las actas y las peores sospechas no respetaban a nadie.

En cuanto a decirle adiós a Silano para vivir en una nube rosa con una ex-madrastra divorciada una vez más, era algo que no entusiasmaba mucho a Kaeso. Tenía ganas de disfrutar libremente de la existencia. Caer bajo la férula de una Marcia posesiva y celosa no seria una excursión de placer. Aquella mujer, que ponía una viva inteligencia al servicio de sus designios y pasiones, ejercía un extraño dominio sobre todos los que se unían a ella. Marco apenas había contado. Silano se había sometido. ¿De cuántos hombres no habría cogido lo que le interesaba, ya fuera matrimonio, menudos placeres, sentimientos o dinero? Acostumbrado a obedecer, a dejarse influenciar en tanto que hijo amante, confiado y sumiso, Kaeso sólo entraría en la alcoba de Marcia para verse exprimido gota a gota. Ella pretendía obtener de él los grandes placeres que nunca había conocido, y, siendo también alumna de la escuela de Arria, lo enviaría al baño más a menudo de lo normal. Kaeso no estaba maduro para una esclavitud de ese tipo.

Además, no se puede vivir en una nube rosa sin dinero. Acostumbrada a ciertos lujos que le gustaban muchísimo y eran cada vez más necesarios para la conservación de su belleza, la maternal querida de Kaeso pronto volvería a sacrificarse por él bajo algún pórtico. ¡Ya había comido bastante de aquel pan amargo y vergonzoso!

Y en vista de la diferencia de edad, ¿cuánto tiempo, de todas maneras, podría durar una relación tan apasionada? Kaeso había visto a algunos hombres importunados por queridas envejecidas y gritonas… La misma naturaleza humana predecía el naufragio.

Si, Kaeso tenía que romper, desgarrarse el corazón para sobrevivir. Empero, necesitaba a Marcia. La perspectiva de no verla más le hacia sufrir. ¡Había velado por él durante años con una constancia tan atenta y tan rara! ¿A quién dirigirse en adelante para que iluminase y dirigiese sus días? Kaeso se sentía cada vez más huérfano.

Coronando esos problemas se alzaba, además, una dificultad de orden práctico, que incluso parecía insuperable en un primer análisis. Era absolutamente necesario renunciar a esa adopción, pero, para hacerlo, había que suministrarle a Silano una razón enteramente convincente. Uno no se priva de mil millones de sestercios con un pretexto oscuro o fútil. Si Kaeso no argüía ningún motivo, o si su motivo no era creíble, Silano, ofendido y desconfiado, se pondría a reflexionar; y dada su natural agudeza, sus reflexiones amenazarían con conducirlo a la verdad, una verdad que haría que Marcia lo perdiera todo.

Divina sorpresa: Marco el Joven, como enviado por los dioses, espera a Kaeso delante de un pequeño templo en ruinas, cerca de la insula familiar, un poco apartado de la callejuela que llevaba a ella. Kaeso reconoció al pasar las anchas espaldas de su hermano, que en aquel momento estaba ocupado en regar el muro del edificio, bajo una inscripción no obstante perentoria:

DUODECIM DEOS ET DIANAM ET JOVEM OPTIMUM MAXIMUM HABEAT IRATOS QUISQUIS HIC MINXERIT AUT CACAVERIT

(¡Que la cólera de los doce dioses y Diana y Júpiter el Muy Bondadoso y Grande persiga a quienes orinen o defequen en este lugar!).

Marco, polvoriento del viaje, todavía llevaba la coraza, y con desenvoltura militar había desdeñado los medios toneles o las desportilladas ánforas dispuestas en las encrucijadas para ese fin.

Kaeso le tocó en el hombro y ambos se abrazaron. Marco disfrutaba de un permiso imprevisto: le habían encargado despachos particularmente importantes destinados al cuartel general de los frumentarios, y tenía licencia para pasar ocho días en Roma. El joven tribuno parecía inquieto, preocupado, y había acechado a Kaeso para pedirle noticias lejos de la presencia de su padre.

Los dos jóvenes fueron a sentarse a una mesa del jardín de una pequeña popina, bajo un verde emparrado; el mayor pidió vino fresco, y Kaeso reveló a su hermano con todo detalle hasta qué punto eran justificados los funestos presentimientos que éste había alimentado en su exilio, sin ocultarle nada de cuanto le angustiaba —excepto la prostitución de Marcia. Pero ¿qué hubiera podido decir sobre este tema que Marco el Joven no supiera ya?

—Sospechaba que Marcia había puesto los ojos en ti —dijo Marco—. Todo el mundo, más o menos, lo notaba en la casa. Tú eres el único que no se daba cuenta. Una mujer profundamente enamorada no puede esconder indefinidamente su juego. Incluso si calla, todo lo demás habla flor ella. Sí, Marcia te adora.

—¿Pero por qué tiene que ser eso un inconveniente?

—Acabas de decirme que nuestra madrastra era hija del tío Rufo y prima hermana nuestra, pero que nunca compartió el lecho de nuestro padre. Por lo tanto, prácticamente no hubo incesto entre ambos esposos, de donde se desprende que tampoco lo habría si Marcia se convirtiera tu amante. Así que tienes todo el derecho del mundo a considerarla bajo un nuevo punto de vista en el caso de que una relación semejante te parezca agradable o ventajosa. Tengo el deber de hablarte de todo esto como amigo y no como hermano…

—¿Quieres decir que si estuvieras en mi lugar, tendrías, de todas formas, dudas y repugnancias instintivas?

—Ya éramos mayores cuando Marcia nos confesó que era nuestra madre por elección y no por naturaleza, y nos presentó la cosa de tal manera que nos sentimos filialmente conmovidos. Cierto que es difícil pasar de la madre a la amante sin transición. Pero un poco de tiempo arregla muchas cosas…

»En todo caso, hay un hecho seguro: Marcia es muy seductora, te quiere bien, y su amor ha demostrado ser eficaz. Si haces que se desespere, temo horribles desgracias. Una mujer rechazada es capaz de cualquier cosa.

—Y si me obligo a colmar sus esperanzas, ¿de qué sería capaz Silano?

—Todavía no es cornudo, aún no sabe que lo ha sido, y no creo que la noticia lo volviera muy peligroso. No seria la primera vez, si atendemos a los rumores, que Silano conociera un infortunio semejante, y hasta el momento ha mostrado ser de buena pasta.

—No había adoptado a los amantes de sus otras esposas, que además no estaban a cargo del culto familiar de su gens.

—La religión de alguien como Silano es para el Foro. En cuestiones de piedad, en tales familias lo que no es oficial no cuenta.

—Silano ama a Marcia.

—Como puede amar un hastiado que ha conocido todos los placeres.

»Imagina por un momento que, por escrúpulos, desdeñas esa extraordinaria fortuna que los dioses te traen como por casualidad. Imagina también que te encuentras a Silano en el Foro dentro de un siglo o dos y que le informas de tu noble conducta. E imagina, para terminar, que Silano te contesta: “¡Qué tonto has sido! ¡Me habría sentido tan feliz compartiendo a Marcia contigo! A mi edad, a uno le gustan los triángulos”. ¿Qué argumento presentarías entonces, tú que sales de entre los sofistas, en tu defensa?

—¡Me duele oírte! ¿Tú te revolcarías por algunos sestercios con nuestra Marcia y ese vejestorio?

—¡Sí, me temo que por cientos de millones de sestercios sí!

Marco vació su copa y añadió, con la mayor seriedad del mundo:

—No soy un gran filósofo, Kaeso, pero voy a decirte algo sensato: no tenemos ni idea de a dónde iremos una vez muertos, ni siquiera si iremos a alguna parte. Así que, a mis ojos, sólo hay una moral razonable: la del éxito. Se puede tener éxito en detrimento del Estado o en detrimento del prójimo, cosa que yo no recomendaría, pues el interés general, el de todos y de cada uno, se resiente. ¿Pero qué mal habría en revolcarse en compañía de un mecenas generoso y de una mujer sacrificada? Es el sueño de todos los jóvenes romanos de hoy en día. Después de todo, en lo que a la sangre concierne, Silano no es más padre tuyo que Marcia tu madre. He notado que todos los hombres ilustres, en un momento u otro, tuvieron que poner algo de su parte para triunfar en la vida.

—Pero no Catón de Utica.

—¡El sólo llegó al suicidio! Tampoco soy competente en materia de fe, pero me llama la atención una evidencia: en nuestra buena y vieja religión romana, los dioses se han multiplicado a tal punto que cada actividad humana, cada virtud e incluso cada vicio pueden encomendarse a la protección de una divinidad. Las hay para los militares, para los gladiadores, para los enamorados y para los ladrones. Esta visión me parece muy profunda. Ya en La Ilíada, que tanto hemos estudiado y que tú conoces mejor que yo, los dioses adoptan los intereses humanos más prosaicos y contradictorios. Lo importante, para el hombre piadoso, ¿no es ponerse bajo la advocación del dios más útil, que mejor proteja de los golpes y le asegure una buena fortuna? De esa forma, si hay dioses, siempre encontrarás la horma de tu calzado. Y si no los hay, ¿no puedes, con mayor razón, seguir tu estrella a tu albedrío?

—Tu sentido común me espanta. Yo tengo otro concepto de la moral.

—Entonces no es un concepto romano. ¿No habrás sido infectado por alguna superstición oriental?

—Ni siquiera eso. Debe de ser que, a falta de estrella visible, sigo las inclinaciones de mi naturaleza.

—¡Tus inclinaciones no favorecen mucho mi ascenso! —dijo Marco riendo—. ¡Me veo tribuno durante mucho tiempo!

Evidentemente, esa risa forzada ocultaba una real y legítima inquietud.

Decepcionado y herido, Kaeso continuó:

—No puedo hacerme a la idea de que Marcia se acueste con Silano por interés hacia mi carrera. Y no me acostaré con Marcia por interés hacia la tuya, mientras Silano nos alumbra con una vela —incluso si el papel le gustara, hipótesis ésta nada segura. Y si ese patricio tuviese una idea decente del matrimonio, el progreso de ambos se encontraría definitivamente comprometido. A veces, la antigua moral es también la vía de la prudencia.

La atmósfera de la ligera comida familiar fue bastante tensa. Una sombra pesaba sobre ella, a pesar de la alegría suscitada por la visita de Marco el Joven. Todo en la casa, desde el reloj hasta el menor mueble, recordaba a Kaeso los múltiples y discretos sacrificios de Marcia. Todo era sospechoso y sucio. Y la cara satisfecha del padre cobraba una nueva profundidad de abyección.

A la hora de la siesta, habiendo salido su hermano a correr tras las muchachas, Kaeso retuvo aparte a Selene en el falso atrio, expuso en detalle —pero sin hablar de las retribuidas debilidades de Marcia— el dramático éxito de su artimaña, y pidió consejo otra vez. ¿Qué buena y honorable razón podría presentar ahora para no seguir con el proyecto de adopción?

Selene, al contrario que Marco el Joven, no hizo ningún esfuerzo para convencer a Kaeso de que se plegase a las exigencias de su madrastra, como si la estoica abstención del joven le pareciera normal en semejante situación. Al final lo arrastró hasta su propia alcoba y sacó de un cofre un grueso tomus de pergamino amarillento, que le prestó con este comentario:

—Soy judía. Esta es la Biblia de los Setenta, el Libro Sagrado de mi religión, una traducción griega ya antigua del reo original. Sumérgete en este texto y suspende por un tiempo todos tus asuntos. En él encontrarás lo que hay que decirle a Silano para librarte de esa trampa tendida a tu honor, y sin que ninguna sospecha pueda rozar a tu Marcia. Si no encuentras por ti mismo, yo te ayudaré.

Profundamente sorprendido, Kaeso se retiró a su alcoba y emprendió animosamente la tarea de recorrer el extraño libro. En materia de judíos, la ignorancia de la mayor parte de los romanos era prácticamente total. Se sabía que ese pueblo difícil y sombrío se había extendido por todas partes, que llevaba de buena gana una vida aparte, y que su religión era de las más originales. Pero, de ordinario, no se distinguía ni la naturaleza ni el alcance de esta originalidad.

Y a la desdeñosa y desconfiada ignorancia se sumaban las difamaciones y calumnias extravagantes, como ocurre cada vez que una secta pretende aislarse de un mundo que no está dispuesto a admitirla.

Kaeso se sentía muy desconcertado por la historia aparentemente legendaria de las relaciones entre un dios y pueblo que había elegido entre tantos otros, y no entendía primera vista lo que podía anunciarle tal revoltijo folklórico. Además, le estorbaba en su lectura un niño que gemía en el vertedero del callejón. Al menos los niños de invierno se callaban con bastante rapidez. Los niños de primavera, en cambio, duraban mucho.

De todas maneras, algunos puntos merecían cierta atención…

El dios de los judíos se presentaba en primer lugar como el dios de toda la humanidad, creador de la luz, el cielo, la tierra y las aguas, el hombre y todo cuanto existía.

Por cierto que había allí una idea nueva, de un evidente alcance filosófico, y tan sencilla en suma que uno habría Podido preguntarse por qué los griegos, que tanto reflexionaban, no habían sido capaces de darle una forma y un destino mejor. Desde la Galia hasta las Indias, todos los dioses se hallaban prácticamente trabados en la materia, prisioneros del espacio y del tiempo como los peces de Silano en una piscina. El mismo Platón no había ido más allá de una metempsicosis panteísta que velaba el problema fundamental: ¿por qué hay algo y no nada? Y superponer a familias de dioses ambulantes un misterioso Cronos o una oscura fatalidad no era una respuesta aceptable. El dios judío era coherente: si había creado la materia, también había creado el tiempo y el espacio —que podría aniquilar cuando quisiera, puesto que el hombre sólo concebía el tiempo y el espacio vinculados a una materia que permitía fragmentarlos. Según el vocabulario de la filosofía, un dios «trascendente» sucedía a dioses «inmanentes». Y un dios trascendente era obligatoriamente único. Todo eso se sostenía bien.

La explicación de la presencia del mal en el mundo a causa del pecado original y la caída era interesante, y se justificaba por el hecho de que un hombre creado a imagen de dios, es decir, soberanamente libre, debía ser capaz de hacer el mal sin que dios fuera considerado responsable. Además, no era el pecado original el que se transmitía de generación en generación, sino una inclinación al mal, que causaba estragos morales infligidos a la humanidad por el asiduo ejercicio de todos los pecados posibles. Sí, el hallazgo era ingenioso.

Desgraciadamente, pronto se caía en una red de contradicciones.

Abraham, un tipo cualquiera que por su nacimiento no era judío del todo, era de pronto llamado a tener descendencia: un numeroso pueblo judío que el dios de la humanidad, no se sabe muy bien por qué, tomaba entonces bajo su protección especial. El dios de la humanidad, que había empezado tan bien, disminuía curiosamente su campo de solicitud. Pero los judíos no se reducían a la descendencia este Abraham, circuncidado solamente en la víspera del centenario, con todos los suyos: incluso los esclavos comprados a extranjeros habían sido circuncidados en esa ocasión. Desde el principio, el judío se revelaba difícilmente definible. O, al menos, la única definición posible era de naturaleza religiosa: un judío era un individuo circunciso y sobre todo creyente en Yahvé: su raza era más que dudosa. Y además, Kaeso tenía que leer, seguidamente, que los judíos se habían apresurado a poblar su harén de muchachas o cautivas de todos los orígenes. La descendencia de Abraham era de orden mítico. Había muchos más circuncisos alógenos que progenitura del patriarca, quien de todas maneras —y para colmo de paradojas— había engendrado a sus propios hijos antes de sufrir la circuncisión.

Yendo más lejos, Kaeso encontró una catarata de reglamentos; los había de todos los colores.

Los dos decálogos del Éxodo y del Deuteronomio tenían cierta talla —aunque proscribieran de forma aberrante la escultura y la pintura. Pero la distinción entre animales puros e impuros era completamente peregrina. ¿Por qué eliminar al camello, al preciado cerdo, la sabrosa liebre, el inocente caracol, los peces sin aletas ni escamas, los avestruces, las garzas o las cigüeñas? ¡Ese Yahvé era un extraño cocinero!

Había muchas otras prescripciones fútiles o extravagantes, como las de capturar a los pajarillos recién nacidos sin tocar a la madre, no mezclar el lino y la lana o coser cuatro borlas a la fimbria de los vestidos.

Y cuando uno llegaba a los castigos, caía en la locura furiosa más primitiva…

Se castigaba con la muerte, en completa arbitrariedad:

1) A los judíos que abandonaran a Yahvé por un dios extranjero (¡afortunadamente, ahí estaba la tolerante Roma para proteger a esos imprudentes!).

2) A los toros que cornearan a alguien.

3) A las mujeres casadas y sus amantes.

4) A la novia y su amante, si el amante y el novio no fueran la misma persona.

5) A la muchacha llegada al matrimonio sin la virginidad de rigor y a las hijas de sacerdote que se prostituyeran.

6) A los sodomitas, los invertidos y los magos.

7) A los hombres y a los animales, o a las mujeres y a los animales que hicieran animaladas.

8) A las relaciones culpables entre un hombre y su madre, hija, suegra, nuera, cuñada, hermana o tía.

9) El hecho de desposar conjuntamente a dos hermanas, o bien a una madre y a su hija.

10) El hecho de acostarse con una mujer durante sus reglas.

Este segundo Decálogo estaba menos logrado que el primero, que parecía expresar ciertas virtualidades profundas.

Yahvé, tan aficionado a prohibiciones sexuales más o menos extraordinarias, parecía haber descuidado algunos puntos, como las relaciones entre tíos y sobrinas, entre primos hermanos o entre lesbianas. Uno se preguntaba también si estaba permitido sodomizar a una mujer, durante sus reglas o fuera de ellas. Si Yahvé no lo determinaba, ¿cómo saberlo?

Un poco desanimado, Kaeso precipitó la lectura. La historia de los enredos de los judíos con su dios era bastante fatigosa, cual una obra de teatro donde se repitieran perpetuamente los mismos efectos. Kaeso se puso a sobrevolar siglos, salmos y profetas, y finalmente el libro se le cayó de las manos…

El niño del vertedero también se había desanimado, con menos suerte que Job. El precepto del Decálogo, «No matarás», ¿concernía a esos pequeños seres, cuyas sensaciones tenían, sin duda, algo de animales? El caso era que, si se les dejaba vivir, se convertían fácilmente en hombres. El dios de la biblia, que recomendaba el exterminio de los niños para conservar sólo a las vírgenes en las ciudades asaltadas por bandas de judíos feroces (quienes se divertían después cocinando a sus prisioneros en hornos de pan), ese dios debía, sin embargo, prohibir la muerte de los niños judíos, puesto que su ojo infinitamente penetrante condenaba y a en Onán la vieja técnica contraconceptiva de la marcha atrás, que los romanos practicaban cual más y mejor con alegre animación[107]. Pero si hubiera sido necesario someter Roma a las reglas de la moral judía no habrían quedado ni doce no-judíos con vida, entre las cenizas de las hogueras y los cadáveres de los lapidados.

Mientras el grueso Marco retozaba con su Selene en las termas de la casa, Kaeso recibió la sorprendente visita de Capreolo, ansioso de hablarle en secreto. Para mayor seguridad, Kaeso le invitó a beber algo fresco en el jardín de la popina en la que ya había hablado con su hermano antes de almorzar; Capreolo le dijo:

—Tu madrastra Marcia me hizo llamar con urgencia hacia la hora octava; vengo de su casa. Me ha dicho que vuestra esclava Selene había cometido contra ella el más abominable de los crímenes, pero que no podía seguir el procedimiento legal para hacerla crucificar o arrojar a las fieras, y que me estaría agradecida por degollarla a la primera oportunidad. Me ofreció por hacerlo una fortísima suma, en proporción con esa maravillosa casa del Palatino. Le he contestado que la hubiera complacido gustoso, pero que yo soy judío, como la esclava en cuestión, que entre judíos uno no se mata sin serios motivos, y que experimentaría un gran alivio si le encargase el trabajo a otro. No ha insistido y ha ordenado que me dieran doce mil nummi en pago por mi discreción. Pero, después de todo, esa esclava es vuestra y tú me salvaste la vida la noche de tu investidura de toga. He pensado que la obligación de callar no te incluía a ti.

Kaeso estaba espantado por la crueldad de Marcia y por su rapidez para actuar. Arrastró en el acto a Capreolo hasta la insula, le dio doce mil sestercios de los quince mil que le quedaban, y escribió rápidamente la siguiente nota, de la que leyó las cuatro primeras frases al gladiador antes de sellar:

«Kaeso a Marcia, ¡salud!

»Capreolo te devuelve honradamente tus sestercios, habiendo juzgado, tras reflexionar, que tal vez el asunto me concerniese. Estás logrando que quiera a Selene cada vez más y no consentiré que la toquen. Capreolo, que se halla igualmente bajo mi protección, sólo se ha confiado a mí y no dirá una palabra. Si por tu culpa les ocurriera algo a Selene o a este muchacho, dejaré de amarte y de verte. ¡Qué el dolor no te extravíe! ¿Acaso no sabes hasta qué punto lo comparto?

»Cuídate y conserva, no obstante, todo tu afecto por mí».

Kaeso había redactado la nota en su alcoba, mientras Capreolo miraba la biblia con curiosidad. Después de haber agradecido la generosidad y protección del muchacho, se tomó la libertad de abrir el libro y hacer una halagüeña observación sobre la nitidez y claridad de la grafía de los copistas. Los escribas judíos de las escrituras sagradas estaban muy preparados.

Kaeso explicó que era un préstamo de Selene, añadió que acababa de recorrer una buena parte de la obra, y observó:

—Tu dios único no bromea con las historias de cama. ¡Entre vosotros se lapida y se quema por un quítame allá esas pajas!

—Sí, somos el pueblo más virtuoso de la tierra —dijo modestamente Capreolo— y los judíos de la pequeña isla de África donde yo nací, completamente llana, pero jalonada de hermosas palmeras, son piadosos entre los más piadosos.

—¿Cómo pueden soportar semejantes exigencias morales, con las terribles sanciones que entrañan en caso de debilidad?

—En primer lugar, no todas las debilidades se castigan con la muerte. Un judío, por ejemplo, puede menear las caderas sin atraer sobre sí represalias inmediatas, a condición de que lo haga a solas y no invite a amigos charlatanes.

—¡Es, por cierto, un magnífico ejemplo de liberalismo! Resulta casi inquietante. Pues un dios severo y justo, que inspira por sí mismo toda la legislación hasta en sus menores detalles, no debería dejar pasar nada.

—Nuestro Dios es también un Dios de bondad. Pero hay otras implicaciones. Las penas contra el adulterio sólo afectan a la mujer casada —o prometida— y a su cómplice. El trato con prostitutas no entra en la competencia de las leyes. Cuando sitiamos la ciudad de Jericó, cuyas murallas debían desplomarse al sonido de nuestras trompetas, los espías de Josué habían encontrado asilo en casa de una valiente prostituta, que además fue recompensada junto con toda su familia.

—Yahvé hizo incluso por ella un milagro particular. Me quedé sorprendido al enterarme de que la casa de Rahab estaba contra la pared de las murallas y que ella misma se alojaba allí. Por la gracia de Yahvé se desplomó todo salvo el burdel.

—¡Tú les darías cien vueltas a nuestros rabís! Sí, la prostituta tiene derecho de ciudadanía entre nosotros. Además, si bien la poligamia ha caído poco a poco en desuso, los hombres conservan el privilegio de repudiar a su mujer y cambiarla a su antojo.

—¡Eso es poligamia por sucesión!

—¿Y cómo se podría vivir, si no? De todas formas existe, desde luego, cierta tolerancia hacia las relaciones con las sirvientas, como en todas partes.

—Ya veo. Con mujeres intercambiables, sirvientas y prostitutas, los judíos serían muy viciosos si fueran a buscar más lejos acoplamientos contra natura.

—Esa es exactamente nuestra opinión. Aunque tengo que precisar que el conocimiento de todas las sutilezas de la Ley no está al alcance de cualquiera, que la piedad más alta es entre nosotros, fruto de la instrucción, que muchos pecan por ignorancia. Yo me encuentro un poco en ese caso. ¡Que Yahvé quiera absolverme!

Selene salió del baño mientras Kaeso acompañaba a Capreolo, quien así pudo saludarla antes de despedirse.

—Me llamo Isaac —le dijo— y puedes dar gracias por ello a nuestro Creador.

Cuando Capreolo se hubo ido, Selene le preguntó a Kaeso qué significaban aquellas palabras, pero él soslayó la pregunta para no alarmar inútilmente a la joven. La idea de que había faltado un pelo para que tanta belleza y frescura se tornaran polvo por la voluntad de una mujer encolerizada era angustiosa.

Marco padre salió a su vez de las termas, con la mirada iluminada aún por el recuerdo del cuerpo desnudo de Selene, e hizo seña a la esclava para que le siguiera.

Hasta después de la cena —Marco el Joven seguía ausente— no pudo Kaeso hablar con Selene de lo que tanto le preocupaba. Al caer la noche fueron a sentarse en un banco de piedra, ante el cercano templete en ruinas, hasta donde llegaba el rumor de los lugares más animados del Suburio.

—Debo confesar —dijo Kaeso— que no he visto en tu biblia nada que fuera útil para mi caso. Contarle a Silano que estoy impresionado por las ideas judías no me daría un buen motivo para librarme de la adopción. ¿Qué le importan los judíos a alguien como Silano?

—Se te habrá escapado el punto esencial. ¿No has leído que el nuestro es un Dios celoso y único?

—Sí. Lo que los filósofos griegos llaman una «entidad metafísica trascendente». Su opinión, si mal no recuerdo, es que de todas formas no se puede extraer nada práctico de un principio incognoscible por naturaleza. Para ellos es filosóficamente un callejón sin salida, y sigo esperando que tú me demuestres lo contrario.

—Lo contrario ya está demostrado, puesto que esa entidad le habló a Moisés y seis millones de hombres siguen su Ley.

—Bien, ¿y volviendo a mi persona?

—Puesto que este Dios es celoso, único, «trascendente», utilizando tu erudita expresión, todos los demás dioses que se pasean por el mundo como en una risión idólatra ya no tienen existencia ni interés concebibles. El Dios judío no podría sumarse a los demás dioses: los suprime y sustituye. ¿No te sientes capaz de explicarle eso a Silano, que es cultivado e inteligente y hasta de explicarlo en la lengua de los filósofos griegos, que dominas mejor que yo?

—Ciertamente: es elemental. Pero ¿y luego?

—En consecuencia, un judío no puede ofrecer sacrificios a un dios que no sea Yahvé. Los judíos son tan irreductibles en este punto que Roma ha tenido que concederles dispensa de hacer sacrificios a los dioses de la Ciudad, a ésta misma y a Augusto. Tienen licencia para sustituir los sacrificios por oraciones y son los únicos en el mundo que disfrutan de estas facilidades. Oran sin convicción por la prosperidad del emperador y del Imperio, pero sólo hacen sacrificios a su Dios nacional.

»Así pues es obvio que si finges adoptar las ideas judías no puedes dejarte adoptar por un romano: te volverías incapaz de mantener su culto familiar. Empero, según lo que tengo entendido, Silano debe de estar muy interesado en esta perspectiva. En gran parte, te adopta por esa razón. Como judío, tendrías un pretexto sólido y honorable para escabullirte, un pretexto de conciencia. Para los romanos, sin duda, los sacrificios sólo son formalidades, pero precisamente por eso tienen tanto interés en que se sucedan de generación en generación. ¿Qué les quedaría si las propias formalidades desaparecieran?

Kaeso tuvo una especie de deslumbramiento. ¡El consejo de Selene era genial! De todas maneras seguía habiendo una dificultad…

—La artimaña es de una extrema agudeza. Un pretexto de conciencia se discute tanto menos cuanto que es sorprendente y metafísico, y es cierto que ninguna otra religión puede ofrecerme una salida semejante. Pero si quiero que mi perfecta buena fe no pueda levantar sospechas, no debo limitarme a exhibir vagas simpatías por Israel. Tengo que parecer un verdadero judío. ¿Y cómo fingir una circuncisión sin extremar la mala fe de manera realmente desagradable?

—La circuncisión no es asunto de excesiva importancia…

—A mi edad…

—Abraham tenía noventa y nueve años.

—Cuando uno ya esta chocho no parece tan importante…

—La operación es rápida, tu convalecencia te ofrecerá un excelente motivo para retrasar la adopción y después te encontrarás muy bien.

—¿Desde qué punto de vista?

—Las matronas voluptuosas sueñan con pagarse esclavos judíos, pues la retracción del prepucio, al mitigar ligeramente las sensaciones en el transcurso del coito, retrasa, el derrame final. En la cama, el judío aguanta más tiempo que otros. Si te acuestas un día con tu Marcia, seguro que, te lo agradecerá.

No era muy prometedor. ¡Esas mujeres, primero Arria y ahora Selene, parecían haberse puesto de acuerdo para transformar a Kaeso en una infatigable máquina de amor! El esclavo judío, sumergido regularmente en una piscina fría a fin de que conservase intactas sus fuerzas, era evidentemente el no va más.

Kaeso titubeó durante un rato y terminó por inclinarse a lo inevitable. Estaba obligado, a pesar de los defectos de Marcia, a hacer cualquier cosa para desviar las sospechas de Silano.

Selene añadió:

—El tiempo apremia. Voy a escribirte una carta de presentación para el santo hombre del Trastévere a quien confié mis cien mil sestercios. Se trata de un fariseo. Los fariseos son los judíos más piadosos. Son los mejores conocedores de una Ley que siempre se las ingenian para torcer y retorcer al antojo de sus intereses o placeres. Y siempre le añaden sutiles desarrollos que proporcionan nuevas ocasiones de fraude. Pero nuestra Ley es tan fuerte que resiste con una constancia admirable. El fariseo siempre obedecerá a su conciencia cuando no vea otra escapatoria, y es difícil exigir de un hombre algo mejor. Así que puedes otorgar toda tu confianza a rabí Samuel, a quien irás a ver mañana por la mañana. Completará tu instrucción y tal vez considerará un honor recomendarte a un buen cirujano.

—¿«Tal vez»?

—Lo que hace que se merezca llegar a ser judío es la sumisión a Dios. Tu sumisión es muy dudosa y Samuel conoce el mundo. No obstante, me esforzaré por darle a mi carta el giro más hábil…

Volvieron a la insula y Selene, en la intimidad de su alcoba, trazó estas líneas en griego bajo la mirada de Kaeso:

«Selene a rabí Samuel, muy respetuosos saludos.

»Te recomiendo vivamente al joven Kaeso, hijo menor de mi amo Marco, senador y Hermano Arval. La madrastra de Kaeso se ha divorciado de Marco para desposarse con D. Junio Silano, de la familia imperial. Es, pues, un muchacho de gran porvenir. Sin duda mi casta y modesta influencia ha servido para algo, pues Kaeso, como algunos otros romanos, ha estudiado nuestra Biblia con creciente simpatía, y la mano de Aquel cuyo nombre no se osa decir lo ha sacudido hasta el punto de que ambiciona mucho más quedarse en el umbral de nuestra comunidad. En una palabra, me ha declarado que, tras madura reflexión, quiere convertirse en un verdadero judío y que no teme la circuncisión. Con tu acostumbrada sagacidad, sabrás separar el entusiasmo juvenil de las disposiciones profundas.

»¿No podrías poner mi dinero al 6% en lugar de al 5%?

»¡Cuida mucho tu salud y ruega por la mía!».

Esta carta era perfecta, al punto de que la consideración que Kaeso sentía por Selene creció aún más. Marcia acababa de dejar un hueco, pero ahora volvía a encontrar a una mujer fuerte e inteligente para guiarlo, con la ventaja adicional de que una muchacha que había sufrido la escisión no tendría nunca, en relación con él, extenuantes segundas intenciones. Besó a Selene con el mayor cariño del mundo; sin quererlo se le fueron los ojos detrás de los admirables senos y olvidó momentáneamente los abusivos derechos de su padre. Selene se separó de él suavemente y lo despidió.