VII

Una duda tan crucial, que se había implantado y subido como, la fiebre, obligaba a dejar de lado cualquier pudor y pedía ser disipada con urgencia. De la solución del problema dependía además la mirífica adopción, cuya fecha se había fijado en las Calendas de mayo, y solamente diez días completos separaban a Kaeso de esa fecha. Silano quería festejar la adopción entonces, pues el día señalaba las Lararias de primavera, consagradas a honrar a los dioses lares protectores de Roma, que contaban con una capilla por barrio. La piedad perfectamente política de Silano no flaqueaba nunca.

Pero ¿cómo salir de dudas? En la práctica, Kaeso tropezaba contra un muro. Si ponía a prueba a Marcia declarándole una súbita pasión, y si la sospechosa estaba libre de cualquier propósito incestuoso, se encontraría en una situación insoportable, donde lo odioso competiría con lo ridículo. De todas maneras, si Marcia estaba enamorada, debía de ocultar celosamente su secreto desde hacía tantos años, que no se descubriría sin apelar a maniobras desagradables, en las que Kaeso se arriesgaba a perder todo su prestigio ante ella.

A fuerza de torturar su imaginación, Kaeso tuvo que reconocer que el muro seguía en pie, y que el talento para debilitarlo amenazaba con faltarle durante mucho tiempo. Necesitaba consejos de una cabeza fría, pero ¿a quién dirigirse para un asunto en el que la menor indiscreción arrastraría consecuencias imprevisibles e incalculables? Vistas las circunstancias, sólo podía confiarse a su hermano Marco, que estaba lejos.

En su angustia, se le ocurrió la idea de que Selene era una solitaria, que parecía desdeñar a los hombres y no otorgar a nadie su confianza. Y una griega judía (¿o judía griega?) que no carecía de sensatez, ni de penetración, ni de agudeza. Pero era una esclava. Por una parte, las esclavas pasaban por ser menos fiables todavía que los esclavos, pero por otra, en tanto que esclavas, se las podía dominar por miedo o interés, y en tanto que mujeres, siempre se podía uno adueñar de ellas mediante el sentimiento. Es verdad que las relaciones de Kaeso con la joven habían cobrado cierto giro de intimidad que, por ser bastante extraña, debía facilitar confidencias y consejos. De todas maneras, él le había metido la mano entre las piernas y había intentado darle un poco de placer por poderes. Eran cosas que, a pesar de todo, siempre acercaban.

En último extremo, en el día naciente de su alcoba, Kaeso lanzó un as de bronce. Había decidido que si la suerte hacia caer la moneda mostrando la doble faz de Jano, se abstendría de la tentativa. Pero la moneda exhibió su anverso, adornado con una proa de navío, en memoria de la llegada de Saturno al Latium. Los dioses le habían negado la ambigüedad y concedido las ventajas de la acción, bajo la égida del más romano de todos ellos.

Selene no estaba en su alcoba. Un esclavo interrogado le señaló la del amo al pasar. A través de la puerta, se filtraban los sonoros ronquidos de un Marco que debía de estar otra vez saturado de bebida. Sólo las cuatro puertas de entrada estaban defendidas —sin hablar de los barrotes por cerraduras, muy complicadas además. Kaeso entreabrió muy suavemente la puerta. Su padre reposaba en el lecho. Selene, envuelta en una manta, se había refugiado a los pies de la cama, donde dormía apaciblemente, con la cabeza sobre un cojín. Los ruidos de la calle, que empezaban a desencadenarse, no parecían turbar su sueño. Sin duda, su amo le había impedido dormir durante una buena parte de la noche.

Kaeso no sabía qué hacer ante esa muchacha medio desnuda, cuando Selene, que se había despertado con los alaridos de un vendedor de quesos que subía por la callejuela con sus cabras, se estiró, descubriéndose por completo, y consideró sin demasiada sorpresa la cabeza del observador, que la miraba fijamente a través del resquicio de la puerta. Kaeso le hizo en seguida unas señas para que se reuniera con él, y ella se levantó indolentemente para ponerse un vestido de interior y las zapatillas. Su desnudo apenas parecía incomodaría.

Una vez cerrada la puerta, le dijo a Kaeso:

—La última vez, querías ver cómo me acostaba con dos gladiadores, y ahora quieres ver cómo me acuesto con tu padre… ¿Eres virgen o estás chocho? ¿Acaso imaginas que estas cosas son gratuitas en nuestros días?

La entrevista bendecida por Saturno, de la que esperaba Kaeso, empezaba mal. Se apresuró a disipar el irritante desprecio, arrastrando a Selene hacia las habitaciones de enfrente, ahora vacías, ya que habían dedicadas a la comodidad de Marcia y a las termas, vez se pudieron enviar los esclavos a las alturas de la vivienda.

Se sentaron ambos en una especie de saloncito, que servía de transición entre la antigua alcoba de Marcia y el falso atrio.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó Selene—. Tienes la cara de un muchacho a quien un espectro hubiera perturbado el sueño.

—¡El espectro está bien vivo y me roe las entrañas!

Expresándose en griego corriente, Kaeso se desahogó ampliamente y con detalle. La confesión lo alivió. Y acabó por decirle a Selene, que lo había escuchado con una atención más bien simpática:

—Tú me hiciste tristes confidencias el otro día. Hoy te hago yo las mías, esclavo como tú de un destino cruel que apenas me deja salidas. Tengo la íntima convicción de que los sentimientos de mi madrastra hacia mí no son los que deberían ser, pero confieso que me falta la prueba. Y debo cerciorarme en los días que vienen, pues la adopción está próxima. Tengo deberes hacia el noble Silano, que no me ha prodigado más que bondades. No puedo agradecérselas introduciendo el escándalo en su casa. Por todos los dioses, ¿cómo voy a averiguar lo que tanto me importa?

Tras un momento de reflexión, Selene declaró:

—Es muy sencillo. Conviene emplear uno de esos procedimientos que utiliza la gente de teatro para impulsar la acción cuando parece bloqueada. El truco de la falsa carta, por ejemplo. Eso siempre funciona.

Con desconfianza, Kaeso rogó a Selene que se explicara, cosa que ella hizo con la mayor claridad.

—¿Le has escrito alguna vez a Marcia en griego?

—Nunca. No lo domina a fondo, a pesar de sus progresos, y experimenta algunas dificultades para escribir una carta correcta.

—¿Entonces no conoce tu escritura griega, aunque sea muy característica?

—Por cierto que no. Pero ¿a qué viene esa pregunta?

—Imagina que le encargo a un mensajero cualquiera, desconocido por la familia de Silano, que le entregue a su portero unas tablillas con tu sello, en las que yo habré escrito de mi puño y letra una declaración de amor en griego. Una de dos: o Marcia está poseída por Eros y te salta al cuello, o sólo tiene sentimientos maternales y grita de indignación. En ambos casos, tú haces como que no entiendes nada. Puesto al corriente, afirmas que la escritura de la nota no es tuya, y sostienes que alguien malintencionado, al acecho de una broma pesada, ha debido de coger tu sello mientras dormías. Como ves, pase lo que pase, sales con la cabeza bien alta de la terrible entrevista. Marcia está obligada a traicionarse, ya que no puede sospechar la artimaña, y si después concibiera la menor sospecha contra ti, allí estaré yo para disiparla. ¿Se te ocurre algo mejor?

Kaeso quedó atónito ante la eficaz y rápida sencillez de la teatral maquinación. Evidentemente, era lo que necesitaba. Aliviado de un peso enorme dio un beso a Selene, que añadió:

—La presencia de tu sello, el hecho de que yo sea la única persona de la casa, aparte del amo, que puede escribir un griego fluido no demasiado inferior al tuyo, me marcarán en el acto como sospechosa, y pronto caerá sobre mí la animosidad de Marcia. Y apuesto a que una Marcia furiosa tiene el brazo largo. ¿Estarás en condiciones de protegerme?

La pregunta, que Kaeso se había hecho al mismo tiempo que Selene, era muy delicada.

Selene continuó por él:

—Es obvio que la venganza de Marcia no puede servirse de esas tablillas —y eso en los dos casos ya apuntados—, en consideración a ella misma y a muchos otros. No dirá una palabra de este asunto a nadie. Pero puede perjudicarme con muchos pretextos indirectos, a la primera ocasión favorable. Mi única seguridad estaría entonces en tus manos.

—¿De qué manera?

—Inocente o enamorada, Marcia no hará nada si la amenazas —por afecto hacia mí— con contarle el asunto a Silano. Si está enamorada, la revelación de su bajeza sería una catástrofe para ella. Si es inocente, esta historia de las tablillas sería ya como para meter en la cabeza de su marido ideas inquietantes. Y tú puedes cumplir la amenaza, tanto si Silano te adopta como si no.

Tras meditarlo, Kaeso observó:

—Si Marcia está enamorada, tendré a mis propios ojos una buena excusa para defenderte. Pero si es inocente, no tendré ninguna excusa ante los suyos. E incluso en la primera hipótesis —y con mayor motivo en la segunda— el hecho de defenderte la empujará a considerarme cómplice.

—Es un riesgo que debes correr si deseas tener el corazón limpio y protegerme. Pero tu Marcia no es inocente.

Kaeso se sobresaltó:

—¿Qué estás diciendo?

—Te lo diré en latín: In vino, ventas. Cuando el amo está borracho, deja escapar a veces alusiones significativas. Una sospecha lo corroe desde hace mucho tiempo. Pero como tiene más pruebas que tú, la ha enterrado en lo más hondo de su corazón. Sin embargo, la coincidencia entre tu sospecha y la suya da que pensar. ¡Maldita sea la inocencia! Yo apuesto por el amor. Además, en esta historia radica mi mayor seguridad, puesto que gracias al amor y al secreto que exige, mi protección será más fuerte… Por lo menos, si tú tienes a bien contribuir.

Una vez bien sopesado todo, Kaeso, ardiendo en deseos de saber al fin, juró ante los grandes dioses que velaría por Selene como por la niña de sus ojos.

Siguiendo con su idea, la joven avanzó un paso más:

—El día en que Silano se desinterese de Marcia, mi piel valdrá muy cara. Empero, tengo una hermosa piel, apenas estropeada, y sólo tengo una.

Por mucho que Kaeso sostuviera que los encantos de Marcia eran capaces de hacer milagros, no podía ofrecer más garantías sobre el tema.

—Sin embargo, tentaré a mi suerte —dijo Selene—. Encima corre el rumor de que Silano se reunirá algún día con sus hermanos, y, cuando los patricios se abren las venas, es de buen tono que sus mujeres los sigan. Pero no puede contar del todo con Nerón, y sigue existiendo un riesgo que no puedes ahorrarme. En caso de apuro, sería precioso para mí tener dinero disponible.

Kaeso había arañado alrededor de 120 000 sestercios de pensión y sus gastos de viaje. Al final, los 100 000 sestercios de Diógenes fueron concedidos a Selene.

—Pareces ser ducha en negocios —tuvo que reconocer Kaeso—. Pero, puesto que eres esclava, ¿cómo conservarás una suma semejante? Dudo que un templo honrado la acepte en depósito.

—La pondré en manos de un santo hombre de mi religión.

—¿Estás segura de poder confiar en él? Los sacerdotes son tan ladrones…

—No entre nosotros. Además, confío en ti.

—¿Qué te dice que cumpliré la promesa de protegerte?

—Mi conocimiento de los hombres y de mis encantos. Así que consígueme unas tablillas corrientes y un punzón…

Selene experimentaba un delicioso placer vengándose Marcia, que la había mandado azotar después de abusar ella. A cada latigazo, había suplicado a Yahvé que le permitiera resarcirse, y el día había llegado antes de lo previsto. Este placer, sumado a los 100 000 sestercios, bien valía algunos riesgos.

Kaeso y Selene hablaron un rato de los términos que emplearían. Evidentemente, Selene no podía hacer alusión más que a ideas y hechos que hubiera podido extraer de un Kaeso en exceso confiado. La taimada carta debía tener una base verosímil.

Cuando Kaeso hubo proporcionado de buena gana todos los elementos necesarios, Selene escribió lo que sigue:

«K. Aponio Saturnino a su muy querida Marcia, ¡salud!

»Ahora que voy a vivir contigo para siempre, debo confesarte por qué ningún muchacho me interesó en Atenas por qué ninguna hetaira me retuvo más de una noche, por qué me parece que las cortesanas de Roma no tienen sabor y que las muchachas son pálidas: un amor más exigente me ocupa y persigue desde mi infancia. Durante mucho tiempo no me he atrevido a pronunciar su nombre, pero al volver de Grecia, por fin, tomó prestados tu rostro y tu voz para decirme: “¡Kaeso, tú y yo somos uno solo!”. Esta confesión me obliga a interrogarme. Hay en el mundo una mujer que vale por todas, que las resume a todas, sin la cual no podría enfrentar ningún porvenir ni soportar la vida: ¡eres tú, modelo de gracia y generosidad! Lo he recibido todo de tus manos y aquí están las mías para quererte, para devolverte todo lo que en ellas he recogido. Pero ¿podré pagártelo alguna vez? ¡Sé indulgente con mis torpezas juveniles! Ah, ¿por qué mis ojos se han abierto tan tarde? ¡Con qué alegría te hubiera sido fiel en Atenas si una razón clara me lo hubiese podido ordenar! Dime a vuelta de correo dónde y cuándo has decidido que te pertenezca por completo. Tu amor es mi herida, mi látigo y mi deleite. ¡Larga vida a tu belleza y paz a tu corazón!».

Kaeso encontraba excesivo hablar de herida y de látigo, pero Selene le garantizó que los amantes acostumbraban a expresarse de esa suerte. Y estaba tan ansioso por saber, que el innoble carácter de la artimaña sólo le causaba un pequeño malestar.

Al pensarlo, Kaeso se dijo que de todas maneras Marcia nunca había confesado nada y que, por muy enamorada que estuviera, nada permitía afirmar que tuviese la menor intención de cambiar de política. Pero, por otra parte, incluso si había tenido el impaciente deseo de descubrirse, por cierto que habría esperado el hecho consumado de adopción, que retendría a Kaeso a su alcance y bajo su hechizo. Esta última consideración servia para atenuar una vergüenza muy natural.

A media tarde aún no habían vuelto las tablillas. A Kaeso, devorado por la impaciencia, se le ocurrió la idea de volver a ver a la supuesta gran amiga de Marcia, a quien debía memorables revelaciones. Si conseguía soltarle más aún la lengua, se presentaría a la crítica entrevista en una posición notoriamente mejor. Al informarse supo que una mujer, una tal Arria, vivía sola con algunos esclavos en una pequeña casa del Viminal, en el corazón de la VI región, «Alta Semita», entre la posición de la tercera cohorte de vigilantes contra incendios y la antigua muralla de Servio. El tiempo apremiaba, y Kaeso corrió el riesgo de ir a sorprenderla.

Hacía calor en los senderos boscosos y umbríos del viejo Viminal, y Kaeso se felicitaba por haber salido con una simple túnica. Alguien que pasaba terminó por indicarle una modesta villa, medio oculta por la vegetación de un jardín no menos modesto y bastante descuidado. Kaeso empujó la verja y fue a llamar a la puerta. Estaba empezando a pensar que la casa se hallaba desierta cuando oyó una voz masculina y plañidera, que parecía venir de la parte trasera: «¡Domna, domna, se me están helando!». Y la voz de Arria que contestaba: «¡Un momentito más, Arsenio!».

Intrigado, Kaeso rodeó la casa por la derecha, atravesó una cocina abierta de par en par que daba a un gallinero y se topó de boca con el llamado Arsenio, si es que se puede emplear tal expresión para bocas que se encontraban a alturas tan diferentes: en efecto, el esclavo estaba sumergido hasta el cuello en la piscina fría de unas termas rudimentarias, cuya caldera, por añadidura, estaba apagada. La cara congestionada del gran galo pelirrojo hacía pensar que quise tratara de un baño terapéutico. Al ver a Kaeso, Arsenio se apresuró a gritar: «¡Domna, un noble visitante para ti!». Kaeso se anunció en voz muy alta y Arria le rogó que esperara un momento. Pronto, con aire alegre, abrió en persona una puerta que daba a una estancia atestada de divanes y cojines, en la que reinaba un fuerte olor a sudor y a almizcle. En la penumbra del lugar, el vestido suelto de Arria parecía un saco colgado de una estaca.

Kaeso no habría conseguido ninguna confidencia de haber mencionado el objeto de su visita. Para poner a la dama de un humor conveniente, no tenía otro recurso que fingir intenciones galantes. Pero pronto estuvo muy claro que a la anfitriona no le bastaban las intenciones. Y como intenciones sin consecuencias la habrían ofendido terriblemente, Kaeso, entre la espada y la pared, se vio obligado a cumplirlas. La dama era verdaderamente muy, muy esbelta, y su agitación voluptuosa no era suficiente compensación de la ausencia de atractivos tangibles. El huesudo pubis, los senos en forma de huevos al plato, resultaban desalentadores. A pesar de su delicadeza y su buena voluntad, Kaeso hizo una chapuza, y si bien Arria no se ofendió, por lo menos se sintió decepcionada.

A causa de este malentendido, resultó que Kaeso no pudo sacar nada interesante de la íntima amiga de Marcia. Abierta a cualquier asalto, la mujer seguía siendo desconfiada e invulnerable como una ostra en relación a lo principal, como si hubiera querido pagar con silencio o con las inconsistentes el poco placer que le había proporcionado el encuentro.

Antes de despedirse de Kaeso, Arria le dedicó, empero una especie de mirada maternal, al tiempo que le advertía:

—Se dice que te espera un gran destino, pero la Fortuna es caprichosa. Tal vez un día no te quede sino tu encanto y tu belleza para hacer carrera. Ese día, todo puede depender del apasionado afecto que hayas sabido inspirarle a una mujer.

—¿Te das cuenta de que si la tratas sumariamente, como acabas de hacerlo conmigo, no podrás esperar gran cosa de ella?

—Perdóname, te lo ruego: aunque no lo parezca, tengo grandes preocupaciones en este momento…

—Precisamente los hombres son más satisfactorios cuando más distraídos están.

—¡Bonita paradoja!

—¡Qué niño eres! Necesitas consejos. ¿Me permites que complete tu educación en este aspecto?

Hubiera sido descortés por parte de Kaeso rechazar la lección; de modo que Arria continuo:

—Un hombre no cautiva a una mujer procurándole algunos placeres agudos pero superficiales: éstos sólo son una introducción al placer profundo, indescriptible, tan fuerte que puede desvanecernos. No todas las mujeres lo conocen. Pero para las que lo conocen, de ordinario tarda mucho en llegar. Y una vez conocido, la mujer sólo vive para conocerlo otra vez, pues su goce sobrepasa entonces en cien codos[103] al del hombre que está a su servicio. Así que es de capital importancia que el amante sea capaz de aguantar mucho tiempo, a falta de poder repetir a menudo. ¿Entiendes bien esto?

—Está perfectamente claro. ¿Pero cuál es el método?

—Mientras estés haciendo el amor, sobre todo no pienses en tu amante. Mejor cuenta cabras u ovejas. Aguántate el mayor tiempo posible. Y cuando tengas miedo de derramarte, húrtate al abrazo y salta a un baño frío.

Acordándose de Arsenio en el baño, Kaeso no pudo contener la risa.

—Pues sí —dijo Arria—. Ese galo está más dotado que tú. ¡Afortunadamente! Pues para este oficio sólo puedo pagarme un esclavo decente, y tengo que usarlo hasta el desgaste. Arsenio piensa en el sitio de Alesia por César, y no le importa mucho darse un baño para aliviar su tensión Y seguir en forma. Es un muchacho muy servicial.

Gracias a Arsenio, Kaeso se retiró finalmente de bastante buen humor, aunque no le duró mucho. Pensándolo bien, le parecía escandaloso e inquietante que solamente esclavos bien instruidos fuesen capaces de hacer gozar a una mujer a fondo y múltiples veces. ¿Qué hombre libre se avendría de buena gana a esa degradante y ridícula gimnasia? Pero entonces, como bien pensaban los griegos, las relaciones en el matrimonio sólo podían ser decepcionantes. Y había otro tema de amarga reflexión. Verdaderamente, Marcia tenía por amigas a unas mujeres poco corrientes. Sin duda, las matronas romanas que se acostaban con sus esclavos no eran demasiado raras, y las leyes que combatían este abuso tenían bien poco efecto. A veces se veía, en las frondosidades del Campo de Marte o de algún jardín, una amplia litera cerrada, rodeada por un número impar de portadores musculosos, que se cruzaban de brazos mientras el invisible número par se agitaba, a pulso, detrás de las cortinas. Y cada uno tenía un turno para hacer disfrutar a la patrona, en espera de llevar al marido a sus negocios. De todas formas, semejantes excesos manchaban una reputación, y las mujeres honradas no se trataban con tales desvergonzadas.

Cuando Kaeso llegó a la insula, las tablillas estaban de vuelta. Con el extremo romo de su punzón, Marcia había borrado prudentemente el texto comprometedor de Kaeso y había escrito en su lugar:

«Marcia a Kaeso, ¡salud!

»Mañana por la mañana, a la hora quinta, estaré en casa de mi amiga Arria, cuya villa se halla en el Viminal. Subiendo desde Suburio, la encontrarás un poco más allá del puesto de la tercera cohorte de los vigilantes. Hay un gran álamo en el jardín. ¡Que puedas encontrarte tan bien como yo!».

Selene estaba triunfante, pero Kaeso, a quien le había costado trabajo romper el sello[104], de la emoción que sentía, quedó aturdido de amargura y angustia. Su intuición no le había engañado.

Por lo tanto, al día siguiente por la mañana, día de las Vinalia, mientras el gran mercado de las prostitutas se hallaba en su apogeo ante el templo de Venus de la Puerta Colina, Kaeso estuvo a la hora fijada ante la villa de Arria, que nunca habría creído volver a ver, y menos tan pronto. Le resultaba muy desagradable que la cita se hubiera concertado en un lugar ilustrado tanto por las hazañas de Arsenio como por su propia torpeza, pero para lo que Marcia pensaba hacer en ella, la casa estaba, con toda seguridad, bien escogida, y la discreción de Arria resultaba tranquilizadora. Para darle más dignidad a la entrevista, Kaeso se había puesto su toga nueva, en la que quería ver, además, una forma de protección: una mujer abusiva no habría violado sin daño a un joven en toga, que trababa su atributo viril.

Le abrió Marcia en persona.

—Los esclavos están en el mercado y Arria ha ido de visita —dijo con el tono más natural. Y sin añadir nada condujo a Kaeso a la alcoba que él ya conocía, donde una suave luz de abril se filtraba a través de los postigos cerrados. Se sentó entonces y observó con ternura:

—¡Te ha llevado mucho tiempo entender que eras el hombre de mi vida, que sólo respiro por y para ti! Pero ven a sentarte, para que te toque por fin del modo al que, me has dado derecho…

Era el momento de hacerse el tonto y Kaeso lo intentó lo mejor que pudo. El malentendido quedó disipado con algunas frases. Selene fue acusada en el acto, y Kaeso siguió haciéndose el imbécil delante de aquella mujer cruelmente lastimada que acababa de desnudar accidentalmente su corazón.

—Bueno —dijo Marcia tras un largo silencio—, al menos sabemos dónde estamos… Selene es una perspicaz entrometida y me ha calado de forma extraña. Pero ¿se habría equivocado en lo que a ti concierne?

Kaeso respondió que la revelación era tan brutal, tan nueva, que necesitaba algún tiempo para asimilarla y forjarse una conducta.

—Si necesitas tiempo para saber si me amas, ¡es que tu amor es bien tímido aliado del mío!

Embrollándose con sus expresiones, Kaeso asumió el papel más fácil, el de interrogar. Además, su legítima curiosidad era insaciable.

Tú vives con tu amor desde hace años y yo acabo de descubrir el grado de su extensión. Sería una ligereza por mi parte comprometerme gravemente con una persona querida mientras estoy bajo la impresión de semejante acontecimiento. Pero hay más: no estamos en igualdad de condiciones. Quiero decir que tú lo sabes todo de mí, mientras que a mis ojos tú sigues siendo muy misteriosa. Un hijastro tiene el deber de ignorar muchas cosas sobre la mujer de su padre. Pero un futuro amante, ¿no necesita saberlo todo? ¿Querrías que me acostara con una desconocida?

—Admito que sería una desfachatez por mi parte. ¿Qué deseas saber?

—Silano me reveló la historia del esclavo Aponio —que no te concierne directamente. Selene me confesó que Silano la había regalado a mi padre, en compensación por tu pérdida, lo que en mi opinión te concierne menos todavía. Pero Arria me hizo saber, por casualidad, que tu matrimonio con mi padre no era el primero, y, sobre todo, que eras su sobrina. Reconocerás que todo esto desconcierta.

—Lo confieso de muy buena gana. Sin embargo, ya tienes edad para comprender que existen mentiras piadosas, con las que padres e hijos salen ganando durante mucho tiempo.

—¿Sí?, es cierto. Sólo me han mentido por mi bien. Pero, una vez más, ya no es mi madrastra la que me habla, sino una mujer que ambiciona relaciones de otra naturaleza.

—De ahora en adelante, ya no te esconderé nada. Juro sobre tu propia cabeza que contestaré con perfecta sinceridad a todas tus preguntas. Pero me parece que ya te has enterado de lo esencial de cuanto pretendimos ocultarte el mayor tiempo posible.

—¿Cómo podría estar seguro?

Marcia se desembarazó de su chal y se recostó a medias sobre los cojines, el vestido un poco recogido y la garganta semidesnuda, en la postura lánguida y paciente de quien se dispone a satisfacer la curiosidad más indiscreta.

—¿Cuántas veces has estado casada?

—No más de cuatro, contando también a Silano.

»Me casé muy joven con un “caballero” sin mayor interés. Las mujeres aún carecen de una libertad, tal vez la más satisfactoria, la de casarse según su gusto la primera vez. Mientras la mujer casada, divorciada, casada en segundas nupcias o viuda tiene libertad de sentimientos y de actos, la infortunada joven sigue siendo coaccionada. Reconozco que algunos padres actuales atienden cada vez más las inclinaciones de sus hijos, pero esta moda tarda en generalizarse.

—Yo mismo hice mis primeras armas con la «pequeña burra» de la popina de papá: eso tampoco era lo ideal.

—Para un muchacho, las primeras armas tienen menos importancia.

—¿Engañaste a ese «caballero»?

—Una y otra vez: ¡era un bruto y sólo me había casado con él para liberarme!

—Entonces, ¿era el placer lo que te atraía?

—En el sentido de que me habría gustado saber de un vez por todas lo que era. Pero la búsqueda es muy decepcionante para una mujer, pues los hombres sólo piensan en sí mismos.

—¿Qué consejo me darías en ese aspecto si la ocasión se presentara?

—Que te tomes tu tiempo. La mujer es una citara, y hay que acariciar todas sus cuerdas durante horas si se pretende que cante como es debido.

»En resumen, me divorcié del “caballero” para casarme con un propietario terrateniente, que muy pronto se mató accidentalmente.

—¿Lo amabas?

—Un poco, durante algunas semanas.

—Entonces, ¿por qué te volviste a casar?

—No podía vivir decentemente con mi dote, y las mujeres distinguidas no tienen derecho a ninguna actividad remunerada[105]. Una mujer bonita y sin dinero está, por lo tanto, condenada al matrimonio. A falta de un buen partido, su libertad no va más allá de elegir los menos malos.

—¿Engañaste a tu segundo marido?

—Menos que al primero. Me interesaba la situación.

—¿Seguías buscando ese famoso placer, del que pretenden que hace desmayarse de felicidad a algunas mujeres?

—Nunca lo he encontrado. ¡Pero yo me desvanezco de felicidad sólo con tu presencia, Kaeso!

Quedaba lo más delicado…

—No alcanzo a entender por qué te casaste con mi padre, que era tu tío.

—Claudio acababa de desposar a su sobrina Agripina, y nosotros aprovechamos la oportunidad de halagarlos. Un asunto que fracasó en parte. Marco sólo consiguió llegar a ser miembro del colegio de los Arvales, posición que fue incapaz de explotar.

»Se trataba, desde luego, de un matrimonio blanco, cosa que me da el derecho moral a amarte, ¿no?

—¿No te acostaste nunca con mi padre? ¿De verdad? Marcia hizo una señal negativa con la cabeza.

Kaeso se sentó de la impresión. Los sentimientos Marcia tomaban de repente un cariz completamente distinto: la paralizante idea del incesto se esfumaba.

Materializando su ventaja, Marcia se irguió y se apoderó de la mano de Kaeso, que estaba frente a ella. Pero él retiró en seguida.

—No me dices toda la verdad. Tanto mi hermano como yo nos acordamos de una época en que nuestro padre gritaba a la puerta de tu alcoba, y bien sabemos que a veces llegó a entrar.

—¡Qué memoria! Yo no me acordaba de eso. Si, pensándolo bien, quizás cedí cinco o seis veces a ese marido formal, ¡pero lo hice por tu hermano y por ti!

—Explícame eso…

—En los primeros tiempos de matrimonio, como vosotros dos pudisteis juzgar, tu padre se ponía frenético, a pesar de las renovadas promesas, y tales escenas os aterraban. Al precio de algunos breves abandonos sin consecuencias, yo os aseguraba el sueño y la paz. ¿Acaso crees que disfrutaba del lance?

—¡Qué amor sentías ya por esos dos niños!

—¡Gracias por reconocerlo!

»Siempre me han gustado los niños. No puedo pasar cerca de un vertedero donde se desgañitan los críos sin que se me oprima el corazón. Pero no quise tener hijos de mi primer marido, porque no lo amaba en absoluto. Y no quise tenerlos del segundo porque no lo amaba bastante. Evidentemente mi matrimonio con Marco estaba destinado a la esterilidad. Y tampoco quiero hijos de Silano —en el dudoso caso de que él todavía fuera capaz de engendrar uno— para proteger mejor tus derechos a la herencia.

»Durante mi unión con Marco, tuve a mi cargo a los hijos que me habría gustado engendrar. ¿Cómo no cobrarles afecto?

—¿En qué momento empezaste a sentir por mí algo más fuerte?

—Cuando comencé a tener celos de la pobre «burrita» de nuestra popina, creo. Nada como los celos para aclarar las cosas.

Kaeso reflexionó y dijo prudentemente:

—Durante tu matrimonio blanco… o gris con mi padre, Supongo que no renunciaste a tener amantes…

—Supones bien.

—Sin duda, te aportaban algunos placeres superficiales…

—En algunas ocasiones…

—¿Y aparte de esas ocasiones?

—¡Seguía haciendo el amor por ti y por tu hermano!

—¡Todavía!

—Marco y yo conocimos largos años en los que el dinero escaseaba, cuando no faltaba del todo. A menudo estuve a punto de abandonar aquella casa insoportable, pero tú me mirabas con ojos confiados, y yo desfallecía. ¡A veces no teníamos ni para alimentar a los esclavos! Un día tuvimos que poner en la calle a una esclava enferma y a un impedido. Un edicto de Claudio acababa de decidir el libertamiento de oficio en ese caso, pero temo que aquellos esclavos se murieran rápidamente de hambre. La bolsa estaba vacía, los esclavos alzaban los suplicantes hacia mí, mientras Marco volvía la cabeza. Entonces sabía lo que tenía qué hacer.

—¡Todo eso es positivamente admirable! Pero, en fin, las finanzas terminaron por mejorar y no te faltaron amantes por esa causa. ¿Eras tú la que vi por casualidad en las termas nuevas de Nerón?

—Las mujeres, Kaeso, nunca han sabido distinguir entre lo necesario y lo superfluo. Además, ¿cuál es la diferencia entre poner las piernas al aire por cien o mil sestercios?

¡O por mil millones de sestercios, con alguien como Silano!

—¡Seguro que la diferencia está en la suma y no en las piernas! Supongo que reclutaste a esos beneficiosos amantes en ambientes de lo más variado.

—Desde luego. Los vínculos discretos con hombres ricos son, a menudo, decepcionantes. Con esa gente hay que brindar mucho tiempo, satisfacer muchas exigencias, saber conformarse con regalos difícilmente negociables. Un cierto nivel de elegancia es enemigo de una prostitución fructífera —salvo excepciones bastante raras. Así que, cuando el dinero líquido brillaba cruelmente por su ausencia, a veces me iba a cazar a un salvador en las termas nuevas de Nerón o bajo un pórtico del Campo de Marte, temiendo que algún chulo celoso de sus prerrogativas me descubriera y me moliera a palos. ¡Cuánto te amaba, Kaeso!

—¿De ahí provenían las comodidades que pude disfrutar?

—En sus dos terceras o cuatro quintas partes…

—¿Y Silano está al corriente?

—Lo tiene muy claro y le da igual.

—¡Qué hombre tan sensato!

—Una sensatez muy a tu alcance.

Kaeso ponderó un instante aquella hermosa franqueza. Marcia había tomado heroica decisión de no disimular nada, en la duda de poder mentir durante mucho tiempo. Y esa humillación en la que se estaba revolcando le daba a Kaeso, en el fondo, un motivo conmovedor para levantado con afecto.

—Creo que debo darte las gracias —dijo—. Has hecho por mí más aun de lo que creía… ¡Y hasta de lo que deseaba! De todas maneras, me siento un poco abrumado ante la perspectiva de suceder a tantos maridos, amantes o simples clientes…

—¡Pero todos esos hombres, Kaeso, pasaron sobre ti como el agua sobre las plumas del pato! Ya los he olvidado. ¡Nunca los amé, nunca amaré a nadie más que a ti!

—Hay uno, ay, que yo no puedo olvidar, porque pretende adoptarme pronto.

—Silano posee una mentalidad muy abierta. Ha tenido montones de esposas, queridas, favoritos…

—¡Pero no me adopta para que me acueste con su mujer!

—Si un día se encontrara ante el hecho consumado, probablemente cerraría los ojos. Los hombres distinguidos son notablemente talentosos para hacer de cornudos con dignidad.

—¡Te desafío a informarle de tus intenciones antes de que me adopte!

—¿Por qué correr el riesgo cuando una de las primeras fortunas de Roma está en juego?

Kaeso volvió a reflexionar y dijo:

—Cada cual está hecho a su manera. Hay cosas que se pueden hacer, otras que no. Me resulta imposible dejarme adoptar por Silano en tales condiciones. Y lo digo: es por mí antes que por él.

—Entonces, admitiremos que no ha pasado nada, que Selene no me ha escrito esa hermosa declaración de amor. Y como la mía es el resultado de un abuso de confianza, me parece que estoy capacitada para retirarla. Así que déjate adoptar como estaba previsto, y ya no tendrás que temer mis asiduidades. Para asegurarte una fortuna semejante, no me importa hacer un sacrificio más. ¿Acaso no estoy acostumbrada?

—Desgraciadamente, Selene ha escrito y yo te conozco ahora casi tan bien como tú me conocías antaño. ¿Cuánto tiempo podrías esconder, en el curso de una vida en común en la casa de Cicerón, en Tarento, en Bayas o en otra parte, esa celosa pasión que a veces se refleja incluso en tu mirada? Y ahora que sé que no has sido la verdadera mujer de mi padre, ¿cuánto tiempo podría yo mismo resistirme a tu inteligencia y tus encantos?

—Si rechazaras la adopción, ¿tendrías menos escrúpulos en engañar a Silano?

La pregunta cogió a Kaeso desprevenido; y su vacilación fue evidente.

—Creo —declaró por fin— que todavía tendría escrúpulos. Silano ha prodigado tantas bondades conmigo…

—¡Porque yo se las he prodigado a él!

—Tu habilidad no le retira todo el mérito.

Marcia dijo alegremente:

—Para librarte de todo escrúpulo, sólo hay una solución: te haces adoptar, yo me divorcio de Silano, y caemos no en brazos del otro. ¿Qué dices?

—Digo… que una combinación semejante aún despertaría en mí algún escrúpulo y, sobre todo, que no admitiré nunca que renuncies por amor a tan brillante posición.

—¡De todas formas renuncio a ella! Y para disipar tu último escrúpulo te haré una última y honrada proposición: yo me divorcio por mi parte, tú desdeñas la adopción por la tuya. ¿Qué obstáculo nos separaría entonces?

Tras un penoso silencio, Marcia se deshizo en lágrimas:

—Ya veo que no me amas —exclamó entre sollozos—. ¡Eres el único hombre sobre la tierra que no me desea!

Pasado el primer torrente, Kaeso precisó:

—Al contrario, te deseo, hasta el punto que tu cuerpo de diosa obsesiona a menudo mis noches. Pero has desempeñado durante tantos años el papel de madre ejemplar, que mi deseo tropieza con una barrera. Hay dos mujeres en ti, y como sólo puedo acostarme con una de ellas, tengo que acostarme en otra parte. Ni tú ni yo tenemos la culpa. Y a pesar de todo estoy tan poco seguro de mí mismo que, de convertirme en el hijo de Silano, temo sinceramente ceder.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—¡Oh, qué sé yo! —dijo Kaeso con desesperación—. Estoy como en el fondo de un pozo…

Había llegado el mediodía, como testimoniaban los amortiguados rumores que subían de la Ciudad. El trabajo había sido abandonado, y las herramientas descansaban esperando que la siesta anestesiara a los hombres. Como Kaeso, con los nervios de punta, pretendía retirarse, Marcia se aferró a su toga, con gran desorden de palabras y ropas, suplicándole que la poseyera al menos una vez, en recompensa por tanto sacrificio. La súplica era tanto más conmovedora cuanto que no la provocaba el deseo de un placer cualquiera. Esta mujer, a la que ningún amante, ningún marido había sabido colmar, sabía muy bien que los goces más hondos y turbadores no eran todavía para ese momento. Solo quería oír latir su corazón como nunca había latido. Pero Kaeso repetía:

—¡Déjame, déjame, te lo suplico! ¿No ves que hoy no puedo? En otra ocasión, quizás…

Kaeso terminó por liberarse y escapar, dejando, en lucha, su toga a Marcia, como el símbolo irrisorio de lo poco que podía ofrecerle.