VI

En el magno día de la investidura de la toga viril, que todos los jóvenes romanos esperaban con impaciencia, Kaeso se despertó con el canto del gallo —pues los arrendatarios de la terraza tenían en su corral (¿o palomar?) un animal temible— y muy mal dispuesto. Su padre ya no era quien él creía. Quizás Marcia ya no fuese quien él cresa.

Tampoco Selene era la que él quería creer. Y, evidentemente, Silano lo adoptaba en parte para complacer a Marcia y en parte para poner su sangre —es decir, sus bienes— al abrigo del revés que veía venir. Al menos, este último era un modelo de franqueza al lado de los otros tres y no podía por menos que estarle agradecido. Aunque sentado sobre una plétora de millones es menos meritorio ser sincero, pues las oportunidades de decir mentiras indispensables son más raras.

Bien temprano, Kaeso bajó a casa del barbero cartaginés para recortarse el cabello y afeitarse por primera vez, operación larga y aburrida que sintió como un siniestro avance de las servidumbres adultas.

Nerón se había hecho cortar la barba el día de una gran competición de gimnasia a la manera griega, en la pompa de una hecatombe de bueyes blancos; encerró el divino pelo en una caja de oro enriquecida con enormes perlas, que consagró a Júpiter Capitolino. Pero el emperador tenía espíritu de ostentación. La barba de Kaeso no iría más allá del larario de los Aponio, que también recogería su «bola de la suerte».

Marcia le dio la sorpresa de llegar muy temprano, para ayudarlo en persona a vestir la toga que su padre acababa de confiarle con emoción. La toga pretexta de los adolescentes era más corta y menos amplia que la toga de los ciudadanos, y colocarla bien no presentaba la misma dificultad. Dedicándose a envolver a Kaeso en la voluminosa toga viril, con suavidad y detallismo de ayuda de cámara consumada, era la imagen de la felicidad y el orgullo. Poco a poco, las habitaciones de recepción de la insula llenaban de visitantes, en tal número que habría sido asombroso si en la ciudad no se hubiera difundido el rumor de la próxima adopción de Kaeso por uno de los Patricios más destacados. Ya se habían reunido algunos sablistas preparando el terreno, e incluso captadores de testamentos cuyas vampíricas maniobras se desplegaban pacientemente durante años y lustros. Se había visto a más de uno trabajando durante veinte años para que le legaran un esclavo chocho o un viejo taburete. Estos infatigables sujetos tenían registrada en fichas o en la memoria la evolución de todas las fortunas de Roma, y no había casa de alguna importancia que no fuera objeto de sus pegajosas tentativas. Frecuentaban las clientelas, las investiduras de toga, los nacimientos, los matrimonios o las exequias para tejer sus intrigas y anudar sus tramas. Verlos llegar era un signo inequívoco de éxito.

Marco, que antaño había fracasado en esta difícil especialidad, saboreaba un agradable sentimiento de revancha ante la pinta zorruna y viscosa de aquella chusma, que fingía extasiarse a la vista de sus muebles.

Abrumado por la multitud, Kaeso se retiró a un banco del falso atrio, donde la mayor parte de los visitantes no osaban ponerlos pies sin invitación expresa, pues la presencia del altar y del larario daban a la exedra de recepción un cariz de atrio demasiado teórico, a cuyo lado el falso atrio central parecía un peristilo, estancia siempre privada en las casas romanas.

Fue entonces cuando una dama de cierta edad y muy engalanada se dirigió hacia el banco de Kaeso y se sentó a su a o, como para compartir el mismo rayo de sol. El vaporoso vestido no llegaba a disimular una esbeltez que rayaba en la delgadez y, en una época en que el seno se llevaba menudo y apretado, uno se preguntaba si las bandas del strophium encontraban algo que ceñir. Pero la cabellera estaba artísticamente dispuesta y el rostro bien conservado. Un poco demasiado bien, incluso, pues bajo el perfume se distinguía el tenaz olor del maquillaje a base de grasa de oveja, con el que las romanas ansiosas por no envejecer se embadurnaban de noche. El mejor venía de Atenas, donde Kaeso había podido olerlo en las hetairas que ya no eran jóvenes.

—¡Qué guapo eres! —se extasió la dama—. Te lo dice una gran amiga de Marcia.

En lugar de balar malignamente, Kaeso aguzó el oído. Pues nunca le habían dejado ver a muchas amigas de Marcia, y menos a medida que crecía, como si padecieran una innoble y contagiosa enfermedad.

Así respondió con la mayor cortesía:

—Sólo podías ser una amiga de Marcia: ¿No son todas ellas a cuál más bonita?

La dama arrulló, ronroneó y abrió su corazón:

—¿Sabes que, muy jovencita todavía, yo estaba tendida «encima» de tu padre, el día del nuevo matrimonio de Marcia? ¡Qué emocionante fue! Tu padre y Marcia hacían tan buena pareja… ¡La nobleza y la hermosura! Hasta Vitelio, el tutor, que empero tiene la piel dura, estaba conmovido…

—¡Ah! ¿Marcia se casaba por segunda vez?

—A decir verdad, todavía me lo pregunto… En todo caso, con su vestido amarillo y su velo flameante, parecía una muchacha. Y la reciente muerte de su padre le otorgaba una nueva gravedad…

Dándose cuenta de que había metido la pata al hablar de segundo matrimonio, la dama se transformó de Caribdis en Escila.

Kaeso continuó, pensativo:

—Sí, su padre… Ella me contó que perdió a su padre poco tiempo antes del matrimonio…, del segundo matrimonio. Apenas conocí a ese padre, a fin de cuentas.

—¡Eras tan joven! Y además, tu propio padre y el tío Rufo ya casi no se entendían. Olvidémoslo, es demasiado triste…

Kaeso no daba crédito a sus oídos, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para conservar la sangre fría, como si se enfrentase con cuatro vespillones. Para asegurarse de que había entendido bien, dijo negligentemente:

—El tío Rufo no debió de ser un padre muy atento.

—Ya sabes que era un saco roto. No fue más previsor con su hija que consigo mismo.

—Pero ¿por qué Marcia no se llama Aponia, del patronímico de Rufo?

—Le pareció preferible llevar el apellido de su madre ya antes de su matrimonio…, el primero, quiero decir.

—Perdona que te deje: tengo la impresión de que se está formando el cortejo para subir al Capitolio…

Después de un primer matrimonio, del que Kaeso nunca había oído hablar, Marcia se había desposado con su tío paterno y, como era la sobrina de su marido, era a la vez madrastra y prima hermana de los niños. La sorpresa era como para sumir a cualquiera en un estado de estupor, mayor aun porque el misterio que rodeaba a Marcia revelaba nuevas profundidades. ¿Por qué esta mujer joven, bonita y brillante se había casado escandalosamente, despreciando todos los usos, con un senador ya en el ocaso de su vida y sin la menor fortuna? ¿Y por qué no había dejado plantado a ese tío libidinoso, capaz de martirizar a una hermosa esclava para satisfacción de inconfesables placeres? En la carta capital que Kaeso recibió de él en Atenas, Marco sugería modestamente que Marcia sólo se había quedado en su hogar por afecto hacia Kaeso y Marco el Joven. Pero una mujer descarriada, tan inteligente y positiva, ¿sacrificaría vida a un afecto de madrastra? Sin poner en duda la calidad del amor maternal que Marcia sentía por él, Kaeso se daba cuenta por primera vez de que un sacrificio semejante no era propio del carácter de esa mujer.

¿Y qué más le había escondido? En pocos días se había encontrado descendiendo de un esclavo griego y flanqueado por una madrastra incestuosa —¡para no hablar de un padre indigno y mentiroso! ¿Se había cerrado la lista de revelaciones?

Sumido en sus pensamientos, Kaeso ocupó maquinalmente su lugar en la procesión y vivió como rodeado de brumas hasta la cena. Estaba en otra parte, tan distraído que incluso le contestó a Silano, que amablemente fue a unirse a la fiesta ante el altar capitolino, sin haberlo oído bien. Todos atribuyeron esta ausencia a la emoción.

La amplia villa del Pincio destacaba, sobre todo, por sus magníficos jardines, que competían con los cercanos jardines de Lúculo; con los de Salustio (entre Pincio y Quirinal), con los de Asinio Polión o los de Crasipes, yerno de Cicerón, más allá de la Puerta Capena; con los de Mecenas, sobre el Esquilino; con los de Lucio y Cayo, al pie del Janículo; con los de César y Pompeyo, también en la orilla derecha, frente al Aventino y los graneros de Sulpicio Galba; con los de Escápula y Nerón, en la región Vaticana; con los de Agripina, que dominaban el Tíber río arriba del Vaticano; con los del propio Agripa, en el corazón del Campo de Marte; con los de Druso, Ciusinio, Trebonio, Clodia y muchos otros, a los que además se habían sumado las soberbias realizaciones de los libertos favoritos del Príncipe… Los jardines del palacio Junio del Caelio, aunque de menor extensión, gozaban de la misma fama. Desde hacia muchas generaciones, todo romano célebre y adinerado tenía el honor de trazar un jardín. Muchas de estas obras maestras, donde no se había ahorrado nada para deslumbrar y sorprender, cayeron bajo el dominio imperial y se abrieron más o menos a los paseantes. Esa era, con los espacios del Campo de Marte y el volumen de las múltiples termas, una compensación muy apreciada a la superpoblación de las insulae. En la Roma de Nerón, que contaba más de un millón y medio de habitantes, había menos de dos mil casas particulares por cerca de cincuenta mil viviendas de renta. ¡Como para sentir ganas de tomar el aire!

Silano y Marco habían invitado a doscientas personas al banquete, que debía dar también ocasión a manifestar públicamente las paternales intenciones adoptivas del patricio respecto de Kaeso, nuevo ciudadano, cuyo costoso paso por la efebía de Atenas lo había nimbado de una gloria de buen tono, deportiva, militar e intelectual a la vez. Se habían presentado cuatrocientos convidados, de los que finalmente se rechazó a la cuarta parte.

Tras una noche más bien fresca, una bocanada de calor que anunciaba el verano sopló sobre la Ciudad durante el día; se podía prever que el banquete continuaría en la suavidad de una tibia noche y se dispusieron los lechos en los jardines en semicírculo alrededor de una arena de cierta extensión, con toda Roma al fondo.

Mientras el sol de abril declinaba, le presentaron a Kaeso muchas personalidades, amigos de Silano o Hermanos Arvales… Vitelio, que había sabido llegar bastante lejos con los buenos favores de Nerón, se complació en asistir, sin duda atraído por la reputación del maestro cocinero de Silano, contratado a fuerza de mucho dinero.

—Decididamente, tienes una madrastra de oro, joven —le dijo el enorme Vitelio a Kaeso—. Cuídala mucho, y tal vez seas emperador un día… ¡Si Nerón te adopta, claro!

Las bromas de Vitelio eran siempre igual de avinagradas.

Por fin, bajo los entoldados o arcos abovedados del follaje, se inició el festín, tras la piadosa libación de costumbre, con los habituales mariscos, erizos de mar, ostras, mejillones, almejas, espóndilos, bellotas de mar negras o blancas, pechinas, ortigas de mar, púrpuras y múrices, acompañados con pechuga de pollo cebada en salsa y tordos sobre un fondo de espárragos, mientras los sumilleres y servidores hacían la ronda del os vinos aperitivos…

Kaeso ocupaba el lugar de honor de un triclinium, y Marcia estaba «encima» de él, empeñada en distraerlo de sus visibles preocupaciones. Había sentido en la actitud de Kaeso un cambio que la inquietaba, pero no sabiendo exactamente a qué atribuirlo juzgaba preferible esperar, con el aire más natural, las iluminaciones que un futuro próximo aportaría sin remedio. Silano estaba en un triclinium vecino, en compañía de Vitelio y de Marco, y la conversación entre tres hombres tan diferentes debía ser más bien laboriosa.

Marcia, que después de su enésimo matrimonio se tomaba el pudor muy en serio —y que tal vez se preocupara también por alejar a Kaeso de las tentaciones superfluas— había hecho sombrías talas entre los invertidos del personal de Silano, y las «decurias» de jóvenes y graciosos muchachos instruidos en el servicio de los triclinia se habían visto tamizadas según criterios que, a falta de a lo mejor, fueron formales antes que morales. La inspección de los rostros prevaleció sobre la de los traseros, y las cabezas más características del empleo habían caído. Silano ni siquiera pudo salvar a un Epícteto de quince años, cuya inteligencia apreciaba, y que fue vendido a Epafrodico, uno de los libertos más disolutos del Príncipe. En todo caso, el servicio había conservado su extraordinaria calidad. La doctrina del amo, toda de engaños y palos, lo llevaba a ser exigente e implacable en lo que al trabajo concernía, y de una desdeñosa y natural altivez en cuanto al resto. Ya que lo importante, para los esclavos, era saber a qué atenerse, Silano era más apreciado por su familia que muchos otros, que hacían alternar de forma imprevisible y en los más diversos puntos la indulgencia o la ira. Cierto que la división y especialización de las tareas eran tales que la labor estaba lejos de ser abrumadora. En general, la situación de un esclavo urbano era de sueño comparada con la de los esclavos rurales, e incluso a la de muchos ciudadanos, que sólo poseían una toga raída por todo capital.

Entre la gustatio de mariscos y la prima cena, que se componía de entradas calientes, disfrutaron de intermedios poéticos. Un declamador recitó en griego extractos del Canto IX de La Ilíada, aquél en el que Homero enseña a los pueblos de todos los tiempos la técnica correcta del asado:

—«Entonces Aquiles, a la luz de la lumbre, preparó el tajón para cortar las carnes. Colocó en él los lomos de una oveja y de una pingüe cabra y la espalda floreciente de tocino de un apetitoso cerdo. Automedón presentaba las carnes, y el divino Aquiles las cortaba, las despedazaba en pequeños trozos y las ensartaba en los espetones. El hijo de Menoetios, semejante a los dioses, atizaba un gran fuego. Después, quemada la leña y muerta la llama, extendió las brasas y dispuso los espetones encima. Más tarde, levantando los espetones de los morillos, de divina sal espolvoreó las carnes. Cuando Patroclo las hubo asado al fin…».

Vitelio, aficionado más que nunca a los rarísimos bueyes grasos que eran el privilegio de los huéspedes de los dioses, aplaudió este pasaje e hizo notar la exactitud de los consejos: asar sólo a las brasas, ya que la menor llama da olor a quemado, y salar a última hora, después de que el calor cauterice la superficie del asado. Pero, en la misma mesa, Petronio hacia remilgos, y esas costumbres culinarias, fuera cual fuese la ilustre canción del poeta, le parecían muy primitivas.

Otro declamador, éste latino, la emprendió con la segunda bucólica de Virgilio:

—«Por el bello Alexis, caro a su amo, el pastor Cobardía de amor sin esperanza…».

La asistencia se sabía de memoria los apasionados lamentos del infortunado Condón, desdeñado por un desacostumbrado al lujo de la Ciudad y con pocas ganas de ir a instalarse en una cabaña del campo por el placer de fornicar con un tosco pastor. Y, en cada triclinium, hombres y mujeres que habían sufrido penas de amor repetían a media voz los floridos y amorosos gemidos del ingenuo Coridón.

La misma Marcia murmuraba al ritmo de la cálida y matizada voz del artista:

—«Ven aquí, oh hermoso niño: cestos llenos de flores de lis traen para ti las ninfas; para ti la blanca náyade, cortando los pálidos alelíes y los tallos de adormidera, une el narciso y la olorosa flor de hinojo; luego, entrelazándolos al torvisco y a otras plantas suaves, combina los tiernos verdes y la amarilla caléndula…».

Y poco después murmuró más fuerte, con la mirada fija en Roma, que el sol poniente incendiaba:

—«… el sol, en su declive, alarga las sombras; empero a el amor aún me consume; ¿acaso puede tener un término el amor?».

Kaeso se preguntaba a quién habría amado Marcia, mientras que su amor, de hecho, no podía ser más actual.

Silano buscó la mirada de Kaeso para indicarle que le ofrecían ese emocionante pasaje en homenaje a sus estudios; y un pequeño guiño le reveló además que, en materia de Condones, probablemente no seria tan severo como Marcia.

La prima cena incluía un suplemento de mariscos, calientes esta vez, a los que se añadían pulpos, pichones y pintadas, y sobre todo una selección de pescados caros, rodaballos, merluzas, doradas, esturiones, barbos, salmonetes y lenguados, escaros, salmones o peces de San Pedro, e incluso esos grandes esturiones del Po que llamaban attili, rodeados de truchas asalmonadas en inmensas bandejas. Todos estos pescados acababan de salir del agua. En efecto, la constante preocupación de los gastrónomos era unir la excelencia del producto a un origen de lo más preciso, debiendo así tal animal provenir de tal costa, tal río o tal lago; y los cocineros a quienes no se escatimaban medios no tenían otra solución, para obtener ciertos productos en estado de perfecta frescura, que acudir a proveedores que hacían viajar esos productos por barco, en cubas de agua de mar reforzadas con plomo, o por tierra, en cubas análogas. Afortunadamente, la prodigiosa expansión de la cría reducía las distancias.

—No hay morenas —dijo Marcia—. Silano tiene a esos monstruos demasiado cariño para ver cómo se los comen ante sus ojos.

—Décimo me dijo que habías acariciado a su Agripina…

—Es muy importante para una mujer entrenarse en contactos desagradables.

Habría sido indiscreto exigir más detalles.

Entre estos entremeses y los platos fuertes de la altera cena, se azuzó el apetito de los convidados con una presentación de bailarinas gaditanas, que apenas iban vestidas con algo más que sus castañuelas, y que evolucionaron entre los triclinia, ya que la arena no era propicia a su arte lascivo. El día, al morir, les prestaba solamente un poco de pudor.

La altera cena siguió su curso a la luz de las antorchas y candelabros, que vacilaban en la brisa de la noche. Era el momento de las mamas y valvas de cerda, de las cabezas de jabalí, de los faisanes y pavos, de las liebres y patos con las presentaciones más diversas. En honor de Vitelio, Silano incluso había conseguido procurarse a precio de oro un graso buey de sacrificio digno de los Arvales, del que sirvieron al invitado un cuarto, asado según el arcaico método de Homero. Semejante curiosidad causó sensación.

Hacia el final de este tercer servicio, apareció en la arena una manada de perros amaestrados, cuyo domador, durante las sesiones educativas, les quemaba las plantas de las patas con un hierro al rojo. Y esos animales sin dignidad, que eran al orden de los cuadrúpedos lo que los esclavos al de los bípedos, todavía iban a lamer espontáneamente la mano del amo entre las pruebas. Eran incurables.

Los romanos apenas sentían simpatía por los perros desde que la guarnición canina del Capitolio, por culpa de un sueño impío, había estado a punto de dejar que los galos tomaran la fortaleza, salvada por los gritos de los gansos. En conmemoración del hecho, cada año, en el III de los Nones del mes de agosto, mientras los gansos blancos del templo de Juno, vestidos de púrpura y oro, eran paseados procesionalmente en litera, la misma procesión llevaba perros crucificados hasta el campo del suplicio, cerca del puente Palatino, entre los templos de la Juventud y de Summanus. Los sacerdotes de Juno criaban perros especialmente para esta ceremonia, bello y patriótico ejemplo de rencor.

Tras afortunadas demostraciones, el maestro y sus alumnos se retiraron, quedándose un poco apartados de la pistas y el jefe de los nomenclatores, que había filtrado, presentado y colocado a los invitados, anunció que el pantomimo Terpandro, asistido por tres colegas, iba a presentar una improvisación sobre tema mitológico: «Imprudencia y castigo del infortunado Acteón» —sorpresa que era como para inquietar a Kaeso.

Terpandro era uno de los pantomimos más solicitado Sus escándalos y caprichos habían sido la comidilla de la Ciudad, pero todo se le perdonaba gracias a su talento —y además se rumoreaba que Nerón había tomado cierto cariño a su invalorable persona. Era tradicional que los pantomimos de renombre recibieran los íntimos favores de los príncipes menos virtuosos.

Efectivamente, en el papel de Diana —no se les podían confiar a mujeres superficiales y parlanchinas papeles femeninos de importancia—, Terpandro estuvo extraordinario, de un mérito tanto mayor cuanto que la fábula, retocada por Silano de manera extraña, desmentía la versión clásica. Así se vio a Terpandro perder su virginidad en los brazos de Cupido y, muy asombrado de hincharse a ojos vistas, decidirse al fin a alumbrar a Acteón, pronto crecido e indiscreto. La desesperación de Diana sorprendida in fraganti, el sobresalto de divino pudor que transformaba a Acteón en ciervo, su memoria oscurecida, después despertada por la monta de la cierva, todo era claro, todo era como un cuadro. Un gran silencio había descendido sobre la asamblea, y todos retenían el aliento ante una expresividad que el mutismo de los actores parecía llevar al límite. Los únicos sonidos audibles eran los de una música dulce y quejumbrosa, que acompañaba las escenas desde el claro de un bosquecillo. Al final, los perros amaestrados devoraron a Acteón.

El encanto de la danza se vio roto por aplausos frenéticos. Semejante tema, del que nadie hablaba nunca, ¿no era uno de los más serios y de más graves consecuencias en la formación y educación de todo ciudadano?

Décimo miró de nuevo a Kaeso, y su mirada era tan expresiva como la interpretación de Terpandro. «Cuidado —decía—. Te lo repito a través de un talento superior al mío: los secretos de una mujer y de una madre son para sus amantes o sus maridos y no conciernen a sus hijos. ¡No levantes el velo!».

Silano no podía ser más perspicaz previsor, ni paternal en el mejor sentido del término. Habría merecido verse más favorecido por las circunstancias.

Entonces llegaron los mensae secundae o postres, que alternaban pasteles, cremas, frutas escogidas y originales platos montados, mientras que los vinos dulces sucedían a los grandes crudos.

Más que destacarse por el número de servicios o por platos extravagantes, Silano prefería atenerse, en las recepciones, a los cuatro servicios ordinarios y a contribuciones de una clásica solidez. Pero la suculencia y variedad de la comida eran de primer orden. Cada convidado, a partir de un surtido tan rico, podía regular su apetito y componer para si el menú que quería. Séneca habría cenado tres erizos de mar, algunos espárragos y una pera, todo ello regado con agua pura.

En previsión del combate, estaban disponiendo un refuerzo de luces alrededor de la arena. Marcia, a quien el arte de Terpandro había dejado impasible, se animó, y le brillaron los ojos: adoraba a los gladiadores. Esa excitación recordó a Kaeso la de las muchachas de Bayas ante las fauces afiladas de las morenas de Silano, devoradoras de niños, emoción que, en el fondo, no pedía sino resolverse en voluptuoso desmayo. Estaba mal visto que las romanas decentes asistieran a obras de teatro pornográfico demasiado crudas, pero los anfiteatros estaban en armonía con sus virtudes e inclinaciones. Si en principio la crueldad era un espectáculo tonificante para los seres fuertes, las mujeres, los niños, los esclavos, todos los humillados de la vida por naturaleza, posición o accidente, encontraban en ella una venganza de sus infortunios. Las mujeres, que ya derramaban su propia sangre al ritmo de las lunaciones, no veían correr sin alegría la sangre de los machos.

Los combates de gladiadores se desarrollaban siempre con música, y una pequeña orquesta se había situado a la derecha de la arena: cuernos y trompetas, instrumentos militares, ero también algunas flautas, acompañantes normales de los combates de pugilato, y un órgano hidráulico, novedad que en los munera había asumido un papel preponderante. Una vez colocado el pesado instrumento, su virtuosa intérprete tocó sucesivamente algunos acordes para comprobar que todo estaba en orden. Era una endeble y etérea muchacha, cuyo aspecto ofrecía un divertido contraste con las violencias que iban a desencadenarse.

El comentario musical de un munus exigía experiencia y talento. Había algunos trozos obligatorios, como la obertura o el toque a muertos, pero la puntuación del combate propiamente dicho se basaba en cierta improvisación, relacionada con la diversidad de armamentos y peripecias. Las buenas orquestas sabían incluso reservar angustiosos silencios, pausas palpitantes para los momentos más favorables. Orfeo ya no hechizaba a los animales salvajes: los incitaba a desplegar sus más fuertes instintos.

Al fin estalló la fanfarria, sostenida por la potencia del órgano y acompañada por el canto chillón de las flautas. Capreolo y Dardano no se hicieron desear demasiado tiempo y entraron en la arena uno junto a otro, como cuando acompañaron a Kaeso hasta su casa la noche anterior, precedidos por un famoso árbitro de su varita. Los mejores árbitros eran siempre hombres libres, reunidos pretenciosos colegios, y la supuesta «infamia» de los gladiadores no les concernía.

En vista de las circunstancias, bastantes íntimas a pesar de todo, y de la relativa oscuridad de ambos campeones, el árbitro creyó conveniente presentarlos brevemente, insistiendo en el número de sus victorias. Después los adversarios saludaron a Silano, el «presidente editor», uno con su sable, otro con su tridente, y a una señal de la varita, adoptaron posición de combate.

Para acrecentar el interés de los enfrentamientos, la regla quería que siempre se opusieran armamentos diferentes, y el encuentro del secutor y del reciario ilustraba esa preocupación de la forma más extrema. Torso, piernas y cabeza desnudos, el reciario no tenía otra protección que una armadura, articulada alrededor del brazo izquierdo, coronada por un ancho espaldarte que hacía las veces de escudo, y sólo iba armado con su tridente y su red —esperando el cuchillo en la cintura sólo para rematar a la víctima—. El secutor llevaba un casco hermético, de lineal sencillez, que contrastaba por su sobriedad con las fantasías de orfebrería de las demás panoplias. Sólo veía al reciario a través de dos redondos orificios horadados en la visera abatida, que hacían pensar en los fascinantes ojos de un fúnebre y enorme animal de presa. Una armadura flexible rodeaba su brazo derecho, un escudo redondo defendía su flanco izquierdo, y tenía en la mano un sable corto. Algunos de estos sables estaban provistos, en el extremo, de un gancho afilado y retorcido, que debía permitir al secutor prisionero —si le dejaban tiempo— cortar más fácilmente las mallas de la red que con el filo de la hoja. Pero la ventaja era bien hipotética, pues las estocadas se hacían, por esa razón, menos eficaces. Dárdano prefería las hojas sin apéndices. Para no obstaculizar la carrera del secutor, sus piernas no llevaban canilleras, y así quedaban expuestas a los golpes traicioneros del largo tridente.

Ya que la red era aun más peligrosa para él que el tridente de puntas ahorquilladas, el secutor debía incitar al reciario, con aparentes imprudencias, a un lanzamiento torpe, y aprovechar la breve inutilización de la red para asegurarse una ventaja decisiva. El juego del reciario, al contrario, consistía en no lanzar sus redes hasta que no tenía todas las seguridades, a fin de exterminar con el tridente al secutor enredado en las mallas. A falta de lo cual, se veía obligado a contar con la rapidez de su carrera para tener tiempo de recoger las redes otra vez, retomando la posición de contraataque. Estos asaltos y fintas recíprocas entre especialistas bien entrenados tenían, ciertamente, un hechizo irresistible. Muchos, que habían ostentado un filosófico desdén por los gladiadores, se descubrieron cautivados como en el seno de la trágica red por la sangrienta gracia de semejante espectáculo. Incluso el viejo Séneca frecuentaba los anfiteatros lo justo para denigrarlos con elegancia.

Se habían hecho apuestas en cada triclinium. Era al reciario a quien más a menudo daban por perdedor, pues la arena era demasiado reducida como para garantizarle una tregua salvadora. Capreolo se daba buena cuenta de ello y sólo podía salir bien librado gracias a una habilidad y prudencia excepcionales.

Trompetas y cuernos habían callado, flautas y órgano: modulaban una música discreta y danzarina, mientras los combatientes se observaban. Capreolo acortaba el alcance de su tridente para incitar a Dárdano a acercarse más, pero el griego evolucionaba a una respetuosa distancia. El público terminó por impacientarse ante tantas precauciones. «¿Quieres cogerlo vivo?» le lanzó Marcia a Capreolo, en medio de las risas. Dárdano arremetió bruscamente, y fue rechazado por un golpe brutal del tridente contra su yelmo, que sonó como una campana. Cambiando de rumbo como un relámpago, el tridente clavó de pronto el pie izquierdo del griego en la blanda tierra del jardín, que habían cubierto para la ocasión de una capa de arena bastante delgada. Entonces la red envolvió a Dárdano, que gemía. Toda la asamblea aplaudió el diestro golpe. Con sangre fría, Capreolo había reservado su red hasta el momento en que no podía fallar. Y una pizca de suerte había ayudado a una consumada experiencia.

Sin perder la cautela, el judío se concedió un momento de reflexión. Ya que no podía levantar la mano para pedir gracia, Dárdano podría haber dejado caer sable y escudo a fin de manifestar sus intenciones, pero con una estoica determinación seguía en armas, clavado al suelo bajo la red conteniendo los alaridos de dolor. Para rematar al griego, Capreolo tenía que retirar su tridente, ya que el cuchillo era insuficiente en tales condiciones. Sin embargo, por un azar contrario, dos de las puntas del tridente habían penetrado el pie de Dárdano en el empeine, y el órgano solo parecía superficialmente herido.

Durante la emocionante fase de espera, trompetas y coros se recuperaron y la pequeña organista se apresuró a forzar sus efectos. Era aun más emocionante que el pederástico Virgilio.

Capreolo se decidió por fin a retirar su tridente, y la caprichosa suerte le volvió la espalda: al retirarse, el instrumento se enganchó en la red, el griego se desenredó con flexibilidad y, a pesar de su pie herido, arremetió contra el reciario, cuya arma se hallaba enredada. Capreolo escapó, arrastrando red y tridente. El pie sano de Dárdano, en la carrera, pisó por casualidad la red arrastrada y, en vez de que la red se separase del tridente, fue éste el que cayó de las manos sudorosas del judío. Ya que a partir de entonces era imposible cualquier resistencia, Capreolo puso en seguida una rodilla en la arena y alzó la mano, esforzándose en ofrecer un aire orgulloso y digno, mientras su mirada buscaba la de Kaeso.

El árbitro había interpuesto la varita entre los adversarios y la orquesta guardaba silencio. Era el momento que romanos y romanas esperaban con mayor placer.

Por cortesía, la bien educada asistencia acechaba la decisión de Silano antes de expresar la suya. Una amabilidad semejante aconsejaba al donador del munus inclinarse por la muerte del vencido, para demostrar que no le importaba hacer un sacrificio financiero por sus huéspedes, pues pagaría mucho más caro el cadáver que el alquiler. Titubeante, Silano optó por transferir sus poderes a Kaeso, quien, después de haber fingido vacilar, también para guardar las apariencias, alzó ambos pulgares en señal de gracia, seguido por la mayoría de los espectadores. Algunos protestones murmuraron que el combate había sido demasiado corto, pero vivos aplausos ahogaron el murmullo. Y la orquesta, en lugar del lúgubre repique del toque a muerte, interpretó una animada marcha. Dárdano abandonó la arena cojeando, apoyado en el hombro de Capreolo, imagen de una fraternidad de armas que paradójicamente sólo se desmentía cuando las armas hablaban.

Se apagaron todas las luces en torno a la arena y un nuevo espectáculo cautivó por un rato la atención, el de Roma en una clara noche de primavera. Allende los espacios más o menos oscurecidos del Campo de Marte, se distinguía en la orilla derecha del Tíber la silueta de la fortaleza del Janículo, y en la izquierda, las del Capitolio y el Quirinal. A esa hora, las antorchas y linternas de los trabajadores nocturnos recorrían la Ciudad y, en las partes menos elevadas divisables desde la eminencia del Pincio, algunos incendios de insulae ponían manchas rojizas y humeantes. Un incendio más considerable devastaba una parte del Trastévere. Pero a los huéspedes de Silano, entregados al placer de la vasta perspectiva, les traían sin cuidado incidentes tan frecuentes y vulgares. Vivían en casas aisladas por jardines, defendidas del fuego por vigilantes y brigadas privadas siempre alertas. Sólo los incendios de excepcional magnitud podían preocuparles.

Silano ordenó servir nuevos vinos y los jóvenes esclavos despabilaron gran número de lámparas y antorchas alrededor de los triclinia. Tras un festín tan logrado, era muy agradable repudiar las conversaciones generales en pro de entrevistas más dulces con vecinos o vecinas a quienes los nos habían vuelto aún más amables, en el seno de una suave penumbra. Entre una comida afectada y la orgía había matices para gente honrada, que no eran ajenos a Silano.

—¡Quisiera darte —le dijo Marcia a Kaeso— Roma entera!

—Si nuestra casa del Suburio se incendia, Roma no me vendrá mal.

—¡Qué importa el Suburio a partir de ahora!

Excitada por el combate —y quizás por algunas copas de más—, Marcia nunca había estado tan bella, en la ligera síntesis que ninguna mancha se había atrevido a insultar.

Como muchas prostitutas de lujo, Marcia era limpia como una gata. Y la intensa alegría por el éxito de Kaeso añadía al encanto de su rostro una irradiación particular y conmovedora. Miraba a su hijo con adoración.

Mas de pronto fue como si el tridente de Capreolo se clavara en el corazón de Kaeso: conocía y reconocía esa mirada humilde, afectuosa, maravillada, llena de entrega, abandono y promesas; era la de Egesipo, un efebo sin gracia que lo había acosado, seguido, importunado, hasta que su muerte —se había ahogado, y el suicidio había pasado por accidente— lo desembarazó de él. Esa mirada era la del amor-pasión, tanto más grave y sin remedio, tanto más profunda y desesperada cuanto que el deseo mismo terminaba por no ser más que un componente secundario, aunque inseparable.

La mirada de Marcia ya se había velado, pero Kaeso había comprendido por fin y estaba espantado. Los misterios con que Marcia había protegido y acunado su existencia, los misterios pasados, presentes y futuros, no eran nada al lado de éste, que los había gobernado a todos y pronto la induciría a nuevas mentiras. Acababa de sorprender a Diana en el baño con Eros, ¡y Eros no era otro que él mismo!

Marcia tomó la temblorosa mano de Kaeso y dijo:

—¿Qué escalofrío te ha rozado de pronto, en una noche tan hermosa? Si te persigue una sombra, intenta al menos describirme sus contornos, para que yo la disipe como antaño…

—He tenido la súbita impresión de que… me querías demasiado.

—¡Pues es la primera vez —respondió Marcia riendo que un hombre me hace ese reproche!

Por primera vez, sin duda, ella le decía la pura verdad.

¡Era insoportable! Rápidamente Kaeso se despidió de su madrastra con un pretexto, y fue a saludar y agradecer a Silano, que estaba enfrascado en una conversación con su sobrino Lucio y con Petronio, mientras Vitelio y Marco intercambiaban ruidosas bromas. Antes de retirarse, dijo espontáneamente al oído de un Décimo un poco sorprendido: «¡Yo nunca te traicionaré!». Repuesto de su sorpresa, Décimo le contestó simplemente: «¡Mejor traicióname por una buena causa y seguiremos siendo amigos!».

Kaeso no pegó ojo en toda la noche. Ora tenía la impresión de haber tenido un mal sueño, ora se imponía la implacable realidad, se disipaban todas las penumbras y se veía preso en la trampa.

Al amanecer, seguía vacilando entre las certezas de una fulgurante intuición y la ambigüedad de una duda razonable.