V

Por lo común, los jóvenes romanos dejaban la toga pretexta para vestir la toga viril entre los catorce y quince años, el XII de las Calendas de abril —es decir, el decimoséptimo día de marzo—, día «nefasto alegre», con ocasión de las Liberalia o fiestas de Baco.

Durante los días fastos se hacía justicia; durante los días nefastos la justicia se tomaba vacaciones, pues los dioses dejaban de avalarla. Un día nefasto-alegre era un día nefasto que coincidía con una fiesta. Un día «cortado» era nefasto por la mañana y por la noche, y fasto a mediodía. Durante los días «funestos», enlutados aniversarios de alguna catástrofe, se interrumpían los asuntos públicos y privados. Antaño, durante los días «comiciales», se reunían los comicios curiatos, centuriatos o tributos, asambleas progresivamente reducidas a la nada. Y de un cabo a otro del año, a los días de los calendarios se les atribuía una letra, que se repetía de la A a la H, siendo la A la encargada de señalar las nundinae o días de mercado y vacaciones para los escolares. Con un poco de práctica, uno llegaba a acordarse de todas estas cosas.

La mañana de la mencionada fiesta de Baco, el joven que debía dejar su «pretexta» acudía a colgar su «bola de la suerte» del cuello de un lar doméstico; después, envuelto en su nueva toga viril, rodeado de parientes y amigos, subía al Capitolio para ofrecer un sacrificio y bajaba a pasearse por los Foros para anunciar a todo el mundo que Roma contaba con un ciudadano más. Naturalmente, la jornada terminaba en un banquete, ya que los romanos no dejaban escapar jamás una oportunidad de tenderse ante la mesa. En las Liberalias, la Ciudad se llenaba de felices procesiones que deambulaban entre el Capitolio, los Foros y los salones de regocijo.

En caso de fuerza mayor, evidentemente, se podía vestir la toga viril otro día. Marco el Joven, habiendo recibido su orden de ruta, se había visto obligado a partir la víspera de las Liberalia del año anterior y Kaeso se había embarcado la antevíspera de los Idus de marzo y no había vuelto hasta abril. Y para Marco era capital que Kaeso vistiera la toga viril antes de ser adoptado, de manera que la ceremonia religiosa se desarrollara bajo los buenos augurios de la religión familiar de los Aponio, y la «bola» del joven figurase en el larario de la insula de Suburio y no en el de Silano.

Decidieron pues retrasar la fiesta hasta el XI de las Calendas de mayo (o sea, el vigésimo primer día de abril), que también coincidía con una gran fiesta pública, la de las Palilias[99], aniversario de la fundación de Roma. Ese día tenían lugar en el Circo Máximo las cabalgatas y carreras de caballos de los Juegos troyanos, en los que se distinguía lo más brillante de la juventud romana. La noble gravedad de las Palilias convenía perfectamente a una investidura de toga viril.

Una semana después de las Palilias, a caballo entre abril y mayo, empezaban los Juegos Florales, durante los que habría sido indecente ostentar por primera vez la toga de ciudadano. Estas Floralia (en honor de Flora, diosa de la fecundidad y más aún del placer), eran sobre todo la gran fiesta nocturna de las cortesanas. Salían de todas partes. Las elegantes, que se ocultaban bajo los pórticos del Campo de Marte o en los alrededores del cercano templo de Isis, diosa de las alcahuetas; las de segunda clase, que se escondían bajo las bóvedas de los Circos, de los teatros y anfiteatros, o en la puerta de las termas; las de tercera clase, que atestaban el puente Sublicio, en el cercano barrio de los muelles, o las puertas de la Ciudad; y numerosas muchachas de interiores, (las de los establecimientos más o menos elegantes del Aventino, las del Velabra, las de Suburio, dedicadas al pueblo llano o a los aristócratas amantes de las sensaciones fuertes y los olores penetrantes), las que vegetaban tras las mugrientas cortinas de las estrechas celdas del infierno especializado del Submemmium. Por millares acudían para formar largas procesiones que atravesaban lentamente la Ciudad en dirección a los teatros. Y, visión única en el año y sin duda en el mundo, a instancias de las apremiantes invitaciones de la compacta multitud de espectadores, cada muchacha empezaba a desvestirse, desgranando al hacerlo su dirección y sus tarifas, que iban de dos asses a millares de nummi. Una armada de mujeres desnudas tomaba de golpe posesión de la Ciudad Eterna.

Pero, en los lupanares masculinos, los pequeños favoritos castrados no participaban de la fiesta. El impudor es asunto de matices.

Entre las Palilias y las Floralias no había otra fiesta que las Vinalia, en honor de la degustación de los vinos de la cosecha precedente. No obstante, el lado báquico de la jornada permitía a las cortesanas hacer de ella una especie de entremés de las Floralias. Desde el alba, se apresuraban a fluir hacia el templo de Venus de la Puerta Colina para llevar ofrendas a la diosa; y se organizaba entonces delante del edificio una gran feria de prostitutas, para contento de los proxenetas, los juerguistas y los clientes.

Si se quería asociar la investidura de toga de Kaeso a una fiesta decente sin trasladarla a las Calendas griegas, no había más solución que las Palilias.

Estas Palilias se aproximaban y, en la cena, Marco se ponía cada vez más serio y didáctico, olvidándose de pinchar a Selene…

—El gran día llegará pronto, Kaeso. Hay una hermosa y profunda intención en el hecho de que la toga pretexta esté adornada con la misma banda púrpura que distingue a mi toga de senador. Es el signo de la eminente dignidad de la infancia, que tiene derecho a todo el honor y la protección. Ahora vas a entrar en el mundo de los adultos y a elegir la carrera que quieras: la abogacía, la milicia, el senado, en el que todavía tengo alguna influencia… Silano coronará mis esfuerzos porque llegues a ser digno de su nombre y un verdadero romano. También Marcia te dará buenos consejos…

Selene disfrutaba, impasible, del creciente disgusto que Marco inspiraba a su hijo. Se sentía menos sola.

En varias ocasiones Marcia le había mandado a Kaeso una nota apremiándolo para que pasara a verla, pero él lo iba dejando de un día para otro, hasta que resolvió encontrarse con ella lo más tarde posible, en el momento de vestir la toga y quitarse la barba.

Kaeso vivía en un estado de permanente desasosiego. Turbado primero por el nuevo matrimonio de Marcia, se aún más turbado después de la atroz revelación de Selene, por el hecho de que una mujer como Marcia hubiera podido vivir tanto tiempo con un Marco simulador y cruel. Antes de sacrificarse por él en el lecho de Silano, ¿se habría sacrificado Marcia por la misma causa en el lecho de su padre? De las profundidades de la memoria de Kaeso volvía el recuerdo de los gritos de Marco ante la puerta de su mujer, recuerdo que cobraba de repente un terrible significado. ¡Tantos sacrificios tenían algo de fantástico!

Pero Kaeso se acordaba también de todas las bondades que su padre había tenido con ellos. ¿Acaso sólo era malo con los esclavos? ¿Acaso su carácter, tras la partida de Marcia se había agriado hasta alcanzar una cólera viciosa? Kaeso no sabía qué pensar, y le faltaba valor para enfrentarse a Marcia cara a cara en un clima tan malsano. Presentía abismos.

Selene le planteaba a Kaeso un último problema. Al principio no le había concedido más atención que a las exquisitas mujeres de mármol que poblaban la villa de Silano en Bayas. Pero desde que tuvo que poner la mano en lo más profundo de una de aquellas estatuas para verificar hasta qué junto era lisa, la extraña tibieza de este peritaje le perseguía y no dejaba de trastornarlo. A través del velo de la piedad se abría paso la aguja de un deseo incestuoso.

La víspera de las Palilias, por la mañana, Kaeso recibió una nota de Silano invitándolo a pasar por su casa después de la siesta, y una breve carta de Marco el Joven:

«De M. Aponio Saturnino a su buen hermano Kaeso, ¡salud!

»Grande habría sido mi alegría si hubiera podido estar en Roma para tu investidura de toga, pero el legado me ha retenido. Esta es la época en que volvemos a coger las armas para impresionar a los germanos y, cuando termine el invierno, los germanos las cogerán también, poseídos por un renovado deseo de combatir, como osos que despertaran de su largo sueño para ir a robar miel. Así que no doy abasto, pues hay que aprovechar la buena disposición de estos brutos para lanzarlos unos contra otros antes de que caigan sobre nuestros legionarios. Estos últimos ya hacen algunas incursiones al otro lado del río, incitando agradecimientos y limpiando regiones sospechosas. A veces, germanos aislados y perseguidos, para escapar de nuestros perros, se esconden en los árboles, desde donde nuestros arqueros y honderos los hacen venirse abajo como fruta madura. ¡Pero semejante distracción no vale un banquete de investidura de un miembro de la familia imperial!

»Me han puesto al corriente de tu próxima adopción. Es una suerte que tiene algo de prodigio, y de la que debes hacerte merecedor mediante prudencia y diplomacia. Como le ocurre a cada uno de nosotros, tarde o temprano te enterarás sin duda de cosas que no te gustarán. Será el momento de guardar tus pensamientos para ti y de poner buena cara. Hay grandes diferencias entre el mundo que uno desea y el mundo donde los dioses se burlan de nuestras esperanzas y sentimientos. Por ejemplo, yo siempre he sentido una gran ternura por Marcia, a la que en el fondo le soy bastante indiferente, y ella siente por ti verdadera pasión, que mereces de verdad, pero que podría llegar a ser embarazosa.

»Cuida de que Silano no se sienta celoso de estas relaciones. Un hombre de edad experimenta celos con facilidad y en el curso de una vida en común son numerosas las ocasiones de desprecio. Te aconsejo que te alejes en el momento en que puedas hacerlo decentemente.

»No pierdo la esperanza de quedar libre en las próximas semanas y dar un salto a Roma para tomarme alguna distracción. ¡Aquí, el aceite se heló en febrero! Imaginas pues en qué región de salvajes nos hallamos.

»Yo me encuentro bien. Intenta hacer lo mismo».

Kaeso apreciaba el buen juicio de su hermano, esa cualidad que la inteligencia y la instrucción no son capaces de desarrollar, y se prometió que un día pondría en guardia a Marcia, con toda la delicadeza posible, contra el peligro que Marco el Joven había olfateado desde tan lejos —¿tal vez, después de todo, por exceso de sentido común?

Silano acogió a Kaeso en el atrio de la casa ciceroniana del Palatino, sin que Marcia se hallara visible. Pero alrededor de la vasta estancia, los armarios donde dormían las «imágenes» de los antepasados de la gens Junia se encontraban abiertos. Esas máscaras mortuorias de cera, de lo más realista, pintadas con los palidísimos colores de la carne moribunda, pero suspendidas en ese último aliento que el hijo aspiraba en la boca de su padre, eran impresionantes. En las exequias, el mimo de servicio encargado de la crítica llevaba la máscara fresca del difunto, mientras que las otras máscaras las llevaba gente silenciosa que se había puesto el traje de época de los muertos y enarbolaba las insignias de sus dignidades. Así, el difunto conducía con humor sus propias exequias, delante del séquito de sus antepasados, que sólo tenían derecho a los elogios.

Silano quiso que Kaeso hiciera la ronda de los armarios fúnebres, mientras él gratificaba a cada máscara con un comentario histórico y, naturalmente, moral. Los cónsules, procónsules, dictadores, tribunos, imperatores, las glorias verdaderas o usurpadas de las leyes o las letras, los estetas o los apasionados por las piscinas componían la ronda, que terminaba con los dos infortunados hermanos del dueño de la casa. Después de lo cual, Silano le mostró a Kaeso un árbol genealógico bastante tupido[100], del que intentó resumir lo que le parecía esencial:

—Sígueme bien…

»C. Julio César —una de cuyas hermanas se desposó con Mario— tuvo tres hijos de su esposa Aurelia: el gran julio César y dos hermanas, ambas llamadas Julia.

»Julio César se casó cuatro veces: con Cosutia, que tenía una buena dote; con Cornelia, hija de Cinna, jefe del partido popular tras la desaparición de Mario; con Pompeya, hija del gran Pompeyo, y con Calpurnia, hija de un Pisón. De todos estos matrimonios sólo tuvo una hija, Julia, nacida de Cornelia, que se casó con Pompeyo y murió sin descendencia.

»Pero una de las dos Julias, hermanas de César, desposó a M. Atio Balbo, y la hija nacida de este matrimonio, Atia, se unió a. C. Octavio para engendrar a Octavia la joven y al futuro Augusto. De un primer matrimonio con una Ancaria, C. Octavio había tenido a Octavia la Mayor, que por lo tanto no era de la sangre de César, y a la que voy a dejar de lado.

»La otra Julia, hermana de César, se casó con Q. Pedio, uno de los ejecutores testamentarios de Augusto, pero esta rama pronto dejó de florecer.

»Así que Augusto desciende de una hermana de César, a falta de algo mejor.

»En su primer matrimonio con Escribonia, Augusto no engendró más que a una hija, otra vez una Julia, que se desposó sucesivamente con M. Claudio Marcelo, Agripa y Tiberio. De Agripa, la única hija de Augusto tuvo a. C. y L. César, al Agripa póstumo, Agripina la Mayor, esposa de Germánico, y a una hija, igualmente llamada Julia, que se casó con L. Emilio Paulo. Esta última Julia y Emilio Paulo engendraron una hija, Emilia Lépida, que desposó a. C. Junio Silano, mi padre.

»Así que desciendo directamente de Augusto por las dos Julia, su hija y su nieta, y Agripa es mi bisabuelo.

»¿Lo has entendido bien?

—Perfectamente.

—Augusto no tuvo hijos de su segundo matrimonio con Livia, pero Livia había tenido dos vástagos de Ti. Claudio Nero: Tiberio y Druso. La descendencia del matrimonio de Tiberio con Vipsania Agripina se extinguió; además, la ayudaron a extinguirse. Mientras tanto, Druso desposó a Antonia la joven que, con su hermana Antonia la Mayor, era hija de Marco Antonio y de Octavia la joven, hermana de Augusto. Antonia la joven y Druso engendraron una hija, Claudia Livila, cuya descendencia terminó por desaparecer brutalmente, y dos hijos, Claudio y Germánico.

»Germánico y Agripina la Mayor, nieta de Augusto, tuvieron siete hijos, entre ellos Calígula y Agripina la joven, difunta madre del actual Príncipe. La muerte hizo estragos entre ellos.

»Claudio se casó con Urgulanila, Petina y Mesalina, antes de decidirse por su sobrina Agripina la Joven, y su descendencia también ha desaparecido de manera trágica.

»Por otra parte, Antonia la Mayor, de la que te recuerdo que era hija de Marco Antonio y de Octavia, hermana de Augusto, desposó a L. Domicio Ahenobarbo, que llegó a ser padre de Cn. Domicio Ahenobarbo, el primer marido de Agripina la joven. Cneyo y Agripina engendraron a nuestro Nerón —teniendo Cneyo dos hermanas, las dos Domicias.

»Del matrimonio de una de ellas con M. Valerio Mesala, él mismo descendiente de un matrimonio de Octavia, hermana de Augusto, con C. Claudio Marcelo, nació Mesalina, tercera mujer de Claudio e infortunada madre de Británico y de la Octavia que fue esposa de Nerón.

»En consecuencia, la descendencia de Livia, segunda mujer de Augusto, se unió a la sangre de César gracias al matrimonio de Druso con una Antonia, hija de Marco Antonio y de la hermana de Augusto, Octavia.

»Ya ves que en este árbol genealógico a algunos nombres se les ha añadido una señal negra. Son los de aquéllos o aquéllas que perecieron de muerte violenta. La leyenda de los Átridas no es más que cervecilla gala al lado de la realidad julio-claudia. Aquí podrás contar más de treinta víctimas insignes. Y también verás que el actual emperador, mi sobrino Lucio y yo mismo estamos entre los últimos que pueden vanagloriarse de ser de la sangre de César.

»Antes que temblar por un hijo mío, creo más razonable aceptar a un muchacho que la afortunada oscuridad de su linaje pone al abrigo de los asesinos.

Era hora de que Silano tranquilizase a Kaeso, a quien no complacía la idea de introducir los pies en el nido de avispas de los nuevos Átridas.

Para distraer a Silano de sus funestas ideas fijas, sugirió:

—En sana lógica, comprendo mal por qué se concede tanta importancia a estos ejercicios de genealogía. Dada la escasa virtud de las mujeres en general, ¿no está un árbol tanto más torcido por el peso de sus cuernos cuanto más largo es?

Silano, que nunca había contemplado su árbol desde ese ángulo, tuvo que reconocer la pertinencia de la observación:

—¡Pues sí, has puesto el dedo en la llaga! Sólo un sistema matrilineal, como se encuentra entre algunos lejanos bárbaros, podría ofrecer garantías completas. Pero si la teoría de nuestro sistema europeo es dudosa, la realidad de las herencias que de él dependen es de lo más tangible.

Tras reflexionar añadió, con los ojos fijos en el dibujo:

—Casi habría que lamentar que no haya más cornudos. La raza, viciada por los matrimonios consanguíneos, quizá sería mejor. Toda esta gente es prima y archiprima en todos los grados. César y Pompeyo, entre los más inocentes, intercambiaron a sus propias hijas. Augusto dio su hija al hijo de su hermana, después a su yerno. Mesala, nieto de Octavia, desposó a una nieta de Octavia. El segundo Druso desposó a Claudia Livila, hija de su tío. La nieta de Tiberio se casó con el nieto del hermano de Tiberio. Cn. Domicio Ahenobarbo, hijo de Antonia la Mayor, desposó a Agripina la joven, nieta de Antonia la Menor. Claudio, antes de casarse con su sobrina, desposó a Mesalina, bisnieta de Octavia, siendo él mismo nieto de esa mujer. Nerón es bisnieto de Antonia la Menor y nieto de Antonia la Mayor. ¿Será acaso la sangre de Marco Antonio la que le inspira, en el fondo, sus espejismos orientales?

»Y prefiero no hablar de los vínculos de Calígula con sus hermanas…

»Sí, todas las grandes familias patricias están inextricablemente emparentadas: Los Domicio, los Calpurnio Piso, los Cornelio Sulla, los Ano, los Valerio Mesala, los Manlio, los Quinctio, y los Silano tanto como los demás… Era hora de que aportaras un poco de sangre fresca a esta cesta de cangrejos, Kaeso. Y, al adoptarte, al menos estoy seguro de algo: ¡no es tu nacimiento lo que me habrá hecho cornudo!

Marcia, que salía del baño y de las manos de las masajistas, los sorprendió riendo. Nunca había estado más resplandeciente que esa hermosa tarde de abril.

Sus primeras palabras fueron para reñir a Kaeso:

—Te he mandado decir muchas veces que vinieras a verme, visita que me parecía bastante natural después de una separación tan larga, ¡y ha hecho falta una nota de mi marido para que tengamos el placer de volver a encontrarnos! No es muy amable por tu parte.

—Debe de estar enamorado —dijo Décimo—. Ya en Bayas era muy solicitado. Hasta mis morenas le hacían fiestas.

Kaeso se apresuró a coger la sugerencia por los pelos, y la primera mentira que se le ocurrió resultó bastante divertida:

—Confieso que he encontrado una rara belleza, y que me quedo en casa contemplándola sin atreverme a revelarle mis sentimientos, pues parece de mármol. Mi padre me dijo que es una esclava griega, que compró para que se encargara de la repostería, una tal Selene, creo, que a primera vista no parece tener amante. Cuando los pasteles llegan a la mesa, papá sonríe a través de sus lágrimas. Es lo único que le consuela.

El embarazo de Marcia y de Silano era visible, con una pizca de diversión en el patricio y algo de nerviosismo en Marcia, que fue la primera en reaccionar:

—¡Una esclava! ¡Bonita conquista en perspectiva! ¡Y una esclava de mármol! Además, es muy posible que tu padre, a pesar de sus lágrimas y su glotonería, no la haya comprado solamente para hacer pasteles. Si tengo un buen consejo que darte, es que vayas a contemplar otras estatuas.

Décimo consideró oportuno darse a la contemplación en seguida, y pasaron al peristilo, donde la rosaleda estaba llena de promesas.

Kaeso, a pesar de su estancia en Grecia, apenas notaba diferencias entre la escultura de un maestro y las innumerables copias. Sus impresiones estéticas, aunque a veces vivas, seguían siendo bastante confusas. Mientras que la sensibilidad ante las obras de arte estaba muy extendida entre los griegos, la mayor parte de los romanos, pese a la progresiva transformación de Roma en ciudad-museo, se desinteresaba del arte oficial o sólo se interesaba en él por esnobismo. Esta ausencia de gusto desesperaba a Nerón.

Silano hizo que Kaeso visitara la histórica casa, y al muchacho le impresionó sobre todo la importancia y calidad del mobiliario, por lo común tan sucinto, incluso deficiente, hasta en las viviendas ricas.

Se amontonaban la fina cubertería de plata, las lámparas de aceite de oro macizo, vasos o bronces griegos del mejor período, cristalerías y objetos preciosos, lechos, armarios, mesas o cofres, cada cual merecedor de un comentario, braseros labrados, sillones y sillas, bancos y divanes acolchados de cuero fino, suntuosas colgaduras y rarísimos tapices. Ante una vitrina rebosante de camafeos, Silano hizo admirar, entre otras, una de esas alfombras que los griegos llamaban «alfombras blancas de Persia», que tenía seiscientos años de edad y constaba de más de un millón ciento cincuenta mil nudos. Según parece, hacían falta tres años de trabajo para materializar una caza de ciervos semejante en las llanuras de Escitia.

En este aspecto, había aun más bellezas que en las villas de Tarento o de Bayas. Cierto que la casa de Cicerón se había convertido en la residencia habitual de Silano.

De vez en cuando, a espaldas de su marido, Marcia le hacía un afectuoso guiño a Kaeso, lo cual significaba claramente: «Todo esto, gracias a mi industrioso sacrificio, será tuyo un día». Pero Kaeso, molesto, volvía la cabeza.

Al final del recorrido admiraron la pinacoteca, donde la mesa de cidro de Cicerón parecía, a esas horas, bastante inofensiva.

—También voy a legarte un fantasma —le dijo Décimo a Kaeso. Y explicó que las impresionantes apariciones no habían cesado. Ya iban por lo menos una docena, siempre por la noche, y otras que Silano o la misma Marcia habían podido disfrutar.

—Sí —dijo ella— y dos veces. Estas pintorescas visitas permiten verificar hasta qué punto son inofensivos los fantasmas. Los muertos ya no pueden tocar, y no muerden. Para una mujer débil y miedosa, eso es lo esencial. No importa que dañen la vista o que lancen algunos gemidos: siempre se puede mirar a otra parte y gritar más fuerte que ellos. Están vencidos de antemano. La última vez que Cicerón vino a molestarme, puse este bronce sobre su cabeza, y no ha insistido. No entiendo bien por qué Décimo se preocupa…

Este último protestó:

—Tu sangre fría me encanta, pero nadie excluye que los muertos nos visiten para traernos algún mensaje útil. Si éste es el caso, me gustaría conocerlo, y no será matando a Cicerón como le haremos hablar a las claras.

Marcia acariciaba la pulida superficie del cidro, suspirando.

—No lo haré más —dijo—. Pero no estoy demasiado segura de que te interese que ese charlatán te traiga mensajes, buenos o malos. En primer lugar, no hay constancia de que vea más claramente que nosotros en las regiones infernales por donde pasea con la cabeza en bandolera y las manos en la bolsa. Un muerto que tiene ganas de conversar puede contar cualquier cosa para hacerse el interesante, y no hay ningún motivo para suponerlo más listo que cuando estaba vivo. En vida, Cicerón no dejó de cometer errores políticos, y murió a causa de ellos. No es un antecedente como para subir de los infiernos a darte una lección. En segundo lugar, y sobre todo, no ignoras que Roma está llena de magos, astrólogos o quirománticos que hacen hablar a los muertos por todos los procedimientos imaginables, cosa que la ley tiene por «superstición ilícita» y condenable. En la práctica, bien que se burla el gobierno de una superstición semejante en el pueblo o entre sus protegidos. Pero toda acusación de lesa majestad se completa fácilmente con una acusación de magia, para dar bien el peso. Del sospechoso se sospecha que haya entrado en relación con los espíritus infernales para descubrir la fecha de la muerte del emperador o echarle un mal de ojo. En tu situación, Décimo, no tienes ninguna necesidad de ofrecer un flanco a tales molestias. ¡Si rechazas mi consejo, al menos no invites a demasiada gente!

Kaeso aprobó a Marcia y Silano convino en que no estaba equivocada.

Al acompañar a Kaeso, Décimo le propuso amablemente que amenizara su banquete de investidura, que debía realizarse en los jardines de su villa del Pincio, con la presentación de un par de gladiadores tomados en alquiler-venta del pequeño ludus de Marco. Un detalle tan delicado no se podía rechazar.

Kaeso corrió a hablarle a su padre de la proposición, y éste le encargó que fuera él mismo al ludas para arreglar el trato. Desde su reciente regreso, perturbado por decepciones e inquietudes, el efebo honorario no había vuelto por allí.

Caía el día. Las carretas detenidas eran tan numerosas hasta mucho más allá de la Puerta Capena, que Kaeso tomó un atajo para llegar al ludus.

El atajo recorría cementerios anónimos reservados a los indigentes, a los que habían empujado aún más lejos de la carretera que a las tumbas individuales más modestas. Los cementerios de este tifo se encontraban, sobre todo, más allá de la Puerta Esquina, pero también los había cerca de las otras puertas de la Ciudad: nadie se preocupaba de andar mucho para enterrar a cualquiera. Las instalaciones eran parecidas en todas partes: bodegas de obra cubiertas por una losa sellada, que se levantaban para arrojar los cadáveres de los miserables traídos durante la noche en parihuelas. La ley prohibía las exequias diurnas, pero desde hacía tiempo existía una tolerancia en favor de los ricos y la gente acomodada. Al contrario, la oscuridad de la noche era cómplice de la oscuridad de los muertos. Y era la hez de los esclavos, los vespillones[101] con la mitad de la cabeza rapada —llamados así porque sólo actuaban por la noche—, los que se encargaban de alimentar las bodegas. También los llamaban «ladrones de cadáveres», pues, a la menor negligencia de las familias, no tenían reparos en despojar a los muertos de su sudario —cuando lo tenían— y en todo caso de la moneda de bronce de un triens que llevaban en la boca para pagar el pasaje subterráneo a Caronte, el barquero de los infiernos. En caso de muerte anormal, la Ciudad pagaba con repugnancia los gastos de una cremación, y los vespillones apilaban entonces a los difuntos sobre grandes hogueras, intercalando cadáveres de mujeres entre los cadáveres masculinos, en vista de que el bello sexo tenía reputación de inflamarse con más facilidad. Al recorrer tales cementerios se entendía mejor por qué la baja plebe y los esclavos cuyos amos se hallaban en apuros económicos estaban tan preocupados por su final y se aglomeraban en colegios, una de cuyas finalidades confesadas era arreglar decentemente las exequias de los socios. No era raro que los horribles vespillones, librados a sí mismos, abusaran de las mujeres o de los muchachos antes de tirarlos a la fosa.

En las sombras que se espesaban, en medio de un olor penetrante a cadáveres, los sepultureros ponían ya manos a la obra. Kaeso, cada vez menos tranquilo, no lamentaba haber escondido una espada corta bajo su manto galo con capuchón, y haberse hecho acompañar por un esclavo.

Además, los sepultureros no eran los únicos que merodeaban las necrópolis. Algunos hambrientos iban a robar vergonzosamente los alimentos depositados en honor a los difuntos. Las bandas de salteadores, que a veces establecían refugio en los «bosques sagrados» de los alrededores de la Ciudad, donde la policía no tenía derecho a penetrar con armas, también sentían cariño por los cementerios, especulando con el difundido miedo a los muertos para no ser molestados. Durante el día, las prostitutas se disfrazaban de viudas desesperadas y gimoteantes para arrastrar a la sombra de una tumba al ingenuo consolador; por la noche, «lobas» con peluca roja hacían su aparición a lo largo de la Vía Apia.

También se veían abominables hechiceras, en busca de osamentas y hierbas mágicas para confeccionar filtros de amor o pociones maléficas, si no bastaba el clásico hechizo con figurillas de cera que reproducían la imagen de la víctima. Y entre las sepulturas se escondían tablillas de plomo grabadas con imprecaciones rencorosas, que encomendaban a los dioses infernales un rival, un gladiador, un competidor cualquiera…

Las siluetas del ludus y del colombarium vecino se perfilaban ya a cierta distancia cuando, de pronto, cuatro hediondos sepultureros saltaron sobre Kaeso y el esclavo ilirio, a quien mataron en el acto. Kaeso tuvo el tiempo justo de desembarazarse de su manto, formar con él un escudo alrededor de su brazo izquierdo y empuñar la espada para hacer frente a los largos cuchillos que los sicarios manejaban como expertos, apuntando de abajo arriba y al vientre. La superioridad de la espada era escasa en esas condiciones, y Kaeso tenía que dar angustiosas vueltas para evitar que lo cogieran de espaldas. Naturalmente, intentaba maniobrar para abrirse paso hacia el cercano ludus, pero los sepultureros se las ingeniaban para cerrarle esa salida y él no se atrevía a gritar, por miedo a atraer un refuerzo de asesinos antes que una ayuda cualquiera.

Pasó un tiempo muy breve, que a Kaeso le pareció un siglo. Al miedo físico se sumaba un miedo metafísico y escandaloso: el de terminar su vida de la manera más imprevista y absurda, traspasado por los enterradores y arrojado solapadamente a una fosa común, en el momento en que una existencia de reflexiones y elegantes delicias se abría de par en par ante él hasta la monumental tumba que ilustraría su memoria. Y pese a su escepticismo de escuela, elevaba ruegos y promesas de sacrificios a todos los dioses conocidos, e incluso a ese dios desconocido que los sacerdotes prudentes habían añadido al panteón, para estar seguros de no olvidar a nadie.

Esta elevación del alma hacia los cielos fue para Kaeso como una lectura de augurios favorables para un crédulo legionario; se acordó de los consejos con que lo habían recompensado los gladiadores de su padre cuando se batía con ellos: «¡No te pongas nervioso!».

Uno de los sepultureros, ya viejo, arrastraba una pierna. Kaeso concentro en él una atención particular, y al final fue lo bastante afortunado como para cortarle la nariz de un tajo. Como el aullido del mutilado distrajo a su vecino, Kaeso lo alcanzó en la garganta con una estocada en el momento en que volvía la cabeza. No siendo el valor la primera cualidad del sepulturero, que no estaba educado a la romana, los tres que aún podían correr desaparecieron en la noche, y el vencedor se apresuró a llegar al ludus, invadido por sudores fríos y con el corazón alterado.

En la puerta del establecimiento Kaeso sufrió un desmayo y se tuvo que apoyar en la pared para sobreponerse. El heroísmo, la inagotable resistencia nerviosa de los más grandes gladiadores se le aparecieron de pronto en toda su prodigiosa dimensión. Esclavos u hombres libres se exponían voluntariamente día tras día, año tras año, a esas mortales angustias, dando a todo el mundo el más hermoso y fuerte ejemplo de control y dominio de sí. Pues únicamente los ejercicios físicos permanentes, un asiduo entrenamiento, un régimen apropiado, permitían a las cualidades fundamentales triunfar sobre el terreno. Los huesos del gladiador borracho, perezoso o comilón no llegaban a viejos, y el epitafio de su sepulcro mencionaba exiguas victorias.

Los hombres de Aponio acababan de cenar y a Kaeso le golpeó de entrada el olor acre de las mediocres lámparas de aceite, que no había olido desde su desembarco en Brindisi. Estaba empezando a vivir alejado del pueblo.

Pero estos humildes gladiadores de su padre merecían que los frecuentase, puesto que justamente a causa de su valor estaban por encima de la plebe, cobarde y cruel, simbolizada en cierto modo por el sepulturero que ultrajaba cadáveres. Para muchos era un hecho inexplicable que, a fuerza de saborear combates de gladiadores, la multitud no se hubiera vuelto más virtuosa. Sin duda estaba predestinada a un envilecimiento del que nada podía librarla.

Kaeso se reencontró con sus amigos y saludó a algunos nuevos con particulares orgullo y alegría, quizás aumentados por la horrible prueba que acaba a de sufrir. En adelante estaba iniciado en el peligro, conocimiento que ya no se borra del alma de los valientes. Con alivio, comprobó que Capreolo seguía con vida.

El lanista Eurípilo y la pequeña tropa se mostraron encantados de saber que Silano deseaba una pareja de calidad para honrar a Kaeso en una ocasión tan solemne, que prometía una fructífera remuneración. Todo el mundo sabía que el patricio estaba lejos de ser tacaño. Y el extra fue tanto mejor acogido cuanto que para los hombres de un ludus privado y poco conocido, era frecuente el pluriempleo. Nerón no utilizaba de lleno sus recursos, y el gladiador era demasiado caro para la mayoría de los festines.

Silano —tal vez a consecuencia de su inclinación por los peces— deseaba un buen reciario si era posible encontrarlo, y Eurípilo no tenía ninguno mejor que Capreolo, que acababa de ganar su decimoséptimo combate. Habitualmente al reciario se oponía un combatiente especializado, el secutor (o «perseguidor»), pues se trataba de un enfrentamiento que requería una técnica muy particular de una y otra parte. El ludus disponía de dos secutores, Armentario (el «Boyero»), un recio liberto sardo, y Dárdano, un hombre libre y ágil originario de Antioquía. Tenían la misma reputación —una veintena de victorias los acreditaba a ambos— pero el sardo estaba allí desde hacía dos años, mientras que el griego acababa de entrar. Le dieron a elegir a Capreolo entre un compañero cuyas cualidades y defectos conocía bien —¡lo que también era cierto por parte del otro!— y un desconocido, que podía reservar buenas o malas sorpresas, pero con el que no estaría tentado de ser cuidadoso. Tras largas vacilaciones, Capreolo se inclinó por Dárdano.

—La tentación de tener miramientos con un amigo es tanto más peligrosa cuanto que puede ser menos fuerte por la otra parte. Y debemos presentarle a nuestro mecenas un combate digno de recordarse.

Ya que el trato con la policía no era nunca un placer, Kaeso rogó a la asistencia que hiciera desaparecer los cadáveres del sepulturero y del ilirio muerto a su servicio en una bodega cualquiera. Por cierto que habría preferido tratar al esclavo con más elegancia, pero, después de todo, el asunto no le causaba ningún malestar que no pudiera discutirse entre filósofos. Sin embargo, los vespillones ya habían hecho todo lo necesario. Era muy práctico asesinar a la gente entre las terroríficas fosas comunes. Era la perfección del crimen en la perfección del horror.

No era cuestión de espantar a los sementales acariciándolos a esas horas, y Kaeso regresó, acompañado de Capreolo y de Dárdano, que quisieron escoltarlo.

Mientras tomaba el camino de la Vía Apia, Kaeso se dijo que acaso habían buscado mal los dos cadáveres, y quiso comprobarlo por sí mismo. Encontró con facilidad el lugar de la agresión, pero los cadáveres habían desaparecido de verdad. De todas maneras, al débil claro de luna se distinguía a unos ciento cincuenta pies, una losa fuera de su sitio encima de una bodega. Los tres hombres reanudaron su silenciosa marcha en esa dirección, y pronto llegaron hasta ellos unos gemidos ahogados. Doblando las precauciones terminaron por distinguir, en la sombra lunar de la bodega, a dos de los vespillones de Kaeso, que mal que bien, vendaban la cara herida del tercero, después de haber arrojado los dos cuerpos al fondo de la tumba.

Sin tan siquiera haberse dicho una palabra, Kaeso y los dos gladiadores sacaron sus espadas y se abalanzaron sobre los tres miserables, que estuvieron muertos antes de haber podido sacar el cuchillo. ¡La bodega no había sido abierta en vano aquella noche!

—Hoy ya has matado a dos hombres —le dijo en broma Capreolo a Kaeso—, ¡vas aprendiendo el oficio!

Pero ¿eran realmente hombres?

Llegaron a la Vía Apia por el camino más corto y se dirigieron a Roma a paso rápido. La noche era fresca. En las cercanías del Suburio, dieron un rodeo para evitar a una pandilla de borrachos que se dedicaban a devastar los comercios con gran alboroto, cuando no manteaban sobre una amplia capa a los burgueses aventurados o a las mujeres perdidas que podían atrapar. Semejante ralea era tanto más temeraria cuanto que Nerón, mientras estaba todavía en todo el ardor de su juventud, se había divertido en expediciones de este tipo, cuyo botín se vendía en subasta a beneficio de obras de caridad, en una sala del Palacio. Una noche el emperador había llegado a verse con un ojo a la funerala gracias a un senador poco fisonomista a cuya mujer había zarandeado, y su augusta desesperación fue tan grande que el insolente se abrió las venas a causa de la conmoción. Ni siquiera un Nerón se atrevería a cantar con un ojo de todos los colores. El riesgo de confundir al emperador con un bribón cualquiera incitaba a las víctimas nocturnas de los truhanes a una lamentable pasividad y desanimaba a los vigilantes.

Llegaron los tres a la puerta de la insula sin más problemas. Kaeso no había cenado, e invitó a los dos gladiadores a tomar algo más en la cocina mientras él comía. Todo el mundo parecía haberse acostado. Mientras atravesaban la exedra, el ruiseñor del reloj que Marcia le había regalado a Marco en uno de sus aniversarios silbó la hora cuarta de la noche[102].

En la cocina, Selene miraba melancólicamente cocerse un pastel.

Capreolo y Dárdano se sintieron profundamente admirados ante la esclava encargada de servirles. Se olvidabas de beber y de comer.

Kaeso, que a pesar de todo consideraba vergonzosos los incipientes deseos hacia una cierva que, hasta nueva orden, seguía siendo coto vedado de su padre, experimentó de pronto la necesidad, altamente moral, de mortificarse haciendo disfrutar a todo el mundo.

Mientras Selene batía una tortilla, Kaeso susurró al oído de Capreolo, que estaba sentado a su lado:

—¿Te gusta?

—¡Puedes estar seguro! Y más puesto que es judía, como yo.

—¿Judía? ¿En qué lo notas?

—Un judío no siempre reconoce a otro judío, pero siempre huele a una judía: es cuestión de olfato.

—Si el corazón te lo pide, mi alcoba está aquí al lado, a la derecha.

—¿Y Dárdano?

—Él es griego.

—¿Y…?

—¿No es pederasta?

—No tengo ni idea. Es nuevo. En todo caso, devora a Selene con los ojos.

—En un griego, eso no quiere decir nada. Silano me aseguró que las más bellas estatuas de mujeres fueron esculpidas por pederastas comprobados.

—¡Eso duplica su mérito! Si me lo permites, voy a decirle una palabra al interesado…

Después de una discreta consulta, Capreolo le murmuró a Kaeso:

—Esta noche no es pederasta.

Cuando la tortilla llegó a la mesa, espolvoreada con pimienta y bañada con miel y licor de pescado, Kaeso le dijo graciosamente a Selene:

—Me parece que tu incansable devoción hacia mi padre —en vista de la poca gratitud que él manifiesta— merece alguna recompensa. En estos dos magníficos muchachos arde una súbita pasión por ti. Así que ve a mirar si el amo duerme como debe ser, y aprovecha la ocasión si Flora y Venus te inspiran.

Selene guardaba un extraño silencio. Algunos amos se las ingeniaban para impedir que sus esclavas copularan.

Otros cerraban los ojos a los más brutales desenfrenos si el servicio no se resentía. Otros cruzaban esclavos contra su voluntad para educar a los retoños. Otros admitían liberalmente concubinatos por amor… Pero semejante liberalismo no era tan frecuente, y tolerar un encuentro, aunque fuera fugitivo y sin futuro, era, por lo común, un detalle muy apreciado por la servidumbre.

El silencio de la joven se hacía cada vez más pesado. Kaeso entendía perfectamente que la mutilación podía haber atenuado sus sensaciones, pero debían de quedarle las suficientes como para apreciar a un Capreolo y a un Dárdano. ¿No se volvían locas por los gladiadores todas las muchachas? Y las mismas matronas…

El diagnóstico de Kaeso, por grosero que fuera, era psicológicamente exacto. El grave desprecio de Selene era de orden psicológico.

La muchacha sacó su placenta del horno y dijo:

—Iré con los tres, o no iré. Ya veis que soy repostera: necesito a uno más para hacer buena boca.

El silencio cambió de terreno. La reciente alusión de Kaeso a su padre revelaba claramente que no había que contar con el hijo y que la triste obscenidad de Selene olía a pretexto.

Capreolo y Dárdano se retiraron rápidamente, y Selene continuó su comedia:

—¿No te gusto?

—¡Esa no es la cuestión, y lo sabes muy bien!

—¿Crees que habría faltado a mi palabra si tú hubieras sido más dócil?

—¡No corrías muchos riesgos! Pero si yo hubiera cedido, por cierto que tú habrías sido capaz de mantener la palabra. Te habrías acostado con mis dos amigos por el placer de burlarte de mi padre conmigo.

—Entonces, tanto en una hipótesis como en la otra, ¡habría obtenido la mayor satisfacción!

—No soy un instrumento a tu servicio.

—Yo sólo soy un instrumento para los que lo han pagado.

—¿Y si un día yo tuviera los fondos suficientes como para comprarte a mi padre?

—No tendrías que pedirme permiso para lograr que me acostara con tus amigos.

—Creí que Capreolo, al menos, te gustaría…

—¿Por qué?

—¿No tienes ni idea de a qué nación puede pertenecer?

—¡Ni la menor idea, y no me importa en lo más mínimo!

Si los judíos siempre reconocían a las judías, lo contrario parecía dudoso. Pero tal vez la escisión privaba a Selene de su olfato habitual…

Esos asuntos de judíos eran muy complicados.