IV

Silano se quedó unos quince días más en Bayas, pues, a pesar de las altas pagas, tenía las mayores dificultades para hacer trabajar a los albañiles campanios de la mañana a la noche. El equipo de la tarde sufría ausencias y desapariciones continuas. Y se producían tormentosas discusiones con los delegados sindicales. Los trabajadores estaban organizados en colegios donde los mismos intereses y una misma solidaridad unían a hombres libres y esclavos con el pretexto de rendir culto a una divinidad cualquiera o asegurar las exequias decentes de los miembros. Estas sospechosas asociaciones, prohibidas sin cesar, se reconstruían una y otra sin que nadie osara actuar con rigor, por miedo a desencadenar desórdenes superfluos. Los motivos religiosos o funerarios eran una cortina para encubrir la defensa de los privilegios profesionales. Además, esa gente era necesaria. Una bóveda de gran arco, ¿no era asunto de especialistas?

Mientras montaban, piano piano, la bóveda para salmonetes, Kaeso se iniciaba en la exquisita existencia de la alta aristocracia, y recibía así un interesante complemento educativo. Unas veces asistían desde las primeras filas a un munus bastante decente en el cercano anfiteatro de Pompeya, que tenía buena reputación y concentraba a los fanáticos de muchas jornadas de viaje a la redonda. Otras veces escuchaban cortésmente la lectura pública de una aburrida tragedia, cuyos versos habrían desanimado a los espectadores corrientes. O bien se encanallaban en el teatro, donde las violencias sangrientas y las vulgares obscenidades contaban con el favor de la plebe. También había paseos marítimos, en alguna de las embarcaciones a vela o de remos del puerto de recreo de Bayas; o vueltas en litera por los alrededores. Silano tenía participaciones en el afinado de las famosas ostras del lago Lucrino, y no desdeñaban la ocasión de ir a ver sus suculentos mariscos de valva lisa, las célebres leiostreia. Se preferían las ostras afinadas en agua dulce; se cultivaban por todas partes, desde Tarento a Bretaña, y se degustaban hasta en las montañas de Helvetia o en las fronteras germanas. Sin embargo costaban dos veces más caras que los erizos de mar, por los que la gente también se chiflaba. Y además se criaban espóndilos, bellotas de mar, almejas y pechinas. No había una sola comida de cierto rango sin mariscos.

Las cenas exquisitas sucedían a las cenas exquisitas, en casa de Silano o fuera de ella, y los cocineros rivalizaban en gastos e imaginación.

Cuando Silano al caer la noche recibía, para ágapes que se prolongaban con gran acompañamiento de luces, su primera preocupación era localizar a una mujer bonita y decirle, guiñando un ojo a Kaeso: «Si tu marido (o tu amigo) lo permite, mi futuro hijo te enseñará mis morenas antes de que el sol se ponga». Si la cara del amigo o del marido no era demasiado simpática, Kaeso, a pesar de que experimentaba una extraña repugnancia por el amor desde el nuevo matrimonio de Marcia, se dejaba tentar. La artimaña de Silano era casi infalible. Kaeso sólo conoció un fracaso: una alocada que quería ver devorar a un niño crudo en el acto.

Esas noches, las conversaciones eran de un nivel fuera de lo común, pues Silano sabía escoger a sus huéspedes. Petronio fue invitado una vez, luego de una lectura pública de un largo pasaje de su Satiricón, que ya estaba acabando. El debate a la salida de la sesión había sido excepcionalmente animado, y había continuado durante la cena. Por primera vez la gente cultivada había podido oír un remedo de novela popular, una novela donde muchas peripecias estaban escritas en un latín que se aproximaba a la lengua hablada. La innovación había suscitado aún más escándalo que interés. Petronio fingía no conceder ninguna importancia a su invento —que sin embargo había divertido a Nerón— pero era evidente que estaba decepcionado por el hecho de que su mensaje chocara con tantos prejuicios.

Petronio llegó en compañía de una muchacha deslumbrante, y a Kaeso le sorprendió el silencio de Décimo, cuando Petronio le dijo: «Le prometí a Popilia que la llevarías a visitar la piscina de las morenas —sin olvidar la gruta donde se dice que Venus se arregló al salir de las aguas. ¡Dame ese gusto!». Ya que Petronio estaba en el secreto, habría sido grosero decepcionarlo.

Esa dolce vita irradiaba tantos encantos que una sospecha rozó a Kaeso: la de que el sacrificio de Marcia quizás fuera menos cruel de lo que él creía. Pero más bien se alegró por ella, que así tendría compensaciones con las que, evidentemente, nunca hubiera soñado. A Kaeso le costaba mucho abrir los ojos.

Sintiendo el terreno resbaladizo, Silano hablaba poco de su mujer y menos todavía de su penúltimo marido. La víspera de la partida, se decidió sin embargo a decirle a Kaeso:

—He notado en ti una pizca de frialdad en relación conmigo, que no puedo poner en la cuenta de tu timidez, ya que ahora, tras dos semanas de convivencia, me conoces un poco mejor. Esta frialdad, que tu carácter no puede disimular —franqueza que me confirma en el afecto que te tengo— la comprendo y perdono en la medida en que es reflejo de una prevención completamente natural. La cotización de los padrastros no es mejor que la de las madrastras. Puesto que tengo la vanidad de creer que se trata de una prevención, más que de un juicio imparcial, me gustaría ayudarte a razonar, desde lo alto de la experiencia que pueda haber reunido.

»Ya conoces la desgracia de Acteón, aquél joven y curioso cazador, convertido en ciervo por haber sorprendido a Diana en el baño, y devorado por los perros de la diosa.

»Estos hechos son enteramente exactos, pero una comprensión más profunda arroja nueva luz sobre ellos. Al contrario de lo que se piensa, Diana no era virgen en absoluto. De día disimulaba, para sentar su reputación, pero al claro de luna Eros se reunía con ella sobre el musgo. De sus abrazos nació el hermoso Acteón, ingenuo muchacho que tenía menos excusas que los demás, siendo su hijo, para creer que su madre nunca había conocido a ningún hombre. Cierto que él era todavía más virgen que su madre. La noche en que, perseguido por vagas inquietudes, sorprendió a Diana en el baño, la virgen no estaba sola, sino que Eros cabalgaba sobre ella more ferarum[94] batiendo las alas. Diana se apresuró a transformar a Acteón en ciervo, no para castigarle, por cierto, sino para ahorrarle la irritación que los hijos cándidos sienten siempre en semejantes casos. Algún tiempo después, mientras Acteón cubría a una cierva grande y complaciente, recordó de repente la escena que Diana había intentado borrar de su memoria. Se sintió tan desgraciado que dejó plantada a la cierva y no tuvo ánimos para correr la primera vez que se encontró con sus propios perros.

»En realidad, los niños le perdonan a su madre que haya hecho el amor una vez —pero no dos. Y el rencor solapado que alimentan contra su padre ya no conoce freno al volverse contra un padrastro, pues las necesidades de la generación dejan de estar ahí para cubrir con su manto unos placeres que excluyen al niño.

»Pero los chicos inteligentes, cuando les cuentan la verdadera historia de Diana y Acteón, la aprenden de memoria para desengañarse.

Kaeso se sintió muy impresionado por el apólogo y terminó por decirle al fabulista:

—Si hubiera conocido antes esta historia, ambos nos habríamos beneficiado. Me esforzaré por no pensar más ni en mi madre ni en ti cuando esté sobre una cierva.

—¡Sería la manera más segura de pensar en ello! Piénsalo, sin hacer ningún esfuerzo, y piensa sobre todo que Marcia y yo tenemos los mismos derechos que tú a disponer de nuestra persona.

La mentalidad abierta y la perspicacia de Silano conquistaban poco a poco a Kaeso, a pesar de sus instintivas repugnancias.

La mañana de la partida se reunió una muchedumbre para saludar a Silano: amigos diversos, clientes vinculados a sus viñas campanias, presidente y vicepresidentes del colegio local de albañiles, que se empeñaban en tranquilizarle sobre la buena marcha de los trabajos…

La caravana se puso tarde en movimiento y, una vez pasada Capua, prefirieron la Vía Apia a la Vía Latina, pues en este itinerario se hallaban las dos etapas, con termas y cocinas, que Silano ordenaba mantener para pasar en ellas algunas noches al año. Para romper la monotonía del viaje y proteger sus músculos de las agujetas, el patricio alternaba las formas de transporte, pasando de su litera a un carro de cuatro caballos, de su carro a un caballo, del caballo a un vehículo-salón. Seguían, arrastrados por mulas, un vehículo-cocina para las comidas campestres y una docena de carretas de equipajes, entre ellas la que encerraba el suntuoso guardarropa que Silano le había regalado a Kaeso. A la cabeza y a la cola, grupos compactos de esclavos aseguraban la seguridad del cortejo.

Los bosques de Campania estaban infestados de salteadores, llamados grassatores o sicarii; iban a tender sus emboscadas a la entrada de las marismas Pontinas, atravesadas por una calzada de dieciocho millas de largo, que parecía expresamente construida para ellos: una vez metidos en esta ratonera, los viajeros eran atrapados y agredidos, y los bandidos huían en barca por el dédalo de los pantanos. La segunda zona peligrosa era los alrededores inmediatos de Roma, donde los sicarios se habían establecido a una respetuosa distancia de los policías urbanos. Su lugar de ataque favorito en la Vía Apia era el llamado Túmulo de Basilio, cerca de un bosque siniestro.

Ya que la disuasión es el rostro más afortunado de la fuerza, el viaje se desarrolló sin accidentes ni incidentes, y la población admiró a placer a un cortejo que se podría haber calificado de imperial si Nerón hubiera sido modesto; y, en la tarde del tercer día, abordaron la región de las tumbas de la Vía Apia.

Hasta quince o veinte millas más allá de Roma, todas las grandes vías estaban bordeadas de tumbas, en un orden tanto más continuo cuanto más frecuentadas eran y más cerca estaban de la Ciudad. Las Vías Apia, Latina y Flaminia se hallaban particularmente decoradas y estropeadas por los muertos. Los monumentos más ricos estaban junto a la carretera, con su área de cremación privada. Cuanto más se alejaba uno de la carretera, más pobres eran las tumbas: de las piezas engastadas donde tenían libre curso las mayores fantasías, se pasaba insensiblemente a las más humildes piedras. De cuando en cuando había un área de cremación pública, unida a un albergue donde se servían los banquetes fúnebres de los pequeño burgueses.

Silano, que había cogido las riendas de su carro, retenía a veces a los caballos el tiempo de leer un epitafio que aún no conocía y de hacerle a Kaeso algún comentario.

Los romanos adinerados rara vez se hacían inhumar en sus jardines. Trataban, una vez difuntos, de acercarse a la muchedumbre que habían rehuido mientras estaban vivos, de que tuvieran de ellos un buen recuerdo, de legarles un mensaje. Y nada mejor que una buena carretera para establecer y mantener una comunicación permanente entre vivos y muertos.

Este afán de diálogo personal hacia que los epitafios fueran extremadamente variados, y que la mayor parte de las veces se hallaran desnudos del menor convencionalismo en cuanto a lo esencial del texto. Todas las cualidades y todos los defectos se expresaban en esa prosa eterna. Algunos vanidosos amontonaban una docena de sobrenombres a guisa de introducción a un ridículo curriculum vitae. Hombres célebres —entre ellos algunos más que conocidos— trabajaban el género sobrio. Los pensamientos, los sentimientos más contradictorios, los más profundos o los más fútiles surgían a la luz. Los romanos se revelaban de regente mucho más originales en su muerte que en su vida.

Kaeso, a su vez, llamaba la atención de Décimo sobre tal o cual extracto que por una u otra razón le había impresionado.

«Aquí yace Similis, antiguo Prefecto del Pretorio: soportó la vida durante cincuenta años y sólo vivió de verdad durante siete».

«Todos tienen acceso a la virtud, que no exige ni rangos ni riquezas: el hombre solo le basta».

«Mientras viví, me divertí mucho. Mi obra ha terminado, la vuestra terminará pronto. ¡Adiós, aplaudid!».

«Viviente, nunca maldije a nadie. Ahora maldigo a todos los dioses de los infiernos».

«Situaron a T. Lolio cerca de esta carretera para que el que pase le diga: ¡querido Lolio, adiós!».

«Aquí yace Amimona, mujer de Marcio. Excelente, muy bella, hilaba la lana; fue piadosa, púdica, honesta, casta, y se quedaba en casa».

«A la mujer más amable: no me causó más disgusto que el de su muerte».

«Os ruego, santísimos dioses manes, que recomendéis a mi queridísimo marido, y que seáis lo bastante indulgentes con él como para que yo lo vea durante las horas de la noche».

«Lo que bebí y comí es todo lo que me llevo conmigo».

«Piadoso, valiente, fiel, surgido de la nada, dejó treinta millones de sestercios y nunca quiso oír a los filósofos. Cuídate y toma ejemplo de él».

«Joven, por mucha prisa que tengas, esta piedra te pide que alces tu mirada y leas: aquí yace el poeta M. Pacuvio. Eso es todo lo que quería que supieras. Adiós».

«¡Tierra, no peses sobre este niño que nada pesó sobre ti!».

«¡Que pueda disfrutar de salud aquel que me salude al pasar!».

Incluso había una tumba anónima:

«No hablaré de mi nombre, ni de mi padre, ni de mi origen, ni de mis actos. Mudo para toda la eternidad, ya no soy más que un poco de ceniza y algunos huesos, tres veces nada. Salí de ella, ya no existo y nunca volveré a existir. ¡No me reprochéis mi incredulidad, pues os acecha la misma suerte!».

Kaeso le preguntó a Décimo:

—¿Tú crees que nuestra alma sobrevive?

—Las cuestiones insolubles no merecen que uno se detenga en ellas demasiado tiempo. Lo cierto es que debemos vivir como si fuéramos inmortales.

Silano detuvo el carro otra vez y bajó. Se encontraban ante una gran torre de piedra tallada. El basamento era de mármol blanco, igual que el friso de la cúspide, donde estaban esculpidos bucráneos, guirnaldas de follaje y páteras, emblemas de los sacrificios. Era la tumba de los Silano.

El dueño pidió al guardián que abriera la cámara funeraria y a Kaeso le sorprendió mucho distinguir en el claroscuro de la estancia hileras de sarcófagos de mármol en muchos niveles. No era el número de sarcófagos lo que le asombraba: las gentes ilustres podían permitirse tales reuniones. Pero había esperado encontrar las urnas funerarias de rigor.

Décimo le explicó:

—Las gentes más antiguas de Roma no tenían la costumbre de practicar la cremación. Sulla, por ejemplo, fue el primero de la gens Cornelia que acabó en la hoguera: habían desenterrado el cadáver de Mario, y él quería tomar precauciones contra un inconveniente semejante. Este temor es revelador respecto del motivo general que hizo que la cremación entrara en las costumbres: se trata de un hábito práctico de pueblos nómadas, que así pueden circular fácilmente y con pocos gastos con sus muertos y sustraer sus cenizas al enemigo. Es probable que algunos invasores nos impusieran esta innovación en los tiempos legendarios de la Ciudad, pero los romanos la adoptaron de tanta más buena gana cuanto que iban a morir lejos y en gran numero en las legiones, y la repatriación de los restos, de ese modo, no ofrecía dificultad alguna.

Aún hoy el sarcófago es requisito indispensable en nuestra familia, para recordar a todos la antigüedad de nuestros orígenes.

Mientras hablaba, Décimo se acercó a una pared horadada de nichos donde habían sido depositadas algunas urnas.

—Aquí están las cenizas de mis antepasados, que cayeron bajo la espada enemiga en los campos de batalla extranjeros. Esta última urna es la de mi pobre hermano Marco, asesinado durante su proconsulado en Asia. Pero este sarcófago es el de mi joven hermano Lucio, obligado a suicidarse en Roma.

Después de haberse vuelto para secarse los ojos y sorber discretamente, Décimo le explicó a Kaeso qué víctima convenía sacrificar, para apaciguar a los manes de los muertos, el IX de las Calendas de marzo, con ocasión de la fiesta de las Parentales[95], y qué formalidades religiosas eran imprescindibles para apaciguarlos de nuevo y mantenerlos a distancia de las viviendas, con ocasión de las Lemurias[96] el III, V y VII de los Idus de mayo. Los romanos, que no temían a ningún vivo, tenían miedo, no obstante, de los muertos insatisfechos.

Kaeso tomó nota de los menores detalles con una seriedad ejemplar. El lugar, además, no inspiraba muchas ganas reír.

Satisfecho de esta buena voluntad, Décimo creyó apropiado añadir:

—Ya te he dicho que a mi juicio es preciso velar por el mantenimiento de la religión, porque las virtudes romanas más importantes están vinculadas a ella. ¿Hay algo más hermoso que una religión que no aparta al hombre de hacer todo lo que puede y quiere? Y a este respecto, las grandes y pequeñas cabezas políticas de Roma son de mi opinión. Los más escépticos entre los responsables defenderán nuestra religión nacional hasta el fin contra todas las influencias, todas las ideas, todos los sistemas que pudieran aniquilarla, riesgo afortunadamente poco probable, pues entre nosotros la religión es solamente asunto de formas y nadie ve a quién podrían molestar. El riesgo principal es que los mismos romanos se aparten de antiguallas consideradas cada vez más ridículas. Ríete de la religión tanto como quieras con alguien como Petronio, ¡pero nunca te rías delante de los pobres y los ignorantes! Y aunque sólo sea por ellos, conserva con rostro grave todas las tradiciones que merecen vivir. Si desaparecieran, ¿qué pondríamos en su lugar?

»Pero en privado soy más bien estoico, como pretenden, con razón, los rumores. Has debido de oír en Atenas suficientes conferencias sobre el estoicismo a la moda como para tener ganas de suplementos. Así que seré lacónico. El estoicismo nos enseña a no preocuparnos de lo que no depende de nosotros para llegar a ser divinamente libres en las cosas que dependen de nuestra voluntad. La selección es tanto más fácil de hacer cuanto mejor hemos penetrado el orden del mundo al que la sensatez quiere que acomodemos nuestros pensamientos y aspiraciones.

—Esta libertad en las cosas que dependen de nosotros, ¿no es, aplicada a la mayoría, un factor permanente de desorden?

—En efecto, ése es el gran problema. Unos aplican su libertad al orden y los otros al desorden. Pero cuando una ciega libertad desencadena un desorden sin remedio, el estoico sigue teniendo la libertad de retirarse de los asuntos públicos, como Séneca o como yo mismo. Y siempre queda la sublime libertad, en último extremo, de la vida. Entre los epitafios que adornaban la cámara funeraria figuraban las maldiciones de costumbre contra el impío que osará turbar el sueño de los muertos: «¡Que sea privado de sepultura!», «¡Que muera el último de su linaje!».

—Mi sobrino Lucio, el hijo del llorado Marco, se ve tan amenazado como yo —dijo Décimo—; aunque gracias a ti tal vez yo no sea el último…

Salieron otra vez al aire libre mientras en la Vía Apia, el paseo favorito de los romanos junto con el Campo de Marte, la muchedumbre se hacía cada vez más densa, al punto de obstaculizar, en algunos lugares, el tráfico de los viajeros, y sobre todo el de las mercancías, que iban a amontonarse ante la Puerta Capena para esperar la hora nocturna de penetrar en la Ciudad. También el Campo de Marte, por derogación especial, había tomado aquí y allá carices de cementerio. Los romanos vivían con sus muertos.

Echaron una última ojeada al imponente monumento que, en vista de su destino comunitario, no presentaba ningún epitafio exterior. Sólo se leía, ya estropeado por el tiempo, el clásico «H.M.H.N.S.», es decir, «Este monumento no es propiedad del heredero».

En derecho romano, por una extraordinaria excepción a todas las reglas, los muertos eran, en efecto, propietarios de su tumba. Hacía falta su permiso para tocarlas, y los muertos extranjeros no se daban prisa en darlo: al pie del monte Esquilino, en el nacimiento de la Vía Sacra, seguía viéndose el emplazamiento donde los galos de Bretaña, más de cuatrocientos años antes, habían quemado a sus muertos durante los siete meses de sitio del Capitolio.

Pronto pasaron delante del pequeño y pretencioso sepulcro del tío Rufo, cuya curiosa inscripción le señaló Kaeso a Décimo: «Murió como nació: de manera involuntaria. ¡Imitad su imprevisión!». Era uno de los epitafios que más éxito tenía entre los curiosos.

Después Décimo tomó un atajo, y fueron a lo largo de las inmensas colombaria donde reposaban las cenizas de los esclavos de la familia imperial, y también las de los libertos que no habían podido o querido pagar un monumento propio. Penetraron al fin en un vasto colombarium, que pertenecía a los Silano. Había millares de nichos y cada urna estaba provista de una inscripción que recordaba el nombre, la calidad y a menudo la función del liberto o del esclavo.

Naturalmente, Décimo estaba orgulloso de la importancia de la colección, que le inspiró un comentario:

—Todos estos esclavos prefirieron la indignidad de su condición a un suicidio estoico, demostrando así que merecían su suerte. Pero ¿cuántos hombres libres no viven esclavizados por sus pasiones, sus prejuicios o sus errores? Un espectáculo como éste, ¿no invita a liberarse de todas las esclavitudes, tanto de las más anodinas, que vienen de los demás, como de las más peligrosas, que vienen de nosotros mismos?

Entre otras cosas, Marcia le había insistido a Décimo en el hecho de que Kaeso siguiera en la ignorancia respecto de sus orígenes. Pero Décimo consideró que el lugar era apropiado para ser infiel a su esposa en algo que él estimaba sin mayores consecuencias. Le señaló a Kaeso una inscripción: «T. Junio Aponio, tesorero», y luego dijo:

—¡Desde esta urna te saluda tu bisabuelo!

Ante el pasmo y la turbación del muchacho, continuó:

—Tal es el origen de la afectuosa y agradecida clientela de tu padre. Una muy excusable vanidad le incitó a correr un velo; un justo orgullo me incita a ponerte al corriente. En el fondo, tú eres un poco como mis peces más bellos: el producto de una crianza que ha necesitado generaciones de cuidados. Mis piscinas más antiguas las creó mi abuelo, y es muy posible que tu bisabuelo le llevara la tesorería y clasificara las fichas. Adoptándote, recojo lo que hemos sembrado. ¡No adopto a un desconocido! No obstante, a mis esclavos les costó trabajo encontrar esta inscripción: hay tantos aquí dentro…

»No te sientas herido: la mayor parte de los ciudadanos de Roma descienden actualmente de aquellas multitudes de cautivos con las que arramblaron nuestros legionarios. Y de esos esclavos, Roma hizo hombres y a veces cónsules. Nuestra esclavitud no es sino una gran fábrica de ciudadanos. No estás en una compañía demasiado mala. Además, muchos esclavos estaban más dotados que sus dueños —sobre todo los griegos, como tu bisabuelo— y todo el mal que te deseo es que no me ahorres tus buenas lecciones.

»¿Deseas que ordene edificar para nuestro Aponio un sepulcro conveniente, con un hermoso epitafio como éste?:

«FUE SIMIENTE DE BELLEZA Y LIBERTAD»

—¡No, no, está muy bien así!

Décimo sonrió, relacionando la reacción de Kaeso con la vanidad de su padre. Sin embargo, lo que estremecía al muchacho no era la turbia oscuridad de su origen, sino que el río se revelara tan engañoso. ¡Qué mezquindad, esconderle un hecho tan importante! Y la propia Marcia… Pero Marco debía de haber impuesto esta discreción a su mujer.

En la litera a la que subieron en la Puerta Capena, Décimo abordó el tema de la investidura de la toga viril y las formalidades de la adopción. Como se lanzó a dar una clase sobre las bellezas de la adopción romana, entre las que no era insignificante la de permitir al padre adoptivo escoger a un adulto que superara sus pruebas, o a un adolescente que hiciera abrigar esperanzas, para garantizar la permanencia del culto familiar, Kaeso, un poco impaciente, replicó:

Domine, ¡yo no soy digno de entrar en tu casa!

A lo cual Décimo repuso:

—¡Soy yo el que no es digno de adoptarte, puesto que no he sido capaz de tener un hijo tan hermoso como tú!

Décimo se había acostumbrado a decir siempre la última palabra.

Después de semejantes experiencias, Kaeso volvió a una casa paterna que le pareció de lo más mediocre, Junto a un padre que le pareció más mediocre aún, a pesar de sus leales esfuerzos para mirarlo con los ojos de antaño. La naturaleza de sus estimables exigencias arrastra a los hijos a despreciar a sus padres, ya sea de forma gradual o a causa de un súbito accidente. El accidente había sobrevenido por culpa de la orgullosa torpeza de Décimo, pero no se excluía que Kaeso ya hubiera subido antes, sin darse cuenta, algunos peldaños en la solapada escalera del desprecio. Era hora, por la gracia de las leyes y la benevolencia de los dioses, de que cambiara de padre.

Puesto que la confianza es un bloque que no se puede cortar en trozos, Kaeso se preguntaba si no le habrían ocultado otros misterios, y su curiosidad por descubrirlos igualaba su miedo. El apólogo de Acteón no bastaba para retenerlo ante este peligroso camino y calmar sus sordas inquietudes.

En todo caso, había una cosa de la que el amo alardeaba, y era de su Selene. Marco, antes tan reservado, tan respetuoso con Marcia delante de sus hijos, se comía a la esclava con los ojos y la trataba con una familiaridad que no habría dejado ninguna duda sobre el concubinato si la menor duda hubiera sido posible.

Hacía mucho tiempo que el matrimonio no presentaba más que inconvenientes para los hombres, privados de toda autoridad legal sobre sus esposas e incapaces hasta de entrar en posesión de la dote, que se les escapaba delante de sus narices si la infiel se esfumaba: así que la convivencia con una liberta o una esclava se había vuelto frecuente y nadie se molestaba por ello, Kaeso menos que ninguno. Pero, en este caso particular, no tenía más remedio que comparar la dignidad exhibida en otro tiempo con la relajación que se veía obligado a presenciar. Y la situación le pesaba, decepcionaba e irritaba tanto más cuanto que Selene era maravillosamente bella y oponía a las desagradables vulgaridades de Marco una sangre fría y una corrección imperturbables. Kaeso sufría por su padre, que ofrecía una imagen degradada, y sufría por Selene, a causa de una especie de sensibilidad estética. Le parecía que, en una sociedad bien organizada, el disfrute de las bellezas perfectas debería estar reservado a los aficionados con gusto, en edad y estado de apreciarlas. Incluso se le ocurrió de improviso la idea —que rechazó por indecente— de que en el momento de ser más favorecido por Silano, estaría en condiciones de volverle a comprar a su padre la esclava, y por una suma que haría desaparecer sus últimas dudas.

A pesar de los excesos demasiado frecuentes de comida y bebida, Marco había conservado suficiente delicadeza como para calar hasta el fondo los sentimientos de Kaeso y, una noche, mientras cenaban los tres, incitado a la franqueza por cierto vino de Clazomenas, el amo dijo con una pizca de impaciencia:

—Pues sí, todo el mundo debe tomar partido: la mala suerte me ha privado de una mujer bonita, y una clemente fortuna me ha dado otra que lo tiene todo… (¡casi todo!) para hacer feliz a un hombre: es normal que contemple con admiración este tesoro, y sin embarazo, ¡puesto que estoy en mi casa y se trata de una esclava!

Kaeso, que estaba tendido frente a la pareja, bajó la cabeza por todo comentario. Marco aprovechó para darle una pequeña palmada en el trasero a su concubina, que naturalmente se había colocado «debajo» de él, y continuó:

—Pronto vestirás la toga viril, Kaeso. Ya es hora de que te empapes de la vieja moral romana, que trato de inculcarte desde tu primera infancia y que, en materia de mujeres, se resume en una sugerencia: respeta a las matronas, ya se trate de tu esposa o de las de los demás; respeta a las tiernas vírgenes que todavía están bajo la autoridad de los padres, en espera de un matrimonio que demasiado las desbridará ya; y reserva los ardores de tu juventud para las muchachas sumisas y las esclavas que una ley tolerante pone a tu disposición. Así no harás daño a nadie. Tal era ya la opinión del viejo Catón, que desposó a una jovencita a los setenta años.

Ante el prolongado silencio de Kaeso, añadió, midiendo sus expresiones:

—Marcia me dijo algo sobre tus dificultades con los pederastas griegos. Más o menos todos los hombres las tienen por allí, en ese país de facilidad y decadencia. Lo más vergonzoso de los griegos es su pretensión, considerada honesta, de corromper a los jóvenes de buena familia. Nuestras leyes romanas —que, ay, no se aplican demasiado— insisten en considerar infames y en consecuencia sancionar los vínculos de este tipo entre ciudadanos, y el invertido sale irremediablemente deshonrado. Pero cierran los ojos ante el empleo de un favorito servil. En suma, tanto para los hombres como para las mujeres, la esclavitud está para preservar el honor de los ciudadanos. Aunque el esclavo sólo sirviera para eso, ya sería indispensable.

La manera en que Marco, descendiente de un esclavo griego que había tenido que sufrir todos los caprichos de sus amos, hablaba de los griegos y de los esclavos demostraba una inconsciencia que no era menos notable por el hecho de revelar la naturaleza humana más elemental. Kaeso sólo podía imitar el silencio de Selene, pues tenía demasiado que decir.

Para muchos romanos de ingresos modestos, uno de los mayores atractivos de la concubina, esclava o liberta era que se la podía poner a trabajar en la cocina sin discusión, mientras que la matrona, tras el mítico rapto de las Sabinas, juró que nunca más atravesaría esa puerta. En el momento en que Marco vio mejorar sus finanzas se compró un cocinero sirio de aceptable talento, que le costó 10 000 sestercios, pero que no estaba dotado para la repostería. Como no era cuestión de comprar también un pastelero, que formaba, con el cocinero jefe, la base mínima de una cocina de cierto rango, Selene se ofreció para desempeñar este oficio en sus ratos libres, que eran bastante numerosos, en vista de que la edad había hecho que los ardores del amo pasaran de antorcha a lucubrum. Las raras y breves cabalgatas de Marco coincidían generalmente con la luna llena, y hacían falta muchas artimañas para ponerlo en acción. Durante el resto del tiempo, el amo salía de sus somnolencias o de sus tareas jurídicas para imponerle a la esclava asiduidades sin consecuencias, que apenas le calentaban más que los ojos y la mano. Cuando el astro nocturno brillaba en todo su esplendor, a Selene se le despertaba una violenta afición por los pasteles, cuya confección la retenía a veces en la cocina, a la luz de las lámparas, hasta altas horas, y esas noches Marco se veía obligado a escoger entre su lubricidad lunar y su constante glotonería.

Selene era experta en la confección de numerosos liba, pasteles rituales ofrecidos a los dioses en tan grandes cantidades que los esclavos de los sacerdotes estaban ya asqueados y preferían un buen pan. Pero también era hábil en muchas otras delicadezas. Se sucedían los crujientes crustula; los globuli, bolitas de pasta fermentada, bañadas de miel y doradas en aceite; el hamus, en forma de media luna; los diversos lagana de pasta fina, cortados en largas tiras y degustados con pimienta y garum —llamado cada vez con más frecuencia liquamen— después de freírlos; los lucuncula, buñuelos crujientes; los perlucida, hojuelas tan estiradas por el rodillo que se podía ver a través de ellas; las summanalia, en forma de rueda, que en principio estaban destinadas a Júpiter; el thrion griego, donde intervenía el queso rallado; la espesa placenta romana, pastel parecido al thrion, pero con más relleno; y también toda clase de cremas y tortillas, las «torrijas» y los dátiles rellenos de nuez y pimienta, salados y cocidos en miel… La lista, en la que la fruta y los vinos dulces ocupaban un lugar preferente, era interminable.

Pero la mantequilla, producto bárbaro que se consideraba medicamento de régimen, no se utilizaba nunca. El calor de los países mediterráneos era nocivo para su fabricación, conservación y transporte. Selene trabajaba con manteca de cerdo fresca y con «aceite de verano» de Venafra, en el Samnium, que era el más famoso, y cuyo primer prensaje en frío se hacía con olivas de septiembre todavía Mancas.

A veces Kaeso, desocupado, hacía compañía a la repostera, cuyo cuerpo, esculpido por Praxíteles, se perfilaba bajo el ligero vestido a la luz de las lámparas de aceite.

Esta cocina, en la que Kaeso nunca había puesto antes los pies —¡y Marcia menos todavía!—, se había beneficiado de toda suerte de mejoras a medida que el dinero escaseaba menos. Habían arreglado el horno donde se doraban los pasteles, los asados de gallina e incluso las carnes en espetón previamente hervidas. Las parrillas y los anafes se habían multiplicado. Las baterías de sartenes, cacerolas y marmitas estaban completas; y con el cocinero sirio, que se tomaba muy en serio, habían aparecido toda clase de platos más o menos hondos, de los que la mayoría llevaban la elegancia hasta el extremo de ostentar nombres griegos: artocreas o artolaganon, epityrum, tyropatina o tyrotarichum… ¡Sin hablar de una placa con escotaduras hemisféricas para que los huevos «espejo» no se mezclasen durante la cocción! La sección de los condimentos y especias italianas, extranjeras o exóticas se había vuelto imponente, y entre una sesentena de productos reinaban el mejor garum y la mejor miel, la pimienta más fina y los preciosos piñones del pino real o del abeto del Norte, que no se cultivaba a menudo, salvo para el placer de los gastrónomos. Y el sirio tenía además toda una biblioteca, griega en su mayor parte —fueron los griegos quienes enseñaron a cocinar a los romanos—, pero donde también se veían los tres tratados de C. Matius, el amigo de un César que no prestaba atención alguna a lo que comía, y claro, el tratado completo de Gavio Apicio[97], aquel gastrónomo loco por las recetas y los pinches jóvenes. Apicio, cuya escuela de gastronomía floreció bajo Tiberio, se dio muerte, después de haberse tragado una fortuna, al darse cuenta de que sólo le quedaban diez millones de sestercios. Mártir de las más delicadas sensaciones, prefirió un final ejemplar a una reducción de su ritmo alimenticio.

Esa noche, Selene estaba preparando un canopicum egipcio. Mientras hojeaba El arte de la masa de Crisipo de Tiana, Kaeso le preguntó de pronto:

—El otro día, cuando mi padre dijo que lo tenías «casi todo» para hacer feliz a un hombre, observé por casualidad que tu mano se crispó sobre el tenedor de los caracoles, reacción que me parece demasiado viva para una broma tan banal. ¿Qué te pasó por la cabeza?

—Silano le dio a tu padre mi cuerpo, ¿y tú encima quieres mi cabeza?

—¿Silano?

—Guárdame el secreto, te lo ruego, pues Silano y tu padre están de acuerdo en no ventilarlo delante de ti. Soy el regalo de ese patricio al amo, en compensación por la partida de tu madrastra. El gesto me halaga, en vista de los sorprendentes encantos de Marcia —según dicen—, pero estoy de mal humor, porque he conocido a hombres menos desagradables. Cierto que apenas conozco a ninguno agradable.

Kaeso entendió por fin cómo su padre se había podido procurar una esclava de semejante precio.

Pensativo, insistió, pasando del latín al griego, lengua materna de Selene, que tal vez fuera más favorable a las confidencias:

—No has contestado a mi pregunta.

—Ya te he desvelado un secreto. Eres exigente. Y exigente sin derecho, pues no te pertenezco.

La curiosidad de Kaeso se había excitado y su mente se perdía en conjeturas. Selene era muy reticente, pero el muchacho tenía otro encanto además del encanto masculino propiamente dicho, al que la joven parecía poco sensible: irradiaba fácilmente simpatía humana, y a veces el corazón tiene razones que el sexo ignora.

Vencida por fin, Selene lloró y dijo:

—Ya sabrás que, en amor, ciertos hombres gozan con el placer de los demás, y que otros, por el contrario, hallan su goce más vivo en la pasividad total de la víctima. De ese modo, castran a muchachos apenas púberes para abastecer los lupanares de pederastas, y ciertos amos perversos castran también a tal o cual favorito, como según parece ha hecho Nerón con su pobre Esporo[98]. Tampoco a las mujeres les ahorran tales padecimientos. En Egipto, una moda ancestral quiere que las muchachas del país sufran tempranamente la escisión, es decir, que el cuchillo del sacrificador les corte lo que los griegos llaman kleitóris, kleidion —o «llavecita» del placer— murton —o baya de mirto—, incluso asticot… Hay muchos otros términos, que seguramente habrás aprendido si has frecuentado a las hetairas de Atenas. Los romanos lo llaman «columnita», «dulzura de Venus», «mirto», o «pequeño Príapo»… Soy menos culta en latín que en griego. Conocí muy tarde el cuchillo, cuando mi llavecita ya me había abierto nuevos horizontes. Tu padre es muy cruel al bromear sobre eso, pues…

—¿Fue él quien…?

El desprecio de Kaeso tentó a Selene, y sucumbió, deleitándose en la idea de vengarse de Marco sin pensar demasiado en la sensibilidad de su interlocutor.

Bajó los ojos y murmuró:

—Te suplico que no le digas al amo que te he revelado su perversidad. Aunque no sea el único en Roma que se ha permitido esta fantasía, me haría azotar.

Horrorizado, Kaeso juró todo lo que ella quiso.

Ya que la mentira es más deleitable cuando se destila en detalle, Selene, llorando a lágrima viva, describió minuciosamente la escena del sacrificio, en la que la viciosa crueldad de Marco cobraba carices épicos. La imaginación de Selene era tanto más brillante cuanto que se apoyaba sobre un dolor imborrable, más vivo y más real. Pero el barro era muy espeso, y Kaeso protestó:

—¡Me cuesta creerte!

No era momento para medias tintas. Con firme suavidad, Selene cogió la mano derecha de Kaeso y la obligó a subir bajo su vestido hasta el lugar del crimen, donde la inspección a tientas fue más fácil gracias al hecho de que el sexo de la joven siempre estaba recién afeitado para que la pureza de líneas resaltase mejor. Kaeso tocó, y creyó.

Le invadió un brusco deseo de vomitar. Se soltó, dio la vuelta y sus ojos tropezaron con una marmita donde, en una salsa espesa nadaban una media docena de crías de perro asadas. La moda de comer perro había pasado hacía mucho tiempo, pero el cachorro seguía siendo el atributo ritual de ciertas comidas de toma de posesión de un cargo en los colegios religiosos, y también se sacrificaba a los dioses o diosas, sobre todo a Genita Mana, que presidía desde el Olimpo la feliz regularidad de los menstruos. Evidentemente, Marco había traído aquella golosina de una de sus piadosas expediciones.

Completamente asqueado, Kaeso echó las tripas en la marmita y escapó.