III

En los Idus de marzo del fatídico año 817, Kaeso y su pedagogo se hallaban en el muelle de Dirraquio, acechando el primer barco que saliera hacia Brindisi, y tuvieron la suerte de no esperar más que algunos días: los soplos más violentos de la bora[92], cuyas ráfagas habían castigado la costa hasta el sur de Ragusa, se calmaron, y subsistió una fresca brisa que impulsaba en la dirección correcta. Así que todos los barcos, de común acuerdo, izaron la vela para aprovechar la oportunidad.

En respuesta a una carta digna y delicada de Kaeso, en la que el joven manifestaba una pena y una alegría de lo más conveniente —a pesar de todo, la retórica sirve para algo—, Silano había enviado un torrente de recomendaciones destinadas a todos los amigos adinerados que podía tener en el camino, para cuyos intendentes seria un deber ser tan hospitalarios como los dueños, en el caso —más que probable— de que estos últimos se encontrasen ausentes. Y en la Vía Apia, que subía de Brindisi a Roma, el primer alto de los viajeros, que habían alquilado un pequeño cabriolé de dos caballos, estaba previsto en la villa de las afueras de Tarento, que Silano y Marcia habían abandonado poco tiempo atrás.

Arteria esencial hacia el Oriente, La Vía Apia, en esa estación en que los mares se volvían a abrir al tráfico, era de las más atestadas: correos imperiales, siempre impacientes; estudiantes, funcionarios, «publicanos», comerciantes, soldados o turistas que iban a visitar los países griegos o que volvían de ellos. Era muy agradable escapar a los dudosos albergues superpoblados para descansar en paraísos donde calentaban las termas desde el momento en que se anunciaba a los importantes huéspedes. En Roma, incluso los más ricos seguían teniendo problemas de espacio. Pero en las asombrosas villas construidas en los más bellos parajes lacustres, fluviales o marítimos de Italia central o meridional —los campesinos romanos adoraban el agua a condición de bebed a y navegarla lo menos posible— el dinero había podido desparramarse en todas direcciones. Se cambiaba súbitamente de escala, y las casas más bellas de Atenas sólo eran cuchitriles al lado de esas villas principescas, con las que sólo podían compararse algunos palacios romanos.

El dominio tarentés de Silano, que bordeaba una buena extensión de costa, era encantador. En medio de jardines y parques, la fachada de la villa se abría de par en par sobre el mar y, desde las terrazas, podía distinguirse un puertecillo privado donde se balanceaban suavemente una embarcación de vela y una galera en miniatura para las calmas chichas. El interior de la casa era un verdadero museo. ¡Cierto que un Silano hacía colección de museos!

Kaeso y Diógenes, llegados al mediodía, estaban mudos de admiración, y Kaeso más todavía que su compañero, pues para un esclavo hacía poco tiempo liberto iba de suyo que en el mundo había gente riquísima. Pero para un muchacho libre y honestamente ambicioso, semejantes visiones materializaban la inconmensurable distancia que era de rigor entre la mediocridad común y el fastuoso destino de algunos. Se presta más atención a la cima de una montaña desde el momento en que hay una posibilidad de escalaría —¡y Kaeso había echado a volar sin querer, llevado por las palpitantes alas de una mujer!

Después del baño, según la costumbre, los invitados visitaron la casa en detalle, desde las 4000 libras de cubertería de plata fina, expuesta en el atrio, a la alcoba que el dueño y su esposa habían ocupado, y que se distinguía por cuadros licenciosos, lámparas con motivos eróticos y grandes espejos donde la imagen de Marcia parecía tristemente atrapada.

Kaeso prefirió cenar en compañía de su pedagogo, en un pabellón campestre rodeado de pajareras y viveros de animales salvajes que, por otra parte, sólo pretendían adornar.

En las villas de renta que Silano poseía en los alrededores de Roma, sus empleados, para la mesa de los aficionados, criaban en grandes cantidades palomas y tordos, codornices, tórtolas, perdices grises, cercetas, fúlicas, patos salvajes, francolines que la cautividad volvía silenciosos, cigüeñas y grullas, cuyos méritos discutían los aficionados, pavos y faisanes, bandadas de hortelanos, algunas avestruces de Mesopotamia o de los confines libios, e incluso cisnes, que cebaban con los párpados cosidos, cuya carne tenía fama de indigesta, pero cuya grasa era apreciada entre los médicos. Los flamencos figuraban en grandes manadas de corral, desde que Apicio descubrió que su cerebro, y sobre todo su lengua, eran deliciosos. Y en inmensos cercados criaban también para la matanza, jabalíes y ciervos, corzos, gamos, órix o liebres que capturaban para cebarlas cuando alcanzaban la edad crítica. El intendente explicó que los criaderos industriales de caracoles estaban fuera de uso, pero que había superproducción de lirones desde que cada campesino había tomado por costumbre hacer reventar a su animal de pienso en el fondo de un tonel oscuro.

En las pajareras que los invitados tenían ante los ojos, sólo había aves decorativas o cantoras, faisanes, ruiseñores o periquitos… Los pavos estaban en libertad, como los calamones, que destruían a los ratones, a los reptiles y a muchos insectos. Y en los viveros de cuadrúpedos se paseaban indolentemente animales exóticos, la mayor parte desconocidos para el vulgo.

La comida fue tanto más deliciosa cuanto que el cocinero sólo tenía que atender a dos personas.

Al terminar, mientras el sol declinaba tras los árboles, Kaeso le dijo a Diógenes, tendido a su lado:

—Nos has servido con devoción. ¿Cuántas veces me habrás llevado a la escuela de la mano o sobre tus hombros, con lluvia o con viento? ¿Y cuántas pequeñas cosas no me habrás enseñado, que ahora me doy cuenta que son la base de todo, los primeros peldaños de la escalera del saber? Sin embargo, te he hecho rabiar muy a menudo. Cuanto más se crece, más paradójico resulta tener a un esclavo como profesor. Mi padre tuvo la bondad de libertarte en reconocimiento de tus leales años de servidumbre. Pero un pobre liberto a menudo es más digno de compasión que un esclavo, que tiene aseguradas la cama y la comida. Ahora me toca a mí hacer algo por ti. En los últimos tiempos de mi estancia en Atenas, apenas estaba de humor para frecuentar a las hetairas, e hice economías. Así que te daré con qué establecerte, casarte tal vez, o comprar un pequeño y apuesto esclavo, que te recuerde los tiempos de mi primera adolescencia.

Diógenes tartamudeaba de emoción, y por su cara de Perro fiel, surcada de arrugas, corrieron las lágrimas.

Como muchos pedagogos, Diógenes tenía tendencias contra natura, pero en Roma su corrección había sido tan manifiesta y perfecta que los Aponio tardaron mucho en sospecharlo. No obstante, en Atenas, el viejo había disminuido sus precauciones, y Kaeso lo sorprendió una noche conversando con un joven prostituto en una callejuela cercana al ágora.

Kaeso continuó, emocionado a su vez:

—También tengo que agradecerte por no haber hecho un gesto o dicho una palabra susceptibles de corromperme, y ahora adivino que esta reserva ha debido de costarte tanto más cuanto que tu afecto por mi era profundo y sincero, un poco como el de una nodriza, que al menos tiene la satisfacción de darle el pecho al que ama. ¿Pero qué se podría mamar en un viejo espárrago como tú?

Diógenes sonrió a través de sus lágrimas, besó la mano de su señor y confesó sin disimulo:

—Eres hermoso como el día. Mi mérito, en efecto, ha sido grande, pues por un beso tuyo me hubiera dejado azotar hasta la muerte.

Cada vez más emocionado, Kaeso pregunto:

—¿Te bastarían 50 000 sestercios? ¿Querrías más?

El liberto movió afirmativamente la cabeza con energía, para gran sorpresa del donante, y pronto ambos estallaron en carcajadas al darse cuenta del malentendido. Los griegos, al contrario que los demás pueblos de la humanidad, menean la cabeza de arriba a abajo para decir que si, y de abajo a arriba para decir que no, como ya se ve hacer a Ulises en La Odisea. Hay que ser experto para no confundirse. La primera precaución de los guías turísticos romanos era atraer la atención sobre esta sorprendente particularidad, cuyo desconocimiento desconcertaba al viajero y no facilitaba las relaciones entre los sexos[93].

Educado en los bajos barrios de Corinto, Diógenes había llegado a Roma a los veinte años; la costumbre de afirmar y negar a la manera griega, que poco a poco había perdido en Italia, volvió a él en Atenas.

—Ya que te conformas tan enérgicamente con 50 000 —precisó Kaeso—, ¡tendrás 100 000! Y más todavía, ya que no te falta corazón…

Uniendo el gesto a la palabra, el joven abrazó a su venerable pedagogo, besó sin aparente repugnancia su boca desdentada y añadió:

—¡Mientras yo viva, no te azotará nadie!

En el recodo de un sendero, un esclavo español, que llevaba una cesta de frutas maduras de invernadero, y un joven esclavo galo, que lo seguía con unos lavafrutas, se quedaron parados ante esta encantadora escena. Y en un latín abominable, peor todavía que el de Silano cuando dejaba de vigilarse, un latín sin breves ni largas, sin genitivo, dativo ni ablativo, un latín sincopado, destrozado y envilecido, lleno de preposiciones aberrantes y fantasiosos acentos tónicos, un latín salpicado de barbarismos y solecismos, pero un hermoso latín a pesar de todo, porque permitía a toda la humanidad que se definía como tal entenderse verbalmente, el mayor le dijo al aprendiz:

—¡Ahí tienes otra vez lo que pasa con estos maricas griegos! Los romanos mandan a Atenas a un joven noble todavía en toga pretexta, inocente como un ternero; está unos pocos meses allí y, apenas desembarcado, ya siente que le falta algo y salta sobre su viejo pedagogo.

Con una mano crispada sobre el pecho, Diógenes intentaba recuperar la respiración. Se sofocaba, y las aletas de su nariz en forma de calabacín se agitaban y se volvían de color violeta. La emoción había sido demasiado fuerte. De pronto, vencido por el exceso de felicidad, entregó el alma y se derrumbó en los brazos de Kaeso. En resumen, había muerto del corazón.

Kaeso le dejó al intendente dinero con que edificar para las cenizas de Diógenes una tumba decente en un rincón umbrío del parque, cerca de un arroyo murmurante, y pidió que incluyesen en el epitafio el certificado que ya honrara a su primer maestro primario:

SUMMA CASTITATE IN DISCIPULOS SUOS

Como los dos indiscretos esclavos habían charlado sin moderación, el epitafio fue para toda la servidumbre del dominio una inagotable fuente de bromas. La vida está tejida de malentendidos.

Dos días más tarde, Kaeso, solitario, se volvió a poner en camino hacia Bayas. Era toda una parte de su juventud lo que la hoguera fúnebre acababa de consumir, y tenía la impresión de haber envejecido de pronto.

De Brindisi a Roma, andando a buen paso, no solían hacer falta más que ocho o nueve días. En cuatro lujosas etapas, yendo de rico en rico como una mariposa de flor en flor, Kaeso estuvo en Bayas.

En verano, los nobles que no reparaban en gastos pasaban refrescantes temporadas del lado de los montes Albanos o de Tibur; a las villas de los pintorescos parajes se sumaban otras en la costa, muy cercana, del Latium. En invierno, la nobleza más elegante fluía hacia la riviera de Tarento Pero en todas las estaciones había aficionados a las aguas termales y los paisajes tan variados de la costa campania, y en especial a las orillas y estaciones de los golfos de Pouzzolas y de Nápoles, entre el cabo Misena y Sorrento, con el Vesubio y el cielo azul de fondo.

Fue en Bayas, famosa por su frenética corrupción, donde estuvo el viejo y beato Augusto, a pesar de todo, para cuidar su ciática. Fue en Capri donde Tiberio instalo su principal domicilio tras haber inventado una técnica bastante eficaz para que lo asesinaran lo más tarde posible: no poner los pies en Roma y cambiar de lecho con frecuencia. Era en este golfo bendito por los dioses, disputándose cada «yugada» de litoral, rivalizando en dinero y en gusto —a veces malo—, donde la más prestigiosa nobleza romana, todo lo que contaba en la Ciudad, había acumulado las villas más magníficas.

Los primeros calores habían aportado a Bayas o Pouzzolas un aumento de visitantes, o de viajeros primaverales, y el camino de la estación termal y balnearia de Bayas estaba poblado como la Vía Apia en las cercanías de la capital: se cruzaban mulas y caballos, literas y vehículos de toda clase, incluso algunos habilitados como una casa donde se podía pasar la noche. El cabriolé de Kaeso tenía que colarse entre las filas que subían y bajaban.

Después de haber caminado a lo largo del dique que separaba los lagos Lucrino y Averno del mar, Kaeso atravesó Bayas, donde la animación era enorme, y a fuerza de costear la orilla sur del pequeño golfo alcanzó el promontorio, cubierto por una espesa vegetación que disimulaba, como todo el mundo sabía, la villa de Silano.

El intendente a quien avisaron le dijo a Kaeso que el patricio se encontraba al borde del mar, junto a las piscinas, y tras haberse cambiado, el futuro hijo adoptivo se apresuró a descender hasta allí, guiado por un esclavo.

Desde la villa se podían ver Bayas y su golfo hacia el norte; Baulas y Misena al sur; y la fachada miraba hacia el golfo de Pouzzolas, que limitaba al este con la isla Nesis y el gran promontorio del monte Pausilipo. El emplazamiento era espléndido. Pero las piscinas marinas, objeto de la pasión de Silano, estaban en el lado norte, bien abrigadas en las escotaduras del golfo. El sol declinaba y las sombras se alargaban sobre las laderas colonizadas por el lujo.

Décimo, vestido con una estudiada negligencia, y descalzo como un pescador, estaba supervisando grandes trabajos, y se volvió para acoger a Kaeso aparentando un afecto cortés. Marcia le había inculcado todo lo que no debía decir y cuanto tenía que sugerir para mantener al joven en el estado de inocencia que tanto le convenía, y él estaba seguro de actuar lo mejor posible. Después de tanto tiempo en que todo el mundo trataba de engañarlo, había reforzado su conocimiento de la naturaleza humana. Por añadidura, Kaeso le era muy simpático y no pedía más que quererlo todo lo que pudiera, es decir, tanto como a él le complaciese.

Después de haberlo abrazado, Décimo se dirigió a Kaeso con el tono más amable pero también más sencillo, como si lo hubiera visto la víspera, y le habló en seguida de sus preocupaciones, que era la manera más segura de relajar distraer al muchacho…

—Mira, estoy haciendo elevar esta bóveda sobre la nueva piscina de verano para que mis preciosos salmonetes puedan pasar del sol a la sombra durante los calores fuertes. El salmonete es uno de los peces más difíciles de criar. Las doradas, los barbos, los rapes, los rodaballos, incluso los lenguados, que sin embargo son muy delicados, no me dan tanto trabajo. Por el contrario, la morena no presenta ninguna dificultad. Ya que tienes que sucederme un día, es preciso que aprendas a conocer bien a los peces, de modo que mis huéspedes sigan en buenas manos.

Siguió una disertación técnica, que dejó a Kaeso un poco atontado; le zumbaban los oídos… Habían logrado aclimatar los peces de mar al agua dulce, sobre todo a las doradas en el lago de Etruria, pero la alta aristocracia se dedicaba sobre todo a la cría marina, hallándose la costa campania en primera fila. Costaba mucho construir tales piscinas, poblarlas, mantenerlas, y la rentabilidad era dudosa, dado que ciertos apasionados no tenían corazón para vender o comer sus productos más hermosos. Tanto la profundidad de los estanques como la naturaleza de los fondos debían estar cuidadosamente adaptadas a las diferentes especies. También había que resolver graves problemas de régimen y cuidados. Pero el más arduo seguía siendo, en las piscinas que comunicaban con el mar, el de establecer una mezcla y una renovación de las aguas favorable a la reproducción y al crecimiento. Cubriendo cerca de 1800 pies de costa rocosa —¡y en un lugar donde el terreno junto al mar estaba por las nubes!— unos diques, con todo un sistema de esclusas, habían aprisionado para Silano porciones adecuadas de agua salada. Eran las piscinas de invierno. Para las piscinas de verano, se habían practicado profundas excavaciones en el corazón de la roca volcánica, cada vez que había sido posible aprovechar una corriente favorable. Pero como esto no siempre sucedía en un mar donde la amplitud de las mareas es reducida, había también anchas secciones sombreadas con bóvedas de mampostería, bajo las cuales soplaban frescas corrientes de aire. ¡Eran tareas ciclópeas! ¡Y se seguía trabajando por la tarde, en una época en que el pueblo se negaba enérgicamente a mover el meñique después de comer! Cierto que el verano se acercaba y los salmonetes patricios no podían esperar.

—Dejo mucho dinero en mis piscinas —confesó Silano—. Pero es un placer único. ¡Tiene razón el refrán que dice que las piscinas plebeyas del interior del país son dulces, mientras que las piscinas marinas de la nobilitas son más bien amargas!

Silano hizo que Kaeso visitara todos los estanques. Unos hervían de peces, otros parecían desiertos. Había que hacer un esfuerzo para distinguir los lenguados enterraos en la arena; y la mayor parte de los peces de roca, como el labro, se habían escondido en las cavernas artificiales preparadas a ese fin.

Silano dejaba para otros criadores menos ambiciosos o menos adinerados la ocupación de traer peces tan corrientes como los dentex, los oblados, los mujoles, las platijas, los tordos o las ombrinas.

Por el camino, hablaba de las empresas más célebres de la región, que todavía llevaban los nombres de sus ilustres fundadores, aunque en su mayoría hubieran cambiado de manos para caer a menudo en el inmenso patrimonio imperial. Sergio, apodado «Dorada», y Licinio, apodado «Morena», habían sido antaño los pioneros. Sergio Orata o Aurata), en efecto, se había especializado en la dorada o daurada) y Murena en la morena. Hirrio había sido capaz de proveer a César 6000 morenas de golpe para uno de los populares banquetes regados con grandes vinos. Las piscinas de Filipo, o las de Hortensio en Baulas, no tenían menos fama. Uno de los hermanos Lúculo se había establecido en Misena, y el otro en la pequeña isla Nesis, frente al monte Pusílipo, al pie del cual el famoso Polión le había hecho la competencia.

—Se trata de ese Polión —dijo negligentemente Décimo— a quien Augusto, que estaba sensiblero aquel día, le cegó una piscina porque alimentaba a sus morenas con esclavos culpables. Un desprecio del derecho de propiedad, un acto de tiranía que auguraba tiempos muy oscuros. Pretender despreciar las leyes con el pretexto de los excesos que se pueden cometer, es arruinarlas.

Había un estanque reservado para los escaros, del que Décimo estaba particularmente orgulloso. El escaro, del que Vitelio, el tutor a la vez negligente y abusivo de Marcia, apreciaba particularmente el hígado, no se pescaba normalmente en el Mediterráneo occidental más acá de Sicilia, y los intentos de aclimatación habían fracasado durante mucho tiempo. Pero bajo Claudio, el prefecto de la flota de Misena, L. Optato, había hecho capturar grandes cantidades en el Mediterráneo oriental, y los bancos, transportados en viveros flotantes, fueron devueltos al mar entre Ostia y Sorrento, con la prohibición de pescar esa especie durante cinco años. Las crías de Silano tenían este origen y hacían abrigar esperanzas.

Delante de un estanque aparentemente vacío, Décimo dio unas palmadas, y en seguida un grupo de morenas salió ondulando de su refugio para dirigirse hacia él. La más grande, que llevaba pendientes, fue incluso a frotarse contra su mano como un gato…

—Se llama Agripina: como la Augusta tan justamente difunta, adora la carne humana. Yo le doy de vez en cuando un pequeño esclavo bien tierno. Prefiere a los negros, que deben de tener más sabor —y además son más caros, en vista de su escasez. Pero no parece notar la diferencia entre los muchachos, las chicas y los eunucos. Le he enseñado a Marcia a acariciarla.

Kaeso acababa de oír tantas precisiones sorprendentes que su capacidad de asombro estaba un poco amortiguada. Lo que le impresionó penosamente en primer lugar fue que Marcia, de la que bien sabía que no experimentaba sino horror por la monstruosa cabeza de la morena y sus agudos dientes, hubiera podido sobreponerse al punto de tocar esa bestia feroz. ¡Y, otra vez por él, había corrido el riesgo sonriendo! Empezaba a entender cómo podía acostarse con Silano. Sin duda, era cuestión de control.

Aquí y allá, en el fondo del agua, se veían restos de esqueletos infantiles y pequeños cráneos, que la vegetación marina ya había pintado de verde más o menos. Pero uno de los esqueletos estaba todavía en toda su blancura.

Mientras Silano acariciaba a su Agripina con palabras cariñosas, Kaeso, que apenas podía creer lo que veía, le preguntó discretamente al servidor que lo había guiado:

—¿Cuántos esclavos se comen al mes estas morenas?

—No sabría decirte. Aquí somos tan numerosos que es difícil notar la diferencia…

—¿Te estás burlando de mí, por casualidad?

—¡Es nuestro querido amo, que tiene buen humor!

Décimo arrastró a Kaeso, desconcertado, a una gruta que se abría frente al estanque, y se sentaron en la suave y fresca penumbra del lugar, donde se había dispuesto un cómodo mobiliario en torno a un pilón alimentado por el agua que rezumaba de la roca. Allí les llevaron un vino aperitivo perfumado, refrescado con hielo que el invierno había fabricado en las montañas para placer de los ricos.

—La leyenda de Polión —dijo Décimo tras haber disfrutado del embarazo de Kaeso— tiene siete vidas, y hay que pensar en las visitantes bonitas e ingenuas. Pensarás que he encontrado a pocas mujeres crueles en mi carrera, pero a veces entran ganas de presionar a una coqueta. En el momento en que la muchacha, ya emocionada por las palabras, ve los esqueletos, se desmaya, y ahí está la gruta para acogerla. Los dioses gemelos más eficaces no son Cástor y Pólux, tan caros a los espartanos, sino Eros y Tánatos.

¡Menuda puesta en escena de millonario para «presionar a las coquetas»!

—La presencia de un esqueleto —añadió Décimo— alegra también muchos de nuestros festines. A unos les empuja al goce, a otros los aparta de él. Estamos determinados por las apariencias y estas apariencias son susceptibles de interpretaciones contradictorias. La ilusión a la que he dado forma aquí, ¿no te hace pensar en el mito de la caverna de Platón?

»Pero guarda el secreto, te lo ruego, sobre los amores desvanecidos y macabros que ha abrigado esta gruta. Marcia, puedes estar seguro, va para mí más allá de las apariencias: ¡es la quintaesencia de la mujer!

Silano había aprendido que la confidencia íntima, sobre todo de una persona mayor a otra más joven, volvía todavía más dóciles a los hombres que las morenas.

Al caer la noche, mientras las luces empezaban a titilar del lado de Bayas, subieron en litera hacia la ciudad, por el camino que Silano había hecho tallar en la roca para ser conducido junto a sus peces. Los romanos odiaban andar, sin duda porque, de Lusitania a las fronteras párticas, con armas y bagajes, anduvieron demasiado en otros tiempos.

Luego de un indolente baño, y ya que la noche era suave, cenaron ambos a la luz de las lámparas en una terraza desde la cual se dominaba Bayas iluminada, espectáculo que sorprendió a Kaeso, pues por aquel entonces la noche aún imponía su ley tanto en las ciudades como en el campo. A veces, con ocasión de una gran fiesta, iluminaban el corazón de Roma, temblando por si se desencadenaba un fuego, y estas inquietantes experiencias eran más bien escasas.

—Bayas vive de noche y de día —dijo Décimo—. Quema la vela por los dos cabos. Y como ves, hasta el propio mar está iluminado por las luces de los barcos de recreo. Si estuviéramos más cerca, oirías el intenso rumor de los juerguistas y los cantos de los que se han embarcado hacia alguna Citerea.

La comida, sin ser demasiado abundante, era de una exquisita delicadeza, y Décimo, tras la lección piscícola, se esforzó por educar gastronómicamente a su futuro hijo…

—El primer cuidado, el primer deber de un verdadero gastrónomo —¡hay tantos falsos!— es conocer todas las características del producto. Cada cosa es mejor en un cierto lugar y una cierta época. Por ejemplo, tengo que confesar, para mi vergüenza, que las partidas de los viveros de Clupea, un puerto africano del cabo Bueno, son todavía más finas que las mías. De ahí el interés, a pesar de todo, de llegar a producir uno mismo: se sabe lo que se come.

»Ora la naturaleza no puede trabajar mejor, y es vana la pretensión de añadir algo a su obra; ora resulta indispensable ayudarle, lo que sólo puede hacerse si se conocen y respetan las leyes. Por eso, la caza salvaje a menudo es más sabrosa que la caza de vivarium, y también por eso nuestros horticultores han seleccionado más de sesenta especies de peras, desde las pequeñas peras de invierno a las pira libralia, llamadas así porque suelen pesar una libra.

»Junto a estas consideraciones, que a los glotones les podrían parecer un exordio, el arte del cocinero es casi secundario. En todo caso, debe actuar de manera que toda la calidad original del producto sea muy perceptible. Y claro, el gastrónomo se sustenta y bebe con moderación. Diría que no come: saborea.

Kaeso le preguntó a Décimo por qué se apasionaba por los peces…

—Es una pregunta pertinente, que a menudo yo mismo me he hecho.

»En otros tiempos participé en grandes cacerías, en las que una multitud de ojeadores hacían converger hacia las redes a una multitud de animales. Como todo el mundo, he visto en el anfiteatro cómo la red del reciario capturaba a un hombre. Pero, pensándolo bien, ¿no es un poco fácil, un poco vulgar, matar lo que la red ha retenido? Mis piscinas son como una red inmensa donde veré vivir todo lo que he cogido.

»Y la cautividad del pez me parece más interesante que la de la caza o la del hombre, pues éstos siempre resultan más o menos dañados por los barrotes o las espadas. Todo el arte del aficionado a los peces es reconstruir lo más exactamente posible el medio natural donde el animal debería vivir para ser lo más suculento posible. El pez es algo tan delicado que sería presuntuoso y vano imaginar un individuo mejor que el criado por Neptuno. Puedes alimentar correctamente a una pieza cautiva, pero la falta de ejercicio volvería insípida su carne. Puedes mejorar a un ganso atiborrándole de higos. El pez marino, siempre igual a sí mismo, con algunos matices, sólo nacerá y crecerá en piscina si has penetrado los secretos de los dioses para copiar minuciosamente las formas. Es una excitante actividad de demiurgo.

Hacia el final de la comida, el demiurgo derivó la charla hacia la religión. A pesar de los esfuerzos de Marco padre para inspirar a sus hijos un cierto respeto por la religión romana, Kaeso compartía el peyorativo prejuicio ambiente, y su trato con filósofos y sofistas no había aumentado su piedad. Desde que Cicerón había dicho que dos augures no podían mirarse sin echarse a reír, la célebre frase se había vuelto una especie de dogma entre la aristocracia, y el propio pueblo estaba empezando a convertir en bromas sus terrores de antaño. Puesto que Silano, precisamente, era augur, Kaeso escuchó sus declaraciones con una curiosidad particular.

Primero fue una larga y minuciosa exposición sobre la religión privada, propia de la gens del patricio. Kaeso tenía que estar al corriente de muchas costumbres y prescripciones originales, para recoger la antorcha cuando desapareciera su padre adoptivo, dirigir al sacristán que se ocupaba del larario edificado en casa de Silano en una capilla ad hoc, y controlar también al auspex familiar y al cleriguillo del templo del Pudor Patricio.

La sincera importancia que el orador parecía otorgar a tales bagatelas no dejaba de sorprender a Kaeso, y esta sorpresa, a pesar de ser poco perceptible, fue advertida por Silano, a quien no le sorprendía en absoluto encontrarla. Un poco ofendido de todas formas, reaccionó con vigor:

—Es un augur quien te habla, Kaeso, y te dice que no hay motivos para reír. La religión romana es la más sensata del mundo, y cuando haya desaparecido la echarán de menos.

Como a Kaeso le costaba un poco distinguir bien todas las cualidades, Décimo se explicó con claridad:

—La primera virtud de nuestra religión nacional —compartida con los griegos— es que carece de sacerdotes. Quiero decir que, en ciertos países bárbaros, de los que el Egipto de los faraones fue, entre algunos otros, el mejor ejemplo, una casta cerrada, doctrinaria y autoritaria, mezclada en todo y en nada, posesiva e indiscreta, misteriosa y abusiva, tuvo al Estado bajo su tutela. Mientras que entre nosotros, al servicio de un panteón elástico e impreciso sólo hay funcionarios, cuyo único papel consiste en velar por el respeto de ciertas reglas para mantener la concordia entre la tierra romana y los cielos que la cubren. Nuestros sacerdotes, ya sean elegidos o cooptados, provisionales o permanentes, tienen una actividad y responsabilidades siempre convencionales. En Roma, todo el mundo puede ser sacerdote un día, como puede ser procurador o cónsul. Mejor todavía, el pluriempleo es de lo más corriente. Así que el Estado respira en libertad: siendo cada cual un sacerdote en potencia, el sacerdote está en todas partes y en ninguna. Se diluye en el pueblo y se confunde con el buen carácter de la nación.

»La segunda virtud de nuestra religión es que este sacerdote funcionario es perfectamente irresponsable. Cuando ofrece sacrificios para atraer el favor de los dioses, no se le puede pedir sino que vele por la estricta observancia de los ritos tradicionales. Si el sacrificio no es aceptado en esas condiciones, es obvio que el sacerdote no tiene la culpa de nada. Y cuando lee los augurios conforme a las reglas, para saber si los dioses son propicios a una empresa cualquiera, sigue siendo irresponsable de los errores e interpretación que pudiera cometer en materia tan delicada. Errare humanum est, y nuestro sacerdote sólo es un hombre como los otros. Más de una vez han saqueado a generales que habían librado una batalla despreciando la evidente inapetencia de las gallinas. Pero cuando derrotan al general después de que las gallinas hayan devorado todo su salvado, uno se limita a decir tristemente: el general X, en materia de gallinas, no tiene mucha suerte. Un sistema semejante no presenta más que ventajas. A los más escépticos siempre les encanta enterarse de que los dioses parecen favorables, y acción y valor reciben un buen empujón. Pero si los resultados son desastrosos, ¿qué importancia tiene? El error del sacerdote, ¿no es de todos los demás? ¿Quién podría presumir de haberlo hecho mejor en su lugar? Incluso en mitad del desastre todo está en orden, pues la cualidad más hermosa de nuestra religión es su humanidad.

»La tercera virtud la sitúa por encima de la de los griegos. El griego piensa que los dioses tienen suficiente poder como para imponer su voluntad. Permíteme la expresión, ya que estamos entre hombres: diría que el griego deja que sus dioses le den por culo todo el día. Mientras que Roma fue formada por el empeño de algunos, y de quienes sabían por experiencia que la voluntad del hombre no tiene límites, porque las obligaciones y las libertades que él se inventa no los tienen. La mala voluntad de los dioses no es para nosotros una limitación. Para actuar nos basta con esperar un benevolente claro en las nubes de su ira, y somos pacientes. De este modo, siempre tenemos la última palabra.

»¿Lo has entendido bien?

Kaeso reflexionó un momento y contestó:

—En el fondo, ¿quieres decir que la fuerza de la religión romana estaría en poder prescindir de los dioses como ya rescinde de los sacerdotes? ¿Que, en cualquier caso, nuestros dioses no son nuestros dueños?

Silano sonrió y dejó caer:

—¡Con una agudeza superior a la de tu edad, me has calado bien!

—La fuerza de nuestra religión, en ese caso, es también su debilidad. Hay muchos que le piden a una religión que sea algo más que una forma de aliento al servicio de sus intereses. El hombre está hecho de tal manera que antes presenta al Cielo el trasero que la cara. ¿No nos exponemos a que una pandilla de sacerdotes indiscretos nos imponga un día la ley?

—Mientras haya romanos, no hay peligro. Por eso precisamente te he hablado tanto del culto privado de mi familia.

Al final, Kaeso intentó conducir a Silano hacia los asuntos políticos, pero su anfitrión se mostró muy prudente, limitándose a algunas generalidades:

—Las cosas van mal, pues desde hace algún tiempo hay un gusano en el fruto. La civilización romana soy yo, y un puñado de gente distinguida que se esfuerza en imitarme. Para permitirme llevar esta inimitable vida, los campesinos romanos, a fuerza de guerrear, perdieron su campo. Así que vinieron a Roma a mendigar las migajas de mi mesa o constituyeron algunas legiones mercenarias sedientas de dinero. ¿Cuánto tiempo crees que puede durar una situación semejante?

»En el momento actual, son los pretorianos los que controlan el ascenso al imperio. Tarde o temprano, las armadas provincianas querrán compartir el privilegio, y tendremos nuevas guerras civiles, a cuyo lado las de antaño parecerán un aperitivo; y el primer pensamiento de toda esa buena gente será el de servirse de mi fuente, repartirse mis tierras y a los que las cultivan, mis villas y mis tres mil esclavos urbanos, y asar mis peces sobre las enrojecidas cenizas de Bayas.

»Comparado con tal amenaza, nada tiene peso. El propio ciudadano romano se está convirtiendo en una figura retórica. Ya hay, quizás, cinco o seis millones actualmente, y los libertamientos o las naturalizaciones aumentan constantemente el número. Dentro de algunas generaciones, esa pandilla de privilegiados de segunda clase, que habrían podido impedir el desorden si lo hubiesen mantenido dentro de límites razonables, se habrá extendido a todos los hombres libres del Imperio, y el ciudadano sobrevivirá porque todo el mundo tendrá derecho al título. Entonces romperá la ya fatigada espina dorsal del Estado. Pero semejante evolución es inevitable. En un primer momento, se saquea a todos los extranjeros que caen en nuestras manos y en un segundo y último momento, cuando ya no queda nada que saquear en ninguna parte, se condecora a los vencidos con el título de ciudadano para que se mantengan tranquilos.

»Los mercenarios son sinónimo de desorden militar. La vulgarización de la dignidad de ciudadano acarrea indignidad general y desorden civil.

»Peor aún: cuanto más comerciamos, más nos arruinamos. El oro de la parte oriental del Imperio va a amontonarse entre los partos, los árabes o los hindúes, hasta entre los chinos. Y el oro de la parte occidental también va a parar al este. Pues, por una extraña maldición, las mercancías preciosas circulan de este a oeste y las mercancías sin gran valor en sentido contrario. Los galos hacen jamones, y los fenicios mantos. En consecuencia, cuantos más mantos tenga el emperador, menos jamón comerá. Llegará un momento en que Occidente ni siquiera podrá pagar en efectivo a sus mercenarios, y sin embargo es la única manera de mantener un mínimo de disciplina. Abrirán nuestras fronteras, saquearán nuestras ciudades y borrarán las últimas huellas de civilización, pues ser civilizado quiere decir, hasta nueva orden, que en la ciudad se comen los productos del campo. En resumen, hay algo más terrible todavía que la insolencia criminal de los mercenarios y de la plebe urbana: ¡la propia desaparición de los mercenarios y de la plebe!

»Pero tal vez soy pesimista. Es una actitud frecuente entre los que poseen muchos bienes.

Por cierto que era difícil imaginar semejantes catástrofes ante una Bayas centelleante.

—Olvidas algo —dijo Kaeso—, y es el derecho, reconocido por todos, que los descendientes de César tienen al mando de las armadas. Esta especie de legitimidad tiene su peso.

—Si —dijo Décimo—, la última vez que cené con Nerón, observé que había engordado… Pero yo, que también soy heredero de Augusto, tengo más bien tendencia a adelgazar. El matrimonio, quizás…

Kaeso no debería haber hecho alusión al emperador, que ciertamente era para alguien como Silano el peligro más inmediato. Nerón tenía suficiente talla como para hacerle adelgazar todavía más deprisa que Marcia.

Décimo se levantó de su lecho y se despidió de Kaeso, que pasó una noche agitada, poblada de morenas, esqueletos, mercenarios delirantes y plebeyos incendiarios. No iba a entrar sin inquietud en la verdadera civilización romana que Silano pretendía compendiar.