La carta de Kaeso produjo en Marcia una conmoción:
«De K. Aponio Saturnino a su querida madre, ¡salud!
»Le escribo a padre en el mismo correo, y en esa correspondencia podras leer buenas noticias de tu afectuoso hijo. También te escribo a ti, pero más bien para que tu sensatez y tu virtud me aconsejen a propósito de una cuestión que me preocupa mucho. Por cierto que no es común que los jóvenes se atrevan a confiarse a sus padres, pero tú no eres para mi una madre corriente. Eres menos que una adre, ya que no hay lazos de sangre entre nosotros —y tengo la impresión de que esta circunstancia me quita de encima el peso de la incomodidad mientras trazo estas líneas. Eres más que una madre, cuando pienso que has tratado a tus dos hijastros con una entrega y una luminosa ternura de las que la mayor parte de las madres sería incapaz. Y el primer salario de tus bondades es la ilimitada confianza que me inspiras, la libertad con que someto a tu juicio lo que me inquieta, como si conversara con Otro yo.
»En Roma se alaba la continencia de Escipión que, por motivos de oportunidad política, se abstuvo de tocar a una joven rehén española. Pero sabes que en Grecia la continencia ejemplar es la del rey de Esparta, Agésilas, que se prendó de Megabato, hijo de Espitridato, «tanto como un temperamento ardiente puede amar un objeto muy bello», como lo precisó su amigo Xenofón, modelo de toda la elegancia ática. Evidentemente, tanto para el narrador como para su público, Agésilas no habría tenido mucho mérito desdeñando a una mujer, pero el hermosísimo Megabato era otro asunto. Y, por otra parte, el mismo Xenofón nos declara: «Ahora tengo que hablar de la pederastia, porque ella forma parte de la educación».
»Bueno, ya he soltado la gran palabra, la más extravagante para un romano. Este tipo de relaciones, que entre nosotros se mencionan sin comentarios, cuando no suscitan la ira de algunos censores o el divertido desprecio de la mayoría, forman parte integrante del ideal educativo del mundo griego.
»En torno a Sócrates se profesaba que la armada más invencible estaría compuesta por parejas de amantes, y así fue la tropa de héroes creada por Górgidas, con la que Pelópidas constituyó el famoso batallón sagrado. Sólo los pederastas tebanos podían luchar con pederastas espartanos. Tú sabes que esos bravos reposan hoy bajo el monumento conmemorativo de Keronea, elevado tanto a su arrojo como a la pasión que les unía. Los macedonios que los destriparon en el campo de batalla no eran todos pederastas, pero los superaban en número, y sus picas eran más largas. Ser pederasta no es suficiente para vencer, pero se comparte una muerte más amable.
»En la efebía cretense, es tradición que el amante rapte a su amado y lo conduzca a su grupo aristocrático de amigos para presentarlo en él; después los dos jóvenes, acompañados de sus padrinos, se van de viaje de bodas al campo durante dos meses, celebrando banquetes y cazando en común. Acabada la itinerante luna de miel, el amante le regala una armadura a su amado, que lo convierte en su escudero. Estrabón puede decir de estas costumbres que «en tales vínculos, se busca menos la belleza que la valentía y la buena educación»; de todas formas, es como para sorprender a un occidental. Estrabón debió de morir bajo Tiberio, si mi memoria es buena. Estas lunas de miel son muy recientes.
»A consecuencia de la desaparición de las armadas griegas, la pederastia militar —con cierta nostalgia— encontró refugio en las instituciones efébicas de las diversas ciudades. Como no había otro remedio, las armas no cedieron el puesto a la toga, sino al amor.
»La pederastia goza en Grecia de un prejuicio favorable, no sólo gracias a las hazañas guerreras que ha inspirado. Grecia debe a una cohorte de pederastas el haberse desembarazado de sus tiranos. En Atenas, el Pisistrátida Hiparco fue asesinado por Aristogitón el bien llamado, porque el tirano importunaba su trato con el bello Harmodios. Del mismo modo, Antileón asesinó al tirano de Metaponto, que le disputaba a Hiparinos. Y Karitón y Melanipo conspiraron por la misma razón contra el lúbrico tirano de Agrigento. Podría multiplicar tales ejemplos. No es el amor por la libertad lo que ha hecho desaparecer a los tiranos, sino el crimen pasional. Y es concebible, pues el mayor atractivo de la tiranía para un griego radicaba en el poder de saltar impunemente sobre los muchachos de otros. Y llega un día en que, a fuerza de estirarla, la cuerda se rompe.
»Actualmente, en vista del declive de las pederastias militar y política, la costumbre florece en las escuelas de pensamiento, donde es de buen tono que los alumnos vivan en intimidad con el maestro. Es el triunfo de la enseñanza oral: uno se pasa de boca en boca las ideas puras y los príapos. Sócrates, cuando no estaba arreglando las intrigas de las piezas de Eurípides, seducía a toda la juventud dorada de Atenas. Platón fue, entre otros, amante de Dión y de Alexis. Y para no salirnos de esta Academia, Xenócrates lo fue de Polemón, Polemón de Crates y Crántor de Arcésilas. Su sucesor, Bión, también se acostaba con sus discípulos. En resumen, los Académicos se reproducen, de generación en generación, gracias a relaciones estériles. La inmortalidad les pertenece, y con muy pocos gastos. También Aristóteles fue amante de su alumno Hermias, tirano de Atarnea, a quien consagró un himno digno de los elogios pederásticos de Teognis de Megara. Y si abandonamos la filosofía, nos damos cuenta de que Eurípides, después de haber recibido las lecciones de Sócrates, fue el amante del poeta trágico Agatón, que Fidias lo fue de su alumno Agorácrito de Paros, que el médico Teomedón lo fue del astrónomo Eudoxo de Cnido. En cuanto a Sófocles, una anécdota ridícula lo hizo famoso. Cuando cedió, bajo las murallas de Atenas, al atractivo de un niño que buscaba fortuna, el elegido se escapó con su hermoso manto, y el genial poeta tuvo que atravesar el «cerámico»[84], en un fresco día de otoño, con el manto del chiquillo, que le llegaba por los muslos. Cuanto más valor tienen los griegos, tanta más inteligencia y talento exhiben y tanto más les ocupa el amor de los muchachos.
»He interrogado francamente sobre el tema a compañeros atenienses, e incluso, en el acaloramiento de un banquete, al padre de un compañero, que me declaró:
»«Aquí amamos la belleza, y el hombre es bello en sí mismo. Con toda evidencia, la mujer sólo es bella en relación a lo que uno hace de ella: un instrumento de reproducción o de placer. Aquí amamos la inteligencia y la mujer no la tiene, no por educación, sino por naturaleza. De las mujeres nunca ha surgido un filósofo y tardará mucho en surgir. Aquí amamos todas las artes por cuya gracia se encarna la belleza. De las mujeres nunca ha surgido un gran escultor, un gran pintor, un gran músico. Sólo han dado a luz a un poeta: Safo. En consecuencia, si amas todo lo que hay de mejor en el mundo, buscarás estas cualidades en un hombre para hacerlas tuyas, y cuando las consigas tendrás el altruismo de hacer que otros hombres se aprovechen de ellas, de forma que la cadena de la ciencia y el arte esté bien aceitada por el amor».
»Este aceite que aderezaba el discurso hizo reír a toda la asistencia, pues en este país es obvio que el aceite de 108 estadios sirve para diferentes fines. Y otro padre de efebo, animado por este espiritual chiste verde, rebajó en un grado la conversación. “Anaxímenes —dijo— habla de oro, pero me veo obligado a hablar de plata o de bronce para acabar la instrucción de este joven conquistador del universo”.
»La mujer también sufre la redhibitoria desgracia de no estar hecha para vínculos prolongados con un ser de distinto sexo. O bien apenas obtiene placer en el matrimonio, como ocurre tan a mentido, y es muy enojoso para todo el mundo, o bien su placer le da cien vueltas al de su marido, que hace un papel lamentable mientras espera que ella lo engañe. El acuerdo físico armonioso entre el hombre y la mujer es una rareza provisional. Ora el plectro es muy pequeño, ora es demasiado grande como para rasguear la lira a satisfacción.
»Así pues, un hombre razonable tendrá relaciones de esencia superior y satisfactoria con un muchacho. Por piedad hacia su ciudad, mantendrá algunas decepcionantes relaciones con una esposa hasta que quede embarazada —estando el peligro en desbridaría a causa de lascivas y demasiado frecuentes fantasías. En cambio, apreciará la compañía de sus concubinas y de las hetairas, a quienes sólo se pide que finjan. Tal es la trilogía que desde hace siglos asegura la felicidad de los atenienses. Ahí radica el único equilibrio concebible."
»“Entonces —observé yo— ¿los dioses no habrían modelado a las mujeres más que para la reproducción o el lupanar?”.
»“Es lo que te confirmarán todos los convidados de cierta edad, derramando una lágrima en la copa por el destino de las escasas mujeres a las que han preñado y las numerosas hetairas que han fingido con ellos”.
»En una asamblea así habría estado fuera de lugar poner como ejemplo la perfecta dignidad de vida de mis queridos padres.
»¿No es turbador, sin embargo, que estos griegos que nos lo han enseñado todo —a excepción de una pederastia militar que no bastó para salvarlos— abriguen por experiencia tales ideas sobre ese tema? Distingo mal la parte de verdad que podría haber en semejantes concepciones.
»Esperando ser instruido, compruebo que los amores masculinos griegos, como era de esperar, no pueden ser platónicos. En Atenas se dice incluso, crudamente, que al contrario de lo que ocurre con la imperfecta mujer, el hombre que tiene contacto con otro hombre reúne en sí todas las posibilidades, sensibilidades y placeres: ya se haya invertido en su infancia o en su vejez, podrá vanagloriarse de las activas inclinaciones de la flor en el otoño de sus días.
»Acabamos de volver de una excursión a Thera, una extraña isla de las Cícladas a unas 130 millas del Pireo, donde parece que Vulcano estableció antaño sus forjas. Platón, en el Crítias, sitúa la Atlántida al oeste de las columnas de Hércules, pero viejas leyendas sugieren que ese continente sumergido tal vez se hallase del lado de Thera. A poca distancia del santuario de Apolo Carneios, las rocas rebosan de pintadas obscenas del tipo “Por Apolo que fue aquí donde Krimón se tiró al hermano de Baticles”, etc. Y los viajeros romanos que vienen a curiosear han seguido escribiendo en nuestra lengua: “Veni, vidi, futui”[85], o bien “Hic, Graeciam futui!”[86]. Pero se puede apostar cualquier cosa a que esta Grecia era masculina. Entre nosotros, las pintadas pederásticas son minoría. En los países griegos, es al contrario: apenas se presume del comercio con las mujeres.
»Por otra parte, los mitos religiosos canonizan el amor griego. Zeus y Ganímedes, Heracles e Hylas, Apolo y Jacinto, la violación del joven Crisipo por Layos en la noble epopeya de Menandro… Y, de Alceo a Píndaro, los grandes líricos celebran la pederastia a más y mejor.
»Todas estas evocaciones históricas o actuales son para decirte que me están presionando para que elija un amigo, siguiendo las costumbres de la escuela y de la ciudad que tan amablemente me acoge. Mi continencia en este punto ha hecho que me apoden “Agésilas”, y siempre es delicado hacerse notar. Pero antes de ponerme a la moda quiero conocer tu opinión, pues mi primera ambición es no decepcionarte nunca en nada.
»También me retiene una vaga aprensión. Pues me he dado cuenta de que ciertos griegos, a fuerza sin duda de Someterse a vergonzosos asaltos, han llegado a ser prácticamente incapaces de servir a una mujer. E incluso en Atenas Son víctimas de cierto desdén, por no haber sabido mantener la trilogía sagrada, el deseable equilibrio entre su parte delantera y su parte trasera.
»Espero tu respuesta con impaciencia, mientras que en los baños de la palestra se me dirigen homenajes demasiado numerosos, pues el cansancio de la carrera no ha conseguido abatirlos. (Si los griegos corren tan deprisa, es porque corren detrás de los muchachos).
»¡Oh la más bella y exquisita de las mujeres, la más atenta de las madres y la mejor de las amigas, ni siquiera puedo reprocharte haberme hecho tan hermoso y sensible! ¿Dónde se detendrán tus perfecciones?
»Cuídate y asegúrale una vez más al noble Silano toda mi agradecida y respetuosa amistad. La bolsa que tan generosamente me ha asignado, en principio, me basta. Pero en Atenas, si bien a los muchachos se los encuentra bastante gratuitamente, no ocurre lo mismo con las hetairas. Si tales son tus órdenes, a pesar de todo, haré lo imposible para seducir a una sin que me cobre. Venus, diosa del éxito, me ayudará.
»Ámame como yo te amo».
Más trastornada aún de lo que habría creído posible llegar a estar, Marcia terminó por pedirle consejo a Silano, con quien acababa de casarse deprisa, con presagios tanto más favorables cuanto que el cónyuge era una personalidad del ilustre club gastronómico de los augures. Marcia gemía:
—Uno se queja de que los hijos no se confían a sus padres, y por una vez que uno lo hace, ¿cómo contestarle algo oportuno?
»En Roma, con el nuevo reinado, los pederastas están en plena ofensiva. Nerón ha hecho instalar en los bosques, cerca de la naumaquia transteverina[87] de Augusto, una feria permanente del sexo, donde las putas y los invertidos se dan la mano para proporcionar placer a todo el que pasa; y en el séquito compacto de los augustiani de cabellos vaporosos que sirve de claque al emperador, cada muchacho espera que el Príncipe tire su pañuelo. La vida, en esta ciudad, se ha vuelto una perpetua fiesta donde todo está horriblemente confundido. Habíamos pensado que en Atenas, al menos, Kaeso encontraría una pederastia elegante y poco agresiva, edulcorada por el tiempo, propicia a las cosas del espíritu, que él tendría el buen natural de mirar por encima del hombro. Pero bien veo que los griegos no han perdido nada de su acometitividad. Toman como pretexto el atletismo para correr, espada al viento, tras los últimos inocentes de esta tierra. ¿Qué vamos a hacer con nuestro Kaeso? Y las hetairas, por otra parte, ¿son tan recomendables?
A Silano, que antaño había encontrado en la refinada práctica del amor griego un agradable derivativo para el aburrimiento y la inquietud, le costaba trabajo tomarse la situación a la tremenda, y se esforzó por tranquilizar a su mujer con moderadas consideraciones, que a él le parecían de sentido común. Los recién casados discutieron el problema a más y mejor, hasta que Silano se cansó y pusieron a Marco vagamente al corriente, para que no se dijera que no le habían contado nada.
Al fin, luego de los últimos conciliábulos, Silano tuvo el mérito de tomar personalmente la pluma para arreglar el asunto lo mejor posible, y en un griego con elegancias aticistas.
«De D. Junio Silano Torcuato a su querido Kaeso, ¡salud!
»Con autorización de tu padre, tu madre me ha confiado la alarma que tu carta le causó, y que incluso llegó a mortificar su pudor. Tus padres juzgaron, sin duda, que un amigo que ha vivido mucho estaba aún más calificado que ellos mismos para sugerirte con prudencia el camino recto en materia tan delicada. Así que soy yo quien te responde, con tantos más motivos cuanto que no soy ajeno a la situación que te perturba.
»Leyéndote, se diría que ya has presentido lo que convenía pensar y hacer cuando confiesas que te presionan para adoptar las costumbres particulares que allí son más o menos indispensables. ¿Qué importa que quieran hacerte beber vino griego de resma o no? Lo único importante es saber si a ti te gusta.
»Por cierto que el buen juicio consiste en respetar la mayor parte de Las costumbres del medio donde uno vive, pues casi siempre tienen buenas razones de ser y seria vano que uno solo pretendiera reformar hábitos bien anclados. Pero esta perezosa sensatez sólo concierne a las costumbres secundarias, cuya observación no compromete al ser entero, y no condiciona ni su felicidad ni la estima en que debe tenerse a sí mismo. Las relaciones amorosas entre los sexos son algo de tan notables consecuencias que una gran diosa ha hecho de ellas su exclusiva ocupación. Observa sin embargo que, si bien nuestros padres consagraron un templo a la Venus Encina del amor pasión, al mismo tiempo consagraron otro a la Venus Verticordia, que aparta a los corazones de los placeres inmorales y conjura los excesos que los acompañan. Hagas lo que hagas, tendrás una diosa a tu servicio, lo que no debe incitarte a hacer lo que sea, sino al contrario, a actuar como hombre libre, como desees de verdad, sin preocuparte de las modas locales o Pasajeras. Estás en edad de verte seducido por la moral del Placer. Así pues, sé riguroso con tu propia moral y sigue la inclinación que sientas más natural y profunda, pues nadie va a gozar por ti.
»Si nos hubieras confesado una pasión sincera por un hombre joven, habríamos hecho sacrificios por ti a Venus Ericina. Si en cambio cargaras con un muchacho por simple cortesía hacia tus huéspedes, no seria honrado ni para el muchacho ni para ti, y sabes que tanto la Venus Ericina como la Venus Verticordia se velarían tristemente la cara. Es lo que haría, con mucha más razón, la estatua del Pudor Patricio que tanto se parece a tu madre, en el corazón del pequeño templo del Foro de los Bueyes. Y tus padres, como yo mismo, se sentirían apenados.
»Releo por casualidad que Cicerón enviaba 66 000 sestercios al mes a su hijo cuando éste estudiaba en Atenas, y comprendo que tengo que hacer más, en vista de la devaluación del dinero. Voy a encargarme de triplicar tu bolsa, de modo que puedas procurarte amor si tu belleza no fuera bastante convincente. El propio Zeus tuvo que dejar caer una lluvia de oro en el seno de Dánae para abrirse paso hasta su corazón.
»Tus padres te mandan un abrazo y agradecen tu ejemplar con fianza, que les ha emocionado mucho.
»Puedes contar siempre con mi amistad y mi consejo. Que te encuentres tan bien como yo, ¡y que todas las Venus te guarden!
»P.S.: La pequeña Claudia Augusta, a pesar de los sacrificios de los Arvales, acaba de morir bastante súbitamente, y el dolor de la pareja imperial es inmenso. A tu padre, abrumado por los festines fúnebres, le cuesta digerir su pena.
»Nerón abandonó bruscamente una sesión de lectura pública de la Farsalia de Lucano, hijo de Meda y sobrino de Séneca. Ya Séneca miraba con mala cara a la corte. Lucano le hará ascos, violento y forzado.
»Hay que decir que había hecho todo lo necesario para atraerse esta desgracia, de la que hay que esperar, por él, que no vaya más lejos.
»Lucano fue primero el niño mimado del poder. Hace tres años, con ocasión de los Juegos quinquenales a la griega organizados por el emperador, fue recompensado con una corona por un poema dedicado sin reservas a la gloria del Príncipe. Pero parece que tanto su estoicismo como su talento se le han subido a la cabeza y estaba un tanto engreído. Su Farsalia refleja esta peligrosa evolución. El principio no presenta nada que pudiera molestar a Nerón, que incluso es comparado con Apolo-Febo. No obstante, cuanto más avanza la obra, más evidentes y acerbas se hacen las criticas al régimen. Catón de Utica, el enemigo mortal de César, cobra visos de semidiós. La acelerada helenización de todos los aspectos de la vida romana, tan cara al emperador, es tratada con creciente desprecio. Incluso se pone en cuestión el absolutismo. Y todo esto, no en el nombre de un optimismo virgiliano cualquiera: el pesimismo desesperado del autor es innato y rompe cruelmente con la alegre fiesta en que Nerón ha convertido la tarea de gobernar. Conociendo a Lucano como yo lo conozco, en lugar de quedarse tranquilo acentuará más todavía sus imprudencias en los últimos libros que le quedan por escribir.
»Te digo esto para impedir que abundes en elogios desconsiderados de Lucano si te diera por ahí. Incluso en Atenas, las paredes oyen.
»Vivimos en una Atlántida que puede hundirse en cualquier momento, con sus templos y sus obscenas pintadas. Sé juicioso, tanto por ti como por mí».
Esta carta un poco azorada de Silano fue para Kaeso, no obstante, un rayo de luz: toda verdadera moral empezaba con el desprecio de la opinión de los demás. Pensándolo bien, no era tan sorprendente que la lección se diera en nombre del placer, pues era la moral más personal e íntima, la que exigía más introversión, precauciones y ascesis para practicarse con un aristocrático rigor. Como decía felizmente Silano: «… nadie va a gozar por ti». Y tampoco era tan sorprendente que la lección se a diera un patricio romano de cultura griega a un joven romano en visita a Atenas. Los mismos griegos que importunaban a Kaeso (mientras que los romanos seguían siendo, en conjunto, muy gregarios), habían hecho crecer sobre las ruinas de sus ciudades las hierbas locas de un individualismo furioso. Tanto el peligro como el remedio se hallaban en Grecia.
Libre de un falso problema, Kaeso le dio las gracias a Silano de todo corazón y, en lugar de aficionarse a los muchachos, como todo el mundo, se des tacó por la calidad de sus hetairas y la gracia de sus banquetes.
El año continuó y llegó a su fin con correspondencias estivales u otoñales más anodinas. Después de haberse preocupado por los chicos, Marcia se preocupaba por las muchachas, y Kaeso le contó las primeras mentiras, que el repentino aumento de sus gastos volvía transparentes. Las hetairas de gran lujo estaban fuera de su alcance. Por lo menos, Kaeso amplió su vocabulario. La riqueza del griego en cuanto a obscenidades divertidas sobrepasaba incluso la del latín.
Córbulo había remontado la pendiente en el frente de Armenia y los romanos estaban tan cansados como los partos de ese interminable conflicto. Nerón, harto de guerras, hizo que se adoptara una solución razonable: Armenia, la manzana de la discordia, recibiría por rey a Tiridato, el pretendiente que los arsacidas querían imponer. Pero lo investiría el emperador de Roma. Así, en principio, se mantenía el protectorado romano en Armenia. Al mismo tiempo, la revuelta de los bretones fue definitivamente aplastada y el invierno se anunció apacible.
Divorciado Marco, casados Silano y Marcia, la carta que debía informar a Kaeso tanto de estos acontecimientos como de las perspectivas de adopción se veía postergada una y otra vez. Marco era el encargado de escribirla, pero los términos convenientes huían de su mente no bien se ponía a tajar la pluma.
Por fin, en el curso del mes de enero del 817[88] se obligó a redactaría, y la costumbre de mentir le inspiró algunos bonitos giros. En cuanto al resto, sabía que el arte de la mentira consiste en ser claro sin exagerar la precisión, breve sin llegar a la sequedad, con ese encalado de buenos sentimientos y dignidad que siempre impresiona a la juventud. Además, sólo se trataba de mentiras piadosas, en interés del joven.
«De M. Aponio Saturnino a su querido hijo Kaeso, ¡salud!
»He tardado mucho en participarte importantes noticias, que sólo yo tenía derecho a comunicarte, pues me costaba trabajo encontrar las palabras. En efecto, estas noticias son tan tristes como alegres y una mezcla semejante no se expresa fácilmente. Pero la primavera de tu regreso se aproxima y la necesidad hace la ley.
»Sabe pues que Silano se enamoró seriamente de Marcia; yo consentí el divorcio, y el nuevo matrimonio se consumó.
»Sí: he hecho este sacrificio después de tantos años de la más feliz unión. Y también lo ha hecho Marcia, a la que me costó mucho convencer. Ella experimenta, naturalmente, una gran estima por Silano, que es hombre de los mayores méritos. Pero esperaba que, después de haberme conocido, no conocería a ningún otro. Ya conoces los lazos que nos unen y el desgarramiento que hemos tenido que experimentar.
»Lo que finalmente decidió a Marcia es la misma y poderosa razón que me permitió acabar con sus reticencias. La tarea de los padres no termina mientras aún son capaces de arrancarse un jirón de alma en provecho de sus hijos.
»No solamente Silano puede hacer cualquier cosa por mis dos vástagos queridos, sino que ha tomado la decisión de adoptarte. Ya imaginarás que el nuevo matrimonio y la brillante adopción se cimentan en un vínculo firme.
»Reserva, te lo ruego, todo tu agradecimiento para Marcia. Mi sacrificio es natural. El suyo es extraordinario, ya que después de todo sólo es una madre ocasional.
»Ahora puedo confesarte que muchas veces, en el pasado, ella podría haberme abandonado para contraer un nuevo matrimonio más digno de sus encantos y sus méritos, pero el amor que os tenía a los dos —no me atrevo a hablar de mis cualidades— bastó para retenerla en el hogar. Los dioses le reservaban una ocasión de abrirte camino en el mundo y habría sido impío rechazarla; así coronó todas las maternales atenciones que día tras día te había prodigado.
»Tu buen juicio me ha ahorrado casi siempre darte órdenes. Perdóname que dé pruebas de autoridad en estas circunstancias. Una vez consumado el hecho, tus instintivas repugnancias nos hundirían, a Marcia y a mí, en la más amarga desesperación, y serían insultantes para Silano, a quien no se puede reprochar nada en este asunto. Todo ha ocurrido de la manera más honrada. Por lo tanto, con toda mi autoridad paterna, te pido que aceptes la poco corriente felicidad que te espera, que será el consuelo de mis últimos días.
»Esta felicidad costará, sin embargo, algunos esfuerzos. Silano, cabeza de su gens, y ya muy rico por este motivo, ha recibido además una parte de los bienes de su hermano Lucio, desaparecido sin hijos, quien se dio muerte antes de ser condenado. Y el testamento de su hermano asesinado, Marco, que dejaba un hijo pequeño —Lucio—, incluía también una cláusula a su favor. Así que tu futuro padre adoptivo dispone de una de las mayores fortunas de Roma. Desde hace mucho tiempo se cuenta entre esos rarísimos privilegiados que no podrían evaluar sus bienes, de tan ricos que son. Y como Silano se apartó prudentemente de la política, ha tenido tiempo de gastar mucho, pero también de vigilar la gestión de sus capitales mobiliarios e inmobiliarios. Con seguridad posee más de mil millones… Ya ves a qué esfuerzos me refiero.
»Convertirte en heredero de una mina semejante a tu edad era como para quedarse aterrado, y tuve también que convencer a Marcia de que sabrías mostrarte digno de la sonrisa siempre ambigua de los dioses. Me he comprometido en tu nombre a que no adoptarías la actitud de un derrochador, despilfarrando en placeres estériles la fortuna que habían amasado los siglos. No, tu deber será conservaría, aunque sólo sea en recuerdo mío, ejercitarte en el dominio del espíritu, el corazón y los sentidos, en la mesura y en la sobriedad, de forma que dejes intacta la reputación sin tacha que te lego, ya que no puedo legarte nada más ni más precioso en el momento de separarnos. Como las tentaciones serán más fuertes y constantes, más te costará dominar tu fortuna y tu persona. Afortunadamente, en la historia romana hay otros ejemplos que el mío para inspirarte.
»Ya que pronto viajarás de este a oeste, contra los vientos dominantes, creo que volverás por la ruta de tierra, que sólo cuenta con un breve intermedio marino entre Dirraquio y Brindisi. Silano y Marcia están pasando la mala estación en su villa de Tarento. Con el buen tiempo volverán a Roma. Al pasar, Silano se detendrá durante algunas semanas en su villa de Bayas para volver a ver a sus queridos peces, mientras Marcia, a quien las piscinas apenas le interesan, continuará camino. Nuestro Décimo está loco por los peces. Puesto que Campania está en tu camino, a tu futuro padre adoptivo le haría feliz que retomaras contacto con él en esa ocasión. Así seréis dos para terminar el viaje en las mejores condiciones: entre Bayas y Roma, Silano, que no sabría conformarse con albergues comunes y se preocupa de no molestar a sus amigos, dispone de altos privados con todas las comodidades posibles.
»Hablaréis de la adopción prevista, que Silano tiene la bondad de esperar muy próxima. Pero antes —y así el paso será más solemne— podrás vestir la toga viril y además quitarte la barba, como ha hecho tu hermano. Así conservaré tu bola infantil[89] y tu joven barba con devoción, antes de que cambies de lares y penates. Silano nos ofrece el banquete tradicional, lo que aliviará mis finanzas. Será un momento memorable y emocionante.
»Marcia te estrecha contra su corazón. Ella tendrá la inestimable ventaja de vivir a tu lado, como antes, dulzura que el destino me niega. Es obvio que tras ese banquete no puedo ser un huésped asiduo e indiscreto de la nueva pareja.
»La presencia de una esclava griega, que no deja de tener algunos encantos, ha mitigado un poco mi dolorosa soledad… Pero a juzgar por tus gastos, le estoy predicando a un convertido que me perdonará esta humana flaqueza. De alguna manera hay que pasar la vejez.
»¡Cuídate mucho y hónrame!».
Cuando Kaeso recibió la carta de su padre, estaba sudando con un ejercicio de retórica, cuya irrealidad era verdaderamente prodigiosa en el clima imperial de la época:
«Un filósofo convence a un tirano de que se suicide. Dar forma al alegato del filósofo, que reclama la recompensa prometida por la ley al tiranicida». Este tema, tan poco halagüeño, tanto para la inteligencia de los tiranos como para la de los filósofos, debía incluir exordio, narración, división, argumentación, digresión y disquisición, y cada parte, siguiendo su orden en el discurso, debía ser tratada según el género humilde, atemperado o sublime. Toda una detallada mnemotecnia, fundada en la asociación de imágenes visuales, se ponía a punto para servir a la memoria, pues los oradores carecían de apuntador. Y también los ademanes de acompañamiento se habían visto examinados hasta el último detalle. Tras una preparación tan sabia y minuciosa, se podía acceder al fin a la práctica de la eminente cualidad que distingue al buen retórico del mediocre: la improvisación, que al ser cuestión de genio no estaba codificada.
La misiva de Marco sumió a Kaeso en una insondable vergüenza, sofocante. Mientras en Atenas él se las veía con una pandilla de alegres pederastas, mientras adornaba su espíritu con raciocinios metafísicos o futilidades retóricas, mientras rendía honores a hetairas escogidas, en Roma, país de vieja y sólida moral a pesar de algunos patinazos, sólo pensaban en él, se sacrificaban por él, y una madre, más sublime que todos los alegatos, se separaba de un marido amante para seguir a un desconocido y asegurar así la carrera del hijo pródigo. «¡Por mí —se repetía Kaeso— mamá ha ido a acostarse con ese viejo estoico con aires de sibarita!», y, para colmo de vergüenza, él no podía declinar el holocausto. ¿Qué había hecho a los dioses para que lo amaran hasta ese punto?
El conocimiento físico más profundo que el joven empezaba a tener de las mujeres le provocaba imágenes crueles por demasiado precisas: Marcia, presentada por la imaginación de Kaeso, prestándose con delicadezas de muchacha a los caprichos más extravagantes de un frío enamorado de los peces. ¡Y no era Marcia la que salía ensuciada de esas relaciones sin alma, sino el propio Kaeso! ¿Cómo Marcia, cegada por un desmesurado sentido del deber, confundida por una extraviada ternura maternal, podía infligirle tal sufrimiento?
Nuevas imágenes resucitaron a la Marcia de antaño en los baños de mujeres cercanos al Foro, con toda la gracia de su juventud y su casta desnudez, cual Diana entre dos Olas. Pero otro recuerdo volvió a la memoria de Kaeso: el de un sosia de Marcia que había visto aparecer por casualidad, con inmensa sorpresa, en las nuevas termas mixtas de Nerón, cuando él acababa de cumplir dieciséis años y la «pequeña burra» de la popina paterna toleraba desde poco tiempo antes sus prestos acercamientos. Como un sonámbulo, Kaeso avanzó hacia la mujer que charlaba coquetamente con dos hombres desnudos de cierta edad, los cuales se adornaban los dedos con lujosos anillos que bastaban para revelar una buena posición social. Uno de los vejetes rozaba con el índice el pezón del seno derecho, y el otro interrogaba el seno izquierdo, como si, por economía, tuvieran intención de repartirse simétricamente el lote. La turbación del adolescente era extrema. Una ola de deseo le hacia temblar, mientras que el extraordinario parecido ponía plomo en sus piernas. Se había detenido, cohibido, a algunos pasos del trío. La mirada de la mujer se fijó de pronto en él, vaciló, se reafirmó en seguida, y Kaeso oyó decir con una voz sin timbre: «Ve a jugar más lejos, pequeño: ¡ya ves que estoy con los mayores!» Los dos pretendientes rieron y Kaeso se dio la vuelta, confuso.
Cuando, por la noche, le contó el incidente a Marcia, ella lo tomó en broma y después declaró: «La confusión es halagüeña: ¡has debido de reconocer a la mujer que yo era hace algunos lustros!». Y al día siguiente Marco padre, negligentemente, hizo alusión a la presencia de Marcia en casa durante la hora crítica.
Empero, era como para creer, en adelante, que había dos mujeres en Marcia: la domina de la isla de Suburio, que en los días de buen tiempo pasaba con altivez ante las muchachas del barrio encaramadas en sus taburetes, y la que tomaba ejemplo de la prostituta de las nuevas termas.
¿Pero cómo guardarle rencor por un envilecimiento al que sólo se precipitaba por altruismo?
En el curso de esa noche de invierno, a Kaeso lo persiguió en sueños el triángulo de piel negro de Marcia, que durante años se había paseado a la altura de sus labios en los baños de las mujeres, y que sólo a él le habría permitido reconocer a su madre en el continuo vaivén de tantas damas desnudas. Triángulo que los griegos, mucho antes de Aristófanes (que siempre estaba con eso), habían llamado «el jardín». Y no era una casualidad que en un país luminoso y seco, donde el hermoso césped era raro, hubieran dado tan corrientemente el nombre de «jardín» al único recinto de vegetación que los dioses parecían hacer crecer sin esfuerzo.
Cuando Kaeso se despertó, con la boca amarga y la mente confusa, la canción que había acompañado en sordina el sueño todavía resonaba débilmente en sus oídos. Las parejas, naturalmente pederásticas al principio, se habían adaptado laboriosamente al gusto de las mujeres, y la joven hetaira jonia de Kaeso cantaba con alma estas cuartetas, cuyo estribillo ya encerraba, para los griegos, una alusión obscena…
Si yo fuera jardinero de amor
Extraviado por locas embriagueces
Vacilaría en la encrucijada
Del negro bosquecillo de nuestras caricias.
Si yo fuera jardinero de amor
Entre ambos pozos de ternura
Muchas serían mis idas y venidas
Para regar tus desmayos.
Si yo fuera jardinero de amor
En el umbrío surco de tus muslos
Labraría día y noche
El doble anillo de tus promesas[90]
Esta cancioncilla de moda, que se canturreaba tanto en las callejuelas del Pireo como en el ágora[91] de la capital, se presentía aún, por su anfibología, de su origen pederástico. Pero las damas griegas sabían bien que las moscas no se cazan con vinagre, y que para retener a hombres que cultivaban tan penosas inclinaciones no había que hacer melindres.
La visión de Décimo labrando a Marcia a la manera griega, mientras la infortunada leía el Diurnal, se impuso de repente a la enfebrecida imaginación de Kaeso, que mordió la almohada de desesperación.
Kaeso no pensó ni un solo momento en los mil millones de sestercios que se avecinaban. La noble indiferencia de los jóvenes por las cuestiones financieras es un escándalo tal para las personas de cabeza bien sentada, que les cuesta creer que sea posible, lo que puede conducirlas a graves errores de perspectiva.