I

Esa primavera del año 816 de la fundación de Roma, siendo cónsules Memmio Régulo y Verginio Rufo, Marco recibió, en primer lugar, una carta de su hijo mayor, que envió a Marcia a casa de Silano después de haberla leído. Era la primera vez que Marco el Joven tenía la oportunidad de escribir a sus padres, y se vio obligado a sacar la lengua antes de llenar el delgado rollo de papiro con consideraciones prosaicas y borrones en los que se reflejaba su alma sencilla.

«De M. Aponio Saturnino a sus queridos padre y madre, ¡salud!

»Creo que recibiréis estas líneas bastante pronto, pues las mando volando por el correo imperial, que circula día y noche y hace hasta un centenar de millas por jornada, al menos el doble que el correo privado. Para informar a Roma con urgencia de las buenas noticias —y sobre todo de las malas— el dinero no cuenta.

»Tuve un buen viaje, pero hacia regiones cada vez más frías y más desoladas. No hubiéramos perdido gran cosa si Julio César se hubiera detenido en el Loira. Sólo en el sur de las Galias es agradable vivir.

»Xanten, en la orilla derecha del Rhin, está a sesenta millas de Colonia, río arriba. El campo atrincherado, que recientemente se fortificó con una espesa muralla de ladrillos, encierra dos de las cuatro legiones que mantienen posiciones en Germania Inferior, la V Alauda y la XV Primigenia, sin hablar de la infantería y la caballería auxiliares. Así que es una especie de ciudad. El pretorio está construido en piedra, las tiendas de los soldados se han transformado en casas, y han crecido una especie de arrabales más allá de las murallas y las torres: allí se alojan comerciantes, artesanos y muchachas para todos los gustos. Durante el invierno, que es largo y glacial, las tropas se encierran en Xanten para hacer más tarde, en la buena estación, acto de presencia en la frontera del Rhin y relevar a las guarniciones aisladas de los fortines que vigilan el curso del río. Nuestra flota de guerra germánica participa en esta vigilancia y protege a los barcos de comercio que remontan hasta Colonia y más lejos todavía.

»El Rhin es un río enorme, un verdadero mar, sin comparación posible con el Tíber, y las legiones no lo atraviesan de buena gana. La orilla derecha ha conocido, de tarde en tarde, algunas roturaciones, pero del otro lado no hay más que landas desiertas, ciénagas impenetrables y profundos bosques.

»Nuestra política es resueltamente defensiva y disuasiva. A todos los pueblos bárbaros que deambulan por las inmensidades de Germania les gustaría franquear el Rhin para cultivar mejores tierras, dejar de llevar una existencia nómada e imitar nuestro modo de vida. Pero nosotros montamos buena guardia, ya que es imposible asimilar tales poblaciones. Los diez mil bátavos, a quienes imprudentemente se permitió instalarse en el interior del Imperio, sobre el delta del Rhin, nos dan ya mucho que hacer.

»Provisto de las recomendaciones de Silano, me dispensaron una excelente acogida, pero el legado me dijo: «Suplica a los dioses que el noble Silano viva mucho tiempo, porque si compartiera la suerte de sus dos infortunados hermanos, yo no podría hacer nada más por ti». La salida da que pensar.

»Mientras tanto, he ido a engrosar las filas de los «frumentarios», más precisamente, entendámonos, las de esa mínima y estimada parte de la intendencia que se ocupa de la información. El joven tribuno tiene aquí mucha más libertad que en un cuerpo de tropa corriente, y no se enfrenta con el delicado problema de dar órdenes a viejos centuriones que saben mucho más que él.

»A propósito, ya he trabado contacto con esos famosos germanos, de los que tanto se habla y son tan mal conocidos.

»Probablemente haya sido el filósofo griego Posidonio de Apamea, muerto hace más de un siglo, quien utilizó por primera vez la palabra «germanos». Pero, con toda seguridad, fue César quien extendió abusivamente a todas las tribus germánicas el antiguo nombre de los actuales túngaros, que se llamaban «germanos» cuando cobraron celebridad al atravesar el Rhin antes que nadie. Así que los germanos, en el sentido general del término, reciben su nombre de Roma, pero cada pueblo lleva una vida aparte y sólo está vinculado a sus vecinos por costumbres más o menos semejantes. Actualmente, las principales tribus que ocupan de un extremo a otro la orilla derecha del Rhin son los bátavos —en parte emigrados de nuestro lado, como ya he dicho—, los tenkteres, los usipetes y los nemetes. Los ubieres, los tribocos, los tréveres y los vangiones, que antaño atravesaron el Rhin, ya no existen como pueblos organizados. Al este de los bátavos y sus congéneres más meridionales se encuentran, de norte a sur, los frisones, los brucios, los marsios y los chatios. Más lejos todavía los chaucos, los angrivarios, los cheruscos y los hermundurios, estos dos últimos más allá del Weser. Nuestros servicios han oído hablar, al este del Elba, de los anglos, de los sajones y de los senones. Se sabe aún menos sobre los varnios, los rugieros, los suevos, los burgundios y los godos. Los frumentarios del Danubio están bien informados sobre los marcómanos y los cuados, pero los bastarnos y los esquiros les son desconocidos. La multiplicidad de estas tribus, de las que sólo he citado las principales, no anima a la conquista y la civilización.

»El germano es grande, fuerte y tonto. Vive en vastas y anchas chozas comunes, sostenidas por pilares de madera. Un techo de cañas desciende muy bajo, y las paredes son de caña trenzada mezclada con arcilla. A un lado, en el centro de la sala común, arde el fuego, cuya humareda escapa por un agujero practicado en la techumbre. Al otro lado, la choza se divide en alojamientos que dan a un pasillo central: allí duerme la gente, con un ganado miserable. El germano, en todo caso, tiene algo de animal en el olor. La primera vez que entré en una de esas chozas estuve a punto de asfixiarme.

»Hay granjas aisladas y, en cuanto a las aglomeraciones, las más importantes no sobrepasan una cincuentena de chozas, construidas en desorden.

»Los campesinos germanos abren el suelo con arados primitivos para extraerle cosechas escasas. Cuando la tierra está agotada, después de algunas alternancias de cultivos y barbechos, se llevan a sus penates más lejos. Así que las cabañas abandonadas son moneda corriente. Las cabras, ovejas, vacas y caballos de estos países son de exiguo tamaño: cuando un germano grande monta a caballo, las piernas le rozan el suelo. Los gansos y las gallinas las han recibido de los galos. El perro local, llamado torfspitz, es una verdadera bestia feroz.

»Los germanos saben extraer y trabajar el hierro, tejer y teñir, y tienen conocimientos en materia de maderaje y carpintería Pero todo esto sigue siendo muy grosero.

»Los hombres van vestidos con pantalón y blusón. Las mujeres, con un largo vestido abrochado a la espalda mediante una fíbula. A los tejidos se suman los cueros de animales, y en invierno los abrigos de pieles.

»Los guerreros combaten a pie, con la cabeza y el torso desnudos —sólo los jefes llevan casco. Su táctica habitual consiste en formar en abanico y precipitarse sobre el enemigo lanzando horrendos gritos tras los escudos. Sus armas preferidas son la espada y la lanza.

»El comercio con Germania es limitado, evidentemente Estas regiones nos interesan sobre todo por los cabellos rubios de las mujeres, con los que se hacen tan hermosas pelucas para las romanas. Los germanos, además, tienen pasión por el rubio: los que son morenos se decoloran el cabello.

»Pero no saben contar, leer ni escribir. Después de algún tiempo, un extraño alfabeto del tipo etrusco[77] llegó hasta nosotros. Sirve únicamente para grabados sobre metal o madera. Me hice transcribir en alfabeto latino una inscripción anotada en la hoja de una espada, que significaba: «Pertenezco a Eruler, el compañero de Ansgisl. Traigo suerte. Dedico este hierro a matar gloriosamente». Lo que, en dialecto germano, resulta: «Elk erilaz asugisalas muha aita ga ga ga gihu gahelija wiju big g». ¿Qué se puede hacer con una lengua semejante?

»Por lo que os cuento, sin duda os preguntaréis por qué los romanos necesitan siete legiones para hacer frente a los germanos en el Rhin —sin hablar de todas las legiones del Danubio. Y también os preguntaréis cómo se las arreglaron los cimbrios y los teutones para aplastar tres de nuestras armadas antes de ser derrotados por Mario. Y querréis saber cómo acabó Arminio con las legiones de Varo de que Germánico le diera una lección.

»Estos toscos germanos me aburren: no tienen ni carreras de carros, ni teatro, ni gladiadores. Sólo profesan un culto: el de la guerra y el saqueo; y sólo saben hacer una cosa: luchar, compensando con un incontestable valor su carencia de táctica y equipamiento. Ya su religión, que se alimenta de perpetuos sacrificios humanos, no respira sino brutalidad y se pudre en la admiración de sanguinarios héroes. En Roma, es héroe el que se ha sacrificado por el bien del Estado. En Germania, es héroe aquél que ha degollado a más gente.

»Semejantes tendencias no serían peligrosas más que para los germanos si se limitaran a luchar en familia, como suelen hacer. Pero, de tarde en tarde, un montón de tribus se aglomeran para emprender alguna aventura exterior, y entonces hace falta un César para derrotar a un Ariovisto en las llanuras de Alsacia.

»La obsesión de nuestros servicios es que una masa germanos se una y salte sobre el Imperio; en consecuencia tomamos todas las precauciones posibles para mantenerlos divididos. Cuando, después de numerosas maniobras, conseguimos organizar una buena batalla entre tribus, es una victoria más para Roma, y no nos ha costado cara.

»Un buen número de germanos romanizados nos ayudan como pueden, pero el arma es de doble filo: si desertan nuestra causa, enseñan a sus compatriotas a batirse todavía mejor. El héroe nacional germano, Arminio, de origen cherusco, era ciudadano e incluso «caballero» romano. Antes de traicionarnos, se distinguió bajo nuestras enseñas. Un nuevo Arminio sería tanto más enojoso cuanto que la cuestión de Armenia sigue sin arreglarse —¿cuándo se arreglará?— y la revuelta de los bretones continúa su curso.

»Esto es lo que me digo en el rincón del fuego —pues todavía nos calentamos en Xanten; y hablo de rincón porque, en las casas decentes, el hogar se habilita en una esquina de la estancia y un ingenioso conducto canaliza el humo hasta el tejado. Es más sano y más práctico que los braseros del país del sol y se pueden encender fuegos infernales. Pero los riesgos de incendio son grandes. Si se construyeran semejantes conductos en nuestras insulae romanas, edificadas deprisa y corriendo, arderían aún más a menudo.

»Cuando no estoy intrigando para incitar a la exterminación de los infectos germanos, no me divierto mucho. Tengo a una hermosa chatia que se ocupa de mi cocina, pero su conversación es limitada. La principal distracción son las arenas. Cada campo permanente de alguna importancia tiene las suyas. No obstante, falta dinero para traer hasta aquí gladiadores profesionales. Hay que volverse hacia los prisioneros germanos, que son muy decepcionantes. La mayoría sólo acepta combatir contra los miembros de otra tribu, y muchos, antes que aparecer en la arena, se estrangulan con el cinturón o se asfixian hundiéndose la esponja de las letrinas en el gaznate. ¡Este último modo de suicidio da idea de su delicadeza!

»En Roma corre el rumor de que los germanos conservan virtudes que nosotros hemos perdido, y que serían capaces de regenerarnos si siguiéramos su ejemplo. Pero los imbéciles que propagan tales infundios nunca han visto un germano en estado natural, es decir, borracho y de cortos alcances; a veces soñador y estúpido, a veces loco furioso. Además, hay un signo que no engaña: los germanos son los únicos bárbaros conocidos que no soportan la esclavitud. En la ciudad son inaguantables, y en las explotaciones agrícolas conviene tenerlos encadenados para evitar lo peor.

¿Cómo puede civilizarse un bárbaro si es incapaz de ser un buen esclavo? Por lo demás, los germanos son excelentes mercenarios, pero no se les puede exigir la menor sutileza.

Cuando Calígula fue asesinado por sus pretorianos, sus fieles germanos mataron a cuanto senador cayó en sus manos, en su mayoría hombres ajenos a la conspiración. Esta ceguera impresionó a todo el mundo.

»Los frumentarios[78] también tienen que rendir cuentas de la moral de las tropas, que no es muy buena que digamos. Si el soldado holgazanea, se degrada. Y si lo mandan a que se mate, refunfuña. Para sacar el máximo provecho de las armadas de oficio que han sucedido a las de ciudadanos, hacen falta jefes de excepción. Pero la mediocridad del reclutamiento y las ambiciones no es el único punto oscuro. Con el sistema de la armada de oficio, tenemos efectivos reducidos para gastos prohibitivos. Y, a falta de patriotismo, se crea un espíritu de cuerpo que no ofrece más que ventajas. Es cierto que hay galos en las armadas de Germania, pero la mayoría de los auxiliares son germanos. De ahí que las legiones del Rhin desprecien a los habitantes de las Galias y que los galos tengan miedo de los soldados destacados para protegerlos. Es verdad que los germanos no han sido vencidos, y que los españoles resistieron durante generaciones, mientras que a Cesar le bastaron algunos años para acabar con los galos. La Galia es un vientre fofo, incapaz de defenderse solo.

»Dadme buenas noticias de Roma. La semana pasada vestí la toga viril y me quité la barba, coincidencia que dio lugar a una borrachera bastante divertida, que me ha endeudado por algún tiempo. Pero mi autoridad ha salido ganando.

»Estoy preocupado por Kaeso, de quien tanto vosotros como yo pensáis que no quiere ver el mundo tal y como es. Tarde o temprano, el mundo querrá imponerle sus leyes y habrá pelos arrancados. Ese día, sed comprensivos con él. Es el mejor de los hermanos.

»Seguid bien, y agradecedle otra vez a Silano su protección».

Unos quince días más tarde, el correo de Atenas le llevó a Marco dos cartas de Kaeso, una dirigida a él y la otra a Marcia. El procedimiento intrigó mucho a Marco, al punto que casi se sintió ofendido. ¿Qué tenía Kaeso que decirle a su madrastra que su padre no fuera digno de leer? Marco dudó en romper el sello de la carta de Marcia; luego renunció a hacerlo, se la envió y abrió suspirando la que le estaba reservada.

«De K. Aponio Saturnino a su bien amado padre, ¡salud!

»He tenido un viaje maravilloso, y ya he aprendido un montón de cosas.

»He comprobado, por ejemplo, que, como pretenden ciertos filósofos, la tierra es redonda, pues sobre la inmensidad marina, primero se ve aparecer en el horizonte el mástil de un barco, que se descubre por completo a medida que el barco se acerca. Sorprendente, ¿no es verdad?

»Me he familiarizado con toda clase de barcos, tanto más cuanto que los efebos tienen una prueba de regatas en las Panateneas. Es, por lo tanto, la rama que más me ha llamado la atención.

»Las pinturas de los vasos o los bajorrelieves son engañosos, pues han sido ejecutados con demasiada frecuencia por gente que no había visto nunca una nave de cerca.

»La disposición de los remeros depende del ancho del barco, y sólo hay cuatro posiciones posibles, dando los hombres siempre, de todas formas, la espalda a la proa.

»I —En una embarcación estrecha, cada remero maneja dos remos.

»II —En un barco más ancho, hay una hilera de remeros en cada borda. Así eran los navíos piratas homéricos, cuya parte trasera estaba redondeada de antemano, pues los barcos eran izados a la playa por la parte trasera, de forma que pudieran volver a hacerse al mar de inmediato en caso de peligro.

»III —En los barcos de la categoría de los trirremes, los bancos de boga están dispuestos en raspa de pescado invertida en relación a la proa, y se sientan tres hombres por banco, cada uno con un remo. De esa forma, apenas hay más de un pie entre los remos de un mismo banco y no más de tres pies entre el remo central de un grupo de tres y el remo central de otro grupo. Con esta disposición oblicua se llegan a acumular el máximo de remos en el espacio considerado. El trirreme clásico, a pesar de sus escasas dimensiones, necesita ciento setenta y cuatro remeros. Cerca de la borda están los «thalamitas». En medio y un poco más alto están los «zeugitas». Un poco más alto aún se desloman los «thranitas», que gozan de un tratamiento superior porque manejan el remo más largo y más pesado.

»En materia de barcos de guerra, los verdaderos marinos tienen pasión por el trirreme, que a sus ojos es el ideal. La extraordinaria cantidad de remos en relación al tonelaje permite, es verdad, evoluciones más fáciles y rápidas. El birreme, con dos remos por banco, no posee la agilidad del trirreme, y no se pueden disponer cuatro remeros por banco con ese sistema, pues el último remero no tendría fuerzas para manejar su remo. Pero para que la sincronización entre los hombres de un trirreme sea perfecta, hace falta un entrenamiento intensivo y prolongado.

»IV —El aumento del tonelaje y la disminución de las tripulaciones expertas de ciudadanos patriotas han hecho que se adopte, en los barcos más grandes, la única solución práctica: multiplicar el número de hombres por remo en un mismo banco. Un quincuerreme, por ejemplo, tiene solamente treinta remos en cada borda, pero cinco remeros por cada uno, lo que da trescientos hombres para sesenta remos. Pero el quincuerreme se llama más corrientemente «V». Y también se habla de «VI», de «VII» o de «VIII», siempre haciendo alusión al número de remeros por cada remo. El barco de guerra más fuerte jamás construido era un «cuarenta» de 4000 remeros, lanzado por Ptolomeo Filopator… pero que nunca navegó. En efecto, cuanto más se alarga el remo, más reducida[79] es la carrera, ya que el desplazamiento del remero, más alto a cada golpe de remo, aumenta, evidentemente, con la longitud del artefacto.

»Te doy estas precisiones porque entre hombres de tierra adentro, escultores y pintores, la confusión entre los trirremes, los «V» o los «VI» es terrible. Algunos incluso han imaginado barcos de varios pisos, con filas de remos superpuestas, lo que hace reír a carcajadas a la gente de mar.

»La victoria naval de Roma sobre Cartago, que nos entregó el Mediterráneo, pertenece a nuestros «V» o «VI» atestados de tropas contra los ligeros trirremes púnicos, sobrecargados de remeros, pero pobres en soldados. De nada le sirven a un barco sus maniobras si no da el peso en el momento del abordaje. En suma, es nuestra incompetente marina la que, empujándonos hacia las grandes dimensiones, nos ha llevado al éxito. En nuestros días, el prefecto se cruza de brazos en Micenas, en un gran «VI», mientras que rápidas «liburnas» aseguran la protección en los mares contra los piratas.

»Tú sabes hasta qué punto es esencial el dominio del elemento liquido para la vida del mundo romano. El abastecimiento de Roma y lo más importante del comercio dependen de él. La capacidad de los barcos da cien vueltas a la de las carreteras, que tienen sobre todo un interés militar.

»Desembarqué con emoción en Grecia, en lugares cargados de espíritu e historia, y con un agradecido pensamiento para vosotros dos y para nuestro querido Silano. El cuartel de los efebos, el estadio y la palestra que dependen de él, se encuentran, por añadidura, en el gran puerto del Pireo, que antaño se benefició de un notable plan de urbanismo.

»Lo que primero me ha impresionado y desconcertado en Atenas es la forma en que los principales monumentos están abigarrados con todos los colores del arco iris. Pero muchas de estas pinturas se hallan en mal estado, y nadie se da prisa por restaurarías. Empero, la ciudad posee un gran encanto: todo en ella parece más puro y elegante que en Roma, a pesar de la modestia de las casas y el desorden de las construcciones corrientes.

»En cuanto a la efebía ateniense, es la cosa más divertida que se pueda ver.

»Tras el desastre de Keronea, donde atenienses y tebanos fueron derrotados por Filipo de Macedonia, una previsora democracia pensó que era hora de constituir una sólida armada de tierra inspirándose en instituciones espartanas, y la efebía recibió entonces su forma definitiva. Todos los jóvenes ciudadanos que acababan de alcanzar la edad civil de dieciocho años fueron llamados a dos años de servicio militar, el cual comprendía también una preparación moral y religiosa con pleno ejercicio de derechos. Por otra parte, no había más que quinientos o seiscientos reclutas por año.

»Esta efebía, que ya no tenía objeto en el momento de su reorganización, fue de todas maneras celosamente conservada bajo la autoridad de los reyes de Macedonia o de los romanos, si bien el servicio se redujo a un año y sólo los aristócratas fueron admitidos. Hace poco más de ciento cincuenta años, la efebía ateniense empezó a abrirse a jóvenes extranjeros, originarios de las tierras griegas o de Roma. Como los aristócratas son poco numerosos en Ática, y la estancia en Atenas muy agradable, a menudo hay muchos más efebos extranjeros que locales. Nuestra clase comprende cincuenta y tres atenienses y ciento veinticuatro extranjeros.

»De modo que la armada del país que inventó la democracia se encuentra reducida a una noble pandilla de todas las naciones.

»¿Y qué pintamos nosotros en esta galera dorada?

»La instrucción militar propiamente dicha se reduce a amenas lecciones de esgrima y a salidas en campaña supuestamente estratégicas. El grueso del programa lo constituye la educación física y las lecciones de retórica o de filosofía destinadas a proporcionar un barniz que permita brillar en el mundo. Los padres de todos estos efebos están forrados de dinero y no ven la utilidad de unos estudios superiores prolongados para sus chicos. No volveré más sabio, pero sin duda si más charlatán.

»Nuestra efebía parece, en primer lugar, una escuela superior de atletismo para aficionados distinguidos, una especie de término medio entre el entrenamiento deportivo profesional, que juega precisamente un papel tan importante en los países griegos, y el entrenamiento ordinario de los municipios más oscuros. En una palabra, lo que sueña nuestro emperador Nerón para los jóvenes romanos, y lo que en la práctica tanto le cuesta conseguir.

»A pesar del proverbio griego «No sabe leer ni nadar», que estigmatiza a los imbéciles, la natación y las regatas son secundarias para nosotros, y secundaria es también la equitación. Nuestro maestro de atletismo, el «pedotriba», que es el principal personaje de la escuela, centra su enseñanza en las disciplinas que son obligatorias tanto en los Juegos Olímpicos como en tantos otros juegos análogos: la carrera a pie, el salto de longitud, el lanzamiento de disco o de jabalina y la lucha.

»La carrera a pie se desarrolla de ordinario en un estadio —la palabra designa la carrera, la pista y la distancia— de unos seiscientos pies romanos. (El valor del pie-patrón griego cambia con las ciudades, y la longitud del stadion, por lo tanto, varía más o menos). Así corremos el «doble estadio», y a veces los «cuatro estadios», sin hablar de las carreras de fondo de siete, doce, veinte o veinticuatro estadios. La carrera con armas, aquí, es de dos estadios.

»El salto de longitud con impulso se vuelve más difícil porque se salta con halteras.

»Lanzamos un disco de bronce bastante pesado, frotado con arena fina para asegurar mejor la presa.

»El lanzamiento de la jabalina está facilitado por el uso del propulsor, esa correa de cuero que nosotros llamamos amentum y los griegos agkullé.

»La lucha consiste en hacer que el adversario toque tierra sin que uno mismo llegue a caerse, pero no basta ponerlo de rodillas: debe tocar con la parte alta del cuerpo.

»Tales son las cinco pruebas clásicas del pentathlon, que se encuentran en todas las competiciones.

»Recibimos adicionalmente algunas lecciones de boxeo, pero nos cubrimos las manos con las suaves vendas que se utilizaban antaño y no con los vendajes de cuero duro que son de reglamento desde hace tiempo. Los efebos son coquetos y no hay que estropearlos. Con mayor razón, nuestra iniciación al pancracio[80] es precavida.

»Es obvio que el entrenamiento en todas las pruebas se combina con una gimnasia preparatoria que los griegos han codificado notablemente.

»Así que pasamos muchas horas del día desnudos al sol, embadurnados con aceite y polvo (¿acaso no distinguió Filóstrato cinco clases de polvo, de las que cada una poseía sus propias virtudes?). Y esperamos con impaciencia el momento de sacudirnos y lavarnos.

»Los baños que lindan con la palestra son muy rudimentarios al lado de los romanos. Aquí las termas son un anexo del terreno de deporte, mientras que en Roma son, con mucho, lo principal. Nosotros hemos tenido que esperar que construyeran las nuevas termas de Nerón para ver aparecer instalaciones deportivas importantes, pero ya sabes que la muchedumbre, que está lejos de tener espíritu griego en ese punto, se limita a mirarlas.

»A nuestra palestra está unida también una armoniosa sala de conferencias, una especie de pequeño teatro provisto de gradas. Así no perdemos el tiempo entre el deporte y el estudio.

»Contamos con profesores permanentes, pero numerosos conferenciantes con los más variados conocimientos tienen el honor de dedicarnos momentáneamente su atención y la ciudad se lo agradece con un hermoso decreto.

»Eminentes filólogos nos dan un complemento de «gramática» griega de alto nivel, a propósito de Homero y de los poetas trágicos, claro; también abordamos a los grandes prosistas, aunque más superficialmente. Lo esencial de las ambiciones pedagógicas se halla en la retórica y la filosofía.

»A consecuencia de la evolución política, la retórica deliberativa, que enseña a convencer a una asamblea de cualquier cosa, está bastante descuidada. Nuestras legiones son más convincentes que todos los oradores. La retórica judicial apenas es más brillante, pues han desaparecido las grandes causas. Es la retórica «epidíctica» o de aparato, el arte de exponer con gracia una bonita conferencia, la que recibe todos los sufragios. Y como la primera cualidad del retórico, que sólo tiene su voz para defenderse, es la prudencia, nos concentramos en la inocente oración fúnebre —disciplina bastante práctica, por cierto, puesto que cada uno de nosotros, desgraciadamente, tendrá que hacer un día el elogio de un ser querido. El discurso tipo incluye cuarenta puntos divididos en seis partes. Con esquemas así, uno está preparado para cualquier eventualidad.

»En Atenas, las buenas cabezas presumen de aticismo, es decir, de emplear solamente palabras, expresiones y giros familiares para un Demóstenes o un Jenofonte. También en Roma, como sabes, está bien representada la tendencia arcaizante.

»Pero la comparación se acaba aquí. Me ha asombrado comprobar hasta qué punto el griego popular sigue siendo fiel al griego clásico: a esta lengua le cuesta cambiar, mientras que nuestro latín literario ha llegado a ser casi un idioma extranjero en relación al hablado. Ya Plauto, cuyas comedias, por cierto, se dirigían en primer lugar a la plebe, se come tranquilamente letras al final de las palabras. Dice vident en lugar de videant. Suprime las e pegando, una con otra, palabras diferentes. Por ejemplo, copia est se transforma en copiast, certum est en certumst, ornati est en ornatist, facto est en factost, etc. Y las síncopes son habituales: tabernaculo se vuelve tabernaclo; periculum, periclum; y lo mismo los verbos, donde amisisti se transforma en amisti, paravisti en parasti. El si da lugar además a contracciones: si vis desemboca en sis y si vultis en sultis. Desde entonces, el latín hablado se ha enriquecido con una multitud de palabras demasiado vulgares para figurar en el latín literario, y la gramática oral se encuentra disgregada. El pueblo ya no emplea más que el nominativo y el acusativo, multiplicando las preposiciones en torno a este último caso, y al final los síncopes de Plauto lo han invadido todo. ¿Qué esclavo habla de su domina? ¿No es más fácil domna? Paralelamente, la masacre de las breves y las largas siguió su curso y un acento tónico vino a puntuar cualquier discurso familiar. El estudiante latino escribe una lengua artificial, y tiene que hacer un esfuerzo para declamarla decentemente.

»He interrogado a personas instruidas sobre las razones profundas de esta sorprendente diferencia de evolución entre el griego y el latín, pero no he sacado gran cosa en claro. La acelerada evolución de nuestra lengua, en todo caso, no desacredita nuestras conquistas, pues el latín hablado es tan descuidado y diferente del escrito en Roma y en Italia como en las provincias extranjeras.

»Se puede lamentar el fenómeno, lamentar también que el latín hablado no conozca otro derivativo escrito que las obscenas pintadas de las letrinas o los tugurios. Pero uno se consuela con la idea de que actualmente Virgilio es conocido de Tánger a Damasco y de Cartago a Clonia, en tanto que una misma lengua jurídica y administrativa hace la ley para tantos pueblos diversos.

»Al contrario que la mayoría de mis camaradas, me gusta más la filosofía que la retórica. Cierto que es preciso hablar bien para pensar bien, pero es útil tener algo en la cabeza antes de abrir la boca.

»Y sin embargo, la mayoría de los filósofos presentan su doctrina de forma bien poco atractiva, a fuerza de cortar los pelos en cuatro, de inventar palabras nuevas o de dar un nuevo sentido a palabras antiguas, como si la elevación de su pensamiento los privara de hablar como todo el mundo. Por otra parte, pasan mucho más tiempo midiéndose con sus colegas que haciendo el elogio de sus ideas.

»Pero, profundizando un poco, uno se da cuenta de que todo el esfuerzo de la filosofía no hace más que discurrir de forma complicada sobre un pequeño número de problemas permanentes cuyos enunciados son terriblemente sencillos. ¿No será el mundo una materia inconsciente, y nuestra propia conciencia una emanación provisional y paradójica de dicha materia? Epicuro —entre nosotros Lucrecio— ilustró este materialismo. ¿O bien la solución, como creen los platónicos y los estoicos, será más o menos panteísta? Esta solución de moda tiene a su favor, por cierto, el hecho de que a la inteligencia le cuesta imaginar que puedan existir dioses fuera del espacio y del tiempo. O bien, a fin de cuentas, se puede ser escéptico. Los griegos, que crearon la filosofía, profundizaron tanto en ella que hoy en día hay en Atenas una floración de escuelas, cada una de las cuales cultiva un matiz. Parece difícil descubrir una idea que los griegos no hayan descubierto ya. Esta multiplicidad da vértigo, pero en compensación empuja hacia lo esencial. En un clima así, nuestros dioses romanos parecen imágenes para niños. Y me digo que si hemos conquistado la tierra entera, no es porque nuestros dioses sean buenos, sino porque los imaginamos como tales. La tendencia de los hombres a creer firmemente lo que no puede demostrarse es algo extraño. No obstante, un punto sobre el cual la casi totalidad de nuestros profesores están de acuerdo es la existencia de una abrumadora fatalidad. Ya sea por sentido Común o por ignorancia, los romanos no tienen este prejuicio. Piensan instintivamente que el mundo es lo que el hombre hace de él. Tal es la doctrina de los vencedores.

»Para ser completo, debo mencionar las conferencias musicales. Pero son excesivamente teóricas.

»En primer lugar estudiamos las relaciones numéricas que definen los diversos intervalos de la escala: 2/1 para la octava, 3/2 para la quinta, 4/3 para la cuarta, 5/4 y 6/5 para las tercias mayor y menor, etc., mientras que 9/8, el exceso de la quinta sobre la cuarta, mide el tono mayor. Así llegamos a calcular la duodécima de tono. Los griegos no han descubierto el modo de medir directamente la frecuencia de las vibraciones sonoras, pero las precisan indirectamente midiendo en monocorde la longitud de la cuerda vibrante o la longitud de un tubo sonoro: las longitudes son entonces inversamente proporcionales a la frecuencia de las vibraciones.

»Este descubrimiento es el gran orgullo de los pitagóricos, que lo han aprovechado para filosofar de forma intemperante. Pero no han pensado en aplicar sus tratados de acústica a la construcción de los teatros y odeones. Perezoso por naturaleza, el griego, para hacer un teatro, se conforma con excavar una colina y, por casualidad, resulta que la acústica es buena. Ni en Grecia ni en Roma existen vínculos entre las ciencias y las técnicas artesanales, abandonadas al empirismo.

»Después estudiamos la teoría del ritmo. En lugar de dividir y subdividir un valor inicial cualquiera, los griegos suman valores unitarios indivisibles a partir del «tiempo primero» de Aristoxeno. Así se deriva un sistema de gran flexibilidad, que puede dar cuenta de los ritmos más ricos y complejos.

»Mas, en lugar de confiarnos instrumentos, nos exponen las virtudes de los diferentes modos: dórico, hipodórico, frigio, lidio o hipolidio…

»En cuanto a las matemáticas propiamente dichas, no son más que un pobre apéndice de la filosofía.

»Ya ves hasta qué punto estamos ocupados; pero tenemos las tardes libres, y las noches áticas son espléndidas. Como todos estos jóvenes son adinerados, a menudo desdeñamos la pasable pitanza del cuartel, cambiándola por banquetes que se prolongan en interesantes discusiones. Es difícil pintar la elegancia de estas veladas, tan bien graduadas.

»En suma, sólo los gladiadores me recuerdan aquí a mi ciudad natal. Los griegos han llegado a tener por esta diversión una pasión igual a la nuestra y Atenas se ha convertido, en este aspecto, en la verdadera rival de Corinto. Pero la madera es demasiado rara y demasiado cara como para que en estas regiones se edifiquen los grandes anfiteatros de madera que se ven en Occidente, y falta dinero para construir en piedra como en Pompeya, que cuenta con el primer anfiteatro de este tipo y uno de los pocos que existen hasta el momento. Así que los griegos ofrecen sus espectáculos en las plazas públicas, en terrenos baldíos en los alrededores de las ciudades, o simplemente en los teatros. En Atenas se desarrollan hermosos munera al pie de la Acrópolis, en el teatro de Dionisos, y hay algunos filósofos que intuyen en ello una falta de gusto y hasta una impiedad. ¡Pero su Opinión se la lleva el viento! Como en Roma, la sangre atrae a la muchedumbre, y también la perspectiva de alguna buena suerte. Parece que tales representaciones ponen a las mujeres en un estado de menor resistencia, y como dice con tanta gracia nuestro Ovidio: «Quien ha venido a contemplar heridas, se descubre a si mismo herido por las flechas del amor»[81].

»Mi pedagogo Diógenes, arrancado al presidio de sus clases, lleva una vida de ensueño. No tiene nada que hacer aparte de acompañarme cuando voy a la ciudad cubierto con el petaso[82] y vestido con la clámide[83] negra, uniforme de la escuela.

»Te doy las gracias por esta experiencia fuera de lo común, de la que sin duda obtendré un gran beneficio. Y aprovecho la oportunidad para agradecerte también la educación que me has dado, a pesar de tantas dificultades. Los dioses me han concedido unos padres excepcionales.

»Le escribo aparte a Marcia para pedirle consejo sobre un pequeño problema que me preocupa. Creo que en ese asunto una mujer verá más claro que un hombre, ya que le concierne menos. Confío en ella para que te diga lo que considere adecuado con su delicadeza habitual.

»Cuídate. Jugando a pelota recibí un golpe de palo que momentáneamente me ha dispensado de educación física y me ha procurado tiempo libre para escribiros. Pronto estaré restablecido».

Marco le enseñó a Selene el final de la carta de Kaeso y solicitó su opinión, que se había acostumbrado a tener en cuenta. En el fondo, seguía teniendo necesidad de una mujer inteligente para saber lo que debía pensar.

—Me sorprende —dijo la esclava— que los atenienses busquen muchachas durante las matanzas del teatro de Dionisos. Deben de haber cambiado.

—¿Qué quieres decir?

—Tu hijo habrá visto mal o lo habrá fingido. Los atenienses sólo pueden interesarse de verdad por los muchachos.

—Entonces, ¿crees que el pequeño problema de mi Kaeso…?

—¿No me dijiste que tu Kaeso era hermoso como un joven dios? Si se deja a un joven dios en Atenas, no puede darse la vuelta sin que le pase algo malo. Y en su angustia, el joven dios consulta a su madre, que es para él la ambigua imagen de la castidad y de la experiencia. Como tan acertadamente declara el joven: los padres, a fuerza de competencia, resultan incompetentes para estas cosas.

El desengañado cinismo de Selene arrastraba con frecuencia a la joven a declaraciones chocantes, que había que perdonarle en vista de su perspicacia. Además, no habla nada humillante en que la inteligencia de una esclava fuera superior, ya que, después de todo, era propiedad del dueño. Lo humillante era la inteligencia de las esposas emancipadas.

Ensombrecido y turbado, Marco despidió a Selene con una pizca de mal humor.