El día de los Idus de marzo en que Kaeso y Diógenes se embarcaron hacia Atenas, Pablo y Lucas tomaban hacia la española Cartagena un barco que no gozaría de vientos tan favorables.
Pablo le tenía fobia al mar, al que sin embargo no dejaba de recurrir. Tres años antes, en otoño, había naufragado otra vez, mientras lo conducían de Cesárea a Roma para ser procesado, y había permanecido bloqueado en Malta durante todo el invierno. Después, en primavera, las velas se hincharon otra vez y Pablo pasó de Siracusa a Regio y de Regio a Puzzolas, donde ya existía una comunidad de cristianos. Dos hermanos de Roma, advertidos de su llegada, fueron a su encuentro hasta las Tres Tabernas e incluso hasta el Foro de Apium, pequeña localidad situada al principio de las marismas Pontinas. Puesto que los cristianos se reclutaban sobre todo en las regiones marítimas, el barco era un instrumento de evangelización más práctico que la carretera.
Durante dos años, Pablo había estado a la espera de su proceso, bajo el régimen privilegiado de la custodia militaris preventiva: la muñeca derecha siempre encadenada a la muñeca izquierda de un soldado de guardia, el prisionero tenía empero libertad de movimientos en la casa que había sido autorizada a acogerlo, y era libre de recibir en ella a quien quisiera. Pablo había encontrado asilo en casa de un judeo-cristiano de la Puerta Capena. En aquel barrio, los judíos eran numerosos; por la Vía Apia y por esa puerta se llegaba de Puzzolas y el pueblo elegido era un gran viajero. Una comunidad más importante aún se había establecido al otro lado del Tíber, en el miserable Trastévere, pues la mayor parte de los judíos eran pobres. Al final, los acusadores dé Cesárea no se habían presentado en los plazos legales, Pablo había sido liberado y experimentaba nuevamente la felicidad de orinar solo, sin que ningún patán hiciera reflexiones sobre su rabo cortado. No obstante, sus tentativas de convertir judíos romanos habían arrojado escaso éxito. Decepcionado, Pablo se apresuró a abandonar la ciudad con su inseparable Lucas para hacer el viaje a España, con el cual soñaba desde hacia tanto tiempo. Las lascivas bailarinas de Cádiz, cuyas castañuelas —llamadas «crótalos»— alegraban los festines por doquier, anunciaron a los cristianos del Imperio que debía de haber almas a las que informar y seducir en el origen español de aquel impúdico ruido.
En resumen, el desgraciado proceso había retrasado a Pablo cinco años y, acodado en la barandilla de la embarcación, frotándose maquinalmente la muñeca derecha con la mano izquierda, volvía a ver apasionantes peripecias mientras se alejaba la tierra donde los cristianos de Puzzolas quedaban expuestos a las asechanzas de los demonios y las cavilaciones de los falsos profetas. Los diablos y los herejes, sobreexcitados por las raras virtudes del apóstol, crecían tras los pasos de Pablo como hongos tras una lluvia de gracias…
Cinco años antes, tras su sermón de Pentecostés ante los judíos de Jerusalén, estuvo a punto de ser gravemente herido una vez más y, siguiendo una buena costumbre, se arrojó en los brazos del servicio de orden romano. Los judíos mataban y lapidaban a cualquiera en un parpadeo; los romanos cortaban las cabezas distinguidas con arreglo a las formas, y siempre era bueno acogerse a la demora.
Pero fue solamente en el potro de tortura al que lo habían atado para poner en claro el asunto, al alzarse ya el látigo emplomado, cuando se ofreció el malicioso placer de confesar su preciosa condición de ciudadano romano y de presentar inmediatamente como prueba los célebres praenomen[65] y nomen[66] del patrón antaño responsable de la naturalización, ya que Saúl sólo era su «sobrenombre» romano. A un ciudadano no se le azotaba. Por el contrario, la palabra de un desconocido o de un esclavo sólo tenía valor en justicia si había sido verificada por una sospechosa coerción.
Así que lo habían desatado y hecho comparecer ante el Sanedrín, la más alta instancia judicial judía, en cuyo seno había encendido hábilmente una terrible disputa, especulando sobre el hecho de que los fariseos presentes creían en la resurrección de la carne, mientras que los saduceos, que tenían entonces el poder político interno, escrupulosamente fieles a los más antiguos textos bíblicos, no creían ni en la resurrección, ni en los ángeles, ni siquiera en las retribuciones del más allá.
Pablo —de educación farisea, es cierto— se había disfrazado de fariseo perseguido por su fe en la lejana resurrección de quienquiera que fuese, sin dejar de pensar en la única Resurrección que valía la pena, la de su Cristo, anunciadora y modelo de otras por llegar. Pero la tosca artimaña no lo había sacado de apuros.
Bajo el peso de una conspiración de asesinato, Pablo había sido enviado de noche, protegido por una considerable escolta romana, al gobernador Félix, cuyo pretorio estaba en Cesárea.
Antonio Félix, hermano del liberto Palas, era brutal, disoluto y codicioso. Se había casado con una judía, Drusila, hija de Herodes Agripa I y hermana de Agripa II y de Berenice. Drusila había abandonado a su primer marido Azic, el rey de Emesia. Félix se había negado a entregar a Pablo a los judíos de Jerusalén, le había asegurado un cómodo cautiverio y a menudo había ido a visitarlo en compañía de su mujer. Pablo se había agotado intentando comunicar su fe a personajes de tanta importancia, pero Drusila no era más que una curiosa, y Félix sólo buscaba dinero. El malentendido fue completo.
Pasaron dos años. Félix fue sustituido por Festo. Bajo nueva amenaza de ser entregado a los judíos, Pablo recurrió a César, y Festo consintió en que el acusado compareciese ante el tribunal de Roma.
Poco después, el rey Agripa II y su hermana Berenice fueron a saludar al nuevo gobernador, que les propuso como distracción oír al famoso Pablo.
Berenice se había casado a los trece años con un tal Marco, sobrino de Filón, el célebre filósofo judío de Alejandría. Precozmente viuda, pronto se casó de nuevo, esta vez con su tío paterno Herodes, rey de Chalcis, de quien había tenido dos hijos, Bereniciano e Hircanio. De nuevo viuda a los veinte años, inició un concubinato escandaloso con su hermano Agripa II. Para que cesaran los cotilleos, Agripa dio a Berenice en matrimonio al rey de Cilicia, Polemón, que para tener el honor de desposar a tal judía aceptó en último extremo circuncidarse. ¿Se resintieron por eso sus prestaciones? En todo caso, Berenice lo abandonó fríamente para volver al lecho de su complaciente hermano.
Ante esta abominable sinvergüenza (¡que haría otra vez, a los cuarenta años, las delicias de Tito!) y su concubino y hermano fue invitado Pablo a hacer un piadoso discurso.
Con los ojos fijos en Puzzolas, que se difuminaba, esa Puzzolas donde habían plantado la Cruz, Pablo murmuraba las palabras que entonces le habían acudido a los labios:
¿Acaso me habría deslumbrado Jesús en el camino de Damasco para que yo arrojase sus perlas a los puercos y a las bestias inmundas? ¡Atrás, perra acalorada, que conociste dos matrimonios antes de entregarte a una estéril lujuria con tu hermano! ¡Atrás, reyezuelo incestuoso! ¡Sois la vergüenza de los judíos y de todos los pueblos, y el fuego del Altísimo os espera!"
Era lo que habría dicho Juan Bautista, que fue decapitado simplemente por reprocharle al Tetrarca Herodes que le hubiera quitado la mujer a su hermano.
Pero el innoble Agripa le había dicho a Pablo: «Estás autorizado a defender tu causa». Y el apóstol, extendiendo la mano en un gran gesto de inocencia, comenzó graciosamente: «Me considero feliz al tener la oportunidad de disculparme hoy, ante ti, de todo lo que me acusan los judíos, rey Agripa, y tanto más feliz cuanto que estás al corriente mejor que nadie de todas sus costumbres y controversias. Así que te ruego que me escuches con paciencia. Lo que ha sido mi vida desde mi juventud…».
Festo, que no comprendía nada de las historias de los judíos, interrumpió al conferenciante y lo tachó de loco en cuanto hizo alusión a la Resurrección de Cristo, a lo cual Agripa dijo entre carcajadas, mientras Berenice reía ahogadamente: «¡Un poco más, y me convences de hacerme cristiano!».
Sí, «un poco más…». ¡Cuando un hombre predica al Resucitado haciendo reverencias a dos infames, ahí está el «poco»! ¿Qué ejemplo les había dado a tantos misioneros del futuro que adularían a los poderosos para obtener prebendas y seguridad, con el pretexto de conservar una voz de oro para la edificación de las masas? Bien sabía Pablo que las cabezas cortadas eran las más elocuentes, y él todavía conservaba la suya, que ahora se encaminaba al país de las bailarinas.
¡Qué paciente era Dios con él…! ¡Hasta que se enfadara!
Lucas fue a acodarse al lado de Pablo y le preguntó:
—¿En qué piensas? ¿Estás mareado, como de costumbre?
—Pienso que a Esteban lo lapidaron y que yo viajo con un biógrafo cuya indulgencia me abruma, y que es médico para mi cuerpo después de haber hecho que mi alma se avergüence. Pienso que la cruz no me está destinada, puesto que soy ciudadano romano y mi cabeza caerá tarde o temprano bajo la espada; y teniendo en cuenta mis méritos, habré hecho buen negocio.
Lucas estaba acostumbrado a estas escrupulosas depresiones.
—Todavía puedes ahogarte —dijo sonriendo—. Es un martirio que reúne en el mismo sudario a los ciudadanos y a los esclavos. Sin duda, el cansancio provoca tan negras ideas…
—Los resultados no son brillantes. Los judíos siguen siendo rebeldes, los griegos escépticos, los romanos impenetrables; y cada vez que fundo una comunidad, tengo que dictar correspondencia durante horas para mantenerla en el buen camino. A pesar del Espíritu, siento a la larga como un muro entre nuestros discursos y las almas. Me hieren todas las ideas falsas que los gentiles se hacen acerca de nosotros, a despecho de nuestros constantes esfuerzos…
Once años antes, las falsas ideas ya estaban en marcha y, circunstancia inquietante, entre personas inteligentes, como testimonia esta correspondencia retrospectiva entre Galión y su hermano Séneca.
«De L. Junio Anneano Galio a L. Anneo Séneca, un fraternal saludo.
»En este proconsulado tan reciente de Acaya, que debo más a tus perentorias intervenciones que a mis méritos, mi muy querido hermano pequeño, ha ocurrido un desagradable incidente, que me invita a pedirte consejo.
»Los judíos de Corinto han arrastrado ante mi pretorio a un cierto Cn. Pompeyo Paulo, hijo de Cn. Pompeyo Simeón, nieto de Cn. Pompeyo Eliazar, que, como indican su praenomen y su nomen latinos, ya había sido promovido a la ciudadanía romana bajo el patronazgo de Pompeyo el Grande. Después de haber librado para siempre a los judíos de la vergonzosa tutela de los seleúcidas para sustituirla por nuestro protectorado, Pompeyo, que robó mucho dinero, se mostró en recompensa bastante generoso con nuestro derecho de ciudadanía: la cosa no le costaba cara. Así que este Paulo pertenece a una familia judía conocida desde hace generaciones por su adhesión a Roma, y premiada en consecuencia en una época en que la ciudadanía romana no estaba, a pesar de todo, tan deshonrada como hoy. El acusado fabrica tiendas, lo que, para ser vástago de una nación ambulante, denota una hermosa predestinación.
»Los acusadores le reprochan a nuestro Saúl que persuada a las gentes de adorar al dios judío según nuevas fórmulas contrarias a su le y ancestral. Al principio creí haber oído mal. Un procónsul romano debe aplicar la ley romana, y no ha de inmiscuirse en querellas teológicas excluidas de cualquier delito caracterizado en nuestro código universal.
»Tomando nota de mi reserva, la acusación esgrimió que Saúl no era sólo un doctrinario hereje, un blasfemo de profesión, sino también un temible agitador, que desde hacía siete años sembraba el desorden a su paso. Parece que su proceder es el mismo una y otra vez: bien acogido en las sinagogas de Asia o de Grecia, donde siempre hay curiosidad por oír discurrir a un rabí[67] de paso, el conferenciante se gana primero la confianza del auditorio, mediante un largo exordio que demuestra su brillante conocimiento de la biblia de los Setenta y de la ley farisea; después cuenta que ha visto al Mesías.
»Antaño pasaste muchos años en Alejandría, donde abundan los judíos, y frecuentaste el círculo judaico y helenista del famoso israelita Filón. Así que debes de tener una vaga idea sobre este Mesías, de quien las Escrituras pretenden que un día vendrá a arreglar los asuntos de Israel… ¡después del fin del Imperio romano, sin duda! Una esperanza que para los judíos es magnífico motivo de paciencia…
»En este punto de la aventura, la asistencia bulle y se apasiona, como niños a quienes se muestra una golosina. ¡Es demasiado bello! Pero de todas formas, ¿y si fuera verdad?
»Date cuenta de que, para los judíos, pretender haber visto al Mesías, o pretenderse Mesías uno mismo, no tiene en si nada de blasfemo. El Mesías tiene la reputación de pertenecer a la raza humana y cierra la larga lista de los profetas. Un personaje así puede ser un engreído equivocado, un ambicioso en busca de una carrera, pero no es forzosamente un impío, y el público está invitado a comprobarlo.
»Entonces, Saúl precisa que el Mesías no es otro que un tal Jesús de Nazareth, crucificado en Jerusalén bajo el procurador Poncio Pilato, la víspera de la Pascua judía, siete años antes de la muerte de Tiberio, cuando M. Vicinio y L. Casio Longino eran cónsules y también lo era el propio Tiberio, por quinta vez.
»Un viento de decepción barre la sinagoga. Si el Mesías judío murió crucificado, es que no era el Mesías. Y si hubiera sido el Mesías, crucificado ya no sirve de gran cosa.
»Pasando por encima de esta desilusión, Saúl añade impávidamente que su Jesús crucificado es una emanación encarnada de Yahvé, resucitado de la tumba al día siguiente de la Pascua. Una multitud de judíos apreciaron el fenómeno en carne y hueso. Después Jesús tomó el camino de los aires para incorporarse al seno de Yahvé. Saúl, además, vio a Jesús después de su ascensión; un Jesús que le habló y le hizo confidencias. Más asombroso todavía: Yahvé no es único, como se creía hasta ahora; no es doble; ¡es triple! Pues un misterioso Espíritu Santo, que habla por boca de Saúl, preñó a la virgen madre de Jesús una veintena de años antes de la apoteosis de Augusto.
»Cuando los piadosos e instruidos judíos, que han escuchado al viajero con simpatía, salen de su pro funda estupefacción, se elevan algunas tímidas voces para preguntarle a Saúl cuáles son los pasajes de las Escrituras que hacen alusión a un Yahvé encarnado y triplicado. Tú sabes mejor que yo que, si se puede ir muy lejos discutiendo sobre las características del Mesías, la unidad de Dios es el dogma fundamental de los judíos, un dios que en consecuencia no podría revestir forma humana como nuestras deidades griegas y romanas. No he recorrido —como has debido de hacerlo tú, en vista de tu universal curiosidad— la biblia griega de los Setenta, pero me parece que con el tiempo que llevan estudiándola, si en ella se encontrase la menor frase relativa a cualquier trinidad o encarnación divinas, alguien se habría dado cuenta.
»Puesto entre la espada y la pared, Saúl declara tranquilamente que si Jesús es Dios —cosa que no ofrece duda alguna— tiene todo el derecho a añadirle un suplemento a la biblia.
»La sola idea de un tal post scriptum pone a los judíos, evidentemente, de mal humor, y se empiezan a oír ruidos diversos. Entonces Saúl monta en cólera, patea, declara que la sangre de los incrédulos caerá sobre sus cabezas y que en adelante irá a llevar los tesoros de Israel a los gentiles.
»Tras esta última amabilidad, lo ponen en la puerta, y hay turbulencia en el aire.
»Con la imparcialidad que tú conoces, llevé a Saúl aparte y le pregunté si las afirmaciones de sus acusadores eran exactas. Como él mismo lo reconocía de buena gana y con mucha honestidad, le dije con una diplomacia llena de mérito: «¿Te das cuenta de que las historias que propagas —verdaderas o falsas, yo no soy un experto y no puedo juzgar— parecen precisa y detenidamente calculadas para precipitar a todos tus correligionarios en una ira malsana? Sabes lo quisquillosas que son esas gentes —con razón o sin ella— sobre ciertos puntos. Entonces, ¿por qué insistes? Tú mismo reconoces haber declarado que en adelante irías a llevar tu buena nueva a los gentiles. ¿Por qué no mantienes la palabra en lugar de molestar a los judíos y al procónsul?»:
»A estas razonables palabras, Saúl me contestó: “Los diversos filósofos de Atenas se burlaron de mi cuando hablé de resurrección…”
»Le hice notar que, a primera vista de procónsul, yo prefería las burlas a los desórdenes. Entonces se escudó en el supuesto deber de entregar su mensaje a los judíos en primer lugar. Y añadió: «Ya que la religión judía ha sido reconocida por Roma —e incluso privilegiada, puesto que somos los únicos dispensados del culto a César—, las interpretaciones que tal o cual rabí pueda ofrecer sobre el tema escapan por cierto a los tribunales romanos. Es un asunto interno de Israel. El papel de Roma es solamente el de mantener el orden público. ¿Pero quién lo perturba? ¿Yo con mis palabras, o judíos, que no las soportan, con sus actos?». Lo que se llama tener teóricamente razón y estar equivocado en la práctica.
»En Corinto estamos ya hartos de este extravagante asunto, que me da la impresión de agobiarme, impresión acrecentada por el más extraño de los contrastes: ese Saúl, que hace de vez en cuando insensatos discursos, charla y razona de maravilla el resto del tiempo. Es de la raza de los retóricos, tanto más convincentes por poner sus talentos al servicio de una idea fija.
»Una vez informados, el acusado y su pandilla fueron expulsados, en primer lugar, de Antioquía de Pisidia. Amenazas de lapidación en Iconio y fuga precipitada. En Listras de Licaonia, Saúl fue lapidado sin más y dado por muerto. En Filipos de Macedonia, fue molido a palos por unos brutos expeditivos que no habían reconocido en él a un ciudadano romano. Tumulto en Tesalónica y fuga nocturna. Otra fuga en Berea. Lo que nos conduce a las presentes agitaciones de Corinto.
»Por cierto que he heredado un ave poco corriente: por donde quiera que pasa con la boca llena de palabras de paz, empiezan las trifulcas.
»A fuerza de darle vueltas, me he dado cuenta de una realidad algo inquietante: Saúl no está solo en su carrera. Incluso habría llegado en decimotercera posición, detrás de doce propagandistas que se dan el nombre de apóstoles y que se dispersaron en todas direcciones para hacer el mismo trabajo que él, con resultados igualmente enojosos. Así es como me he enterado, no sin sorpresa, que los levantamientos judíos que hubo en Roma hace tres años, y que obligaron a Claudio a numerosas expulsiones, se debieron de hecho a violentos desacuerdos entre judíos ortodoxos y partidarios de ese Jesús, a quien los primeros creen muerto y los otros vivo. Sin duda recuerdas que los mencionados levantamientos fueron atribuidos a la acción de un tal Cristo, que la policía no pudo atrapar. Pues bien, el Jesús de Saúl también se llama Cristo. ¡Muerto o resucitado, había pocas posibilidades de prenderlo! Y es legítimo preguntar si otros desórdenes de esta clase, en muchos otros lugares, no tendrán el mismo origen. Siempre hay bobos dispuestos a creerse las patrañas más absurdas cuando las difunde una inspirada elocuencia.
»Reconocerás que las relaciones de Roma con los judíos no necesitan del tal Cristo para empeorar. Lejos está el tiempo en que el propio César, sitiado todo un invierno en Alejandría con Cleopatra, sólo fue liberado, finalmente, gracias a una armada de judíos bajo las órdenes del etnarca Antipater. ¿Acaso pensaba esta ingrata raza que íbamos a expulsar a los descendientes de Alejandro para garantizarle una independencia sin control?
»Ya en ocasión del gran censo de Quirino, 6000 fariseos tuvieron el desparpajo de rechazar el juramento a Augusto. Debió de ser por aquel entonces cuando el Espíritu Santo mentado por Saúl preñó a la virgen madre. Una decena de años más tarde, tras las muerte de Herodes, hubo una sedición tras otra, y pronto tuvo lugar la revuelta de Judas el Galileo y del fariseo Saddoq. Quintilio Varo —antes de perecer con sus legiones en los bosques de Germania— tuvo que reunir todas las tropas de Siria para aplastar el levantamiento y crucificó a dos mil rebeldes. Cuando Jesús —según Saúl— hablaba de «llevar su cruz», estaba creando una nutrida escuela. Conocemos las dificultades que el procurador Poncio Pilato tuvo con los judíos. Dos años antes de la muerte de Tiberio, en vísperas de ceder el puesto para ir él también hacia la muerte, hizo masacrar a os samaritanos en el Garizim. Cuando Calígula dio la orden aberrante de erigir su estatua en el templo de Jerusalén, rozamos la catástrofe. Si el legado de Siria, P. Petronio, no hubiera dado largas al asunto, se habría producido un baño de sangre general. Y después, a pesar de los intentos de apaciguamiento de Claudio, que confió la vigilancia de las vestiduras sacerdotales a los sacerdotes del templo, Judea siguió gruñendo y agitándose.
»Pero el insoportable carácter de los judíos —y eso sin que se mezcle el tal Cristo— no sólo se manifiesta en Judea. La colonia judía de Roma, a la que el complaciente César había mimado y aclimatado, se mostró tan inquieta que, tan sólo cinco años después de la muerte de Augusto, Tiberio deportó a cuatro mil judíos a las minas de Cerdeña. ¿Y qué decir de las violencias sin fin que enfrentan a judíos y griegos, barrio contra barrio, en todos los grandes Puertos de Oriente y hasta en Cirenaica?
»Los partidarios de Saúl sólo pueden ir echando por todas partes aceite sobre el fuego. Y actualmente los judíos de Corinto están aún más nerviosos porque un buen número de los de su raza, recientemente expulsados por Claudio, vinieron a buscar refugio aquí. Si he entendido bien la situación, partidarios y adversarios de Cristo tienen que perpetuar aquí su querella, cuya última marea ha arrojado a Saúl hasta mi pretorio. ¡Que la peste se lleve al buen hombre! ¿Qué debo hacer?
»El derecho de coercitio[68] es ciertamente esencial para mi poder proconsular: puedo tomar arbitrariamente medidas de rigor —llegando aun a sentenciar a muerte— contra cualquier promotor de disturbios. Pero la dignidad de ciudadano romano protege de esta coercitio tan práctica al culpable. Respecto de un ciudadano sólo dispongo del derecho de cognitio[69], o sea, el de conocer los asuntos judiciales e intentar legalmente un proceso según nuestro derecho. Ahora bien, es evidente que el hecho de haber visto un fantasma de Cristo no cae bajo la jurisdicción de las leyes, y menos aún el dar crédito a lo que aseguran quienes pretenden haberlo visto. Saúl lo sabe, y en consecuencia se siente más tranquilo entre mis manos que entre las de los judíos. ¡Incluso asegura haber sido favorecido con una visión, durante la cual su maestro le habría garantizado que no le pasaría nada malo a Corinto! Pero este asiduo trato con el más allá va acompañado por una bonita sutileza de picapleitos. Como yo le reproché su trato con los fantasmas, tuvo la audacia de hacerme observar: «Pero, por lo que yo sé, el derecho romano reconoce la existencia de aparecidos. ¿Acaso no está permitido entre vosotros, si no me equivoco, intentar un proceso de anulación de venta por vicio oculto si resulta ser de notoriedad pública que un fantasma visita la casa comprada? ¡Mi fantasma bien vale los vuestros!». Me quedé con la boca abierta. ¡Al paso que va, Saúl pronto procesará a Roma por vicio oculto, reprochándonos que dejemos correr a su Jesús!
»Así que sólo hay dos caminos, y cada uno tiene sus inconvenientes. Uno: pongo en libertad al acusado y le recomiendo que vaya a perderse a otra parte. Pero en la superpoblada Judea, donde se apretujan dos millones de judíos, el volcán amenaza con hacer erupción. Y en todos los grandes puertos del Mediterráneo, hasta en la propia Roma, las frondosas colonias judías se encierran en una suerte de bastiones, donde llevan una vida aparte. El número de estos dispersos, que sólo están demasiado concentrados, se estima en cuatro millones. Roma tiembla ante la perspectiva de una rebelión general; en Judea podría arrastrar rebeliones particulares en el seno de tantas ciudades poco menos que desarmadas. ¿Cómo harían frente nuestras treinta legiones, retenidas en las fronteras, a una revuelta de tal amplitud?
»Con toda seguridad, Roma ha sabido despertar entre las teorías de los judíos simpatías y colaboraciones ejemplares, de las que la genealogía de nuestro Saúl es suficiente testimonio. El contagio de las ideas, de las costumbres griegas y romanas, forzosamente ha ganado judíos e incluso muchos han abjurado. Pero estamos de acuerdo en reconocer que la importancia del movimiento no ha hecho más que endurecer a los fanáticos y a los irreductibles, cuya masa sigue siendo inquietante.
»Si por desgracia los judíos avivaran el fuego en dirección al mundo romano, y si es verdad que los seguidores de Saúl están ahí para algo, ¿no habría destacadas razones para reprocharme una ciega tolerancia con este agitador? Ocurre con las sectas religiosas —hasta con las más extrañas— como con los constantes incendios de Roma: se sabe dónde empiezan, pero es más difícil saber dónde se detendrán. Si hago borrón y cuenta nueva, si desprecio la oportunidad de dar un saludable ejemplo, ¿dónde se detendrán los cristianos?
»O bien actúo con rigor… Pero esto sólo podría hacerse despreciando las leyes que custodio. La rebelión judea o alejandrina de los judíos es posible; pero no es segura y quizá mis temores sean exagerados. En la espera, una acción corrompida contra Saúl me expondría a una incómoda denuncia: el menor paso en falso de cada gobernador se ve acechado por una turba de delatores y tú no serás siempre amigo de Agripina y preceptor de Nerón. Además, si intentase un proceso contra Saúl sobre bases tan discutibles, él se apresuraría a recurrir a César, y la irregularidad de mis procedimientos se pondría en evidencia.
»Nuestro amigo Burro, cuya honradez y competencia administrativa son excepcionales, acaba de acceder a la Prefectura del Pretorio, desde donde controla los múltiples problemas de seguridad. Dile, pues, unas palabras sobre mis dificultades. Con toda seguridad os pondréis de acuerdo, y entonces ya seremos tres de la misma opinión.
»Sin embargo, no puedo dejar de pensar que los asuntos judíos traen mala suerte a quienes se ocupan demasiado de ellos. Varo dejó sus huesos en Germania y Poncio Pilato murió de muerte violenta. Pero me dirás que también César, amigo de los judíos, murió así. ¿Será que los judíos traen mala suerte a todo el mundo?
»Con todos los escrúpulos posibles, me esfuerzo en hacer mi agosto dejando una reputación de integridad netamente superior a la de mi predecesor —lo que, afortunadamente, no es difícil. ¿Dónde están los buenos tiempos en que uno podía sacar cien millones de una provincia? El mayor defecto de nuestro Imperio es que no le podemos robar dos veces.
»A propósito de dinero, me han informado de que estaría empezando a jugar cierto papel en las comunidades cristianas, lo cual da una alarmante idea de su desarrollo. Pero, por otra parte, una secta rica sale a la superficie por su misma riqueza; la sociedad secreta se convierte en una sociedad financiera, que el Estado puede controlar y sobre la que puede ejercer presión. Dicen que los cristianos ponen sus bienes en común, viejo sueño de la edad de oro que siempre hace felices a los crápulas. Cuando también ponen a las mujeres en común, los más poderosos se adjudican la parte del león y los eunucos hacen penitencia. Además, estos cristianos están enamorados de las colectas, cuyo producto se esfuma misteriosamente.
»Dame algunos detalles sobre la situación en Roma. Imagina hasta qué punto son útiles tales informes, tarde o temprano, para una carrera.
»Si estás bien, tanto mejor. ¿Qué es de tu asma? Yo, gracias a Esculapio, me encuentro bien».
«De L. Anneo Séneca a L. Junio Anneano Galio, un fraternal saludo.
»La opinión de Burro, a quien le resumí tu carta, se parece a la mía, hermano bienamado. Tenemos la sensación de que el penoso trato de ese Saúl ha terminado por retorcerte el espíritu y ves judíos por todas partes. A los de Judea ya los castigarán si se mueven. En cuanto a los dispersos, las poblaciones griegas e incluso romanas los mantendrían a raya hasta que llegaran refuerzos. Y en fin, tu historia del aparecido nos parece demasiado vaga y absurda como para conmover al mundo demasiado tiempo. Los fantasmas se van como vienen, con la mayor facilidad. Así que Burro dice que mandes a paseo al tal Saúl. Esos cristianos tienen tan poca importancia que es la primera vez que Burro oye hablar de ellos, como yo mismo. Pero no te felicita menos por haber tomado en serio este incidente, dando así prueba de una notable conciencia. Pues una rigurosa administración es asunto de detalles y un buen procónsul no debe despreciar ninguno a priori.
»Te felicito personalmente por tu honesta moderación en la tradicional esquila de tus ovejas. Hay más agostos por redondear en otras partes. Un proceso por concusión al principio de tu cargo, que un celoso siempre puede hacer estallar en pleno senado, me molestaría tanto más cuanto que respondí por ti ante los eminentes amigos que te prepararon este fértil viaje. Es el momento de decir: «¡Non licet omnibus adhire Corinthum!»[70].
»Tal como me recuerdas, hace tiempo, bajo Tiberio, pasé muchos años en Egipto, en la época de nuestro tío por alianza Galio, quien llevó a cabo con éxito la hazaña de ser prefecto en aquel país durante catorce años. Así que yo tenía acceso a todas partes, facilidad tanto más preciosa habida cuenta de mi pasión por la historia y por todos los aspectos de esa prodigiosa región… ¡tan prodigiosa que los Césares la convirtieron en su propiedad personal! Filón estaba entonces en toda su naciente gloria, y yo sólo era un muchacho. Ese poderoso espíritu tuvo a bien distinguirme e instruirme con sus ideas. Volví a ver a Filón en Roma, poco antes del asesinato de Calígula. Comisionado por la comunidad judía de Alejandría, vino en embajada para solicitar el favor de no rendir culto a la estatua imperial. Temblando ante la perspectiva de comparecer delante de Cayo para entregarle tal mensaje, me pidió que le asistiera en esta prueba. Yo era ya un conocido abogado.
»Calígula, entre otras fantasías, se había puesto aquel día la famosa coraza de Alejandro, que había ordenado sacar de la tumba y bruñir con cuidado. Afortunadamente tenía un día… o, más bien, un momento afable, pues su humor cambiaba como el viento. Filón y yo mismo le expusimos por turno, con toda la elocuencia posible, de qué se trataba. Nunca sabré si Cayo no entendió nada o si había que incluir su respuesta en el crédito de su detestable humor. En todo caso, nos dijo: “La solución es muy sencilla. Reside en un intercambio de buenos modos. Los judíos harán sacrificios ante la estatua de Augusto y el dios judío será acogido con gran pompa en el panteón romano. Así los judíos se harán romanos y los romanos se harán judíos”. Filón me echó una mirada desesperada.
»Algunas semanas más tarde, quitaron a Calígula de en medio; su mujer Cesonia fue traspasada por una espada; su hijita, estrellada contra una pared. El dios judío podía respirar.
»Como suponías, trabé conocimiento en Egipto con la biblia de los Setenta, que se comentaba enérgicamente en el círculo de Filón —del mismo modo que recibieron mi visita muchos sacerdotes egipcios, depositarios de tan sorprendentes tradiciones—. E incluso diría que, durante los interminables ocho años de exilio durante los que me enmohecí en el matorral corso por haber tenido tratos demasiado íntimos con las hijas de Germánico, esta Biblia formaba parte de mi pequeña biblioteca. Es, por cierto, una obra interesante, que, según se dice, fue adaptada del hebreo al griego por setenta y dos traductores durante el reinado y a petición de Ptolomeo II Filadelfo, el que hizo construir El gran faro de Alejandría: hace trescientos años, los judíos de Egipto empezaban ya a olvidar su hebreo (aunque sospecho que muchos pasajes son de traducción más reciente). Si, interesante, pero nada convincente. Falta una dimensión esencial. La biblia —con muchos fárragos e ingenuidades— traza la historia de las relaciones de un pueblo con su dios nacional. Ahora bien, considero que esta concepción religiosa es completamente caduca.
»En mi juventud seguí las enseñanzas de la secta estoica de los sextii: en ella recomendaban el vegetarianismo y el examen de conciencia; creían sobre todo en la supervivencia del alma y en la necesidad de conformar pensamientos y acciones a un orden inmutable de la naturaleza y de las cosas. Sigo siendo vegetariano, y la idea de que la verdad o es universal o no es, no me ha abandonado ni un momento. Un dios vinculado a una sola nación en lugar de a toda la humanidad es un dios mutilado. La prisión exclusiva en que se confina le retira todo su resplandor, y ese dios sólo merece el olvido, puesto que ha olvidado a la mayor parte de los hombres.
»Comprenderás por qué, mi querido Novato —me gusta darte este nombre de infancia que tu adopción te hizo perder—, comprenderás por qué Filón y sus amigos se preocupaban tanto de comentar su biblia según conceptos neoplatónicos, incluso pitagóricos o estoicos. Se dieron cuenta de que su niño estaba a punto de sentirse encerrado, y consagraron todos los recursos de su exegético y alegórico virtuosismo a airearlo con un soplo de filosofía griega más o menos a la moda.
»Por otra parte, debo precisar que los traductores de los Setenta —según me han afirmado distinguidos hebraístas— modificaron el original hebreo para que armonizara mejor con la sensibilidad de los griegos. Así, la célebre fórmula del Éxodo, con la que Yahvé definió su naturaleza trascendente, «Soy el que soy», se convirtió en griego, más platónica y llanamente, en «Soy el que Es». Filón, que sólo posee rudimentos de hebreo, admitía estas deformaciones, que consideraba, es cierto, de importancia menor y más bien favorables a sus estudios.
»La biblia más extendida actualmente es, pues, una traducción griega comentada a la manera griega.
»Para volver a tu Cn. Pompeyo Paulo, es muy notable ver a ese iluminado proporcionando a los gentiles una interpretación por lo menos original de la biblia de los Setenta. La idea de lograr que el mensaje salga de su prisión judía está en marcha, evidentemente.
»Pero soy muy escéptico en cuanto al éxito de tales tentativas, ya emanen de serios filósofos o de aventureros de paso. La biblia está demasiado moldeada por los judíos para adaptarse a concepciones o naciones extranjeras. En el fondo, el espíritu griego sigue siendo irreductible al espíritu judío. O bien la biblia —a pesar de los esfuerzos de Filón— no es aceptable para un extranjero por la razón de que, a pesar de todo, el texto sigue siendo demasiado fiel a la historia y a las concepciones judías, o bien un Saúl cualquiera desnaturaliza la biblia para difundirla mejor entre los pueblos —y entonces ya no es la biblia.
»Por el momento, hay en la biblia de los Setenta un pasaje del cual acabo de apreciar todo el sabor: el diluvio. ¡Figúrate que estuve a punto de ahogarme hace poco, y no fui el único! La historia merece ser contada.
»En el programa de los grandes trabajos de Claudio —a quien Roma debe tan hermosos acueductos—, la desecación del lago Fucino, en las montañas, al este de la ciudad, ocupaba un lugar preferente. Bajo la supervisión de Narciso, hacia mucho tiempo que se trabajaba en la perforación de la barrera rocosa que separa el Fucino del Liri, cuyas tumultuosas aguas fluyen hacia el sur en dirección al golfo de Minturnas. Ciclópea labor, que recientemente había alcanzado su última fase. Algunos golpes de pico más y las enormes masas de agua de uno de los lagos más bellos de Italia irían a parar al Liri para dirigirse al mar. Alrededor de lo que quedaría del Fucino, podrían ser explotados vastos espacios de tierras excelentes, ofreciendo así a las poblaciones montañesas nuevos y preciosos recursos.
»Entonces Claudio pensó en festejar el acontecimiento con un gran combate naval sobre el lago, a cuyo término las aguas tendrían libre curso. Así se vería coronada la obstinación de treinta mil jornaleros durante once años, y más todavía la energía del Príncipe y su liberto. La afición de Claudio por los espectáculos sangrientos era mayor aunque la que sentía por la historia y las letras.
»La pasión de los romanos por las naumaquias es muy fuerte, puesto que son muy raras.
»La primera naumaquia que se recuerda —como es sabido— fue fruto del genio de Julio César en persona, con ocasión de sus cuatro triunfos sobre las Galias, el Ponto, Egipto y África. César hizo excavar un estanque en el campo Codeta, en la orilla derecha del Tíber, un poco más abajo del puente Vaticano, situación que permitía que la líquida arena se reuniera fácilmente con el río y recibiera en consecuencia, no buques ligeros, sino grandes galeras de alta mar. Una flota «tiria» combatió con una flota «egipcia» ante una prodigiosa afluencia. Roma no olvidaba que había iniciado el imperio del mundo con sus victorias navales contra Cartago, las cuales le costaron setecientos barcos y enormes pérdidas en remeros y legionarios. El campesino quiso convertirse en marino, y labro el mar con tanta energía como el campo de sus antepasados.
»Es menos conocido el hecho de que la segunda naumaquia se desarrolló en la época de nuestras tristes guerras civiles. Sex. Pompeyo, habiendo capturado una escuadra de Agripa, obligó a los prisioneros a enfrentarse en el estrecho de Sicilia para complacer a sus seguidores: primera refriega marítima en que los vencedores sobrevivientes fueron masacrados en pago de su breve triunfo.
»Tercera naumaquia: para la consagración del nuevo Foro y del templo de Marte Vengador, Augusto hizo excavar un nuevo estanque de 1800 por 1200 pies[71] en el bosque de los Césares Lucio y Cayo, de nuevo en la orilla derecha, pero entre la isla Tiberina y el Janículo, espacio alimentado de agua por el acueducto Alsietina, que acababa de ser inaugurado; y allí más de treinta barcos «atenienses» o «persas», tripulados por 3000 combatientes y remeros, intentaron crear la ilusión. Como no había más remedio, los buques eran de mediocres dimensiones.
»Perseguido por el recuerdo de César, Claudio quiso ofrecer un espectáculo grandioso. Las dimensiones del Fucino, los bosques vecinos para construir las galeras, ofrecían tentadoras perspectivas.
»Llegado el día, con un tiempo radiante, la gente se amontonó en las laderas que dibujan en torno al lago una especie de anfiteatro natural. Los campesinos marsios de los alrededores ocuparon sus sitios desde la primera aurora. Después acudió una muchedumbre de las regiones vecinas y de la propia Roma, que está apenas a sesenta millas[72] romanas del Fucino. Al final llegó toda la corte y se sentó en estrados a la orilla del agua. Como preceptor de Nerón, tuve que seguirlo de cerca. Mi alumno, educado a la griega y transformado por mis cuidados, apenas tiene hambre de masacres, pero el joven Británico, que estaba en su undécimo año, compartía la impaciencia general mientras el sol cobraba altura.
»Poco a poco, los seis mil condenados alcanzaron los doce trirremes «sicilianos» y los doce trirremes «rodianos», donde les esperaban remos y armas, mientras las cohortes pretorianas se situaban sobre el conjunto de armadías que delimitaba el terreno y cerraba el paso a cualquier posible fuga.
»Para prevenir mejor una revuelta o desanimar a las malas voluntades, detrás de los parapetos las balistas y catapultas de la guardia imperial fueron apuntadas sobre las doce embarcaciones que se enfrentaban. El espectáculo era soberbio; una orgía de colores. Las corazas brillaban, se agitaban los penachos de plumas, las velas gemían…
»De pronto, una ingeniosa maquinaria hizo surgir del seno de las aguas a un Tritón plateado llevándose a la boca una trompeta, que dio la señal del asalto. Los seis mil condenados aullaron en coro una sorprendente novedad: «¡Ave, emperador, los que van a morir te saludan!». Claudio, que era dado a las bromas, experimentó la necesidad de responder: «Quien viva, verá…». La extravagancia de una intervención del Príncipe en aquella fase de la ceremonia y la naturaleza misma de la intervención desencadenaron un malentendido, que pronto tomó proporciones sorprendentes. Entre los sacrificados corrió el rumor de que el emperador los había indultado. La buena nueva corrió de boca en boca, de gesto en gesto, entre los criminales de derecho común o los prisioneros de guerra que, de Bretaña a Armenia, de Germania a los desiertos de África, habían convergido en el apacible lago. Y tras un alarido de agradecida alegría, toda esa muchedumbre mezclada se cruzó de brazos. ¡La infortunada fantasía de Claudio condujo a la primera huelga de gladiadores de que se haya oído hablar! Costó mucho tiempo disipar el malentendido, pues no hay peor sordo que el que no quiere oír. El propio Claudio tuvo que poner algo de su parte, cojeando alrededor del lago, gratificando a los rebeldes con amenazas o exhortaciones para decidirlos al combate. Discursos tanto menos percibidos cuanto que nuestro Príncipe, que puede leer un texto de la manera más agradable, tartamudea desde el momento en que se lanza a improvisar. Este contraste ya sorprendía al viejo Augusto.
»Por fin todo estuvo en orden. Se exterminaron los condenados como estaba previsto, e incluso con tanto ardor que aquellos que quedaron fueron indultados.
»Hasta aquí, aparte del ridículo incidente, todo había salido de maravilla. Yo mismo, que apenas me siento inclinado hacia los juegos del anfiteatro, me puse a vibrar de común acuerdo con la multitud ante algunos encuentros de armas excepcionalmente pintorescos. El filósofo no está exento de debilidad humana.
»Ya llego a lo esencial. Estando las galeras ancladas, y evacuados los sobrevivientes y los pretorianos, empezaron los trabajos para hacer saltar el tapón que impedía que las aguas del Fucino se vertieran en el Liri a través de una prodigiosa zanja de tres mil pasos[73] de largo. Mientras el sol declinaba tras los montes, los espectadores retuvieron el aliento…, para ver al cabo una ligera corriente dirigirse hacia el canal e interrumpirse en seguida.
»La decepción general fue terrible. Narciso explicó que había pecado por exceso de prudencia, temiendo la formación de una peligrosa catarata en caso de que el umbral crítico hubiera sido excavado a demasiada profundidad. Pero era fácil remediarlo. Agripina ordenó ásperamente a Narciso que no escatimase esfuerzos, y la corte volvió a Roma, a pesar de la hermosa jornada, con un sentimiento de frustración. La sangre había acudido a la cita, pero había faltado el agua.
»Algún tiempo después, una nueva afluencia, reducida pero aún considerable, rodeó el Fucino. A falta de naumaquia, para atraer a la muchedumbre se organizó un combate de gladiadores aprovechando la presencia de las armadías que en la ocasión anterior habían acogido a la guardia pretoriana: era fácil destruir el círculo para constituir un único pontón favorable a ese ejercicio. A pesar de los perpetuos afanes de superación, todas las carnicerías se parecen y no mojaré mi pluma para describir ésta. Además, Claudio, que es ahorrativo, prefiere en estos casos la cantidad a la calidad.
»A media tarde, la corte fue llamada a un festín, para el que los lechos campestres ya habían sido dispuestos (como otros tantos grandes champiñones en una pradera) en las inmediatas proximidades de la descarga, de forma que los invitados, llegado el momento, pudieran disfrutar de la liberación de las aguas desde primera fila. El ahondamiento del canal y la altura del cerrojo presagiaban una experiencia extraordinaria.
»Ya mientras me hallaba mordisqueando unas raíces ralladas entre el humo de los asados y el olor de las salsas, los trabajos de aproximación determinaron algunas infiltraciones a través de la delgada presa, y a la caída de la tarde, mientras estábamos en el último servicio, en ese clima de euforia que reina siempre al final de un banquete, el obstáculo cedió de golpe con un gruñido sordo y el agua del Fucino se lanzó turbulenta en la zanja, presa de una violencia que era como para suscitar una admiración unánime.
»Pero la extremada dificultad de dominar tales trabajos con cálculos teóricos entrañó una terrible equivocación. En primer lugar, la imprevista fuerza de la corriente rompió las amarras del vasto pontón, que se precipitó hacia la noble asamblea con una velocidad creciente, amenazando aplastarlo todo bajo su masa. Nos creíamos muertos cuando, por una especie de milagro, el pontón y las aguas del lago se quedaron inmóviles durante un breve instante. Y el importante desnivel, la relativa estrechez del conducto arrastraron entonces un momentáneo reflujo del liquido elemento, fenómeno tan brutal, vistas las fuerzas en juego, que una ola de fondo vino al galope a cubrir y volcar todo lo que un momento antes banqueteaba alegremente.
»Como, a pesar de todo, la monstruosa ola se dirigía río arriba y el Fucino carecía de profundidad en esa región occidental, nos libramos, con un espanto indecible, de la muerte.
»Pero, dioses infernales, ¡qué espectáculo cuando la fangosa marea recuperó su curso normal con creciente lentitud! Nuestras vestiduras romanas, al contrario que las de los bárbaros, no son ajustadas, y el primer efecto del choque fue poner a toda la corte en estado de naturaleza. Imagina centenares de pollos empapados y desplumados, tirados y abandonados por la orilla en las más extrañas posturas por el capricho de un asombroso destino, mientras río abajo iban, camino a los lejanos abismos de Neptuno, la clámide en tejido de oro de Agripina, el manto púrpura del Príncipe, las síntesis de muselina ligera que hombres y mujeres se habían puesto para el festejo, las claras togas o las capas bordadas que habían dejado en el vestuario, los vestidos multicolores de las mujeres, su apetecible ropa interior, sus rubias pelucas germanas sus falsos encantos más sutiles. Matronas a cuatro patas buscaban sus joyas o sus dentaduras postizas entre los informes restos de la comilona, con el espeso maquillaje disuelto por el diluvio. Pocas túnicas masculinas habían resistido al desastre y muchos senadores se descubrían casi desnudos, pues a causa del calor habían acudido en calzoncillos bajo la toga.
»Sólo los pretorianos, cuyas corazas estaban fuertemente abrochadas, conservaron un poco de decencia, y por primera vez les fue dado contemplar con estupefacción a sus Señores tal y como habían salido del vientre de su madre.
»¿Qué hubiera sido de Roma si el Príncipe, su mujer, sus parientes y amigos, los miembros más influyentes de sus Consejos y del gobierno, y aun buena parte de los senadores se hubieran ahogado como ratas? El espíritu se pierde en conjeturas y hasta la filosofía permanece muda.
»Apenas salvada de las aguas como el Moisés de Filón, y recobrada de su miedo, Agripina, ciega de una súbita rabia, apostrofó a Narciso con el tono más agresivo, reprochándole confusamente su incapacidad para dirigir los grandes trabajos, la venalidad de su administración y su constante codicia, ante un Claudio alelado por la catástrofe… y tal vez por la embriaguez. Y entonces vimos y oímos lo increíble: el liberto Narciso, un hijo de esclavo, tanto tiempo retenido él mismo por los lazos de la servidumbre, acostumbrado desde su nacimiento a la bajeza y al disimulo, educado en la prudencia y la intriga bajo la férula de caprichosos amos, favorecido con los más altos privilegios únicamente por la confianza de Claudio —frágil apoyo para un hombre que tiene en ella su único seguro—, este Narciso, pues, perdiendo toda su sangre fría, denunció el carácter imperativo y la insaciable ambición de la «Augusta». ¡Si, un liberto oriental osaba elevar la voz ante la hija mayor de Germánico, nieto de la esposa de Augusto, ante la hija mayor de otra Agripina, también nieta de Augusto! Sí, ese individuo salido del arroyo, de rabo bajo pero verbo alto, insultaba a Agripina la Joven, educada en la púrpura —empero vestida en aquel momento con un tapavergüenzas de color índigo… ¡como habría observado nuestro Petronio en una de sus novelas verdes! Narciso se contuvo apenas de reprocharle a la «Augusta» algunos sangrientos asuntos que quizá no eran necesarios, o de hacer una envenenada alusión a sus relaciones íntimas con otro liberto, Palas. Pero no le faltaban ganas. ¿Qué habría dicho el viejo Catón?
»Me pides, mi querido Novato, noticias de Roma susceptibles de ser útiles para tu carrera. Pues entérate de que Narciso acaba de perderse. Agripina, que alimentaba hacia él una animosidad discreta pero cierta, no olvidará nunca esta salida de tono en el fango del Fucino. En adelante, la vida de Narciso depende de la del Príncipe, que aprecia la incontestable fidelidad del liberto a sus verdaderos intereses.
»Acampamos, bien que mal, en Cerfennia, para emprender al día siguiente el regreso hacia la capital por la Vía Valeria, con un séquito bien triste.
»Entre otras penas, estuve a punto de perder a mi Nerón, a quien agarré de la mano en el momento del siniestro, para encontrarme poco después, aturdido y sofocado, sentado en la hierba con él. Pasada la Puerta Esquilina, cuando fui a despedirme, el niño me dio otra vez las gracias por los cuidados.
»A través de todas las preocupaciones de la vida, este alumno es para mi un gran consuelo, y no desespero de convertirlo un día en discípulo. Ya va a cumplir, te lo recuerdo, quince años, puesto que nació el décimo octavo día de las Calendas de enero, nueve meses, día por día, después de la muerte de Tiberio. Así que el joven Lucio vino al mundo a mitad de diciembre, dos días antes de las Saturnales, y el mismo día en que se ofrece un sacrificio a Con sus, el dios de los caballos, en su altar del Circo Máximo. La coincidencia impresionó mucho a Nerón y me pregunto si su naciente pasión por los caballos no tendrá alguna relación con ese divino azar. Pero tenía casi doce años cuando Agripina, arrancándome de mi exilio corso, tuvo a bien confiármelo, y los dos juntos tuvimos que remontar una cuesta bastante dura.
»El niño había conocido muchos infortunios y alarmas, que influyeron enojosamente en su carácter. Lucio no tenía dos años cuando su madre se vio implicada en la conspiración de mi pobre amigo Getulio contra Calígula, en la que yo mismo estuve a punto de perecer. Agripina fue relegada e incautados sus bienes. Lucio fue recogido entonces por su tía paterna Domicia Lépida. Después murió su padre, Domicio Ahenobarbo, primo de Germánico. Cuando, al llegar Claudio al poder, Agripina recuperó sus bienes y una parte de su crédito, fue para casarse en seguida con Crispo Pasieno, que acababa de divorciarse de la segunda Domicia, otra tía paterna de Lucio. Pasieno, pariente de la familia imperial, protegió durante algunos años a Agripina de las intrigas de Mesalina, pero sólo ejerció una autoridad, por así decir, moral sobre Lucio, a quien le dieron, según la costumbre, un tutor: Asconio Labeo, muy estimable por otra parte. Lucio no tenía siete años cuando el propio Pasieno desapareció. Así que vemos a un niño privado de madre durante mucho tiempo, y pronto privado de padre, tambaleándose entre un padrastro y un tutor; un niño que, al dejar a sus dos nodrizas orientales, fue confiado a un bailarín y a un barbero, luego a los libertos Aniceto y Berilo, con quienes estuvo hasta llegar a mis manos: individuos aquéllos capaces de enseñar las letras grecolatinas, pero seguro que no la virtud. Mejor fue la influencia del sacerdote egipcio Chaeremón, con quien antaño trabé amistad en Alejandría. Este estoico, de alta cultura y gran talento profesoral, empezó a familiarizar a Lucio con los buenos autores. Pero un hombre de tales cualidades llegaba muy tarde, y Chaeremón tenía el defecto de incitar a Lucio a creerse un pequeño faraón. Era tiempo de que un preceptor romano interviniera con una filosofía mejor.
»Encontré a un joven con una sensibilidad de desollado, privado de ternura; deseoso de confiarse, no se atrevía a correr el riesgo; y de constitución inquieta y solapada, primero perturbada por la ausencia de madre, luego abrumada por la presencia —afortunadamente poco frecuente— de una mujer terriblemente autoritaria.
»Poco a poco gané el corazón de Lucio, del mismo modo que se domestica a una tórtola. Borré los defectos, acentué todas las cualidades que sólo pedían alcanzar su plenitud. Mi Nerón es ahora un hermoso muchacho de espíritu vivaz y matizado, tan perezoso para aprender lo que le resulta indiferente como ardiente para estudiar cuanto le interesa. Casi tendría que moderar su pasión por el teatro o la poesía épica de los griegos, por la pintura monumental o de caballete, por la escultura griega de la mejor factura, por las carreras de carros del Circo Máximo —que además se desarrollan bajo las narices de los felices habitantes del monte Palatino. Y me vi obligado a tolerar que se ejercite con la cítara, cuyo sonido le derrite.
»Dirán que tal entusiasmo estético está fuera de lugar en un verdadero romano, y que nuestras tradiciones encontrarían en él cosas que criticar. Pero, pensándolo bien, no me atrevo a oponerme demasiado severamente. ¡Qué descanso sería para el mundo y para la sociedad si algún día, por primera vez en la historia de Roma, una bella naturaleza de artista compartiese fraternalmente el poder con un alter ego[74], un Británico administrador y ponderado! El arreglo de la sucesión, desde que hace dos años Lucio fue adoptado por Claudio, no deja de preocupar a éste y tal vez aquí tengamos la solución…
»En todo caso hay un hecho cierto, y es reconfortante: sin duda a los artistas les cuesta trabajo desprenderse de una especie de sagrado egoísmo, que es como la primera condición de sus virtudes; pero, en compensación, su propio temperamento los aleja de la crueldad y les impide verter una sangre superflua. Nerón es muy dulce y las matanzas del anfiteatro le parecen vulgares. ¡Qué feliz presagio!
»Después de Chaeremón, me esfuerzo también en completar la educación de mi alumno inculcándole serias nociones de estoicismo, aunque con dudoso éxito. El chico parece dado a una glotonería y una sensualidad que no casan con una austera filosofía. Pero los placeres corrientes de la juventud sólo son verdaderamente condenables si el exceso los empuja a sus últimas consecuencias.
»Es una pena que no me vea mejor secundado por Agripina en mis esfuerzos: el arte la deja fría, y el estoicismo más aun.
»A pesar de todo, a veces sueño… Si la suerte quisiera que Británico se retirase de la competición, éste sería, desde la educación de Alejandro por Aristóteles, el primer y memorable ejemplo de un gran príncipe cuidadosamente educado por un filósofo… de quien la posteridad —a menudo demasiado aduladora— juzgará la talla. ¡Qué gloria para mí y qué triunfo para el espíritu si la primera aurora de una nueva edad de oro surgiese de mis desvelos, como Atenea del cerebro de Zeus!
»Y la cosa es posible. Un punto oscuro hay, no obstante: el sentimiento de inseguridad del cual el joven Nerón no logra desprenderse y que a mí mismo me cuesta tanto combatir, puesto que toda la nobleza romana ha sido educada en el miedo desde hace generaciones. Ese miedo, tan mal consejero, no se disipa en un día. Es mi oportunidad para demostrarle al niño que el único medio de romper el maleficio consiste en reinar con moderación, garantizando un deseable equilibrio entre las atribuciones del Príncipe y las del senado, en el caso de que los dioses lo invistieran con la más pesada carga.
»El asma sigue atormentándome. La notable particularidad de este inconveniente es que uno se cree a punto de morir en cada crisis. Tal entrenamiento es tan saludable para un filósofo que he apodado a la extraña enfermedad meditatio mortis[75]. Cuando, después de largas angustias, por fin un poco de aire dilata otra vez el pecho, uno siente, ciertamente, que revive; pero sobre todo se siente más ajeno que nunca a las vanas agitaciones del mundo. En el fondo, es una excelente escuela.
»He perdido toda mi confianza en los médicos, a excepción del gran Asclepiadeo, que antaño trató, entre otros, a Pompeyo y a Cicerón. Todo el valor de Asclepiadeo residía en el hecho de que primero fue maestro de elocuencia y luego ignoró voluntariamente la medicina a todo lo largo de su provechosa existencia. Esta nula formación médica lo llevó a un ejercicio preventivo de sentido común que, de Cualquier manera, no podía hacer daño. Fue el médico de los sanos, que afortunadamente son más numerosos que los enfermos. De ahí se derivó, sostenida por una persuasiva retórica, una moda de la dieta, la abstinencia, las fricciones y masajes al salir de baños fríos, antes de las higiénicas caminatas a pie. Pero para los más perezosos Asclepiadeo descubrió que el balanceo de nuestras literas era favorable a los humores. Explicaba a quien quisiera oírle —especulando con el doble sentido de la palabra gestatio, que significa tanto embarazo como paseo en litera— que el vaivén de estos vehículos, al hacer que el paciente volviera a la infancia, poseía un efecto calmante y tranquilizador. Habiendo apostado que nunca se pondría enfermo, Asclepiadeo murió a edad muy avanzada de una caída en una escalera —sin haber visto jamás a un médico. Pues, cuando se hace necesario ver a un médico, ¿acaso no es ya demasiado tarde?
»Y todavía tengo menos confianza en los insensibles cirujanos, desde que adquirieron la siniestra costumbre de disecar a placer y completamente vivos a los condenados a muerte de derecho común, con la esperanza de perfeccionar su caritativa industria. Aseguran que Hierófilo, imitado por Erasístrato, estaba muy orgulloso de haber disecado a seiscientos; ¡lo que demostraba, con toda seguridad, un excepcional encarnizamiento científico! Una visión más agradable: Nerón, que revistió el año pasado la toga viril, se casará el año próximo con su hermana adoptiva, pariente y novia, Octavia. Ella tendrá doce años.
»Antes de sellaría, releo esta carta —aunque sólo sea para corregir algunas faltas de secretariado—, y se me ocurre que se te ha escapado una dimensión —filosófica, es cierto— del problema judío. En realidad, el judío seduce tanto como irrita. Es cierto que una fracción de este pueblo sin precedentes sufre nuestra administración —a veces torpe— con una impaciencia preocupante. Pero por otro lado, el nuevo concepto de un dios único, trascendente, creador y guardián de todas las cosas es muy digno de atraer la atención. El judío, egoístamente ha confiscado el hallazgo. Gran número de griegos y romanos, preocupados por el ideal y enamorados del progreso moral, han descubierto también la riqueza potencial de esta gran idea. Así, alrededor del templo de Jerusalén, alrededor de las sinagogas de la dispersión, una viva corriente de interés y simpatía ha recorrido a muchos extranjeros, a quienes les repugnan las costumbres judías tanto como les impresiona lo esencial. Esta religión judía está más abierta al mundo de lo que se podría pensar. Si el dios único existiera de verdad, ¡qué importan las costumbres pasajeras! A condición de que desposeamos a los judíos, que han hecho de ellas un atributo nacional, su dios, si los dioses le prestan vida, quizá tenga futuro por delante. Su estatura es suficiente para absorber todas las religiones e incluso todos los sincretismos. Pero sería preciso, para facilitar la evolución, que los judíos se prestasen al juego y no hicieran demasiadas tonterías. Que olviden pacíficamente, por lo tanto, sus costumbres y prejuicios todavía bárbaros, que se civilicen; entonces, sin duda, nos daremos cuenta de que Yahvé escribirse en latín, igual que en griego o en hebreo. ¿Tendré que renunciar un día a mis sueños panteístas?
»Me entristece mucho que los acontecimientos —mi estancia en Egipto, mi exilio, las necesidades de tu carrera— nos hayan tenido separados tanto tiempo, insistiendo en poner tantas tierras y mares entre nosotros. La oportunidad de mantener correspondencia contigo mediante un correo de toda confianza es para mí, por esa razón, más dulce. Nuestro hermano Mela se encuentra bien y me ocupo de sus progresos. En gran parte gracias al favor de Agripina, mi fortuna sobrepasa actualmente los ciento treinta millones de sestercios. Pero ¿qué es eso al lado de la meditatio mortis, a veces diaria? El dinero acude de pronto a las manos del hombre sensato que lo desprecia.
»Si estás bien, tanto mejor. Yo me encuentro lo mejor que puedo».
Marco el Joven partió hacia Xanten al día siguiente del embarco de Kaeso; Décimo regresó en ese momento, y ante el intenso alivio tanto de Marco padre como de su sobrina, aceptó en seguida a la joven en su casa, donde le esperaba la vida elegante para la que tan visiblemente había sido formada. Las vacaciones meridionales del patricio no parecían haber modificado de ningún modo sus proyectos.
Algunos días después de la instalación de Marcia, en efecto, Décimo le confió: «Hay en todo estoico un epicúreo que dormita, y Epicuro nos enseña a regular bien nuestros menores placeres, a retrasarlos según las necesidades para volverlos más satisfactorios. Un placer como tú parece, a mi edad, una deliciosa jubilación. Pero no te volveré a abandonar después de haberte merecido tan bien. Me he dado cuenta de que te amo más de lo que pensaba, puesto que te amo tal y como eres y no como podría imaginarte si tuera más joven. Ser lúcido es el privilegio de la experiencia, y también buscar una última satisfacción. Para una mujer que ha vivido antes de convertirse en mármol en un santuario, la primera cualidad del amante es una esclarecida indulgencia».
Y mientras Décimo, a la hora de la siesta, formulaba estos encantadores propósitos, una esclava se presentaba en la Insula de Aponio, portadora de todo un acordeón de tablillas selladas, a devolver a su amo en propia mano.
Despertaron a Marco, que recibió a la muchacha en el falso atrio; reconoció el sello de Décimo, lo rompió y leyó con creciente alegría:
«Décimo a su querido Marco, ¡salud!
»Este otoño me sugeriste que trajera a tu sobrina a mi casa después de la adopción de Kaeso. Lo he hecho un poco antes de lo previsto. Espero que perdones esta precipitación a un hombre cuyos años tal vez estén contados con más rigor que para otros, y el gesto te dirá hasta qué punto Marcia me es querida, a mi como a todos cuantos la aprecian y le tienen un justo afecto. Es una mujer con una vida extraordinaria, un alma oculta fuerte y ardiente, capaz de calentar un viejo corazón de hierro como el mío.
»El inconveniente de mi iniciativa merece en todo caso una reparación, para ti y para Kaeso, a quien estoy decidido a adoptar en cuanto vuelva. Además, es imposible imaginar a Marcia sin el muchacho, y los encantos de mi edad madura no podrían compararse con los de un hijo tan hecho y derecho. Prefiero que ella nunca tenga que escoger entre él y yo.
»Por lo tanto desposaré a Marcia en el momento en que se pronuncie el divorcio, y Kaeso encontrará así, cuando regrese, una situación de lo más honesta, hecha a la medida para su alma tierna.
»Serás el único cuya ausencia echaré de menos en esta íntima ceremonia, pero en caso de invitarte habría un marido de más para los maledicientes —a quienes no obstante siempre he ignorado con soberbia.
»Tu presente soledad me apena tanto más por ser el responsable de ella, y he buscado el regalo más perfecto posible para colmaría.
»Entre todas las esclavas que los mejores vendedores vinieron a presentarme, he escogido a la que te ha llevado las tablillas, la cual se vería honrada haciendo las delicias de un senador.
»Selene debe tener veintidós o veintitrés años. Es originaria de Alejandría y sus medidas corresponden exactamente a las de la más exigente estatuaria griega. En cuanto a su rostro, habla demasiado evidentemente en su favor como para que pierda el tiempo evocándolo. De todas formas, los cabellos castaños son admirables, y los ojos grises, de un raro matiz.
»Afranio, que me la ha vendido, me ha garantizado su salud, la estabilidad de su humor, la riqueza de su experiencia y la amplitud de sus complacencias. Es bastante instruida, lee y escribe el griego corriente, domina más o menos nuestro latín doméstico, y su inteligencia es de las más vivas.
»Nunca compro una esclava de precio sin informarme sobre su pasado. Los mercaderes lo saben y sólo me proponen sujetos cuyo curriculum vitae no incluye graves lagunas. A la mayor parte de estas muchachas les ocurre como a los caballos, que nunca son espantadizos sin motivo, ya que poseen más memoria que reflexión.
»La vida de Selene, afortunadamente, ha sido bastante banal. Me han dicho que sus padres tenían un pequeño comercio de garum «castimonial»[76] el cual sólo admite pescados con escamas para las necesidades de las comunidades ludías; que después de una revuelta como hay muchas en Alejandría, el comercio se arruinó; que tras la ruina, la muchacha fue reducida a la esclavitud hacia la edad de quince años, para terminar siendo propiedad de un sacerdote de algún dios egipcio. Tuvo un hijo a los dieciséis años, que en seguida fue abandonado, y en consecuencia no le estropeó el pecho en lo más mínimo. Más tarde pasó una breve temporada en una casa de prostitución bastante afamada, antes de ser distinguida por escultores y pintores, para quienes sirvió de modelo. Finalmente, un procurador de los dominios imperiales se la adjudicó a Afranio cuando se cansó de ella.
»Llego ahora a un irrelevante pero delicado punto, que no deja de irritarme.
»Cuando Afranio hizo desvestir a Selene para que yo pudiera apreciar si su perfección estaba de acuerdo con lo que decían, Marcia estaba presente, pues su opinión me importaba tanto más cuanto que el regalo te estaba destinado. Ya que el objeto era de una exquisita gracia, sin relación con lo que yo había visto antes, el negocio se cerró rápidamente y mi tesorero entregó la suma en el acto.
»Mientras Selene se vestía otra vez, empecé a interrogarla sobre su vida en Alejandría (¡siempre desconfío de lo que cuentan los vendedores!). Pero las palabras de la esclava coincidían exactamente con las de Afranio.
»La belleza de la muchacha era tal que Marcia observaba con pena cómo se volvía a vestir. Siempre preocupada por mi placer, y con una sincera curiosidad por comprobar si sus propias medidas se acercaban a las del modelo, Marcia ordenó a Selene que se desvistiera de nuevo y ella misma se desvistió. Pues bien, hechas unas minuciosas comprobaciones, ¡las diferencias eran casi imperceptibles! Lo que en vista de la notable diferencia de edad, hablaba en de tu sobrina.
»Es sorprendente pensar que nos preocupamos de la exacta armonía corporal de nuestras esclavas, mientras que en lo concerniente a nuestras propias mujeres nos reducimos, por lo común, a vagas y engañosas impresiones. ¡De ahora en adelante, sé con quién me caso!
»Como era de esperar, la amable y halagüeña comparación fue seguida por esa chanza superficial, esos toques delicados, esas caricias tan afectuosas como precisas que se vuelven arte puro cuando, como en este caso, la pareja es digna de un pintor. ¡Sólo faltaba, ay, una tercera Gracia, que yo estaba muy lejos de poder reemplazar!
»Y de pronto, tuvimos que rendirnos a la evidencia: Selene había sufrido esa escisión que es tradicional desde hace yo no sé cuánto tiempo entre los egipcios, pero que normalmente no se practica ni entre los griegos ni entre los judíos.
»Ante este fraude en la mercancía, Marcia se sintió todavía más ofendida que yo: cuando uno compra una esclava, compra también toda su capacidad de goce y hasta de sufrimiento.
»Selene nos contó llorando que su sacerdote egipcio —eunuco, por otra parte— le había practicado la escisión por principio, desde el momento en que la tuvo entre las manos. Pero el operador había respetado a las ninfas y se limitó a cortar la nariz del órgano, a la salida del capuchón.
»Le preguntamos a la esclava por qué nos había mentido sobre su calidad, y sólo supo balbucear, asegurándonos, además, que Afranio no estaba al corriente. Pero ¿qué vale la palabra de una esclava, sobre todo cuando acaba de mentir?
»Uno no puede dejar pasar tapujos tan deplorables, y Marcia hizo que en seguida administraran las varas a la muchacha, mientras corrían por todas partes en busca de Afranio.
»El chalán, naturalmente, fingió caer de las nubes, pero le señalamos el delito y al menos tuvo que admitir su negligencia. Su primer alegato fue minimizar el defecto invocando en broma el proverbio favorito de los que acusan a los demás de ver dificultades donde no puede haberlas: «¡Buscáis un nudo en un junco!». Yo me enfadé, lo amenacé con un proceso que lo perjudicaría, y terminé por proponerle una rebaja. Después de unas vacilaciones, y estando Marcia de acuerdo, acepté recuperar 20 000 sestercios de los 60 000, con la idea de que la ligera y discreta mutilación te seria quizás indiferente. Si Selene te conviene tal cual, pronto haré que te lleven esos 5000 denarios. De cualquier manera, no dudes en devolvérmela, y cuidaré de que no pierdas con el cambio.
»Pese a todo, ¡que te encuentres bien!».
Por primera vez desde la subasta que lo había hundido en la miseria, Marco sentía que la rueda de la Fortuna, tan lunática, estaba girando a su favor. Un cielo lleno de nubes se despejaba por todas partes a la vez. El vergonzoso matrimonio quedaba al fin disuelto para desembocar en un extraordinario éxito social. Los dos hijos habían sido colocados como por milagro. Y el padre tenía, para asegurar su vejez, una sobrina y un amigo que valían por todos los tesoros del mundo.
La refinada elegancia de Décimo, su previsora delicadeza, eran como para sumergir a cualquiera en una dulce emoción. ¡Qué encantadora manera de ofrecer 20 000 nummi a un hombre necesitado!
La mirada de Marco se posó, insistente, en la maravillosa aparición, cuyo rostro ostentaba una expresión perfectamente neutra. El nuevo dueño pensó en esas es finges de Egipto que sólo emergen de las arenas para guardar mejor sus secretos.
Le dijo a Selene con una amplia sonrisa:
—Ve a desvestirte, corazón mío, en la habitación del fondo, ¡y que mi techo te sea favorable!
Selene sonrió a aquel hombre grueso que siempre sería un poco vulgar, y se dio la vuelta con los ojos llenos de odio. Los caballos nunca son espantadizos sin motivo.