En la primavera del noveno año del reinado de Nerón murió el eminente Burro, prefecto del Pretorio y amigo de Séneca, cuya moderadora influencia declinó. La Prefectura del Pretorio, cargo capital ya que de él dependían los pretorianos, fue repartida entre el eficaz Tigelino y el pálido Faenio Rufo, un galo, antiguo protegido de Agripina, que se había labrado una reputación en la Prefectura del Anona[56]. El año precedente, Flavio Sabino (hermano del futuro Vespasiano) había sido nombrado prefecto de la ciudad.
Llegado el verano, Nerón, divorciado de Octavia y casado en segundas nupcias con Popea, mandó matar a la hermana de Británico, que había sido su esposa durante once años. Pero, como al emperador le gustaba decir bromeando: «¡Octavia sólo tenía las insignias del matrimonio!».
Se iniciaron entonces numerosos procesos de lesa majestad contra senadores sospechosos, y fueron condenados a muerte, entre otros, Rubelio Plauto y L. Fausto Cornelio Sulla Félix, colega de Aponio Saturnino entre los Arvales. Rubelio Plauto descendía de Livia, segunda mujer de Augusto, por vía de Tiberio. Y el infortunado Félix era el hijo de Domicia Lépida, una de las dos tías de Nerón, víctima ella misma de Agripina al final del reinado de Claudio. El matrimonio de conveniencia entre el emperador y el senado había terminado.
Ahora que Marco y Kaeso habían llegado al término de sus estudios de gramática y poseían suficientes citas clásicas de Homero o de Virgilio, el problema de establecer a los dos jóvenes se agudizaba, y las dificultades eran contradictorias: uno era demasiado apagado, el otro demasiado brillante. Las aptitudes de Marco no iban mucho más allá de mantenerse sobre un caballo y dar estocadas, confundiendo a veces a Eneas con Aquiles. Kaeso demostraba aptitudes para todo.
Una noche de finales de septiembre, cuando Popea estaba encinta de cinco meses y Nerón se sentía feliz, cuando Lucano terminaba febrilmente su Farsalia y Persio se debatía en las angustias de su última enfermedad, Marcia y Marco, sentados en el falso atrio, abordaron una vez más el tema que más les preocupaba. Todo el mundo dormía en la insula, un rayo de luna llena iluminaba suavemente el lugar, el risueño Príapo enarbolaba como un dardo su enorme miembro[57] (cuyo retraído prepucio semejaba los labios de una mujer en torno a un bucólico glande), y el salto de agua que gorgoteaba en el estanque hacía una fresca y agradable competencia al acostumbrado rumor nocturno.
—Está claro que nos hacen falta protectores —dijo Marcia—. ¿Pero cuáles? Agripina y sus amigos, que además nos dieron de lado después de todo lo que hicimos por ellos, cayeron en desgracia poco tiempo después del comienzo de este reinado, y a la madre de Nerón la pringaron hace cuatro años en un último asesinato, que resultó ser el suyo…
—¿Vitelio? —sugirió Marco—. Tú conoces bien a Vitelio, que sigue siendo tu tutor…
—¡Lo conozco demasiado bien! Estamos reñidos, poco más o menos. ¡Era un hombre insoportable, se hubiera comido un erizo sobre el vientre de cualquiera! Y el pobre Sulla Félix, que me había dado esperanzas, acaba de compartir la suerte de Agripina. Vipstanio Aproniano es viejo como las calles y no sale de su carrito. En cuanto a Salvio Otón, ese gracioso complaciente que sucedió a su padre entre los Arvales, bien sabes que Nerón lo mandó a Lusitania como gobernador y allí está, criando moho, desde hace cinco años. ¡Después de ponerlo todo patas arriba para confiarle al Príncipe su Popea, todavía pretendía ser el amante de su mujer! Un cornudo no debe abusar nunca de su suerte.
—¿Y los demás? Africano, Régulo, Mesala Corvino, los dos Pisón…
—Africano pagó la reparación de la terraza. Régulo —que está enfermo— construyó el atrio. Corvino se ocupó del hipocausto e hizo aumentar la caldera de piedras volcánicas refractarias del Etna. Los Pisón renovaron las letrinas y se tomaron el trabajo de amueblarnos la casa. Es difícil que vuelvan. Cada mujer tiene un precio, Marco, y cuando un hombre paga, el amor que compra no lo predispone a la amistad. Además, ahora tengo más de treinta años…
Era la primera vez que hablaban de los amantes de Marcia con tanta franqueza. Cierto que el porvenir de los niños estaba en juego y que la sobrina ya no tenía pudor ante su tío, desde el momento en que el interés de Kaeso mandaba.
Con toda naturalidad, yendo de Vitelio a tantos otros, Marcia se había convertido en la ninfa Egeria de los Arvales, esa ninfa a la medida que antaño el rey Numa había fin ido consultar en secreto para engañar mejor a su gente. Y Marcia incluso había contribuido a la felicidad de algunos colegas de los piadosos glotones que, entre los banquetes de soberbias carnes cuyo olor regocijaba las narices de los dioses, apreciaban una carne todavía más fina, que reservaba todo su perfume para ellos. En su momento, habían participado en los gastos de la casa y dejado agradables piezas en el joyero de la joven.
Al principio, Marco, que sufría cruelmente, había impuesto a Marcia unas relaciones amargadas; después se había resignado a todo. ¿Cómo echar a una madrastra a quien los niños adoraban, a una mujer con tales dotes para llevar una casa? Así que había cerrado los ojos con empeño, consolándose un poco gracias a la idea de que sus lamentables asiduidades con la sobrina no habrían impresionado, sin duda, la memoria de unos niños demasiado jóvenes para recordar y comprender. Si un mal azar quería que el parentesco de los cónyuges fuera descubierto algún día por uno u otro, podría defender con todos los acentos de la buena fe la tesis de un matrimonio tan blanco como el extravagante munus senatorial y ecuestre de Nerón.
Pero esa noche la franqueza de Marcia, a pesar de que casi la había solicitado, hirió a Marco. Una luz demasiado cruda traspasaba por fin la bruma de sus cómodas dimisiones.
—Con la reputación que has debido de hacerte después de catorce años —dijo con amargura—, colmando con tus favores al sacerdocio más gastromaníaco de la ciudad —¡y eso sin hablar del resto!—, no me sorprende no haber sacado gran cosa y o mismo de mis colegas Arvales, a despecho de las razonables esperanzas que cobijaba. Habrían estado autorizados a decirme: «¡olvídalo, buen hombre, ya hemos dado bastante!».
—¿Habrías conseguido hacer relaciones provechosas tú solo, tras la pérdida de tus bienes? Cuando te llevé al matrimonio no tenías otro amigo que tú mismo, ¡un amigo que no escatimaba sarcasmos! ¿Fui yo, por casualidad, quien te impidió obtener las recomendaciones y favores de esos Arvales riquísimos, o de amigos de la corte, cuando, al final de cada festín sacrificial se hallaban de buen humor, ahítos de tiernas piernas de ternera, inflados de cécubos opimianos[58]? Pero tú heredaste trece gladiadores mientras dormías. He comprobado que ciertos infortunios atraen la simpatía, mientras que otros hacen reír y acarrean una reputación de desgraciado. Cuando la injusticia de la suerte hace de uno el hazmerreír de la ciudad, el ridículo pesa enormemente y lo sigue a uno durante mucho tiempo.
—¿Te habría gustado que me abriese las venas como algunos otros a la salida de aquella subasta, vara sentar mejor reputación? ¿Y acaso fui yo quien pidió desposar a mí sobrina?
—Podías haber hecho algo peor.
—Eso me pregunto… Para la opinión pública soy un cornudo incestuoso y complaciente, y en cambio no tengo ni mujer ni dinero.
—Te haré notar que si yo te soporté durante algún tiempo para no infligir a Kaeso, que es tan sensible, escenas espantosas, fuiste tú quien dejó de importunarme cuando Kaeso creció. Y en cuanto al dinero, siempre rechazaste los préstamos que te ofrecí.
—¡Mi última dignidad era no solicitar esas miguitas de estupro!
—Dignidad bien sombría y demasiado discreta.
—Los dioses me lo tendrán en cuenta.
—Te lo deseo sinceramente.
—Oyéndote se tiene la impresión de que las mujeres sólo conquistaron su libertad para prostituirse.
—¿Serías tan ingenuo como para creer que lo que nos interesaba era la libertad de trabajar? Pero no se prostituye quien quiere. Hay que tener encanto, capacidad para mirar el techo o el cielo pensando en otra cosa y, en tanto sea posible, ese único y último honor que les queda a las muchachas y consiste en deshonrarse sólo por amor. Todas las putas de Suburio tienen un amante de corazón, que les pega y se queda con su dinero.
—¡Si tú tienes un amante de corazón, lo ocultas muy bien!
—Sí, es un gran secreto entre mi corazón y yo.
Marcia se levantó del banco, fue a sentarse en el borde del estanque y tapó con su echarpe el miembro de Príapo, como si la sorprendente alusión al amante ideal resultara incompatible con una obscena turgescencia, aunque fuese de naturaleza divina. Y continuó:
—Pensándolo bien, sólo veo un recurso para favorecer a Kaeso…
—¡Y a Marco!
—Naturalmente. ¡Marco incluso necesita que lo favorezcan por partida doble! Hay que reconciliarse con los Silano, en este caso con Décimo, el jefe de la gens, el mayor, y además el único sobreviviente de los tres hermanos, ya que Agripina se desembarazó de los otros dos. Como nunca te han considerado un verdadero protegido de Agripina y ya mataron a la víbora, Décimo no tiene ningún motivo para guardarte rencor. Tampoco eres responsable de la ingratitud de tu padre y el tiempo ha pasado…
—Es un paso muy delicado.
—¿Qué podemos perder?
«De M. Aponio Saturnino a D. Junio Silano Torcuato, un muy respetuoso saludo.
»Te acordarías mejor de mi si me presentara bajo el nombre de T. Junio Aponio, que fue el de mi difunto padre. No voy a juzgarlo por haberme hecho perder un patronímico tan ilustre, pero vuelvo a escribirlo ahora no sin moción, pues nos ha unido desde hace unos ciento cuarenta años a tu familia y para nosotros está cargado de multitud de agradecidos recuerdos. Tengo más de sesenta primaveras a las espaldas, estoy de vuelta de muchas cosas, ero de pronto he sentido el vivo deseo de ir a presentarte mis respetos. No quisiera terminar mis días manchado con una sospecha de ingratitud, y mi posición te dirá que esta iniciativa no es la de un suplicante. Antiguo pretor y Hermano Arval, tengo bastante como para ser feliz y satisfacer a una joven esposa cuya belleza es para mí una preocupación antes que un honor y arde por acompañarme en mi visita, pues ya sabes la simpática curiosidad que rodea tu vida y milagros.
»¿Pues acaso tu mérito no iguala a tu nobleza, y no es rara tal coincidencia en nuestros días? ¿Podemos deslizarnos una mañana entre tu clientela y renovar así las viejas costumbres que nos eran tan queridas? ¿A qué otro patrón sino a ti podría yo saludar con este nombre sin enrojecer?
De todas formas, ¡que los dioses te guarden con salud!
»P. S.: Vivo en una casa grande detrás de la Vía Suburana, a la altura del pequeño mercado de las aceitunas —por no hablar del gran lupanar de los hermanos Temístocles, que tantas preocupaciones causa a nuestros ediles. Ya sea aficionado a las aceitunas o a las mujeres, tu correo, si te place, encontrará fácilmente mi puerta. Soy tanto más conocido en el barrio cuanto que tengo modestos talentos de abogado, de lo que a veces se benefician tanto los ricos como los humildes».
Por cierto que no era costumbre en un cliente —fuera cual fuese su rango— hacerse acompañar por la esposa en una entrevista de protocolo. El gesto se habría considerado indiscreto y fuera de lugar. Pero por otra parte no se trataba de una visita ordinaria, y el carácter excepcional del homenaje podía atenuar la anomalía.
Tres días más tarde volvieron las tablillas, y decían:
«De D. Junio a T. Junio Aponio, ¡salud!
»Ya me habían hablado de ti, de tus dificultades con el emperador Cayo y de tu reconfortante matrimonio. Incluso había oído hablar de los éxitos de tus gladiadores en las arenas de nuestras pequeñas ciudades y de los que obtiene tu mujer en nuestra gran arena de Roma, ya que Vitelio y Otón tuvieron ocasión de revelarme por azar cuán encantadora era. Yo también voy teniendo mis años, ya no me quedan prejuicios, y nunca he rechazado a un cliente.
Igualmente lleno de curiosidad por verte, y en tan buena compañía, te comunico por medio de mi secretario que podéis venir mañana por la mañana temprano, entre mis clientes privilegiados. Ya que eres antiguo pretor, pasarás detrás de un antiguo cónsul. Espero que te encuentres bien.
»P. S.: Tu amable nota me siguió desde nuestro viejo palacio del Caelio a una pequeña casa del Palatino que adquirí recientemente, la cual perteneció antaño a Craso, a Cicerón, a Censorino y, en último lugar, a T. Estatilio Sisena, que fue cónsul con Escribonio Libo durante el tercer año del reinado de Tiberio. Los herederos de Sisena me la vendieron por menos dinero del que Cicerón pagó por ella. ¿No es extraño?».
Esta prosa no era muy halagüeña, pero tampoco cabía pedir lo imposible.
Por la tarde, entre la siesta y el baño, Marco, ocioso y ensimismado, se retiró a su cuarto de trabajo contiguo a la biblioteca para abocarse al asunto Libanio. Tal vez Décimo le consiguiera casos más interesantes…
El asunto Libanio era de lo más penoso. El protagonista, un hijo de liberto que había hecho fortuna en el comercio de cereales, había exigido en su testamento que las siete bellezas que constituían su serrallo se mataran entre sí sobre la tumba para rendir honores a sus manes. Exigencia terriblemente pasada de moda, en la que una recelosa piedad parecía combinarse con mórbidos celos. El hijo de Libanio, ofendido por tamaño despilfarro, había intentado anular el testamento en ese punto, pero la hija del difunto, representada por su tutor, había emprendido la defensa de las últimas voluntades de su padre: sin duda las siete madrastras habían ocupado, para la sensible joven, demasiado sitio en la casa. Esperando la decisión del tribunal, los bienes en juego fueron embargados, y las siete esclavas, que se iban marchitando, aguardaban desde hacía doce años el fallo sobre su suerte. Marco, que defendía por azar la causa de la heredera, tenía la ley de su parte, pero en contra la mala voluntad de los sucesivos pretores, ninguno de los cuales había querido comprometer su responsabilidad en una historia tan desagradable. Desde la llegada al poder de Nerón, un viento de humanidad favorable a la gente modesta, e incluso a los esclavos, soplaba sobre la jurisprudencia.
Cuando el prefecto de la ciudad, Pedanio Secundo —predecesor de Flavio Sabino y amigo de Séneca—, fue asesinado por un esclavo que le disputaba un favorito, sólo la insistencia del bloque de los senadores más tradicionalistas logró del emperador que la ley fuera aplicada, y los cuatrocientos domésticos de la víctima, en un clima de populachero motín hostil al senado, emprendieron el camino del último suplicio, cargando sus respectivas cruces. Pero el emperador se opuso a la sugerencia de un extremista, que quería que incluso los libertos presentes en casa de Pedanio en el momento del crimen fuesen deportados.
Al día siguiente, por la mañana temprano, mientras la litera de alquiler que debía llegar de la estación del Trastévere se hacia esperar, Marco fue en persona a reclamar al lusitano del callejón los alquileres atrasados que se acumulaban. Los látigos y los collares de hierro para esclavos se vendían mal. En la mayor parte de las grandes casas, las relaciones entre amos y servidores eran buenas o pasables, a veces excelentes, y los humildes castigaban a sus escasos servidores con las manos desnudas. Todavía se podía hacer castrar a un esclavo o venderlo a un proxeneta, pero los casos eran cada vez más raros y discutidos. Desde la ley Petronia de Augusto, hacía falta la autoridad de una sentencia complaciente para entregar a un esclavo insoportable a las bestias, y Nerón encargó al prefecto de la ciudad que recibiera e instruyera las quejas que le sometiesen los esclavos contra la supuesta injusticia de sus amos. La demagogia imperial se mofaba del derecho de propiedad.
Por otra parte, una confusa filosofía, ajena a Aristóteles, había extendido la idea de que los esclavos podrían tener una especie de alma, y la lógica de hechos deplorables añadía leña al fuego: cuando un esclavo liberto como el riquísimo Palas, amante de la fallecida Agripina y alma condenada al fuego, ambicioso que Nerón acababa de hacer matar, había logrado alcanzar el rango de ministro, era difícil no concederle, ya que no un alma bien definida, al menos un poco de espíritu.
Furioso ante la mala voluntad del lusitano, Marco ordenó que retiraran la escalera que comunicaba su taberna con el entresuelo. Ese medio de presión contra arrendatarios recalcitrantes había llegado a ser clásico, e incluso la expresión «quitar la escalera» se había convertido en proverbio.
La litera llegó por fin. Para aquella importante visita, Marcia se había arreglado como una patricia virtuosa, sobria y refinada; había renunciado a los colores demasiado vistosos, a las joyas demasiado llamativas. Ella misma había ayudado a Marco a vestir su más hermosa toga.
En la gastada litera, los dos cónyuges recapitulaban todo lo que se sabía de Décimo —tarea bastante yana, ya que el margen entre la realidad y las habladurías podía ser grande.
Una hermana de los tres hermanos Silano, Junia Lépida, se había casado con C. Casio Longino, descendiente del asesino de César y célebre jurisconsulto —el mismo que había abogado brillantemente en el senado por la crucifixión de los cuatrocientos esclavos de Pedanio Secundo. Y los dos esposos habían educado en el culto de las virtudes estoicas a su sobrino Lucio, hijo del infortunado Marco, sacrificado por Agripina ocho años atrás. Pero el estoicismo de Décimo pasaba por ser menos rígido, inspirado tal vez en la notable suavidad del de Séneca. De elevada cultura, esteta y diletante, Décimo se enorgullecía de su parentesco con Augusto, pero el peligro que ahora representaba para él, tras el trágico fin de sus dos hermanos, lo había apartado de cualquier ambición política. Se contaba incluso que, desesperado por una existencia tan incierta, en el ocaso de su vida se había lanzado a un frenesí de suntuosos derroches y elegantes placeres. Era, en resumen, un estoico del tipo mundano y escéptico, más preocupado por embellecer sus últimos años que por filosofar con rigor. Tales disposiciones ofrecían a Marcia posibilidades prácticas que seria una pena desaprovechar. Aún no se había disipado la ligera bruma matinal de septiembre cuando ya la casa de D. Junio Silano Torcuato estaba sitiada por los clientes. Unos, llegados a pie con su estrecha toga y sus chanclos informes, se habían aglomerado en compactos racimos a lo largo de las escaleras que, partiendo de la Vía Triunfal, trepaban hacia la fachada del edificio sobre la ladera sudeste del monte Palatino. Otros, con togas más amplias y calzado más decente, habían dado la vuelta por la cuesta de la Victoria y las callejuelas que la prolongaban.
Como las puertas aún no estaban abiertas, Marco y Marcia se mezclaron con el grupo bastante restringido de los clientes de primera fila para armarse de paciencia. La niebla se levantaba poco a poco.
La «casita» de Cicerón, a la que Silano había hecho alusión en su nota, sólo era pequeña para un Silano. De todas maneras, Cicerón había pagado por ella 3 500 000 sestercios y le había añadido un jardín. Desde la entrada se distinguía, hacia el sur, el bello panorama campestre del que habla Cicerón en su Pro domo: las laderas de Esula, las cumbres de Tibur[59], de Tusculum y de Alba. La rama del Acueducto Juliano que llegaba al Palatino después de regar el Caelio separaba la casa de Cicerón de la de Clodio, mucho más grande, que el tribuno adquiriera antaño por 14 800 000 sestercios. ¡Era divertido pensar que las moradas de Cicerón y Clodio, enemigos íntimos, sólo estaban separadas por los arcos monumentales de un acueducto! Más lejos todavía, hacia el norte, se alzaba una casa que había pertenecido a Escauro. Hacia mucho tiempo que el emplazamiento estaba en oferta.
Se abrió una pequeña puerta y los clientes de primera fila fueron guiados hasta el atrio, desde donde debían ser introducidos por orden jerárquico en el tablinum, lugar donde se conservaban los archivos familiares y donde el dueño se disponía a recibirlos brevemente.
Después se abriría la gran puerta para las segundas entradas, reservadas a los clientes que solo estaban vinculados a un patrón, y en consecuencia se mostraban asiduos. Cuando el vasto atrio estuviera lleno, Silano echaría un vistazo por la rendija de la espesa cortina que separaba el tablinum y el atrio, para comprobar que no se hallaba presente ningún indeseable, y pasaría al atrio, donde los visitantes le rendirían homenaje. Entre los privilegiados de esta categoría reclutaba el dueño cada mañana a los «acompañantes» que lo escoltarían al Foro y a los «predecesores» que sólo tenían tiempo para acompañarlo a la puerta.
Al final estaban todos los demás, el conjunto famélico de los que entraban en tercer lugar, esforzándose por sacar algunos sestercios en las casas de diversos patrones, y que se limitaba a un humilde saludo. Al nomenclator[60] le costaba trabajo acordarse del nombre de cada individuo, y a veces decía un nombre inventado sin que el infortunado osara protestar. El tropel de los terceros era grande y el beneficio incierto, pues la admisión dependía de la forma de untar la mano del portero a partir del primer obstáculo que ponía. Lejos estaban los tiempos en que los clientes corrientes llegaban con toda clase de recipientes para recibir una sportula alimenticia en especias. Estaba de moda la sportula monetaria, distribuida al final de la visita por un «dispensador», según unas tarifas bastante bajas que tendían a uniformarse de casa en casa.
Para los señores a quienes la política estaba desaconsejada, la clientela había perdido importancia y apenas era más que un nostálgico derroche de vanidad.
Tras la recepción del antiguo cónsul, la cortina del tablinum se levantó para Marcia y Marco, que penetraron en el sancta sanctorum.
Décimo era grande y esbelto, de rostro aquilino, ojos claros y cabello nevado. Llevaba una túnica de fino algodón azul amatista, adornada con algunos elegantes plisados. Sus sandalias eran doradas, y mientras hablaba con soltura jugaba maquinalmente con su anillo, como para imprimir un sello propio a los pensamientos…
—Siempre es una sincera alegría, Marco, recuperar a un cliente al que uno podría haber dado por perdido —y más aún recuperarlo en calidad de magistrado curul honorario y Hermano Arval en ejercicio. ¡Cuántos libertos se muestran ingratos cuando encuentran a quienes les dieron la libertad! Y cuando los honores se acumulan sobre una cabeza, con más razón se apresura el hombre a olvidarse de los antiguos bienhechores, como si esos honores hubieran sido posibles sin la libertad que los generó. Tu iniciativa me emociona tanto más cuanto que es cada vez más rara. Y velaré porque te traiga felicidad según tus méritos.
Marcia hizo resbalar el chal que velaba a medias su rostro y dijo:
—Hace un momento mi marido me repetía una vez más que su modesto éxito sólo era una emanación de todas las hazañas que han honrado a tu familia desde Torcuato; que la mayor virtud de la gloria era inspirar el gusto por ella, y que por lo tanto le correspondía rendirte homenaje por lo que ha podido llegar a ser gracias al buen uso de una libertad que ya su bisabuelo conoció durante la égida del muy llorado Tiberio Junio. Si son necesarias cuatro generaciones para hacer un hombre honrado, es en el fondo a Tiberio a quien Marco debe todos sus méritos. Algunos, es cierto, habrían tenido la ingratitud de olvidarlo. Marco está orgulloso de ello, pues no a todos les es dado obtener su libertad de una fuente tan ilustre y ejemplar.
Décimo había hablado distraídamente y escuchaba de la misma manera. Le rogó a Marcia que arreglara su velo, que lo hiciera resbalar un poco, un poco más, un poco menos…
Con ojos extasiados, refirió a Marco:
—Cuando uno llega al Foro de los Bueyes, entre el arco de Jano Cuatrifronte y el Toro de Bronce traído de Egina, dando la espalda a la Basílica Sempronia y de cara al pequeño templo circular de Hércules Vencedor, puede ver a la derecha de este último el templo de la Fortuna Virgen, y a la izquierda el templo del Pudor Patricio, al que Tito Livio, entre otros, hace alusión en su libro X. Esos tres templos se cuentan entre los más antiguos y venerables de Roma. El de Hércules se atribuye a un tal M. Octavio Herseno. El de la Fortuna Virgen fue construido por el rey Servio. El del Pudor Patricio fue fundado por uno de mis antepasados; es el templo de mi gens y el sacerdote siempre forma parte de nuestra familia.
»Sin embargo, hace ya mucho tiempo, un incendio estropeó la estatua de bronce del Pudor Patricio, que perdió la cara. Hace años que trato de ingeniármelas para hacer sustituir esa obra de arte por una estatua de mármol blanco, pero ningún proyecto me gustaba. Actualmente hay en casa cinco o seis «Pudores Patricios» de los más grandes escultores detenidos en su ejecución; son producciones estimables, técnicamente perfectas, pero no tienen nada ni de púdico ni de patricio. Tal vez la época sea la causa…
»Pues bien, el modelo que me hace falta acaba de sorprenderme cuando tu mujer ha hecho resbalar graciosamente su velo. Es el Pudor Patricio en persona, tal como yo lo soñaba sin poder precisar sus rasgos.
»Me advertiste que no venías como pedigüeño. Esta noble actitud me anima a pedirte yo mismo un gran servicio: que tu Marcia pose para Polieucto, que trabaja con Zenodoro y algunos otros en el coloso neroniano y solar de ciento veinte pies previsto para la Casa del Tránsito. Este cambio le servirá de descanso.
Marco se mostró entusiasta; Marcia, mucho más reservada…
—Sería muy halagüeño para mí, Décimo, ver a mi pudor recibir por fin la eternidad del mármol. Pero sé cómo trabajan los escultores de la clase de Polieucto cuando se trata de obras de este género, en las que la gracia es esencial. Y los grandes pintores de caballete hacen lo mismo.
Dibujan primero el modelo desnudo y lo visten después, de manera que el drapeado, en vez de parecer pegado al cuerpo, despose formas llenas de vida. Tú sabes lo que son los talleres de artistas y cuánto sufriría en ellos el pudor —¡incluso si es plebeyo!
Décimo se apresuró a garantizar que serian tomadas todas las precauciones para cuidar el vivo pudor de Marcia, y Marco unió alentadoramente su voz a la de aquél. Marcia suspiró muy fuerte y se rindió.
Resplandeciente, Décimo hizo llamar a un intendente, ordenó que fueran a buscar en el acto a Polieucto y que despidiesen a la clientela con el pretexto de una súbita indisposición, no sin antes distribuir las sportulae.
Mientras esperaban a Polieucto pasaron al peristilo adyacente, rodeado por una rosaleda en plena floración, y pasearon ante las galerías de estatuas que hacían del lugar un sorprendente museo, fruto de un pillaje intensivo en Grecia, las islas, Alejandría y Asia. Allí estaban re presentados Escopas, Leocares, Lisipo, Cefisodoto, Timarcos, Tisícrates, Timoteos, Briaxis, Doidalses y los dos Boetos. Las estatuas más recientes tenían siglo y medio y estaban firmadas por Dionisos y Timarquides.
Como el sol ganaba altura, Décimo llevó a sus huéspedes a una exedra, donde estaban expuestos cuadros de los más grandes maestros griegos: Silanión, Nicias, Atenión, Apelo, Protógeno, Filoxenos o Eubulides.
Marco se perdía en cálculos para intentar imaginar cuánto podían costar la estatuaria y la pintura presentes, y el resultado era pavoroso.
—Mis obras de arte más bellas, las más antiguas, las piezas verdaderamente únicas —dijo Décimo con indolencia— están reunidas en mis villas de Tibur, De Antium y de Bayas. Estimo que el aire de Roma, donde respiran tantos seres groseros, no es demasiado favorable a la conservación.
—Y sin embargo —hizo observar Marcia— yo he visto, como todo el mundo, cuadros de Antifilo, Artemón o Polignoto colgados casi al viento bajo los pórticos de Octavia, Filipo o Pompeyo. Y no hablo de las galerías de las termas de Agripa o de las nuevas termas de Nerón… Roma está atestada de cuadros que parecen encontrarse en bastante buen estado.
—En efecto, detentan una notable longevidad. En primer lugar, los más importantes están pintados sobre una trama en corazón de alerce, esa parte color de miel que los griegos llaman oegida. El alerce, que viene de los Alpes o de los bosques de Macedonia, es la madera que mejor resiste a la intemperie. Los cuadros pequeños están ejecutados sobre marfil o boj, cuya resistencia también es admirable. Después se pasa un barniz azul especial sobre las planchas. Por ejemplo, el pintor sólo utiliza cuatro colores muy estables: blanco, amarillo, rojo y negro; y esos colores, o su mezcla, se emplean en estado de fusión, desleídos en cera humeante cerca del caballete por los pequeños esclavos del artista. Trescientos años más tarde, tales cuadros parecen recién salidos del taller.
—¿No sería más sencillo pintar, por ejemplo, sobre tela?
—¡Eso ya se hace con los vestidos femeninos, y raramente pasan a la posteridad!
La tontería produjo a Marcia una encantadora turbación y su interés se desvió hacia una mesa redonda con base de trípode que decoraba el centro de la estancia. Las patas eran de bronce dorado, y el tablero de una madera preciosa cuyas vetas imitaban en algunos lugares, de manera sorprendente, a los ojos de la cola de un pavo real.
—Perteneció a Cicerón —precisó Décimo—. Es la primera mesa en madera de cidro que se ha visto en Roma.
—Dicen que pagó por ella un millón de sestercios —dijo Marco—. Y hasta nuestros días es el precio más alto pagado por un cidro de primera calidad.
—¿Por qué siguen siendo tan caras estas mesas? —le preguntó Marcia a Décimo—. ¿En qué reside su rareza?
—El cidro es una especie de ciprés o tuya que crece en los bosques lejanos de Mauritania o de Arabia Pétrea. En ebanistería de lujo sólo emplean los nudos veteados que presenta en la base, y a menudo no alcanza un grosor suficiente como para cortar transversalmente un hermoso tablero de mesa. Las dificultades se acumulan.
Décimo acarició la pulida superficie de la mesa con aire ensimismado y continuó:
—Ya que eres abogado, Marco, podrás darme un buen consejo. Compré la mesa y la casa por un precio ridículo, y creo que al fin entiendo la razón… Ayer, tras la caída de la noche, estaba mirando estos cuadros antes de acostarme. A la luz de las lámparas adquieren ciertos tonos cálidos que aprecio mucho.
»Yendo de una obra a otra, pasando de este Embarco a Citerea a este Tonel de las Danaides, lancé por azar una ojeada al busto de mármol negro de Cicerón que veis allí…, cuando de repente un horrible gemido resonó a mi espalda. Me volví: la cabeza de Cicerón estaba sobre la mesa y me miraba fijamente. Tuve tiempo de hartarme antes de que desapareciera.
Tras un horrorizado silencio, Marcia preguntó:
—¿La cabeza era negra o blanca?
—¿Qué importa eso?
—¿No has notado, Décimo, que una imagen puede grabarse en nuestros ojos de tal manera que se nos aparece todavía un momento si fijamos la mirada en otra parte? ¡Yo misma te veo todavía cuando cierro los ojos!
La observación impresionó a Décimo, que reflexionó y dijo tristemente:
—No. La cabeza estaba ahí, más bien lívida, tal como la cortó el centurión de Antonio cuando Cicerón estiró el cuello fuera de su litera, en las orillas de Gaeta, donde lo retuvo el mareo.
—¡Cicerón es, con toda seguridad, la víctima más ilustre del mareo! Y sus manos, que escribieron las Filípicas y que Antonio hizo cortar también, ¿estaban sobre la mesa?
—No.
—Cuando alguien pierde la cabeza, es fácil que olvide las manos.
Un poco cortado, Décimo optó por echarse a reír…
—¡Tu naturaleza no parece ser de las que llevan a perder la cabeza fácilmente!
Marco, mortificado en su devoción a Cicerón, intervino:
—Si es de notoriedad pública que se trata de una casa con fantasmas, como hay tantas, tus abogados, Décimo, pueden intentar un proceso de anulación de venta por vicio oculto. El caso del fantasma está previsto en el código y hay al respecto una rica jurisprudencia.
—Pero esta casa es encantadora y estoy enamorado del panorama: no tengo la menor intención de abandonarla.
¿No se podría más bien exigir una rebaja?
—Puesto que pagaste un precio irrisorio, la rebaja ya está hecha. Seria más conveniente desembarazarse del fantasma.
—Acaso baste con enviar a paseo la mesa.
—¡Una mesa que perteneció a Cicerón!
—Más valdría —dijo Marcia— dar vueltas en torno a ella como hacen los magos caldeos, establecer contacto con Cicerón y, a fuerza de halagos, convencerlo para que frecuente otro mueble en otra casa. Tú no careces de propiedades, Décimo, y puedes proponerle un cambio…
Polieucto llegó a toda carrera, olfateando dinero. Era feo y contrahecho como el Tersito de Homero, pero de manos sólidas y espíritu agudo…
—Soy indigno, domine, desaparecer en tu presencia, y sin embargo, a tu primera llamada, he rodado cabeza de Nerón abajo para acudir como el famoso portador de la victoria maratoniana. ¿Qué triunfo quieres de mí?
El término dominus, que suponía un derecho de propiedad, nunca se empleaba entre ciudadanos. Los esclavos calificaban así a sus dueños, los aduladores a los emperadores que los toleraban; los clientes subalternos también se servían de él por afección de humildad, y los amantes hablaban de su domina, de su «dueña», en cuanto creían que habían llegado a dominarla[61].
Décimo le explicó a Polieucto lo que quería y el escultor hubo de convenir en que Marcia le inspiraba ideas de pudor por primera vez. Esto lo dijo desnudando a la mujer con la mirada, con segundas intenciones de técnico que, por ende, la volvían a vestir en seguida de la manera más casta.
Charlando, subieron al belvedere del jardín, desde donde se dominaba toda la casa y la mayor parte de una soleada Roma.
Décimo se había percatado, por experiencia, de que era imposible lograr un servicio perfecto con quinientos o seiscientos esclavos divididos en «decurias»[62] más o menos anónimas.
—Aquí sólo hay noventa y siete —decía—, controlados por algunos libertos de toda confianza: casi podría darles un nombre a cada uno, y ellos lo saben. ¿Podéis creerlo? ¡Así soy mejor servido que en mi palacio del Caelio o en mi inmensa villa de la Colina de los Jardines! El secreto del verdadero lujo es restringirse, de manera que una familia escogida sea como la permanente prolongación del cuerpo y del espíritu del dueño.
Nada se podía replicar. Tanto en cuestión de esclavos como de pudor, un Décimo siempre tenía razón. Sólo el emperador podía quitársela.
Todo ocurrió muy rápidamente…
En el año 815 de la fundación de la ciudad, cuando P. Mario Celso y L. Asinio Galo eran cónsules, una mañana de los Idus de octubre, día «nefasto alegre», hacia la sexta hora, al terminar una sesión de pose, Décimo, que había ido a prodigar sus consejos como vecino, se acostó con Marcia mientras filosóficamente Polieucto amasaba arcilla en un rincón. Y puesto que Décimo era muy atento, la domina[63] tal vez habría experimentado algún placer si no hubiera estado tan distraída.
Marcia jugaba muy fuerte, pero su reputación no le permitía mostrarse coqueta. Sólo podía explotar el tema eterno: «¡Eres el fénix de una lista demasiado larga!». Declaración que siempre complace, incluso a los más escépticos.
Los hijos de senadores decididos a hacer carrera militar comenzaban como oficiales. Pronto pudo Marcia anunciarle a Marco el Joven que sería introducido en calidad de tribuno en el Estado Mayor de Xanten, con la recomendación de D. Junio Silano. Marco el Joven tuvo suficiente buen gusto como para no pedir detalles. Y Kaeso se contentó con los hechos.
Marco padre pasó a engrosar la legión de los abogados de Silano, quien, por tener tierras y bienes en casi todas partes, siempre llevaba al mismo tiempo una veintena de procesos que estaba acostumbrado a ganar, pues la justicia no es tan ciega. Para Marco fue la oportunidad de embolsar interesantes comisiones bajo cuerda y degustar gran número de regalos en especias, que venían a sumarse a la prebenda gastronómica de los Arvales. Un día ingresaban a la cocina tres jabatos y varias ristras de tordos. Otro hacían entrar veinticuatro ánforas de Regio o de Sorrento, envejecidas en el fumarium de los graneros, especialmente preparado para el paso del humo del hogar; o bien se trataba del humo de las fraguas de África, las más reputadas entre los catadores, que lentamente habían llevado a buen fin la desecación de una maravillosa uva de mesa. Marco también cobraba en especias. El célebre silphium de Cirenaica, víctima de una explotación intensiva, acababa de desaparecer, y sólo se había encontrado un espécimen para satisfacer la curiosidad de Nerón; pero la pimienta blanca o negra, el costus indio, el jengibre, el malobatron, el zumaque, el pelitre de África, la canela, el clavo, el cardamomo o el nardo indio, especias a 400 sestercios la libra, eran regalos tan apreciados como esos jarros de miel perfumada que había servido para la conserva de los membrillos. El dueño, que nunca había sido bien parecido, echaba cada vez más vientre y sus esfuerzos por no abusar de los grandes crudos con demasiada frecuencia eran estériles.
Una hermosa tarde de principios de diciembre, Marcia le metió prisa a Marco para que saliera del baño y Kaeso pudiese tomarlo —ya que los hijos no se bañaban delante de sus padres. Una vez que Kaeso estuvo bien aseado, Marcia en persona se ocupó de dar los últimos toques a la corta toga pretexta del adolescente y salió con él para acudir a una misteriosa entrevista.
Abandonaron la ciudad por la Puerta Retumenia, que debía su nombre a un cochero del vecino circo Caelio Flaminio a quien sus caballos, desbocados, habían arrastrado un día hasta allí, donde quedó muerto. Después tomaron, a través del Campo de Marte, la Vía Lata en dirección al pequeño pórtico de Pola, hermana de Agripa. Menos atestado de paseantes que los grandes pórticos, aquel monumento se prestaba mejor a una conversación tranquila.
Por el camino, Marcia le dijo a Kaeso, que estaba intrigadísimo:
—Voy a presentarte a Décimo, de la gens Junia, pariente de los Césares e irreprochable caballero, el patrón con quien tu padre acaba de reconciliarse felizmente, tal como te hemos contado.
Marcia insistía en el lazo de patronazgo, pues en principio era una canallada indigna de un patrón entrar en relación con la mujer de un cliente, y a Kaeso había que ahorrarle la menor sospecha.
—Décimo es inmensamente rico y muy benévolo —continuó—. Con una sola palabra puede hacer cualquier cosa por ti. Ya sabes lo que ha hecho por tu hermano, que nos abandonará esta primavera en condiciones inesperadas. Sabes lo que ha hecho por tu padre, que ahora defiende causas provechosas. Y también sabes lo que de forma accesoria a hecho por mí, que muy halagada prestaré el rostro, velado a medias, a la diosa del Pudor Patricio de su gens. Es de capital importancia que le causes la mejor impresión posible.
Kaeso no pedía nada mejor, pero necesitaba consejos más concretos.
—Oh —dijo Marcia—. Sólo tengo un consejo que darte: sé tú mismo, tal como los dioses y nuestra cuidadosa educación te han moldeado y definido. Sé natural y amable. Nada de timidez sin motivo, ni fanfarronerías fuera de lugar. Décimo es un hombre delicado y cortés, con el que además en seguida te sentirás a tus anchas. No pide más que quererte. Considéralo un segundo padre y todo irá bien.
Se acercaban al gran acueducto de la Virgo, que dominaba el pórtico de Pola y alimentaba las termas de Agripa. Y desde uno y otro lado de la Vía Flaminia, que prolongaba la Vía Lata, se adivinaban los espacios verdes, disminuidos a causa de la estación fría, cuyas frondosidades cubrían sin embargo la mayor parte de las 60 yugadas del Campo de Marte.
Se adivinaba la presencia de Décimo en la litera blanca colocada ante el pórtico, cerca de la cual se mantenían en posición de firmes unos portadores negros, atléticos y petrificados como si acabaran de oír la orden militar de Legio expedita, la cual significaba que los soldados debían tirar el Saco a tierra y prepararse para cualquier cosa.
Décimo, imagen de la más alta distinción, miraba bajo el pórtico un plano del universo que Augusto había hecho grabar en el mármol y provocaba la reconfortante impresión de que, allende el mundo romano, el universo se reducía a informes fruslerías. Los dioses estaban con Roma hasta en los mapas.
El rostro del patricio se iluminó al ver a Marcia; el múltiple significado de esa sonrisa sólo podía escapar a una ceguera como la de Kaeso.
Marcia presentó a su hijo y Décimo le dijo al muchacho:
—Me alegro de conocerte. Tu madre me ha hablado de ti en términos muy elogiosos y, a primera vista, diría que no ha exagerado. Dime, ¿qué quieres hacer en la vida y en qué puedo serte favorable?
Kaeso reflexionó un momento y respondió:
—Mamá acaba de recordarme que sois un hombre gentil e irreprochable, un patrón ejemplar. Mi único deseo es que me ayudéis a llegar a igual meta y a saber ser digno de ella.
Era la única respuesta que Décimo no había previsto. Tuvo la sospecha de que un bribón vicioso y demasiado bien informado se burlaba de él. Pero el candor de Kaeso era inimitable y exigía un candor igual.
—Y bien —terminó por declarar—. Me pides lo más difícil. Si el destino te concede una larga existencia, verás que es menos arduo predicar la virtud que mostrarse en todo momento digno de la prédica. No obstante, me esforzaré en ser del temple de tus excelentes padres.
—¡Si ha de caberme la suerte de tener tres virtudes velando por mi, corro el riesgo de volverme demasiado sensato y aburrirme!
Era como para echarse a reír.
—La sensatez de Décimo —dijo alegremente Marcia— va acompañada, supongo, de algunas honradas distracciones. Desde ahora, Kaeso, tendrás dos virtudes para aburrirte y una tercera para distraerte.
Décimo aprobó calurosamente el programa y la conversación cobró un cariz ligero y distendido. Kaeso habló modestamente de sus éxitos escolares y sus conquistas ecuestres —si bien mucho menos de sus relaciones con los gladiadores, de las que pensaba, con razón, que no eran demasiado halagüeñas.
—Has domado a Formoso y a Bucéfalo —le dijo bruscamente Décimo—. ¿Has tenido la misma suerte con las muchachas?
No era el momento de iniciar a un hombre tan distinguido en los secretos de la popina paterna.
—Oh, —dijo Kaeso—, las muchachas decentes me mirarán cuando pueda desposarías. En cuanto a las muchachas con las que uno no se casa, ¡habrían vaciado mi bolsa antes de que me quitara la túnica!
—¡Has llegado sin mucho esfuerzo a una excelente filosofía, muchacho!
Décimo parecía encantado.
El frío vespertino caía sobre el Campo de Marte y se separaron de buen humor, después de que Décimo dijera al oído a Marcia: «¡Es perfecto! ¡Refrescante! Me gustaría haber sido así a su edad…».
Marcia no podía soñar mejor cumplido.
A partir del XVI de las Calendas de enero, diecisieteavo día de diciembre contando como algunos bárbaros de espíritu simple, las Saturnales se desencadenarían sobre Roma, entregada entonces al delirio de los esclavos, que, en connivencia con el populacho, se mofarían de cualquier autoridad legítima. Organizarían en los Foros parodias de procesos para escarnio de los cónsules, los pretores y los jueces. En las familias, se arrellanarían a la mesa de los amos, que estarían obligados a festejar con ellos o servirles la bebida, y el rey de esos banquetes serviles, designado por los dados, tendría el pérfido placer de remedar al dominus e imaginar jugarretas no siempre divertidas. Seria el mundo al revés. A las esclavas, para martirio de las matronas, les tocaría el turno en los Idus de marzo y en el día tercero de los Nones de julio. Los republicanos hacían notar a menudo que César, un hombre mujeriego y demagogo, sumiso como una muchacha cuando llegaba el caso, había sido apuñalado mientras la ciudad estaba en poder de las mujeres más humildes.
Durante los siete días de las Saturnales, los amos que tenían una familia importante corrían a descansar al campo o bien se reunían con algunos amigos en discretos pisos de soltero, donde comían conservas lúgubremente y fregaban los platos esperando que pasara la tormenta. El propio emperador abandonaba el palacio, pues en el lapso de una hora estallaba en él un desorden enloquecedor.
La víspera del XVI, Décimo, a quien las expansiones de los esclavos no divertían del todo, se refugió en una cómoda y pequeña villa cerca de Antium, que uno de sus libertos ponía lealmente a su disposición para permitirle escapar al frenesí general.
Marcia, cuya virtud se había vuelto especialmente prudente desde que se hacia esculpir como Pudor Patricio, salió el mismo día que su marido, se suponía que al campo, dejando en casa a los dos niños, a quienes las Saturnales distraían. Estas vacaciones conjuntas tenían que neutralizar cualquier sospecha de Kaeso, Al llegar a Antium, Marco bajó en un albergue donde el servicio estaba totalmente desorganizado, mientras Marcia seguía su camino hacia la villa de Décimo. Marco era un esposo complaciente, pero mejor padre.
Consumidas y agotadas las Saturnales, Marcia se encontró con Marco una mañana, en un cuartito que nadie había barrido en varios días y donde sólo era posible dormir en estado de embriaguez. Pero ella era portadora de una sorprendente y maravillosa noticia:
—¡Décimo adopta a Kaeso!
Marco saltó de su lecho, vacilante, y se lo hizo repetir.
—¡Sí, está decidido!
—Pero ¿qué has hecho?
Todavía un poco achispado, Marco no se daba cuenta del carácter equivoco de su pregunta.
—He hecho… ¡todo lo que he podido, pero los dioses han hecho más aún! Divorciado de su última esposa, Décimo no tiene hijos. Y en el fondo vive con miedo, contemplando la cabeza de Cicerón sobre la mesa. Los mismos motivos dinásticos que empujaron a Agripina a asesinar a sus hermanos pueden empujar un día a Nerón a jugarle una mala pasada. Y la vida de su único sobrino, Lucio, también pende de un hilo. Si Décimo adopta a Kaeso, un muchacho de sangre completamente nueva, tendrá sin duda herederos para asegurar el culto familiar, ocuparse del templo del Foro de los Bueyes y de mi estatua, que está casi acabada. Pero tendrá además grandes posibilidades prácticas de salvar la mayor parte de sus bienes de la rapacidad siempre acechante del emperador y sus esbirros.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Pero bueno, ya sabes como ocurren estas cosas, y desde hace generaciones… A la menor señal de desgracia, el condenado no espera a que arrastren su cuerpo torturado a las Gemonías y confisquen sus bienes. Organiza una velada de despedida, se hace abrir las arterias de las muñecas —y no las venas, como escriben los historiadores que todavía no se han dado muerte— y…
—¿Qué diferencia hay entre venas y arterias?
—Las unas son gruesas y las otras delgadas. En resumen, mientras fluye la sangre el suicida busca nobles palabras que quedarán en la memoria, lega algunos objetos preciosos al emperador, a quien agradece sus buenos cuidados, deja un grueso paquete al prefecto del Pretorio y a algunos otros necrófagos, y ofrece bebida al centurión que, como por casualidad, ha hecho rodear su casa para que sólo pueda escapar con los pies por delante.
»Dada esta previsión, el emperador sería un tirano más escrupuloso si confiscara los bienes de un hombre que nadie ha juzgado ni condenado, y por lo común respeta el testamento.
»Además, el emperador dirá en tono bonachón: "¡Qué pena! ¿Qué le ha pasado? Empero, yo no había fruncido tanto el ceño. ¿Por qué no habrá confiado en mi clemencia? Ahora tendría un agradecido más…
»Pero un cortesano sugerirá: «No habría llamado al cirujano si no se hubiera sentido más culpable de lo que pensábamos». Y el emperador meneará la cabeza con dubitativa tristeza.
»Así todo el mundo queda contento: el prefecto del Pretorio habrá hecho un negocio más, el centurión habrá bebido de lo mejor, el emperador acariciará su bronce de Corinto sin sentir culpa y el condenado habrá sustraído sus bienes al pillaje, a todos los efectos.
»Pero para que la ceremonia se desarrolle sin dificultad se necesita un heredero a la vista, un heredero muy cercano y no comprometido. Privado de un heredero directo libre de toda sospecha, a un suicida le hace poca gracia dejar sus bienes a vagos amigos, a su nodriza o a cualquier fundación piadosa.
»Un Kaeso adoptado acumula las dos preciosas ventajas de ser el heredero más directo y el más inocente, ya que ni siquiera podría reprochársele ser de la misma sangre que la víctima.
»¿Lo has entendido bien?
—Perfectamente. Pero para hacerles esa jugada a Nerón y a Tigelino, Décimo podría adoptar a otro. Ya ha pasado de la cuarentena y puede adoptar a quien le plazca.
—Sí, ¿pero quién? El origen de Kaeso es lo bastante oscuro como para no inspirar ni celos ni temor a quienquiera que sea; es legalmente adoptable puesto que tiene un hermano mayor para mantener el culto familiar; y le es simpático a Décimo porque le es simpático a todo el mundo, y porque yo misma le resulto a Décimo particularmente Simpática.
—En resumen, aunque paradójico, es la oscuridad misma de nuestro Kaeso lo que aboga por él en este asunto.
—Te ruego que creas que también yo he hablado en su favor; ¡y no fue fácil! Los ricos son terriblemente desconfiados. He tenido que inocular toda clase de consideraciones en el espíritu de Décimo, de manera que imaginase haberlas descubierto él mismo. La menor nota falsa lo hubiera estropeado todo. ¡Y he tenido que hacerlo levantada! Un rico verdaderamente desconfiado es dos veces más desconfiado en la cama: a medida que se le saca con maña el semen, tiene la impresión de que quieren abusar de su corazón. En fin, era por Kaeso…
—De todas maneras también has trabajado un poco por ti. ¿Cuál es exactamente tu papel en la historia? Porque ni me atrevo a hablar del mío…
Marcia se sentó en el lecho todavía tibio. Parecía menos segura, y meditaba.
—Una persona como Décimo se considera por encima de las leyes y las costumbres. Y en su amenazada posición, podría darse resueltamente el lujo de desposarme sin publicidad. Pero ¿ha pensado en eso? Confieso que no sé nada y que no he hecho nada por saberlo.
—Te sigo mal…
—Kaeso era en sí un bocado lo bastante grande como para tragarlo como si nada, pero yo había acudido, de todas formas, desinteresadamente…, hasta cierto punto. Si hubiera complicado la maniobra intrigando en pro de un nuevo matrimonio, hubiera corrido el riesgo de hacer fracasar tanto el matrimonio como la adopción. Cada cosa a su tiempo. También en esto tiene Décimo que descubrir por sí mismo lo que quiero.
»Por lo pronto, desde que iniciamos nuestra relación desea tenerme en su casa, lo cual podría ser un buen principio. Pero este deseo, justamente, me ha dado la oportunidad de hacerle notar que mi presencia bajo su techo sería más natural si también me hallara en la casa de mi hijo. En cierta medida, la adopción encubriría el adulterio…
—¡Kaeso no podría tener abogado mejor!
—Cuando te casaste conmigo, te prometí que me consagraría a tus hijos: mantengo mi palabra.
—¡Haces casi demasiado!
—Todo se vuelve fácil cuando se ama.
—Ahora la gran dificultad será familiarizar a Kaeso con tan numerosas novedades.
—Desde luego, es un problema grave. Pero creo que he encontrado la menos mala de las soluciones. Tenemos que alejar a Kaeso durante un año, con el pretexto de los estudios superiores de retórica o filosofía. Está Apolonia de Iliria —que me parece excesivamente cercana— y, claro está, Atenas o Rodas. Décimo seria feliz pagando.
—¡La idea es excelente! Hay cosas que más vale escribir que decir. Así, el lejano destinatario tiene en las manos la materia de sus reflexiones y no se ve obligado a buscarlas en otra parte. ¿Sabe Décimo que no eres mi mujer de verdad?
—Es lo primero que le dije, para entrar mejor en mi estatua. La combinación le hizo reír a carcajadas.
—¡Ojalá pueda reírse durante mucho tiempo!
De vuelta en Roma, donde la insula parecía devastada por un huracán, Marco se apresuró a escribir a Décimo esta nota:
«De T. Junio Aponio a D. Junio Silano, un amistoso saludo.
»Mi sobrina acaba de hablarme de tu deseo de adoptar a mi hijo Kaeso para tener una descendencia digna de asegurar el culto familiar. La perspectiva de separarme de un niño tan excepcional me desgarra el corazón. Pero el honor que quieres hacernos es mayor todavía que mi pena y las palabras nunca serán suficientes para decirte hasta qué punto somos los tres sensibles a tan gran honor.
»Marcia te ha contado en qué condiciones me casé con ella, para sustituir mejor a su padre tras el irreparable duelo del que fue víctima. La intransigente castidad de esta unión me impone el agradecido deber de confiarte a mi sobrina y a mi hijo desde el momento en que consideres que la estancia de la joven en tu hogar podría, tras la adopción, suavizar para un muchacho tan sensible una separación que a pesar de todo seguirá siendo cruel durante algún tiempo. Si tal estancia debiera prolongarse, es obvio que los tres le daríamos la bienvenida a un divorcio.
»Marcia ha debido de contarte asimismo que Kaeso ignora los cercanos lazos de parentesco que me unen a mi esposa oficial, así como la reservada naturaleza de las relaciones que se derivaron forzosamente de ellos. De esta manera el niño ha podido beneficiarse de una educación mucho más normal y sé que el padre adoptivo será al respecto tan discreto como el padre natural.
»Actualmente esta legítima precaución plantea, no obstante, algunas dificultades. Viendo en Marcia a una verdadera esposa y no a una sobrina, Kaeso corre el riesgo de sentirse desconcertado al dejar la casa e instalarse en la de un padre adoptivo que al mismo tiempo es un patrón.
»Marcia y yo hemos pensado que lo más conveniente en estas delicadas circunstancias es enviar a Kaeso a Atenas para que estudie allí. Aprovecharemos su ausencia para prepararlo por carta tanto a la adopción como a la partida de Marcia.
»Tú no querrás verte privado de Kaeso más de un año. Admitido como oyente extranjero en la efebía ateniense, ese club atlético y aristocrático donde dan a los jóvenes un severo barniz de retórica e incluso de filosofía, Kaeso no perdería el tiempo, y nos traería de vuelta un espíritu sano en un cuerpo sano. Pero los extranjeros tienen que reservar su plaza con muchos años de antelación… Supongo que tienes todas las relaciones necesarias para que el estudiante se embarque en los primeros días de buen tiempo, cuando vuelvan a abrir las líneas de navegación.
»Me ocupo con diligencia de tus procesos. Que sigas bien durante mucho tiempo, por la felicidad de mi hijo menor y de mi querida sobrina. Mi hijo mayor te agradece otra vez tu benevolencia».
Marcia se mostró bastante satisfecha de esa eufémica prosa.
Muy pronto Décimo fue a pasar el invierno a su villa de Tarento, desde donde dictó largas cartas para Marcia, con el invariable colofón de algunas líneas más íntimas de su propia mano. Kaeso mereció algunas notas de tono paternal. Habían decidido no decirle nada del proyecto ateniense en tanto no tuvieran la certeza de que en primavera habría para él una plaza libre en el cuerpo extranjero de la efebía.
Pero en invierno las relaciones entre Roma y Atenas sobrepasaban en dificultad a la cuadratura del círculo. Ya en verano, a los rechonchos cargueros que iban a buen paso de Oeste a este les costaba mucho trabajo voltejear contra los vientos dominantes en sentido inverso, y remontar a Ostia desde Siracusa resultaba especialmente lento y arduo. El trigo de Egipto, que aseguraba un tercio del consumo romano, sufría a veces retrasos que generaban temibles revueltas. Y durante la mala estación, los marinos de comercio, que temían más aún el tiempo cubierto que las tempestades, se negaban a salir a alta mar. Para tranquilizarlos era absolutamente imprescindible contar con una buena estrella. En cuanto a los largos barcos de guerra, que los remos volvían independientes del viento, el tiempo cubierto no les gustaba mucho más, y su fragilidad los transformaba en esquifes si Neptuno se ponía de mal humor. Así, en el curso del invierno, y durante semanas, la comunicación marítima más corta entre Italia del Sur e Italia meridional, entre Brindisi y Dirraquio[64], se veía interrumpida. Pero si el correo —imperial o privado— se veía obligado a dar un gran rodeo por las rutas terrestres de la costa dálmata, en cuyas escotaduras algunos tenaces piratas insistían en anidar, los riesgos podían ser peores.
Así que el invierno del 815-816 se consumió en la espera. Décimo, Marcia y su casto cornudo esperaban la respuesta de Atenas, por donde quiera que llegase. Marco padre esperaba además alguna catástrofe. La adopción de Kaeso le parecía demasiado hermosa para ser verdad, y el fructífero matrimonio de Marcia con Décimo más hipotético aún. La misma Marcia, preocupada por las sibaríticas vacaciones de su amante, exilio que no parecía testimoniar una pasión incondicional, esperaba que una mala mujer, libertina, falsa y codiciosa le echase el guante, y alentaba a Kaeso para que le escribiera a Décimo líneas amables y afectuosas. Marco el Joven esperaba revestir su coraza para deslumbrar a los germanos. El único que no esperaba nada era Kaeso, porque había nacido con un alma ingenua y pura, aunque romana.
En enero, la emperatriz Popea dio a luz a una pequeña Claudia Augusta, lo que fue para los Arvales una suntuosa oportunidad de sacrificar y festejar. Nerón estaba radiante: podía nacer un hijo que aseguraría la descendencia. Verdad era que, a fuerza de asesinatos, las filas de los Julio y de los Claudio habían disminuido mucho.
Por fin, a finales de febrero llegó de Atenas una respuesta favorable que Décimo mandó a casa de los Aponio. El propio Marco informó a Kaeso del nuevo favor patronal, y el adolescente, loco de alegría, se precipitó sobre su papiro para darle las gracias a Décimo con efusión. No solamente el patricio pagaba el viaje, sino que añadía una bolsa muy decente, que en Atenas debería ser mensualmente regulada.
Ya que con los Idus de marzo se reanudaba la navegación, Kaeso sólo tenía tiempo para hacer su equipaje y dirigirse, a través del Latium, a la gran estación marítima campania de Puzzolas, de la que partían numerosas líneas comerciales hacia España, África u Oriente. Al pedagogo Diógenes, quien había obtenido la libertad y daba clases en una escuela primaria del populoso Trastévere, le rogaron que acompañara a Kaeso; no se hizo repetir la invitación dos veces.
La víspera de su partida, el estudiante dijo adiós a sus maestros de gramática, a sus compañeros, a los gladiadores y a los caballos, y para terminar recibió piadosamente los buenos consejos de sus padres y de su hermano mayor, de los cuales el principal era desconfiar de los griegos, aún más embusteros en su país que en cualquier punto del exterior.
En principio, Kaeso estaba advertido.