VI

Los primeros y más felices recuerdos de Kaeso se remontaban a la maravillosa época en la que Marcia, al levantarse de la siesta, lo llevaba a los baños con su hermano Marco. Tanto en verano como en invierno, los dos hermanos deslizaban sus manecitas en las firmes manos de su madre adoptiva, atenta a protegerlos del bullicio, y por la Vía Suburana y el Argiletum se encaminaban a las termas de mujeres a las que Marcia solía ir. Situado a la entrada de los Foros, entre el templo rectangular de la Concordia Marital y el pequeño templo redondo de Diana, era un establecimiento de un honorable nivel, con el que una viuda generosa había obsequiado a sus conciudadanas. Cierto que estaba lejos de parecerse a las termas de Agripa en el Campo de Marte, cuyas variadas instalaciones, con bibliotecas y galerías de obras de arte, se extendían sobre siete yugadas[43], pero la donadora, cuyo busto marmóreo de rasgos tranquilos dominaba la sala de descanso, no había escatimado en nada.

Las termas reservadas a las mujeres eran dos veces más caras que los baños mixtos, que costaban solamente un cuarto de as pero apenas eran frecuentados más que por damas poco castas, deseosas de conseguir allí un hombre o, al contrario, preocupadas por purificarse la epidermis después de haber hecho la calle en las cercanías[44]. De todas formas las termas eran gratuitas para los niños ¡e incluso habían sido gratuitas para todo el mundo durante la inolvidable edilidad de Agripa, cuando ya se contaban unas doscientas!

Y el inmutable, armonioso y bien regulado rito seguía su curso…

Al franquear la entrada, las mujeres caminaban a lo largo de la palestra exterior en dirección a los vestuarios, seguidas por una esclava que llevaba las «endromidas», vestidos para el deporte de tela de rizo; los frasquitos de ungüento; los curvos estrigilos o rascadores; las gausapae, batas de baño escarlatas y afelpadas; grandes toallas y todo lo necesario para arreglarse.

Se desvestían en el apoditerium[45] y, según la temperatura y el tiempo, podían escoger entre la gran palestra exterior y las dos palestras interiores, de las cuales una estaba cubierta y la otra a cielo abierto.

Si los elementos eran favorables, corrían a sudar a la palestra exterior. Marcia y otras bañistas se tiraban pelotas rellenas de arena, aporreaban gruesos salchichones de harina colgados de postes, levantaban pesos o halteras, trotaban en pos de un aro cuya carrera dirigían con un palo ahorquillado… Los niños jugaban con balones llenos de plumas o vejigas hinchadas de aire.

Si el tiempo era incierto o mediocre, se dirigían directamente a las palestras interiores, comunicadas y reservadas a la gimnasia y la lucha, donde las damas estimulaban sus sudores completamente desnudas, después de haberse embadurnado con un ungüento de cera y aceite, rociado de polvo para asegurar mejor las presas.

Terminado el calentamiento entraban en una de las sudatoria que rodeaban el caldarium central, sudatorium donde el calor seco del hipocausto irradiaba a través del delgado enlosado como a través de las tejas huecas que tapizaban los tabiques. Para no quemarse las plantas del os pies, no estaban de más unos chanclos de madera, que, ay, tenían el defecto de transmitir un desagradable hongo llamado «pie de atleta».

Acabada la sudación pasaban al caldarium, húmedo baño turco dotado de un gran pilón de agua ardiente y de una bañera para una docena de personas, en cuyo fondo el agua se enfriaba un poco antes de ser enviada a la caldera de madera del hipocausto, para ser devuelta a la bañera por la simple acción del calor. Primero se frotaban en el pilón con un estrigilo, y luego iban a retozar un rato en la amplia y humeante bañera.

El templado tepidarium ofrecía una apreciada transición entre el caldarium y el frigidarium, donde, según las estaciones, iban a tirarse de cabeza al agua en una u otra de las piscinas de agua fresca, la que estaba al aire libre o la cubierta.

Al final llegaba el momento del masaje de pago, al que a veces renunciaban, y, envueltas en una confortable gausapa, se tumbaban en la sala de descanso.

Durante todo este ciclo, la esclava permanecía guardando los efectos dejados en el nicho de apoditerium, pues la vigilante de los lugares era más bien distraída.

A los pequeños Aponio les gustaba jugar al balón o luchar en broma con otros niños que todavía estaban en edad de que sus madres, una nodriza, una hermana mayor u otra pariente los llevaran a los baños. Y al lado de las habitaciones más bien exiguas del piso bajo de Suburio, las salas de estas modestas termas les parecían enormes, e impresionantes también los ecos que las recorrían y el misterioso rayo de luz que atravesaba, en la bóveda del caldarium, la placa translúcida de selenita para difundir una suave penumbra en la estancia.

Más observador y despabilado que su hermano mayor, Kaeso le preguntaba a Marcia por qué el vello de tal o cual matrona era moreno cuando sus cabellos eran rubios, por qué otra tenía el vientre grueso o el sexo afeitado, por qué ella misma llevaba su triángulo oscuro tan rapado, como la piel de topo o el plumón de paloma… Su madrastra lo hacia callar abrazándolo y riendo. Pero Kaeso no preguntaba por qué las esclavas negligentes tenían en los senos marcas de pinchazos de agujas y la espalda cruzada por huellas de azotes: ya había visto a Marcia castigar a algunas cuando se impacientaba durante su aseo. Y no preguntaba tampoco lo que, en su inocencia, creía saber: para él, todas las mujeres de grandes senos colgantes eran, evidentemente, nodrizas rebosantes de leche.

Los dos niños adivinaban de forma confusa hasta qué punto la extremada belleza de Marcia era apreciada, pues eran frecuentes los días en que las damas que tenían debilidad por su propio sexo iban a hacerle un poquito la corte, por si acaso, acoso éste que se prolongaba hasta las letrinas, donde las mujeres charlaban sentadas en semicírculo, mientras Kaeso, guasón, jugaba a esconder las esponjas.

Ver a Marcia vestida otra vez era igualmente interesante: la manera experta en que se ceñía los senos con el strophium[46] o ajustaba con habilidad el paño transparente. Y los chiquillos le sostenían el espejo por turnos, cual Cupidos a los pies de Afrodita, mientras ella rehacía su maquillaje con minuciosidad de artista.

Para Marco y Kaeso llegaba la hora de volver a casa a cenar, antes de que el sol se pusiera. Desde que caía la noche, cada cual se encerraba en su casa y sólo quedaban fuera carreteros, juerguistas en buenas manos, bandidos, vigilantes o bomberos. Y mientras el día declinaba, los niños daban cuenta de una comida de lo más sencilla, sentados en un taburete ante el lecho de los padres.

De cuando en cuando —sobre todo los días de luna llena— su padre bebía en la cena más vino que de costumbre, y los dos niños, desde su cama, aguzaban el oído en lugar de dormirse, temiendo lo que iba a ocurrir…

Primero oían rascar y murmurar a la puerta de la alcoba de Marcia, que estaba próxima a la suya para permitirle velar por ellos de cerca durante las largas e inquietantes horas de oscuridad. Después golpeaban la puerta, incluso intentaban derribarla, y la voz de su padre resonaba en el pasillo con tono irritado y suplicante. A veces la puerta acababa por abrirse, y volvía la calma. Pero lo más frecuente era que no se abriese, y entonces venía la retirada del pedigüeño tras las amenazas y sollozos de borracho.

—¿Por qué —preguntaba bajito Marco a su hermano— papá quiere entrar por la noche en la alcoba de mamá?

—A lo mejor para verla desnuda —sugería Kaeso—. A papá no lo admiten en nuestras termas.

Por la mañana —estuviera la puerta abierta o cerrada— Marco tenía una expresión siniestra y Marcia abrazaba a los niños, especialmente a Kaeso, más fuerte aún que de costumbre.

Muy perturbado por estos extraños intermedios, Kaeso le dijo un día a Marcia: «No querrás dejarnos, ¿verdad?». Y ella le contestó: «No te abandonaré nunca. ¡Te quiero demasiado!».

Cuando los niños crecieron, Marco renunció a sus lastimeras tentativas y todo volvió a estar en orden.

Un otoño, hacia la mitad de octubre —Marco tenía cerca de siete años y Kaeso un poco más de seis—, se acabaron brutalmente las delicias infantiles: un esclavo griego llamado Diógenes los llevó a los baños mixtos, y además los escoltó, para protegerlos de los múltiples peligros de la calle, por el camino de la escuela o de su casa, sirviéndoles por añadidura de profesor particular.

A los niños ricos los educaban bajo el régimen del preceptorado; en las grandes mansiones, incluso los pequeños esclavos eran instruidos a domicilio. Pero para las bolsas modestas no había otra solución que las escuelas privadas, que abundaban por toda la ciudad a la módica tarifa de dos sestercios por alumno y mes. No solamente los maestros eran despreciados por recibir un salario, sino que además el salario era miserable. Era el último de los oficios, y abundaban en él los individuos dudosos, de sospechosas costumbres.

Flanqueados por su «pedagogo», los niños salían al alba hacia la escuela, llegaban en seguida a los Foros, rodeaban el lado más pequeño de la basílica Emilia, caminaban a lo largo del lado principal de la basílica Julia y alcanzaban por fin su presidio, establecimiento casi a merced del viento, separado por una simple cortina de uno de los pórticos del viejo Foro romano meridional.

En esa estancia, glacial o bochornosa, permanecían cautivos hasta mediodía, sentados en escaleras y trabajando sobre las rodillas. Sólo el maestro contaba con un asiento con respaldo.

La escuela, en el seno del aluvión de ruidos del Foro, funcionaba sin interrupción ocho días de cada nueve, y los alumnos de ambos sexos esperaban con impaciencia los nundinae, esas jornadas de mercado en que todos los campesinos de los alrededores acudían a Roma por negocios o placer, y que habían terminado por estar consideradas por todo el mundo como vacaciones. Aparte de los nundinae, las clases, si se exceptúan las grandes vacaciones desde finales de julio hasta el otoño, no se interrumpían más que en las grandes Quincuatrias del mes de marzo, en honor de Minerva.

El ancestral método de enseñanza de los proletarios del saber, en las antípodas de cualquier aproximación global a los problemas, era furiosamente analítico.

Antes de enseñar la forma de las veinticuatro letras latinas, el maestro les hacía aprender de memoria la lista de cabo a rabo. Después presentaba cada letra en la pizarra negra, y los alumnos se esforzaban por encontrar y seguir, a través de la cera lisa de su tablilla, el carácter escondido que había sido grabado en la madera. El dominio de la letra caracterizaba a los abecedarii escogidos.

Entonces pasaban a la categoría de los silabarii, que se ejercitaban componiendo sílabas de fantasía antes de abordar el estudio de las reales.

Para terminar, los nominarii tenían el honor de deletrear y trazar palabras, ejercicio que desembocaba en la más alta ambición literaria de la escuela: declamar a coro cortas frases lapidarias, y transcribirlas sobre papiro de desecho con una pluma de caña, tallada con cortaplumas y mojada en una tinta que se hacía sobre la marcha disolviendo el producto en el agua del tintero. Así que quienes pasaban por el pórtico podían oír aullar: «El ocio es la madre de todos los vicios», cuando no dichos o bromas de discutible gusto: «Si una mujer le da un consejo a otra, la víbora compra veneno a la víbora». O bien: «Al sorprender a un negro cagando, creí ver el culo rajado de un caldero». Pero rara vez se divertían hasta ese extremo.

Las ambiciones matemáticas eran todavía más escasas. Aprendían la lista de los números enteros, cardinales ordinales, con su nombre y su símbolo; manejaban el tablero de cuentas o bien se iniciaban en cálculos elementales, sobre la superficie del ábaco, mediante pequeñas fichas; se interesaban sobre todo en las fracciones, cuya práctica era tan útil en el comercio al pormenor. Pero no salían de lo concreto. Cinco docenas hacían un quincunx, y así de seguido, es decir, cantidades que olían a lechugas o espárragos. Coronaban la cima de la teoría con prácticas bastante vertiginosas de cálculo digital, las cuales sólo penetraban a fondo en un número restringido de espíritus.

Para ir más lejos en aritmética había que acudir a una escuela técnica de las que formaban calígrafos o estenógrafos.

Los muchachos se embrutecían de aquel modo hasta los catorce o quince años, y las niñas hasta los doce o los trece, pues las primeras señales de la formación las retenían en sus casas.

A Marco le costaba trabajo seguir las clases, pero Kaeso se aburría mortalmente, ya que siempre iba unos años por delante del torpe sistema.

La asimilación del calendario romano, que el maestro asestaba de propina, fue para Marco un verdadero martirio: se vio azotado más de lo que le correspondía, desplomado sobre la espalda de un compañero en cuclillas que servía a un tiempo de patíbulo y de máquina contable. Marco no paraba de hacerse un lío con las Calendas, y hasta con los meses. Era cierto, sin embargo, que el calendario estaba repleto de trampas…

Doscientos años antes, se había hecho empezar el año en enero y no en marzo, aunque esta última era la solución más lógica entre los campesinos, para quienes el año comenzaba con los nuevos brotes. A causa de ello, Quintilis, Sextilis, September, October, November y December ya no eran —como su nombre parecía indicar los meses 5º, 6º, 7º, 8º, 9º y 10º del año respectivamente, sino los 7º, 8º, 9º, 10º, 11º y 12º. Quintilis pasó después a llamarse Julius, y Sextilis, Augustus, en honor de César y de su imperial sobrino nieto, pero la denominación de los cuatro últimos meses seguía siendo engañosa.

Febrero tenía veintiocho o veintinueve días; los demás meses, treinta o treinta y uno.

El primer día de cada mes era las Calendas del mes en cuestión. Luego se abría el período de los Nones, del 2 al 7 incluidos para marzo, mayo, julio y octubre, y del 2 al 5 incluidos para los otros ocho meses. Después venía el período de los Idus, del 8 al 15 incluidos para marzo, mayo, julio y octubre, y del 6 al 13 incluidos para los otros ocho meses. Y al final se abría el período de las Calendas.

El último día de los Nones constituía los Nones propiamente dichos. El último día de los Idus marcaba los Idus propiamente dichos. Pero el último día de las Calendas del mes sólo era la víspera de las Calendas propiamente dichas del mes siguiente, extravagante desfase que ofrecía tanta más dificultad cuanto que cada fecha se calculaba, contando hacia atrás. Se precisaba una fecha en el período de los Nones, contando hacia atrás a partir del día de los Nones. Se precisaba una fecha en el período de los Idus contando hacia atrás a partir del día de los Idus. Pero para precisar una fecha en el período de las Calendas, había que contar hacia atrás a partir de las Calendas primer día del mes que seguía. De modo que, tras los Idus, los días llevaban el nombre de otro mes, y el final de diciembre, por ejemplo, se contaba a partir del primer día de enero.

A pesar de todo, la antevíspera de los Idus de marzo no era el segundo día anterior a los Idus de marzo sino el tercero, porque se había convertido en costumbre incluir en el cálculo a lo cangrejo el día que le servía de punto de partida. Y para acabar de embrollarlo todo, en lugar de decirse «el tercer día antes de los Idus», se empleaba la abreviatura corriente: «El tercer día de los Idus».

Para colmo, cada cuatro años, en febrero se doblaba el «sexto día de las Calendas de marzo» para obtener un año bisextilis.

Era como para volver loco a un niño poco dotado o a uno de esos hijos de Espurio que tascaban el freno al fondo de la clase. Y se comprendía bien por qué los historiadores romanos daban tan pocas fechas en sus obras: corrían el riesgo de perderse.

Tras dos años de escuela, Marco y Kaeso perdieron a su maestro; al día siguiente de las miserables exequias nocturnas, toda la clase, en peregrinación, pudo ver sobre la tumba que el desgraciado había hecho construir, economizando as por as de los suplementos que sacaba con la redacción de testamentos, un glorioso epitafio, en el que el difunto se vanagloriaba de haber observado una

SUMA CASTITATE IN DISCIPULOS SUOS

es decir, una rigurosa pureza de costumbres respecto de sus alumnos.

Esta inscripción, poco halagüeña para los colegas, hacía pensar, en todo caso, que la elección de los padres había sido afortunada.

El maestro fue reemplazado por un tal Psitacio, que parecía presentar todas las garantías. El hombre había tenido algunos infortunios: corría el rumor, bastante inverosímil, de que una banda de piratas lo había capturado e industriales especializados de Delos lo habían hecho eunuco. Y su hilillo de voz hacía reír a los alumnos cuando se enfadaba.

El mismo año, Marco y Kaeso fueron una mañana, con dos o tres más, a casa de otro maestro que había abierto una escuela de griego elemental en una tienda del Argiletum, entre dos librerías. Por aquel entonces, cualquier educación decente era bilingüe, y los niños ya habían aprendido en su casa un poco de griego, que su padre dominaba a la perfección y Marcia no desconocía. El nuevo maestro tenía exactamente los mismos métodos que el docente latino, por la buena razón de que los romanos habían copiado escrupulosamente los usos griegos —excepto en gimnasia.

Los días pasaban para los niños con una espantosa monotonía. El emperador Claudio comió con glotonería un champiñón maligno que Agripina le había cocinado: ellos ni siquiera se enteraron. Nerón hizo, quizás, envenenar a Británico: no oyeron hablar del asunto en absoluto.

Pero sus padres discutieron durante toda una cena la desaparición del hermano arval M. Junio Silano, a quien el primer gesto de Agripina, tras la llegada al poder de su hijo, había sido hacer asesinar en su proconsulado de Asia.

El tal Marco era un hombre tan rico como indolente, a quien Calígula había puesto el mote de «borrego dorado», y que no inspiraba desconfianza a nadie. ¿Acaso Agripina, que ya había empujado al suicidio a su hermano Lucio, temía una venganza? ¿O tal vez había considerado el parentesco directo de los Silano con Augusto? Además, Agripina había matado dos pájaros de un tiro al desembarazarse del liberto Narciso, que tuvo toda la confianza de Claudio pero no pudo impedir su muerte.

Desde la edad de trece años, Kaeso —como Marco a los quince— fue enviado a tomar clases con dos «gramáticas», uno griego y otro latino, y con ellos empezaron los estudios secundarios que permitían a los mejores desembocar en la retórica o en la filosofía. Algunos «gramáticas» estaban apenas mejor considerados que los maestros de escuela, y sus locales del barrio de Carenas, en lo alto de la Vía Sacra, tampoco eran mucho más presentables.

También allí los romanos habían copiado a los griegos, y los dos «dramáticos», que intentaban familiarizar a los alumnos con los textos más hermosos, recurrían a los mismos procedimientos o artificios.

Estudiaban ante todo, según preocupaciones estéticas superiores, la poesía épica, trágica o dramática. Sólo trataban superficialmente a los historiadores u oradores, para no usurpar el dominio de los profesores de retórica que más tarde tomarían a su cargo a la mayor parte de los estudiantes, a quienes la filosofía poco tentaba. De modo que Kaeso y Marco le hincaron el diente a La Ilíada (mucho menos a La Odisea, donde no aparecía ningún héroe verdaderamente ejemplar) y naturalmente, a Virgilio. También razonaban sobre el trágico Eurípides, el cómico Menandro, sobre Terencio y Horacio. Demóstenes y Tucídides, Cicerón y Salustio merecían ocasionales comentarios. Eran trabajos terriblemente fastidiosos.

Después de los ejercicios de dicción, era importante preparar textos para la lectura, pues únicamente un lector entrenado habría podido comprender unas frases que ni en latín ni en griego exigían separación entre las palabras. Así que los alumnos sobrecargaban el texto de signos especiales para unir o separar las silabas, marcar acentos, cantidades, pausas… Primero declamaba el maestro. Tal o cual alumno lo imitaba después. Aprendían pasajes de memoria y de memoria los declamaban. Terminada la praelectio[47], podían pasar, tras una breve introducción erudita, al estudio minucioso del texto. Los «gramáticos» más eminentes eran capaces de consagrar todo un tratado a dos versos de La Eneida y, de generación en generación, las glosas se sumaban a las glosas: análisis de todos los niveles, sutiles consideraciones sobre las palabras o sobre las figuras (metáforas, metonimias, catacresis, lítotes y silepsis), aspectos históricos, geográficos, astronómicos, mitológicos o legendarios…

Era de una pedantería desenfrenada. Durante toda su existencia, las víctimas de esos petulantes tendrían en los labios las citas clásicas convenientes a cada circunstancia.

El «gramático» griego era un campeón de La Ilíada. Una noche de primavera en que Marcia y Marco hablaban durante la cena de la torpeza de Aniceto, ese comandante de la flota de Micenas que no había sido capaz de amañar acertadamente la embarcación en cuyo naufragio debería haberse ahogado Agripina, Marco el Joven, que con la edad había ascendido del taburete al triclinium en compañía de su hermano menor, le dijo a Kaeso:

—Cuenta el último hallazgo de Eupites a propósito de la torpeza de los héroes. Tú te sabes de memoria esa obra efectista que es el orgullo del maestro.

Kaeso se hizo rogar, pero al fin emprendió la demostración:

—Del lado aqueo:

»El hijo de Tideo yerra al lanzarle a Héctor la jabalina y mata al cochero Eniopeo, hijo del fogoso Tebeo (canto VIII).

»Teucro dispara una flecha contra Héctor y traspasa el pecho de Gorgition, hijo de Príamo (canto VIII).

»El mismo Teucro yerra otra vez a Héctor y mata a su cochero Arqueptólemo (canto VIII).

»Ayax apunta a Polidamante y mata a Arquéloco, hijo de Antenor (canto XIV).

»Patroclo apunta a Héctor y mata de una pedrada al cochero Cebriones, ilustre bastardo de Príamo, «y los dos ojos cayeron a tierra entre el polvo, ante los pies del cochero» (canto XVI).

»Del lado troyano:

»Antifo, hijo de Príamo, yerra a Ayax con la jabalina y mata a Leuco, compañero de Ulises (canto IV).

»Héctor apunta a Teucro y mata a Anfimaco, hijo de Ctéato, descendiente de Actor (canto XIII).

»Deifobo apunta a Idomeneo, pero su pica mata a Hipsenor, hijo de Hipao (canto XIII).

»El mismo Deifobo apunta a Idomeneo, pero su pica mata a Ascálafo, hijo de Enialio (canto XIII).

»Héctor apunta a Ayax, pero alcanza a Licofrón, hijo de Mástor y servidor de Ayax (canto XV).

»Meges apunta a Polidamante, pero su lanza mata a Cresmo (canto XV).

»Sarpedón yerra a Patroclo, pero alcanza en la espaldilla derecha al caballo Pédasos (canto XVI).

»Héctor apunta a Ayax pero su pica mata a Esquedio, hijo de Ifito (canto XVII).

»Héctor apunta a Idomeneo, pero su lanza mata al cochero Cérano (canto XVII).

»De donde se deduce que los aqueos fallaron cinco veces sus golpes y los troyanos nueve. Así pues, los héroes aqueos serían los más hábiles. Pero si consideramos que todos los héroes alcanzan un blanco cuando yerran otro, los héroes troyanos, al fallar nueve veces contra cinco, causaron pérdidas mayores a sus adversarios, incluyendo un caballo. Siendo Héctor el más torpe y el más eficaz, ya que falló su disparo cuatro veces.

Ante esta obra maestra de análisis literario reproducida por una memoria brillante, Marcia resplandecía de orgullo. Marco padre, que también había ejercitado su memoria con La Ilíada durante años, hizo esta profunda observación:

—El más hábil de todos los héroes es uno que tu Eupites ha olvidado: en el canto X, Diomedes quiere errar adrede su golpe contra el troyano Dolon… ¡y falla!

Marco recibió aquella noche, con modestia, un merecido tributo de aplausos. Y después de cenar, a la luz de la lámpara de aceite, controló más que de costumbre los trabajos que Kaeso tenía que hacer en casa, por otra parte siempre los mismos. Se trataba de poner un texto en todas las formas gramaticales posibles.

«Catón el Censor dijo que las raíces de las letras eran amargas, pero que los frutos eran muy dulces; etc…».

«De Catón se cuenta que…».

«A Catón le gustaba decir…».

«Se cuenta que Catón dijo…».

«Oh, Catón, ¿no dijiste que…?».

Y en plural: «Los Catones dijeron que…».

La fácil solución que a tales dificultades hallaba un Kaeso de escasos quince años llenaba a su padre de satisfacción y lo consolaba de los fracasos de Marco. La retórica de Kaeso se anunciaba brillante.

El paso de primaria a secundaria trajo a los niños un indecible alivio. Poco a poco, fueron autorizados a ir a las clases sin pedagogo, a pasear sin vigilancia por las callejuelas de la ciudad, a lo largo de las avenidas del Campo de Marte o por los numerosos y magníficos jardines que rodeaban a Roma de un cinturón de frescor. Hasta la ausencia de las niñas en las clases de gramática, ahora sin azotes, reforzaba la impresión de hacerse adultos.

Durante el verano precedente a la penosa entrada en la escuela primaria los habían llevado a un raro espectáculo, que iba a dejarles un imborrable recuerdo: una batalla naval en el lago Fucino, en las montañas de los marsios. Los otros munera de gladiadores que pudieron ver después, desde los sitios reservados a los niños y sus pedagogos en lo más alto de los anfiteatros, no les parecieron tan cautivadores. Pero, en adelante, tendrían el privilegio de aventurarse solos hasta lugares más próximos a la arena, de olfatear desde más cerca la sangre del valor y el sudor de angustia de los cobardes. Del mismo modo, estaban atentos a las soberbias carreras de carros y al teatro cómico, que les informaba con crudeza sobre todas las realidades del a vida.

Kaeso había llegado a preguntarse por qué su padre ya no entraba nunca en la alcoba de su mujer…

Aparentemente insensible a los años, Marcia se esforzaba en ocultar la amplitud de las preferencias que sentía por Kaeso, aunque sin mucho éxito. Amaba a Marco el Joven, pero por Kaeso, cuya belleza había llegado a ser, por cierto, sorprendente, tenía pasión. Además, a esa belleza se añadía el encanto de los adolescentes que persisten en ignorar con alma pura el turbador poder que esconden. Cuando Kaeso inclinaba un poco la cabeza hacia el hombro para escuchar un cumplido o una amonestación, se habría dicho la imagen de Alejandro en vísperas de sus conquistas.

Y claro, Kaeso, cuyas relaciones con el padre resultaban un poco frías y forzadas, alimentaba un culto por Marcia que era esencial para su felicidad y disipaba todas las inquietudes que su espíritu de observación podría haber hecho nacer. Su con fianza en Marcia era total.

Por otra parte, Marco y su mujer habían ocultado cuidadosamente a los niños su relación de parentesco, y tampoco les habían revelado la genealogía exacta de la familia paterna. Según Marco, el apellido Aponio provenía de la fuente termal de Aponio, en los alrededores de Padua, región en la que los Aponio habrían tenido tierras en otros tiempos…

Así, cuando Marcia volvía a horas imposibles o desaparecía durante algunos días, Kaeso creía a pies juntillas las explicaciones que ella daba con negligencia, dirigiéndose ostensiblemente a su marido, pero de hecho hablando solamente para Kaeso y Marco.

Kaeso tampoco se sorprendía al ver mejorar la casa de año en año, tanto por el arribo de muebles bastante lujosos como por agradables decoraciones, incluso por transformaciones de importancia. Así, Marco había hecho cavar un impluvio[48] en el patio nuevamente pavimentado, lo había rodeado de una columnata, y un tejado calado e inclinado; había acabado por reconstruir en el corazón de la insula el atrio cuya pérdida no había dejado de llorar. También habían habilitado unos baños, y anexionado el alojamiento de los esclavos que, más numerosos y mejor nutridos que antes, fueron enviados a los pisos superiores, en compañía de los arrendatarios cuya explotación se confió, por fin, a un gerente. Marco no hablaba menos que antes de instalarse en una casa digna de sus antepasados, pero los alquileres, en una ciudad a la cual las posibilidades de vivir a costa del Estado atraían a una innumerable multitud, alcanzaban tales sumas que la mudanza se postergaba una y otra vez. Así que esperaban pacientemente, en una relativa comodidad.

Kaeso atribuía esas entradas de dinero a los talentos de abogado de su padre, a quien Marcia había empujado a ofrecer consultas jurídicas y a pleitear cuando la ocasión se presentaba. Pero en Roma había una plétora de jurisconsultos y abogados de talento y no era fácil abrirse camino.

Era un oficio tanto más decepcionante cuanto que estaba teóricamente prohibido a los miembros del colegio hacerse pagar lo que quiera que fuese. Todo lo que tenían derecho a esperar era una mención en el testamento de los agradecidos. Los grandes abogados obtenían millones bajo cuerda, pero estaban expuestos a quejas, a chantajes, a procesos que podían acabar mal si sus protectores los abandonaban. Y además, cuanto menores eran las comisiones bajo mano, más trabajo costaba escupir sobre los procedimientos. Claudio creía haber saneado una situación podrida desde hacia tiempo fijando un modesto techo de 10 000 sestercios ara los honorarios legalmente exigibles, pero el decreto había sido una estocada en el agua.

Marco, en último extremo, se había especializado en los orinales que no paraban de caer por las ventanas y que ya habían dado lugar a una jurisprudencia prolija y considerable. Pero el perjuicio estético sufrido por las víctimas estaba excluido de cualquier compensación. El Código declaraba noblemente: «En cuanto a las cicatrices y al afeamiento que pudieran resultar de estas heridas, no se hará ninguna estimación, pues el cuerpo de un hombre libre no tiene precio». Era el único ámbito del derecho romano en que el esclavo no se encontraba en desventaja respecto del ciudadano.

Marco el Joven, a quien la fuerza del sentimiento no cegaba en lo más mínimo, no era tan crédulo como su hermano menor. Pero siendo de naturaleza apática, tranquila y discreta, manifestaba una sensata tendencia a no decir sino lo indispensable y guardar para él las enormidades que habrían podido molestar o apenar a los demás. Torpe y sin gracia, dotado para los derroches físicos más que para las búsquedas espirituales, había no obstante recibido de los dioses esa eminente cualidad tan poco frecuente en un hermano: una desarmante ausencia de celos. Bien sabía que Kaeso era vivaz y amable, apuesto y encantador, irresistible cada vez que se tomaba la molestia de serlo. ¡Pues bien, de todas maneras lo quería y no se le resistía más que los otros!

Marco, igual que Marcia, intentaba mantener equilibrada la balanza entre los dos muchachos, pero fundaba en Kaeso, sin poderlo impedir, las esperanzas más caras a un padre: que el niño tuviera éxito allí donde él había fracasado.

Ese hermoso edificio de mentiras, pavimentado de buenas intenciones, podría haber durado si los dioses no se hubieran sentido celosos. Tal vez se irritasen al oír a Marco dando constantemente a sus hijos ejemplos de abnegación, pudor y piedad sacados de la historia legendaria de Roma.

Una notable capa de hipocresía resulta tanto más enojosa cuanto más sincero es el fondo de virtud que cubre.

En espera del capricho de los dioses, Marco y Kaeso concluían despreocupadamente sus años de gramática. Marco padre, con los ojos vueltos hacia un pasado que el oro y la plata embellecían con su brillo, rumiaba sus decepciones y rencores echando vientre, pero a los niños, con compañeros más que modestos, entre los cuales aun los hijos de «caballeros» eran raros, les parecía, a pesar de lo poco abultado de su bolsa, haber salido de los muslos de Júpiter, y no les costaba mucho atraer de maestros famélicos y profesores necesitados una cierta e interesada consideración. La insula de atrio bastardo les parecía un palacio, y el barrio de Suburio, tan bullicioso y multicolor, tenía para ellos atractivos tanto más fuertes cuanto que en él comerciaban cohortes de muchachas; y ellos habían crecido.

A los dieciséis años, Kaeso, a quien el acceso a la popina seguía, en principio, severamente prohibido, logró de su nodriza cretense el derecho a arrastrar gratis más allá de la cortina del fondo a la «pequeña burra» disponible en las horas de ocio, y se apresuró a lograr que su hermano aprovechara la ganga. La chica, que ya tenía que sufrir al padre de vez en cuando, no estaba en muy buenas disposiciones, pero al menos, adiestrada por la cretense, se dejaba poseer a discreción. Cuando Kaeso salía de detrás de la cortina para darle las gracias a su nodriza con un beso, el rostro apergaminado de aquella griega reseca alumbraba una extraña sonrisa. Tal vez pensara que toda la sal de la vida está hecha de lo que uno ignora.

Al mediodía, Marco y Kaeso iban cada vez más a menudo al pequeño ludus de su padre, situado a algunas millas de Roma, mucho más allá de la Vía Apia, entre un colombario[49] y las tumbas que bordeaban la carretera.

El gran ludus el Caelio podía albergar a setecientos u ochocientos combatientes. En el de Marco apenas se sobrepasaba la docena. Las ruinas de un edificio agrícola perdido entre los cementerios habían sido someramente arregladas, de manera que presentasen el aspecto de un clásico cuartel de gladiadores: una construcción de un solo piso, cuyo bajo se abría sobre un pórtico que delimitaba la arena de entrenamiento. En el ludus de Aponio, la construcción se limitaba a una escuadra que enmarcaba por dos lados un pórtico cuadrado.

En el piso superior estaba el alojamiento del lanista Eurípilo, los de los gladiadores que tenían concubinas, con sus raros niños, y también algunas habitaciones que los célibes compartían de a dos o tres. Abajo estaban el comedor, donde de ordinario se comía sentado, la cocina, la armería y la enfermería. Los propios gladiadores cuidaban sus armas y corazas, y Eurípilo hacia de enfermero cuando se terciaba, ayudado por dos esclavos que se ocupaban de la cocina.

El extremo de un ala de la casa había sido sacrificado para formar cuadra, cochera, granero y henil, donde dormía con su cochero el «esedario» y bestiario Tirano. Cuadra y cochera abrían por detrás, ante el pozo provisto de un bebedero.

Evidentemente, la atmósfera del lugar era muy familiar, y Eurípilo se esforzaba en no oponer a los hombres que habían tenido tiempo para conocerse demasiado bien.

Los gladiadores apreciaban la simpatía de Kaeso, su inmediato sentido de la adaptación, y la fuerza de Marco. Puesto que su vida dependía de una inmediata capacidad de análisis, juzgaban con rapidez caracteres y defectos. Practicando esgrima con los dos jóvenes, le repetían a Marco: «¡Lucha con la cabeza!» y a Kaeso: «¡No te pongas nervioso! ¡Ahorra tu aliento! A igual habilidad, es el más tranquilo y resistente el que sobrevive…». A veces, algunos aficionados de la región sudoeste de Roma o de las afueras iban a recibir lecciones al área de entrenamiento, lecciones que los hijos de Aponio aprovechaban también.

De vez en cuando los dos hermanos compartían la cena de los pensionistas, en la que invariablemente figuraba un gran plato de papilla de cebada, que pasaba por desarrollar los músculos a buen precio. Ese fue también el régimen preconizado en el siglo siguiente por el gran Galiano, médico jefe, al principio de su carrera, de los gladiadores imperiales de cinco grandes sacerdotes sucesivos de Pérgamo.

En esas noches los Aponio abrían un ánfora de vino decente, y la cena se prolongaba a la luz vacilante de las lámparas de barro. Era el momento de hablar de las grandes hazañas de los gladiadores, del papel que habían jugado en las trifulcas del Foro al final de los grandes tiempos republicanos, de los que aún se tenía nostalgia. Se recordaba el heroísmo y la fidelidad de la familia de gladiadores de Antonio. ¡Qué camino, qué odisea, qué «retirada de los diez mil» digna de Jenofonte había llevado a cabo desde Accio[50] para reunirse con su amo en Egipto! Se admiraba el muy reciente éxito del mirmillón[51] Espículo, a quien Nerón había colmado de patrimonio y casas. Pero la vieja locura de Espartaco, desertor de las legiones condenado a ser gladiador por bandidismo, no excitaba a nadie.

Y tarde o temprano llegaban las quejas. Nerón era un blando. Sólo cuidaba a los gladiadores para complacer a la plebe: en el fondo, no ponía el corazón. Lo que interesaba claramente al emperador no eran los nobles hechos de armas, sino el lado puramente estético y decorativo. De ahí una constante búsqueda de la pompa, el lujo, lo inédito, lo extraño, lo increíble.

Tres años después de su acceso al poder, Nerón había inaugurado en el Campo de Marte un gran anfiteatro de madera. Pero ¿para qué?

A la salida de una pequeña naumaquia[52] atestada de monstruos marinos, se había visto descender a la pista seca a cuatrocientos senadores y seiscientos «caballeros» disfrazados de gladiadores… ¡que se habían batido con armas embotonadas! Y en el descanso de mediodía, en lugar de sacar a los condenados a muerte de derecho común, intermedio al que Claudio había sido tan aficionado, ¡los habían indultado! Un munus blanco, en resumen, sin una gota de sangre.

Tras la terrible decepción del público, Nerón se había recobrado un poco. El munus fúnebre «editado» en memoria de Agripa fue bastante satisfactorio, igual que el espectáculo que acababan de ofrecer Lucano y sus colegas por su cuestura. Pero subsistía un toque de ligereza, una especie de coquetería, que se advertía también en las venationes, esas grandes cacerías que se organizaban por la mañana en los anfiteatros —o, cada vez menos, en los circos, a razón de una masacre cada cinco carreras. Antes que centenares de leones y osos, aparición de clásica solidez, Nerón hacia exterminar, preferentemente, extravagantes mezclas de babirusas, liebres blancas, cebúes, alces, uros, hipopótamos o focas. Ya no se trataba de la peligrosa y exaltante venatio, sino de historia natural. Y si bien también se veía todavía, al final del munus, desventrar a algunos elefantes que perdían lentamente las entrañas en la pista, ganaba terreno el rodeo, en el que los jinetes tesalios jugaban a capturar toros en una arena sembrada de ámbar báltico en cantidades ridículas.

Era comprensible que los gladiadores o bestiarios experimentados registrasen tal evolución con inquietud. Claudio quería mucha sangre por poco dinero, y Nerón derrochaba a manos llenas para economizarla. ¿Iba a desaparecer el oficio?

La compañía de estos hombres de áspero sentido común no sólo aportaba lecciones de esgrima a Marco y Kaeso. Los hijos de Aponio aprendían a no contar sino con ellos mismos en un mundo incierto y cruel, a mantener con cuidado el equilibrio del cuerpo y del espíritu, del que todo podía depender en el instante de verdad que toda vida reserva tarde o temprano. Aprendían también dentro de qué límites razonables deben unirse la sensibilidad y la amistad, pues estaba mal visto llorar por los que se iban para no volver. Afortunadamente, las pérdidas eran poco frecuentes entre los gladiadores de experiencia, cada uno de los cuales contaba en su haber de diez a veinte victorias, si no más.

No obstante, Kaeso sentía una simpatía particular por Capreolo, judío originario de Meninx, isla casi meridional en la costa este del África proconsular. A fuerza de lanzar su esparavel entre dos sabbats[53] sobre los pescados de los grandes fondos, el «joven corzo» Capreolo había llegado a ser un excelente reciario, cuyas cabriolas y fintas danzarinas, repentinos lanzamientos de red de imprevistos golpes de tridente habían hecho ya doce víctimas. Cuando iba a luchar a Rávena o a Nápoles, a Ancona o a Clusium[54], Kaeso esperaba su regreso con atribulada impaciencia. Pero el enjuto y moreno muchacho volvía siempre y exclamaba riendo: «¡He vuelto a atrapar un gran pez!».

Kaeso se entendía mucho peor con Amaranto, disipado y vicioso hijo de familia, a quien su imprevisión había conducido derecho al rancho del ludus. Algunos años antes, un munus pompeyo se había convertido en riña y la acalorada plebe de aquella ciudad había masacrado a la gente de la ciudad rival de Nuceria que presenciaba la representación. Amaranto, que se distinguió matando al azar a cuantos le dio la gana, estuvo a punto de ser juzgado y se libró por los pelos. A Pompeya le fueron vedados los juegos durante diez años, pero la querida titular de Nerón, Popea, que según decían era originaria de aquella ciudad, había arreglado las cosas, y agradecidas inscripciones a la gloria del Príncipe florecieron en los muros de esa ciudad sanguinaria, que los dioses se encargarían de castigar cualquier día…

El ludus ofrecía igualmente a Marco y a Kaeso toda la libertad para iniciar y perfeccionar su educación hípica, que los romanos y los griegos consideraban el complemento indispensable de una aristocrática y cuidada educación. Los griegos y los romanos, pueblos mediterráneos de regiones montañosas, no tenían ninguna afinidad natural con el caballo, al contrario que ciertos pueblos de las estepas que se pasaban la vida en la silla; ese lujoso animal casi mitológico les daba más bien miedo.

Los dos sementales de Tirano (nunca castraban a los caballos), Bucéfalo y Formoso, salían de las caballerizas lucanas de Tigelino, un ambicioso de Agrigento, que había llegado a ser prefecto de los vigilantes tras la desaparición de Agripina, mientras esperaba algo mejor. Eran delicados productos árabes de cuello de cisne, con azogue en las venas, cuyos pelajes negros relucían al sol. Tirano cuidaba sus caballos con tanta más atención cuanto que su existencia de «esedario» dependía de la rapidez y soltura de sus graciosas evoluciones. Toda la táctica consistía en llevar con precisión el carro para no perder en el choque, y en el éxito confluían la calidad del tiro, la pericia del cochero y la habilidad del «esedario», vestido de guerrero bretón.

Bucéfalo y Formoso tenían un establo para cada uno, donde piafaban libremente sobre adoquines pequeños y bien secos. Comían, cuando era la estación, buenos y verdes forrajes, y heno cuando llegaba el frío; y en su ración había, según fuese el año bueno o malo, cebada temprana o cebada ladilla con una pizca de sal de invierno —pero nunca avena, esa hierba mala y loca que volvía a los sementales caprichosos y lunáticos. La víspera de los munera, mezclaban en su cebada bulbos de asfódelo, alimento de pobres cuya proporción de azúcar favorecía sus prestaciones sin por ello ponerlos nerviosos.

«A tal casco, tal caballo», se complacía en repetir Tirano, y en consecuencia vivía a los pies de sus bestias. Había hecho habilitar, detrás de los comedores y del pozo, un área de piedras redondas gruesas como ambos puños, contenidas por un cuadrado de planchas, donde los dos animales abozalados pateaban durante horas para endurecerse los cascos.

Y las primeras clases de equitación de Marco y Kaeso versaron sobre los múltiples herrajes a adoptar según las circunstancias, de todos los cuales estaba el almacén bien provisto. Había herrajes para las carreteras, para todo terreno, para la lluvia y hasta para el hielo, que poco se veía en Roma pero se encontraba en los Apeninos del norte o en los Abruzos. Tirano, haciendo honor a su apodo de gladiador, no salía nunca sin una colección de herrajes, preparado para cualquier eventualidad.

Pues sobre la arena de los circos o las arenas, los caballos llevaban los cascos libres, pero la mayor parte de las veces había que proteger unos órganos tan esenciales y frágiles contra las asperezas del camino.

Habían oído, en labios de viajeros, que algunos bárbaros lejanos fijaban a veces sus herraduras con clavos, estúpida y grosera solución, ya que si la parte delantera de un casco no se mueve, el pie desciende al contrario en la caja córnea y el cojinete plantar se aplasta a cada contacto con el suelo, separando además los dos talones del casco. Cualquier herraje con clavos se soltaría en seguida si sólo estuviese fijado en la parte delantera, y si lo clavaban en la totalidad de la superficie, la parte trasera del casco no podía jugar con normalidad y el animal sufría como si llevara zapatos demasiado estrechos, al impedirse el vaivén normal del cojinete. Otro inconveniente: como el casco crecía con rapidez, una herradura clavada, mal adaptada desde el principio, lo estaría cada vez menos a medida que pasaran los días.

Así pues, los herrajes de las regiones civilizadas sólo se encajaban en la parte delantera del casco, es decir, cubriendo la pinza, la masa y el contrafuerte, protegiendo el órgano tanto en horizontal como en vertical, y dejando libre la parte que tenía que estarlo. Esas sandalias hipomóviles se ataban simplemente por detrás a la cuartilla, en la escotadura entre el casco y el hierro. Así las podían quitar, poner y cambiar con la mayor facilidad, de manera que la herradura —cuando se consideraba útil— estuviera siempre en armonía con los azares de la ruta. Pero las retiraban cada noche para dejar que el casco respirase sobre forraje seco.

Marco y Kaeso aprendieron en seguida a abrir la boca del caballo para des izar en ella un bocado flexible y bien articulado, a montar a horcajadas y a pelo, agarrando la larga crin con la mano izquierda, y a montar también por la derecha, pues para un jinete sorprendido por los bandidos la menor fracción de tiempo podía ser vital. Y, por último, aprendían a montar a la perezosa, con ayuda de uno de los mojones ad hoc[55] que jalonaban las grandes Vías, o apoyando el pie en las manos unidas de alguien servicial. Un principio sagrado de la educación romana, tanto en literatura como en el arte hípico, era empezar siempre por lo más difícil.

Más tarde consiguieron una buena silla, con los flancos de la montura bien apretados entre los muslos, las piernas libres y sueltas: un caballo se dominaba y dirigía en primer lugar con los músculos de debajo de la cintura. El jinete tenía, literalmente, que formar un solo cuerpo con su animal.

Cuando, después de innumerables caídas, se hicieron poco más o menos con aquellos fogosos sementales que el menor olor a yegua hacia brincar, Tirano los autorizó a cinchar una gualdrapa para proteger sus calzones de piel, pero bien se veía que para ese taciturno purista, tan oscuro de vello como de expresión, la gualdrapa, que disminuía la precisión del contacto, no era sino un recurso decadente.

Al fin, luego de algunas demostraciones ante su encantado padre —Marcia tenía demasiado miedo para asistir—, los dos jóvenes jinetes pudieron trotar por la Vía Apia, durante esas tardes de buen tiempo en que se daba cita toda la elegancia de Roma, entre el olor salubre de los pinos y las melancólicas y familiares hileras de tumbas, que invitaban tanto al goce como a la paz.