V

Después de haber roído pensativamente algunas olivas en el corazón de un mendrugo de pan seco regado con aceite, mordisqueado una pera de invierno y bebido un dedo de vino corriente mezclado con agua, Marco, que no estaba de humor para dormir la siesta, fue a sentarse a la mesa de su biblioteca para redactar una petición de entrevista destinada a Vitelio padre.

Su mano vaciló entre las tablillas de doble hoja disponibles. Con las tablillas de madera ordinaria corría el riesgo de herir la vanidad de aquel advenedizo. Las tablillas de marfil parecían decir: «¡Devuélveme deprisa estos preciosos objetos con tu respuesta!». Marco transigió con unas tablillas de boj y escribió con el filo del punzón un texto ridículo, que borró en seguida con la punta roma del instrumento. La extrema dificultad de la tarea reflejaba cabalmente la incomodidad de su situación.

Al fin, después de numerosos intentos, se detuvo en este texto, que se aplicó a grabar muy legiblemente en la clara cera, de forma que las letras unciales se destacaran bien sobre el fondo de madera oscura que la punta sacaba a la luz, e incluso llegó a destacar algunas palabras o expresiones que juzgaba importantes.

MAPONIUSSATURNINUSLVITELLIOSUOS SPLENDIDA ORATIOQUAMIN SENATUHABUISTI VEHEMENTER ANIMUMMEUMCOMMOVITET PRINCIPINOSTROLAETITIAMDEDISTIETMIHIDABISNAMJAMPRIDEMMORTUIFRATRISFILIAMoccULTEAMABAMQUAMNUCINMATRIMONIUMDUCERE ARDENTER CUPIOQUANDOTEADSPICIAMQUANDOQUELICEBITSIVALESBENEESTEGOAUTEMVALEO

Era claro y lacónico, de una perfecta limpieza. Un solo adjetivo, pero bien colocado. Había evitado la trampa de extenderse, y en consecuencia de traicionarse, de ofrecer una suplementaria presa a la malevolencia.

Generalmente los latinos no separaban ni palabras ni frases en la grafía manuscrita corriente, e ignoraban resueltamente los acentos y la puntuación. Para aquellos que tengan dificultades en leer esta escritura, no está de más dar una versión más moderna.

«M. APONIUS SATURNINUS L. VITELLIO SUOS. (ALUTEM DICIT). SPLENDIDA ORATIO QUAM IN SENATU HABUISTI VEHEMENTER ANIMUM MEUM COMMOVIT. ET PRINCIPI NOSTRO LAETITIAM DEDISTI, ET MIHI DABIS. NAM JAMPRIDEM MOURTUI FRATRIS FILIAM OCCULTE AMABAM, QUAM NUNC IN MATRIMONIUM DUCERE ARDENTER CUPIO. QUANDO TE ADSPICIAM, QUANDO QUE LICEBIT? SI VALES, BENE EST; EGO AUTEM VALEO».

Lo que venía a decir, en galorromano tardío:

«M. APONIO SATURNINO PRESENTA SUS SALUDOS A SU AMIGO L. VITELIO. EL MAGNIFICO DISCURSO QUE HAS PRONUNCIADO EN EL SENADO ME HA EMOCIONADO VIVAMENTE. HAS HECHO FELIZ A NUESTRO PRÍNCIPE. ¡PODRÍAS HACERME FELIZ A MI! YO AMABA EN SECRETO A LA HIJA DE UN HERMANO DIFUNTO Y HOY ARDO POR CONTRAER MATRIMONIO. ¿CUÁNDO ME ESTARÁ PERMITIDO VERTE? SI ESTAS BIEN, TANTO MEJOR; EN CUANTO A MI, ME ENCUENTRO BIEN».

Marco verificó que la cera de la segunda hoja, reservada a la respuesta de Vitelio, estuviera lisa y bien igualada, lo bastante hundida en su alojamiento como para no correr peligro de mezclarse con la cera de la otra cara, donde la nota acababa de ser escrita. Abatió una contra otra las dos tablillas y selló el conjunto con el sello de su anillo, una piedra preciosa delicadamente grabada en hueco, que representaba a la loba amamantando a Rómulo y Remo. El número y la disposición de los pelos del animal servían para desanimar a los falsificadores.

A las siempre discutibles firmas, los desconfiados romanos preferían el uso cotidiano de los sellos.

Las tablillas volvieron antes de la caída del sol, citando a Marco para la mañana del día siguiente, después de la recepción de la clientela, hora en que Vitelio tendría un momento de tranquilidad antes de bajar al Foro. La prontitud era alentadora.

Vitelio padre acogió a Marco de manera extremadamente cortés en su pequeño palacio del monte Quirinal, cerca de un templo de la Fortuna Primigenia, desde donde se tenía una bonita vista sobre los monumentos de los Foros romanos y sobre el templo de Júpiter Capitolino, del lado en que éste dominaba la Vía del Foro de Marte. Pero debajo de los cumplidos se adivinaba un cierto irónico desprecio, que debería haber puesto en guardia al pedigüeño.

Para Vitelio, cuyo ascenso era reciente, y su susceptibilidad tanto más quisquillosa, el incesto era perdonable en un Príncipe por encima de las leyes, y no tenía importancia en el vulgo, pero en tanto que senador de los más influyentes, habría preferido, con mucho, que los padres conscriptos limitasen su adhesión a los aplausos. Empero, debía a su carrera la obligación de sostener —con la mayor suavidad— la iniciativa de Aponio, puesto que los supuestos amores de este vulgar ambicioso aportarían a los de Claudio y Agripina una oportuna garantía.

El vacío de tutores fue colmado con una desconcertante facilidad: Vitelio hijo se encargaría personalmente de la formalidad y consideraría un honor asistir a la boda.

Pero esa relevante presencia le planteaba a Marco un inquietante problema financiero. Se hacia indispensable prever un mínimo de pompa, e incluso un festín excepcionalmente dispendioso. A los treinta y cuatro años, A. Vitelio era ya enorme y tenía la triple y bien establecida reputación de comer todo el tiempo, de ingerir cantidad de fantásticas y de no devorar sino lo mejor. Además, la moral estaba en armonía con el físico: vigorosamente alentado por su padre, Aulo se afanaba día y noche por hincarle el diente a todo lo que se pusiera a su alcance: jugosas carnes, sí, pero también mujeres empapadas de ambición, cortesanas desecadas por trabajos demasiado asiduos, magistraturas honoríficas y sacerdocios en vistas. Era un ogro de una impiedad notoria, y nadie podía predecir dónde se detendría su hambre canina.

Como Marco se declarase encantado… y ansioso por organizar una reunión memorable a pesar de la insigne mediocridad de sus recursos, Vitelio le dijo riendo:

—¡Tranquilízate! Ya te encontraremos 500 000 sestercios para la fiestecita…

Lo que significaba que no tenía que pensar en economías para reunir la suma, de la que el horroroso Aulo iba a engullir un tercio él solito, y las nueve décimas partes ayudado por sus amigos. Se chiflaba por monstruosos pescados, extraordinarios mariscos, atracones de regordetes hortelanos, foie-gras de aves o lechones, vulvas de truchas ejectitiae, separadas de la madre al final de su preñez, y todo ello copiosamente regado con garo refinado y grandes e inencontrables crudos; sus ausencias para ir al vomitorio o a las letrinas no hacían sino excitar sus increíbles ardores. Las trufas y las cepas sólo eran para él minucias para abrir el apetito, y su mayor orgullo era un popurrí de su invención, una insólita mezcla de lenguas de flamencos, lechas de morenas, sesos de pavo de hígados de peces-papagayo. El invitado era difícil de satisfacer.

Marco tuvo que retirarse sin más promesas concretas, pero tenía la impresión de que a pesar de todo las negociaciones no habían empezado mal. Antes de sumirse otra vez en las oscuridades del Suburio, llenó sus pulmones de aire fresco a la vista del tentador panorama.

La boda se celebró en la confortable casa que el fallecido Rufo había habilitado en el corazón de un hermoso parque del monte Esquilino. Casa, jardines y personal estaban hipotecados y pendientes de liquidación, pero eso no lo pregonaban las paredes y las apariencias quedaban a salvo.

Hacia media tarde, Marcia salió de sus habitaciones para recibir en el atrio a su prometido y a A. Vitelio, cuya toga de ceremonia mejoraba su deforme silueta. La mayor parte de las relaciones de Marco habían declinado la invitación, y Marcia sólo había invitado a un pequeño número de amigas, pero Aulo estaba rodeado por una banda de voraces borrachos que tenían por costumbre zampar siguiendo las huellas del mandamás.

La aparición de Marcia fue saludada con un concierto de cumplidos. La vestimenta tradicional de las novias jóvenes le sentaba de maravilla: drapeado amarillo azafrán sobre la túnica sin cenefas, ceñido al talle por el «cinturón hercúleo» de lana de doble nudo; peinado escalonado en bandós separados con cintas, como lo llevaban las vestales durante todo su ministerio; un ondulante velo en la cabeza, coronado por un entretejido de mirto y flores de naranjo, que en esa estación provenían de los invernaderos. Para ser su tercera boda, daba la impresión de que la novia había hecho demasiado, pero todo se le podía perdonar a su frescura, por una vez sin maquillaje, y a su ostensible pudor.

De la impresión, Vitelio se olvidó de comer, aunque no le faltó tiempo para meter el cucharón en la sopa:

—¡Hombre afortunado —le dijo a Marco— que desposa a una sobrina tan exquisita, tan digna de nuestra Agripina! Pero no vayas a hacer como Edipo, que se cegó tontamente porque por azar se había acostado con su madre. Pues hay muchos otros ojos que disfrutarían de esta hermosura…

Ya que perdonaban a Marcia por su belleza, tenían que perdonarle al tutor, en vista de su posición, las bromas más chirriantes. Así que todo el mundo se apresuró a reír.

Cuando los diez testigos hubieron puesto sus sellos en el contrato, Vitelio se dedicó a examinar las palpitantes entrañas de una oveja, que la novia había preferido al cerdo corriente. El auspex familiar del llorado Rufo se había eclipsado a la salida del festín fúnebre y no lo habían podido encontrar.

—Oh, oh —dijo el benévolo arúspice después de algunos manoseos—. ¿Qué veo? El pulmón izquierdo tiene una fisura, el hígado está mal lobulado, el corazón, canijo y sangrando de través. Además, el animal no ha sido degollado según las reglas: el cuchillo debe apuntar de abajo a arriba en los sacrificios a los dioses celestes, y de arriba a abajo en los sacrificios a los dioses infernales; sin embargo el degollador ha sostenido el arma transversalmente, como si avistase un dios aún desconocido entre las nubes y los abismos. Y hasta me pregunto si no he oído el grito de un ratón… ¿Será que los dioses no son favorables? ¿Les habrá enfurecido algún aspecto de la ceremonia? ¿Tendremos que volver a empezar? En la época en que nuestros antepasados mantenían todavía algún respeto por las potencias tutelares, las lecturas de auspicios volvían a empezar hasta treinta veces por vicios de forma o resultados negativos…

La odiosa broma se pasaba de la raya, y a pesar del casi general escepticismo, con las risas ahogadas se mezclaba un sentimiento de malestar. La superstición, que florecía sobre las ruinas de las creencias ancestrales, quería que esas ruinas siguieran en pie, como eterno testimonio de la grandeza de Roma para los grupos dirigentes e irreemplazable instrucción para el crédulo pueblo llano. Y después de todo, si había dioses en alguna parte, ¿no podía traer desgracia un matrimonio así?

—No os preocupéis de nada —dijo Marcia—. Hoy ya estoy bajo la protección de mi tutor, el ilustre Vitelio, y vuestro amigo sólo trata de fastidiar para quitaros el apetito y tocar a más.

Tras esta feliz salida, todos rieron más francamente. Vitelio, doblemente impresionado, se levantó y declaró lavándose las manos:

—Respecto del ratón, no estoy seguro de nada. Pensándolo bien, tal vez era un ratón de campo. En cuanto al resto…, ya hablaremos a la salida del triclinium[40]. Mientras tanto, declaro correctos los auspicios. ¡Por lo tanto, que los dioses protejan a esta pareja ejemplar en su devoción a nuestro Príncipe, y que Júpiter el muy Grande y Bondadoso acepte pronto la libación de falerno que señalará piadosamente el comienzo de los regocijos!

En medio de aliviados aplausos, Marco y Marcia se reunieron para intercambiar su consentimiento con toda la gravedad requerida, y después todo el mundo pasó a la mesa.

El cocinero, que ya se había entrenado en el banquete de funerales de su dueño, no creía poder atender a más cuarenta personas con 500 000 nummi, y menos presididas por A. Vitelio. Afortunadamente, el comedor de invierno de la casa, orientado al sur, ofrecía una «sigma» de doce plazas, gran banqueta en creciente, en cuyo interior los servidores disponían bandejas y mesas ambulantes según la necesidad de los servicios. Y el triclinium de verano adyacente, que al llegar el buen tiempo se abría en los jardines, se componía de tres triclinia en U, lo que, a tres personas por lecho, permitía atender a veintisiete convidados más. Así se llegaba a treinta y nueve, cifra que no debía ser sobrepasada, pues habían suplicado a los huéspedes que no cargaran con los parásitos comúnmente tolerados y tan graciosamente llamados «sombras».

Los invitados se descalzaron; los hombres se quitaron la toga y las mujeres la capa o el manto para vestir la «síntesis», larga y fina túnica que los anfitriones ponían a disposición de los comensales para que preservaran sus vestiduras.

Hombres, mujeres y hasta muchachas comían entonces tumbados sobre el lado izquierdo, apoyados en el codo, lo que no dejaba de ofrecer riesgos de accidente; cuando los servicios eran numerosos, a veces cambiaban las síntesis en el curso de la comida.

Los convidados se tendieron primero más o menos sobre la espalda, para facilitar la indispensable ceremonia del lavado de pies, que ni bajos ni calzado protegían del polvo y el barro. Se pusieron después en posición de degustar, blandamente desparramados sobre las frescas sábanas de lino que protegían los mullidos cojines, con el brazo derecho bien separado. Toda la cocina romana había tenido que adaptar mucho tiempo atrás sus presentaciones a esta costumbre de no utilizar más que una sola mano para comer.

Los esposos y los invitados de importancia se habían distribuido a través del sigma, en cuyos extremos se hallaban los lugares de honor. Vitelio, el tutor, se había acostado a un extremo, con la novia «por debajo» suyo, y el novio se había acostado al otro extremo, con una amiga de Marcia «por encima» —expresiones que no tenían nada que ver con la altura, sino que se debían al uso de los triclinia, cuyo sitio eminente estaba en principio junto a la parte ascendente de cada lecho.

Marco se apresuró a ofrecer la presidencia del banquete a Vitelio, quien ordenó una mezcla bastante fuerte de vino y agua en las cráteras del aperitivo. Habían olvidado la libación a Júpiter, pero nadie parecía molestarse por ello. Los servidores, con pequeños cucharones, vertían en cada copa el número de medidas fijado por el presidente; todos bebieron a la salud del emperador y de su esposa, y por las valientes armadas romanas, que ya no tenían mucho que hacer allí, pues mientras los esclavos distribuían servilletas y toallas de manos hizo su aparición la avalancha de entremeses del primer servicio, en la soberbia vajilla de plata de la cual Marcia esperaba ocultar algunas piezas a la rapacidad de los acreedores. Estaban previstos nueve servicios en lugar de los cuatro habituales. No terminarían antes de medianoche…

Todos los festines se parecen. Este sólo tenía de original, según las apariencias, las capacidades sin límite de Vitelio, así como la supresión, por obligatoria economía, de los intermedios trágicos, cómicos o lascivos que habían entrado a formar parte de las costumbres. La castidad de los esposos no se leía en absoluto en sus caras —tal vez porque era dudosa. De servicio en servicio, Marco cultivaba la conversación de su vecina, una persona muchas veces divorciada, que parecía ligera tanto por su peso como por el resto: era para él una excelente ocasión de conocer mejor a su esposa. Mintiendo para obtener la verdad, Marco terminó por enterarse de lo que todo el mundo sabía y de lo que él mismo ya no dudaba: el «caballero» de Marcia había llevado unos cuernos como para asustar hasta a su caballo.

—Pero —dijo la vecina— en el futuro será sensata. Evidentemente, es una mujer de buen juicio, que quiere poner su vida en orden. Además, si juzgo por mi experiencia, como todos los hombres se parecen —excepto en bien pocas cosas—, coleccionarlos es rendirles demasiados honores.

Para un marido ordinario aquello hubiera dado, y demasiado tarde, mucho que pensar. Por fortuna Marco era un marido de excepción.

De cuando en cuando, Marcia dejaba de mirar a Vitelio y fijaba la vista en su anular, en el anillo de oro de esponsales que Marco le había regalado. A fuerza de destripar y hacer carnicerías con sus faraones antes de esconderlos de forma que todo el mundo los encontrara, los sutiles sacerdotes egipcios habían descubierto que un nervio de maravillosa delicadeza partía de ese dedo para desembocar en los arcanos del corazón, y el anónimo anular había encontrado al fin su nombre. Y lanzaron la moda, sin duda provisional, como todas las modas.

Luego, la mirada de Marcia buscaba la de su tío, para darle a entender que no le olvidaba.

En cuanto a Vitelio, sólo dejaba de atracarse para provocar a la novia, haciéndola reír al susurrarle en el rosado caracol de la oreja palabras que se adivinaban inmoderadas.

El sol caía mientras, de copa en copa, los invitados perdían moderación y acariciaban, para engañar el deseo, a los pequeños y guapos esclavos que recorrían la mesa con los lavamanos. Sólo estaban en el tercer servicio, y Vitelio ya hacia disminuir la proporción de agua mezclada en las cráteras.

Se encendieron los apliques de bronce con múltiples mechas, las lámparas colgantes y los candelabros regulables para procurar una luz suave y halagüeña, y se recargaron los braseros, cuyas tóxicas emanaciones iban a perderse en el exterior a través de disimulados conductos. Más allá de los vidrios de colores o de las delgadas láminas de piedra traslúcida de las ventanas, la noche era oscura. Al olor mareante de las especias se mezclaban el del aceite ardiendo en la punta de las mechas y el de los perfumes arrojados de vez en cuando sobre el enrojecido carbón de madera de los braseros.

Marco no había estado en otra fiesta igual desde hacía mucho tiempo, y todos esos placeres, que le recordaban una época pasada de su existencia, lo volvían indulgente con las inscripciones tan fuera de lugar que ese chistoso cara de palo de Rufo había hecho grabar en un friso de mármol, frente al sigma, para que nadie pudiera ignorarlo.

Generalmente sólo se veían parecidas incitaciones a la virtud en las casas de los ridículos pequeño-burgueses de las ciudades italianas, y el espíritu del difunto anfitrión así como la maligna alegría de burlarse del pudor de los humildes las había destinado claramente a picar a quienes la promiscuidad del lecho común no hubiera despabilado bastante.

LASCIVOS VULTUS ET BLANDOS AUFER OCELLOS CONIUGE AB ALTERIUS S1T TIBI IN ORE PUDOR

(AHORRA LAS LASCIVAS MUECAS Y LAS TIERNAS MIRADAS A LA MUJER DE TU VECINO. QUE EL PUDOR REINE EN TUS LABIOS).

O también:

MATRONAE VENERABILIS FER PUERILITATEM QUANTO MAGIS FUGIT IRREPARABILE TEMPUS TANTO ANUS CAUTIONES PETIT

(TOLERA EL INFANTILISMO DE LA MATRONA RESPETABLE. CUANTOS MÁS AÑOS HUYEN, IRREPARABLES, MÁS MANIOBRAS EXIGE LA VIEJA DAMA).

Anus significaba en latín «ano» o «vieja dama», según fuese el género o larga o breve la primera sílaba, lo que de todas maneras no podía aparecer en una inscripción en nominativo, así que la obscenidad del consejo sólo escapaba a los iletrados. Pero las viejas damas tímidas no debían de haber sido numerosas en las finas cenas del amable Rufo…

Hacia el sexto servicio, Marco, que se había distraído con la charla de su vecina, se dio cuenta de pronto de que la novia se había ausentado y de que la imponente masa de Vitelio ya no dominaba su endeble anatomía. Unos absurdos celos le mordieron el corazón, y se esforzó por atribuirlos al desprecio de las conveniencias. La ausencia se prolongaba.

—Conociéndola —le susurró su vecina como si hubiera adivinado una parte de sus pensamientos—, diría que Marcia ha aprovechado la ocasión para abogar por tu causa. Cuando lleguemos a los postres, Vitelio ya no verá claro y tendrá las orejas embotadas. Entonces habrá pasado la ocasión de sonreírle al salir de las letrinas.

—En el estado en que se encuentra ya, ¿está en disposición de conformarse con una sonrisa?

—No te alarmes: ¡está tan gordo que tiene que sacarse el miembro de la grasa con una pinza de bogavante!

¡Aquella mujer encontraba las palabras más tranquilizadoras!

Debía de haberse producido un encuentro anormal. ¿Qué podía Marcia frente a Vitelio? ¡Cuatrocientas libras contra ciento cincuenta![41]. El monstruo no necesitaba valerse de una pinza de cangrejo para atentar contra el pudor de una mujer.

La vecina continuó:

—Era Calígula el que saltaba sobre las mujeres de sus invitados para divertirse con las caras de los maridos. Vitelio no es de ésos. Ten, prueba este calamón… Tu paté de avestruz sólo vale las plumas.

La alusión a Calígula acabó de alterar a Marco, que sintió el impulso de levantarse para ir en busca de noticias.

Pero su vecina lo retuvo. La mujer tenía una muñeca de acero.

Por fin Marcia volvió a su sitio, lanzándole a su marido, al pasar, una ojeada de satisfecha complicidad. No parecía haber sufrido. Y Vitelio pronto la siguió. Su vientre había hecho estallar la síntesis demasiado ajustada, y sus pequeños ojos de cerdito ahogados en carne ostentaban una regocijada expresión, malvada y lúbrica a la vez. En lugar de volver a su lugar junto a la novia, fue a sentarse al lado de Marco, aplastándole los pies con una soberana nalga.

—Tu mujer me ha humedecido las sienes con verbena cuando salía del vomitorio, y mi padre te es más bien favorable: quiero hacer algo por ti. Capito acaba de morir, y los Hermanos Arvales eligen a su sustituto el próximo mes de mayo, el tercer día de la fiesta de Día. Agripina y yo mismo nos cuidaremos de que cuentes con una oportunidad.

Marco creía estar soñando. Rómulo en persona había reunido a los once hijos de su madre adoptiva Acca Larentia para ofrecer sacrificios a Ceres, diosa de los frutos de la tierra y patrona de los labradores, honrada después por los Hermanos Arvales bajo el nombre de Día. Era el colegio sacerdotal más antiguo, más cerrado y más aristocrático de Roma, y la elección marcaba de por vida a sus miembros con un carácter indeleble. Incluso los augures palidecían bajo la mirada de los Arvales.

—Pero —balbuceó Marco— ese colegio sólo está abierto a patricios o a hijos nobles de senadores, como el Gran Maestre Vipstanio Aproniano, Sextio Africano, Memmio Regulo, Valerio Messala Corvino, Fausto Cornelio Sulla Félix o los dos Pisón… Estoy lejos, como sabes, de ser un noble de rancio abolengo.

—¿Acaso has jurado humillarme? Acaso yo, que soy Promaestre, ¿no tengo a un simple «caballero» de Nuceria por abuelo? Y al haber carecido de ancestros para darme sobrenombres de nunca acabar, desdeñando además los sobrenombres comunes, me hago llamar sencillamente Vitelio, un nombre que algún día valdrá por todos los sobrenombres de Roma.

El glorioso Vitelio se inclinó sobre Marco y le puso en el hombro una delicada mano, cual una miniatura emergiendo de un jamón…

—¿Sabes, viejo muchacho, cómo llegué a ser Promaestre? A los veinte años, la edad de tu mujer, andaba en Capri haciendo mimos a los pies del viejo Tiberio, esperando a que Cayo, según se dice, lo ahogara con un cojín. Después conduje carros con Calígula y jugué a los dados con Claudio. ¡Así que no me hables de antigua nobleza, cuando una palabra del Príncipe basta para todo!

—No obstante, Claudio, con su manía de anticuario, está muy ligado a las tradicionales reglas de culto. ¿No corremos el riesgo de que ponga obstáculos?

—Le diremos algo bueno de ti a Agripina, que no tiene más culto que ella misma; y Claudio sella más decretos de los que puede leer. ¡Quédate tranquilo! Yo me ocuparé de tu causa, y por la mejor de las razones: contigo y con L. Othón (que sólo brilla por su ascendencia materna) me sentiré menos solo entre los Arvales, esa pandilla de jarrones de porcelana. ¡Paso a la eterna juventud de Roma, cuyos antepasados están en el futuro!

El sorprendente cinismo de Vitelio inspiraba tanta repulsión como simpatía. ¿Pero dónde encontrar el dinero para hacer buen papel entre los Arvales?

—Mi propio padre —dijo Marco— acabó sus días en el orden ecuestre, y habría podido entrar antes en él, pues un censo de 400 000 sestercios no era capaz de detenerlo. Pero después de haber accedido a la pretura, sufrió los reveses de fortuna que ya conoces…

—¡Tengo que detenerte en seguida! Esas naderías corren a costa de la República mientras no hayas restablecido tu situación. Y, entre nosotros, ¡bien que te lo debe! Yo mismo arreglaré los detalles de tu banquete de bienvenida, el XVI de las Calendas de enero que seguirá a tu elección…

—He oído decir que los banquetes son numerosos en el seno del colegio…

Vitelio rió a carcajadas ante tal ingenuidad.

—Pero hombre, ¡si no hacemos otra cosa! Es nuestra razón de ser. No hablo del festín primaveral de la fiesta de Día, que no es más que un entremés, con su vaca y sus dos cerdas jóvenes. Somos también, no hay que olvidarlo, una suerte de capellanes de la familia imperial, de modo que sacrificamos durante todo el año, y en cualquier ocasión, por la felicidad del Príncipe, de su mujer y de sus hijos. Los actos oficiales del colegio consignan los sacrificios en relación con todos los acontecimientos importantes. En suma, somos nosotros quienes llevamos los anales del Estado, en la medida en que éste se confunde con el emperador y los suyos.

»Es verdad que nuestra piedad no descansa y que los animales son de primera calidad, contrariamente a lo que ocurre en muchos Otros sacrificios públicos o privados. El vacuno grueso de carne roja y grasa bien amarilla, que los héroes de Homero escogían para sus asados, es por lo general tan inaccesible que nadie se atrevería a servir vaca en un festín delicado… Entre nosotros te regalarás a saciedad con ese mitológico animal. Los crían especialmente para los Arvales en las verdes praderas del Clitumno, cuyas aguas tienen la virtud, dicen, de blanquear a los rumiantes que se bañan en ellas. Y los dioses no te quitarán tu parte, puesto que Prometeo consiguió de Júpiter que se contentaran con el humo. Templanza bastante lógica: los dioses no comen, husmean. Entre todos los sacerdotes que no paran de comer, nuestra mesa es la mejor —sobre todo desde que la tomé bajo mi responsabilidad. Te ofrezco un universo de glotonería. Sólo tienes que cavar tu tumba agitando las mandíbulas, si no deseas que otro hambriento la cave por ti más deprisa todavía.

Marco no pudo hacer otra cosa que dar a Vitelio las gracias, no sin efusión. No solamente dejaría de tener hambre de carnes escogidas, sino que la honorífica limosna que le prometían, al introducirlo en un cenáculo donde la vieja aristocracia se codeaba con los favoritos del momento, le permitiría quizás enderezar en pocos años el timón de su galera.

Con un movimiento impulsivo, besó de repente la mano de Vitelio, esa mano con olor a condumio que había adulado al achacoso Tiberio, sostenido las riendas de Calígula y lanzado los dados con Claudio.

—Besa más bien a tu mujer —le dijo alegremente su bienhechor—. ¡Vale la pena!

Marco se dio cuenta de que, incluso si hubiera estado casado de verdad con Marcia, habría cerrado los ojos ante las familiaridades que el ogro pudiera tomarse sin darse cabezazos contra la pared de un pasillo. Y por primera vez en su vida sintió su alma tan enfangada que se ruborizó. La más alta excusa de los tiranos, ¿no era la solícita sumisión de sus víctimas?

En vena de amabilidad, Vitelio le preguntó:

—¿Puedo prestarte algo de mi escolta para proteger de malos encuentros a tu pequeño cortejo nupcial? ¿Dónde vives, por cierto?

En la oscura noche, Roma era el dominio de una agresiva criminalidad, y las siete cohortes de vigilantes nocturnos no daban abasto entre los doscientos sesenta y cinco barrios de las catorce regiones. Sólo los incendios iluminaban las enmarañadas callejuelas, y las siete cohortes de bomberos tampoco eran suficientes. La Vía Sacra y la Vía Nova eran las únicas donde dos carros podían cruzarse, y los itinera[42] para peatones daban cien vueltas a las vías abiertas al tráfico rodado. El Prefecto de la ciudad imponía de vez en cuando un escarmiento; después lo dejaba correr: ¿no tenía toda la gente honrada una plétora de clientes y esclavos para velar por sus personas y por sus bienes? Los pobres se asesinaban y robaban entre sí, y la pérdida no era grande. El gobierno estaba mucho más atento a los crimines políticos.

—Vivo —contestó al fin Marco— …en el centro.

—¿Del lado de Suburio?

—Por allí, sí.

—¡Adoro Suburio! Es un barrio tan pintoresco… No debes avergonzarte de residir allí. El propio César se instaló en él por un tiempo para agradar a la plebe, y Pompeyo permaneció fiel a las Carenas, que no valen mucho más.

Con estos consuelos, Vitelio volvió a su sitio: debía de tener hambre.

El estómago de la mayor parte de los invitados empezaba, no obstante, a pedir gracia. Era tiempo de repudiar los manjares sólidos en beneficio de los suplementos de vino puro que siempre encuentran asilo entre los más hartos.

Marco espero con paciencia hasta el penúltimo servicio; después fue a despedirse de Vitelio y arrastró a Marcia hacia Suburio, entre los carruajes nocturnos. Por cortejo nupcial, los nuevos esposos llevaban solamente algunos esclavos de ambas casas y la débil escolta prestada por Vitelio. Nada de antorchas de espino blanco para iluminar la marcha; ni rueca ni huso. Pero Marcia apretaba bajo su manto dos platos de la vajilla de plata que había apartado de la hipotecada herencia.

Se perdieron tres veces antes de llegar a la calle principal de Suburio, a la que daba la callejuela de Marco. A lo largo de esta calle habrían podido apagar las linternas y andar a la luz de las lámparas que señalan los tugurios de las cortesanas. En verano, éstas se encaramaban en altos taburetes delante de sus puertas. En invierno, sólo mostraban a los peatones la farola de su oficio.

Marcia se estremeció y dijo:

—Siempre he tenido miedo de terminar así. ¿No es absurdo?

Marco levantó a su sobrina para que atravesara el umbral de la casa sin que sus pies tocaran el suelo, y los platos de plata aprovecharon para caerse. ¿Era un mal presagio?

Le advirtieron a Marco que Kaeso tenía mucha fiebre y Marcia pasó su noche de bodas con el niño.

Marco pasó la suya preguntándose si realmente había hecho una buena operación. Asuntos tan secundarios como el suyo, el avaro Príncipe y la distraída Agripina los dejaban en manos de libertos de confianza o de senadores cercanos a la corte. Siempre convenía dejar un hueso para que el senado lo royera… La camarilla de Vitelio, que había orquestado la propaganda en favor de la boda de Claudio con Agripina, ¿no limitaría su apoyo a un sacerdocio honorífico, que al fin se trocaría para el feliz elegido en vía muerta? Evidentemente, desposar a su sobrina no era la mejor recomendación para conseguir el consulado y una ventajosa provincia. Empero, algo habría que sacar de las nuevas relaciones que Marco podía trabar entre los Arvales…