Marco se quedó completamente estupefacto, y por un momento creyó que su sobrina había perdido el juicio. Pero el rostro regular de la visitante respiraba dominio de sí, reflexión y cálculo, y la resplandeciente diadema que ceñía la trenzada mata de cabellos negros se inclinaba con la pensativa cabeza para repetir que el proyecto era concebible y la decisión muy madura.
No sabiendo qué replicar, Marco improvisó una broma forzada, que no lo comprometía a nada y dejaba a Marcia libre de explicarse como quisiera:
—¡A primera vista, te equivocas de dirección! Desde el rapto de las Sabinas, las matronas romanas tienen el privilegio de no poner los pies en su cocina, e incluso se niegan a hacer la compra. ¡Antes conseguiría a un buen cocinero que a una Sabina!
Marcia dio un rodeo:
—Como muchos propietarios campesinos, Largo estaba abonado al Diurnal romano y, la víspera de mi viudedad, a pesar de que la crónica de las sesiones del senado fue excluida hace mucho tiempo de esas páginas de ecos, leí detalladas y elogiosas alusiones al discurso de Vitelio a favor de la inmediata boda de Claudio con Agripina.
—Alusiones evidentemente inspiradas por el clan de Agripina, y destinadas a la edificación de las provincias y las guarniciones lejanas. En Roma apenas tenemos necesidad del Diurnal: el correveidile es suficiente.
—Ya que supiste permanecer en el senado a pesar de los reveses de la fortuna, supongo que presenciaste esa memorable sesión.
—¿Y quién hubiera podido disculparse? Tuve que seguir la corriente. No habían terminado los aplausos entusiastas cuando ya los aduladores más ardientes e impíos se precipitaban por la ciudad para gritar que si César tenía el menor escrúpulo en desposar a su propia sobrina, le obligarían por la fuerza.
—Esos aduladores y tú mismo teníais la excusa de que Vitelio se había mostrado elocuente. Es un hecho que las costumbres evolucionan, que los matrimonios entre parientes son cada vez más admitidos. Los Julio y los Claudio son todos primos —a veces hasta surgidos de primos hermanos. ¡Y qué decir del enredo de las adopciones, que vienen a reforzar todavía más los más estrechos lazos de sangre! Los faraones tomaban generalmente a su hermana por esposa…
—Sí, y Calígula rindió honores a dos de sus tres hermanas. ¡Uno llega a preguntarse si la misma Agripina no pasó por eso! Son cosas que no se hacen. Tamaños escándalos atraen la desgracia sobre el Estado, cuya base es la religión, y los enfurecidos dioses toman venganza.
—¡Los dioses ya han visto y hecho cosas parecidas! Y de todas formas el supuesto escándalo es legal actualmente, puesto que el senado, del que tú eres miembro, se ha apresurado a autorizar por unanimidad el matrimonio de los tíos con sus sobrinas. (Aunque no el de las tías con sus sobrinos: a los derechos de las mujeres siempre les cuesta afirmarse).
—No podíamos hacer otra cosa. Ese intrigante de L. Vitelio se dejó la voz, y su hijo Aulo, que sigue sus huellas, la barriga y los mofletes…
Marco se interrumpió. Después de las palabras maquinales engranadas en estado de choque y turbación, con retraso le saltaba a la vista la relación entre el reciente matrimonio del Príncipe y las extrañas ambiciones de Marcia. Pero que una unión tal fuese en el futuro, y por primera vez, legalmente posible, no hacía sino acentuar su carácter irreal y extravagante en lo que a él concernía.
Al fin gritó:
—¡Por Minerva, diosa de las ideas justas, por Venus, cuyos caprichos inflaman los corazones, dime qué es lo que te gusta en mi persona!
Marcia esbozó una rápida sonrisa y dio un nuevo rodeo:
—Minerva me dice que eres inteligente, cultivado, que tienes carácter. Papá —que en el fondo te quería más de lo que tú crees— me repetía: «Marco no tiene el carácter que hace a los grandes hombres, y menos aún el que hace a los bribones. En materia de carácter es el aurea mediocritas[35] de Horacio». ¿No resulta ese matiz tranquilizador para una mujer en los tiempos que corren?
—Sin duda es difícil convivir con los grandes hombres y con los bribones; ¡sobre todo cuando están mezclados!
—Y Venus, que tiene que descansar de vez en cuando, me susurra que te hace falta con urgencia una mujer bien nacida y de buena reputación para llevarte la casa. Pasemos a mi dote…
—Me parece que a tu edad, a pesar de la relativa modicidad de tu dote, podrías aspirar a algo mejor que a un quincuagenario desengañado.
Marcia sonrió otra vez, descubriendo unos dientes de lobo, pulidos con hueso triturado, que contrastaban curiosamente con sus lánguidos ojos.
—¡Eres para mí un partido único en este momento, Marco!
—No estoy tan convencido, e insisto en encontrar a la novia demasiado bella. ¿No será que has quedado desamparada por la desaparición brutal de un padre y un esposo, y como el pájaro que cae del nido y se aferra a la primera rama que encuentra? ¡Me pareces tan joven!
La sonrisa de la viuda huérfana se convirtió en una carcajada.
—Después de mi primera noche de bodas, renuncié a llorar. ¿Para qué? Nadie va a cambiar a los hombres ni a las mujeres.
Y tras un corto silencio:
—Adivino que disimulas bajo una falsa modestia una repugnancia que es, en realidad, de naturaleza religiosa. ¿Me equivoco?
—Confieso que sólo un emperador y Gran Pontífice podría no sentirla demasiado.
—Pues bien, esa repugnancia es un motivo más para que te estime. Y sabe que no estoy lejos de compartirla. Al incesto le pasa como al garum: un buen cocinero sabe moderar la dosis. Así es que, naturalmente, te ofrezco un matrimonio blanco: la unión de un padre y una hija, de un hermano y una hermana, que no obstante conservarían una decente y discreta libertad. Un hombre debe sacrificar su naturaleza y una joven prácticamente emancipada puede hacer mucho por la carrera de su marido.
El proyecto ganaba en verosimilitud y el pensamiento de Marcia se dibujaba más netamente. Decepcionada por dos maridos, iba en busca de un vejete que tendría los más estimables motivos para no importunar la y al que podría poner cuernos a placer y con fines útiles. El desparpajo de la dama era pasmoso. ¡En eso se había convertido la mujer romana desde la República!
—Entiendo —dijo Marco, mitad en broma, mitad en serio— que te preocupes por situarte bien, y el menor de los senadores no resulta desdeñable. Pero si es verdad que tienes la bondad de ofrecerme una pobre dote y esperanzas difícilmente calificables, también lo es que me ofreces un verdadero suplicio de Tántalo. ¿Se te ha ocurrido pensar en eso?
—Mi querido tío, te sé lo bastante respetuoso con las costumbres de nuestros antepasados como para soportarlo sin flaquezas. Y como los maridos y las mujeres tienen en estos días alcobas separadas, podrás, disfrutar a puerta cerrada de una continencia a lo Escipión: ser oficial mente un honorable marido según la nueva ley, siguiendo el ejemplo del Príncipe con la cálida aprobación del senado y, oficiosamente, un casto turiferario de las antiguas costumbres. Saldrás ganando por partida doble, ante los hombres y ante los dioses. Los sacerdotes han descubierto más de treinta mil dioses: seguro que hay alguno sensible a tu prueba, y en primer lugar tu penate preferido, Minerva, tan inteligente que no llegó a encontrar esposo.
»Pero la experiencia del matrimonio me demuestra que tu suplicio será corto. Ninguna mujer puede ser seductora más de unos meses para el hombre con el que comparte la existencia cotidiana. Cupido se alimenta de misterio y variedad. ¡Y por eso la Fortuna Viril, esa diosa que se dedica a ocultar a los hombres los pequeños defectos de las mujeres, es tan decisiva en el matrimonio! Debe vigilar tantas cremas y afeites, tantas piedras pómez y ungüentos, correr gratos velos sobre tantas indisposiciones penosas… Al cabo de tres meses ya no me mirarás.
Marco protestó débilmente. Le costaba mucho encontrar el tono adecuado en una situación tan falsa y además tan ultrajante. El incesto oficial no resultaba más halagüeño que la continencia oficiosa.
—Dispones de mí, pequeña mía, con una extraordinaria desenvoltura. Si me hiciera cómplice de esta combinación, lo primero que ganaría con ella —y por unos irrisorios beneficios— seria el desprecio de la gente honrada.
—A papá le gustaba decir…
—«¡Cortemos la flor virgen antes de que se marchite!».
—Y también: «El desprecio de las personas honradas es el más fácil de soportar, pues se cuentan con los dedos de una mano». Ya verás cómo te avienes a este matrimonio.
—¡Lo dudo mucho!
—Te decidirás porque un liberto, un centurión primipilario y hasta un «caballero» llamado Aledio Severo han hecho ya diligencias para desposar a sus sobrinas.
—¡Y a mi qué me importa!
Con una pizca de impaciencia, Marcia fue al grano del problema:
—¡Abre los ojos de una vez! Claudio, dominado por Agripina, pero tan cuidadoso con todas las antiguallas de la religión romana, está poseído de unos escrúpulos que sólo la elocuencia de un Vitelio, la incitación unánime del senado y la simpatía del pueblo, siempre fiel al recuerdo de Germánico y de Agripina la Mayor, han sido capaces de vencer. La misma Agripina, que rebosa de orgullo, sólo se ha rebajado a ese convenio por los demonios de su insaciable ambición. Para darle un sustento moral a semejante unión, los discursos no bastan: hay que poner parte de uno mismo. De manera que cada matrimonio de un tío con su sobrina es, para la pareja imperial, la expresión de lisonja más oportuna, más profunda, más refinada, más tranquilizadora. El incesto se endulza al ser compartido.
»Claudio y Agripina están tan interesados en que su ejemplo sea prontamente seguido, son tan sensibles a la delicadeza de esas raras devociones, que su favor se derrama en el acto sobre los hombres y mujeres de buena voluntad que han puesto el culto del Príncipe por encima de los miramientos de una sensibilidad natural.
»El liberto ha recibido la gestión de un inmenso dominio en África. El «caballero» ha sido gratificado con una dirección de servicio en la estación central de Correos del Campo de Marte. Y el emperador en persona, acompañado por Agripina, ha asistido a la boda del primipilario. ¿Qué no podrías esperar siendo el primer senador que aprovechase la ocasión? ¿Por qué otro medio quieres restablecer tu fortuna, tan injustamente comprometida por la locura de Calígula? ¿No deseas salir de apuros? Como afectuosa sobrina, te muestro el camino.
»Por otra parte, si la bien conocida avaricia del Príncipe interfiere en la realización de mis promesas, no habremos perdido nada. Un divorcio no significa mucho para ninguno de los dos.
»Pero hay que darse prisa. ¡Cuántos senadores lloran hoy por no tener una sobrina disponible! Y los últimos en casarse serán los peor premiados.
»¿Qué reproches podría hacerte tu quisquillosa conciencia, ya que tengo el meritorio pudor de no exigirte que me des todas las satisfacciones de las que serias capaz?
El asunto, expuesto por una convincente embajadora, tomaba de repente un cariz más razonable, más decente. Era tentador incluso para un hombre honrado. ¿Qué dios compasivo no estaría por encima de ciertas enojosas apariencias? ¿Quién puede conocer a ciencia cierta la voluntad de los dioses y los prodigiosos caminos de su pensamiento?
Cuanto más discutía Marco, más débil se sentía, y pronto se tragó la vergüenza y sólo discutió para guardar las formas.
—Sin embargo, hay un último punto que me preocupa. Claudio, en la época de Mesalina, prometió a su hija Octavia con L. Junio Silano, que había sido designado por el favor público para los ornamentos del triunfo y un soberbio espectáculo de gladiadores. Una vez estuvo Mesalina en el país de las sombras, Agripina se apresuró a hacer que Silano cayera en desgracia, quizá con la idea de reservar a la joven Octavia para su propio hijo Nerón. Y no solamente el noviazgo se rompió de forma injuriosa, sino que Silano se vio envuelto en un proceso bien elaborado en todos sus detalles, bajo pretexto de que había mantenido relaciones incestuosas con su hermana Calvina. Desesperado, el joven se dio muerte el mismo día de la boda de Claudio con Agripina. ¡Aún humea su hoguera! ¿No estás al corriente, como todo el mundo?
—¿Qué relación hay entre la desaparición de Lucio y nuestro trato?
—Ya conoces los estrechos lazos de clientela que antaño manteníamos con los Silano. Es infinitamente desagradable casarse para complacer a una Agripina que acaba de empujar al suicidio —¡y en qué condiciones!— a uno de los vástagos más simpáticos de la gens que durante tanto tiempo nos protegió.
—Tú no eres responsable de la coincidencia. Además, si no me equivoco, el Silano del que teóricamente dependen los Aponio Saturnino no era el Lucio que tuvo tan mala suerte, sino más bien uno de sus dos hermanos, Marco o Décimo, cuya conducta nada deja que desear.
—Décimo, el mayor, seria en principio mi patrón.
—Y bien, nuestro matrimonio te traerá tal vez un patrón nuevo y más eficaz. ¿Dónde quieres encontrarlo si no, ya que erraste el golpe con Seyano?
Marcia tenía respuesta para todo, y Marco, cuyas dificultades sólo habían provocado perpetuos lamentos en Pomponia, tenía la impresión de que lo cogían de la mano y lo guiaban hacia un porvenir mejor gracias a aquella resplandeciente aparición, que en nada dejaba adivinar un carácter maléfico. Como la joven había demostrado de forma concluyente, había mucho que ganar y nada que perder en la aventura. Se le habría debido ocurrir al propio Marco si, a fuerza de fracasos y desilusiones, no hubiese perdido contacto con las intrigas de la corte y las relaciones del Foro. ¡Qué lección para él!
Deseosa de batir el hierro mientras aún estaba caliente, Marcia condujo en seguida la entrevista hacia la proyectada ceremonia. La autorización del tutor suscitaba una cuestión delicada.
Ya que la mujer era considerada en Roma una eterna menor de edad, siempre tenía que estar bajo el poder, «bajo la mano», de un responsable legal.
En los antiguos tiempos, el matrimonio conducía a las mujeres de manos del padre a manos del marido. Lo mismo daba que se tratase del matrimonio patricio por confaerratio, en el que los esposos ofrecían un pastel de espelta a Júpiter Capitolino en presencia del Gran Pontífice y del flamen[36] de Júpiter; del matrimonio plebeyo por coemptio, en el que el padre aparentaba vender su hija al marido; o del matrimonio por usus (¡o por usura!) en el que, después de un año de cohabitación constante, la muchacha usada pasaba a considerarse esposa legítima.
Pero de la antigua y gran confusión entre patricios y plebeyos, de la que surgiría una nueva nobleza por encima de la estancada plebe, había resultado una forma nueva de matrimonio, relegando a las tres primeras al dominio de las viejas lunas. Moda revolucionaria en el sentido de que la autoridad tutelar sobre la mujer ya no era posesión del marido, sino privilegio del ascendiente paterno más directo de la esposa[37]. Cada mujer tenía así garantizado un tutor de su familia, que estaba encargado de vigilar su dote, defender sus intereses en caso de divorcio y, por fin, velar porque se casara lo mejor posible. Los derechos del marido romano se reducían a acostarse con su mujer cuando podía conseguirlo y a dar consejos de tocador el resto del tiempo. Este sistema altamente original sólo se aplicaba a la mujer casada por el sistema ordinario, que hacía que un niño huérfano de padre fuese legalmente protegido por el tutor de su rama paterna durante su minoría, puesto que la ley consideraba a la madre incapaz al respecto.
A fuerza de estar físicamente sometida al marido, permaneciendo a la vez bajo la tutela del padre, de un tío o de un sustituto, la mujer romana, en principio doblemente sometida, pronto había llegado a no estar sometida a nadie: la naturaleza quiere que se anulen las fuerzas contrarias. Insumisión ésta tanto más notable cuanto que, después de poseer al marido, la romanas se encarnizaron con la autoridad de la tutela en todo lo que tenía de molesto, argumentando hipócritamente, en concreto, que la libertad de volverse a casar según su gusto no podía sino desencadenar fuerzas prolíficas. Y los magistrados les dieron la razón, acordándoles la deposición y sustitución del tutor desde el mismo momento en que hacia un gesto para oponerse a su capricho.
Era el triunfo de la debilidad y la astucia sobre las arrolladoras fuerzas de maridos y padres.
En el caso de Marco y Marcia, la necesaria autorización del tutor planteaba un problema por este sencillo motivo: después de la muerte de Rufo era Marco quien había hereda do la tutela de Marcia.
—De todas formas, no puedes —decía ella— ser mi marido y mi tutor a la vez: ¡correría peligro de convertirme en esclava! Seria un bárbaro retroceso. ¡Ya no estamos en la época de los Tarquinos!
—No te irrites —contestó él—. Desde luego, sería una monstruosidad jurídica. El matrimonio cum manu ha muerto y nadie piensa en resucitarlo. Está claro que te desposaré sine manu, como lo haría cualquiera, lo que quiere decir que estarás en manos de un tutor y allí te quedarás, y que no se tratará de mí.
—¡Pero mi tutor eres tú! Y no veo otro pariente posible en mi ascendencia paterna.
—El caso es ciertamente extraordinario, y a la fantasía legisladora de Claudio se lo debemos. Pero en fin, siempre se encuentra un ascendiente en enésimo grado: en el fondo no es más que una formalidad. Y en caso de total extinción, el pretor, por poco complaciente que sea, puede designar a un extraño de buena reputación y moralidad. Un tutor es absolutamente indispensable tanto para la joven como para la mujer casada, que ni siquiera podría redactar un testamento sin su autorización expresa.
—¿No podría aprovechar la circunstancia de no tener ningún tutor?
—¿Para qué? Ni los propios padres son un estorbo desde que la mujer se ha emancipado en la práctica merced a su primera boda; y los otros tutores son más discretos todavía. Además, por lo que yo sé, y vestales aparte, las únicas matronas exentas de tutela, a consecuencia de una decisión de Augusto, son las madres de tres hijos. ¡Espero que mi meritoria continencia me deje pocas oportunidades de ser padre tres veces contigo!
—Puedes estar tranquilo: ya que los hombres son distraídos, yo soy una mujer precavida. Mamá me dijo todo lo que debía saber sobre el tema cuando desposé a mi «caballero».
—¡Era una madre admirable! Volviendo a lo que te preocupa, iré a consultar a Vitelio. Se sentirá encantado con nuestras intenciones, que apuntan en la misma dirección que sus intereses, y arreglará y apresurará nuestro asunto.
—Incluso podría recomendarnos.
—¡Sería bastante natural! Y tiene tanto la confianza de Claudio como el favor de Agripina. Decidieron, tanto por economía como por pudor, celebrar el matrimonio con toda sencillez —a menos que personas ilustres se invitaran—, después de un noviazgo relámpago. Afortunadamente, la evolución de las costumbres había reducido la esencia de la ceremonia a tan poca cosa que eran concebibles todos los programas, desde el más llamativo al más espartano.
Marcia era incluso de la opinión de imitar la famosa discreción de una republicana homónima que Catón —el que debía terminar en Utica— había desposado en privado. Recordó:
—Toda la asistencia se reducía a la persona de un amigo, Bruto, que había puesto su sello de testigo en el contrato. Después, el testigo se convirtió en arúspice. Bruto degolló un lechón en el atrio, le abrió el vientre, y declaró con toda seriedad que las entrañas se presentaban bien y que los auspicios eran favorables. Luego, el arúspice volvió a convertirse en testigo y los esposos intercambiaron su consentimiento. Es la fórmula «Donde tú seas Gaius, yo seré Gaia», el intercambio de libres consentimientos, lo que hace, en suma, al matrimonio, ¿no es verdad? Todo lo demás son adornos.
—El contrato en sí no es obligatorio, pero la costumbre de los antepasados exige que como mínimo esté presente un testigo, y los auspicios son leídos por un auspex familiar sin investidura sacerdotal ni delegación oficial. Para nosotros, el aspecto religioso del matrimonio sustituye al culto privado de cada gens, el arúspice es siempre de la casa y la ceremonia no concierne al Estado sino en las consecuencias que puedan esperarse de ella.
—Como el auspex es incompetente, los auspicios son siempre favorables. ¡Habría que ver a un auspex enredador haciendo que el matrimonio volviese a mejores tiempos! Ya que la lectura de auspicios se ha vuelto una mera formalidad, ¿por qué no suprimirla?
—¡Hablas como una impía!
—Al contrario, soy más religiosa que tú. ¿No temes que los dioses se enfurezcan al ver invocada su benevolencia con ocasión de un incesto?
—Pero si tendremos alcobas separadas…
—Esperemos que aguantes.
Marco desvió la conversación hacia una nostálgica reminiscencia histórica que la alusión a Catón había despertado.
—¿Sabes que el virtuoso Catón cedió su Marcia a un amigo, el gran orador Hortensio, ante las apremiantes demandas de este último, que no es que estuviera precisamente enamorado, pero ardía por unirse a su venerable Catón por los lazos más íntimos y prolíferos? Hortensio había pedido primero la hija de Catón, pero habían terminado por negársela, con el pretexto de que ya estaba casada y encinta por añadidura. No podían tenerlo en jaque, pues su devoción se hubiera visto ofendida, y le dieron a la mujer en lugar de la hija. Por fin Hortensio podía besar a placer las reliquias del maestro.
»Y Bruto, a fuerza de degollar lechones en las bodas, degolló en el senado a César, ese hombre tan generoso que se había acostado con la madre del joven justo a tiempo para meterse en la cabeza que se le parecía. Los historiadores bien informados piensan que el «Tu quoque fili» (por otra parte pronunciado en lengua griega) era, de hecho, una acusación de parricidio. Si Bruto no hubiera estado al corriente, se hubiese enterado de su filiación natural en circunstancias bastante dramáticas. Qué escena digna de Eurípides si el joven, en pleno frenesí asesino, hubiera detenido su brazo ante él «¡Tú también, hijo mío!» para echarse a gritar: «¡Deteneos! ¡Estamos asesinando a mi papá!».
Marco, que consideraba elegante alimentar —con una loable prudencia— inclinaciones republicanas, admiraba el temple de los estoicos, que hubieran matado a su padre y a su madre con tal de asegurar la supervivencia de una idea dudosa y ofrecían como lecho de su sublime amistad el mismo que servía a sus tibios amores.
—En fin —suspiró en conclusión— hay pocas oportunidades de que un hombre te busque alguna vez para adorar lo yo aya besado, ¡y menos oportunidades aún de que vuelvas a mi como la lejana Marcia, que Catón desposó otra vez tras la muerte del piadoso Hortensio! La estirpe de estos hombres superiores y de estas abnegadas mujeres se ha eclipsado por completo.
La republicana leyenda, forjada por los defensores de una Libertad que sólo les aprovechaba a ellos mismos, dejaba a Marcia impávida. Ella tenía a Catón de Utica por un soñador y un torpe, que hasta se había enemistado con sus clientes por las arcaicas distribuciones de nabos. Las mujeres razonables siempre campan por el territorio de los vencedores. ¿Cómo explotar la fuerza de los vencidos?
Un gran trajín estalló entre bastidores, y de pronto irrumpió a través del exedro un reciario[38] seguido de un secutor[39]: Marco el Joven y Kaeso, escapando a la vigilancia de la vieja esclava, se habían precipitado sobre la panoplia de gladiador de su padre. Los niños ricos tenían lujosas copias conforme a su tamaño, sables con hoja de castigo, funda dorada y puño de ébano. Los hijos de Marco iban acorazados de cartón y armados de madera blanca, pero su turbulencia se burlaba de esos detalles.
El ultrajado padre tronó, y los dos culpables fueron a saludar a su prima hermana, que se deshizo en afectuosas caricias y en elogios sobre su buen aspecto. Marco el Joven estaba muy gracioso con su tridente embotonado y su pequeña red. Y en la cimera de Kaeso podía leerse «SABINO VENCEDOR». (De hecho, el jefe de la guardia germana de Calígula, había vuelto bajo Claudio a la arena para morder el polvo, y debía su salvación solamente a la apresurada intervención de Mesalina, a la que rendía honores con su exceso de vigor).
Una vez despedidos los niños, Marcia le preguntó a Marco:
—¿Sigues teniendo tu pequeño ludus de barrio?
—No estoy muy descontento con él…
—Nunca supe qué mosca te picó para lanzarte a una industria de tan mala fama después de aquella siniestra subasta.
—Yo también me lo pregunto… Un emisario de Cayo, naturalmente, vino a ofrecerme un precio irrisorio por el lote con el que me habían cargado. Exasperado por tal desvergüenza, monté en cólera. Y cuando lo pensé, me dije que de todas formas tenía en las manos un capital que podía hacer valer. Eso, claro, me costó lo suyo, pues tenía que aprenderlo todo. Pero tuve la suerte de encontrar a un eficaz lanista, que tomó la gerencia de mi negocio: evidentemente, no era cuestión de que un senador se ocupase personalmente de un ludus. Eurípilo, un griego de Tarento, me pide un sueldo bastante escaso y un porcentaje en los negocios. A veces, cuando están en la corte, los lanistas del Príncipe nos toman algunos gladiadores en alquiler-venta para un munus romano. Casi siempre trabajamos en las ciudades de Italia, donde aprecian todo lo que viene de la capital. Mis hombres van de Verona a Brindisi, pasando por Pompeya o Benevento. Hacen lo que pueden. No es el mismo equipo de los primeros días, pues entonces yo no tenía tan cubiertas las espaldas como para conservarlos y renovarlos. Pero el ludus de Eurípilo tiene buena reputación. Prefiero la calidad a la cantidad, y no hay esclavos alrededor de la mala comida. Sin embargo, la competencia es fuerte. ¡Hasta tenemos tratos con lanistas ambulantes!
—¿No tenías un carro de combate?
—¡Y todavía lo tengo! ¡Con dos nuevos y piafantes sementales! Y mi «esedario», un siciliano que a veces hace también de bestiario, sigue siendo el mismo que Cayo me endosó maliciosamente. Ese que llaman Tirano, cuyo nombre verdadero he olvidado, empieza a acusar los años pero es infatigable y sabe mucho de caballos. Esos animales me interesan más que el «esedario»: gracias a ellos puedo montar sin gastos, y los niños podrán tener una educación hípica en las mejores condiciones.
—Eres un padre cuidadoso, Marco. Y mereces que te haga una promesa: ya que confías en mi para sacar adelante tu casa, trataré a tus hijos como si fueran míos. Muy tonta sería una mujer que se dedicara a hacer hijos por si misma cuando los dioses le confían dos tan hermosos.
Las promesas más sinceras son las más vanas, pues quien se entrega completamente a una causa compromete en ella lo mejor de sí mismo, pero también lo peor.
Confiado, Marco acompañó a Marcia hasta los infestados soportales bajo los que estacionaba su silla, cuyas barras gemelas se apoyaban verticalmente en la pare como dos hermanos o dos esposos.
—Marco y Marcia —dijo el dichoso novio— se dirían hechos para ir juntos.
—Con la diferencia de que Marco es un nombre, mientras que Marcia era el apellido de mi madre, ya que mi abuelo materno era un Marcio. Preferí ese nombre al de Aponia, al que normalmente tendría que responder, en recuerdo de mama.
—¡Pues bien, serás de hecho una Aponia, hija de Aponio, esposa de Aponio! ¡Cuánto lío para agradar a Agripina!
Las romanas decentes, en efecto, no tenían nombre. Llevaban el apellido de la gens paterna en femenino, con sobrenombres diferentes para distinguirse de sus hermanas. Y persistían en llevar ese apellido a través de todos sus matrimonios, cosa por lo demás muy cómoda. El marido romano daba el apellido a sus hijos, pero no a su mujer.
En cuanto a los bastardos que podían parir las ciudadanas, tomaban el apellido de su madre en masculino, irregularidad que venía a corregir la mención «hijo de Espurio». Este ficticio Espurio de desbordante actividad se convertía así en el padre de todos los bastardos de Roma. El adjetivo spurius significaba ilegítimo, pues el spurium era una de las múltiples maneras de designar el sexo femenino. El bastardo romano, oficialmente registrado bajo el mote de «hijo de cabrón», las pasaba moradas y por lo general hacia malos estudios.
Cuando Marcia se hubo ido, al trote de cuatro portadores libios, Marco, desde la callejuela, levantó los ojos hacia los emparrados y arbustos que los arrendatarios habían hecho crecer en la terraza de la insula. ¿Iba a continuar por fin su ascenso, es decir, a elevar su piso bajo a una altura distinguida, o sólo tendría sobre la cabeza pájaros de buen augurio?