El excéntrico Calígula no había aguantado ni cinco años. Había pasado como pasa un cometa de cola rojo sangre, anunciador de nuevas convulsiones. El «caballero» sin dinero Claudio, el idiota de la familia, descubierto, tembloroso, detrás de una cortina por los indecisos pretorianos tras la muerte de su sobrino Cayo, había comprado el Imperio a los soldados con el dinero del Estado, cosa que sólo podía reportarle malos pensamientos y malas costumbres. Descender de Julio César por sangre o por adopción no había sido desde entonces recomendación suficiente para la púrpura, a no ser que la guardia pretoriana estuviera de acuerdo. El senado no tenía nada más que decir desde que las interesadas aclamaciones habían resonado en el campo permanente de la Puerta Vinimalia.
Claudio estaba en el apogeo de sus fuerzas… por no decir de sus debilidades: piernas poco seguras y lengua embrollada, bebedor, jugador y avaro, glotón y miedoso, de espíritu ciertamente cultivado, pero enredador, excéntrico y naturalmente chistoso. Uno se preguntaba si, a fuerza de hacerse el imbécil para sobrevivir en un clima de perpetuas conspiraciones, no lo había llegado a ser de verdad. Rasgo relativamente simpático, la crueldad inherente a la naturaleza humana se limitaba en él a una viva inclinación por las alegrías de la arena o a una infantil delectación a la vista del último suplicio de quien en principio se lo merecía. En el fondo, el sanguinario no era el hombre honrado, sino el espectador. Era corriente que el ojo no estuviera ligado al alma por los nervios que uno hubiera creído.
Siete años más tarde, durante las alegres vendimias del año 801 de la fundación de la ciudad, A. Vitelio y L. Vipsanio Publícola eran cónsules epónimos, el liberto Narciso había obtenido del Príncipe, tan irresoluto y funámbulo, la condena de Mesalina, madre de sus hijos Británico y Octavia. Es verdad que Mesalina había exagerado. Después de haber engañado a Claudio de forma grandiosa con todo el que llegaba, se había vuelto a casar, en vida de su imperial marido, con el cónsul electo Silio, quien no tenía miedo de amueblar su casa con los despojos del palacio. Excusables asuntos de faldas habían tomado de repente un inquietante cariz político.
En enero del año siguiente, según los consejos del liberto Palas, el Príncipe se casaba de nuevo con una pariente cercana, Agripina la Joven. Un hombre influenciable y gastado caía bajo la férula de una arribista feroz y sin escrúpulos, ya madre de un joven L. Domicio Ahenobarbo, que iba para los doce años. Claudio adoptaría pronto a este Lucio con gran perjuicio de los legítimos intereses de Británico. Por primera vez en la historia de Roma, un ser del sexo débil podía esperar el disfrute del poder supremo gracias a la tapadera de un hijo dócil.
M. Aponio Saturnino nunca hubiera pensado que la nueva boda de Claudio iría a trastornar su lúgubre existencia. Los deberes que lo abrumaban desde hacía una decena de años lo habían llevado poco a poco a considerar que las intrigas del palacio se desarrollaban en otro planeta.
En aquella mañana de enero, un frío húmedo pesaba sobre las hondonadas de la ciudad cuando Marco se despertó sobresaltado con los horrorosos gritos de un recién nacido que una arpía sin entrañas acababa de depositar detrás de su casa, sobre las basuras del final del callejón. Gesto tanto más irritante cuanto que de ordinario su sueño huía y los momentos que precedían al alba eran los únicos —con el de la siesta— en que se acallaba el habitual alboroto romano.
Como la circulación de carga y descarga —salvo para las necesidades de refacciones o construcciones de casas— estaba severamente prohibida durante el día desde el edicto de Julio César, era de noche cuando se reabastecían todos los almacenes y mercados de la ciudad. Aún no había desaparecido el sol detrás del Janículo cuando, ante las diecisiete puertas de Roma, una nube impaciente de vehículos, carretas y carros esperaba la señal para el asalto. Y en cuanto el astro se oscurecía, cocheros, conductores y mozos espoleaban a los caballos de tiro y a las mulas hacia ese oscuro laberinto que iba a ser turbado por gritos y relinchos y estremecido por los pateos hasta la llegada del alba, a la luz vacilante de una miríada de linternas y antorchas.
Así se abastecían —sin contar muchos otros puntos de distribución y venta— el gran almacén de los papyri[23] y pergaminos del Foro, el «mercado de golosinas» en lo alto de la Vía Sacra, el mercado de frutas tempranas de las «leñeras galas», el mercado de aceite y el de pescado del Velabra menor, el «Pórtico de las habas» y «el mercado de los panaderos» del Aventino, el mercado de legumbres del Circo Máximo, el «Macellum[24] de Livia» en el Esquilino, donde se encontraban las mejores carnes y aves… E incluso se aprovechaba la ocasión para abastecer el mercado de legumbres situado, sin embargo, un poco más allá de la Puerta Carmentalia, entre el teatro de Marcelo y la roca Tarpeya. Hecho esto, con una prisa febril, la armada de la sombra —a cuya retaguardia avanzaba el cuerpo de poceros de letrinas y cuidadores de cloacas— se apresuraba a abandonar la ciudad, pues todo vehículo que hubiera sido hallado en ella después del amanecer se habría visto bloqueado.
Los sueños de Marco, que había ido a dar en una casa bamboleante en el corazón del casco viejo, estaban poblados de zarabandas de legumbres y socarronas risas equinas, mientras respiraba a través de los mal cerrados postigos olores de estiércol, pescado y mierda. Allí estaba incluso el humo resinoso de las antorchas para recordarle a su adormilada conciencia los constantes riesgos de incendio que, con las inundaciones y las «pestes», eran el mayor terror del romano.
Pero cuando despuntaba el día estallaba de golpe un inmenso rumor, un inmenso zumbido puntuado por ruidos más sonoros y agresivos. Comerciantes de cualquier calaña, desde el barbero al mercader de esclavos (Roma, por una especie de pudor, no tenía ningún mercado de esclavos digno de ese nombre), desmontaban los batientes de madera de sus tiendas y armaban en la calzada sus mostradores y puestos. Resonaban las herramientas de los caldereros, de los herreros, cerrajeros, batidores de oro o de plata. Los taberneros vociferaban para alabar las salchichas ahumadas o el budín recién hecho. Los maestros de escuela y sus alumnos se desgañitaban bajo los pórticos. Los vendedores ambulantes del Trastévere ofrecían chillando paquetes de leños azufrados y los mendigos modulaban lastimeras melopeas. Imposible pensar en dormir hasta la hora de la siesta.
El niño abandonado gritaba con toda su alma. La mayor parte de las veces abandonaban a las niñas, que eran más resistentes que los chicos y tardaban más en callarse. Las organizaciones de mendicidad, cuyos emisarios recorrían los vertederos —autorizados o ilícitos— para encontrar buenos individuos vigorosos que mutilar y educar, preferían a los niños, cuyas enfermedades y heridas despertaban por lo común una compasión más viva en las matronas tan sensibles como estériles. Pero la mayoría de los proxenetas tenían debilidad por las niñas.
En la habitación de al lado, Kaeso también se puso a gritar, conmoviendo el corazón de Marco. Marco el Joven, nacido cinco años atrás, tenía el sueño pesado, pero Kaeso, su hermano pequeño, poseía un temperamento vivo y nervioso. Bastaba el menor soplo para inquietarlo. Se hubiera dicho que no se había repuesto de la muerte de Pomponia, en el parto, a consecuencia de una cesárea que había acabado en carnicería. Y le habían puesto al niño el raro nombre de Kaeso, que testimoniaba las trágicas circunstancias de su nacimiento.
Marco, que había amontonado las túnicas para protegerse del frío, se desprendió de sus cobertores, buscó a tientas las zapatillas sobre la raída alfombrilla de cama, puso la mano en el lucubrum, minúsculo vigilante que le acompañaba los insomnios con su punto luminoso y, tropezando con el orinal de barro cocido, fue a calmar a Kaeso.
El niño estaba acostado con su hermano dormido, y los gritos de la chiquilla debajo de la ventana no dejaban de molestarle. Marco le explicó a Kaeso que la niñita no era sensata, pero que pronto seria castigada, y supo encontrar, con sensibilidad de padre, muchas tiernas palabras más para tranquilizar a su hijo y hacer que recuperara el sueño.
Volvió a meterse en la cama y, al resplandor de su lucubrum, familiares y morosas lucubraciones se adueñaron otra vez de su alma entristecida.
Había caído casi en picado, y todos los aspectos de su nuevo género de vida se lo recordaban constantemente. La ruina le había arrancado rápidamente la casa del Caelio, a pesar de haberla hecho construir de nuevo por famosos arquitectos griegos tras el terrible incendio que había destruido toda la re ión (unos diez años antes de la sospechosa muerte de Tiberio) y sólo había dejado en pie una estatua del Príncipe en el palacio de los Junio Había tenido que abandonar una de las prestigiosas colinas en las que, desde hacía generaciones, los ricos se esforzaban por vivir alejados de la agitación y del ruido, aislados de la insoportable muchedumbre por el espesor de sus paredes y la superficie de sus parques, en un aire más salubre, menos tórrido en verano, menos húmedo en las malas estaciones. Había rodado hasta el nivel del vulgo, cien pies más abajo, en el Suburio[25], un barrio popular y mal afamado, especie de crisol entre el Esquilino, el Vinimalio[26] y el Quirinal, donde se mezclaban todas las naciones, abierto solamente al sudoeste, hacia la Vía Sacra y los Foros Romanos, a los que llevaba el Argiletum, la animada calle de los libreros. Y la caída era incluso doble, ya que Marco había vendido también su tranquila y floreciente villa de la «Colina de los Jardines», en el monte Pincio, al norte del Campo de Marte, cuyas pendientes meridionales miraban tan graciosamente alas alturas, pequeños valles y llanuras de aquella ciudad única en el mundo —siempre y cuando uno la mirara desde lo alto.
Enterrado bajo un entresuelo coronado por seis pisos, unido a otras dos casas de la misma índole, Marco, desde su piso bajo, no veía del exterior más que una callejuela por delante y un callejón sin salida por detrás. Toda la parte inferior de Roma había crecido así hacia los cielos, acumulando pisos por falta de espacio, en una maraña de estrechos caminos que, demasiado a menudo, carecían de las aceras y el pavimento previstos y prescritos mucho tiempo atrás. En verano, una bochornosa sombra pesaba sobre el dédalo del Suburio; en invierno todo era oscuro y de lo más sórdido.
Pero la debacle se veía agravada por otra, más íntima y cotidiana todavía, pues manaba del corazón de la casa. El menor labrador latino tenía su modesto atrio, es decir, su pedazo de cielo a domicilio, cuya luz central le permitía preservar la vida de familia tras las opacas paredes. Los ricos añadían peristilos a la griega, siempre vueltos hacia el interior, y solo abrían pórticos al exterior ante las vistas inexpugnables. Mientras que las disparatadas habitaciones de Marco, fruto de la reunión de cuatro viviendas ordinarias, encuadraban un patio que parecía más bien el fondo de un pozo, un vertiginoso agujero. Y de esta cascada de pisos, cuyos remendados balcones ostentaban dudosas coladas o inestables tiestos de flores, caían a veces las cosas más incongruentes y nauseabundas. Para asegurarse el goce exclusivo de tan irrisorio patio, Marco, que después de muchas alarmas había conseguido ser el propietario de la casa, había hecho tapiar el fondo del soportal principal, que daba a una callejuela, así como el fondo de soportal menor, que daba al callejón. Pero por mucho que había cultivado pálidas pérgolas en su agujero, o tendido velos de fortuna, nunca estaba a resguardo de los indiscretos. Para un hombre que se tenía por un verdadero romano, una situación así, tan contraria a la sensibilidad terránea o mediterránea, era sencillamente monstruosa.
Marco era además cordialmente odiado por los arrendatarios de su torre, que no le perdonaban que hubiese confiscado el agujero desde su imperiosa instalación. Y el hecho de que el propietario, para ahorrarse los gastos y las malversaciones de un gerente, se aplicase a recibir él mismo los módicos alquileres de una calamitosa plebe, provocaba otras tantas discusiones humillantes con pobres diablos que habían subdividido al máximo miserables cuchitriles donde, por definición, el agua de los acueductos, derramada por todas partes a ras del suelo, nunca subía más de un brazo. Tales desavenencias animaban en casa de Marco el desprecio y la desconfianza de todos esos miserables «sin hogar fijo», entre los que predominaban los vagabundos y los extranjeros. ¡Él, por lo menos, tenía todavía su altar familiar, sus lares y sus penates[27] y hasta su genio particular, tradicionalmente representado por una serpiente! El rumor de la ciudad había estallado con el día, y se oían ya, a través de los sesgados techos, las patadas de los arrendatarios del entresuelo, donde tres pequeñas habitaciones habían sido aisladas de los accesos normales y puestas en comunicación, mediante escaleras, con otras tantas tiendas que Marco había abierto y alquilado para aumentar sus escasos ingresos —lo que disminuía en la misma medida la superficie habitable. En la fachada había una minúscula popina, confiada a una liberta cretense del dueño, que había sido la nodriza de Kaeso antes de quedarse viuda, y un barbero cartaginés, que sacaba unos ingresos extras con lecciones de despiece que daba a pinches de cocina mediante animales desmontables de madera. Y, en el callejón, un lusitano siniestro se afanaba en dar salida a una selección de látigos e instrumentos para castigar a los esclavos.
Marco estaba relativamente satisfecho de la popina y de la tonstrina[28] púnica. Como se había visto obliga o a vender a su experto barbero, estaba muy contento de que lo afeitaran gratis. (¡Lejos estaba el tiempo en que Agripa, para festejar su edilidad del 720, ofreció a los romanos y romanas servicios de peluqueros durante un año!). Y como ya no podía acostarse con sus criadas, a veces se aislaba furtivamente en las horas libres tras la cortina de la popina en compañía de la «pequeña burra» del lugar para una breve cabalgata o una punción calmante. A fuerza de rogar a Venus, los romanos habían conseguido que contuviera a los males más graves que formaban el cortejo de su culto.
Sobre la basura de enero, la chiquilla flaqueaba ya. Puede que fuera un niño.
Marco se dio ánimos para levantarse, entreabrió los postigos para que entrara un poco de luz y fue a despertar a sus perezosos esclavos, pues aquél iba a ser día de gran limpieza en honor a la inesperada visita de su sobrina Marcia. De una familia muy corriente de unas doscientas cabezas, Marco sólo había podido conservar una docena de nulidades, cuya incapacidad era tanto más evidente cuanto que se exigían de estos esclavos poco dotados las prestaciones más diversas y contradictorias. Y la mala voluntad se sumaba a la falta de cuidado, mientras que las promesas o las amenazas chocaban con una blanda obediencia atemperada de astucia. Se estimaba que el rendimiento del trabajo servil era dos veces inferior al del trabajo libre, y los doce esclavos de Marco se agitaban por tres. Sin duda, a pesar de su insigne mediocridad, se sentían irremplazables.
Bajo la vigilancia personal del amo, el equipo de destajistas de ambos sexos se entregó a un gran tráfago de cubos, trapos, bayetas y esponjas, plumeros, escaleras de mano y escobas. Después echaron serrín sobre los pavimentos regados, para arrancarles mejor la suciedad y el polvo. Para terminar, recargaron con carbón silvestre los braseros fijos o rodantes que habían apagado a la hora de acostarse, por miedo a la asfixia, y dieron brillo con mano cansina a dos o tres muebles todavía presentables y a un lote de esa plata corriente de la que Marco antaño ofrecía cinco o seis libras a sus clientes como regalo.
Pero, con limpieza o sin ella, nada podía cambiar las cosas: el irremediable alojamiento no era más que un vulgar piso bajo de insula[29] de segundo orden.
Marco pensó con amargura que insula significaba también «isla» o «islote», y que en aquélla él vegetaba sin esperanzas como un náufrago de sus bienes.
Se le ocurrió la idea de hacer barrer bajo los soportales. A cada lado de ambas bóvedas se abría una caja de escalera, y las cuatro puertas correspondientes del piso bajo eran, naturalmente, las del propietario. Marco le había insistido en que Marcia entrase por el soportal grande y llamase a la puerta de la izquierda —ya que los esclavos habían sido relegados enfrente. Pero las mujeres son atolondradas y Marcia, que no conocía el lugar, podía presentarse por el soportal del callejón. Así que tan importante era barrer por delante como por detrás.
Dichos soportales estaban, por cierto, tan atestados de basura como de costumbre. Peor aún: las dolia, esas grandes jarras tinajas donde los campistas de los pisos vaciaban sus orinales o sus sillas perforadas, estaban llenas hasta los bordes bajo las cuatro cajas de escaleras. Los poceros nocturnos habían descuidado la casa una vez más. A pesar del frío bastante vivo, el olor era insoportable. Pero es vertedero del callejón ya respetaba los reglamentos de la policía, y no era cuestión de añadirle cuatro dolía. (Además, había allí un niño, muy capaz de respirar todavía…). No había nada que hacer.
Disgustado, Marco volvió a entrar en sus habitaciones, y prescribió al pasar que dieran una buena mano a los cuatro tiradores de las puertas. Era un pobre consuelo.
El cielo estaba cubierto, era imposible saber la hora, y Marcia, que había anunciado su visita para los alrededores de la hora quinta, podía llegar pronto.
En la cocina del lado del amo, Marco se lavó las manos, la cara y la boca con agua corriente, sin dejar de pensar que no había pagado el agua. Ese agua tan preciosa, que no se distribuía a los arrastra-chanclos sin recursos de los pisos, retenía junto al suelo a todos los «insularios» capaces de permitírsela en su casa. Por todo desayuno, Marco bebió algunos tragos de agua glacial, después sustituyó sus arrugadas túnicas por otras más decentes, deslizó los pies desnudos en un calzado de ciudad y se pasó un peine por el cabello.
Ya había que aguzar el oído para oír desde la alcoba los últimos gemidos del niño. La vez anterior, unos perros vagabundos se habían encargado de él. No era sano ni para Marco el Joven ni para Kaeso meter la nariz en tales espectáculos, alojamiento de los esclavos, más alejado del fondo del callejón, habría sido a fin de cuentas preferible para la familia…
De vuelta a las habitaciones de recepción, Marco comprobó que los braseros no humeaban mucho y mantenían un mínimo de calor, a pesar de que estaban abiertos los postigos. Empero, la atmósfera era siniestra hasta tal punto que el amo pidió que encendieran algunas lámparas, a condición de resguardarlas bien de las corrientes de aire.
Una vieja esclava desdentada trajo a los jóvenes Marco y Kaeso, que habían jugado aparte hasta que los asearan para presentarlos a su prima hermana.
Estos dos niños, nacidos uno detrás de otro y casi en el ocaso de la vida, se habían convertido en los únicos tesoros de Marco, reducido por los acontecimientos a la situación de «proletario» —al menos si hacemos caso a su íntimo análisis, fuertemente teñido de pesimismo. En todo caso, les había cobrado a sus hijos un afecto tanto más vivo cuanto que Pomponia había muerto de parto mientras Marco el Joven daba sus primeros pasos; además, había tenido que educarlos prácticamente solo, con una servidumbre reducida y negligente. Y a esos pequeños, en un tiempo en que Italia se despoblaba a pesar de la inquieta conciencia que se tenía de ello, a pesar de las aterradas advertencias de los Príncipes y de sus incitaciones a la natalidad, a esos pequeños Marco los quería por una suerte de reacción instintiva contra las inauditas injurias del destino. Pero el consuelo de su presencia iba acompañado de nuevas angustias. Tal como estaba la fortuna de la familia, ¿con qué dinero, con qué apoyos establecer un día a los dos jóvenes?
A punto de llorar, Marco despidió secamente a sus hijos y volvió los pensamientos a su sobrina, único fruto del primer matrimonio de su hermano Rufo, que acababa de morir después de haber consagrado los últimos vestigios de su patrimonio a soberbios obsequios: Rufo había sido inconsecuente, egoísta y caprichoso hasta el final. En cuanto a Marcia, tras haberse divorciado a los dieciocho años de un «caballero» que se forraba los bolsillos en la administración de los inmensos dominios imperiales, se había vuelto a casar en seguida con un tal Mancino Largo, noblecillo campesino de Umbría, que tenía un mar de viñas del lado de Perusa. Antaño Marco había tenido a Marcia sobre las rodillas, pero su ruina había espaciado las relaciones entre los dos hermanos, y sólo había vuelto a ver a la joven en raras ocasiones, la última vez en la ceremonia fúnebre en la que el frívolo Rufo había sido reducido a humo y cenizas. Estaba sorprendido al saberla de regreso en Roma y deseosa de visitarlo en su casa «por asuntos graves». ¿Se trataría de un asunto de tutela? En todo caso, hubiera preferido ver a su sobrina en un lugar más digno de sus encantos.
Marco se pasó la mano por el rostro: su barba de dos días estaba todavía presentable. Y lanzó una última ojeada a la habitación, que había sido calificada de exedra[30] a causa de la presencia de algunos asientos. Al menos estaba limpia…
Pero, sobre todo, era allí donde se habían erigido el altar familiar de mármol blanco y el larario de preciosa madera exótica de limonero que conjuntamente adornaran el atrio de la casa del Caelio. La pequeña llama del fuego sagrado que ardía noche y día en el altar, la Minerva de plata que, entre otras, lo consideraba a uno desde lo alto del nicho del armario, encima del entrepaño esculpido que ocultaba lo necesario para los sacrificios, eran visiones acogedoras y reconfortantes, un recuerdo de tiempos mejores y una permanente invocación a potencias protectoras. Marco tenía una particular devoción por Minerva, que había elegido como penate a instancias de Cicerón, cuyos discursos y actos públicos suscitaban en él una admiración casi sin reservas.
Y de repente introdujeron a Marcia, dueña de un andar de gracia infinita y rodeada por una nube de perfume picante. Marco no había podido apreciar recientemente a la joven bajo sus velos de duelo, y estaba deslumbrado al encontrarla tan seductora a sus veinte años.
Marcia llevaba un largo vestido rojo vivo, ribeteado de oro, con la cola plisada, ceñido en las caderas por un cinturón ancho y liso, y bajo los senos por otro cinturón más delgado.
Y esta stola[31] —sin duda a consecuencia del duelo— iba cubierta por un gran chal sedoso de un negro brillante, en el que unos bordados plateados representaban, no obstante, el triunfo de Afrodita. El pectoral y las pulseras de las muñecas y tobillos eran de oro artísticamente trabajado, pero la notable finura de las manos, blanqueadas, como la frente, con cerusa, se veía realzada por la ausencia de toda joya. El ligero ocre de los pómulos y el ocre más oscuro de los labios habían sido aplicados por la mano de una ornatrix[32] experta, que había sabido respetar la triunfante juventud de esa extraordinaria morena con almendrados ojos de cierva.
Pomponia nunca había sabido vestirse y se sobrecargaba de joyas como un asno camino del mercado.
Se abrazaron, y Marcia quiso dedicar en el acto una libación de vino puro a la Minerva del larario, deferencia que se iba perdiendo y que impresionó a Marco.
Se sentaron y charlaron con naturalidad de la defunción de Rufo, quien dejaba a Marcia, privada ya de su madre, huérfana de padre y sin más pariente que Marco del lado paterno. Y la charla fue más sabrosa debido a que la ceremonia había sido pintoresca. Rufo había escogido por sí mismo al mimo consumado que debía conducir las exequias, y había tenido el valor para, cerca de su fin, hacerle personalmente algunas recomendaciones.
Los cortejos fúnebres distinguidos eran siempre conducidos por mimos que llevaban la máscara mortuoria del difunto, adoptaban sus andares y ponían de relieve con gestos, e incluso con la voz, los defectos y ridiculeces del desaparecido. Una crítica tal era la contrapartida de la oración elogiosa que el sucesor tenía que pronunciar después, al pie de los Rostros del Foro.
Los contemporáneos de Claudio pudieron así asistir a las exequias del avaricioso Vespasiano, en las que una salida del archimimo tuvo un prodigioso éxito: mientras que la augusta procesión orillaba el Tíber, el artista que imitaba al príncipe en vías de apoteosis preguntó el precio de la ceremonia y gritó: «¡Prefiero que me den la suma y que tiren mi cuerpo al agua!». La costumbre también quería que los soldados que seguían el carro triunfal del emperador fueran liberados durante un rato de todo respeto por el funeral, y César en persona se había visto abrumado por las burlas sobre las ridículas franjas de sus túnicas y sobre sus costumbres. «Romanos», aullaban sus legionarios, «agarrad bien a vuestras mujeres e hijos: os traemos al calvo lascivo, el depilado favorito del rey de Bitinia». Y César, con una sonrisa de conejo bajo los laureles. Los romanos adoraban tales contrastes, que recordaban la vanidad de las cosas humanas y el carácter efímero de toda gloria.
Marco y Marcia se preguntaban, a pesar de todo, si el mimo no había exagerado: su representación de un Rufo borracho y disipado, provocando a las muchachas durante el recorrido, había sido sobrecogedora. Daba la impresión de que, más allá de la muerte, un Rufo impenitente persistía en ostentar sus deplorables opiniones, y las bromas habituales fueron acompañadas de rechinar de dientes.
—Menos mal —dijo Marcia— que tu panegírico fue de alto rango. ¡Qué elevación de pensamiento, qué justeza de tono, qué elegancia de dicción! Los libertos y los clientes de mi padre lloraban como terneros llevados al sacrificio.
Era verdad que Rufo había sido más generoso con sus clientes que con su hermano o su hija, y Marco las había pasado moradas para descubrir algo bueno en el desaparecido. El elogio de los antepasados, que brillaban por su ausencia, y el de la evaporada viuda habían sido menos arduos.
Satisfechas las piedades filial y fraternal, la conversación giró hacia las últimas noticias recíprocas. Marco, que se esforzaba por guardar las apariencias, no tenía gran cosa que decir, pero Marcia no había venido para charlar.
—Verdaderamente, estoy reñida con las Parcas en este momento: después de mi padre, he perdido a mi Largo.
—¡Por Zeus! ¡Tan de repente! En la cremación de Rufo todavía estaba vivo…
—Fue víctima de un alligator[33].
—¿Asesinado?
—Casi.
Y Marcia empezó a contar, como quien parlotea en un salón:
—La familia de Largo plantó en otros tiempos bosques de álamos para hacer que las viñas treparan por ellos, y mi marido estaba muy orgulloso de esos árboles cargados de cepas, que cada otoño se desplomaban bajo múltiples coronas de racimos de pequeñas uvas negras. ¿Sabes que esa disposición en espaldera pasa por dar rendimientos muy superiores a los de los viñedos unidos de forma corriente? Pero las dificultades del alligatio, de la atadura de los jóvenes retoños, y las de la poda, que interesa al mismo tiempo a los sarmientos de viña y a las ramas del álamo, son extremas. Los esclavos eran incapaces de un trabajo así; fue preciso recurrir a jornaleros competentes, siempre demasiado raros, y que exigen de quien los emplea, antes de trepar, un seguro que cubra los gastos de exequias. ¡A los pobres les apasiona asombrar a sus amigos con sus cenizas! (¡Y no hay más que pobres!). En resumen, Largo discutió con un «ligador-podador» sobre el sueldo y las condiciones del seguro: era un hombre iracundo a quien cualquier contradicción ponía fuera de sí. Para avergonzar al roñoso, Largo se precipitó con un frío de perros sobre el primer álamo que tenía a mano y se puso a ligar y a podar a tontas y a locas… hasta que cayó como un fardo de afrecho y se rompió el cuello.
Un testigo me aseguró que en el momento de la caída un cuervo salió de la copa del árbol hacia la derecha. ¿Oyes? Hacia la derecha. ¡Como si la desaparición de Largo pudiera ser un presagio favorable! Y era un gran cuervo de invierno, puesto a dieta desde hacía poco tiempo por la escarcha después de haberse atiborrado de semillas y uvas, y no una corneja, pájaro que claramente sólo es de buen augurio cuando vuela hacia la izquierda.
Era, por cierto, de lo más extraño. Marcia sacó de la manga un cuadrado de seda azafranada y se cubrió los ojos por decencia. Pero era notorio que la excelencia del presagio ponía un generoso bálsamo sobre su pena.
—Mi pobre niña —suspiró Marco, que se apresuró a hablar de cosas prácticas—. ¿Heredas, por lo menos?
—¡Ni un as, ni un nummus[34]! Mi Largo tenía una multitud de sobrinos y primos, e incluso una numerosa descendencia: ¡no menos de tres niños de un primer lecho, que me ponían mala cara! Además, ya apenas nos entendíamos. No solamente me engañaba con las muchachas del servicio —cosa que todavía puede pasar— sino con todas las amigas que logré hacer en el campo: ¡yo le servía, por así decir, de introductora! ¡Y, con todo, si supieras qué celoso! Su máxima preferida era: «yo soy el único que mete el dedo en mi aceite».
—En fin, supongo que conservas tu dote. ¿No te la escamoteó Largo para engrosar sus álamos o sus viñedos?
—Ya le habría gustado, pero papá —en tanto que tutor— puso obstáculos. Así que guardé la dote, que y a me había seguido después de mi divorcio. Las leyes nos favorecen más que nunca. Nos divorciemos amigablemente o no, tenemos derecho a reivindicar en justicia nuestra dote a través del tutor, incluso en la hipótesis de que su restitución en caso de ruptura no hubiera estado prevista en el contrato de matrimonio. ¡Si hubiera perdido a Largo junto con mi dote, hubiese sido una verdadera muerta de hambre!
—Creo recordar que mi hermano no había sido muy generoso en lo que a ti concierne, ¿no?
—Papá sólo era generoso con sus placeres. Tuve que casarme a los catorce años con 300 000 sestercios. ¿Qué se puede hacer con una renta de 15 000? Ni para un vestido decente… Pero no he venido a verte para quejarme ni molestarte con cuestiones de dinero…
—Sigue hablándome de ti.
Marco estaba contento de que Marcia no tuviera necesidad de subsidios inmediatos. Verse obligado a negarle un préstamo lo hubiera humillado. No obstante aludió a sus dificultades, a lo cual su sobrina interpuso:
—Me sorprende que no te hayas casado otra vez después de la inesperada muerte de Pomponia. Para ti sólo habría sido un cuarto matrimonio y todavía estás muy bien. ¿Cómo puedes arreglártelas con dos niños de corta edad en los brazos?
La respuesta era muy sencilla: sin dinero, Marco sólo habría podido hacer un matrimonio ridículo, muy por debajo de su condición. ¡Incluso se negaba a sufragar los gastos de una concubina permanente!
Tomado por sorpresa, Marco, con aire superficial, se refugió en generalidades que corrían por la calle:
—Ya has visto cómo está el mundo… El matrimonio de hoy no es el de nuestros antepasados. Hace dos siglos que uno se casa para divorciarse y se divorcia para volverse a casar. ¡Augusto incluso facilitó el divorcio con la ingenua idea de que las parejas mejor avenidas serian más proliferas! Pero tanto va el cántaro a la fuente que acaba por romperse. En nuestros días, como bien dijo Séneca, que esta primavera tiene que volver del exilio, «las damas más ilustres se han acostumbrado a contar los años no por los apellidos de los cónsules, sino por los de sus maridos»; y para ahorrarse los gastos y las preocupaciones del matrimonio, los hombres que no quieren a toda costa un heredero de su sangre adoptan al hijo de un amigo y viven con una dócil liberta, o hasta con una esclava bien escogida.
Tal sensatez me parece seductora, puesto que tengo más niños de los que puedo colocar. Si, a fin de cuentas, me casaré en otro momento.
—Te casarás muy pronto: estoy aquí para ser tu esposa.