II

M. Aponio había sudado sangre en su asiento, temblando a cada momento ante la idea de verse atrapado en el buitrón con los peces más gordos: él no tenía veinte millones de sestercios y, al ritmo infernal que llevaba esa monstruosa subasta, su fortuna, que hasta entonces juzgaba bastante satisfactoria, le parecía cada vez más reducida. Cuando se desvaneció la voz abominable de Cayo, Aponio cerró los ojos de alivio y, saliendo de la parálisis del conejo fascinado por la serpiente, se puso —por el más insondable de los infortunios— a balancearse maquinalmente de delante hacia atrás y de atrás hacia delante.

Pasado el mediodía, la subasta tocaba a su fin y el voceador ofrecía un último lote de trece gladiadores, cuya lista de premios era bien copiosa: un esclavo armenio y compras de contratos de auctoratio que concernían a siete griegos, dos galos, un judío, un bátavo y un bestiario[8] siciliano de bastante buena reputación que venía del ludus matutinus de Roma (calificado de matinal porque, en una representación ordinaria y completa, se ofrecían animales por la mañana, y gladiadores al mediodía). El contrato de este bestiario estaba provisto de una cláusula que preveía prestaciones de esedario[9], es decir, de combates en carro de guerra, dirigido en sus evoluciones por un cochero. Así que se trataba de un ambivalente, que ambicionaba hacerse en el carro de asalto una reputación aún más halagüeña.

La maniobra de Aponio había llamado la atención de Cayo.

—Mira a ese antiguo pretor —dijo en voz baja al voceador—, que menea la cabeza para aceptar nuestra oferta. Vale por nueve millones de sestercios.

Cuando Aponio, sobresaltado, volvió a abrir los ojos, se hallaba en posesión de trece gladiadores con sus resplandecientes armas, de un carro de guerra y de dos sementales, sin olvidar al cochero, que por lo visto estaba de oferta. Aponio se sentía como una gallina que ha encontrado un cuchillo, un cuchillo para cortarle el cuello. De la impresión, el antiguo pretor perdió el conocimiento.

Volvió a despertar a una trágica existencia mientras se tambaleaba escaleras del palacio abajo, sostenido por el gordo Cornelio Cordo, en la desbandada que había seguido al regreso del divino y maléfico Cayo a sus placeres. La mayor parte tenía prisa por evacuar los lugares donde todo parecía posible. Y en las estrechas calles que descendían del Palatino hacia la Vía Sacra y los Foros había un gran atasco de literas, sillas de posta y mulas que iban a obstruir el barrio de las Curias.

Como muchas víctimas, sin preocuparse por los espías o los provocadores, osaban quejarse en voz alta de la arbitrariedad del Príncipe, Cordo arrastró lo más pronto posible lejos de esa afluencia comprometedora a un Aponio que no dejaba de murmurar: «¡Nueve millones! ¿Cómo voy a reunir nueve millones?».

Cordo poseía la natural benevolencia de los obesos, a menudo más atenta que la de los filósofos ascéticos, pero tenía prisa por ir a comer por cuatro.

Impaciente, dijo:

—Pues los reúnes como todo el mundo. El dinero líquido lo tienen los «caballeros». Ya no saben mantenerse sobre un caballo, pero aún tienen mano para arrendar los impuestos. ¿Qué son nueve millones para ellos?

—Esos «publicanos» se enterarán de que estoy hasta el cuello y me harán el préstamo a un interés desmedido.

—Ya se lo devolverás con la venta de tus bienes.

—Si los vendo a toda prisa me darán la mitad de su precio, y si me tomo mi tiempo, los intereses se comerán el beneficio.

—Todavía te quedará para vivir.

—Un millón quizás…

—¡Que es justamente el censo para entrar y quedarse en el senado!

Cordo, que todavía no había devorado más que cincuenta millones sobre cien, decía aquello con toda seriedad. ¿Ignoraba que en Roma el bienestar empezaba para un senador con quince millones, y una mediana riqueza con treinta? ¿Y cuántos había que pudieran contar los millones por centenas? ¿Cómo vivir decentemente con las rentas de un triste millón? Los senadores tenían que poseer bienes raíces en Italia, que no reportaban, en líquido, ni el cinco por ciento de las inversiones. ¡Si Aponio lograba salvar un millón del desastre, le quedaría un sueldo de centurión primipilario!

Si quería meterse en el senado, tendría que hacer recortes en la mesa para exhibir una toga propia. Iba a ser la más negra miseria.

Con un amago de sonrisa, le dijo a Cordo:

—Para un hombre que acaba de comerse un lobo tiberino del precio de cuatro esclavos, hablas de mi censo con mucho optimismo.

—¡Mis esclavos valen más de dos mil sestercios! Pero tienes que reponerte de tus emociones, y veo que tus portadores te están buscando y que tus clientes se inquietan… ¡Animo, y tenme al corriente!

Aponio, todavía abrumado, se hundió en su litera y exigió que cerraran herméticamente las dos cortinas. El primer lujo de Roma era el de vivir aislado de la muchedumbre y del ruido. ¿Durante cuánto tiempo más se lo podría permitir?

Conocía demasiado bien la hez menesterosa del senado. Vividores sin dinero, sablistas, intrigantes desafortunados, torpes delatores, extraviados que habían creído poder imponerse con su censo y su púrpura nueva en espera de negocios en los que habían fracasado. Pero a pesar de todo se aferraban a su púrpura meada como la lapa a su roca, pues todo verdadero éxito, de una manera o de otra, pasaba todavía por aquel senado venido a menos.

Le atenazaba el miedo de tener que soportar tan lamentable compañía. Mantener el rango sin dinero era un calvario para la dignidad. En cambio, el esclavo que llevaba su cruz sufría menos que los demás: estaba acostumbrado.

Cuando Calígula llegó al trono, en una atmósfera de idilio entre los hijos del tan amado Germánico y el pueblo romano, Aponio había esperado que el retraso que su carrera padeciera bajo Tiberio a consecuencia de la desgracia de Seyano —que lo había hecho pretor antes de tener la edad necesaria— se viese corregido. El consulado epónimo —o, si acaso, «sufecto»[10]— parecía próximo. ¡Y había bastado la chifladura de un demente! ¡Oh, por los doce grandes dioses, qué tiranía sin igual!

A Aponio no se le ocurría pensar que el arbitrario reinante sólo actuaba con rigor con los senadores y la corte, o sea, con algunos millares de privilegiados entre sesenta millones de ciudadanos o de individuos que vivían perfectamente tranquilos y se burlaban de las fantasías de Cayo, cuando no las aplaudían. Cada cual mira el cuadrante solar desde su puerta.

Aponio se ahogaba en la litera, de modo que entreabrió una cortina. El cortejo había llegado a una plaza del alto Caelio, tan pequeña que un gran plátano la sombreaba casi por entero. El sol declinante, que no había sobrepasado en mucho su cénit, dibujaba en el suelo una lluvia de motitas doradas, y una derivación del acueducto juliano llevaba hasta allí el agua fresca, que caía en una fuente desde la boca de un delfín naïf El lugar no estaba lejos de la casa de Aponio. Le faltó valor para ver de inmediato a su mujer. Hizo detener la litera, bajó, despidió a los portadores y dio las gracias a los clientes.

Pronto se encontró solo en la plaza, donde se respiraba un aire más ligero que en las hondonadas. Era la hora de la siesta, que vaciaba de golpe las plazas y callejas de una ciudad momentos antes tan trepidante: la hora que escogían los amantes para sus citas ilícitas, pues nadie más les veía andar por las sendas para entonces desiertas.

Aponio se sentó en el borde de la fuente, sumergió las manos en el agua y se las llevó al rostro. Se sentía traspasado por las flechas del absurdo, y mal preparado para recuperarse. El absurdo hacia la felicidad de algunos filósofos escépticos… Quienes, por otra parte, se habrían sentido aterrados si su gato hubiera recitado de pronto a Virgilio o se hubiese transformado en ratón. ¿Pero qué podía hacer con el absurdo un senador? ¡Y sin embargo el absurdo había llegado a ser un procedimiento de gobierno con el «princeps», el «premier» de los senadores! El mundo se había vuelto al revés.

La fuente estaba cerca de una silenciosa popina, que Aponio consideró con ojo crítico. El poco atrayente nombre de popina recordaba que los encargados de estas «tabernas», donde se sustentaba y embriagaba el pueblo más llano, se abastecían fácilmente con los despieces inferiores gracias al popa, el grueso sacrificador que guardaba para si y sus comanditarios lo mejor de las carnes ofrendadas a los dioses —a quienes ya de ordinario les colaban los animales de deshecho—. Y por un pesado deslizamiento de sentido, el nombre masculino del sacerdote había terminado por designar a la popa que mantenía el comercio. Las popinae componían igualmente su menú con cuartos de fieras, deshechos de jabalíes, ciervos u oryx que eran adjudicados al mejor postor las noches de grandes masacres en el anfiteatro. Y la popa ahogaba en fuertes salsas esas piltrafas coriáceas para camuflar el repugnante olor, pues de otra manera se reconocería bajo el tufo de tal o cual bestia feroz, el sudor de angustia del condenado que acababa de devorar. Pero los trozos más finos —las patas de oso, por ejemplo— no descendían nunca hasta las popinas.

La fachada de la taberna, bajo una parra que acababa de ser vendimiada, estaba constelada de espacios blanqueados con cal donde algunos calígrafos habían pintado en llamativos caracteres el anuncio de los próximos espectáculos: carreras en los circos Máximo o Flaminio, representaciones en los teatros de Pompeya, de Marcelo o de Balbo, munera[11] de gladiadores en el viejo anfiteatro de los saepta del Campo de Marte, en cuyo seno los votos republicanos de antaño habían cedido la plaza a aplausos más tranquilizadores para el poder.

Aponio sucumbió a la tentación de aturdirse con un gran trago de vino puro, como lo tomaban los borrachos. En la litera, donde se había desplomado sin precauciones, la hermosa disposición de su toga pretexta se había deshecho, y la bolsa y las fruslerías, negligentemente entrojadas en su repliegue, se habían repartido sin que se diera cuenta sobre los cojines de pluma. Además, se hubiera visto desplazado luciendo una toga senatorial en una popina. Así que Aponio se desembarazó de esa carga que le hacia sudar, e incluso dobló la tela sobre el antebrazo para que la banda púrpura no atrajese las miradas. Sólo se ponía la túnica laticlavia, rayada con una banda de púrpura vertical, cuando salía sin toga.

Tras la disparada de mediodía, el negocio se había despoblado. Pero flotaba todavía, penetrante, una mezcla de emanaciones agresivas.

En los agujeros de los estantes de carpintería o del embaldosado desigual y desparejo, había plantado un bosque de ánforas, del que las que estaban destapadas olían a vinaza o a vino peleón, a aceite rancio, a la salmuera de las conservas de pescado barato, al poso de orujo que servía para la conserva más onerosa de los trozos de cabra, ciervo o cebú, al allex, ese pescado menudo semidescompuesto, cuya total podredumbre daba el líquido garum de mala calidad[12]. Cerca del horno apagado, un ánfora chapucera de garum lindaba con otra de miel de dátil, cuya virtud más ostensible era la de ser cinco veces menos cara que la anterior. La popa tenía que apelar a estas dos reservas para sazonar sus guisotes con los contradictorios sabores que estaban de moda desde hacía mucho tiempo.

Aponio se acercó al mostrador interior, quebrado en ángulo recto, más largo y mejor provisto que la rama mamposteada del armazón que servia de escaparate para los transeúntes. Sus ojos, que se habituaban a la relativa penumbra, distinguían allí jarras y recipientes variados de legumbres secas, simplemente cocidas en agua o reducidas por ebullición: habas, lentejas, altramuces, dólicas, moyuelos, guijas y garbanzos diversos… También guarniciones de nabos, chirivías, calabaza, lechuga, habas, verdolaga o pepinos, y además budines de cerdo o de chivo —el hircia[13] de los campesinos—, y platos de menudillos, de longanizas o salchichas ahumadas, y chicharrones finos de buey, acompañados de huevos duros, racimos de uva nueva, quesos y groseros panes plebeyos rellenos de salvado y de ese polvo pedregoso que se desprendía de la pulverización de las muelas.

Aponio descubría suspirando ese muestrario de productos, de los que la mayor parte le eran extraños, ya fuese por su naturaleza, ya por su calidad. ¿Cuánto tiempo hacía que no les hincaba el diente a unos altramuces? A tugurios de esta clase iban a distraerse sus portadores de litera o de silla mientras él cenaba en la ciudad.

Despertó a la gruesa siria que dormitaba tras el mostrador y pidió un vino aperitivo al anís, a la rosa o a la violeta, para neutralizar unos olores que de otra manera ponían de relieve la mugre y el sudor. Sin duda recién llegada, la mujer chapurreaba un latín popular incomprensible y en seguida pasaron al griego.

—Encontrarás lo que buscas, señor, en las elegantes thermopolia[14] de los Foros. Pero tengo un buen vino de Cos, que he puesto a refrescar en agua de la fuente.

—¡Muy cerca ha estado del agua entonces! Lava este tazón y llénalo como es debido.

Bajo una corona colgante de ajos y cebollas, Aponio bebió de un trago el brebaje, que lo reconfortó a pesar de su mediocridad. Había sido bien estabilizado con agua de mar, como todos los grandes crudos de Cos, de Clazomenas o de Rodas, pero no era más que una pálida imitación italiana.

Entraron dos braceros que habían terminado su jornada y se pusieron a jugar a los latrunculi[15] (el «juego de los pillos») en un rincón. A Aponio el tablero le recordó irresistiblemente la incomodidad material y moral de la situación a que su mala suerte lo llevaba. En Roma, como en los latrunculi, cada cual tenía su casilla, su derecho particular, sus deberes y sus prerrogativas. Cada cual se definía por las leyes y las amistades de su medio; era una sociedad estructurada y jerarquizada al máximo. Pero, controlada por reglas exigentes, la progresión de casilla en casilla estaba abierta a todos. ¡Ahora bien, el Príncipe, el dueño del universo, el padre del pueblo, la divina encarnación de toda justicia, rebajado al rango de pelele irresponsable, había roto las reglas! Aponio estaba, de ahora en adelante, fuera de juego. Senador arruinado, ya no tenía en los latrunculi de la existencia, sobre el tablero de sus días, una casilla bien segura donde poder codearse con sus pares y pensar en combinaciones ganadoras.

Habría sido preciso el temperamento de un filósofo cínico, orgulloso de vivir en una barrica gala, para hacer frente a una tormenta tal. Pero Aponio estaba acostumbrado a juzgarse a través de los ojos de los demás y la filosofía no era para él más que una elegante distracción. Los griegos ya habían descubierto al individuo todos los recursos y riquezas de un Ulises, náufrago en una isla desierta que podía recoger conchas alegremente y bambolearse, coronado de flores, bajo el borboteante sol de Apolo. El romano se había quedado al margen de la única sensatez posible, y sólo un lugar completamente suyo en el Estado le confería peso y mordacidad.

Los olores tan característicos del allex y del garum traían a la memoria de Aponio toda una vergonzosa genealogía, que se había afanado por olvidar y hacer olvidar. Pues en suma, como los dos tercios de los ciudadanos de la ciudad, él sólo era, a pesar de su púrpura de «hombre noticia» en el mercado de los honores, el producto más típico de una esclavitud promocional que había catapultado a tantos otros hacia cimas lejanas.

El bisabuelo de Aponio había sido saqueado por Sulla en su juventud, al término del célebre sitio de Atenas, y como debía ser más bien soñoliento y flemático, un maestro romano y helenista le había colocado la etiqueta griega de «Aponios». Despabilado por la áspera competencia que reinaba en el seno de las masas serviles, Aponios se había abierto paso a latigazos para realizar la primera ambición del esclavo: ganar la libertad de adquirir otros esclavos para sí, tratados con tanta mayor severidad cuanto mejor conocía su dueño la canción. Liberto tras veinte años de leales e inteligentes servicios, Aponios había tomado, según las reglas, el nombre de su patrón y bienhechor Tiberio y el apellido de su gens[16], Junio, a los que había añadido, en lugar de los uno o dos sobrenombres que permitían circunscribir mejor la identidad de los ciudadanos, su único nombre de esclavo, Aponios. Ti. Junio Aponios había merecido así los tria nomina[17] latinos, pero bajo una forma particular en la que los dos primeros no hacían sino recordar una originaria servidumbre. Y como esclavo o liberto que permanecía ligado a su patrón por los lazos de una estrecha clientela, se había distinguido en la fructuosa gestión del capital de Junio.

El hijo primogénito de Aponios había heredado —siempre según la costumbre— el apellido de su padre, apellido que olía a mácula servil por su sonoridad y por su posición como sobrenombre entre los tria nomina. Ti. Junios Aponios el Joven había consagrado su libertad natal a hacer fortuna con los pescados en salmuera y sobre todo con el garum, condimento que el mundo mediterráneo consumía en cantidades prodigiosas. Como su padre liberto, había permanecido entre la clientela de los influyentes Junio, pero Aponio el Joven había encontrado algún orgullo e interés en hacer alarde del apellido y el nombre del patrón que había liberado a su progenitor, aunque, no obstante, estimase que Aponio sonaba mejor que Aponios.

El hijo de Ti. Junio Aponio, perfecto homónimo de su padre, había añadido —para distinguirse mejor de él— a sus tria nomina el sobrenombre de Saturniano, ya fuese en razón de una devoción especial a Saturno, vieja divinidad itálica, ya porque sus juergas durante las saturnales se habían hecho famosas. El mercado de los sobrenombres era libre y se podían tomar cuantos se desearan. Ti. Junio Aponio Saturniano había soñado durante mucho tiempo con dejar el pescado para invertir en tierras, apogeo de todo éxito comercial y condición de cualquier éxito político honorable. En la vejez de aquel hombre ambicioso la conversión era cosa hecha, y resultaba posible encarar bajo risueños auspicios el porvenir de los dos hijos de la casa, el mayor, Ti. Junio Aponio, y el menor, Ti. Junio Aponio Rufo, llamado así porque su cabello tiraba a rojizo.

El viejo Saturniano, con una solapada ingratitud, había descuidado por otra parte sus tradicionales lazos de clientela con los Junio, a medida que las ánforas y las jarras se mudaban en millones de yugadas, unidades de superficie a justo título rectangulares para perpetuar mejor el recuerdo de las labranzas y los surcos. Y había hecho algo aún peor: al sesgo de ocultas complacencias les había dado a los niños nombres romanos, y escamoteado la mención de Ti. Junio. Nacieron un Marco y un Aulo. Y un M. Aponio Saturnino y un A. Aponio Saturnino Rufo aparecieron en el Foro, pues se había aprovechado la ocasión para transformar Saturniano en Saturnino, sobrenombre llevado honorablemente por conocidos personajes a través de la historia.

¡Por fin cada niño tenía un nombre —e incluso un apellido— completamente suyo! Para los verdaderos romanos, el nombre —¡ya que en total no había más que dieciocho!— tenía poca importancia, y se llamaban mas bien por su sobrenombre original. Pero a los extranjeros de origen servil o dudoso era la propiedad de uno de estos envidiados nombres lo que les proporcionaba el sentimiento de penetrar al fin en la intimidad de la diosa Roma. ¡Y no solamente los niños habían adquirido un nombre particular, sino que el apellido de la gens protectora había desaparecido del estado civil por el mismo motivo! Cuando alguien se llamaba Cn. Pompeyo Trogo —como el historiador galo— o C. Julio Tal y Cual, podía descender de un liberto de Pompeyo o de César; pero también podía ser el heredero de un provinciano libre que hubiese recurrido a su patronazgo para obtener la naturalización. Mientras que los Ti. Junio, surgidos más que probablemente de una misma servidumbre, no engañaban a nadie.

¡Cuántos esfuerzos despilfarrados en un abrir y cerrar de ojos para llegar hasta allí!

Marco, que iba por el cuarto tazón de Cos puro, empezó de repente a hablarle de su padre y de su abuelo, con lágrimas en la voz, a esa siria de popina, que ya había oído a muchos otros y sabia alentar la conversación con interjecciones u onomatopeyas.

Poco a poco, una afluencia piojosa y burlona, que sin duda prefería la bebida a las termas, había llenado la taberna y, entre las brumas de la primera embriaguez, Marco entreveía semblantes risueños que parecían salidos de viejas atelanas[18].

—¿Sabéis cómo se fabrica el mejor garum? El que os habla lo ha visto hacer en Bética, en España, cuando todavía llevaba a la espalda la toga pretexta de la infancia… —Y, tirando sobre el taburete su análoga toga pretexta de senador, agarró una jarra vacía, que llenó de gestos vanos y palabras huecas—: En el fondo de la jarra, una alfombra de hierbas olorosas, eneldo, cilantro, hinojo, apio, ajedrea, menta, ruda, poleo, tomillo, orégano, betónica… Me olvido de una. Ah, sí: el argemone. Muy importante, me han dicho, el argemone. Después un lecho de pescado graso salido de las ondas, dulces o amargas: anguilas, sábalos, caballas o sardinas… Luego un espesor de dos dedos de sal. Y así otra vez hasta la boca. Se cierra y se esperan siete días, la semana de los astrólogos en honor de los siete planetas que rigen el universo. Después se remueve esta papilla durante veinte días seguidos. El sublime licor que fluye entonces de la jarra como si fuera aceite es el garum virgen, el primer zumo. Así era el garum de la Sociedad que nuestro padre hacia traer de Cartagena. ¡Mi cocinero compraba el garum a 6000 sestercios la anforita de dos congios[19]! Ah, aquello era otra cosa, y no lo que veo aquí…

Hablaba ya del garum de su casa en pasado.

La toga abandonada en el taburete dejaba ver la banda de púrpura, y un gladiador del gran ludus vecino gritó: «¡Mirad esta pretexta! ¡Es todavía infantil!», broma que provocó interminables risas.

La visión de un gladiador fue para Marco como una puñalada. Un poco más despejado, fue a sentarse en la banqueta de ladrillo que había al pie de la pared y se apoyó inconscientemente en una superficie lacerada de inscripciones en honor a los campeones de la arena.

¿Qué iba a ser de él? ¿Abandonaría ese senado de rentistas del suelo y volvería a la conserva, cuyo olor había acunado su infancia? Pero entonces tendría que volver a empezar casi de cero en un oficio que su padre no le había enseñado, pelearse con tiburones para darle salida a su caballa… Le faltaban ganas y valor para correr el riesgo. A sus casi cuarenta años creía haber llegado a la meta, se había acostumbrado a una vida confortable y contemplativa entre su última mujer, los amores ancilares al uso, buenas cenas decentes, algunos espectáculos escogidos, las sesiones del senado, afortunadamente bastante raras: ya no era tiempo de aventurarse en los mares ni de contar ánforas.

Además, volver al pescado le privaría de un placer que se intensificaba cada año y que en adelante presentaría la gran ventaja de no ser dispendioso: el del estudio. Ya su padre, a través de los negocios, se había interesado en el derecho y la jurisprudencia, y había formado una estimable biblioteca. El ocio de una desgracia demasiado larga le había permitido a Marco pasar en ella buenos momentos. Incluso había profundizado en las letras griegas y ahondado un poco en la filosofía, ciencia que sólo había sobrevolado en otro tiempo. ¿Iba a privarle también de su espíritu ese maldito Cayo?

No distinguía un solo apoyo posible en su desgracia. Su hermano Aulo —que él seguía llamando Rufo, a pesar de que se había quedado calvo como Julio César— era un saco roto; había dilapidado los dos tercios de su patrimonio y, después de cuatro matrimonios, acababa de desposar a una joven beldad de diecisiete años, ya casada a los trece y divorciada a los dieciséis. No podría o no querría hacer nada por él. El dicho favorito de Rufo era: «¡Cortemos la flor virgen antes de que se marchite!».

Por otra parte, resultaba impensable ir a gemir a casa de los Junio después de haberse quitado de encima su distinguido patronímico, sin hablar del venerable nombre. Los Junio no lo reconocerían, y con razón. A pesar de su inmensa clientela, incluso tendrían derecho a tomarle el pelo y hundirle más todavía la cabeza en el fango. Y la rama de los Junio Silano, de la que habían dependido los Aponio, tenía un largo brazo: descendían directamente de Augusto por su mujer Escribonia, mientras que el propio emperador Cayo sólo tenía a Livia, la segunda mujer de Augusto, como antepasada. En su posición, el terreno era peligroso.

En cuanto a sus propios clientes, no tenían, por la fuerza de las cosas, ninguna entidad, y se dispersarían a medida que las sportulae[20] y los regalos menudos se hicieran más raros.

¡Cuánta soledad en un momento! Tenía que mirar de frente esta verdad atroz: en una organización social donde —a excepción del emperador— cada ciudadano tenía normalmente, por una parte, un patrón, un protector natural, y por otra clientes a partir de cierto nivel, él sería uno de los pocos privados de todo sostén. ¡Hasta los esclavos tenían un amo para defenderlos! ¡Pero qué difícil también, para un hombre cuyo padre había roto imprudentemente con un conocido protector, encontrar un sustituto! El nuevo candidato desconfiaría y haría investigaciones, preocupado por no enemistarse con ningún poderoso al cobijar bajo sus alas a una familia de desertores. La alta nobleza era terriblemente quisquillosa en los asuntos de clientela.

Marco se consolaba un poco diciéndose que los Junio Silano también podrían haber despedido a un Ti. Junio Aponio con buenas palabras por todo potaje. Era la primera idea reconfortante desde la catástrofe, y era negativa.

Marco volvió al mostrador con paso vacilante y ordenó que le sirvieran un quinto tazón de Cos que hizo que le subiera a la cabeza otra vaharada de embriaguez. Ya no estaba en situación de darse cuenta de que su toga había desaparecido —tal vez en provecho de un padre de familia, que sacaría de ella tres o cuatro capas después de haberla hecho teñir.

Lágrimas de desesperación subieron a los ojos de Marco, pero la voz de su difunto padre las secó de golpe: «¡Un romano no llora!», le decía el buen hombre al niño ante el cabrilleo de sus viñas. Pues, naturalmente, les había asegurado a sus hijos la educación romana más pura y tradicional. ¡Y lo añadía, incluso, sin miedo al ridículo! Mientras que la alta nobleza se había vuelto muy escéptica, el patriotismo romano más anticuado era cosa de los recientemente asimilados, temerosos de que pudiera ponerse en duda la perfecta e inquebrantable romanidad de sus ideas, sus costumbres y sus antepasados. Así fue como los héroes de la historia de Roma aparecieron de repente para secar el rostro chorreante de Marco. Pero este orgullo recuperado, que enderezó al senador bajo las coronas de ajos y cebollas, estaba envenenado por una terrible confirmación: ¡Era de un verdadero romano de quien Cayo se había burlado!

Si la revelación era un latigazo para la entereza y una invitación a la paciencia, más turbador aún resultaba el escándalo. Totalmente desamparado, Marco lloró a lágrima viva. Y a través de su llanto se dibujaba el rostro de su mujer para dar nuevo alimento a su dolor. Se sentía desfallecer ante la perspectiva de encontrarse, en una hermosa casa que ya no le pertenecía, con una esposa que, prudentemente, había elegido sin excesiva gracia, bastante tonta y mal instruida, en la esperanza de acabar sus días cerca de un corazón fiel después de haber sido burlado por dispendiosas tunantes. ¿Pero qué podía hacer un corazón fiel contra un agujero de nueve millones de sestercios a pagar con toda urgencia?

¡Es decir, 2 250 000 denarios de plata o, en oro, 90 000 aurei! ¡Más de lo que podrían llevar doce legionarios bajo el sol del otoño! Pomponia tampoco le seria de ninguna ayuda. Y sufriría doblemente por ello.

—La próxima vez —le dijo a la siria con voz pastosa— creeré en los sueños premonitorios de mi mujer. Sobre todo cuando me vea con alas y plumas. —El éxito de su declaración le recordó la presencia del público. Su mirada giró en torno a la sala y se fijó estúpidamente en un incongruente triclinium que se perfilaba en una habitación del fondo. ¿Qué hacían esos tres lechos de mesa en un lugar donde ya era sorprendente ver algunas mesas o taburetes de madera mal desbastada? ¿Dónde se detendría el ridículo esnobismo de los humildes?

La patrona le explicó a Marco que la popina tenía mucho trabajo al mediodía, a la salida de los baños, y que honraban a una buena clientela de gladiadores con lechos para que disfrutaran con comodidad de sus banquetes. Esta alusión a los gladiadores le provocó a Marco una horrible mueca, que fue mal interpretada. Para engolosinarlo con otras posibilidades de la casa, le mostraron un letrero de aproximativa ortografía que ofrecía a tres muchachas calificadas de «pequeñas burras», por aquello de dar una idea sobre la frescura de su anatomía y el calor de su temperamento. En efecto, una escalera de madera subía al piso de arriba, donde se adivinaban algunos cuchitriles.

Marco se sintió profundamente impresionado por la ínfima modicidad de las tarifas. Un pedazo de pan acompañado de un sextario de vino corriente costaba un as[21]. El ragout, dos assis. Y la «burra» ocho, o sea, dos sestercios.

El maestro de primaría de Marco le había enseñado a contar con los dedos, según el viejo sistema griego que permitía simbolizar, por medio de las dos manos, todos los números enteros de uno a un millón. Incapaz de resolver su problema de memoria se puso, bien que mal, a hacer malabarismos con los dedos, y después de algunos errores imputables a su estado, llegó a este indudable resultado: ¡con los nueve millones de sestercios perdidos, podría haberse bebido treinta y seis millones de sextarios, comerse dieciocho millones de ragouts y rendir honores a cuatro millones quinientas mil «burras»! Era vertiginoso. Había olvidado de buena fe que se podía vivir a ese precio. Roma era verdaderamente barata cuando no se apuntaba a la grandeza. Al fin tenía una buena noticia para su mujer y se decidió a volver a casa.

Fue justamente entonces cuando las cosas se torcieron, pues la bolsa se había ido con la litera; y la toga, sola. Los alaridos de Marco y los de la popa, junto con los alaridos de la asistencia entusiasmada por el dúo, terminaron por atraer a una patrulla de las cohortes urbanas, cuyo jefe, desgraciadamente, se hacía de los senadores una idea convencional. Sólo los rutilantes borceguíes abogaban por la causa del sospechoso. Pero un arrendatario de mulas de la Puerta Cápena tuvo la mala ocurrencia de sugerir: «Debe de ser un actor despedido de un teatro», frase en la que Marco habría descubierto una sorprendente profundidad si se hubiese encontrado en situación de reflexionar. Pero estaba demasiado ocupado proclamando su buena fe.

Se formó un corro en torno a su calzado, y las opiniones menudearon. Nadie había visto todavía de cerca unos borceguíes de senador, y los de Marco resultaban extraños con su alta caña, hendida por la parte interior de la pierna, y la lengüeta interna que protegía la piel de los cordones entrecruzados, cuyas extremidades se balanceaban libremente detrás del corchete. No se parecían en nada a los coturnos de los actores trágicos, pero era cierto que había una analogía con los borceguíes de los actores cómicos.

Esta asimilación a los actores cómicos hizo rabiar a Marco, lo que agravó su caso, y el jefe de los soldados tuvo que llamarlo al orden. Un cremador de cadáveres del suburbio Esquilino declaró que los borceguíes senatoriales eran negros y no rojos. Marco tuvo que convenir en ello, pero solamente respecto a los padres conscriptos que no habían ejercido magistratura curul. Afirmó una vez más que había sido pretor y que vivía en la vecindad, pero se daba cuenta de que su voz aguardentosa sonaba falsa. Y cuando añadió: «¡Tengo 200 000 sestercios en mi cofre!», no resultó creíble en absoluto.

El jefe de patrulla tomó la razonable decisión de escoltar a Marco hasta su supuesta morada, para ver si allí lo reconocían.

Durante el corto trayecto, Marco se dijo que había algo peor que comer y beber por un as: no tener ni uno.

Cuando la familia de Marco y Pomponia acudió rápidamente al atrio corintio y vio a un M. Aponio Saturnino rodeado de soldados, el espanto heló todos los corazones:

¡Calígula había golpeado otra vez!

—Es un simple quid pro quo[22] —dijo Marco. Pero Pomponia ya se había desmayado.

Las heridas de dinero no son mortales. Por lo menos, no en seguida.