I

El asistente de Antonio no acababa de disponer la toga en torno al cuerpo de su amo: apretaba o aflojaba el talabarte ciñendo el talle, daba gracia a la sinuosa caída de la tela que iba a servir de bolsillo al senador, cuidaba de que estuviera en su sitio la amplia banda de púrpura oscura que delimitaba el diámetro de la pieza semicircular de tela y cuyo suntuoso color contrastaba sobre el blanco mate de la lana recién planchada. Verdaderamente, las togas de ceremonia habían alcanzado en estos tiempos unas dimensiones enloquecedoras, y no se podía ni pensar en vestirlas sin la ayuda de un artista. Ya el barbero, a fuerza de irritantes minucias, había retrasado a Aponio a pesar de haberse levantado con el sol de otoño.

Pomponia, quien a esta hora todavía hubiera debido seguir entregada al sueño, o abandonar sus maduros encantos a los cuidados estéticos de sus camaradas, apareció en peinador, la cabellera deshecha y el aire inquieto. Había tenido un mal sueño, el mismo que la había perseguido al principio de su segundo matrimonio, hacía una decena de años, cuando Aponio había estado a punto de verse arrastrado por la caída en desgracia de Seyano, aquel favorito de Tiberio excesivamente ambicioso. Metamorfoseado en águila, su marido, luego de algunas evoluciones majestuosas sobre la ciudad, caía de golpe en un patio trasero del palacio, donde los criados se precipitaban sobre él para desplumarlo y ponerlo en un espetón. Sueño tanto más notable cuanto que Aponio no tenía nada de águila.

Aponio se encogió de hombros, el que envolvía la toga y el que dejaba libre a fin de que su brazo comentase con mayor comodidad los discursos capitales que, sin duda, nunca pronunciaría. Desde luego, no alardeaba de poseer un carácter fuerte y no había cometido la imprudencia ni la impiedad de desdeñar a priori los presagios y los sueños. Si César hubiese escuchado a Calpurnia, su cuarta esposa, habría sobrevivido a los idus de marzo. Pero, en fin, aquel hombre le era posible recordarlo, ninguna subasta gladiadores había traído desgracia a los clientes.

—No es una subasta ordinaria, Marco. El asunto es muy raro.

—¡Raro o extraordinario, volveré!

—¿Por qué Calígula pone en venta tal cantidad de juliani[1]?

Estos gladiadores imperiales se hallaban en la cresta de la ola en Roma, en muchas ciudades de Italia y de las provincias conquistadas, y se enorgullecían del título, que recordaba su pertenencia a la casa de los Césares.

La respuesta era evidente:

—Nuestro emperador Cayo acaba de disipar los tesoros de Tiberio. Ahora tiene que hacer flechas con cualquier madera y liquida el exceso de espectáculos con que había regalado a la muchedumbre desde su llegada al trono.

—Pero en lo tocante a los gladiadores, hasta ahora Cayo había sido más comprador que vendedor.

—Eso es porque, loco por los gladiadores, había hinchado los efectivos más allá de lo razonable, y quiere reducirlos esta mañana.

—Me parece que una venta así no interesa normalmente más que a los «lanistas» italianos o de provincias, especialistas en ese tráfico. ¿Por qué invitar a senadores, y en tan gran número? ¿Para qué necesitan ellos gladiadores?

—El hecho es que, en nuestros días, sólo el emperador puede ofrecer Juegos a la plebe romana, personalmente o a través de los favoritos a los que quiere honrar. Empero, olvidas que muchos senadores tienen importantes clientelas[2] fuera de Roma, amigos o protegidos susceptibles de montar un espectáculo para deslumbrar al consejo municipal y asegurarse unas buenas elecciones. Esa gente siempre se alegra de que pongan graciosamente algunos gladiadores a su servicio.

—Tú apenas tienes una pequeña clientela romana.

—¡Razón de más para no desembolsar nada! Salgo ganando.

—Nunca se ha visto a emperador alguno asistir a una venta de gladiadores. Y una venta en la que no aparece como comprador honorable, como «munífico»[3] ocasionalmente preocupado por su popularidad, sino como traficante, vendedor de su propia familia de gladiadores. Los libertos imperiales responsables de los cuarteles o los lanistas bajo sus órdenes están ahí, por lo general, para interpretar ese desprestigiado papel.

La observación era pertinente. El tráfico profesional de gladiadores estaba apenas mejor considerado que el de la carne para el placer. La infamia del lenón, proveedor de mujerzuelas o de favoritos, se acercaba a la del lanista, proveedor de anfiteatros —de quien se decía, además, que el nombre venía de lanius, el artesano carnicero. Seguramente, los lanistas que tenían a su cargo la gestión y el entrenamiento del cuerpo de élite de los juliani escapaban al último desprecio gracias a la importancia de su papel y de su relación con la casa del Príncipe. Pero ningún lanista, ningún lenón dejaba una inscripción reveladora y halagüeña sobre su tumba. Eran buenos para el emperador que los empleaba, para el público que reclamaba sus servicios, para los propios gladiadores que lavaban su infamia con el coraje —mientras que la del lanista o el lenón, la de las mujerzuelas o los favoritos, juzgada menos valerosa, sólo se lavaba en las termas. Tal era la inconsecuencia del mundo.

Si, claro… Pero desde la enfermedad que le había perturbado el juicio, un desorden no significaba gran cosa para Calígula, y si la doncella no hubiese aguzado el oído, Aponio le habría podido contar alguno más a su mujer.

Se sentó para que le calzasen deslumbrantes borceguíes de cuero rojo con medias lunas doradas, que señalaban al pueblo que había ejercido una magistratura curul, y declaró por eufemismo que Calígula era un fantasioso de que podía esperarse cualquier cosa. Y ahí apretaba el zapato. Roma había tenido ocasión de apreciar otras crueldades, otros desenfrenos, otras infamias. Lo que en las de Cayo molestaba, sobre todo a los hombres ponderados, era su carácter imprevisible, combinado con un humor regido por una aberrante lógica. ¿No había alimentado una vez a las fieras destinadas a los Juegos con condenados de derecho común que normalmente es estaban reservados, asegurando que para los animales era bueno encontrarse antes del horario previsto con el régimen de carne palpitante que les recordaría los hermosos días de libertad? Ningún zoólogo habría podido probar lo contrario. ¡Una fantasía de un gusto verdaderamente deplorable!

Pero Aponio no era ni un águila ni un león. ¿Qué atrocidad podría temer en una subasta de gladiadores?

Mientras le ataban los borceguíes, Pomponia, que no estaba muy convencida, hacia los últimos esfuerzos por disuadir a su marido de que saliera, arguyendo que presentía una trampa cuya naturaleza, era verdad, no podía distinguir razonablemente. ¿Qué vale la intuición sin la razón?

Aponio se esforzó por tranquilizarla bromeando y acabó por decirle:

—Cayo me pidió que fuera, como a tantos otros. Si digo que estoy enfermo, verá en ello, ya le conoces, un signo insultante de desconfianza. Este es el riesgo más seguro.

Los portadores de litera esperaban bajo el pórtico vestibular exterior, en compañía de la jauría de clientes que Aponio había atraillado para acompañarlo tanto a la ida como a la vuelta. ¿Qué iban a pensar si los despedía?

Se arrancó a los abrazos de Pomponia con romana impavidez y salió de los aposentos privados. Barbero, doncella y esposa le habían hecho perder un tiempo precioso; la venta debía de haber empezado ya. ¿Sería mal vista una llegada demasiado tardía? Mientras atravesaba el atrio, el gran reloj dio la media de la tercera hora. Antes de acomodarse en la litera, sacó del sinus[4] de la toga su cuadrante solar en miniatura y verificó la hora al sol, que había tomado altura en un cielo azul sin nubes.

El reloj del atrio, afortunadamente, parecía ir adelantado.

Ya en camino, a merced del balanceo de la litera, que bajaba la cuesta del aristocrático monte Caelio para escalar después las del Palatino, Aponio se sintió impresionado, como tantos otros, por la dificultad de saber la hora exacta en Roma. Era como para preguntarse si habrían elegido una vía conveniente ara conseguirlo…

El día estaba dividido en doce horas, y la noche en otras tantas. De esta manera, de un solsticio a otro, las horas diurnas y nocturnas, dotadas de una crónica elasticidad, se alargaban o encogían entre los límites de una media hora, siendo los equinoccios los únicos días del año en que las horas consentían en ser de la misma duración. Y para que uno viera menos claro todavía, las veinticuatro horas de la jornada civil se contaban de medianoche a medianoche, al paso de la sexta a la séptima hora nocturna, es decir, en un momento en el que el sol ya no estaba a la vista para aportar alguna precisión a los durmientes. El mediodía era evidente, la medianoche era muy oscura. ¿No eran más razonables los griegos —y, según se decía, los judíos— al hacer partir su día astronómico de la puesta de sol, y los babilonios, que se basaban en su salida?

La vulgarización del cuadrante solar cóncavo con estilo, el gnomon griego, había supuesto un gran progreso. La iluminación solar de este instrumento indicaba en uno de los sentidos del barrido la duración de las horas del día, y en el otro media la altura estacional del astro. Pero cada gnomon tenía que ser construido precisamente para la latitud del lugar de empleo y orientado con el mayor cuidado. Aponio pensaba, divertido, en la célebre historia de M. Valerio Messala[5], que al principio de la primera guerra púnica había instalado orgullosamente ante los comicios un gnomon robado en Catala. ¡La hora de Roma había sido oficialmente falsa durante tres generaciones!

Luego se habían extendido los relojes hidráulicos, que tenían la ventaja de dar también las horas de noche. El agua fluía de un recipiente cilíndrico de vidrio, cuya superficie había sido dividida verticalmente en meses y horizontalmente en horas. Aponio tenía incluso un reloj giratorio, que presentaba siempre al observador la columna de agua fluyente en relación con las divisiones horarias del mes en que se encontraba. Así, al menos en teoría, el reloj dominaba la elasticidad horaria en el ámbito mensual, en el que las variaciones eran despreciables. Pero, en la práctica, uno estaba obligado a regular cada reloj según un gnomon cercano, fuente solar de la única precisión posible. Y las imperfecciones fatales del gnomon se sumaban a las del reloj para enredarlo todo. Los mecanismos accionados por flotadores habían hecho tañer en vano carillones de campanillas argentinas o silbar a autómatas emplumados; la hora romana seguía siendo de las más aproximativas.

El dicho no se equivocaba: «¡Es más fácil poner de acuerdo entre sí a los filósofos que a los relojes!».

El tumultuoso alboroto de la canalla cosmopolita, que había arrullado la litera, se desvaneció y, tras las cortinas corridas, Aponio supo que acababa de penetrar en el abra de calma que rodeaba el palacio nuevo el difunto Tiberio.

En una gran sala, entre el zumbido de la gente —pero ante una silla imperial todavía vacía—, el voceador despachaba sin pasión a un montón de esclavos figurantes: segundos árbitros; tocadores de trompeta o de cuerno, especializados en la puntuación musical de las matanzas; heraldos o portadores de pancartas, que aseguraban la comunicación entre el presidente de los Juegos, los gladiadores y el público; cuidadores, masajistas, enfermeros, ensalmadores, rastrilladores que se disfrazaban de Caronte o Plutón para conducir hacia el expoliario los despojos de los gladiadores degollados; también un Mercurio, ese mensajero de los dioses que, a un gesto del presidente, daba la señal para el regocijo… Todo un pequeño mundo del que nunca se hablaba.

Aponio se abrió paso, entre la muchedumbre que permanecía en pie, hacia los asientos reservados a los senadores, en semicírculo frente al lugar de la acción.

Habían adornado los muros de la sala con palmas verdes y coronas de rosas rojas, alusión simbólica a las recompensas acostumbradas para los vencedores, y el podio ligeramente elevado por donde desfilaban los lotes había sido, abundantemente enarenado, como si se tratara de un circo. Una delicada y piadosa consideración había hecho colocar, detrás de ese podio, las estatuas de los dioses y diosas por los que los gladiadores sentían particular devoción: Hércules y Marte; Venus, a quien los felices supervivientes dedicaban armas votivas; y Némesis, hija de la Necesidad y vengadora de los crímenes, que presidía los enfrentamientos atléticos más sangrientos. Y del otro lado, a la entrada de la estancia, un Hermes en pie favorecía el comercio.

Habían acudido —además de los complacientes senadores— todos los compradores en potencia que encubría el peculiar mundo de los gladiadores; lo que quedaba de los grandes lanistas capuanos tras el periodo fasto, frenético, inolvidable de la República que tocaba a su fin, cuando una nobleza devorada por las ambiciones rivalizaba en las pujas para reunir los votos de la plebe romana entre la sangre de los gladiadores sacrificados sin motivo; incluso lo que quedaba en Roma de los pequeños lanistas independientes a pesar de la arrolladora competencia de los establecimientos imperiales; lanistas de todos los rincones de Italia y de la mayor parte de las provincias, pues los gladiadores habían llegado a ser un factor universal de civilización, un signo de comunión con la ejemplar Roma. Pero los más generosos, deseosos de ofrecer Juegos en una ciudad italiana o de provincias sin pasar por el conducto de los lanistas, también se habían desplazado, y había hasta sacerdotes orientales del culto imperial, que hacían de la «edición» de un bello espectáculo una clamorosa manifestación de vasallaje. La venta estaba prevista desde la primavera.

Completaban la asistencia los curiosos que deseaban ver a Calígula de cerca. En su galería palatina, desde donde dominaba los entusiasmos o las tormentas del Circo Máximo al paso polvoriento de las cuadrigas, Cayo era inaccesible. Y en los otros circos, anfiteatros o teatros, permanecía aislado de la plebe por compactas cortinas de guardias.

Aponio terminó por hacerse sitio entre el grueso Cornelio Cordo, que al salir de su cuestura se había desinteresado prudentemente de la política para consagrarse a la comida, y el flaco Carvilio Ruga, personaje consular que presumía de estoicismo y desdeñaba los espectáculos. ¡De los seiscientos padres conscriptos, habría podido saludar a ciento cincuenta por su nombre!

A través de los ventanales abiertos se distinguían, mucho más allá de la cuesta de la Victoria, que trepaba hacia el Palatino, los Foros de César y de Augusto, dominados por el Capitolio, anclado como un gran navío de piedra, con su intermonte hundido entre la proa y la popa. Era la imagen de la permanencia, la tradición, la seguridad, en una cálida luz otoñal.

Tranquilizado, Aponio se puso a charlar con sus vecinos mientras la venta seguía su curso.

En ese momento liquidaban lotes de «tirones». El «tirón», ese novato de las legiones, había dado su nombre a los gladiadores novicios, jóvenes en espera de un primer combate cuya inexperiencia amenazaba convertir en fatal.

Muchos de esos novicios eran esclavos que buscaban en el ejercicio de las armas una dignidad que su condición les negaba. Pero una fuerte minoría de hombres libres o de libertos había firmado por dinero ese contrato tan original de auctoratio[6], por el que ponían su libertad en manos de un traficante durante un cierto tiempo o un cierto número de duelos. Esos gladiadores bajo contrato eran a menudo arruinados hijos de familia que, después de haber vendido sus bienes, se habían vendido a sí mismos como último recurso. Sus padres les habían advertido: «¡Si sigues así, terminarás entre los gladiadores!». Y papá había tenido razón.

Lanistas y muníficos compraban a los esclavos en cuerpo y alma y recompraban los contratos de auctoratio, que entrañaban subastas más animadas, pues los espectadores de los Juegos, naturalmente, se quedaban impresionados al ver a hombres libres consagrarse a su placer.

Cordo le contaba a Aponio cómo había logrado otra subasta mucho más interesante.

—Figúrate que anteayer al alba, en el mercado transtiberino de los pescadores —los expertos desdeñan el gran mercado de pescado de Velabra— le arranqué por 8000 sestercios a una banda de fanáticos aficionados un róbalo más largo que mi brazo. ¡Qué digo un róbalo! ¡Un róbalo romano! Lo que los pescadores llaman «catillo», el parásito lameplatos que vive en el Tíber, a la salida de las cloacas. Ese que todavía llaman «el róbalo de los puentes». Un verdadero «catillo», y de ese tamaño, no tiene precio. ¡Si lo hubieras visto, gordo como un sacerdote de Isis o un eunuco de Cibeles, coleando furioso en su barreño! Lo hice cocer vivo en una media salsa de las más estudiadas para conservar mejor la frescura, y lo saboreé con un relleno hecho de hígados de grandes salmonetes, ostras del lago Lucrino, corazones de erizos de mar y croquetas de bogavante, y una salsa sublime ligada con arroz de las Indias. El aroma del «catillo» es algo conmovedor.

Aponio, que no hacía excesivos gastos de mesa, asentía cortésmente, pero pronto se volvió hacia el estoico, que le estaba dirigiendo una pregunta:

—Hay algo en este asunto que se me escapa. Es verdad que yo soy tan poco avisado… Me habían dicho que los lanistas proponían a sus compradores muníficos contratos de alquiler-venta, en los que quedaba claro que los vencedores serian alquilados, y los muertos o lisiados vendidos. ¿Por qué entonces los muníficos aquí presentes compran o recompran al contado esclavos o contratos de gladiador?

—Puedes imaginarte que yo tampoco estoy muy al corriente de estas cuestiones —respondió noblemente Aponio—. No voy al anfiteatro más que para apreciar la calidad de la esgrima. No obstante, puedo decirte que al que ofrece un espectáculo le interesa pagar al contado si los precios están en alza. Y como los gladiadores hacen furor bajo este reinado, los precios son ruinosos. Sólo se puede revender más caro después de la fiesta.

—Pareces estar más al corriente de lo que dices.

Aponio protestó blandamente, no muy seguro de si la sospecha era enojosa o halagüeña.

El voceador se esforzaba por sobrepujar equipos de bestiarios, cuya cota estaba bastante baja. Los bestiarios eran los destajistas de la arena y —salvo memorables excepciones— su reputación se resentía un poco a causa de que, accesoriamente, se ocupaban de entregarles a los animales los condenados de derecho común, a los que además tenían la tarea de rematar si las fieras, ahítas, se mostraban descuidadas.

El gastrónomo que cocía vivos los «catillos» de la Cloaca Máxima volvió a la carga:

—Te he oído hablar de gladiadores con Ruga hace un momento. ¡Qué decadencia para nuestra nobleza! Bajo la República, los ediles curules o plebeyos y los pretores ofrecían al pueblo magníficos juegos, y cada ambicioso era experto en ellos. El mismo Cicerón traficaba con gladiadores bajo mano. Mientras que, desde Augusto, todo un colegio de pretores saca dos a suertes para organizar una fiesta que el emperador no admite que eclipse a las suyas. ¡Y encima, Tiberio ha suprimido la fiesta durante la mayor parte del tiempo! Hoy se puede llegar al consulado en la más completa ignorancia de lo relativo a la arena.

Era demasiado cierto. La nobleza ya no era lo que había sido. Había perdido el monopolio de los Juegos. En Roma, juegos y poder iban unidos.

¿Pero qué hacía el emperador Cayo? ¿Es que ni siquiera se había levantado?

El voceador hacía valer lotes de gladiadores sin gran relieve. Habiéndose topado con otros más torpes que ellos en su primer combate, habían pasado a «veteranos», pero en lo sucesivo no habían brillado en absoluto. Sus palmas victoriosas eran raras, y más raras aún las coronas que recompensaban sus hazañas.

En el intermedio, pusieron a la venta a algunas gladiadoras o cazadoras, que suscitaron más curiosidad malsana[7] que pasión. No obstante, hubo una puja interesante por un par de gladiadoras tuertas del mismo ojo, que levantaron estrepitosas carcajadas. Los romanos siempre habían apreciado las cosas excepcionales. Hicieron desfilar igualmente a una pandilla de enanos, dos de ellos negros. A menudo los enanos eran contrapuestos a las gladiadoras de manera bastante divertida.

La mañana avanzaba, Calígula seguía haciéndose desear, y sin él no podían adjudicarse las figuras del día, los campeones cuyos nombres estaban en boca de todos. Esclavos o —la mayor parte de la veces— bajo contrato, no sólo venían del gran cuartel romano del Caelio, el corazón de los gladiadores imperiales, sino también de los cuarteles de Capua o de Rávena, e incluso de Nimes, de Narbona, de Córdoba y de Cádiz, de Alejandría o de Pérgamo. Pues esos hombres que habían hecho del triunfo una vocación bien valían el viaje.

Ya no se contaban sus victorias. ¡Se ponderaban listas de 40, 60, 80, y hasta de más de 100 premios! Resultados tanto más sorprendentes cuanto que eran el fruto de una consumada experiencia unida a un temperamento, a una resistencia nerviosa fuera de lo común. Desde hacia largos años sólo se median con sus iguales, y cada supervivencia exigía más ciencia, más audacia y prudencia, más ardor y sangre fría, con la parte de suerte que los dioses otorgan a sus comensales y que hace soñar al vulgo.

Algunos habían conseguido su rudis, esa varita arbitral que era simbólicamente devuelta a aquel esclavo cuyos méritos lo habían librado de la arena o al individuo cuyo contrato se acababa. Pero estos rudiarii poseídos por un furioso afán de lucro, a quienes los amargos resabios de la gloria les habían calado en las entrañas, se habían reenganchado heroicamente. Habían aceptado otra vez la disciplina del ludus, nombre justamente dado a su cuartel, pues significaba a la vez «juego» y «escuela». Y otra vez su espartano cuartito se había poblado de muchachas fáciles o de mujeres de mundo fascinadas por el vaivén de tan poderosos músculos.

Para calmar la impaciencia se les hizo subir al podio, en medio de las aclamaciones con que la plebe había dado la señal al fondo de la sala. Había allí cisalpinos, galos, españoles, germanos, ilirios, dálmatas, africanos, sirios, judíos y griegos… Como un compendio del mundo conocido, amigos, enemigos o indiferentes, todos estaban dispuestos a matarse entre si para goce de los pueblos.

Se abrieron entonces al público, en un rincón de la sala, muestrarios de recuerdos dedicados a los gladiadores más célebres, cuya desaparición significaba casi un duelo público. Muchos aficionados coleccionaban lámparas, cristalerías o medallones con la efigie de los elegidos e inscripciones excitantes.

Pronto seria mediodía, la hora sagrada en la que se acababan la mayor parte de los trabajos y negocios, y uno comía un bocado, siempre deprisa, antes de dormir la siesta e ir a los baños.

Al fin, precedido por un rumor que bastó para sumir la sala en un súbito silencio, Calígula hizo su aparición. Iba acompañado de su mujer Cesonia, un vejestorio experto en las peores diversiones, y de algunos amigos cargados de anillos, cuya pinta invitaba a adivinar de qué lado los utilizaban. Cayo estimaba que el más bello adorno de una esposa era la experiencia, ya que era rara y se refuerza con la madurez, mientras que la carne fresca le parecía corriente. Pisando los talones de este hermoso grupo iba el famoso Sabino, notable gladiador tracio, al que Cayo había confiado el mando de su guardia germánica. Los pretorianos se sentían vejados al depender de un gladiador. Pero los mercenarios germanos no reparaban en tales detalles y compartían con los pilares de la arena una reputación de ciega fidelidad a su amo que no era la de los pretorianos, dados a las intrigas. Sabino, en coraza, iba seguido de un grupo selecto de altos soldados rubios de anchos hombros, con sorprendidos ojos azules, como si acabaran de salir de los bosques de su país. Los hombres de la guardia germánica no dejaban a Cayo ni a sol ni a sombra.

La vestimenta imperial causaba sensación: una mezcla extravagante de atributos divinos, guerreros, masculinos o femeninos, que se resumían en una corta barba viril salpicada de un impalpable polvo de oro. Allí estaba Neptuno, con un pequeño tridente de electro que Cayo agitaba nerviosamente. La capa del emperador, sembrada de estrellas plateadas no se sabía muy bien por qué, chocaba extrañamente con la fina túnica provista de esas mangas demasiado largas que señalaban a los aficionados a prácticas femeninas, y chocaba más todavía con esas sandalias de mujer, cuyas correas se enrollaban como los pámpanos de la viña en torno a unas delgadas pantorrillas velludas. ¿Dónde estaba el niño de antaño, que debía su sobrenombre de Calígula —es decir, «pequeño borceguí»— al calzado de tropa que llevaba entonces, ganándose así el corazón de las legiones? Desde su enfermedad, desde que el año anterior muriera su hermana Drusilla, a la que había querido tanto y tan apasionadamente, Cayo había perdido visiblemente el juicio. ¿Pero hasta qué punto?

Un miedo irrazonable heló la sangre de Aponio, que se encogió entre sus vecinos.

Invitando a sentarse a los senadores con un gesto, Cayo saltó al podio y anduvo un momento de un a o a otro frente a los petrificados gladiadores, como para pasarles revista. De vez en cuando se volvía rápidamente y ofrecía a la asistencia un rostro lívido y hermético.

Como el estrado era poco elevado en relación al enlosado de mármol, los senadores de las primeras filas podían ver imprimirse huellas en la arena bajo los pasos del príncipe, lo que arrancó sordos murmullos a algunos: sólo algunas muchachas alegres, a fin de sacar de su error al cliente a quien un vestido demasiado honesto pudiera hacer dudar, tenían la costumbre de tachonar sus sandalias de manera que su andar, dejando mensajes picantes, fuera doblemente atrayente. Se inclinaron para ver mejor, y al cabo leyeron sobre la escasa arena, no el rótulo habitual de los guardianes encadenados a su caseta, «CAVE CANEM», sino «CAVE HOMINEM», «¡Cuidado con el hombre!». Era el calzado de los malos días. La noticia voló de boca en boca y a Aponio le causó una impresión siniestra.

Conseguido el efecto, ese comicastro de Cayo, ante la sorpresa general, se encargó personalmente de la subasta, sustituyendo al órgano estridente del voceador y relanzando los negocios con la arrebatadora y paródica elocuencia de un cómico abocado a una imitación. Pero pronto, despreciando a los lanistas y a los muníficos comunes, concentró sus esfuerzos en el grupo senatorial, que en principio consideró un deber seguirle la corriente. Los padres conscriptos estaban seguros de que la invitación no era gratuita y esperaban que les pidieran algo a cambio. Algunos estaban dispuestos, por adulación, incluso a cargar por poco tiempo con algunos gladiadores adquiridos a un precio prohibitivo.

Pero todo es cuestión de medida. Cayo nunca estaba contento. Se encarnizaba tan pronto con uno como con otro, abrumándolos a todos con bromas amables, dulzonas, acariciadoras, o bien odiosas, feroces, cínicas u obscenas. Los llamaba por su nombre, invocaba los lazos de amistad o de parentesco, hacía pesadas alusiones a su fortuna, demasiado bien conocida. Gradualmente, vencía resistencias en las que la avaricia rivalizaba con el temor. Sometidas a este martilleo, las víctimas terminaban por venirse abajo y Cayo les sacaba triunfalmente sumas que no tenían ninguna relación con el objeto. Los cientos de miles de los lotes exhibidos se convertían en millones y decenas de millones, sin más límite que el capricho del Príncipe. ¿No estaba lo mejor de la fortuna del Imperio en manos de la nobleza senatorial?

Y Cayo seguía, tal como el asno ciego y malvado del molinero hace girar la muela para triturar el grano, y los desgraciados senadores, apresados en la viciosa trampa que el impúdico príncipe llevaba al último extremo, intentaban reír con las peregrinas ocurrencias de su torturador. «Tus antepasados», decía éste a Lépido, «sedujeron antaño a la plebe con gladiadores que les valieron jugosos proconsulados. ¡A la familia Emilia le toca ahora restituir lo que obtuvo!». Y Lépido esbozaba una sonrisa idiota, pues el loco de Calígula sacaba del pozo la Verdad desnuda.

Ningún senador tenía valor para retirarse o resistirse. Pero entre los más sensibles, al miedo de verse arruinado o proscrito se sumaba una ardiente vergüenza. Algunos militares surgidos de su seno habían reducido el senado romano, que otrora había conquistado el mundo, al estado de una zapatilla.

Es verdad que los servicios de Cayo habían hecho una cuidadosa selección, que tenía en cuenta tanto el dinero como el carácter de los sacrificados.

Los compradores profesionales o los muníficos de segundo orden no perdían con este negocio más que una buena oportunidad de procurarse beneficios o gastos. Los gladiadores, adulados, alabados, sobados, mimados por Cayo, que les obligaba a hacer poses, encontraban la jugada excelente y les costaba trabajo no echarse a reír. Más abajo, cerca de la puerta, los plebeyos de oscuras vestiduras se regocijaban con la derrota de los senadores, que de los despojos de los pueblos vencidos no habían dejado al pueblo más que la piel y los huesos, una miga de pan negro en una atmósfera de circo.

Pero los senadores sentían con amarga acuidad el odio y el desprecio visceral de Cayo, la diversión socarrona de los gladiadores que desfilaban por turnos sobre el estrado y la satisfacción solapada de los pobres, a cuya retaguardia la masa informe de los esclavos suspiraba y hacia rechinar los dientes. Se encontraban solos en el mundo, aislados en el campo atrincherado de sus riquezas de terratenientes, pero como antaño habían tenido que abandonar el mando de las legiones a aventureros de talento, sólo podían contar con sus sucesores para mantener un orden del que, a pesar de todo, seguían siendo los primeros beneficiarios después del Príncipe. Por lo tanto, Cayo podía permitirse cualquier cosa… hasta que consiguieran aislarlo de sus guardias de cuerpo en un pasillo del palacio. Era sólo cuestión de paciencia.

Habían olvidado presentar a un grupo de tunicati esos gladiadores con costumbres de mujer, amantes de las largas túnicas depravadas, que el desdén de sus compañeros relegaba a algún rincón del ludus. Con humor soberano, bajo los ostensibles consejos de Cesonia, Cayo los adjudicó por tres millones de sestercios a un senador notoriamente invertido.

Después, cansado de su agitación y sus derroches oratorios, le devolvió las riendas al voceador, el viento de locura decayó y pareció restablecerse el curso normal de las cosas.