CUARENTA Y UNO

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Alek nunca había visto una mirada tan fría en el rostro de la doctora Barlow. Sus ojos se movían rápidamente de Deryn a los huevos, como si pensase que había entrado para robar uno.

—Lo siento, señora —balbuceó Deryn, tragándose lo que fuese que estuviese a punto de decir—. Solo había venido a ver a Tazza.

Alek le contuvo sujetándole por el brazo.

—Espera. No te vayas —se dio la vuelta hacia la doctora Barlow—. Tenemos que decirle al capitán quién soy en realidad.

—¿Y por qué deberíamos hacerlo?

—Ha ordenado a Dylan que no me quite ojo de encima y que le cuente todo lo que averigüe. Todo —Alek se irguió, intentando asumir la voz autoritaria de su padre—. No podemos pedirle a Dylan que desobedezca una orden directa.

—No te preocupes por el capitán —la doctora Barlow hizo un gesto con la mano—. Esa es mi misión, no la suya.

—Sí, señora, pero no se trata solamente del capitán —dijo Deryn—. ¡El Almirantazgo sabe que tenemos clánkers a bordo y el Primer Lord ha estado haciendo preguntas!

El rostro de la doctora Barlow se enfureció de nuevo y su voz pasó a ser un gruñido.

—¡Ese hombre! Debería de haberlo sabido. ¡Toda esta crisis es por su culpa y aún se atreve a interferir en mi misión!

Deryn intentó responder algo, sin conseguirlo.

Alek frunció el ceño.

—¿Quién es «ese» tipo?

—Está hablando de Lord Churchill —consiguió decir Deryn—. Es el Primer Lord del Almirantazgo. ¡Dirige toda la maldita Marina!

—Sí, y se podría pensar que esto ya debería ser suficiente para Winston. Pero ahora está traspasando sus funciones —dijo la doctora Barlow. Se sentó junto a los huevos, apartando algunos calentadores del que estaba enfermo—. Sentaos, los dos. Es mejor que sepáis toda la historia, puesto que los otomanos seguramente lo averiguarán pronto.

Alek y Deryn se miraron y se sentaron en el suelo.

—El año pasado —empezó ella—, el Imperio otomano se ofreció a comprar un barco de guerra construido en Gran Bretaña. Un navío de los más avanzados del mundo, con una criatura acompañante lo suficientemente fuerte para cambiar el equilibrio de poderes de las potencias en el mar. Y está preparado para zarpar.

Hizo una pausa, echó un vistazo al termómetro y luego movió algunos calentadores más por la paja.

—Pero el día antes de que usted y yo nos encontrásemos en Regent’s Park, señor Sharp, Lord Churchill decidió quedarse el barco para Gran Bretaña, aunque ya estuviese completamente pagado —hizo un gesto negativo con la cabeza—. El motivo es que sospechaba que los otomanos podrían cambiar de bando en esta guerra y no quería que el Osman estuviese en manos enemigas.

Alek frunció el ceño.

—¡Bueno, esto es simple y llanamente robar!

—Supongo —la doctora Barlow apartó una brizna de paja—. Pero lo más importante es que este asunto conmocionó a la diplomacia. Lo que ha conseguido este hombre enervante es que los otomanos casi seguramente se unan a los clánkers. Nuestra misión es evitar que esto suceda.

Dio unos golpecitos al huevo enfermo.

—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con mi secreto? —preguntó Alek.

La doctora Barlow suspiró.

—Winston y yo hemos estado enfrentados respecto a los otomanos durante algún tiempo. No aprecia que estoy intentando arreglar sus errores y le encanta interponerse en mi camino —miró a Alek—. Si averigua que tenemos al hijo del archiduque Ferdinand a bordo como nuestro prisionero, le proporcionaría una excusa excelente para ordenar que la nave dé la vuelta.

Alek apretó los dientes.

—¿Prisionero? ¡Nuestros países ni siquiera están en guerra! Y no hace falta que le recuerde quién impulsa los motores de esta nave.

—Eso es precisamente a lo que me refiero —dijo la doctora Barlow—. ¿Ahora veis por qué no quiero que tú y Dylan vayáis con rumores al capitán? Provocaría grandes problemas y enfrentamientos entre todos nosotros. ¡Y hasta ahora nos estamos llevando espléndidamente!

—Sí, claro, tiene razón —dijo Deryn.

La chica parecía aliviada.

La doctora Barlow se dio la vuelta y volvió a ajustar bien el huevo.

—Podéis dejarme a Lord Churchill a mí.

—Pero no es solamente su problema, señora —dijo Deryn—. También es de Alek. Usted dice que lo protegerá, pero ¿cómo puede usted prometer…? —frunció el ceño—. ¿Quién es usted exactamente, señora, para poder tener a raya a este Lord Churchill?

La mujer se levantó y se irguió cuan alta era, ajustándose su bombín.

—Soy exactamente lo que ven: Nora Darwin Barlow, cuidadora jefe del zoo de Londres.

Alek parpadeó. ¿Ha dicho Nora Darwin Barlow? Otra vez empezó a notar que le entraba un cosquilleo nervioso en el estómago.

—Se refiere a… —tartamudeó Dylan—, su abuelo… ¿el condenado apicultor?

—Yo nunca dije que fuese apicultor —se echó a reír—. Solo que las abejas le inspiraron. Sus teorías jamás habrían alcanzado tanta elegancia sin su ejemplo tan instructivo. Así que deje de preocuparse por Lord Winston, señor Sharp. Él no significa nada que yo no pueda manejar.

Dylan asintió, con el rostro lívido.

—Entonces voy a ver a Tazza, señora.

—Una idea excelente —la mujer le abrió la puerta para que saliera—. Y que no vuelva a pillarle aquí dentro sin permiso.

Deryn hizo el gesto de atravesar la puerta aunque antes miró a Alek por última vez. Por un momento sus ojos se encontraron. Entonces Deryn hizo un gesto con la cabeza y desapareció.

Probablemente estaba tan sorprendida como Alek. La doctora Barlow no es que fuese darwinista, sino que era una Darwin, la nieta del hombre que había penetrado en las mismísimas cadenas de la vida.

Alek sintió como si el suelo se moviese bajo sus pies; dudó de que fuese la aeronave dando la vuelta. Estaba delante de la encarnación de todo lo que le habían enseñado a temer. Y se había confiado a ella por completo.

La doctora Barlow volvió a los huevos. Estaba recolocando los calentadores, amontonándolos cerca del huevo enfermo otra vez.

Alek apretó los puños para que no se le notase el temblor en su voz.

—¿Y qué sucederá cuando lleguemos a Constantinopla? —preguntó—. Cuando usted y su carga estén a salvo allí, ¿me encerrará?

—Por favor, Alek. Yo no tengo intención de encerrar a nadie —alargó la mano y le mesó el pelo, lo que hizo estremecer a Alek.

—Tengo otros planes para ti.

Sonrió mientras se iba hacia la puerta.

—Confía en mí, Alek. Y, por favor, cuida con suma atención esos huevos esta noche.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Alek se giró para mirar la caja de cargamento que brillaba tenuemente, preguntándose qué habría en aquellos huevos que era tan importante. ¿Qué clase de criatura fabricada podía sustituir a un poderoso buque de guerra? ¿Cómo era posible que una bestia no mayor que una chistera evitase que todo un Imperio entrase en esta guerra?

—¿Qué guardáis ahí dentro? —dijo Alek en voz baja.

Pero los huevos siguieron allí inmóviles, sin darle ninguna respuesta.

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