CUARENTA
Los pistones eran las piezas más difíciles de dibujar. Había algo en la lógica clánker para hacerlos encajar que hacía que Deryn se devanara los sesos.
Se había pasado toda la tarde haciendo bosquejos de los nuevos motores, imaginando los dibujos en una futura edición del Manual de Aeronáutica. Pero incluso si nadie llegaba a verlos, el cálido día era una excusa perfecta para estar descansando allí. La aeronave volaba a tan solo noventa metros sobre el agua. El sol de la tarde se mecía sobre las olas y su reflejo hacía que todo brillara. Después de pasar tres noches sobre un glaciar tras el naufragio, parecía la tarde perfecta para tenderse sobre los flechastes, tomar el sol y dibujar.
Pero incluso con el Mediterráneo extendiéndose en todas direcciones, parecía que los clánkers nunca se tomaban un respiro. Alek y Klopp habían estado ocupados en las góndolas desde el mediodía diseñando un parabrisas para proteger a los pilotos del motor. Así era como se llamaban a sí mismos: pilotos, y no ingenieros o algún otro término de las Fuerzas Aéreas que fuera más adecuado. Habían olvidado que los auténticos pilotos estaban en el puente.
Nuevamente, había escuchado rumores sobre que la aeronave ya no necesitaba pilotos, ni darwinistas ni clánker. La ballena había desarrollado una vena independiente, una tendencia a elegir su propio camino entre las corrientes de aire caliente y las ascendentes. Entre la tripulación había quien pensaba que tal vez con el naufragio la bestia había perdido la chaveta. Pero Deryn opinaba que era a causa de los nuevos motores. ¿Quién no se sentiría lleno de energía con toda aquella potencia?
Apartó de un manotazo una abeja que estaba correteando por su cuaderno de dibujo. Las colmenas estaban hambrientas tras tres días de hibernación y se atiborraban con el néctar de las flores silvestres de Italia mientras el Leviathan se dirigía hacia el sur. Los halcones bombarderos estaban satisfechos y felices tras hartarse de liebres salvajes y lechones robados.
—¿Señor Sharp? —se oyó decir con la voz del timonel jefe.
Deryn estuvo a punto de cuadrarse de un salto, y entonces vio al lagarto mensajero observándola con sus ojillos brillantes.
—Por favor, persónese en el camarote del capitán —continuó el lagarto—. Sin demora.
—A la orden, señor. ¡Enseguida! —Deryn se estremeció cuando oyó cómo su voz soltaba un chillido propio de una chica. Bajó el tono y dijo—: Fin del mensaje.
Recogió el cuaderno y los lápices mientras la bestia se alejaba correteando. Se preguntó qué habría hecho. Nada tan malo que mereciera una visita al capitán, al menos por lo que ella recordaba. El señor Rigby la había incluso encomiado por haber retenido como rehén a Alek durante el ataque del Caminante de Asalto.
Pero, aun así, no podía evitar sentirse nerviosa.
El camarote del capitán se encontraba en la parte superior, cerca de la proa y al lado de la sala de navegación. La puerta estaba entreabierta y el capitán Hobbes sentado tras su escritorio. Las cartas de navegación colgadas de la pared se agitaban con la brisa que entraba a través de la ventana.
Deryn saludó correctamente.
—Se presenta el cadete Sharp, señor.
—Descanse, señor Sharp —dijo el capitán, lo que no hizo sino ponerla más nerviosa—. Entre, por favor. Y cierre la puerta.
—Sí, señor —dijo ella.
La puerta del camarote del capitán era de madera natural, no de balsa fabricada, y se cerró con un fuerte golpe.
—¿Podría preguntarle, señor Sharp, cuál es su opinión sobre nuestros invitados?
—¿Los clánkers, señor? —dijo Deryn haciendo un gesto extrañado—. Son muy inteligentes. Y están muy decididos a mantener esos motores funcionando. Diría que son buenos aliados.
—¿De veras? Entonces es una suerte que no sean oficialmente nuestros enemigos —el capitán dio unos golpecitos con su lápiz a la jaula que había sobre su mesa. La gaviota mensajera que había dentro aleteó y sacó la lengua para palpar el aire—. Acabo de saber que Inglaterra no está en guerra con el Imperio austrohúngaro, al menos por ahora. Por el momento solo debemos preocuparnos por los alemanes.
—Bien, es útil saberlo, señor.
—Ciertamente —el capitán se reclinó en su asiento y sonrió—. Usted es amigo del joven Alek, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Es un buen muchacho.
—Eso parece. Un joven como él necesita amigos, sobre todo tras haber tenido que huir de su casa y de su país —el capitán levantó una ceja—. Triste, ¿no es cierto?
Deryn asintió.
—Supongo que sí —repuso Deryn con cautela.
—Y, sin embargo, todo resulta bastante misterioso. Aquí estamos, a su merced mecánicamente hablando, y sin embargo no sabemos mucho acerca de Alek y de sus amigos. ¿Quiénes son en realidad?
«EL CAMAROTE DEL CAPITÁN»
—Son un tanto cautos, señor —dijo Deryn, lo que no era mentira.
—Sí, bastante —el capitán Hobbes cogió el papel que tenía ante él—. El propio Primer Lord del Almirantazgo ha manifestado su curiosidad por ellos, y solicita que le mantengamos informado. Así que nos sería útil, Dylan, que tuviera los oídos abiertos.
Deryn dejó escapar lentamente un suspiro.
Aquel era el momento, sin duda, en el que su deber le exigía explicar al capitán todo lo que sabía: que Alek era el hijo del archiduque Ferdinand y que los alemanes estaban detrás del asesinato de su padre. El mismo Alek lo había dicho: no se trataba solo de asuntos familiares. Los asesinatos habían hecho estallar esta maldita guerra, después de todo.
¡Y ahora el propio Lord Churchill estaba haciendo preguntas sobre todo aquello!
Pero le había prometido a Alek que no diría nada. Deryn había contraído una gran deuda con él después de echarle encima a los rastreadores la primera vez que se encontraron.
En realidad, toda la condenada aeronave estaba en deuda con él. Alek había revelado la posición de su escondite para ayudarles a combatir contra los zepelines y había renunciado a su Caminante de Asalto y a un castillo lleno de provisiones. Además, lo único que había pedido a cambio era permanecer en el anonimato. Le parecía incluso descortés que el capitán hiciese aquellas preguntas.
No podía romper su promesa, no de aquella forma, sin siquiera hablar primero con Alek.
Deryn saludó con corrección.
—Me alegrará poder hacer cuanto esté en mi mano, señor —dijo, y se marchó sin contarle nada al capitán.
Aquella tarde fue en busca de Alek, que estaba ocupándose de los huevos. Cuando llegó, la puerta de la sala de máquinas estaba cerrada con llave. Deryn golpeó con fuerza la puerta un par de veces. Alek la abrió y sonrió, pero no se hizo a un lado.
—¡Dylan! Me alegra verte —bajó el tono de voz—, pero no puedo dejarte entrar.
—¿Por qué no?
—Uno de los huevos se estaba poniendo pálido, así que hemos tenido que cambiar los calentadores de sitio. Es algo muy complicado. La doctora Barlow dijo que una persona más en la habitación podría alterar la temperatura.
Deryn puso los ojos en blanco. Según se acercaban a Constantinopla, la científica se había vuelto cada vez más protectora con los huevos. Habían sobrevivido a un accidente aéreo, a tres días en un glaciar y a un ataque de zepelines, y sin embargo aún parecía pensar que se romperían si alguien los miraba de reojo.
—Eso son un montón de tonterías, Alek. Déjame entrar.
—¿Estás seguro?
—¡Sí! Los estamos manteniendo bastante cerca de la temperatura corporal. Otra persona no les hará ningún daño.
Alek dudó.
—Bueno, también dijo que no habían sacado de paseo a Tazza en todo el día y que tiraría abajo las paredes de su camarote si no vas a verlo.
Deryn suspiró. Era impresionante lo agotadora que podía llegar a ser la científica sin siquiera estar presente en la habitación.
—Debo decirte algo importante, Alek. Hazte a un lado y déjame pasar.
El chico frunció el ceño pero cedió, permitiendo que ella se colara en la sofocante sala de máquinas.
—Caramba, ¿no hace demasiado calor aquí dentro?
Alek se encogió de hombros.
—Son órdenes de la doctora Barlow. Dijo que teníamos que mantener caliente el huevo enfermo.
Deryn echó un vistazo a la caja donde estaban cargados. Dos de los huevos que habían sobrevivido estaban acurrucados en un extremo; el otro estaba en el medio, solo y rodeado por un montón de calentadores. Quizás demasiados.
Avanzó un paso para comprobar el termómetro y frunció el ceño. Eran los condenados huevos de la doctora Barlow. Pero si lo que pretendía era cocinarlos, por ella fantástico. Deryn tenía cosas más importantes de qué preocuparse.
Se volvió a Alek.
—Hoy el capitán me ha mandado llamar. Ha preguntado por ti.
Alek mostró un semblante preocupado.
—Oh.
—No te preocupes, no le he dicho nada. Es decir, nunca rompería mi promesa —dijo ella.
—Gracias, Dylan.
—Aunque él… —Deryn carraspeó, intentando parecer tranquila—. Me pidió que te vigilara y que le informara de cualquier cosa que averiguase.
Alek asintió despacio.
—Te dio una orden directa, ¿verdad?
Deryn abrió la boca para contestar, aunque no consiguió articular palabra; algo estaba cambiando en su interior. De camino a la sala, había abrigado la esperanza de que Alek le diera permiso para contárselo todo al capitán, resolviendo así el dilema. Pero ahora se le ocurrió que estaba albergando un deseo completamente distinto. Deryn cayó en la cuenta de que lo que en realidad quería era que Alek supiese que ella había mentido por él y que seguiría haciéndolo.
De pronto, sintió de nuevo aquella sensación, la misma que había sentido cuando Alek le había contado la historia de sus padres: un chasquido en el aire sobrecalentado. Sentía un cosquilleo en la piel justo donde él la había abrazado.
Aquello no estaba yendo nada bien.
—Sí. Supongo que sí.
Alek suspiró.
—Una orden directa. Así que si averiguan que has ocultado mi verdadera identidad, te acusarán de traición y te colgarán.
—¿Colgarme?
—Sí, por confraternizar con el enemigo.
Deryn torció el gesto. No había considerado aquello de antemano antes de sopesar dónde recaían sus promesas y lealtades.
—Bueno…, no es que seas el enemigo. El capitán dice que no estamos en guerra con Austria.
—Por el momento. Pero por lo que Volger oyó en la radio, solo será cuestión de una semana, más o menos —sonrió con tristeza—. Es gracioso imaginarse a todos esos políticos intentando decidir si somos enemigos o no.
—Sí, claro, rematadamente gracioso —murmuró Deryn. Era ella la que estaba allí, y no un simple político. Era su decisión—. Te hice una promesa, Alek.
—Sí, pero también hiciste un juramento a las Fuerzas Aéreas y al rey Jorge —le recordó él—. No voy a hacer que rompas ese juramento. Eres demasiado buen soldado para eso, Dylan.
Ella tragó saliva, moviéndose inquieta.
—Entonces, ¿a ti qué te harán?
—Me encerrarán y tirarán la llave —dijo Alek—. Soy demasiado valioso como para dejarme escapar en territorio del Imperio otomano. Y cuando lleguemos a Inglaterra, me meterán en algún lugar seguro hasta que se haya terminado la guerra.
—¡Maldita sea! —se quejó ella—. ¡Pero tú nos has salvado!
El muchacho se encogió de hombros. La tristeza aún se apreciaba en sus ojos. No hasta el punto de ceder de nuevo a las lágrimas, pero más profundamente de lo que ella había visto hasta ahora.
La muchacha le estaba arrebatando su último resquicio de esperanza.
—No diré nada —prometió Deryn de nuevo.
—Pues entonces tendré que entregarme —planteó Alek con tristeza—. La verdad ha de saberse, tarde o temprano. No tiene sentido que te arriesgues a que te cuelguen.
Deryn quería rebatir aquello, pero Alek no se lo estaba poniendo fácil. Tenía razón en lo de desobedecer órdenes en tiempo de guerra: era traición y los traidores eran ejecutados.
—Todo esto es culpa de la doctora Barlow. Yo no habría descubierto quién eres si ella no fuera tan entrometida. Ella no dirá nada tampoco, pero por supuesto nunca cuelgan a los sabiondos como ella —protestó Deryn.
—No, supongo que no —Alek se encogió de hombros otra vez—. Al fin y al cabo no es un soldado y, además, es una mujer.
Deryn se quedó con la boca abierta. Casi lo había olvidado: las Fuerzas Aéreas no colgarían a una mujer, ¿verdad? Ni siquiera a una soldado raso. La echarían, por supuesto, le quitarían todo lo que siempre había querido; su hogar en la aeronave y el mismo cielo. Pero nunca ejecutarían a una chica de quince años. Sería rematadamente vergonzoso.
Una sonrisa cruzó su rostro.
—No te preocupes por mí, Alek. Tengo un as en la manga.
—No seas estúpido, Dylan. Esto no es otra de tus disparatadas aventuras. ¡Esto es muy serio!
—¡Todas mis aventuras son rematadamente serias!
—Pero no puedo dejar que corras ese riesgo. Ya ha muerto suficiente gente por mi culpa. Iré a ver al capitán ahora y se lo contaré todo —suplicó él.
—No tienes por qué hacerlo —rebatió Deryn, aunque sabía que Alek no la escucharía.
No creería que ella no corría peligro de que la colgaran a menos que le contara la verdad. Lo más extraño de todo era que casi prefería contárselo, intercambiar su secreto por el de él.
Se acercó un poco más.
—No me colgarán, Alek. Yo no soy el soldado que tú crees que soy.
Alek frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Deryn inspiró.
—En realidad no soy un…
Se oyó un ruido proveniente de la puerta: el tintineo de unas llaves. La puerta se abrió y la doctora Barlow entró en la sala. Su semblante se enfureció cuando vio a Deryn.
—Señor Sharp. ¿Qué está haciendo aquí?