TREINTA Y NUEVE
—¡Moved el trasero, bichos! —gritó Deryn mientras enviaba al aire otra bandada de murciélagos.
El señor Rigby había enviado a los cadetes hacia la parte delantera para que aligerasen la proa. Algo muy pesado mantenía el morro de la aeronave inclinado hacia abajo. O bien era aquello o que las células de hidrógeno delanteras tenían fugas. No obstante los respiradores no habían sufrido ningún daño.
Desde arriba, Deryn podía ver todo el valle, y la vista era rematadamente horrible. La máquina caminante clánker se había detenido a unas pocas millas y sus exploradores ya formaban una línea sobre el glaciar, esperando a que la aeronave se pusiera a tiro.
De pronto, la membrana se alzó bajo los pies de Deryn. El morro se había levantado un poco.
—¿Has notado eso? —gritó Newkirk desde el otro lado de la proa.
—Sí, algo empieza a ir bien —respondió ella—. ¡Sigue azuzando a las bestias!
Deryn desató el cabo de seguridad y corrió hacia otra bandada de murciélagos gritando y agitando los brazos. Se la quedaron mirando escépticamente antes de salir volando, puesto que no se les había alimentado con fléchette todavía, ni iba a haber oportunidad para alimentarlos en algún tiempo.
Cuando sonó la alarma del lastre, el señor Rigby ya había lanzado dos bolsas de púas por el costado. Si los zepelines los alcanzaban, el Leviathan estaría indefenso. Sus bandadas estaban bien alimentadas pero sin armar y dispersas al viento.
Al menos, y por el momento, los motores clánker prestados funcionaban. Eran ruidosos, malolientes y lanzaban chispas que hacían que Deryn sintiera escalofríos de terror; pero ¡demonios!, vaya si impulsaban la nave.
Los viejos motores de impulsión tan solo habían elevado la nave en la dirección correcta, como un labrador que condujera un mulo tirando de sus orejas. Pero ahora eso había cambiado: los cilios actuaban como un timón, marcando el rumbo a la vez que los motores clánker propulsaban la nave.
Deryn no había imaginado que la ballena pudiera ser tan lista y adaptarse con tanta rapidez a los nuevos motores. Y nunca había visto a una aeronave moverse tan rápido. Los zepelines que los perseguían, entre ellos los pequeños y veloces interceptadores, se estaban quedando atrás.
Aunque las máquinas terrestres alemanas aún los esperaban justo delante.
La nave dio otra sacudida y Deryn perdió el equilibrio, deslizándose por la pendiente. Su pie quedó trabado en una de las jarcias, deteniendo su caída con un molesto tirón.
—¡La seguridad es lo primero, señor Sharp! —dijo Newkirk, atándose las correas de su arnés a modo de tirantes.
—Será engreído ese caraculo —murmuró Deryn, abrochando su mosquetón de nuevo al cabo de seguridad.
Gritó otra vez a los murciélagos a pleno pulmón, pero la aeronave no parecía necesitarlo. El morro de la aerobestia estaba subiendo a trompicones, dando sacudidas a intervalos de unos diez segundos.
Parecía que estuvieran tirando oficiales por la ventana del puente de mando, pero al menos la nave se estaba nivelando.
Deryn se inclinó ligeramente hacia delante hasta que logró ver bien a los alemanes.
Las pequeñas naves de reconocimiento, máquinas que se movían rápidamente dando brincos como zancudos, estaban disparando sus morteros. Afortunadamente, la descarga era solo de bengalas, que no estaban diseñadas para elevarse demasiado. Subían unos pocos centenares de pies describiendo un arco y se consumían inútilmente, silbando bajo el vientre de la barquilla.
Entonces las armas de los caminantes empezaron a elevarse, siguiendo a la aeronave aunque sin abrir fuego. A la velocidad que se movía el Leviathan, únicamente tendrían oportunidad de disparar una vez antes de que los sobrevolara.
Un silbato de mando empezó a sonar con una nota larga y con un tono tan agudo que resultaba casi imposible de oír. ¡Era la señal que ordenaba a todos trasladarse a popa!
Deryn se volvió y echó a correr. A cada lado, los rastreadores correteaban por la membrana, dirigiéndose a la cola. El lomo estaba atestado de hombres y bestias que corrían en la misma dirección; los artilleros aéreos levantaban sus armas para poder llevarlas consigo.
Era un último y desesperado intento de desplazar todo el peso hacia la parte trasera de la aeronave. Al hacerlo de golpe, haría bascular el morro de la nave hacia arriba, elevándola aún más en el aire.
A mitad de camino, Deryn vio destellos que provenían de la nieve bajo ellos y echó un vistazo por encima del hombro. Las armas de los caminantes centelleaban y formaban nubes de humo.
Antes de que siquiera el ruido alcanzase a sus oídos, la aeronave dio otra sacudida, más fuerte esta vez, como si alguien hubiera arrojado un piano de cola por la borda. El morro se inclinó hacia arriba, ocultando al caminante alemán de la vista de Deryn. El puente se balanceó con fuerza hacia estribor. Fuera lo que fuese lo que hubieran tirado, lo habían hecho desde proa.
Entonces oyó el tardío estruendo de los cañones; los proyectiles empezaron a describir arcos a su alrededor. Eran enormes bombas incendiarias que iluminaban el cielo como si fueran gotas de rayos congelados.
Una pasó tan cerca que Deryn pudo sentir el calor que despedía en las mejillas y en la frente. El aire se secó instantáneamente y Deryn sintió cómo se le entrecerraban los ojos por la furia del proyectil. La luz de los llameantes proyectiles arrojaba sombras de hombres y bestias sobre la membrana, donde se veían ensanchadas y deformadas por las curvas de la aeronave.
Pero toda la descarga volaba demasiado lejos, hacia babor.
La pérdida súbita de peso, de lo que quiera que fuese, había apartado la aeronave de su trayectoria justo a tiempo. Y los arreglos que habían hecho los aparejadores durante las últimas semanas habían aguantado: no había la más mínima pérdida de hidrógeno.
Pero Deryn, al igual que el resto de la tripulación, siguió corriendo en dirección a la cola de la nave. No exclusivamente para que la aeronave se levantara más aún, sino también para poder ver lo que sucedía detrás de ellos.
Allí estaba de nuevo el caminante de ocho patas, que ahora se deslizaba a lo lejos por la parte de proa. Sus armas estaban girando para intentar disparar una vez más. Pero los nuevos motores clánker del Leviathan lo impulsaban demasiado deprisa.
Cuando dispararon los cañones de nuevo, los proyectiles incendiarios fallaron el blanco por unos cientos de metros, cayeron en la nieve y allí descargaron su furia. Las máquinas caminantes quedaron atrás, ocultas por un velo de vapor.
Deryn se unió a los vítores que se alzaron por toda la espina. Los rastreadores de hidrógeno aullaron junto a ellos, medio enloquecidos por todo aquel jaleo.
Newkirk apareció, resoplando y cubierto de sudor, y le dio una palmadita en el hombro.
—¡Un combate condenadamente bueno! ¿Verdad, señor Sharp?
«EL HÉRKULES DISPARA SUS PROYECTILES»
—Sí, lo ha sido. Aunque espero que se haya acabado.
Miró por los prismáticos para echar un vistazo a los zepelines, que se perfilaban contra el sol del ocaso. Se habían quedado aún más atrás, superados irremisiblemente por los motores del Caminante de Asalto.
—Ya no podrán alcanzarnos jamás, y menos ahora cuando está a punto de anochecer —dijo ella.
—¡Creía que esos Predators eran rápidos!
—Sí, lo son. Pero nosotros lo somos más, ahora que tenemos esos motores.
—Pero ¿acaso no tienen ellos motores clánker también? —preguntó Newkirk.
Deryn frunció el ceño y miró hacia abajo, a los costados del Leviathan. Los cilios se agitaban enloquecidos, entretejiendo el flujo de aire alrededor de la nave, sumando las corrientes de aire a la fuerza bruta de los motores.
—Ahora somos un poco diferentes. Una mezcla entre nosotros y ellos —dijo.
Newkirk meditó aquello un momento, hizo un ruido con la boca mientras lo pensaba y le dio otra palmadita en el hombro.
—Francamente, señor Sharp, no me importa si es el mismísimo Káiser quien nos impulsa, si ello nos saca de este iceberg.
—Glaciar —corrigió Deryn—. Pero tiene razón: es genial estar en el aire de nuevo.
Cerró los ojos y respiró profundamente el aire gélido. Sentía bajo sus pies el nuevo y extraño zumbido de la membrana.
Su sentido de la navegación aérea le indicaba que la bestia ya estaba virando en dirección sur y rumbo al Mediterráneo. Los zepelines que se habían quedado atrás eran algo que pertenecía ya al pasado; el Imperio otomano los esperaba.
A pesar de los complicados obstáculos que los clánkers habían interpuesto en su camino, el Leviathan había sobrevivido.