TREINTA Y SEIS
Durante la siguiente guardia de la tarde, Deryn y Newkirk estaban apostados en el lomo de la nave.
Por la noche, la aeronave se había hinchado gracias a que las tripas del Leviathan rugieron a toda marcha por la cantidad de bestias que había engullido durante el día. Abajo, las últimas provisiones de la nave estaban esparcidas por la nieve, con un montón de aves hacinadas encima dándose una comilona. Deryn sintió que su estómago roncaba también protestando, lleno solo con su almuerzo de galletas grasientas y café. A la tripulación solamente se le permitía tomar la comida que los animales no tocarían.
Pero algunas punzadas de hambre bien merecían la pena al sentir la elasticidad de la membrana bajo los pies de Deryn: tensa y saludable de nuevo. Los bultos que tenía la aerobestia en sus flancos se estaban alisando. Hacia el mediodía, el viento había empezado a arrastrar a la nave aligerada de peso por el glaciar, obligando a los aparejadores a llenar los tanques de lastre con nieve fundida.
No obstante, el doctor Busk había dicho que levantar el peso de los motores clánker junto con algunos hombres extra iba a ser algo casi imposible.
—Se está moviendo —dijo Newkirk—. Aún debe de estar viva.
Deryn alzó la vista para mirar al Huxley. El señor Rigby había insistido en que se debía hacer la guardia arriba, puesto que decía que no podía soportar que sus últimos dos cadetes se quedasen congelados por quedarse horas enteras bajo aquel cielo helado, aunque aquello significase salir furtivamente de la enfermería.
—Es mejor que tiremos de él hacia abajo pronto —dijo Deryn—. El doctor Busk nos despellejará si se congela aquí arriba.
—Sí —dijo Newkirk, soplándose las manos—. Pero si él baja, uno de nosotros tendrá que subir ahí arriba.
Deryn se encogió de hombros.
—Cuidar del huevo también cansa.
—Al menos en la tarea del huevo se está caliente.
—Bueno, aún podrá ocuparse de ello, señor Newkirk, si es que no ha matado a uno de estos malditos huevos de la lumbreras.
—¡No es culpa mía que nos atascásemos en aquel iceberg!
—¡Es un glaciar, idiota!
Newkirk refunfuñó algo desagradable y se fue corriendo pisando con fuerza las duras escamas del lomo de la aeronave. Él se había defendido diciendo que la culpa del desastre del huevo era de la doctora Barlow por no haberle explicado cómo funcionaban las temperaturas de los clánkers, pero Deryn pensaba que un número seguía siendo un número.
Ella casi le llamó otra vez para disculparse, pero solamente lanzó un juramento. Sería mejor que mirase cómo iba el trabajo en las nuevas cápsulas de los motores.
Deryn alzó sus prismáticos…
Los motores delanteros estaban parcialmente debajo de los flancos de la aeronave, impulsándole como un par de orejas. Habían quitado la parte superior de ambas cápsulas y un revoltijo de enorme maquinaria clánker sobresalía pegada allí en todas direcciones. Alek estaba trabajando en la parte de babor, junto a Hoffman y el señor Hirst, el ingeniero jefe de la aeronave. Todos ellos mantenían una animada conversación, agitando los brazos en el frío viento.
Todo aquel asunto parecía ir muy despacio. Hacia el mediodía el motor de estribor, donde Klopp y Bauer estaban trabajando, se había puesto en marcha durante unos pocos y ruidosos segundos y la membrana tembló bajo los pies de Deryn. Pero algo debía de haber fallado. El motor se había parado con un chirrido y los clánkers se habían pasado la siguiente hora lanzando trozos de metal quemado sobre la nieve.
Deryn se dio la vuelta para escanear el horizonte. Hacía más de un día que les había atacado el Kondor. Los alemanes no les darían mucho más tiempo. Algunos aeroplanos de reconocimiento ya habían asomado la nariz por las montañas, para asegurarse de que la aeronave herida no había ido a ninguna parte. Todo el mundo decía que los alemanes se estaban tomando su tiempo, reuniendo una poderosa fuerza. El asalto podría producirse en cualquier momento.
Y, después, los ojos de Deryn volvieron a posarse en Alek. Ahora estaba traduciendo para Hoffman, señalando hacia la parte delantera de las cápsulas de los motores. El muchacho hacía girar las manos de un lado a otro como si fuesen hélices, y Deryn sonrió, al imaginar su voz por un momento.
Bajó los prismáticos y soltó una maldición, vaciando su mente de tonterías. Ella era un soldado, y no una chica cualquiera mirándose el vestido en un baile de pueblo.
—¡Señor Sharp! —llegó hasta ella el grito de Newkirk—. ¡Rigby tiene problemas!
Deryn miró hacia arriba. Newkirk ya estaba en el cabrestante, haciéndolo girar frenéticamente. Un lazo amarillo de urgencia flotaba del Huxley y las banderas de señales del señor Rigby se estaban moviendo. Deryn alzó sus prismáticos.
Las letras pasaron como un látigo a doble velocidad y se perdió el principio, soñando en tonterías como estaba. Pero pronto entendió el sentido del mensaje:
A-L-E-S-T-E-O-C-H-O-P-A-T-A-S-Y-E-X-P-L-O-R-A-D-O-R-E-S.
Deryn frunció el ceño, preguntándose si acaso había leído mal las señales. Patas, significaba una máquina caminante, por supuesto, pero en el Manual no tenían registrados caminantes de ocho patas. Incluso los mayores acorazados clánker solo necesitaban seis patas para moverse.
Y además estaban en Suiza, un territorio aún neutral. ¿Se atreverían los alemanes a atacar por tierra?
Pero cuando Rigby repitió las señales, las palabras pasaron rápidamente tan claras como la luz del día. Junto con otro fragmento de noticias:
E-S-T-I-M-A-D-O-D-I-E-Z-M-I-L-L-A-S-A-C-E-R-C-Á-N-D-O-S-E-D-E-P-R-I-S-A.
Enseguida, el cerebro de Deryn funcionó completamente de nuevo como un soldado.
—¿Puede bajarle sin mí, Newkirk? —gritó.
—Claro, pero ¿qué pasa si resulta herido?
—No va a resultar herido. ¡Son esos malditos clánkers y vienen por tierra! ¡Tengo que dar la alerta!
Deryn sacó su silbato y silbó la señal que indicaba que se acercaba el enemigo. Un rastreador de hidrógeno alzó sus orejas y después empezó a aullar para dar la alerta.
Aquel aullido se extendió por toda la nave, de rastreador a rastreador, como una sirena viva contra un ataque aéreo. Al cabo de unos pocos momentos se desplegaron hombres desde todas partes. Deryn buscó al oficial de vigilancia, y allí estaba el señor Roland, corriendo hacia ella por el dorso de la nave.
—Informe, señor Sharp.
Señaló hacia arriba, al Huxley.
—Es el contramaestre, señor. ¡Acaba de ver que se acerca otro caminante!
—¿El señor Rigby? Y ¿qué demonios está haciendo él arriba?
—Insistió él, señor —dijo Deryn—. Dice que el caminante tiene ocho patas y he comprobado dos veces este detalle.
—¿Ocho? — el señor Roland se extrañó—. Por lo menos debe de ser un crucero.
—Sí, es grande, señor. Lo ha visto a diez millas de distancia.
—Bueno, tenemos suerte. Los grandes no son tan rápidos. Tenemos una hora antes de que llegue aquí —se dio la vuelta y habló bruscamente a un lagarto mensajero que pasaba a toda velocidad.
—Le ruego que me disculpe, señor —intervino Deryn—, pero el señor Rigby dice que se acerca rápidamente. Tal vez este sea ágil.
El jefe de los aparejadores frunció el ceño.
—Parece improbable, muchacho. No obstante lo consultaré con los clánkers. Veremos si ellos saben algo sobre este armatoste de ocho patas. Después se lo comunicaré al puente.
Deryn saludó, dio media vuelta y se encaminó abajo.
Los cabos de descenso colgaban por toda la espina dorsal, de modo que enlazó un mosquetón en uno y bajó haciendo rappel, rebotando por el flanco. La cuerda siseaba entre sus guantes y el mosquetón de metal se calentaba a medida que ella se deslizaba.
A Deryn le empezó a bullir la sangre y el nerviosismo provocado por la inminente batalla borró todo lo demás. La nave aún no tenía defensas, a menos que los clánkers consiguiesen poner en marcha sus motores.
Cuando sus botas chocaron ruidosamente contra los soportes de metal de la cápsula, el señor Hirst alzó la vista de aquel lío de engranajes. Estaba colgando del borde del motor, sin ningún cabo de seguridad a la vista.
«AVISANDO AL NUEVO EQUIPO DE INGENIEROS»
—¡Señor Sharp! ¿Qué son todos esos aullidos?
—Acaban de avistar otro caminante, señor —explicó, y luego se dirigió a Alek. Tenía la cara surcada de grasa, como tiras de pintura de guerra negra—. Aunque no estamos seguros del tipo. Pero tiene ocho patas, por lo que suponemos que es grande.
—Por lo que dice, parece ser un Hérkules —dijo—. Pasamos junto a él en la frontera suiza. Es una fragata de mil toneladas, nueva y experimental.
—Pero ¿es rápida?
Alek asintió con la cabeza.
—Es casi tan rápida como nuestro caminante. ¿Y dices que está aquí en Suiza? ¿Es que los alemanes se han vuelto locos?
—Lo suficientemente locos: está a diez millas al este y lleva escoltas con ella. ¿Cuánto tiempo crees que tenemos?
Alek habló con Hoffman un momento, traduciendo lo que acababa de decir al alemán y calculando. Los pies de Deryn se movían dando saltitos mientras esperaba y las manos envueltas fuertemente en la cuerda le dolían. Un solo salto y se deslizaría por el puente.
—¿Tal vez unos veinte minutos? —dijo finalmente Alek.
—¡Demonios! —maldijo—. Bajo inmediatamente a decírselo a los oficiales. ¿Hay algo más que ellos deban saber?
Hoffman extendió la mano y cogió el brazo de Alek, murmurando algo muy deprisa en clánker. Alek abrió mucho los ojos mientras escuchaba.
—Está bien —dijo el muchacho—. Estas máquinas exploradoras que has mencionado, nosotros también las vimos. Están armadas con bengalas de señalización llenas de una especie de fósforo pegajoso.
Todos se quedaron en silencio un momento. Fósforo…, el material perfecto para asar a un respirador de hidrógeno.
Tal vez los alemanes en realidad no planeaban capturarlos, después de todo.
—Bueno, en marcha, chico —gritó a Deryn el señor Hirst—. Enviaré un lagarto al otro motor. Y vosotros dos, a ver si ponéis en marcha de una vez este trasto.
Deryn echó un último vistazo a Alek, salió del puntal y se dejó caer hacia el puente. La cuerda siseaba cada vez más caliente entre sus manos enguantadas.