TREINTA Y DOS
—¡Estás blanco como un fantasma! —dijo la doctora Barlow.
—Tan solo es harina.
Deryn recorrió el trecho que quedaba hasta la cabina del piloto con mucho esfuerzo y gimiendo. Le dolían las manos de subir por la escalera y tenía los músculos de los brazos doloridos. El corazón aún le iba a cien por hora.
—¿Harina? ¡Qué extraño! —dijo la doctora Barlow.
—¡Bien hecho, Dylan! —Alek retorcía los controles—. Nunca había visto a nadie subir a bordo de un caminante de ese modo.
—No se lo recomendaría a nadie.
Se desplomó jadeando sobre el tambaleante suelo de la cabina. Tazza se le acercó despacio para acariciarle la mano con el hocico y estornudó por la harina.
Al cabo de poco, Deryn se sentía mareada por el movimiento del caminante. El viaje hacia el castillo ya había sido bastante malo: el chirrido del metal chocando contra metal, el olor a aceite y a gases de combustión, además del interminable y criminal ruido de los motores. Pero viajar en el caminante a su máxima velocidad era como si a uno lo agitaran en el interior de una lata de conservas. Ahora entendía por qué los clánkers llevaban aquellos yelmos estúpidos; Deryn pensó que era lo único que podrían hacer para evitar golpearse la cabeza contra la pared.
Klopp, que estaba vigilando por el visor con unos prismáticos, dijo algo en alemán a Alek.
—Creía que no quería ayudar —murmuró Deryn.
—Eso era mientras todavía podíamos ocultarnos —dijo la doctora Barlow—. Ahora que es casi seguro que los alemanes nos han visto, ha cambiado de idea. Si no derribamos a esos dos zepelines, informarán sobre nuestra ubicación a nuestros amigos austriacos.
—Bueno, pues podría haber cambiado de parecer un poco antes —Deryn se miró las manos doloridas—. Me hubiera venido muy bien un poco de ayuda para romper aquella cadena.
La doctora Barlow le dio una palmadita en el hombro.
—Ha hecho un buen trabajo, señor Sharp.
Deryn hizo caso omiso al cumplido y se puso en pie. Se había hartado de ir dando tumbos. Asió con fuerza dos correas que colgaban del techo y se impulsó hacia la escotilla que había arriba.
Cuando la abrió, el frío le golpeó de lleno en la cara. Era como estar en el lomo de la aeronave en medio de una tormenta, con el horizonte tambaleándose a su alrededor a cada paso.
Deryn entrecerró los ojos para poder ver entre el gélido viento. Los zepelines volaban bajo y arrastraban cuerdas por el suelo. Por ellas se deslizaron hombres que aterrizaron en la nieve llevando a la espalda armas y equipamiento.
Pero ¿por qué tomarse tantas molestias? Si querían destruir al Leviathan, podían quedarse en lo alto y usar bombas de fósforo.
Volvió a entrar en el caminante.
—Están desembarcando hombres.
—Esos son Kondor Z-50 —dijo Alek—. Transportan soldados en lugar de armamento pesado.
—Al parecer su objetivo es capturar nuestra nave —dijo la doctora Barlow.
—¡Maldita sea! —exclamó Deryn—. Un respirador de hidrógeno vivo en manos de los clánkers sería una catástrofe puesto que podrían estudiar todos los puntos débiles de la gran aeronave.
—¿Por qué no nos temen?
—Llevarán baterías anticaminantes —dijo Alek con un tono de voz grave—. No pueden dispararlas desde el aire. Pero desde el suelo sí podrán presentar batalla.
Deryn tragó saliva. Ya era horrible tener que viajar en aquel armatoste, pero la idea de morir asada viva por proyectiles capaces de perforar el blindaje la ponía enferma.
—Necesitamos tu ayuda de nuevo, Dylan.
La muchacha se quedó mirando a Alek.
—No querrás que conduzca este condenado cacharro, ¿verdad?
—No —dijo Alek—. Pero, dime, ¿sabes cómo disparar una ametralladora Spandau? Deryn no tenía ni idea de cómo se hacía eso, aunque había disparado armas aéreas muchas veces.
Sin embargo, aquello era muy diferente. Como cualquier cosa construida por los clánkers, era diez veces más ruidosa, inestable e irritante de lo que parecía. Cuando apretó el gatillo para probarlo, este repiqueteó como un pistón en sus manos. Por uno de sus lados escupió casquillos a toda velocidad, que rebotaron por la pared de la cabina en una lluvia de metal.
—¡Maldición! —soltó un juramento—. ¿Cómo aciertas a algo con esto?
—Tan solo apunta hacia la dirección en general —dijo la doctora Barlow—. Lo que a los clánkers les falta en precisión, les sobra para destrozar un blanco.
Deryn se inclinó hacia delante para observar por la mirilla. Lo único que podía ver era el cielo y la nieve tambaleándose. Se sintió claustrofóbica y medio ciega. Era lo opuesto a observar desde la espina del Leviathan, con la batalla dispuesta debajo de ella como los peones sobre un tablero de ajedrez.
Observó a Klopp, que manejaba la otra ametralladora. En lugar de mirar hacia afuera, esperaba a que Alek le dijera cuándo debía disparar.
—Aguantad. Vuelvo en un momento —dijo Deryn, impulsándose de nuevo a través de la escotilla superior.
Los dos Kondor ya habían desplegado a sus soldados. Un grupo se dirigía rápidamente hacia el Leviathan y su zepelín les daba fuego de cobertura con las ametralladoras. El otro grupo estaba montando una especie de pieza de artillería: un arma de campo de gran calibre apuntaba directamente al Caminante de Asalto.
«LOS SOLDADOS DISPARANDO»
—¡Demonios! —exclamó Deryn.
Los clánkers trabajaron con diligencia y, momentos más tarde, la boca del arma escupió fuego. El caminante se movió con fuerza bajo ella y la lanzó contra el lateral de la escotilla. Estuvo a punto de caer dentro. Los pies le quedaron colgando.
Por un momento, Deryn pensó que les habían dado. Pero entonces sintió el zumbido del proyectil pasando por su lado con tanta fuerza que le restallaron los oídos. El Caminante de Asalto dio un largo giro tambaleándose y finalmente recuperó la estabilidad sobre la nieve.
O bien Alek era rematadamente genial a los mandos o bien es que estaba completamente loco. Iban directos hacia el arma anticaminante, que se movía hacia atrás y hacia delante en su campo de visión mientras la tripulación la recargaba desesperadamente.
Deryn volvió a meterse dentro y se puso a los mandos de su ametralladora, apuntando bajo. Pensó que llegarían donde estaban los soldados alemanes en unos cinco segundos, si es que antes no volaban en pedazos.
—¡Preparados! —gritó Alek.
Deryn no esperó y apretó el gatillo. El arma saltó y vibró en sus manos, escupiendo muerte en todas direcciones. Unas cuantas formas oscuras pasaron por delante de su mirilla, pero no tenía ni idea de si eran rocas o el arma anticaminante.
Un sonido metálico sacudió la cabina y de pronto todo se ladeó a babor. Deryn salió despedida del arma y resbaló al pisar los casquillos que rodaban por el suelo. Aterrizó sobre algo blando, que resultó ser la doctora Barlow y Tazza, que estaban acurrucados en una esquina.
—Disculpe, señora —gritó.
—No te preocupes —dijo la científica—. En realidad no pesas casi nada.
—Creo que le hemos dado —dijo Alek, todavía manipulando los controles.
Deryn se puso rápidamente de pie y volvió a asomarse por la escotilla superior. Detrás de ellos, el arma anticaminante estaba rota, volcada y con el cañón doblado, sobre una de sus huellas gigantes. Los soldados se habían dispersado y algunos de ellos estaban inertes en el suelo, con la nieve a su alrededor salpicada de rojo.
—¡La has aplastado, Alek! —gritó ella con voz ronca.
Se giró para mirar hacia delante. El Caminante de Asalto se dirigía ahora hacia otro grupo de soldados. Estaban resguardándose en la nieve, con una bandada de halcones bombarderos pasándoles por encima con sus talones cuchilla brillando al sol.
Algunos soldados se volvieron y vieron al caminante aproximándose. Deryn se preguntó si no debería volver a bajar para disparar su letal arma. Pero entonces el aparato dio una fuerte sacudida bajo ella. Salió una potente nube de humo de su vientre, envolviendo a Deryn y llenándole la boca con un sabor acre.
Le escocían los ojos, pero se obligó a abrirlos cuando el proyectil impactó. Explotó entre los soldados, lanzando hombres en todas las direcciones.
—¡Arañas chaladas! —murmuró.
Cuando el humo y las ráfagas de nieve se desvanecieron, nada se movió excepto unos pocos halcones bombarderos que volaban de vuelta al Leviathan. Deryn miró atrás en dirección al arma de campo. La tripulación que quedaba estaba huyendo, y un Kondor volaba raso para sacarlos del hielo.
¡Los clánkers se batían en retirada! Pero ¿dónde estaba el otro zepelín?
Escudriñó el horizonte: nada. Entonces una sombra vaciló en la nieve, al oeste. Deryn miró hacia arriba. La aeronave estaba justo sobre sus cabezas, con su compartimento para bombas abriéndose. Una nube de murciélagos fléchette se arremolinó a su alrededor y vio cómo un proyectil de impacto salía disparado desde el Leviathan. La explosión que le seguiría no lo dañaría, aunque les daría un buen susto.
Cogió el tirador de la escotilla y saltó al interior, cerrándola tras de sí.
—¡Bombas! ¡Y también fléchette! —gritó.
—Visión a un cuarto —dijo serenamente Alek, y Klopp empezó a mover una manivela en su lado de la cabina.
Deryn vio otra igual detrás de ella, y se preguntó en qué dirección se suponía que debía moverla.
Cuando iba a alargar la mano hacia ella, todo lo que había a su alrededor explotó…
Un destello cegador iluminó la cabina, seguido del sonido atronador que hizo que Deryn saliera despedida de nuevo. El suelo se inclinaba y todo se deslizó hacia estribor. El ruido producido por los engranajes y por Tazza aullando se filtró por sus oídos casi ensordecidos. Su hombro golpeó contra el metal cuando toda la cabina se tambaleó violentamente una sola vez pero definitiva.
Entonces una avalancha de nieve entró por el visor y una ráfaga de frío y silencio la sepultó…