TREINTA

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A Tazza parecía gustarle viajar en un Caminante de Asalto.

El animal correteaba por la cabina de mando, intentando atrapar con sus patas los cartuchos vacíos del suelo que se habían colado rodando en las rendijas y en las esquinas. Pronto se aburrió de aquello, olisqueó el armario de las raciones de emergencia y se puso a gruñir mientras observaba los pies de Alek en los pedales. Era realmente molesto.

—Esta máquina tiene una forma peculiar de caminar —dijo la doctora Barlow desde la silla del comandante. Tenía la mirada fija en las manos de Alek mientras él conducía, lo que resultaba de lo más incómodo—. ¿Está basado en algún animal en particular?

—No tengo ni idea —repuso Alek, deseando que Klopp pudiera responder a las preguntas de la dama. El profesor se había retirado al puesto de artillería, horrorizado por tener a una mujer en su Caminante Cíklope. O quizás porque tenía miedo de Tazza.

—Su forma de andar recuerda a la de un pájaro —dijo la doctora Barlow.

—Sí, ¡es como un enorme gallo de hierro! —añadió Deryn.

Alek suspiró, lamentando no haber negociado un intercambio de rehenes más equilibrado. Le parecía injusto que la doctora Barlow se hubiera traído a todo su séquito: una bestia, un asistente y un baúl lleno de equipaje, mientras que en la aeronave Volger ni siquiera tenía una muda de calcetines.

Alek dejó a un lado sus preguntas y se concentró en los mandos. El Cíklope estaba subiendo la pendiente rocosa que llevaba al castillo y no quería tropezar delante de los darwinistas.

La doctora Barlow se inclinó hacia delante cuando las derruidas paredes aparecieron a la vista.

—Qué rústico.

—Es para que pase inadvertido —murmuró Alek.

—¿Usáis el deterioro como camuflaje? Ingenioso.

Alek fue reduciendo la velocidad del caminante según se iban acercando a la puerta, pero acabó rozando los goznes de hierro con el hombro derecho de la máquina. Hizo una mueca al oír el chirrido metálico que resonó por toda la cabina y a Tazza aullando estridentemente al unísono.

—Un poco estrecha, ¿verdad? —remarcó Deryn—. Si pretendes pasearte en esta monstruosidad, deberían ponerte una puerta más grande.

Alek agarró con fuerza los mandos mientras intentaba detener al caminante, pero consiguió morderse la lengua.

—¡Debéis de ser muchos! —exclamó la doctora Barlow.

—Tan solo cinco —dijo Alek, abriendo más las puertas del establo—. Pero estamos muy bien aprovisionados.

No mencionó que aquel solo era uno de los muchos depósitos.

—Qué práctico.

La doctora Barlow desenganchó la correa del collar de Tazza y el animal se adentró trotando en la oscuridad, olisqueando cada caja y barril que encontró a su paso.

—Pero es imposible que trajerais todo esto en esa máquina.

—No lo hicimos. Ya lo habían dejado aquí antes con este propósito, por si acaso —se limitó a decir Alek.

La doctora chasqueó la lengua con tristeza.

—Las riñas familiares prolongadas pueden resultar muy agotadoras.

Alek se limitó a apretar los dientes y no respondió. Con cada palabra que salía de su boca solo conseguía revelar más información.

Se preguntaba si los darwinistas no habrían descubierto ya quién era él en realidad. El asesinato aún copaba todos los titulares, y el distanciamiento que había entre su padre y el emperador no era ningún secreto. Afortunadamente, los periódicos austriacos no habían revelado que Alek había desaparecido. Al parecer, el gobierno quería mantener su desaparición en secreto, al menos hasta que pudieran hacer que esta fuese permanente.

Deryn apareció ante la puerta del establo y silbó admirativamente.

—¿Esta es tu despensa? Lo extraño es que no estés más gordo —se echó a reír.

—No hagamos preguntas a la buena fortuna, señor Sharp —dijo la doctora Barlow.

Como si ella misma no hubiera estado haciendo un montón de preguntas tan solo unos momentos antes. Le pasó a Deryn un bloc de notas y una pluma estilográfica y empezó a moverse entre las cajas y los sacos, leyendo las etiquetas y cantando en voz alta lo que leía para que lo escribieran.

Tras observar cómo la doctora traducía las etiquetas sin esfuerzo, Alek carraspeó.

—Su alemán es muy bueno, doctora Barlow.

—Vaya, gracias.

—Me sorprende que no conversara con Volger —dijo Alek.

Ella se giró hacia él y sonrió con inocencia.

—El alemán es un idioma tan importante para el estudio de las ciencias que al final decidí aprender a leerlo. Pero mantener una conversación es otra historia.

Alek se preguntó si aquello era verdad o si por el contrario les había entendido a la perfección.

—Bueno, me alegra que piense que merece la pena leer nuestra ciencia.

Ella se encogió de hombros.

—Tomamos prestado de vuestra ingeniería tanto como vosotros tomáis de la nuestra.

—¿Nosotros, tomar prestado de los dawinistas? —Alek soltó un bufido—. ¡Qué absurdo!

—Pero es cierto —dijo Deryn desde el otro lado de la sala—. El señor Rigby dice que los clánkers nunca hubierais podido inventar las máquinas caminantes de no haber seguido nuestro ejemplo.

—¡Por supuesto que hubiéramos podido! —exclamó Alek, aunque jamás se le había ocurrido la relación entre lo uno y lo otro.

¿De qué otra manera podría desplazarse una máquina de guerra? ¿Sobre orugas, como un anticuado tractor de granja? ¡Qué idea tan ridícula!

Mientras los dos darwinistas volvían a su trabajo, el mal humor de Alek se transformó en irritación consigo mismo. Si no se le hubiese pasado por alto su descubrimiento de que la doctora Barlow hablaba alemán, quizás a Volger se le habría ocurrido algo para poder engañarla.

Suspiró deprimido al comprobar con cuánta frecuencia lo que pensaba resultaba ser engañoso. Después de todo, la doctora Barlow solo había hecho lo mismo que Volger estaba haciendo con los darwinistas: fingir que no hablaba su idioma para poder espiarles.

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Resultaba realmente extraño lo mucho que se parecían el uno al otro.

Alek se estremeció ante la idea y fue a ayudar a Klopp y a los otros a preparar el Caminante de Asalto. Cuanto antes se fuesen los darwinistas, antes se acabarían todos aquellos embustes.

—¿Podrá ese armatoste cargar con todo esto? —preguntó Deryn.

Alek echó un vistazo al trineo, que estaba cargado hasta arriba con barriles, cajas y sacos. Ocho mil kilos en total, más el peso de Tazza, que estaba sentado en lo alto del montón de comida, disfrutando de los últimos rayos de sol. No sería posible empezar a transportar todo aquello antes de que oscureciera, pero estaría todo listo para el amanecer.

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—El profesor Klopp dice que debería deslizarse sin problemas por la nieve. La cuestión está en no romper las cadenas.

—Bueno, la verdad es que no está nada mal —dijo Deryn que estaba haciendo un bosquejo del Caminante de Asalto, captando las líneas de la máquina con trazos rápidos y precisos—. Debo admitirlo, los clánkers tenéis buena mano con las máquinas.

—Gracias —dijo Alek.

En realidad hacer el trineo había sido bastante sencillo. Habían sacado de su quicio una de las puertas del castillo y la habían alisado para añadirle después dos barras de hierro a modo de patines. La parte complicada había sido asegurar el trineo al Caminante de Asalto. En ese momento, Klopp estaba subido en una escalera de mano reforzando la anilla de anclaje a la chisporroteante luz de un soplete de soldador.

—Pero ¿no es tomarse muchas molestias? ¿Por qué construir una máquina para hacer algo que los animales saben hacer mejor? —preguntó Deryn.

—¿Mejor? Dudo que alguna de vuestras criaturas fabricadas pudiera tirar de esta carga —dijo Alek.

—Creo que un elefantino podría arrastrar eso con facilidad —respondió Deryn, señalando a Klopp—. Y no tendrías que estar engrasando los engranajes cada pocos minutos.

—El profesor Klopp solo está siendo precavido. El metal puede quebrarse con este frío —dijo Alek.

—Eso es exactamente a lo que me refiero. ¡A los mamutinos les encanta el frío!

Alek recordó haber visto fotos de un mamutino (una especie de elefante siberiano enorme y greñudo, la primera criatura extinta que los darwinistas habían devuelto a la vida).

—¿No se caen y mueren si hace calor?

—¡Eso es una mentira clánker! —exclamó Deryn y se encogió de hombros—. No les pasa nada, a menos que los lleves más al sur de Glasgow.

Alek se rio, si bien nunca estaba muy seguro de cuándo Dylan bromeaba. El chico sabía hacer comentarios agudos, a pesar de su tosca manera de hablar. Había demostrado ser muy mañoso al atar la carga al trineo y también había congeniado con Bauer y Hoffman con una facilidad de la que Alek jamás habría sido capaz. Y sin hablar una palabra de alemán.

Alek podía haber sido instruido en combate y tácticas de estrategia durante toda su vida, pero Dylan era un auténtico soldado. Soltaba tacos de un modo extravagante y sin esfuerzo y durante la comida había lanzado un cuchillo y había acertado en el centro de una manzana que se encontraba a tres metros. Era más delgado que la mayoría de los chicos de su edad, pero podía trabajar junto con los demás hombres y ser tratado como igual. Incluso el ojo que continuaba negro desde el accidente le daba un aire pirata y pendenciero.

En cierto modo, Dylan era la clase de chico que Alek hubiera querido ser, si no hubiera sido hijo del archiduque.

—Bueno, no te preocupes —dijo Alek, dando a Deryn una palmada en el hombro—. El Cíklope puede transportar toda la comida que vuestra aerobestia necesita. Aunque me cuesta imaginar cómo una sola criatura podría comerse todo esto.

—No seas cretino. El Leviathan no es una sola criatura —dijo Deryn—. Es todo un entramado de bestias, lo que se llama un ecosistema.

Alek asintió despacio.

—Creo recordar que oí hablar de murciélagos a la doctora Barlow.

—Sí, murciélagos fléchette. Tendrías que ver a esas pequeñas bestias hacer su trabajo.

—¿Fléchette? Quiere decir «dardo» en francés.

—Supongo. Los murciélagos se tragan púas de metal y luego las descargan sobre el enemigo —explicó Deryn.

—¿Comen púas de metal? Y luego… ¿Las descargan? —preguntó despacio Alek.

Deryn contuvo una carcajada.

—Sí, de la forma habitual.

Alek parpadeó. Aquel chico no podía estar diciendo lo que Alek creía que estaba diciendo. Quizás era otra de sus peculiares bromas.

—Bueno, pues me alegro de que estemos en paz y que vuestros murciélagos no vayan a…, pues eso…, a descargar sus fléchette contra nosotros.

Deryn asintió con una seria mirada en su rostro.

—Yo también me alegro, Alek, todo el mundo dice que a los clánkers solo les importan sus máquinas. Pero tú no eres así.

—Por supuesto que no.

—Fue algo condenadamente valiente, cruzar todo ese hielo tú solo.

Alek carraspeó.

—Cualquiera habría hecho lo mismo.

—Tonterías. Te metiste en problemas por ayudarnos, ¿no es cierto?

—No te lo discutiré.

Deryn extendió la mano.

—Pues bueno, fue algo rematadamente decente por tu parte.

—Gracias, señor.

Alek tomó la mano del muchacho y se la estrechó.

—Y fue algo muy decente por tu parte que me salvaras de una muerte horrible.

—Eso no cuenta —dijo Deryn—. También yo habría tenido una muerte horrible.

Alek se echó a reír.

—Te lo agradezco, de todas formas, siempre que me prometas que no volverás a retenerme a punta de cuchillo.

—Lo prometo —dijo Deryn, con una expresión seria aún presente en su rostro—. Debió de ser duro, tener que huir de tu hogar.

—Lo ha sido —dijo Alek, mirando al cadete con suspicacia—. ¿Te ha pedido la doctora Barlow que trates de averiguar quién soy?

—Esa lumbrera no necesita mi ayuda —dijo Deryn con un resoplido—. Ya imagina que debes de ser alguien importante.

—¿Por este castillo? ¿Porque vinieron a buscarme en un caminante?

Deryn negó con la cabeza.

—Porque intercambiaron a un maldito conde por ti.

Alek maldijo en voz baja. La doctora Barlow los había entendido perfectamente cuando se había dirigido a Volger por su título. Y esa no era la única insensatez que se le había escapado.

—¿Puedo confiar en ti, Dylan? ¿Sabes mantener un secreto?

El chico le miró con recelo.

—No si ello representa un peligro para la nave.

—Por supuesto que no. Es solo que… ¿Te importaría no decirle a la doctora Barlow que soy huérfano? —Alek calló, planteándose si simplemente por preguntar se estaría delatando—. Si llega a saberlo, averiguará quién soy y podrían surgir problemas de nuevo entre nosotros.

Deryn miró fijamente a Alek unos instantes y asintió solemnemente.

—Puedo mantener ese secreto. Tu familia no es asunto nuestro.

—Gracias.

Cuando volvieron a estrecharse la mano, Alek sintió que se había quitado un peso de encima. Sabía que Dylan mantendría su palabra. Tras un mes en el que había sido traicionado varias veces: por su familia, por los aliados de su país y por su propio gobierno, era un alivio poder confiar en alguien.

Golpeó el suelo con los pies, tiritando de frío.

—¿Qué tal si tratamos de entrar en calor?

—Sí. Una taza de té bien caliente sería ideal.

—¡Podríamos encender una hoguera! —dijo Alek, cayendo en la cuenta de que ya no era necesario ocultar el humo. Otra ventaja de ayudar a los darwinistas era que podría disfrutar de un baño y una comida calientes por primera vez en semanas.

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La cena fue algo extravagante, pero el baño fue incluso mejor. Bauer primero llenó la bañera con nieve y después la derritió con ollas de agua hirviendo. Como resultado, el baño resultó deliciosamente cálido y, por primera vez en un mes, Alek eliminó la grasa de motor que tenía bajo las uñas.

Como había una dama presente, Klopp, Bauer y Hoffman se afeitaron. Dylan se lamentó por no haber traído su navaja de afeitar, aunque la verdad era que el muchacho no parecía necesitarla.

La doctora Barlow, por supuesto, se mostró reticente a bañarse en un castillo lleno de hombres. Pero cuando Dylan también rehusó aprovechar la ocasión de darse un baño, Alek pensó que tal vez el agua caliente fluía en abundancia en la aeronave de los darwinistas.

Hoffman descongeló un cordero en el fuego mientras el profesor Klopp y Bauer cocinaban una abundante olla de caldo de pollo con patatas, cebollas y pimienta negra. El banquete se prolongó hasta bien entrada la noche, a pesar de lo exhaustos que estaban todos.

Resultaba estimulante tener a una dama a la mesa. Tal y como había sospechado Alek, la doctora Barlow hablaba el alemán con bastante fluidez. Y Dylan se las arregló para hacer reír a los otros hombres con las pocas palabras que había aprendido en un día.

Según avanzaba la noche, Alek empezó a preguntarse cuándo volvería a ver una cara nueva. Tras pasar cinco semanas escondiéndose, casi había olvidado ya lo que era conocer a alguien o hacer nuevos amigos. ¿Y si tuviera que quedarse en aquel castillo durante años?

A la mañana siguiente, Alek se levantó con paso torpe. Al principio, el trineo no quería moverse, como un perro que no quiere salir de paseo. Pero al final los patines rompieron la capa de hielo que se había formado durante la noche y se deslizaron con un chirrido sobre las piedras del patio.

A medida que el Caminante de Asalto se acercaba a la puerta, Alek se preguntó si el trineo que llevaban detrás iba recto.

El profesor Klopp pareció leerle el pensamiento.

—Tal vez debería echar un vistazo desde la escotilla, como hacía Volger.

—No se ofenda, Klopp, pero creo que está demasiado robusto como para subirse a mis hombros —dijo Alek.

El profesor de mekánica se encogió de hombros y pareció aliviado.

—Tal vez el señor Sharp pueda ayudarles —sugirió en alemán la doctora Barlow.

Estaba sentada nuevamente en la silla del comandante, con Tazza a sus pies. Alek estuvo de acuerdo y, poco después, Deryn ya se había subido sobre sus hombros para vigilar desde la escotilla lo que sucedía atrás.

—Al menos sabemos que el trineo pasará por la puerta. Ya que es la puerta —murmuró Klopp.

Tras unos cuantos golpes y rascadas, salieron afuera y empezaron a deslizarse sobre el hielo. Pero arrastrar un trineo era como caminar sobre melaza. Los motores rugían a cada paso. Deryn seguía de pie sobre Alek, dando puntapiés con las botas de forma irritante sobre sus hombros.

—Disponeos a acelerar un poco —aconsejó Klopp según llegaban a la cuesta que bajaba desde el castillo—. No querréis que la carga se deslice y nos golpee por detrás.

Alek asintió y asió con más fuerza los mandos. Al bajar la colina, el trineo cogería velocidad.

Deryn aterrizó en la cabina con un sonido metálico.

—¡Están aquí!

Todos le miraron, boquiabiertos.

—¡Vienen a rescatarnos! Dos aeronaves se aproximan desde las montañas que hay más adelante —gritó.

Alek frenó el Caminante de Asalto con rapidez y miró a Klopp.

—¡Desate la carga! ¡Hemos de recuperar a Volger!

—Pero entonces creerán que les atacamos.

—Esperen un momento, los dos —dijo la doctora Barlow—. ¡Según el capitán, las Fuerzas Aéreas no deberían llegar hasta dentro de una semana!

El profesor Klopp no respondió. Se inclinó hacia delante y se puso las gafas. Barrió el cielo con la mirada y, a continuación, fijó la vista en un solo punto con el ceño fruncido. Alek echó un vistazo desde el visor y los vio: dos puntos justo sobre la línea del horizonte. Apagó el caminante, atento al sonido de los motores de la aeronave que llegaba a través de la nieve.

—No son aerobestias —dijo sencillamente Klopp—. Son los zepelines del Káiser preparándose para atacar.