VEINTINUEVE

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El conde Volger caminó hacia ellos con una expresión indescifrable en su rostro. Alek tragó saliva. Dadas las circunstancias, era poco probable que Volger lo riñera como merecía. Ya era suficientemente humillante estar allí como rehén de un simple muchacho.

Volger se detuvo a pocos metros y miró con cautela alternativamente a la tripulación de la aeronave, que estaba algo más alejada, y al cuchillo que Alek tenía en la garganta.

—No se preocupe por este tontaina —dijo Alek en alemán—. Tan solo finge amenazarme.

Volger observó a Deryn.

—Ya veo. Por desgracia, los hombres que tenéis detrás van completamente en serio. Dudo que podamos alcanzar el caminante sin que antes nos maten a tiros —dijo.

—Es cierto, pero quizás podamos negociar con ellos.

—¡Eh! Vosotros dos —intervino Deryn con brusquedad—. ¡Basta ya de hablar en clánker!

El conde Volger miró con gesto aburrido al muchacho y continuó hablando en alemán:

—¿Estás seguro de que no habla nuestro idioma?

—Lo dudo mucho —contestó Alek.

—De acuerdo. Entonces finjamos que yo no entiendo el inglés. Quizás podamos averiguar algo interesante si los darwinistas creen que no les comprendo —dijo Volger.

Alek sonrió. Volger se estaba haciendo con el control de la situación.

—¿Qué estáis diciendo? —inquirió Deryn, asiendo a Alek con más fuerza.

Alek se volvió para mirarle y cambió al inglés.

—Me temo que mi amigo no habla inglés. Quiere ver a tu capitán.

Deryn miró con dureza a Volger. Luego señaló la aeronave haciendo un gesto con la cabeza.

—De acuerdo, vamos. Pero nada de tonterías —dijo.

Alek tosió educadamente para llamar su atención.

—Si prometo que no cometeremos ninguna tontería, ¿podrías considerar retirar este cuchillo de mi garganta?

Deryn mostró su sorpresa abriendo más los ojos.

—Oh, sí, claro. Lo siento.

Cuando el frío acero se apartó de su piel, Alek se palpó el cuello y echó un vistazo a su mano. Ni rastro de sangre.

—He usado el filo romo, estúpido cretino —le susurró Deryn.

—Te lo agradezco. Y supongo que hacerme venir hasta aquí ha sido algo que has hecho sin pensar, ¿verdad? —dijo Alek.

—Así es —dijo Deryn con una sonrisa—. Ha sido algo rematadamente genial por mi parte. Solo espero que los oficiales no me den una patada en el trasero por haberme atrevido a pensar por mí mismo.

Alek suspiró, preguntándose si alguna vez llegaría a entender la forma de hablar tan peculiar de Dylan. Al menos nadie se había puesto a disparar, por ahora. Quizás aquel chico no fuera tan estúpido, después de todo.

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El capitán los recibió en un salón que ocupaba todo el ancho de la aeronave. Con las lámparas de aceite encendidas y la barquilla casi nivelada, la aeronave parecía menos rara e incluso lujosa. A Alek, los arcos del techo le recordaban a una vid curvándose sobre sus cabezas y, aunque sentía que su silla era sólida, parecía no pesar nada. ¿Es que los darwinistas fabricaban árboles, además de animales? La mesa estaba decorada con un diseño que parecía estar entretejido con las vetas mismas de la madera.

Volger estudió atentamente la habitación con la mirada muy atenta. Alek cayó en la cuenta de que ellos dos eran probablemente los primeros austriacos que habían subido a bordo de uno de aquellos grandes respiradores de hidrógeno.

Había siete personas sentadas alrededor de la mesa: Volger, Alek, la doctora Barlow, un científico que llevaba un bombín, el capitán y dos de sus oficiales.

—Espero que no les importe que les sirvamos café —dijo el capitán mientras les servían—. Es algo pronto para el coñac y los cigarrillos están estrictamente prohibidos a bordo.

—Y además hay una mujer presente —dijo la doctora Barlow con una sonrisa.

—Por supuesto —murmuró el capitán.

Se aclaró la garganta a la vez que le dedicaba una pequeña reverencia. Los dos no parecían llevarse muy bien.

—Les agradezco mucho el café puesto que no he dormido demasiado —dijo Alek.

—Ha sido una noche larga para todos —concedió el capitán.

Alek fingió traducir lo que se había dicho hasta el momento. Volger sonreía y asentía mientras escuchaba, como si estuviera oyéndolo todo por primera vez.

Entonces preguntó:

—¿Crees que alguno de ellos habla nuestro idioma?

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Cuando Alek echó un vistazo alrededor de la mesa, ninguno de los darwinistas respondió.

—La dama habla un latín excelente —murmuró Alek—. Quizás sepa también algún otro idioma.

Volger miró durante unos instantes el bombín de la doctora Barlow y asintió levemente.

—Seamos cuidadosos entonces.

Alek asintió y se volvió nuevamente hacia el capitán del Leviathan.

—Bien, permítanme que empiece pidiéndoles disculpas por si les hemos tratado con rudeza. En tiempos de guerra debemos sospechar lo peor si encontramos a un intruso —dijo el capitán.

—Nadie ha resultado herido —dijo Alek, que meditaba lo fácil que era pedir disculpas cuando estás apuntando a alguien.

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—Pero debo admitir que seguimos sin tener claro quiénes son ustedes —dijo el capitán aclarándose la garganta—. Aquello es un Caminante de Asalto austriaco, ¿verdad que sí?

—Y lleva además el escudo de los Hausburgo —dijo la doctora Barlow.

Según iba traduciendo aquello para Volger, Alek recordó los planes de Klopp para camuflar el caminante de guardia de palacio. Por alguna razón, nunca les pareció importante darle una buena mano de pintura mientras huían para salvar la vida.

—Explicadle que somos adversarios políticos del emperador y que él ha aprovechado la guerra para deshacerse de sus enemigos. No somos desertores. Nuestra única opción era la huida —dijo Volger.

Alek tradujo todo aquello al inglés, maravillado por la habilidad que tenía Volger para pensar con rapidez. La explicación no solo era creíble, sino que además se acercaba bastante a la realidad.

—Pero ¿quiénes son ustedes exactamente? —preguntó la doctora Barlow una vez que Alek hubo terminado—. ¿Sirvientes? ¿O son también miembros de la familia Hausburgo?

Alek vaciló un instante, preguntándose qué harían los darwinistas si les decía que era sobrino nieto del emperador. ¿Le llevarían a Inglaterra como un trofeo de guerra? ¿Utilizarían la historia de su huida para hacer propaganda?

Se volvió hacia Volger.

—¿Qué les decimos, conde?

—Sería recomendable que no os dirigieras a mí por mi rango —dijo el conde con un susurro.

Alek hizo una breve pausa y miró a la doctora Barlow. O bien no había oído la palabra «conde», o era demasiado inteligente como para dejarlo traslucir. O quizás fuera cierto que no hablaba alemán, después de todo.

—Decidles que preferimos no hablar de algo así con extranjeros —prosiguió Volger—. Basta con decir que en esta guerra somos neutrales y que no le guardamos ningún rencor a una tripulación naufragada.

Alek tradujo cuidadosamente las palabras de Volger, agradecido en su interior de haber estado practicando su inglés con Dylan.

—Resulta bastante misterioso —apuntó la doctora Barlow.

—Aunque también esperanzador, desde luego —dijo el científico, inclinándose hacia delante—. Tal vez ustedes puedan ayudarnos. Lo que necesitamos es bastante simple: comida. Mucha comida.

—¿Solo comida? —dijo Alek, con gesto extrañado.

—Esta no es en absoluto una máquina clánker muerta —dijo pomposamente el científico, como si repitiera el catecismo—. Si la alimentamos lo suficiente, la nave se repara sola.

Alek se volvió hacia Volger y se encogió de hombros.

—Dice que lo único que necesitan es comida.

—Bien, pues entonces les daremos comida.

—¿Se la daremos? —preguntó Alek—. Pero ayer mismo usted…

—La estupidez que cometisteis me ha dado la oportunidad de reconsiderar mi decisión. Mientras planeábamos nuestro ataque esta mañana, enviaron aves de transporte en misión de rescate, sin duda. Y lo que es peor, los alemanes podrían estarles buscando —dijo Volger.

—Así que cuanto antes salgan de este valle, mejor —adivinó Alek, que sentía cómo el sentimiento de humillación se desvanecía un poco.

Si su temeraria excursión por la nieve había provocado que Volger decidiese ayudar a la tripulación del dirigible, quizás después de todo había hecho lo correcto.

—Además —añadió Volger—, seguro que querrán intercambiarle por algo, mi inútil y molesto joven amigo.

Alek se quedó mirando furiosamente a Volger, que en respuesta le sonrió plácidamente. Tan solo procuraba restarle importancia a Alek, claro estaba, por si se daba el caso de que la doctora Barlow pudiera entenderles. Pero tampoco era necesario que Volger se regodeara tanto.

Alek se recompuso y dijo en inglés:

—Estaremos encantados de darles comida. ¿Qué clase de comida necesita su aeronave?

—Lo mejor sería carne cruda y fruta —dijo la doctora Barlow—. Cualquier cosa que un ave pudiera comer. Para nuestras abejas necesitaríamos miel y azúcar. También podemos disolver féculas, como harina, en el canal gástrico.

—Pero ¿de cuánta comida estaríamos hablando? —preguntó.

—Seis o siete toneladas en total.

Alek alzó una ceja, intentando recordar a cuánto equivalía una tonelada inglesa. Unos mil kilogramos, si no recordaba mal. Por Dios que aquella era una bestia hambrienta.

—Me temo que… no tenemos miel. Pero sí grandes cantidades de azúcar, carne y harina. ¿Los frutos secos servirán?

La doctora Barlow asintió.

—A nuestros murciélagos les encanta la fruta seca.

—¿Murciélagos?

Alek sintió un escalofrío mientras traducía para Volger.

—Vuestra pequeña expedición resulta cada vez más cara, Alek —dijo el conde—. Pero podemos permitírnoslo. Y a cambio os sacaremos de aquí inmediatamente.

Alek se volvió hacia el capitán.

—Queremos mi libertad a cambio de la comida.

—Nos encantará poder enviarte de regreso a casa, por supuesto —dijo el capitán, frunciendo el ceño—. Eso sí, una vez que tengamos la comida en nuestro poder.

—Me parece que tendrán que liberarme ahora —Alek observó a Volger—. Mi familia no aceptará otra cosa.

La doctora Barlow sonreía.

—Es conmovedora la forma en que se preocupan por ti, Alek. Pero hay un inconveniente. Cuando ya no seas nuestro invitado, ese caminante podría destruirnos con facilidad.

—Supongo que sí —dijo Alek.

Se volvió hacia Volger y dijo en alemán:

—Quieren retenerme como garantía.

—Ofréceles un cambio. Iré yo en su lugar.

—No puedo dejar que haga eso, Volger. ¡Todo esto es culpa mía!

—Eso no os lo discutiré. Pero necesitaremos dos buenos pilotos para transportar esa enorme cantidad de comida —dijo Volger.

Alek frunció el ceño. Sospechaba que la auténtica razón era la de mantenerlo con vida para el trono austrohúngaro. Por otra parte, era cierto que el viejo Klopp no podría conducir un Caminante de Asalto cargado hasta los topes de un lado a otro en aquel entorno helado. Y, por supuesto, estaba también el motivo principal por el que Volger había estado fingiendo no hablar inglés: quería espiar a los confiados darwinistas mientras fuera su rehén.

—De acuerdo. Les diré que queremos hacer un cambio.

Volger levantó la mano.

—Tal vez debiéramos plantearles una negociación más dura. Si nos llevamos a alguno de ellos como rehén, es probable que luego estén más dispuestos a liberarme de una pieza.

Alek sonrió. Había estado recibiendo órdenes de los darwinistas durante toda la noche. Ahora era su turno.

—Volger se quedará en mi lugar y nos llevaremos a uno de ustedes como invitado a cambio. ¿Quizás usted mismo, capitán? —planteó.

—No creo que eso sea posible —dijo uno de los oficiales—. El capitán es necesario aquí.

—Al igual que ocurre con todos mis oficiales y mi tripulación —dijo el capitán—. La aeronave ha sufrido daños. Me temo que no hay nadie de quien podamos prescindir.

Alek se cruzó de brazos.

—Entonces me temo que nosotros tampoco tenemos comida de la que podamos prescindir.

La mesa quedó en silencio por unos instantes. Los darwinistas miraban con hostilidad a Alek, mientras que Volger se limitaba a observar, fingiendo no entender nada.

—Bueno, creo que la respuesta es obvia —intervino la doctora Barlow—. Iré yo.

—¿Cómo dice? —bramó el capitán—. ¡No sea absurda!

—No suelo ser absurda, capitán —dijo la doctora Barlow, en un tono arrogante. Luego empezó a enumerar sus razones con los dedos—. Primero, no puedo ayudar a hacer ningún tipo de reparación. Segundo, sé qué clase de comida pueden comer las criaturas del Leviathan y cuál no.

—¡Como yo! —dijo el otro científico.

—Pero usted es el médico de la nave —dijo la doctora Barlow—, y yo ni siquiera llego a enfermera. Es evidente que soy la mejor opción.

Mientras los oficiales discutían con ella, Alek se inclinó hacia Volger.

—Se saldrá con la suya. Por alguna razón, es alguien muy importante aquí —advirtió.

—Entonces eso la convierte en el rehén ideal —apuntó el conde.

—En realidad no —murmuró Alek.

Ni Klopp ni los otros hombres hablan inglés. Tendría que tratar con la doctora Barlow él solo.

—¿Creéis que nos causará problemas? —preguntó Volger.

—Supongo que podré arreglármelas con una mujer —dijo Alek con un suspiro—. Siempre que no traiga consigo a esa condenada bestia suya.