VEINTISIETE
Treinta minutos más tarde, Deryn estaba en la espina dorsal del Leviathan abrochándose el equipo de vuelo del Huxley más grande que había a bordo. Estaba exhausta y medio congelada, pero por primera vez tras el desastre parecía que la situación estaba bajo control.
Ella y Alek habían encontrado al señor Rigby en la enfermería. Estaba bien y daba órdenes desde su cama. Le había atravesado una bala, pero no le había dañado ningún órgano vital. Según el cirujano de a bordo, en una semana estaría de nuevo de servicio.
Allí los encontró un lagarto mensajero que, con la voz de la doctora Barlow, les puso al corriente de las decisiones del capitán: un grupo de hombres bien armados escoltarían a Alek hasta su casa con una bandera blanca, pero primero era necesario mandar a un Huxley para que inspeccionara el terreno. Así que a Alek le habían encargado vigilar los huevos y Deryn había subido hasta la espina dorsal y estaba preparada para la ascensión.
Se apretó bien el equipo de vuelo en los hombros y alzó la mirada hacia el Huxley. La bestia parecía saludable con la membrana bien tensa en el aire ligero de la montaña.
Estaba preparada para subir hasta una milla de altitud, tal vez más. Si la familia de Alek vivía en aquel valle, Deryn los divisaría rápidamente.
—¡Señor Sharp! —gritó una voz procedente del flanco de la nave. Era Newkirk, que subía hacia ella sonriendo—. Es verdad…, ¡está vivo!
—¡Por supuesto! —repuso Deryn con una gran sonrisa.
El señor Rigby le había dicho que Newkirk había salido ileso, pero se alegraba de verlo con sus propios ojos.
Newkirk corrió el último tramo de la subida; llevaba en la mano unos prismáticos.
—Son de parte del navegante, que le manda saludos. Son los mejores que tiene, así que no los rompa.
Deryn frunció el ceño cuando vio la marca en el estuche de piel: Zeiss Optik. Todo el mundo decía que los prismáticos clánker eran mejores, pero le fastidiaba tener que reconocerlo. Por suerte, Alek no estaba allí para hacer algún comentario engreído. Huérfano o no, ya había tenido bastante de su arrogancia clánker para todo el día, y eso que aún no había salido el sol.
—El señor Rigby y yo empezábamos a pensar que había caído antes del impacto —dijo Newkirk—. Me alegra saber que solo estaba perdiendo el tiempo.
—¡Váyase al cuerno! —dijo Deryn—. De no ser por mí, ahora seríais dos puntitos en la nieve. Y no he estado haraganeando, he estado escoltando a un prisionero importante.
—Sí, he oído algo de un chico chiflado —Newkirk entrecerró los ojos—. ¿Es verdad que ha dicho que un ejército de abominables hombres de las nieves va a venir a rescatarlo?
Deryn se rio entre dientes.
—Sí, está un poco mal de la azotea, pero no creo que sea alguien a quien temer.
Al ver al señor Rigby con la camisa rasgada alrededor de la herida, Deryn se había dado cuenta de la suerte que había tenido. Si Alek no la hubiera despertado, habría terminado ella también en la camilla de la enfermería. Y aunque solo hubiera sido un principio de congelación, los cirujanos le habrían quitado el uniforme y habrían visto lo que escondía debajo.
Tenía que reconocer que estaba en deuda con aquel muchacho.
Sonó un silbato y los dos se quedaron en silencio.
Toda la tripulación se había reunido en el glaciar, resguardados por la enorme medialuna de la ballena. Con la primera luz del alba, el capitán iba a dirigirse a ellos.
Al este, el sol estaba a punto de coronar la cima de las montañas y el aire empezaba a calentarse. La membrana del Leviathan se estaba volviendo de color negro, se preparaba para absorber el calor del día.
—Espero que el capitán tenga buenas noticias —dijo Newkirk—. No me gustaría permanecer demasiado tiempo en este iceberg.
—Es un glaciar —dijo Deryn—. Y la científica está convencida de que estaremos bastante tiempo.
Se oyó un revuelo entre los hombres que se habían reunido abajo. Alguien ordenó que prestaran atención mientras el capitán salía fuera, en medio de la nieve.
—El último parche se ha colocado esta mañana, a las seis —anunció—. ¡El Leviathan ya no tiene ninguna fuga, es hermético!
Los aparejadores que había alineados en la espina dorsal vitorearon las palabras del capitán, y los dos jóvenes cadetes se unieron a ellos.
—El doctor Busk ha controlado los órganos internos y parece que la bestia se encuentra bastante bien —prosiguió el capitán—. Y, todavía más importante, nuestros amigos clánker apenas han dañado las barquillas. Hay muchos cristales rotos, pero los instrumentos están en buen estado. Únicamente los impulsores necesitan una reparación seria.
Deryn bajó la mirada a la cápsula del motor de babor. Había sido acribillada por las balas y perdía aceite negro sobre la nieve. Los motores de cola también se veían dañados. Los alemanes habían dirigido el fuego principalmente a las piezas mecánicas del dirigible, un razonamiento muy típico de los clánker. Y la cápsula de estribor se encontraba, naturalmente, debajo de la ballena, aplastada contra el glaciar.
—Para controlar el dirigible, necesitamos dos motores de impulsión que funcionen —dijo el capitán—. Por suerte, no nos faltan piezas de recambio —hizo una pausa—. Así pues, nuestro gran reto será volver a hinchar el dirigible.
«EL CAPITÁN SE DIRIGE A LA TRIPULACIÓN»
«Ahora lo dirá», pensó Deryn.
—Por desgracia, no tenemos suficiente hidrógeno.
Entre los tripulantes se oyó un murmullo de incertidumbre. Al fin y al cabo, los bichitos del estómago de la ballena producían hidrógeno, de la misma manera que los hombres expulsan dióxido de carbono. Incluso después de un largo periodo de hibernación, el dirigible siempre volvía a sus dimensiones originales en pocos días.
En general, era un proceso tan simple que nadie había pensado en lo más obvio: el hidrógeno no surgía de la nada. Lo producían las abejas y las aves del dirigible.
El jefe de los científicos dio un paso adelante.
—Los Alpes fueron en la antigüedad el sustrato rocoso de un antiguo fondo marino —dijo—. Pero ahora estas cumbres son las más altas de Europa, un lugar inhóspito tanto para los hombres como para los animales. Si miráis a vuestro alrededor, no veréis ni insectos, ni plantas ni pequeñas presas para nuestras bandadas. Por el momento, nuestras bestias fabricadas se están nutriendo de las provisiones del dirigible. Mientras se mantengan con vida, el dirigible procesará sus excreciones y rellenará lentamente sus células de hidrógeno.
—¿Excreciones? —susurró Newkirk.
—Así llaman los científicos a la mierda —le respondió Deryn, y Newkirk soltó una carcajada.
—Pero cuando se diseñó el Leviathan —continuó el doctor Busk—, ninguno de nosotros se imaginó que aterrizaría en un lugar tan desolado. Me temo que los resultados de nuestros cálculos son inequívocos: el hidrógeno que hay en las reservas del dirigible no es suficiente para volver a elevarlo.
Otro murmullo se difundió entre la tripulación. Ahora se estaban haciendo a la idea.
—Alguno de ustedes tal vez se preguntará —prosiguió el doctor Busk con media sonrisa—, por qué no nos limitamos a extraer el hidrógeno de la nieve que hay a nuestro alrededor.
Deryn arrugó la frente. Personalmente, no se lo había preguntado, pero en efecto la pregunta parecía sensata. Al fin y al cabo, la nieve era agua: hidrógeno y oxígeno. Siempre le había parecido un poco sospechoso el hecho de que dos gases mezclados generasen un líquido, pero los científicos tenían la certeza absoluta.
—Lamentablemente, separar el agua en los elementos que la componen requiere energía y la energía requiere alimentos. El ecosistema en el que vivimos puede repararse solo si encuentra sustento en la naturaleza. —El doctor Busk barrió el glaciar con la mirada—. Y en este paraje horrible, la naturaleza misma está vacía.
Cuando el capitán dio un paso al frente, Deryn no oía nada, salvo el viento en las jarcias y el jadeo de los rastreadores de hidrógeno. Entre la tripulación reinaba un silencio sepulcral.
—A primera hora de esta mañana hemos soltado dos golondrinas mensajeras para que comuniquen nuestra posición al Almirantazgo —informó el capitán—. Estoy seguro de que una de nuestras naves hermanas nos encontrará pronto, siempre y cuando la guerra no sea un obstáculo.
Se oyó una risa sofocada entre la tripulación y Deryn empezó a sentir una brizna de esperanza. Tal vez la situación no era tan desesperada como creía la doctora Barlow.
—No obstante, organizar una misión de salvamento para un centenar de hombres en tiempo de guerra podría requerir semanas —el capitán hizo una pausa; a sus espaldas, el jefe de los científicos tenía una expresión severa—. No tenemos demasiadas provisiones en las despensas y, si dividimos las raciones por la mitad, tenemos para algo más de una semana. Un poco más si utilizamos otros recursos a nuestra disposición.
Deryn arqueó una ceja. ¿De qué otros recursos hablaba? El jefe de los científicos acababa de decir que en el hielo no había nada.
El capitán se irguió.
—Y mi primera responsabilidad son ustedes, los hombres de mi tripulación.
Los hombres, no las criaturas fabricadas. ¿Significaba eso alimentarse con las provisiones de las bestias? Seguro que el capitán no quería decir…
—Para salvarnos quizás deberemos dejar morir al Leviathan.
—¡Diantre! —exclamó Newkirk.
—No será necesario —dijo Deryn mientras le cogía de las manos los prismáticos clánker—. Mi chico chiflado nos ayudará.
—¿Qué? —preguntó Newkirk.
—Di a los hombres del cabrestante que me den cuerda —dijo Deryn—. Estoy preparado para la ascensión.
—¿No crees que es un poco descortés —susurró Newkirk—, despegar mientras está hablando el capitán?
Deryn observó el glaciar: una extensión uniforme de nieve blanca que brillaba con los primeros rayos del sol. Pero no muy lejos había gente que sabía cómo sobrevivir en ese horrible lugar. Y el capitán le había ordenado despegar de madrugada…
—Deje de perder el tiempo, señor Newkirk.
El muchacho suspiró.
—De acuerdo, señor almirante. ¿Quiere un lagarto mensajero?
—Sí, llamaré a uno —dijo Deryn—. Pero ahora tráigame las banderas de señalización.
Mientras Newkirk iba a buscar las banderas, Deryn sacó su silbato de mando y llamó a un lagarto mensajero. Se giraron algunas cabezas de entre la multitud que había abajo, pero Deryn las ignoró.
Pronto un lagarto llegó a la cima de la bolsa de aire que languidecía y corrió hacia Deryn a través de la espina dorsal. Ella chasqueó los dedos y el lagarto subió por su uniforme de vuelo hasta situarse en su hombro como un loro.
—Ponte aquí al calor, bicho —le dijo.
El cabrestante empezó a girar y en el flanco de la aerobestia colgaba ya un trozo de cuerda floja. Newkirk le dio las banderas de señalización y permaneció de pie, preparado para desenganchar la cuerda.
Deryn le hizo una señal con el pulgar hacia arriba y él soltó el nudo.
A medida que ascendía el aire se hacía cada vez más nítido.
Abajo, cerca del suelo, el viento constante levantaba ráfagas de partículas de hielo, que se arremolinaban por el glaciar como una gélida tormenta de arena. Pero allí arriba, por encima de la bruma de la nieve levantada, todo el valle se desplegaba debajo de Deryn. Las montañas se elevaban a ambos lados, cubiertas de un manto blanco irregular. Los estratos del antiguo fondo marino sobresalían en la nieve en un paraje accidentado y abrupto.
Deryn sacó los prismáticos del estuche. ¿Por dónde empezaba?
Primero analizó el perímetro del dirigible accidentado para ver si encontraba un rastro reciente en la nieve. Había huellas largas y sutiles que se alejaban y acercaban al dirigible y que señalaban el breve trayecto de los tripulantes que salían a fumar o a hacer sus necesidades. Pero había un sendero de huellas más largo y confuso que los otros: eran las huellas de las divertidas botas de Alek.
Deryn siguió aquel rastro más allá de los restos del dirigible. Las huellas cambiaban a menudo de dirección y, siempre que era posible, se dirigían hacia tramos de roca sin nieve. Alek había sido inteligente: había intentado confundir a quien intentara seguirle. Pero no había pensado que alguien pudiera vigilarlo desde el cielo.
Antes de que las huellas se desvanecieran en la distancia, Deryn ya estaba segura de que provenían del este, de donde estaba Austria.
El sol ya había salido totalmente y hacía brillar la nieve. Pero Deryn agradecía el calor. Los ojos le lloraban a causa del frío y el lagarto mensajero se aferraba a su hombro como una lapa. Los lagartos fabricados no eran del todo de sangre fría, pero el aire gélido los ralentizaba.
—Resiste, bichito. Dentro de poco tendré una misión para ti. Deryn exploró con los prismáticos el margen oriental del valle, en busca de algo anómalo. Y de pronto vio… las huellas de alguna cosa.
No eran humanas. Eran huellas enormes, como si un gigante hubiera llegado hasta allí arrastrando los pies. ¿Qué había dicho Newkirk sobre el abominable hombre de las nieves?
El rastro llevaba hasta un montón de rocas que sobresalían, o algo que parecían rocas. A medida que Deryn observaba, pudo ir distinguiendo unos muros derruidos y unas construcciones de piedra agrupadas alrededor de un patio abierto.
—¡Caramba! —exclamó.
Ahora entendía por qué Alek hablaba de una manera tan aristocrática: vivía en un condenado castillo.
Pero todavía no había encontrado el artífice de aquellas huellas. El patio estaba vacío y las cuadras eran demasiado pequeñas como para albergar algo tan grande. Deryn analizó lentamente toda la estructura hasta que descubrió la verja en los muros del castillo… Estaba abierta.
Con las manos temblorosas, volvió a seguir las huellas que se alejaban del castillo y entonces vio lo que se le había escapado la primera vez. Otra serie de huellas que se desviaban y se encaminaban hacia la nave naufragada.
Y aquellas huellas eran recientes.
Deryn se acordó de su discusión con Alek acerca de los animales y las máquinas. Había hablado de caminantes, ¿verdad? Aquellas burdas imitaciones clánker de sus bestias. Pero ¿qué tipo de familia chiflada podía tener un caminante privado?
Deryn rastreó la nieve con mayor rapidez hasta que un destello metálico la deslumbró. Parpadeó mientras seguía las huellas y…
—¡Diablos!
La máquina avanzaba saltando sobre la nieve; el calor que desprendía hacía que brillase en el hielo, como una tetera monstruosa y furiosa de dos patas. De su barriga asomaba la horrenda boca de un cañón y de la cabeza le salían dos ametralladoras a modo de orejas.
Corría directamente hacia el Leviathan.
Deryn sacó las banderas de señalización de su cinturón y las agitó con fuerza. En la espina dorsal del dirigible pudo apreciar el destello de una luz: Newkirk la estaba observando.
Deryn agitó las banderas y lanzó un mensaje:
«S-E-A-C-E-R-C-A-E-N-E-M-I-G-O-P-O-R-E-L-E-S-T-E».
Entrecerró los ojos a la espera de una señal de confirmación. La luz proyectó la respuesta: «¿C-O-N-Q-U-É-M-E-D-I-O?».
«C-A-M-I-N-A-N-T-E-D-E-D-O-S-P-A-T-A-S», contestó.
Obtuvo otro destello de confirmación y eso fue todo. Seguro que ya se habían puesto a trabajar a toda prisa para defenderse de un ataque armado. Pero ¿qué podía hacer la tripulación del Leviathan contra un caminante armado? Un dirigible en tierra era totalmente indefenso.
Necesitaban más información. Volvió a acercarse los prismáticos para intentar descifrar las marcas que había en la máquina.
—¡Alek, caraculo! —gritó.
En las dos chapas de acero que protegían las patas del caminante había dibujada la Cruz de Hierro. Y en la chapa del pecho había un águila de dos cabezas. ¡Alek era tan suizo como el queso roquefort!
—Bicho, despierta —exclamó Deryn. Respiró profundamente para calmarse y dijo con voz lenta y clara—: Alerta, alerta. El cadete Sharp manda saludos al Leviathan. El caminante que se acerca es austriaco. Dos patas, un cañón, modelo no identificado. Probablemente es la familia de Alek, el muchacho que hemos capturado. Quizás él podría hablar con ellos…
Deryn hizo una pausa para pensar qué más podía decir. Le venía a la mente una sola manera de detener a aquella máquina, pero era demasiado complicado meterlo en un minúsculo cerebro de lagarto.
—Fin del mensaje —dijo y dio un empujón a la bestia, que se deslizó hacia abajo por el cabo de anclaje.
Mientras la veía descender, Deryn dejó escapar un gemido. Lejos del calor de su cuerpo, el lagarto cada vez iba más lento. Aquel bicho tardaría algunos minutos en entregar el mensaje.
Volvió a explorar el glaciar, esta vez sin los prismáticos. Un pequeño resplandor metálico destellaba en la nieve, cada vez más cerca del dirigible. El caminante llegaría antes que el lagarto.
Alek era el único que podía detener aquella máquina, pero, con todo aquel jaleo, ¿a quién se le ocurriría pensar en él?
Lo único que podía hacer era bajar y ocuparse ella misma.