VEINTICINCO
Alek se sentía triste, humillado y cansado. Pero tenía demasiado frío para dormirse.
La aerobestia herida estaba llena de cristales de ventana rotos y agujeros de proyectiles, y el viento helado soplaba a lo largo de los pasillos inclinados. Incluso el camarote en el que se encontraba era gélido, a pesar de que la puerta estaba cerrada con llave y la portilla estaba atrancada. En lugar de una lámpara de aceite en la que poder calentarse las manos, la cabina estaba iluminada con los mismos gusanos verdes que recubrían la piel de la nave. Había docenas de ellos que se retorcían como piojos luminosos en el interior de un farol que colgaba del techo.
Los restos del dirigible siniestrado estaban infectados de alimañas impías. Los horrendos perros de seis patas batían la bolsa de gas medio deshinchada y el aire estaba lleno de criaturas voladoras. Incluso en el interior de la barquilla, reptiles de todo tipo se escabullían por las paredes. Mientras los oficiales le interrogaban, un lagarto parlante había recorrido el techo inclinado de un lado a otro con sus patas pegajosas repitiendo trozos de la conversación al azar.
No es que Alek les hubiese contado demasiado. Sus respuestas a las preguntas de los oficiales —de dónde venía, por qué estaba allí— hubieran sido incomprensibles para ellos. No tenía sentido revelar a los darwinistas su auténtico nombre; nunca hubieran creído que era hijo de un archiduque. Y cuando había intentado explicarles lo peligroso que era que lo retuvieran allí, sus advertencias se habían convertido en amenazas vacías y presuntuosas.
Había sido un idiota: aquella vasta criatura y aquella gente eran muy distintos a él. Había sido una locura intentar cruzar el abismo que existía entre los dos mundos.
Encerrado en aquel camarote frío y oscuro, Alek se preguntaba si sus nobles intenciones habían sido un capricho desde el principio. Como si alguien pudiera llevar víveres a un centenar de hombres a través de un glaciar, cada noche y en secreto. Tal vez solo le había movido la curiosidad morbosa, como a un niño que ve un pajarito muerto en el suelo.
A través de la pequeña portilla de la cabina vio cómo el horizonte se teñía lentamente de gris. El tiempo se agotaba.
Pronto Otto Klopp se levantaría para iniciar el segundo turno de guardia. Rápidamente se darían cuenta de que Alek no estaba en el castillo y muy pronto se imaginarían adónde había ido. En pocas horas, el conde Volger estaría vigilando el dirigible estrellado, tramando un plan y reflexionando sobre el hecho de que el heredero al trono del Imperio austrohúngaro era un perfecto idiota.
«UNA CONVERSACIÓN INCLINADA»
Alek apretó la mandíbula. Al menos, había hecho algo bueno.
Aquel joven aviador, Dylan, hubiera muerto congelado si hubiera permanecido toda la noche en la nieve. No obstante, Alek le había salvado de la congelación. Tal vez esa era la manera de seguir cuerdo en tiempos de guerra: un puñado de gestos nobles en medio del caos.
Obviamente, cinco minutos después, Dylan lo había traicionado.
¿Qué había de cordura en todo aquello?
Se escuchó el tintineo de unas llaves en el pasillo y Alek se alejó de la portilla. La puerta inclinada se abrió y entró…
—Tú —gruñó Alek.
Deryn le sonrió.
—Sí, soy yo. Espero que estés bien.
—De hecho, no. Y te lo debo a ti, cerdo ingrato.
—¡Bueno, eso es ser un poco descortés! Yo en cambio te he traído un poco de compañía —Deryn se inclinó y con el brazo hizo un gesto hacia la puerta—. Te presento a la doctora Nora Barlow.
Otra persona entró en la habitación y Alek se quedó con los ojos muy abiertos. En lugar de un uniforme de aviador, llevaba un vestido vistoso y un pequeño sombrero negro y sostenía la correa de una insólita criatura que parecía un perro. ¿Qué hacía una mujer en aquella nave?
—Un placer conocerte. Alek, ¿verdad? —dijo ella.
—A su servicio —mientras Alek se inclinaba, la extraña criatura le empujó la mano con el hocico y el muchacho intentó no estremecerse—. ¿Es usted la doctora de a bordo? Sí es así, estoy bien.
La mujer se echó a reír.
—Ya veo que estás bien. Pero no soy doctora en medicina.
Alek frunció el ceño y entonces se dio cuenta de que el sombrero negro que llevaba era un bombín. Era uno de los científicos darwinistas, ¡una artífice de aquella ciencia impía!
Miró aterrorizado a la criatura que le estaba oliendo una pernera del pantalón.
—¿Qué es esto? ¿Por qué ha traído esta bestia aquí?
—Oh, no tengas miedo de Tazza —dijo la mujer—. Es totalmente inofensivo.
—No le voy a contar nada —dijo Alek intentando que no se notara el miedo en sus palabras—. No me importa lo que me pueda hacer este animal impío.
—¿Quién, Tazza? —Deryn soltó una carcajada—. Tal vez podría darte lametones hasta morir. Y, por cierto, es perfectamente natural. Es lo que llaman un tilacino.
Alek fulminó al muchacho con la mirada.
—Entonces, sé tan amable de llevártelo de aquí.
La científica darwinista se acomodó en una silla en la parte más alta de la cabina inclinada y miró a Alek de manera autoritaria.
—Siento que Tazza le ponga nervioso, pero no tiene adónde ir. Sus amigos alemanes han convertido este dirigible en un caos.
—No soy alemán.
—Cierto, es austriaco. Pero los alemanes son sus aliados, ¿no?
Alek no respondió. La mujer solo estaba haciendo conjeturas.
—¿Y qué hace un joven austriaco en estas cumbres? —insistió—. ¿Especialmente, en tiempo de guerra?
Alek miró a la doctora Barlow y se preguntó si valía la pena intentar razonar con ella. Aunque era una mujer, también era una científica y los darwinistas veneraban la ciencia. Tal vez era una persona importante a bordo de aquella nave.
—No importa por qué estoy aquí —dijo intentando imitar el tono autoritario de su padre—. Lo que importa es que tienen que soltarme.
—¿Y eso por qué?
—Porque de lo contrario, mi familia vendrá a buscarme. Y créanme, ¡no les gustará!
La doctora Barlow entornó los ojos. Los oficiales de a bordo se habían reído de sus amenazas. Pero ella le estaba escuchando.
—Así que su familia sabe dónde está… ¿Han sido ellos quienes le han mandado aquí? —preguntó.
Él negó con la cabeza.
—No. Pero pronto descubrirán dónde estoy. No les queda demasiado tiempo para soltarme.
—Ah…, por lo visto el tiempo es esencial —la mujer sonrió—. ¿Así que su familia vive cerca?
Alek frunció el ceño. No tenía ninguna intención de revelarlo.
—Entonces imagino que deberemos encontrarlos, y rápido —miró a Deryn—. ¿Qué sugiere, señor Sharp?
La joven aviadora se encogió de hombros.
—Supongo que podríamos seguir su rastro en la nieve. Y tal vez podríamos llevarle un regalo a su mamá, para que no haya malos entendidos.
Alek fulminó al muchacho con una fría mirada. Una cosa era que lo traicionaran, y otra que le tomaran el pelo.
—Tuve cuidado de no dejar rastro, y si logran encontrar a mi familia, lo único que conseguirán es que les peguen un tiro. Odian a los forasteros.
—Qué gente tan poco sociable —dijo la doctora Barlow—. Y, sin embargo, le han procurado los mejores tutores de inglés.
Alek se dirigió hacia la portilla y respiró profundamente. Una vez más su manera de hablar y sus modales le habían traicionado. Era exasperante.
La mujer prosiguió, divertida al verle preocupado.
—Supongo que tendremos que recurrir a otros métodos, señor Sharp. ¿Presentamos a Alek a los jóvenes Huxley?
—¿A los Huxley? —en el rostro de Deryn apareció una sonrisa—. Una idea brillante, señora.
Alek se puso tenso.
—¿Quiénes son?
—Un Huxley no es un quién, bobo. Es más bien un qué, teniendo en cuenta que está hecho básicamente de medusa —dijo Deryn.
Alek miró al muchacho, seguro de que le estaba tomando el pelo otra vez.
Lo condujeron por el dirigible, una madriguera atestada de pasillos inclinados y olores extraños. Los demás tripulantes apenas miraban a Alek y sus únicos vigilantes eran la doctora Barlow y Deryn, que estaba como un fideo. Le pareció casi un insulto. Quizás aquella criatura llamada Tazza era más peligrosa de lo que le habían dicho.
Obviamente, salir corriendo era impensable. Aunque lograra encontrar la salida, sus captores le habían quitado las raquetas de nieve y ya estaba medio congelado. No duraría ni una hora en el glaciar.
Subieron por una escalera de caracol que, como el resto de la nave, estaba inclinada en un ángulo precario. A medida que iban subiendo, los olores se hacían más extraños. Tazza empezó a oler el aire y a saltar sobre sus patas traseras. Deryn se detuvo debajo de una escotilla que se abría en el techo y se agachó para coger en brazos a la bestia. Subió por la escotilla y desapareció en la oscuridad encima de sus cabezas.
Alek lo siguió y notó que a su alrededor se abría un espacio inmenso.
Poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la luz. Las paredes altas y arqueadas eran de un color rosa traslúcido y moteado; sobre ellos se alzaba un arco blanco y segmentado, y el aire estaba cargado de olores desconocidos. Alek se dio cuenta de que hacía mucho calor y, en aquel momento, lo entendió.
—Dios santo —murmuró.
—Genial, ¿no? —dijo Deryn.
—¿Genial? —la garganta de Alek se cerró en aquella palabra; notaba en la boca un sabor áspero. Los arcos segmentados que lo rodeaban eran una gigantesca espina dorsal—. Esto es… repugnante. ¡Estamos dentro de un animal!
De repente, la pasarela inclinada que tenían bajo los pies se hizo resbaladiza e inestable.
Deryn sonrió y se giró para ayudar a la doctora Barlow a subir por la escotilla.
—Sí, pero vuestros zepelines están revestidos de intestinos de ganado. Eso es como estar dentro de un animal, ¿no? ¡Por no hablar de las chaquetas de piel!
—¡Pero este está vivo! —balbuceó Alek.
—Cierto —dijo Deryn mientras se encaminaba a lo largo de la pasarela con Tazza—, pero estar dentro de un animal muerto es mucho más asqueroso, si lo piensas. Los clánkers sois gente muy extraña.
Alek no se molestó en contestar a esa tontería. Estaba demasiado ocupado mirando dónde ponía los pies y procurando mantenerse en el centro exacto de la pasarela. Estaba más inclinada que el resto del dirigible y la idea de resbalar y tocar las entrañas rosadas de aquel monstruo impío le resultaba del todo insoportable.
—Lamento el mal olor —dijo Deryn—, pero es que estamos en el aparato digestivo de la bestia.
—¿En el aparato digestivo? ¿Me habéis traído aquí para que me coman?
Deryn se echó a reír.
—¡Quizás tu hidrógeno nos sería útil!
—Vamos, vamos, señor Sharp. No me dé ideas —dijo la doctora Barlow—. Solo quiero mostrar a Alek lo fácil que será encontrar a su familia.
—De acuerdo —dijo Deryn—. ¡Aquí hay un Huxley!
Alek entrecerró los ojos para poder ver en aquella penumbra. Delante de ellos había una maraña de cuerdas que ondeaba lentamente, como ramas de sauce en la brisa.
—Mira más arriba, imbécil —dijo Deryn.
Alek forzó la vista para seguir las cuerdas oscilantes que se encaramaban por las horrendas paredes rosas. Entonces vio una silueta que flotaba en la penumbra, bulbosa e indistinta.
—Eh, bestezuela —gritó Deryn, y una de las cuerdas pareció que se movía en respuesta y se encrespaba como la cola de un gato.
De hecho, no eran cuerdas…
Alek tragó saliva.
—¿Qué es eso?
—¿Es que no nos has escuchado? —dijo Deryn—. Es un Huxley: una especie de medusa llena de hidrógeno. Además, parece que ha crecido mucho. ¡Observa!
Se precipitó hacia las cuerdas que colgaban, ¿o más bien eran tentáculos?, y se aferró a algunas de ellas. Levantó los pies y se balanceó a lo largo de la pasarela. Los otros tentáculos se encrespaban y se agitaban, pero Deryn siguió trepando, tirando hacia abajo de aquel objeto bulboso. Ahora Alek podía observar claramente su piel moteada. Estaba cubierta de protuberancias que parecían ampollas o verrugas en la piel de una rana.
Y sin embargo, a pesar de su horror, Alek quedó fascinado por la gracia extraterrestre de aquellos tentáculos. Parecía una bestia salida de las profundidades del océano, o tal vez de un sueño. Observarla le dejaba entre asqueado e hipnotizado.
Mientras Deryn se balanceaba, Tazza corría detrás de ella, ladrando e intentando mordisquear sus botas. Deryn no dejaba de reír y trepaba cada vez más alto para hacer bajar aquella criatura hinchada hasta que casi pudo tocar su horrenda piel.
Finalmente la dejó y aterrizó sobre la pasarela con un ruido metálico. Los tentáculos furiosos se deslizaron a su alrededor mientras la criatura volvía a refugiarse en la parte alta de las entrañas de la bestia.
—Se está haciendo fuerte —dijo la doctora Barlow—. Pronto estará listo.
—¿Listo para qué? —preguntó Alek en voz baja.
—Para transportarme —Deryn sonrió—. ¡Las más grandes pueden transportar a un hombre a más de una milla de altitud! También tenemos algunos Huxleys adultos, más al fondo.
Alek se quedó mirando a la criatura. Una milla…, más de un kilómetro y medio. Desde esa altura divisarían fácilmente la forma rectangular del castillo e incluso al Caminante de Asalto en el patio.
—Veo que lo ha entendido, Alek —dijo la doctora Barlow—. Pronto encontraremos a su familia. Tal vez podría ahorrarnos el trabajo.
Alek respiró lentamente.
—¿Por qué debería ayudarles?
—Ya ha intentado ayudarnos —respondió—. Y, sí, soy consciente de que a cambio ha recibido un trato horrible. Pero no puede culparnos de haber sospechado de usted. No olvide que estamos en guerra.
—Y entonces, ¿por qué se ganan más enemigos de los que ya tienen?
—Porque necesitamos su ayuda, y la de su familia. De lo contrario, probablemente moriremos todos.
Alek fijó su mirada en la de la mujer. Hablaba totalmente en serio.
—¿No pueden arreglar el dirigible, verdad?
La doctora Barlow negó lentamente con la cabeza y Alek apartó la mirada.
Si realmente los darwinistas estaban bloqueados, la única manera de salvarlos era poner a su disposición el castillo y las provisiones. Era eso o dejarles morir de hambre. Pero ¿podía poner en riesgo la seguridad de sus propios hombres, y tal vez el futuro de su Imperio, por un centenar de vidas?
Debía hablar con Volger.
—Suéltenme y veré lo que puedo hacer —dijo.
—Quizás nos podría llevar hasta su casa, con una bandera blanca para evitar malentendidos —dijo la doctora Barlow.
Alek lo pensó un momento y asintió. Encontrarían el castillo de todos modos.
—De acuerdo. Pero no nos queda mucho tiempo.
—Tengo que hablar con el capitán —chasqueó los dedos para llamar a Tazza—. Señor Sharp, creo que tiene cosas que hacer en la sala de máquinas.
—Sí, señora —dijo Deryn—. ¿Y Alek? ¿Vuelvo a encerrarlo bajo llave?
—Bella gerant alii? —la doctora Barlow miró a Alek.
Alek asintió de nuevo.
—Hagan otros la guerra.
La científica le sonrió, se dio la vuelta y se llevó a Tazza.
—Señor Sharp, creo que podemos fiarnos de Alek, no se escapará. Lléveselo con usted a la sala de máquinas. Es un muchacho muy bien educado.
La doctora Barlow y Tazza desaparecieron en la oscuridad, mientras los tentáculos colgantes de los Huxleys se arremolinaban al despertarse a su paso.
—¿Tú has entendido lo que ha dicho? —preguntó Deryn—. Me refiero a aquellas palabras en idioma cerebrín.
Alek puso los ojos en blanco.
—Se llama latín, bobo. Bella gerant alii significa ‘que hagan otros la guerra’. Quería decir que no debemos luchar entre nosotros.
—¿Sabes latín? —Deryn se rio—. ¿Eres un condenado noble, verdad?
Alek frunció el ceño al darse cuenta de su error.
—Lo que soy es un estúpido.
La doctora Barlow lo había vuelto a poner a prueba para intentar adivinar quién y qué era en realidad. El hijo de un contrabandista o de un montañero no hubiera entendido una frase en latín, en cambio él había respondido sin pestañear.
Lo extraño era que la frase que había pronunciado la doctora Barlow formaba parte de un viejo dicho sobre los Hausburgo, de los que se decía que habían conquistado más tierras con el matrimonio que con la guerra. Además de científica, ¿esa mujer era adivina?
Cuanto antes estuviera lejos de los darwinistas, mucho mejor.