VEINTICUATRO
Cuando llegó al lomo, Deryn pudo ver mucho mejor el desastre.
En aquel lado, había hombres y bestias por todas partes, y cuatro reflectores proyectaban sus sombras en proporciones monstruosas. La barquilla principal yacía inclinada: una mitad suspendida del arnés y la otra mitad apoyada en la nieve. Descendió velozmente por los flechastes y aterrizó corriendo.
En el interior de la góndola, las cubiertas y los mamparos estaban inclinados a estribor, como en un túnel del terror lleno de muebles patas arriba. Por todas partes olía a hidrógeno y las lámparas de aceite se habían apagado: solo iluminaba aquel caos el débil resplandor verdoso enfermizo de los gusanos luminosos. Los hombres se movían de un lado a otro empujándose por los pasillos inclinados y llenaban el aire de insultos y órdenes.
Deryn se abrió camino entre ellos, esperando ver a Newkirk o al señor Rigby. Estaban colgados del lado del dirigible que ahora miraba al cielo, por lo que no podían haber sido aplastados…
Pero el contramaestre parecía gravemente herido. ¿Y si había muerto antes de que el dirigible impactara contra la nieve?
Deryn sepultó ese pensamiento y siguió corriendo. Su primer deber era localizar a la científica y ya iba tarde.
Se detuvo de golpe delante de la sala de máquinas y abrió la puerta de par en par. Aquel lugar era un caos. Con el impacto, se habían caído gran cantidad de cajas de piezas de recambio y el suelo estaba cubierto de fragmentos y pedazos de metal. Brillaban a la luz de una lámpara gusano que colgaba del techo.
—Ah, señor Sharp —dijo una voz—. Por fin aparece.
Deryn suspiró, en parte aliviada y en parte al recordar lo pesada que podía llegar a ser la doctora Barlow. Estaba en una esquina de la sala, inclinada sobre la caja que contenía su misterioso cargamento.
Tazza salió de las sombras y saltó alegremente sobre sus patas traseras hasta alcanzar a Deryn, que la saludó acariciándole las orejas.
—Lamento haberla hecho esperar, señora —Deryn se señaló el cuello manchado de sangre de su uniforme de vuelo—. He tenido un pequeño accidente.
—Todos hemos tenido un accidente, señor Sharp. Pensaba que eso era obvio. Y ahora, ¿me echa una mano, por favor?
Deryn le mostró las bolsas con los botiquines.
—Disculpe, señora, pero he venido a preguntarle…
—El factor tiempo es esencial, señor Sharp. Lo siento pero su pregunta tendrá que esperar.
Deryn empezó a discutir, aunque entonces se dio cuenta de que la caja de la doctora Barlow se había abierto por arriba. Del interior salía calor, que se dispersaba en el aire gélido formando pequeñas nubes de vapor. Había paja de embalaje por todas partes: la finalidad de aquel misterioso viaje a Constantinopla estaba a punto de desvelarse.
—Bueno, supongo que sí —dijo Deryn.
Avanzó por el suelo inclinado, con cuidado de no resbalar con la paja y los trozos de metal. Tazza brincaba a su lado como si hubiera nacido en la pendiente de una montaña.
Le costó un rato distinguir en la sombra el contenido de la caja. Pero en cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, doce formas redondas se materializaron a la débil luz de la lámpara gusano.
—Señora…, ¿son huevos?
—Pues sí, y les falta poco para eclosionar —la doctora Barlow acarició la cabeza de Tazza y dejó escapar un suspiro—. O por lo menos lo estaban. Se han roto casi todos. El viaje no ha sido tan tranquilo como me prometió, señor Sharp.
Deryn los observó más de cerca y vio que de las cáscaras agrietadas salía un líquido amarillento.
—No, no lo ha sido. Pero ¿de qué son estos huevos?
—A pesar de la desagradable situación en la que nos encontramos, esto sigue siendo un secreto militar —la doctora Barlow señaló los cuatro huevos que tenía más cerca—. Parece que estos aún están vivos. Y si queremos que sigan estándolo, tendremos que mantenerlos calientes.
Deryn levantó una ceja.
—¿Quiere que me siente encima de ellos, señora?
—Una imagen encantadora, pero no —la doctora Barlow hundió sus manos en la paja y sacó dos pequeños botes que emanaban una luz rosada.
Parecían las botellas de algas fosforescentes que los cadetes lanzaban para medir la altitud.
Cuando la doctora Barlow agitó los botes, su luz se hizo más intensa y emanaron vapor al aire gélido. Entonces, volvió a ponerlos entre la paja.
—El radiador eléctrico se ha roto debido al impacto, pero estos calefactores bacteriológicos deberían bastar para mantener los huevos con vida, al menos por el momento. El truco es mantenerlos siempre a la temperatura exacta, lo que no es fácil —señaló un revoltijo en una de las esquinas de la caja en la que habían gotitas rojas temblorosas entre trozos de cristal roto—. Tendrá que recoger los restos de aquel termómetro. Tenga cuidado con el mercurio; es bastante venenoso.
—¿Le sirve uno nuevo, señora? —Deryn rebuscó dentro de una de las bolsas que le había dado Alek—. Resulta que llevo algunos.
—¿Lleva termómetros? —la científica parpadeó—. Es usted realmente útil, señor Sharp.
—Encantado de poder ayudarla, señora —Deryn le dio uno y abrió otra de las bolsas—. Creo que tengo dos más.
Cuando Deryn alzó la mirada, la doctora Barlow seguía mirando el termómetro.
—¿Es normal que las Fuerzas Aéreas utilicen material clánker, señor Sharp?
Deryn abrió los ojos de par en par. ¿Acaso la cerebrín podía leer el pensamiento?
—Pero cómo sabe…
—Una vez más subestima mi atención por los detalles —le devolvió el termómetro.
Deryn lo cogió y lo examinó por ambos lados. Parecía todo normal.
—Observe la línea roja a 36,8 grados —dijo la doctora Barlow—. Corresponde a la temperatura corporal en grados Celsius. Y que yo sepa, las Fuerzas Áereas no han utilizado nunca el sistema métrico.
Deryn se aclaró la voz.
—Bueno, nosotros no somos clánkers, ¿no?
—Ni científicos —la doctora Barlow le quitó el termómetro de la mano—. Y entonces ¿por qué la línea roja no está en 98,6? No parece un espía clánker, señor Sharp, a menos que sea un espía especialmente incompetente.
Deryn intentó no poner los ojos en blanco.
—Se lo iba a explicar, señora, pero no me ha dejado. Me he encontrado con un muchacho muy extraño… fuera, en la nieve. Y me ha dado estos botiquines.
—¿Un muchacho? E imagino que ha aparecido de la nada con unos termómetros.
—Sí, más o menos. Cuando volví en mí después del impacto estaba a mi lado.
—Una historia poco creíble, señor Sharp —la doctora Barlow puso la palma de su fría mano sobre el ojo magullado de Deryn—. Se ha dado un buen golpe en la cabeza, ¿no?
—No es mi cabeza, señora. Es toda esta montaña que es extraña. ¡Ha aparecido un chico de la nada! Se llama Alek.
La doctora Barlow y Tazza intercambiaron una mirada perpleja.
—Señor Sharp, los dos sabemos que es aficionado a las mentirijillas.
Deryn miró con la boca abierta a la científica, profundamente ofendida.
—Puede que engañara al ejercito sobre mis… datos personales cuando me alisté, aunque ¡eso no significa que esté acostumbrado a mentir sin motivo!
—Bien, entonces, si dice la verdad, ese «Alek» podría ser bastante interesante —la doctora Barlow volvió a coger el termómetro, lo agitó y lo metió en la paja—. ¿Le ha dicho dónde vive?
—No exactamente —Deryn frunció el ceño intentado recordar las palabras exactas de Alek—. Primero ha mencionado un pueblo, pero más bien me ha hablado de su familia. Imagino que son fugitivos, o tal vez espías. Se le veía nervioso todo el rato y daba unos saltos como los de Tazza. Entonces me ha apuntado con una pistola y ¡ha estado a punto de hacernos volar a todos por los aires! Pero he conseguido desarmarlo.
—Por suerte —dijo la doctora Barlow distraída, como si para ella fuera normal que la salvaran de una muerte atroz. Cogió una de las bolsas y dispuso su contenido sobre el suelo: vendas, un torniquete—. No, Tazza, esto no se huele —incluso un bisturí.
—Bastante extraño para un pueblo perdido en la cima de la montaña —dijo Deryn—. ¿No le parece?
La doctora Barlow levantó una caja para leer la etiqueta.
—Y lleva el símbolo del águila de dos cabezas: es cosa del ejército austriaco.
Deryn abrió los ojos.
—No estamos demasiado lejos de Austria, señora. Pero Suiza debería ser neutral.
—Técnicamente, señor Sharp, nosotros estamos violando esa neutralidad —la doctora Barlow hizo girar el bisturí en su mano y la cuchilla brilló—. La situación se está volviendo alarmante. Pero me imagino que pronto podremos despegar, ¿no?
—Lo dudo, señora. La aerobestia está hecha un desastre.
—O por lo menos podremos salir en cuanto cosan la piel y dirigirnos a algún lugar más cálido para reparar el resto, ¿no? Mis huevos no resistirán mucho tiempo con este frío.
Deryn empezó a decirle que no estaba segura, ya que había estado inconsciente desde el impacto hasta hacía poco. Pero parecía que la doctora Barlow no estaba de humor para charlas. Y por lo que Deryn había visto desde lo alto del dirigible, la respuesta era obvia.
—Nos costará algunos días, señora. Hemos perdido al menos la mitad del hidrógeno.
—Entiendo —dijo la científica mientras se agachaba al lado de la caja. Tiró de Tazza para que se acercara. A la luz verde de la lámpara gusano su rostro se veía muy pálido—. Entonces me temo que nunca llegaremos a irnos.
—No sea boba, señora —Deryn recordó lo que decía siempre el señor Rigby—. Este dirigible no es un mecanismo inanimado como las máquinas clánker. Es una criatura viva. Y puede producir todo el hidrógeno que quiera. Me preocupan más los motores.
—Me temo que no es tan sencillo, señor Sharp —la doctora Barlow señaló la portilla al otro lado de la sala—. ¿Ha mirado fuera?
—Sí, ¡me he pasado media noche allí fuera! —Deryn recordó la extraña palabra que había dicho aquel muchacho—. Es lo que llaman un glaciar, señora.
—Sí, conozco el concepto —dijo la doctora Barlow—. Una gran masa de hielo y nada más, como en los polos. ¿A qué altitud debemos de estar?
—Cuando los clánkers nos abatieron estábamos a unos dos mil quinientos metros. Y antes de aterrizar en la nieve habremos perdido de tres a seiscientos metros…
—Es decir, nos encontramos por encima del límite de la vegetación arbórea —dijo la doctora Barlow en voz baja—. Las abejas de mi abuelo no encontrarían demasiado néctar aquí, ¿no le parece?
Deryn frunció el ceño. No había visto ni una sola criatura viva en aquel paraje desolado y lleno de nieve. Lo que significaba que no había flores para las abejas, ni insectos para los murciélagos.
—Pero ¿y los halcones y las otras aves rapaces, señora? Pueden recorrer una gran distancia cuando salen a cazar.
La doctora Barlow asintió.
—Podrían encontrar alguna presa en un valle cercano. Pero para curarse, al Leviathan no le basta con algunos ratones y cuatro liebres. Este lugar es un desierto biológico: aquí no hay nada de lo que necesita para sobrevivir.
Deryn hubiera querido replicarle, pero era innegable que el dirigible necesitaba comer para recuperarse, como cualquier criatura natural. Y en aquel manto de nieve desolado no había ni pizca de comida.
—¿Me está diciendo que no podemos hacer nada?
—Yo no he dicho eso, señor Sharp —la doctora Barlow se levantó y señaló un montón de botes que había en el suelo inclinado—. En primer lugar, pongamos estos huevos a la temperatura apropiada. Agite esos calefactores.
—¡De acuerdo, señora!
—Y después quiero ver a ese misterioso muchacho.