VEINTIDÓS

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—¡Es un zepelín! —gritó Alek—. ¡Nos han encontrado!

El conde alzó la mirada.

—Es una aeronave, seguro. Pero ese ruido no es el de un zepelín.

Alek frunció el ceño y escuchó con más atención. Además del zumbido distante de los motores, se oían otros ruidos, trémulos y absurdos: graznidos, silbidos y chillidos, como una colección de animales sueltos.

La aeronave no tenía la simetría de un zepelín: la proa era más larga que la popa y la superficie tenía manchas y era irregular. A su alrededor, volaban nubes de minúsculas formas con alas y su piel emanaba un resplandor verde sobrenatural.

Entonces Alek vio aquellos ojos gigantescos…

—¡Dios santo! —exclamó.

No era una máquina, ¡sino una creación darwinista!

Había visto monstruos, naturalmente, lagartos que hablaban en los salones de moda de Praga, un animal de tiro expuesto en un circo itinerante; pero nada tan gigantesco como aquello. Era como si uno de sus muñecos de guerra hubiera cobrado vida, mil veces más grande y más increíble.

—¿Qué hacen aquí los darwinistas? —murmuró.

Volger señaló con el dedo.

—Parece que escapan de algún peligro.

Los ojos de Alek siguieron la dirección que indicaba Volger y vio las estelas dentadas de agujeros de proyectiles en el flanco de la criatura, iluminadas de un verde intenso. Las jarcias que colgaban de sus laterales estaban llenas de hombres: algunos heridos, otros reparaban los daños. Y a su lado, trepaban cosas que no eran hombres.

Cuando el dirigible pasó a poca distancia de sus cabezas, Alek hizo ademán de esconderse tras el pretil. Pero la tripulación parecía demasiado ocupada como para darse cuenta de lo que tenían debajo. El dirigible viró lentamente mientras penetraba en el valle y descendía por debajo del nivel de las montañas que lo rodeaban.

—¿Esa cosa impía está descendiendo? —preguntó Alek.

—Parece que no tienen elección.

La inmensa criatura planeó hacia la blanca extensión del glaciar, el único lugar lo suficientemente grande para aterrizar. Aunque estaba herida, caía lenta como una pluma. Alek contuvo la respiración durante los largos segundos en los que permaneció suspendida encima de la nieve.

El impacto fue gradual. Tras la estela de la aeronave que patinaba sobre la nieve se levantaron nubes blancas y su piel se onduló como una bandera en el viento. Alek vio caer a algunos hombres a tierra, desde la popa, pero a aquella distancia era imposible oírles gritar, aunque el aire era frío y cristalino. El dirigible siguió patinando, a más y más distancia, hasta que su silueta oscura desapareció detrás de una capa blanca.

—Nos encontramos en las montañas más altas de Europa y la guerra nos alcanza también aquí —señaló el conde Volger moviendo la cabeza—. ¡En qué mundo vivimos!

—¿Cree que nos han visto?

—¿En medio de aquel caos? No lo creo. Y estas ruinas no son visibles a cierta distancia, ni cuando luce el sol —el conde suspiró—. Aunque, por si acaso, será mejor no encender ningún fuego. Y organizaremos turnos de guardia hasta que se vayan.

—¿Y si no se van? —dijo Alek—. ¿Qué pasará si no pueden irse?

—En ese caso no sobrevivirán durante mucho tiempo —dijo Volger rotundamente—. No hay comida en el glaciar, ni cobijo ni combustible para encender fuego. Solo hielo.

Alek se dio la vuelta y miró a Volger.

—¡No podemos dejar morir a esos náufragos!

—Me permito recordarle que son nuestros enemigos, Alek. El hecho de que los alemanes nos estén persiguiendo no significa que los darwinistas sean nuestros amigos. ¡Podría haber un centenar de hombres a bordo de aquel dirigible! Suficientes para tomar el castillo, tal vez —la voz de Volger se suavizó mientras sus ojos escrutaban el cielo—. Esperemos que no vengan a rescatarlos. Si un avión nos sobrevolara a plena luz del día sería un desastre.

Alek miró una vez más hacia el glaciar. La nieve que había levantado el impacto se estaba posando de nuevo alrededor de la aeronave, que yacía escorada sobre un lado, como un pez varado en la arena. Se preguntó si las criaturas darwinistas morían tan rápido de frío como las bestias naturales. O como los hombres.

Un centenar de ellos allí fuera.

Bajó la mirada hacia las cuadras: había víveres suficientes para un pequeño ejército. Y medicinas para los heridos, y pieles y leña para mantenerlos calientes.

—No podemos quedarnos aquí y verlos morir, conde. Sean enemigos o no.

—¿Acaso no me habéis escuchado? —gritó Volger—. Sois el heredero al trono del Imperio austrohúngaro. Os debéis al Imperio, no a esos hombres de allí fuera…

Alek hizo un gesto con la cabeza.

—Por el momento no puedo hacer gran cosa por el Imperio.

—Aún no. Pero si permanecéis con vida, pronto tendréis el poder de detener esta locura. No lo olvidéis: el emperador tiene ochenta y tres años y la guerra es despiadada con los viejos.

Al pronunciar estas últimas palabras, la voz de Volger se quebró y, de repente, incluso él se vio más viejo, como si las últimas cinco semanas le hubieran caído encima de golpe. Alek se tragó su respuesta al recordar lo que Volger había sacrificado: su casa, su rango, para ser perseguido y acosado, para pasar noches en vela escuchando señales en la radio. Y ahora que estaban a salvo, aquella obscena criatura caía del cielo y amenazaba con echar por tierra un plan pensado durante años.

No era de extrañar que Volger prefiriera ignorar la bestia aérea que moría sobre la nieve a pocos quilómetros de ellos.

—Tiene razón, Volger —Alek le cogió por un brazo y lo alejó del frío y ventoso pretil—. Vigilaremos y esperaremos.

—Probablemente conseguirán reparar esa bestia impía —dijo Volger mientras bajaban por las escaleras—. Y se irán sin mirar atrás. No lo dudéis.

En mitad del patio, Volger detuvo de repente a Alek y lo miró con una expresión profundamente afligida.

—Si pudiéramos, les ayudaríamos. Pero esta guerra podría dejar en ruinas a todo el continente. ¿Lo entendéis, verdad?

Alek asintió y acompañó al conde al gran vestíbulo del castillo, donde Bauer apilaba la leña dentro de la chimenea. Cuando vio que ya iban a preparar la comida, Volger dejó escapar un suspiro cansado e informó a los demás sobre el dirigible accidentado: otra semana sin fuego y largas y frías guardias nocturnas.

Pero comer en un castillo, aunque hiciera frío, era un placer tras todas aquellas comidas hacinados dentro de la barriga de hierro del Caminante Cíklope. Las despensas contenían lujos que ninguno de ellos había disfrutado desde hacía semanas: pescado ahumado de primero, y frutos secos y melocotón en almíbar de postre. El vino era excelente y, cuando Alek se ofreció para el primer turno de guardia, los demás brindaron a su salud.

Nadie dijo nada de rescatar a la tripulación del dirigible. Tal vez los otros tres pensaban que la monstruosa criatura alzaría nuevamente el vuelo. Ellos no habían visto los agujeros de los proyectiles en sus flancos ni los hombres que colgaban heridos y sin vida de las jarcias. Por el contrario, hablaban como soldados sobre cómo defender el castillo de un ataque aéreo. Bauer y Klopp discutían sobre si el cañón del Caminante de Asalto podía elevarse lo suficiente para alcanzar un dirigible.

Alek escuchaba y observaba. Había dormido la mayor parte del día y tomado el control al atardecer, cuando los viejos ojos de Klopp se habían cerrado como de costumbre. Era casi medianoche y hasta antes del amanecer no tendría sueño. Sin embargo, los demás estaban exhaustos por el largo viaje y el frío intenso.

Cuando se durmieron, Alek se dirigió tranquilo hacia el pretil.

La aeronave era un bulto oscuro sobre el blanco uniforme del hielo. Ahora parecía más pequeño, como si se estuviera deshinchando lentamente. No se veían fuegos ni luces, solo el extraño resplandor que había percibido antes. Minúsculos puntos de luz se movían entre los restos, como luciérnagas verdes que sobrevolaban las heridas de la gigante criatura.

Alek se estremeció. Había oído historias terribles sobre las creaciones de los darwinistas: criaturas mitad tigre, mitad lobo, monstruos mitológicos traídos a la vida, animales que hablaban e incluso razonaban como seres humanos, pero sin alma. Le habían dicho que hasta habían creado bestias impías que eran poseídas por espíritus malignos y se convertían en la encarnación del mal.

Pero también le habían dicho que el emperador era un hombre sabio y bueno, que los austriacos lo amaban y que los alemanes eran sus aliados.

Alek bajó por las escaleras de la torre y pasó sigilosamente en medio de los que dormían, en dirección a la despensa. No le costó encontrar los botiquines: ocho bolsas con cruces rojas. Cogió tres de ellas, y en cambio no se llevó víveres. Pensaría en ello más tarde, en caso de que el dirigible no pudiera volver a volar.

Tenía que disfrazarse de plebeyo, por lo que Alek descartó las pieles y se puso el abrigo más andrajoso que encontró. De la sala de armas, cogió una pistola automática Steyr y dos cargadores de ocho disparos. No era ni mucho menos el tipo de arma que llevaría un aldeano suizo, pero Volger tenía razón en una cosa: esto no dejaba de ser una guerra y los darwinistas eran el enemigo.

Finalmente cogió un par de raquetas de nieve. Alek no estaba seguro de si aquel artilugio lo ayudaría a andar, pero al verlas, Klopp se había entusiasmado porque le recordaban sus campañas en las montañas durante la guerra de los Balcanes.

El cerrojo de hierro de la verja del castillo se deslizó silenciosamente hacia un lado y la enorme puerta se abrió con un simple empujón. Era muy fácil salir al exterior y lanzar al viento gélido la seguridad que tanto les había costado conquistar. Pero, desde luego, se sentía mucho más noble haciéndolo que permaneciendo allí escondido, a la espera de heredar un imperio.

Tras andar medio kilómetro sobre la nieve, Alek se dio cuenta de que finalmente había conseguido escabullirse de su viejo maestro de esgrima.

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Las raquetas de nieve tenían un aspecto ridículo: parecían raquetas de tenis atadas a sus botas. Pero funcionaban: evitaban que sus pies rompieran la frágil superficie del hielo y se hundieran en la nieve harinosa. Deslizándose con pasos largos siguió las huellas del Caminante de Asalto, hasta que estuvo a la distancia suficiente para que su rastro no fuera visible desde los muros del castillo.

La superficie lisa y casi uniforme del glaciar era fácil de atravesar y, al cabo de una hora, ya podía oír los gritos de los darwinistas que trabajaban en el dirigible herido. Trepó por un lateral del valle hasta que llegó a un saliente con vistas a la gran silueta.

Alek se asomó al borde y lo que vio le dejó atónito.

Los restos del dirigible parecían un trozo de infierno que bullía en medio de la nieve. Bandadas de criaturas aladas se amontonaban alrededor de las cavidades de la bolsa de gas que se deshinchaba. La tripulación recorría la piel de la gran bestia, acompañados de extraños perros de dos hocicos y seis patas que rastreaban y escarbaban en cada agujero de bala. Las luces verdes que había visto desde el castillo cubrían toda la criatura. Se arrastraban, como gusanos luminosos sobre carne muerta.

¡Y aquel hedor! A col y huevos podridos, y un inquietante olor salobre muy parecido al olor del pescado que había tomado para cenar. Alek se preguntó por un instante si los alemanes tenían razón al fin y al cabo. Aquellas bestias impías eran un insulto a la propia naturaleza. Tal vez valía la pena que se desatara una guerra para deshacerse de ellas.

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«UNA GRAN SILUETA SOBRE LA NIEVE»

Y, sin embargo, Alek no conseguía apartar la mirada de aquella criatura. Incluso tendida y herida parecía poderosa, más un ser legendario que una creación del hombre.

Se encendieron cuatro reflectores que iluminaron uno de los flancos de la bestia. Entonces, Alek entendió por qué se había escorado sobre un flanco durante el impacto: las barquillas que colgaban de la parte inferior se habían soltado al aplastarse contra la nieve.

Armándose de valor, descendió el glaciar y se dirigió hacia el lado no iluminado de la criatura. En esa zona había pocos hombres trabajando, si bien los daños no parecían menos graves. Alek avanzó lentamente en la oscuridad, intentando hacer el menor ruido posible.

Mientras se movía sigilosamente a lo largo del flanco de la nave, el resplandor verde parecía derramarse sobre el hielo. Seguramente la bestia se estaba muriendo.

Había sido una locura pensar que podía ayudar. Tal vez debería dejar las medicinas en cualquier lugar y regresar…

Entonces, entre las sombras, escuchó un débil lamento.

Alek se acercó con cautela al sonido y sintió que el aire que le rodeaba se volvía más caliente. Se le revolvió el estómago. ¡Era el calor que emanaba el cuerpo de la criatura aún con vida! Luchando contra las náuseas, avanzó algunos pasos intentando no mirar las luces verdes que estaban bajo la piel de la bestia.

Un joven aviador yacía en la oscuridad, acurrucado contra el flanco de la criatura. Tenía los ojos cerrados y le sangraba la nariz.

Alek se agachó a su lado.

Era solo un muchacho, de finos rasgos y pelo rubio rojizo. Tenía el cuello del uniforme de vuelo manchado de sangre y, bajo aquella tenue luz verde, su rostro se veía pálido como el de un muerto. Probablemente había permanecido sobre el hielo durante horas, desde el momento del impacto, y el calor de la gigantesca criatura le había mantenido con vida.

Alek abrió uno de los botiquines y, entre todas las botellas, buscó las sales para inhalar y el alcohol para friegas.

Acercó las sales a la nariz del chico.

—¡Arañas chaladas! —exclamó el muchacho con una voz quebrada y aguda mientras abría los ojos de par en par.

Alek frunció el ceño, preguntándose si lo había oído bien.

—¿Te encuentras bien? —se aventuró a decir en inglés.

—Tengo la azotea un poco confusa —dijo el muchacho mientras se frotaba la cabeza. Se sentó despacio, miró a su alrededor y sus ojos vidriosos se abrieron aún más—. ¡Demonios! Hemos bajado de golpe, ¿no? La pobre bestia parece un náufrago ensangrentado.

—Tú también estás lleno de sangre —dijo Alek mientras abría la botella de alcohol.

Humedeció una venda y la acercó al rostro del muchacho.

—¡Ay! ¡Basta! —el muchacho apartó la venda y se sentó con la espalda erguida; ahora su mirada parecía más nítida. Miró con recelo las raquetas de nieve de Alek—. Por cierto, ¿tú quién eres?

—He venido a ayudar. Vivo cerca de aquí.

—¿Cerca de aquí? ¿En medio de esta maldita nieve?

—Sí —Alek carraspeó, mientras pensaba qué podía decir. Las mentiras no habían sido nunca su fuerte—. En un pueblo, si se le puede llamar así.

El muchacho entrecerró los ojos.

—Espera un momento… ¡hablas como un clánker!

—Bueno…, supongo que sí. En esta parte de Suiza hablamos un dialecto alemán.

El muchacho volvió a mirarle un instante, suspiró y se frotó la cabeza.

—Claro, eres suizo. La caída debe de haberme atontado. Por un momento, pensé que eras uno de esos caraculos que nos han abatido.

Alek arqueó una ceja.

—Y he aterrizado aquí para curarte esa nariz que no deja de sangrar, ¿no?

—Ya te he dicho que estoy un poco atontado —dijo el muchacho y le arrebató la venda empapada en alcohol que Alek tenía en las manos. La oprimió contra su nariz e hizo una mueca de dolor—. Pero gracias por preocuparte. Suerte que has venido, si no, se me hubiera congelado el culo.

Alek lo miró sorprendido preguntándose si aquel chico hablaba siempre de aquel modo o es que estaba aturdido por el impacto. Incluso ensangrentado y magullado, se comportaba con una extraña chulería, como si fuese normal para él estrellarse con una aeronave gigante cada día.

—Sí —dijo Alek—. Congelarse el culo es un auténtico fastidio.

El muchacho sonrió.

—¿Me ayudas a levantarme?

Alek le echó una mano y le ayudó a levantarse. Cuando el chico, aún inseguro, se puso en pie, se inclinó triunfante, se quitó un guante y le tendió la mano.

—Cadete Dylan Sharp, a su servicio.