VEINTIUNO
El viejo castillo se erigía sobre una pendiente rocosa; contra sus muros medio derruidos, el viento había acumulado montones de nieve bajo sus enormes y sombrías ventanas que ahora iluminaba la luna. El hielo que cubría las almenas resplandecía en el aire frío y cristalino, y sus contornos abruptos se confundían con las rocas que se alzaban detrás.
Alek se apartó del visor.
—¿Qué es este lugar?
—¿Recordáis el viaje de vuestro padre a Italia? —preguntó el conde Volger—. ¿Cuando buscaba un nuevo pabellón de caza?
—Claro que lo recuerdo —dijo Alek—. Usted le acompañó y fueron cuatro semanas espléndidas sin clases de esgrima.
—Un sacrificio indispensable. Nuestro verdadero objetivo era comprar este montón de piedras viejas.
Aleksandar examinó el castillo con una mirada crítica: un montón de piedras viejas era la definición exacta. Más que una fortaleza parecía un desprendimiento.
—Pero de eso hace dos veranos, Volger. ¿Cuándo empezaron a planificar mi fuga?
—El día que su padre se casó con una plebeya.
Alek no tuvo en cuenta la ofensa hacia su madre; discutir sobre su linaje ahora no tenía ningún sentido.
—¿Y nadie conoce este lugar?
—Mire a su alrededor —el conde Volger se subió el cuello de su abrigo de piel—. Este castillo fue abandonado en la época de la Gran Hambruna.
—Hace seis siglos —murmuró Alek, mientras su aliento se condensaba en espiral a la luz de la luna.
—En aquella época los Alpes eran más cálidos. En otro tiempo hubo una próspera ciudad allí arriba —el conde Volger señaló el paso que había entre las montañas que tenían delante, una gran extensión que resplandecía bajo una luna casi llena—. Pero hace algunos siglos, aquel glaciar se tragó todo el valle. Ahora es una tierra desolada.
—Prefiero una tierra desolada que otra noche en esta máquina —dijo Klopp, que tiritaba dentro de su abrigo de piel—. Me encantan mis caminantes, pero nunca me ha gustado vivir en su interior.
Volger sonrió.
—Este castillo ofrece comodidades inesperadas, ya veréis.
—Me basta con que tenga chimenea —dijo Alek, mientras apoyaba sus manos frías y cansadas sobre los mandos.
Desde el interior, el pequeño castillo no parecía estar tan mal.
Los techos, bajo el manto de nieve, habían sido reparados recientemente. Los muros exteriores estaban medio derruidos, pero las piedras del patio eran sólidas y podían soportar perfectamente el peso del Caminante de Asalto que atravesaba la verja con su andar pesado. Contra las paredes interiores se habían amontonado grandes cantidades de leña, y las cuadras estaban llenas de provisiones: carne ahumada, barriles de cereales y víveres militares cuidadosamente ordenados.
Alek se fijó en las hileras interminables de latas.
—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?
—Hasta que acabe esta locura —dijo Volger.
Por «locura» se refería, obviamente, a la guerra. Y las guerras pueden durar años…, incluso décadas. Copos de nieve serpenteaban a través de las puertas abiertas de los establos y por el suelo, y acababa de empezar agosto. ¿Cómo sería aquello en pleno invierno?
—Su padre y yo pensamos en todo —dijo Volger, obviamente complacido consigo mismo—. Tenemos medicamentos, pieles, una sala llena de armas y una excelente bodega. No nos faltará de nada.
—Una bañera hubiera estado bien —dijo Alek.
—Creo que hay una.
Alek parpadeó.
—Eso sí que es una buena noticia. ¿Y qué tal unos sirvientes que calienten el agua?
Volger señaló a Bauer, que ya estaba cortando leña.
—Nos tiene a nosotros, Su Alteza.
—Vosotros sois más familia que sirvientes —dijo Alek encogiéndose de hombros—. De hecho, mi única familia.
—Todavía sois un Hausburgo. No lo olvidéis.
Alek miró al Caminante de Asalto que se encontraba agachado en el patio. Llevaba en el pecho una placa con el escudo de su familia: un águila de dos cabezas hecha de piezas mecánikas. Durante su infancia, Alek siempre había estado rodeado de ese símbolo: en las banderas, en los muebles, incluso en los bolsillos de su batín, reafirmándole quién era. Pero aquel símbolo que tiempo atrás ratificaba su identidad, ahora era fuente de desesperación.
—Sí, una buena familia —dijo con amargura—. Me han repudiado desde que nací. Y hace cinco semanas mi tío abuelo ordenó asesinar a mis padres.
—No podemos asegurar que el emperador esté detrás del homicidio. Y en cuanto a vos… —el conde hizo una pausa.
—¿Qué sucede, Volger? —Alek no estaba de humor para misterios—. Me prometió que cuando llegáramos a Suiza me contaría todos sus secretos.
—Sí, pero pensaba que no llegaríamos —admitió Volger en voz baja—. Supongo que ha llegado el momento de que sepa la verdad. Venga conmigo.
Alek echó un vistazo a los otros hombres, que ya estaban descargando el caminante en la oscuridad. Por lo visto, era un secreto que no podía desvelarse a nadie más.
Siguió a Volger por una escalera de piedra que subía por la parte interior del muro y que conducía a la única torre del castillo: un modesto pretil circular que sobresalía encima de las rocas, más bajo que los techos de las cuadras pero con una vista magnífica del valle.
Alek entendió por qué Volger y su padre habían escogido ese lugar. Cinco hombres y un caminante podían defenderlo del ataque de un pequeño ejército, si llegaban a descubrirlos. El viento gélido ya estaba cubriendo de nieve las huellas gigantes del caminante e iba borrando cualquier indicio de su paso.
Volger, con las manos hundidas en los bolsillos, observaba el glaciar.
—¿Me permitís que os sea franco?
Alek sonrió.
—Le ruego que deje a un lado su tacto habitual.
—Lo haré —dijo Volger—. Cuando su padre decidió casarse con Sofía, yo fui uno de los que intentó disuadirlo.
—Así que tengo que darle las gracias, ya que debo mi existencia a su poca capacidad de persuasión.
—No hay de qué —Volger se inclinó cortésmente—. Tenéis que entenderlo, Alek, solo intentábamos evitar que se rompiera la relación entre su padre y su tío. El heredero de un imperio no puede casarse con quien le plazca. Obviamente su padre no escuchó a nadie y lo único que nos concedió fue un compromiso: un matrimonio de la mano izquierda.
—Una manera educada de decirlo —el término oficial era matrimonio morganático, palabra que a Alek le sonaba a enfermedad.
—Pero hay varios modos de regular este tipo de contratos —añadió Volger.
Alek asintió lentamente mientras recordaba las promesas de sus padres.
—Mi padre siempre decía que tarde o temprano Francisco José acabaría cediendo. No era consciente de lo mucho que el emperador odiaba a mi madre.
—No, no lo era. Pero su padre era consciente de algo más importante: que un simple emperador no es quien tiene la última palabra en estos temas.
Alek miró a Volger.
—¿Qué quiere decir?
—Durante un viaje que hicimos hace dos veranos, no solo visitamos viejos castillos. Fuimos a Roma.
—¿Está intentando ser poco claro intencionadamente, conde?
—¿Y vos habéis olvidado la historia de vuestra familia, Alek? Antes de que existiera el Imperio austrohúngaro, ¿quiénes eran los Hausburgo?
—Gobernantes del Sacro Imperio Romano Germánico —recitó Alek diligentemente—. Desde 1452 hasta 1806. ¿Y eso qué tiene que ver con mis padres?
—¿Quién coronaba a los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico? ¿Quién pronunciaba la fórmula que les atribuía sus poderes?
Alek entornó los ojos.
—¿Me está diciendo, conde, que se reunieron con el Papa?
—Solo su padre —Volger sacó un estuche de piel del bolsillo de su abrigo—. El resultado de la entrevista es que obtuvo una dispensa, una modificación del acuerdo de matrimonio de vuestros padres. Con una condición: que su padre lo mantuviera en secreto hasta la muerte del viejo emperador.
Alek miró fijamente el estuche. La piel estaba bellamente labrada y decorada con unas llaves en forma de cruz del sello papal. Pero aun así era un objeto demasiado pequeño como para cambiar tantas cosas.
—Está bromeando.
—Está firmada, atestiguada y sellada con plomo. En virtud del poder de Dios, le nombra heredero de su padre —Volger sonrió—. Algo más impresionante que unos lingotes de oro, ¿no?
—¿Un solo documento basta para darme un imperio? No le creo.
—Si queréis podéis leerlo. De hecho, vuestro latín es mucho mejor que el mío.
Alek se dio la vuelta, agarrándose al pretil. El borde afilado de una piedra rota le hizo un corte en los dedos. De pronto, se quedó sin aliento.
—Pero… ¿todo esto sucedió hace dos años? ¿Por qué no me lo contó?
Volger resopló.
—Aleksandar, no se confía a un chiquillo el secreto más grande del Imperio.
«Un chiquillo»… De repente, el reflejo de la luna en la nieve se hizo más brillante, Alek cerró los ojos y recorrió toda su vida con el pensamiento. Siempre había sido un impostor en su propia casa: un hijo a quien su padre no podía dejar nada, un heredero cuyos parientes lejanos deseaban que no hubiera nacido. Incluso su madre: ella era la causa de todo. A Alek su madre le había costado un imperio, y en lo más profundo de su mente aquel hecho siempre los había separado.
¿Cómo era posible que el abismo que siempre había definido su vida desapareciera de golpe?
La respuesta era que, de hecho, no había desaparecido. El vacío seguía estando allí.
—Es demasiado tarde —dijo Alek—. Mis padres han muerto.
—Y eso le convierte en el heredero legítimo al trono —el conde se encogió de hombros—. Es posible que vuestro tío abuelo no sepa nada de esta carta, pero eso no cambia la ley.
—¡Nadie sabe nada! —exclamó Alek.
—Ojalá fuera cierto. Pero usted mismo ha visto con qué obstinación nos han perseguido. Es posible que los alemanes lo hayan descubierto —el conde Volger sacudió la cabeza lentamente—. Me imagino que Roma está llena de espías.
Alek cogió el estuche y lo apretó fuerte con el puño.
—Así pues, por esto es por lo que mis padres… —por un instante, deseó arrojarlo desde las almenas.
—No, Alek. Asesinaron a vuestro padre porque era un hombre de paz y los alemanes querían la guerra. Vos no sois más que una posdata.
Alek respiró profundamente, intentando habituarse a la nueva realidad. Tenía que volver a pensar en todo lo que había sucedido en los dos últimos años: todos los planes que había hecho su padre, sabiendo esto.
Extrañamente, lo que más le preocupaba era un pequeño detalle.
—Todo este tiempo me ha tratado como…
—¿El hijo de una dama de compañía? —Volger sonrió—. Era necesario fingir.
—Le felicito —dijo Alek lentamente y con calma—. Su desprecio no podía ser más convincente.
—Soy vuestro servidor —Volger cogió una mano de Alek entre las suyas y se inclinó—. Y os habéis demostrado a vos mismo que sois digno del nombre de vuestro padre.
Alek retiró la mano.
—Y entonces, qué hacemos con este… ¿trozo de papel? ¿Cómo lo damos a conocer a la gente?
—De ningún modo —dijo Volger—. Mantendremos la promesa de vuestro padre y no diremos nada hasta que fallezca el emperador. Ya es viejo, Alek.
—Pero mientras nos escondemos, la guerra continúa.
—Me temo que sí.
Alek se dio la vuelta. El viento gélido seguía golpeándole la cara, pero apenas lo notaba. Toda su vida había deseado un imperio, pero nunca se había imaginado que el precio sería tan alto. No solo la vida de sus padres, sino también una guerra.
Se acordó del soldado que había matado. En los próximos años habría miles de muertos, decenas de miles de muertos. Y no podía hacer nada más que esconderse en la nieve, con un trozo de papel en sus manos.
Aquella tierra gélida y desolada ahora era su reino.
—Alek —murmuró Volger mientras le cogía un brazo—. Escuchad…
—Creo que por hoy ya he escuchado suficiente, conde.
—No, no, escuchad. ¿Lo oís?
Alek lo miró, suspiró y volvió a cerrar los ojos. Oía a Bauer cortar madera, el soplido del viento y el crujido de las piezas metálicas del Caminante Cíklope que se enfriaban. Y desde algún lugar, casi imperceptible…, un ruido de motores.
Abrió los ojos de golpe.
—¿Aviones?
Volger negó con la cabeza.
—No a esta altitud —se asomó al pretil e inspeccionó la hondonada mientras murmuraba—. No puede ser que nos hayan seguido. No puede ser.
Pero Alek estaba seguro de que aquel ruido venía del aire. Entrecerró los ojos intentando ver entre el viento gélido hasta que distinguió una silueta que iba tomando forma en el cielo iluminado por la luna. Pero lo que vio no tenía ningún sentido.
Era algo gigantesco, como un acorazado que surcaba el cielo.