DIECIOCHO

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Primero vieron las bengalas.

Silbaron al cruzar el cielo, quemando un fósforo que derramaba una luz de un frío azulado en la oscuridad. Las heladas partículas de agua que levantaban los pasos del caminante brillaban como diamantes dispersos en el aire.

Sobre sus cabezas volaron encendidas más bengalas, hasta que el cielo se iluminó con una docena de soles.

Bengalas y fuegos artificiales, al fin y al cabo aquello no eran armas secretas.

—¡Entremos en el bosque! —gritó Klopp.

Alek retorció los controles con fuerza y el caminante escaló la ribera del riachuelo con un solo paso. Entre los árboles, la oscuridad aún era más profunda, las sombras eran cambiantes y parecían bailar a medida que las bengalas se encendían sobre sus cabezas.

Sin embargo, no se produjeron más disparos de rifle ni tampoco se escuchó el ruido sordo de un disparo de cañón.

—¿Qué está sucediendo, conde? —gritó Klopp.

—La fragata está dando la vuelta —respondió también gritando Volger—. Parece que lo hace con parsimonia.

—¡Perfecto! Los hemos sorprendido con los motores fríos —dijo Klopp.

—Pero ¿por qué no nos está disparando? —preguntó Alek, haciendo virar al caminante para que rodease un montículo de rocas peladas.

—Buena pregunta, joven señor. Tal vez intentan capturaros vivo.

Alek alzó una ceja.

—Bueno, por lo menos resulta tranquilizador.

El suelo cada vez se inclinaba con más pendiente bajo ellos y estaba poniendo a prueba los motores del caminante. A medida que la cuesta se hacía más pronunciada se abrían más espacios entre los árboles y cada vez más amplios. Aquello hacía que caminar fuese más fácil, pero Alek se sentía expuesto bajo la nerviosa luz de las bengalas.

—¿Hacia dónde estaremos más a cubierto? —preguntó Klopp.

Volger bajó a la cabina.

—Da igual.

—¿Por qué?

—La fragata no es nuestro problema más inminente —Volger se agachó para situarse junto a Alek—. Haznos dar la vuelta. Tienes que verlos. ¡Y cargad ese cañón! —gritó por la escotilla del abdomen.

Alek condujo al caminante de tal forma que le hizo dar una ajustada vuelta. Desde lo alto de aquella pendiente sin protección, pudo ver a la fragata en su colina con sus ocho patas flexionándose lentamente en su despertar. Sus torretas ya habían dado la vuelta sobre sí mismas, pero Alek pudo ver entonces por qué aún no habían disparado.

Escalando por la ladera, tras ellos, subía una media docena de caminantes diferentes que Alek jamás había visto. Estaban construidos sobre cuatro patas y avanzaban con un paso al galope como caballos de metal. En cada uno de ellos montaba un solo tripulante con la cabeza y los hombros emergiendo al igual que los de un centauro. Los focos reflectores de cada caminante individual danzaban entre los árboles como luciérnagas.

Sus únicas armas eran unos pequeños tubos de mortero montados en la parte trasera de las máquinas. Cuando Alek miró hacia allí, uno de ellos floreció con una nube de humo, disparando otra bengala al cielo radiante.

—Debe de ser un nuevo tipo de explorador —murmuró Klopp.

—Y perfecto para rastrear a los caminantes como nosotros —dijo Volger.

Alek frunció el ceño.

—Pero ¡los morteros que llevan no conseguirían ni hacernos un rasguño!

—No les hace falta —dijo Klopp—, mientras sigan teniéndonos a la vista. La fragata conseguirá moverse tarde o temprano.

—Y entonces, ¿qué hacemos? —dijo Alek, sujetando las palancas de los andadores con las manos—. ¿Nos enfrentamos a ellos ahora mientras aún están calentando motores?

Klopp lo pensó un momento.

—No, es mejor que nos sigamos moviendo. Tal vez consigáis llevarnos a la frontera más rápidamente de lo que ellos esperan.

Alek hizo dar media vuelta al caminante y empezó a subir la cuesta otra vez. Escuchó que Volger estaba preparando las Spandaus. Los pilotos de la patrulla de exploración estaban blindados solo hasta la mitad. Si les disparaban unas ráfagas de metralleta se lo pensarían dos veces antes de seguirles demasiado cerca.

Un repentino destello rojo inundó la cabina del caminante, junto con una asfixiante nube de humo. Alek intentó ver a través de aquella humareda.

Una bengala aún ardiendo se movía erráticamente por el suelo.

Se cubrió la boca con el puño y tosió.

—¿Nos están disparando bengalas ahora? ¿Es que se han vuelto locos?

Es un poco patético —consideró Klopp—. Pero esto nos obligará a cerrar el visor.

Alek asintió con la cabeza. La posibilidad de que les entrase en la cabina fósforo ardiendo le ponía nervioso. Apenas necesitaba tener el visor abierto, puesto que el exterior estaba tan iluminado como si fuese de día.

Pero había algo en todo aquello que les resultaba extraño. El cielo seguía iluminado de un frío color azul y no obstante la bengala que no había conseguido darles se había encendido en un rojo intenso.

Cuando el visor se cerró con un chasquido, otra bengala pasó por su lado como un cohete, esta también de color rojo, errando el blanco del Cíklope por los pelos. Volger empezó a disparar con una de las metralletas, llenando la cabina con el rugido de sus disparos y de más humo. Los casquillos de las balas resonaban por la cubierta de metal, rodando de un lado a otro por sus pies mientras el caminante avanzaba tambaleándose.

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Otra bengala roja pasó zumbando por su lado, escupiendo humo y chispas. A Alek le estaban empezando a escocer los ojos y se le nublaba la vista por las lágrimas.

—¡Otto, asuma el control!

Klopp sujetó los mandos y Alek buscó a ciegas su cantimplora. Se echó agua por la cara, lavando el humo de sus ojos.

Un ruido metálico resonó por toda la cabina.

—¿Ha chocado con algo? —preguntó Alek, parpadeando para expulsar el agua.

Klopp negó con la cabeza.

—No creo. ¡Ahí afuera está lo bastante iluminado!

El gesto de Alek era de preocupación, puesto que sintió que la máquina rugía bajo él. Los pasos del caminante eran firmes mientras subía por la pendiente, y todos los indicadores y manómetros parpadeaban en sus niveles normales.

Excepto uno de ellos: la temperatura del tubo de escape posterior se había disparado de golpe.

Se puso de pie y abrió la escotilla superior.

—Alek —dijo Volger, dándose la vuelta un momento en su metralleta—. ¿Qué estáis haciendo?

—Algo va mal —se impulsó hacia arriba.

El aire fresco sopló en su rostro y el rugido sin amortiguar de los motores llenó sus oídos. Manteniendo la cabeza baja, miró atentamente el bosque. Solamente había árboles y maleza. ¿Adónde había ido la patrulla de exploración?

Entonces Alek vio a uno en la distancia, alejándose a toda velocidad.

—Pero ¿qué…? —empezó a decir y enseguida vio un destello rojizo que provenía de los tubos de escape posteriores del caminante.

Se impulsó hacia arriba un poco más para ver de qué se trataba.

Un pegote siseante de fósforo había quedado encallado en el revestimiento del motor. Aún ardiendo, lanzaba oleadas de nubes de humo al aire. Alek levantó la vista y vio la columna roja alzándose hacia el brillante cielo.

—Esto es demasiado si desean capturarme vivo —murmuró y se dejó caer de nuevo por la escotilla.

El conde Volger se lo quedó mirando.

—Me alegra ver que habéis recuperado vuestra…

—¡Klopp! —gritó Alek—. ¡Avance en zigzag!

El profesor de mekánica dudó y luego empezó a mover el Cíklope en zigzag a través de los árboles.

—¡Gire con más intensidad, señor! La última bengala nos ha alcanzado. ¡Está pegada al blindaje como una bola de barro y nos está llenando de humo! —los demás solo le miraron y Alek exclamó—: ¡Aquellos exploradores se están alejando lo más rápido que pueden!

Finalmente el rostro de Klopp mostró que comprendía lo que sucedía. Hizo mover al caminante hacia la izquierda durante unas largas zancadas y después hizo lo mismo hacia la derecha.

Aquella era la razón de por qué la fragata aún no había disparado. Sus cañoneros esperaban a tener el blanco marcado y que sus exploradores se alejasen lo suficiente. Y ahora el Caminante de Asalto ya estaba listo para ser machacado.

Alek miró el indicador del tubo de escape trasero: aún estaba caliente. Aquella columna de humo rojo continuaba alzándose sobre los árboles.

Se giró hacia Klopp.

—¿Hay alguna manera de quitarlo?

—¿El fósforo? El agua no funciona y seguirá ardiendo con cualquier cosa que intentemos para apagarlo. Tendremos que esperar a que se apague él solo.

—¿Y cuánto tarda eso? —preguntó Volger.

—Podría ser perfectamente una media hora —dijo Klopp—. Es tiempo más que suficiente para que ellos…

Un estruendo resonó en la distancia.

Alek gritó una advertencia, pero Klopp ya estaba retorciendo los andadores, maniobrando el caminante para que girase bruscamente. La máquina se arrastró por un grupo de árboles jóvenes y Alek se sujetó a las tiras de mano del techo, al resbalar sobre los casquillos de bala que rodaban por la cubierta de metal.

Entonces un soberano «bouuum» rodó por el Cíklope. El sonido sacudió a Alek hasta la médula de sus huesos y el mundo de pronto se inclinó de un lado a otro. Se colgó de las tiras de mano, con los pies balanceándose en el aire.

Las manos de Klopp nunca abandonaron los controles y, de alguna forma, aunque el caminante se tambaleó, consiguió al momento recuperar el equilibrio de nuevo. Hizo un viraje, por poco choca contra una haya. Unas gruesas ramas les azotaron, enviando una explosión de hojas a través del visor medio cerrado.

—¿Cuánto tardarán en enviarnos la siguiente descarga? —la voz de Volger era seca.

—Unos cuarenta segundos —dijo Klopp.

—¡Tenemos que librarnos de esa bengala! —gritó Alek—. ¡Denme algo para poder golpearla!

Volger negó con la cabeza.

—Es demasiado peligroso, Su Alteza.

Alek tuvo que reprimir una risa histérica mientras abría de par en par la taquilla del piloto.

—¿Peligroso, Volger? ¿Comparado con dejar que nos vuelen en pedazos?

—Pues entonces lo haré yo —dijo Volger.

La mano de Alek se cerró en una espada que nunca antes había visto. La sacó de la taquilla: era un antiguo sable de caballería, mucho más pesado que las espadas con las que practicaban esgrima, era perfecto para el trabajo.

—He montado en caminantes desde los diez años, Volger —dijo el príncipe, atándose la funda a su cinturón.

Volger apoyó su mano en el hombro de Alek.

—¡Esta espada tiene dos siglos! Vuesto padre…

—Puede ayudarnos —dijo Alek—. Recarguen las metralletas por si los exploradores vuelven.

Sin esperar una respuesta se impulsó hacia el techo y salió al exterior.

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Una vez encaramado arriba, las ramas de los árboles azotaron su rostro y la máquina se balanceó bajo él como un caballo desbocado. Klopp estaba haciendo su mejor zigzag. El metal caliente de la carcasa del motor quemaba los dedos de Alek incluso a través de sus guantes de piloto.

La bengala de señalización estaba pegada entre los tubos de escape del caminante, que silbaban y escupían cada vez con más intensidad debido a la velocidad de la máquina. Salía humo rojo, que se extendía a medida que se alzaba hacia el cielo brillante. Alek sacó el sable y lo agarró con una mano, sosteniendo la vaina con la otra. Alzó la espada en alto y, a continuación, dejó caer la hoja con todas sus fuerzas.

La bengala se partió y se abrió bajo su sablazo, pero lo único que consiguió es que reluciera con más intensidad, como un leño ardiendo al ser removido con un atizador. Alek alzó la espada de nuevo y vio que las llamas recorrían su hoja: ¡el fuego estaba pegado al metal! El muchacho tragó saliva al pensar en lo que sucedería si aquella sustancia infernal se pegaba a la piel de alguien.

Unas luces parpadearon entre los árboles. Alek alzó la vista y atisbó la fragata en la distancia, con el humo saliendo de sus cañones. Cuando se arrodilló para tener mejor sujeción, el rugir del cañón las siguió con la tardía velocidad del sonido.

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«UNA RELIQUIA FAMILIAR SALVA AL HEREDERO»

Unos prolongados segundos después, las balas dieron en el blanco. La onda expansiva golpeó sus oídos, rociándole de tierra el rostro y elevando al caminante bajo él.

Alek sintió cómo los enormes pies de la máquina chocaban contra el suelo otra vez, y el caminante se tambaleaba igual que un potro recién nacido. Abrió los ojos, justo a tiempo para agacharse y esquivar una rama de un árbol que iba a azotarle en la cabeza.

Ahora ya no se escuchaba ningún sonido excepto el silbido que resonaba en sus oídos y sus ojos le escocían llenos de escombros y humo. Pero pudo sentir cómo Klopp enderezaba al caminante y retomaba el control.

Ahora estarían al alcance de la fragata. Cada vez que disparasen, los proyectiles aterrizarían más cerca. Alek se encorvó de nuevo y alzó el sable para cortar en tajadas la pegajosa bengala, enviando chispas y furiosas nubes de humo al aire. De la hoja del arma caían brasas sobre su uniforme, quemando la chaqueta de piloto de piel como si fuesen carbones ardiendo. Olía su propio pelo chamuscándose con el calor.

Los exploradores que se retiraban dispararon por última vez al Caminante de Asalto una descarga de llamaradas. Alek no hizo caso de los disparos, que casi le alcanzaron, y siguió golpeando la llama.

Finalmente, consiguió soltar un gran trozo, que se pegó a su sable como la miel a un palo. Agitó la hoja de un lado a otro contra el viento, pero aquello no hizo más que avivar la llama.

Alek lanzó un juramento. Los cañones de la fragata estarían cargados otra vez en pocos segundos. Solo le quedaba una cosa por hacer. Se agachó sujetándose con un brazo envuelto alrededor de un tubo de escape.

—Lo siento, Padre —susurró y lanzó el antiguo sable con tanta fuerza como pudo hacia el bosque.

Dio varios puntapiés a los últimos trozos que quedaban ardiendo y colgaban aún del blindaje del caminante, y después se arrastró hacia la escotilla abierta.

—¡Klopp! —gritó hacia abajo—. ¡Siga recto tan rápido como pueda!

Alek miró hacia atrás antes de entrar en el caminante. La antigua reliquia seguía quemándose allí detrás entre los árboles, enviando al aire humo rojo. Los artilleros de la fragata pensarían que el caminante se habría detenido tambaleándose o habría caído después de la última andanada. Con un poco de suerte, dispararían hacia aquel lugar unas cuantas veces antes de enviar a los exploradores para reconocer el terreno.

Y cuando esto sucediese, el caminante ya estaría a quilómetros de distancia.

Cuando la adrenalina desapareció de su cuerpo, Alek empezó a notar el dolor. Tenía las manos y las rodillas rozadas y quemadas, y la piel de su uniforme olía como a carne chamuscada. Esperaba que Volger tuviese algo para las quemaduras entre sus provisiones de reliquias familiares y secretos inútiles.

Alek descendió por la escotilla y, al verlo, Volger abrió mucho los ojos, al reparar en que tenía el pelo chamuscado y su uniforme estaba ardiendo.

—¿Os encontráis bien?

—Estoy bien —dijo él, dejándose caer en la silla del comandante—. Debemos seguir avanzando.

Las montañas cada vez se veían más altas por el visor. La frontera ya no podía estar lejos y el cielo que tenían ante ellos estaba despejado de bengalas. Muy pronto estarían rodeados por la agradable oscuridad.

Los cañones de la fragata retumbaron de nuevo, pero sus proyectiles estallaron muy lejos tras ellos, sin apenas entorpecer el paso del Caminante de Asalto. Los alemanes aún estaban disparando a la espada de su padre.

Alek sonrió: aquella reliquia era demasiado para sus armas secretas.

Permitió que sus ojos se cerrasen. Después de un mes de correr, finalmente podía descansar. Tal vez su vida empezaría a tener sentido otra vez, cuando el Cíklope hubiese alcanzado un lugar seguro.

Ya no quería más sorpresas por un buen rato.