DIECISÉIS
El zoo de Londres de Su Majestad graznaba como una jaula de periquitos ardiendo. Deryn se detuvo derrapando en la verja de la entrada, sorprendida por el alboroto de aullidos, rugidos y chillidos.
A su derecha, una manada de monos colgaba de los barrotes de su jaula, aullando al aire. Tras ellos, un recinto cubierto de redes estaba lleno de aves agitadas, que formaban una tempestad de plumas y ruido. Al otro lado de un foso, un elefantino gigante pisoteaba el suelo nerviosamente, y Deryn podía percibir a través de sus botas los temblores que producía.
—¡Arañas chaladas! —maldijo en voz baja.
Hacía unas cinco semanas, recién llegada de Glasgow en tren, había pedido a Jaspert que la llevase a visitar el zoo de Londres. Pero en aquella visita no había oído nada parecido a la algarabía de ahora.
Obviamente, el Leviathan había puesto nerviosos a los animales.
Deryn se preguntó a qué debía oler la aeronave desde la perspectiva de los animales naturales. ¿Como un depredador gigante acercándose para engullirlos? ¿O como un primo lejano perdido desde tiempos remotos en la evolución? ¿O tal vez su maraña de especies fabricadas les hacía pensar en él como en una isla entera que pasaba flotando sobre ellos?
—¿Tú eres mi aviador? —le preguntó una voz.
Deryn se volvió y vio a una mujer que vestía un abrigo largo de viaje, con un bolso también de viaje en una mano.
—¿Disculpe, señora?
—Me prometieron un aviador —dijo la mujer—. Y tú parece que vistes uniforme. ¿O es que simplemente estás aquí para tirar cacahuetes a los monos?
Deryn parpadeó, y luego se dio cuenta de que la mujer llevaba puesto un bombín negro.
—Oh… ¿usted es el científico?
La mujer alzó una ceja.
—Culpable de todos los cargos. Pero mis conocidos me llaman doctora Barlow.
Deryn se sonrojó y se inclinó levemente.
—Cadete Dylan Sharp, a su servicio.
—Así que tú eres mi aviador. Excelente —la mujer le entregó su equipaje—. Si eres tan amable, voy a buscar a mi compañero de viaje.
Deryn cogió la bolsa y se inclinó de nuevo.
—Por supuesto, señora. Siento haber sido tan torpe. Es solo que… nadie me dijo que usted era una dama.
La doctora Barlow se echó a reír.
—No te preocupes, jovencito. Este tema ya ha sido debatido alguna que otra vez.
Después de decir aquello, se dio la vuelta y desapareció por la puerta de la casa del guarda, y dejó a Deryn sosteniendo la pesada bolsa y pensando que tal vez había estado viendo visiones. Nunca había oído hablar de una dama científico antes, o de una mujer diplomático, en realidad. Las únicas mujeres que se mezclaban en los asuntos exteriores eran espías, o al menos era lo que siempre había pensado.
Pero la doctora Barlow no tenía en absoluto el aire de una espía. Parecía un poco demasiado llamativa para un trabajo como aquel.
—Con cuidado, señores —su voz resonaba desde la casa del guarda.
Por la puerta salieron dos jóvenes científicos vestidos con batas blancas, transportando una caja larga entre los dos. Los hombres no se molestaron en presentarse a Deryn. Estaban demasiado concentrados en dar pequeños y cuidadosos pasos, como si la caja contuviese pólvora y valiosa porcelana china. Brotes de paja de embalar sobresalían entre las tablas.
No era de extrañar que el Leviathan hubiese aterrizado justo en el centro de Londres: por lo que parecía, aquella misteriosa carga era demasiado frágil para transportarla en un carruaje de caballos.
Deryn se adelantó para echarles una mano, pero dudó cuando sintió el leve calor que desprendía la caja.
—¿Hay algo vivo aquí dentro? —preguntó.
—Eso es secreto militar —dijo el más joven de los dos científicos.
Antes de que Deryn pudiese responder nada, la doctora Barlow salió a toda prisa de la casa del guarda, con la bestia fabricada más extraña que Deryn había visto tirando de ella.
La criatura parecía un lustroso perro canela con un largo hocico y rayas de tigre en su grupa. El animal tiró de la correa para poder olisquear la mano que Deryn le ofrecía. Cuando le acarició la cabeza, la bestia se echó hacia atrás, se incorporó sobre sus patas traseras y dio un salto allí mismo.
¿Es que aquel animal tenía una pizca de canguro en su cadena de vida?
—Me parece que le gustas a Tazza —dijo la doctora Barlow—. Es extraño. Normalmente es muy tímido.
—Pues parece muy… entusiasta —dijo Deryn—. Pero ¿para qué caramba sirve?
—¿Para qué? —la doctora Barlow frunció el ceño—. ¿A qué se refiere, señor Sharp?
—Bueno, no se parece a un rastreador de hidrógeno. ¿Es algún tipo de perro guardián tigresco?
—¡Oh, cielos! —la mujer se echó a reír—. Tazza no es un fabricado, y no sirve para nada. Excepto que odio viajar sin él.
Deryn apartó la mano y retrocedió un paso.
—¿Quiere decir que esta bestia es natural?
—Es un tilacino perfectamente sano —la doctora Barlow alargó la mano para rascar a la criatura entre sus robustas orejas—. Comúnmente se le conoce como el tigre de Tasmania. Aunque nosotros encontramos que la comparación con los felinos es un poco indignante, ¿verdad, Tazza?
El tilacino bostezó, y sus largas mandíbulas se abrieron tanto como las de un caimán.
La doctora Barlow debía de estar bromeando. La criatura no parecía en absoluto natural. ¿Y se la llevaba con ella como mascota? Tazza parecía lo suficientemente fuerte como para echar por los suelos al menos a algún cadete desafortunado.
Pero no parecía diplomático puntualizar aquello, por lo que Deryn carraspeó y dijo:
—Tal vez deberíamos ir hacia el campo, señora. La nave descenderá pronto.
La doctora Barlow hizo un gesto hacia un gran baúl que descansaba junto a la puerta de la casa del guarda y encima de este reposaba una jaula cubierta.
—Si es tan amable, señor Sharp.
—Sí, señora —suspiró Deryn.
Se colocó la bolsa bajo un brazo y levantó la jaula con la misma mano. El baúl pesaba casi tanto como ella (tendría que bajar otro cadete), pero Deryn se las apañó para levantar un extremo y llevarlo a rastras. Los cuatro, más Tazza, el tilacino, se encaminaron al parque, con los científicos transportando la caja a paso de caracol.
Mientras se dirigían a la aeronave, Deryn gruñó por lo bajo. Una cosa era cederle su litera a un científico famoso en misión secreta, pero si alguna bestia boba llamada Tazza iba a quitarle su sitio, era que el mundo se había vuelto rematadamente loco.
La doctora Barlow chasqueó la lengua.
—Vuestra aeronave parece infeliz.
El Leviathan aún estaba a unos quince metros de altura y el capitán la estaba haciendo descender con una precaución infinita. Los cilios de sus flancos ondeaban y unas bandadas de pájaros fabricados revoloteaban por el parque, sacados de sus calas de anidamiento, alterados al sentir el nerviosismo de la aeronave. ¿Por qué estaba tan nerviosa la gran bestia? Deryn alzó la vista, recordando la borrasca que casi había terminado su carrera en las Fuerzas Aéreas el primer día. Pero el cielo estaba despejado. Tal vez eran los curiosos que rodeaban el campo, con sus chillones parasoles arremolinándose bajo el sol.
—Mi carga requiere un transporte muy suave, señor Sharp.
—Se tranquilizará cuando dejemos el suelo —dijo Deryn. En una de las lecciones de aviación, el señor Rigby había llenado un vaso de vino hasta el borde, e incluso durante los fuertes giros no había derramado ni una gota—. Es solo que la corriente de aire aquí abajo es un poco confusa.
«ATERRIZAJE EN REGENT’S PARK»
La doctora Barlow asintió con la cabeza.
—Especialmente en el centro de Londres, supongo.
—Sí, señora. Las calles forman corrientes de aire con el viento y las grandes naves se ponen nerviosas al descender en campos que no les son familiares —Deryn dijo esto categóricamente, sin mencionar de quién era la culpa de aquella situación—. ¿Ve aquellos minúsculos trozos en los flancos del barco? Se llaman cilios y me parece que se están estremeciendo.
—Sé lo que son los cilios, señor Sharp —dijo la científica—. En realidad, he fabricado estas especies en particular.
Deryn parpadeo, sintiéndose como una idiota. ¡Estaba dando lecciones a uno de los creadores del Leviathan sobre el tema de los flujos de aire! El tilacino estaba botando feliz sobre sus patas traseras otra vez y sus grandes ojos pardos captaban toda la actividad que había a su alrededor. Dos elefantinos esperaban bajo la aeronave, enjaezados para transportar un vagón y un coche blindado. Los agentes de policía apenas podían mantener a la multitud apartada del espectáculo.
Puesto que en el parque no había ningún mástil de amarre, del Leviathan colgaban cuerdas en todas direcciones. Deryn frunció el ceño, al darse cuenta de que algunos de los hombres que colgaban de ellas no iban vestidos con los uniformes de las Fuerzas Armadas. Vio a algunos policías e incluso a un equipo de jugadores de críquet que habían dejado sus juegos en el parque.
—Fitzroy debe de estar chiflado —murmuró ella.
—¿Tiene algún problema, señor Sharp? —preguntó la doctora Barlow.
—Aquellos hombres de las cuerdas, señora. Si de pronto se levanta una ráfaga de aire, no sabrán cómo soltarse rápidamente y, si no lo hacen, pueden ser arrastrados por el aire…
—Donde finalmente ya no podrán seguir sujetos —dijo la doctora Barlow.
—Sí. Una ráfaga fuerte puede elevar al Leviathan unos cien pies en cuestión de segundos. Es lo primero que se enseña a los hombres de tierra. A no colgarse.
La parte superior de los árboles se balanceaba, y a Deryn le entró un escalofrío.
—¿Qué me recomienda que hagamos, señor Sharp?
Deryn puso cara de circunstancias puesto que no sabía si los oficiales de la nave eran conscientes de lo que estaba sucediendo. La mayoría de aquellos hombres sin preparación estaban retrocediendo hacia el extremo de la popa, fuera de la vista del puente.
—Bueno, si se lo pudiésemos notificar al capitán seguro que sabrá descender rápidamente, o cortar las cuerdas si se levanta una ráfaga de aire.
La muchacha repasó atentamente el campo, buscando a Fitzroy o a alguien que estuviese al mando. Pero todo el parque estaba sumido en el caos y el jefe de policía no se veía por ninguna parte.
—Tal vez Clementina pueda ayudarnos —dijo la doctora Barlow.
—¿Quién?
La doctora Barlow le tendió la correa de Tazza a Deryn y seguidamente cogió la jaula. Abrió la cubierta de tela y metió la mano dentro. Sacó un pájaro con plumas grises y un penacho de plumas de un rojo intenso en su cola.
—Buenos días, doctora Barlow —graznó el pájaro.
—Buenos días, querida —respondió ella.
Entonces le dijo con una voz clara y despacio:
—Capitán Hobbes, saludos de la doctora Barlow. Tengo un mensaje del señor Sharp: al parecer tenéis hombres sin preparación colgando de vuestras cuerdas —miró a Deryn y se encogió de hombros—. Y… espero reunirme pronto con usted, señor. Fin del mensaje.
Primero se acercó el pájaro al pecho y a continuación lo lanzó hacia la aeronave.
Cuando lo hubo lanzado y ya estaba lejos, Deryn murmuró:
—¿Qué era eso?
—Un loro mensajero —dijo la doctora Barlow—. Basado en el Gris Africano Congo. Lo hemos estado entrenando especialmente para este viaje. Sabe leer los uniformes de los aviadores y las marcas de las barquillas, como un mismísimo lagarto del Ejército.
—¿«Entrenando», señora? —Deryn frunció el ceño—. Si yo creía que todo este asunto de Constantinopla había surgido así, de pronto.
—Por supuesto, pero las cosas se están desarrollando más rápidamente de lo que yo esperaba —la doctora Barlow posó una mano sobre la misteriosa caja—. Sin embargo algunos de nosotros hemos estado planeando esta misión durante años.
Deryn echó otra cautelosa ojeada a la caja y luego se dio la vuelta para observar al loro. Volaba entre las cuerdas y las líneas, directamente hacia las ventanas abiertas del puente.
—Eso es genial, señora. ¡Es como enviar volando a un lagarto mensajero!
—Ambos comparten muchas cadenas de vida —dijo la doctora—. En realidad, algunos de nosotros creemos que las aves comparten ancestros con los antiguos lagartos… —su voz se desvaneció cuando los tanques del Leviathan se abrieron, soltando un chorro de lastre.
El barco se elevó un poco y los hombres de las cuerdas resbalaron hacia el suelo en un tira y afloja en el que tenían las de perder contra la nave.
—¡Caracoles! —exclamó Deryn—. ¿Por qué están escalando?
—Oh, cielos —dijo la doctora Barlow, bajando la vista—. Espero que sea Clementina.
Deryn siguió su mirada hacia la jaula. Otro pico curvo estaba asomando por la jaula, mordisqueando los barrotes.
—¿Hay dos de esos?
La científica asintió.
—Winston suele desordenar los mensajes y nunca puedo distinguirlos. Es realmente una molestia.
Deryn tragó saliva, mientras miraba cómo el agua de lastre caía sobre las cabezas de los hombres de tierra. El agua brillaba hermosa bajo la luz del sol, pero Deryn sabía de dónde provenía el lastre: salía directamente por el conducto gástrico, con excrementos y restos.
Los civiles que había entre ellos pensaron que algo había ido mal. Un equipo de hombres vestidos con uniformes blancos de críquet soltaron las cuerdas y se cubrieron la cabeza, apartándose de la inesperada lluvia de agua apestosa. La nave se alzó más cuando su peso soltó las cuerdas, pero Deryn vio que los rastreadores de hidrógeno de encima de la nave se estaban poniendo frenéticos. El capitán también estaba soltando gas. La nave se estabilizó en el aire.
De pronto, soltó otro chorro de lastre, más fuerte que el último. Los verdaderos hombres de infantería, que ya habían sido cubiertos de excrementos cientos de veces, siguieron colgados de las cuerdas. No obstante, y en un santiamén, todos los que no debían de estar allí abandonaron sus cuerdas.
—Es muy inteligente tu capitán —dijo la doctora Barlow.
—¡No hay nada como un poco de estiércol para despejar las cosas! —dijo Deryn, y añadió—: por así decirlo, señora.
La doctora Barlow soltó una risa.
—Desde luego. Me gustará viajar con usted, señor Sharp.
—Muchas gracias, señora —Deryn miró de reojo el enorme montón de equipaje de la científica—. Tal vez podría mencionárselo al contramaestre; verá, el barco está un poco demasiado sobrecargado.
—Lo haré —dijo la mujer, recuperando la correa de su mascota—. Nos conformamos con un pequeño camarote de grumete para nosotros, ¿verdad, Tazza?
—Hum, eso no es en realidad lo que yo… —Deryn balbuceó, intentando explicar que los cadetes eran oficiales, prácticamente. Y que en realidad no eran grumetes.
Pero la doctora Barlow ya estaba llevando a su tilacino hacia la aeronave, seguida por los demás científicos y su caja misteriosa.
Deryn suspiró. Por lo menos se había ganado su lugar a bordo del Leviathan. Y después de su metedura de pata con las cuerdas, aquel caraculo de Fitzroy tal vez al final recibiría lo que se merecía. No estaba mal por un día de trabajo.
Aunque, por supuesto, ahora tenía una nueva preocupación en su cabeza. Como cualquier otra mujer, era posible que la doctora Barlow se diese cuenta de algunos detalles fuera de lo corriente que el resto de la tripulación masculina no podía apreciar. Y, además, ella era una lumbrera, con toda aquella ciencia reposando bajo su bombín. Si alguien podía averiguar o sospechar algo acerca del pequeño secreto de Deryn, sería aquella científica.
—Genial —murmuró Deryn, sujetando el pesado baúl y corriendo hacia la nave.