QUINCE

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Después de pasar toda la mañana practicando ejercicios de altitud, todos los cadetes estaban reunidos desayunando, hablando de anotaciones de señales, de la lista de turnos de trabajos y de cuándo por fin estallaría la guerra.

Deryn ya había terminado su ración de huevos y patatas. Se entretenía esbozando la forma en que los conductos de los lagartos mensajeros se enroscaban por las paredes y ventanas del Leviathan. Las bestezuelas siempre asomaban la cabeza mientras esperaban los mensajes, igual que zorros en su madriguera.

Entonces, de pronto, el cadete Tyndall, que estaba mirando soñadoramente por las ventanas gritó:

—¡Mirad esto!

Los otros cadetes se levantaron de golpe, amontonándose hacia el costado de babor donde reinaba la confusión. En la distancia, entre el mosaico que formaban las granjas y los pueblos, la gran ciudad de Londres se alzaba a la vista. Se gritaban unos a otros comentando los acorazados amarrados en el río Támesis, la maraña de líneas de ferrocarril convergentes y los animales de calado elefantino que atestaban las carreteras que conducían a la capital. Deryn permaneció en su asiento, aprovechando la oportunidad para pillar una de las patatas del cadete Fitzroy.

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«INDIFERENTE ANTE LAS VISTAS CONOCIDAS»

—¿Es que vuestras cabezas de chorlito no habían visto Londres? —preguntó mientras masticaba.

—No desde aquí arriba —repuso Newkirk—. Las Fuerzas Armadas nunca nos permiten sobrevolar las ciudades con naves grandes.

—¿No vayamos a asustar a los Monos Ludistas, verdad? —dijo Tyndall, dando un ligero puñetazo al hombro de Newkirk.

Este no le hizo caso.

—¡Mirad! ¿Aquello no es St. Paul?

—Yo ya lo he visto —dijo Deryn, birlándole un trozo de bacón a Tyndall—. Una vez ya sobrevolé esta parte de Londres en un Huxley. Resultó ser una historia interesante.

—¡Deje de decir idioteces, señor Sharp! —le soltó Fitzroy—. Ya hemos escuchado demasiadas veces esa historia.

Deryn envió un trozo de patata a las regiones dorsales de Fitzroy. Aquel chico siempre mostraba aires de superioridad, solamente porque su padre era capitán de la Marina Oceánica. Cuando notó que el proyectil había hecho diana, Fitzroy se volvió y frunció el ceño.

—Nosotros fuimos quienes le rescatamos, ¿recuerda?

—¿Qué? ¿Vosotros, estúpidos? —dijo ella—. No recuerdo haberle visto a usted en el cabrestante, señor Fitzroy.

—Tal vez no —sonrió y volvió a mirar por la ventana—. Pero le vimos pasar flotando por estas mismas ventanas, colgado de su Huxley como si fuera un cachivache.

Los otros cadetes se echaron a reír y Deryn se levantó de un salto de su silla.

—Creo que debería expresar su frase de otro modo, señor Fitzroy.

Él se dio la vuelta y se quedó mirando tranquilamente por la ventana.

—Y yo creo que debería aprender a respetar a sus superiores, señor Sharp.

—¿Superiores? —Deryn apretó los puños—. ¿Quién quiere que muestre respeto a un caraculo como usted?

—¡Señores! —resonó la voz del señor Rigby desde el corredor—. Firmes, por favor.

Deryn se puso firme bruscamente con los demás, pero su mirada permanecía fija en Fitzroy. Él era más fuerte que ella, pero en las dos minúsculas habitaciones de las literas que compartían los cadetes había más de cien formas para vengarse.

Entonces el capitán Hobbes y el doctor Busk entraron en la cantina tras el señor Rigby y su furia se desvaneció. No sucedía muy a menudo que el responsable del Leviathan y, mucho menos, el jefe científico del navío se dirigiesen a los cadetes de menor rango. Intercambió una mirada de preocupación con Newkirk.

—Descansen, señores —dijo el capitán sonriendo—. No vengo a traerles noticias de guerra. Por lo menos hoy no.

Algunos de los cadetes parecieron desilusionados.

—Hace una semana, el Imperio austrohúngaro finalmente declaró la guerra a Serbia, con la promesa de vengar el asesinato de su archiduque con una invasión. Unos días después, Alemania declaró la guerra a Rusia, lo que significa que Francia será la siguiente en entrar en combate. La guerra entre las fuerzas darwinistas y clánkers se está extendiendo como un reguero de pólvora y no parece que Gran Bretaña pueda mantenerse al margen durante mucho más tiempo. Habrán notado que Londres está bajo nosotros —prosiguió el capitán—. Una visita poco corriente y eso no es ni la mitad. Aterrizaremos en Regent’s Park cerca del zoo de Londres, de Su Majestad.

Deryn abrió mucho los ojos. Volar sobre Londres ya era suficientemente malo, pero descender en un parque público seguramente echaría aún más leña al fuego. Y no solamente por las quejas de los Monos Ludistas. Incluso el viejo Darwin se habría mostrado inquieto sobre una aerobestia de trescientos metros aterrizando en una zona de picnic.

El capitán se acercó a las ventanas y miró hacia abajo.

—Regent’s Park tiene por lo menos una longitud de media milla, poco más del doble de nuestra envergadura. Va a ser una maniobra difícil, aunque el riesgo en este caso es necesario. Tenemos que embarcar a un importante invitado, un miembro del personal de zoo, para transportarlo a Constantinopla.

Deryn, por un instante, dudó de si lo había escuchado bien. Constantinopla estaba en el Imperio otomano, claramente en la otra punta de Europa, y los otomanos eran clánkers. ¿Por qué caracoles el Leviathan tenía que dirigirse allí ahora?

La aeronave se había pasado el último mes preparándose para la guerra, haciendo ejercicios de combate cada noche y habían pasado revista diaria a los murciélagos fléchette y a los halcones bombarderos. Incluso la nave había sobrevolado dentro del rango de alcance de un acorazado alemán en el mar del Norte, solo para mostrarle que una aeronave viviente no se amedrentaba ante ningún montón de engranajes y motores.

¿Y ahora se dirigían de excursión a Constantinopla?

El doctor Busk les habló:

—Nuestro pasajero es un científico de gran prestigio, al que se le ha encomendado una importante misión diplomática. También transportaremos carga a bordo de naturaleza delicada que deberá ser tratada con sumo cuidado.

El capitán carraspeó.

—El señor Rigby y yo tal vez debamos tomar una difícil decisión acerca del peso.

Deryn contuvo brevemente el aliento. «Peso» pero ¿de qué iba todo aquello?

El Leviathan era aerostático, es decir, en la jerga del Ejército aquello equivalía a tener la misma densidad que el aire que le rodeaba. Mantener aquel equilibrio era algo fundamental. Cuando se acumulaba lluvia en la parte superior, tenían que vaciar agua de los tanques de lastre. Si la nave se expandía bajo el calor del sol, debía expulsarse hidrógeno. Y cuando subían a bordo pasajeros o carga extra, algo más debía bajar de la nave, normalmente algo que no fuera útil.

Y no había nada más inútil allí que un nuevo cadete.

—Revisaré sus puntuaciones de señales y navegación —decía el capitán—. El señor Rigby sopesará y valorará a cada uno de ustedes entre los que prestan más atención a las clases. Y, por supuesto, cualquier traspié que cometan en este aterrizaje será reprobado.

—Buenos días, caballeros.

Se dio la vuelta, salió a grandes zancadas de la sala y el jefe científico tras él. Se produjeron unos instantes de silencio mientras los cadetes asimilaban las noticias. Dentro de unas pocas horas algunos de ellos abandonarían el Leviathan para siempre.

—Está bien, muchachos —espetó el señor Rigby—. Ya habéis oído al capitán. ¡Estamos a punto de aterrizar en un aeropuerto improvisado, así que mejor será que os espabiléis! Habrá soldados de tierra de la Scrubs, pero no contarán con ningún jefe de aterrizaje entre ellos y nuestro pasajero va a necesitar ayuda ahí abajo. Señor Fitzroy y señor Sharp, ustedes dos son los mejores con los Huxleys, de modo que bajarán primero.

Cuando el contramaestre dio las órdenes, Deryn miró los rostros de los otros cadetes. Fitzroy le devolvió la mirada fríamente y no tuvo que adivinar lo que aquel caraculo estaba pensando. Ella solo hacía un mes que estaba a bordo del Leviathan y, además, solamente por una extraña casualidad. Por lo que a Fitzroy se refería, ella no era mucho mejor que un polizón.

Deryn le devolvió enseguida la mirada. El capitán no había dicho nada sobre los que llevaban más tiempo a bordo, sino que había considerado a sus aviadores según su valía, de modo que quería conservar a los mejores hombres.

Y eso era exactamente lo que era ella, fuese un hombre o no.

Tal vez toda aquella competencia en el Leviathan ahora le sería de utilidad. Gracias al entrenamiento de Pa, Deryn siempre había sido mejor que los otros cadetes en cuestión de nudos y sextantes. E incluso el señor Rigby admitiría que su comportamiento no había sido tan pendenciero últimamente, y acababa de alabar su trabajo con los Huxleys. Mientras el aterrizaje saliese a la perfección, no habría nada de lo que preocuparse.

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Regent’s Park se extendía bajo Deryn, con su espesa y frondosa hierba gracias a las lluvias de agosto.

Unas patrullas de soldados de infantería recorrían el parque, intentando sacar a los últimos civiles de la zona de aterrizaje. Una delgada línea de policías estaba apostada en los límites de la zona, conteniendo a cientos de curiosos. La sombra del Leviathan se extendía sobre los árboles y el aire temblaba con el zumbido de los motores.

Deryn estaba descendiendo deprisa, dirigiéndose a la intersección de dos veredas, allí donde un jefe de policía local estaba esperando órdenes. Un lagarto mensajero bajó por su hombro, con sus pies ventosa tirando de su uniforme como las garras de un gato nervioso.

—Ya casi hemos llegado, bichito —dijo tranquilizadoramente—. No le apetecía llegar al suelo con un lagarto muerto de miedo con las órdenes de aterrizaje del capitán repetidas confusamente y sin que se pudiesen entender.

Deryn sí que estaba un poco nerviosa. Había montado en elevadores una media docena de veces, desde que se unió a la tripulación del Leviathan: era el cadete que pesaba menos y siempre podía instar a sus bestias a subir más alto. Pero aquello había sido durante unos ejercicios de avistamiento de submarinos alemanes U-boats. Era la primera vez que volaba en globo libre desde su accidentado vuelo como recluta.

Por lo menos, hasta el momento, había sido un descenso digno de manual. El lastre extra que llevaba la bestia hacía que bajase rápidamente, guiada por un par de alas de planeador atadas a su aparejo.

Deryn estaba intrigada por saber por qué era tan importante garantizar que no hubiese ningún problema. Estaban arruinando un centenar de picnics, arriesgándose a que se produjese un desastre al aterrizar allí en el parque y, probablemente, asustando mortalmente a todos los Monos Ludistas de Londres. ¿Y todo aquello para que un científico llegase a Constantinopla un poco más rápido?

Aquel tipo debía de ser una especie de lumbrera fuera de serie, incluso para ser un científico.

El suelo se estaba acercando rápidamente y Deryn soltó lastre. Aminoró la velocidad de su descenso una pizca mientras el agua derramada brillaba al sol cayendo como una cascada. El lagarto mensajero se apretujó un poco más.

—No te preocupes, bichito —murmuró Deryn—. Todo está bajo control.

El señor Rigby le había dicho que bajase rápido y se dejase de tonterías. Imaginaba que le estaba mirando desde arriba, midiendo el tiempo del descenso con su cronómetro, ponderando quién debería abandonar la tripulación.

No le parecía justo perder aquella sensación, no después de aquellos dos largos años de no poder montar en los globos aerostáticos de Pa. Seguramente, Rigby se habría dado cuenta de que ella había nacido para volar.

Un viento de costado encrespó al Huxley y, cuando Deryn tiró de él para recuperar el rumbo, una idea horrible la impactó. Si ella era el cadete desafortunado, ¿aquella sería la última vez que estaría en el aire? Si la guerra era inminente, seguramente la trasladarían a otra aeronave. Tal vez incluso al Minotauro, donde estaba sirviendo Jaspert, su hermano.

Pero Deryn sentía que ya formaba parte del Leviathan, su primer hogar real desde el accidente de Pa. El primer lugar donde nadie la había visto con faldas o donde nadie esperaba de ella que se comportase de forma femenina y respetuosa. ¡No podía perder su lugar en la nave solo porque un lumbrera necesitase transporte!

Los hombres de tierra corrían por todas partes a la sombra del Huxley, prestos para agarrar sus tentáculos. Inclinó un poco las alas planeadoras hacia atrás para aminorar la velocidad del descenso e hizo bajar suavemente a la aerobestia. Cuando tiró de ella para que se detuviese se produjo una leve sacudida y el lagarto mensajero soltó un chillido.

—¿Agente de policía Winthrop? —balbuceó.

—¡Espera un minuto! —suplicó ella.

El lagarto hizo un ruido parecido a un «tut-tut», que sonó justo igual que el señor Rigby cuando los cadetes se estaban peleando. Esperaba que no empezase a farfullar. Los lagartos mensajeros a veces balbuceaban antiguos fragmentos de conversación cuando se ponían nerviosos. Nunca sabías qué conversaciones privadas podían repetir.

Los hombres de tierra tiraron del Huxley, lo estabilizaron y lo bajaron rápidamente.

Deryn se desató ella misma del equipo del piloto y saludó al jefe de policía.

—Cadete Sharp informando con el lagarto del capitán, señor.

—Ha sido un aterrizaje perfecto, jovencito.

—Muchas gracias, señor —dijo Deryn preguntándose cómo pedirle al jefe de policía que transmitiese su apreciación al señor Rigby.

Pero aquel hombre ya estaba quitándole el lagarto del hombro. La bestia empezó a barbotar palabras sobre cuerdas de aterrizaje y velocidades del viento, repitiendo instrucciones como una metralleta, más rápido que una docena de encargados de señales.

El jefe de policía no parecía comprender ni la mitad de lo que el lagarto estaba diciendo, pero Fitzroy pronto estaría allí para ayudar. Vio que su elevador aterrizaba no muy lejos de allí, y se alegró al ver que se había caído.

La sombra de la aeronave planeaba sobre ellos y todos los hombres empezaron a dispersarse en todas direcciones. No era momento de perder el tiempo. Fitzroy debía ocuparse de aquello, y a Deryn le correspondía el trabajo de preparar la carga del científico para ser cargada.

Saludó al jefe de policía otra vez, alzó la vista hacia la aeronave que se cernía sobre sus cabezas y echó a correr hacia el zoo.