TRECE
Al caminar por la ciudad de Lienz, la piel de Alek empezó a erizarse.
Él ya había visto mercados parecidos antes, llenos de actividad febril y repletos de olores provinientes de las carnicerías y de otros alimentos. Tal vez habría sido un paseo encantador visto desde un caminante descapotable o desde un carruaje. Pero Alek nunca antes había visitado un lugar como aquel a pie.
Carros de vapor rugían por las calles, escupiendo nubes de vapor caliente. Transportaban montones de carbón, gallinas enjauladas cacareando en coro y, en general, iban sobrecargados con montones de productos. Alek siguió resbalando sobre las patatas y las cebollas que había esparcidas entre los adoquines. Unos trozos de carne cruda colgaban de largos palos que transportaban unos hombres sobre sus hombros, y una recua de mulas casi golpea a Alek con su carga de trozos de madera y leña.
Aunque, lo peor de todo, era la gente. Dentro de la pequeña cabina del caminante ya se había habituado al olor de los cuerpos sin bañar, pero en aquella ciudad se amontonaban cientos de plebeyos en el mercado del sábado, tropezando con Alek por todos lados y pisándole los pies sin una palabra de disculpa.
«LAS CALLES DE LIENZ»
En todos los puestos la gente se quejaba de los precios, como si fuese obligado discutir cada transacción que se hacía. Los que no estaban discutiendo por tonterías estaban por allí hablando de trivialidades: el calor del verano, la cosecha de fresas, la salud del cerdo de alguien. Su constante charla sobre nada en concreto tenía cierto sentido, suponía, como si a la gente corriente no le sucediese jamás nada importante. Pero la simple insignificancia de todo aquello era abrumadora.
—¿Siempre son así? —preguntó Volger.
—¿De qué manera, Alek?
—Pues tan triviales en sus conversaciones —en aquel instante una mujer chocó con él y a continuación murmuró una palabrota por lo bajo—. Y maleducados.
Volger se echó a reír.
—El conocimiento de la mayoría de las personas no va más allá de la comida que tienen en el plato.
Alek vio una hoja de periódico revoloteando a sus pies, medio incrustada en el barro del suelo por la rueda de un carruaje.
—Pero seguramente sí que saben lo que les sucedió a mis padres. Y que se está preparando la guerra. ¿Cree que, en realidad, sí que están algo nerviosos y solo fingen que no están preocupados?
—Lo que yo creo, Su Alteza, es que la mayoría de ellos no sabe leer.
Alek frunció el ceño. Padre siempre daba dinero a las escuelas católicas y apoyaba la idea de que todos los hombres deberían tener derecho a voto, sin importar su rango. Pero al escuchar aquella cháchara de la multitud, Alek dudó de que los plebeyos tuvieran la capacidad suficiente para comprender los asuntos de Estado.
—Ya hemos llegado, caballeros —dijo Klopp.
La tienda de mekánica era un edificio construido en piedra de aspecto sólido alzado en la parte exterior de la plaza del mercado. Su puerta abierta conducía hacia una compasivamente fría y silenciosa oscuridad.
—¿Sí? —preguntó una voz desde las sombras.
Cuando los ojos de Alek se acostumbraron a la oscuridad, el príncipe vio que había un hombre mirándolos tras un mostrador lleno de engranajes y resortes. Otras piezas mekánicas más grandes cubrían las paredes: ejes, pistones, y un motor entero alzándose amenazadoramente en la penumbra.
—Necesitamos algunas piezas de recambio, eso es todo —dijo Klopp.
El hombre los miró de arriba abajo, fijándose en las ropas que habían robado del tendedero de un granjero hacía unos días. Y, además, los tres aún estaban cubiertos con la suciedad y los restos del centeno triturado del día anterior.
El comerciante volvió a dirigir su mirada hacia lo que estaba haciendo.
—Aquí no encontraréis piezas mekánicas para la granja. Podéis probar suerte en la tienda de Kluge.
—Aquí ya tienes las que necesitamos —dijo Klopp.
Avanzó y dejó caer una bolsa de monedas en el mostrador. La bolsa de dinero hizo un ruido apagado al chocar contra la madera con un «clac», y sus lados se mostraron abultados por la cantidad de monedas que había en su interior. El hombre alzó una ceja y luego asintió con la cabeza.
Klopp empezó a hacer una lista de engranajes, de conectores relucientes y componentes eléctrikos, es decir, las partes del Caminante de Asalto que habían empezado a deteriorarse después de dos semanas de viaje. El comerciante le interrumpía con alguna pregunta de vez en cuando, sin apartar en ningún momento la mirada de la bolsa de dinero.
Al escucharles, Alek se dio cuenta de que el profesor Klopp había cambiado su acento. Normalmente, este hablaba con una cadencia lenta y clara, pero ahora sus palabras eran confusas y estaban salpicadas con el hablar propio de los plebeyos de arrastrar las palabras. Por un momento Alek pensó que Klopp estaba fingiendo. Pero más tarde se le ocurrió que tal vez aquella fuese la forma normal de hablar de aquel hombre. Tal vez lo que hacía era disimular su acento cuando estaba en presencia de nobles.
Le resultaba extraño pensar que en aquellos tres años de entrenamiento Alek tal vez nunca había escuchado el verdadero acento de su tutor.
Cuando hubo hecho la lista, el dueño de la tienda asintió lentamente. Luego sus ojos miraron rápidamente a Alek.
—¿Y tal vez no quieran algo para el chico?
Sacó un juguete de un montón de cosas desordenadas. Era un caminante de seis patas, una maqueta de una fragata terrestre de ochocientas toneladas de la clase Mefisto. Después de dar vueltas a su resorte, el tendero quitó la llave de su espalda. El juguete empezó a andar, avanzando espasmódicamente entre los engranajes y tornillos.
El hombre alzó la vista con una ceja levantada.
Dos semanas atrás, Alek habría encontrado aquel artefacto fascinante, pero ahora aquel juguete tambaleante le parecía infantil. Y era insufrible que aquel plebeyo le estuviese llamando «chico».
Soltó un bufido mirando el minúsculo caminante.
—La cabina del piloto está mal. Si pretende ser un Mefisto, está situada demasiado a popa.
El comerciante asintió lentamente, reclinándose hacia atrás con una sonrisa.
—Oh, así que aquí tenemos a un joven experto, ¿verdad? Supongo que ahora vas a darme una lección de mekánica.
La mano de Alek se dirigió instintivamente hacia un lado, allí donde normalmente colgaba su espada. Los ojos del hombre siguieron atentamente el gesto. La habitación se quedó mortalmente silenciosa durante unos instantes.
Entonces Volger se adelantó y recogió la bolsa de dinero. Sacó una moneda de oro y la dejó caer con un manotazo en el mostrador.
—No nos has visto —dijo con una voz cortante como el metal.
El dueño de la tienda no reaccionó, solamente miró fijamente a Alek, como si intentase memorizar su rostro. Alek le devolvió la mirada, con la mano aún sobre su espada imaginaria, presto a responder a un desafío. Pero, sin saber cómo, Klopp ya estaba tirando de él hacia la puerta y de nuevo se encontraron en la calle.
Cuando el polvo y la luz del sol hirieron sus ojos, Alek se dio cuenta de lo que había hecho. Su acento, su porte… El hombre había visto quién era.
—Tal vez nuestra lección de humildad de ayer fue insuficiente —siseó Volger mientras se abría paso entre la multitud, dirigiéndose hacia el arroyo que les conduciría de regreso hacia el caminante oculto.
—Es culpa mía, joven señor —se disculpó Klopp—. Debería haberos advertido que no hablaseis.
—Lo supo desde que salió la primera palabra de mi boca, ¿no es así? —dijo Alek—. Soy un imbécil.
—Los tres somos imbéciles —Volger lanzó una moneda de plata a un carnicero y recogió dos tiras de salchichas sin detenerse—. ¡Por supuesto ya deben de haber avisado al Gremio de Mekánicos para que nos busquen! —maldijo—. Y os llevamos directamente a la primera tienda que encontramos, pensando que un poco de suciedad podría ocultaros.
Alek se mordió el labio. Padre nunca había permitido que se le fotografiase o ni siquiera que se le hiciese un esbozo, y ahora Alek sabía por qué: era por si en alguna ocasión necesitaba ocultarse. Y, aun así, él mismo se había delatado. Él incluso se había dado cuenta de la diferencia en la forma de hablar de Klopp. ¿Por qué no había mantenido la boca cerrada?
Cuando llegaron a las afueras del mercado, Klopp hizo que se detuviesen con la nariz olisqueando el aire.
—Huelo a queroseno. Al menos necesitamos eso y aceite para el motor o no podremos avanzar ni un kilómetro más.
—Pues vayamos rápido entonces —dijo Volger—. Mi soborno probablemente no habrá sido suficiente —puso de mala manera una moneda en la mano de Alek y le indicó—: A ver si Su Alteza es capaz de comprar un periódico sin iniciar un duelo. Debemos saber si han elegido ya a un nuevo heredero y lo cerca que está Europa de entrar en guerra.
—Pero permaneced a la vista, joven señor —añadió Klopp.
Los dos hombres se encaminaron hacia un montón de latas de fuel y dejaron a Alek solo entre la apretujada multitud del mercado. El príncipe se abrió paso entre el gentío, apretando los dientes entre tantos empellones.
Los periódicos estaban expuestos en un largo banco con las páginas sujetas con piedras, mientras sus esquinas se levantaban empujadas por la brisa. Los repasó todos, sin saber cuál elegir. Su padre siempre decía que los periódicos sin ilustraciones eran los únicos que merecía la pena leer. Sus ojos se posaron en un titular: «LA SOLIDARIDAD DE EUROPA CONTRA LA PROPAGANDA SERBIA».
Todos los periódicos eran como aquel, seguros de que todo el mundo apoyaría al Imperio austrohúngaro después de lo que había sucedido en Sarajevo. Pero Alek se preguntaba si aquello sería verdad. Incluso a la gente en aquella pequeña ciudad austriaca no parecía que les hubiese importado demasiado el asesinato de sus padres.
—¿Cuál vas a comprar? —le preguntó una voz desde el otro lado del banco.
Alek miró la moneda que tenía en la mano. Nunca antes había sostenido dinero en su mano, a excepción de unas monedas de plata romanas de la colección de su padre. Aquella moneda era de oro y lucía el penacho de los Hausburgo en una cara y un retrato del tío abuelo de Alek en la otra: el emperador Francisco José, el hombre que había decretado que Alek nunca ascendería al trono.
—¿Cuántos puedo comprar con esto? —preguntó, intentando parecer plebeyo.
El hombre de los periódicos cogió la moneda y la miró atentamente. Seguidamente se la metió en el bolsillo y sonrió como si estuviese hablando con un idiota.
—Tantos como quieras.
Alek iba a pedir una respuesta más correcta, pero se mordió la lengua. Era mejor actuar como un tonto que hablar como un noble.
Se tragó su rabia y cogió entre sus brazos una copia de todos los periódicos que había, incluso los que estaban llenos de fotografías de caballos de carreras y salones de señoras. Tal vez a Hoffman y Bauer les gustarían.
Cuando Alek miró al vendedor de periódicos por última vez, se dio cuenta de una inquietante realidad. Hablaba francés, inglés y húngaro con fluidez, y siempre había impresionado a sus tutores en el dominio del latín y el griego. Pero el príncipe Aleksandar de Hohenberg apenas conseguía balbucear el lenguaje diario de su propia gente, ni siquiera para comprar un periódico.