DOCE
A medida que Deryn y Newkirk se acercaban a la proa, aumentó el número de murciélagos. Sus chillidos de ecolocalización repiqueteaban como el granizo sobre un tejado de hojalata.
Los otros cadetes estaban detrás de ellos con el señor Rigby en medio, urgiéndoles a que se apresurasen. El dar de comer a los murciélagos tenía que estar sincronizado precisamente con el ataque de los fléchette.
De pronto una chirriante masa de caos barrió la oscuridad, era un nido de halcones bombarderos y redes antiaéreas brillando en la oscuridad. Newkirk soltó un grito sorprendido y se le enredaron los pies. Se cayó por la pendiente de la aerobestia con las suelas de goma de sus botas rechinando por la membrana. Finalmente se detuvo.
Deryn soltó su bolsa y corrió hacia él.
—¡Arañas chaladas! —exclamó Newkirk, con la corbata más descentrada de lo usual—. ¡Esos pájaros del demonio nos han atacado!
—No han hecho tal cosa —dijo Deryn, tendiéndole una mano.
—¿Problemas para mantenerse en pie, caballeros? —el señor Rigby les gritó desde el lomo del Leviathan.
—Tal vez pueda arrojarles algo de luz.
Sacó su silbato de mando y silbó unas notas, de forma fuerte y ruda. Cuando el sonido vibró por la membrana, las luciérnagas se despertaron bajo los pies. Se arrastraron hasta situarse bajo la piel de la aerobestia, proporcionando una luz verdosa pálida pero suficiente para que la tripulación viese dónde ponía los pies y no lo bastante como para que cualquier nave pudiese avistar al Leviathan en el cielo.
Aun así, los ejercicios de combate debían ser llevados a cabo en la oscuridad. Ya que era un poco molesto necesitar gusanos solamente para andar.
Newkirk miró hacia abajo y tembló un poco.
—Estos bichos tampoco me gustan.
—A ti no te gusta ningún bicho —dijo Deryn.
—Ya, pero los que se arrastran son los peores.
Deryn y Newkirk escalaron de nuevo y ahora se encontraban detrás de los otros cadetes. No obstante, la proa estaba a la vista y los murciélagos la cubrían como limaduras de hierro en un imán. Aquella especie de piar provenía de todas las direcciones.
—Suenan hambrientos, caballeros —previno el señor Rigby—. ¡Asegúrense de que no les muerden!
Newkirk puso una cara nerviosa y Deryn le dio un codazo.
—No seas bobo. Los murciélagos fléchette solo comen insectos y frutas.
—Sí, vale, y aguijones de metal —murmuró—. Todo esto es rematadamente antinatural.
—Lo único que pasa es que están diseñados para hacerlo —gritó el señor Rigby.
Aunque las cadenas de vida humanas estaban fuera de los límites de la fabricación, los cadetes a menudo conjeturaban que las orejas del contramaestre eran fabricadas. Podía oír un murmullo de queja bajo un vendaval de fuerza 10.
Los murciélagos cada vez hacían más ruido a la vista de las bolsas de comida, empujándose para buscar posiciones en la semiesfera inclinada de la proa. Los cadetes abrocharon sus cabos de seguridad juntos y se repartieron por la ondulación del navío, con sus bolsas de comida a punto.
—¿Preparados, caballeros? —gritó el señor Rigby—. Lancen la comida con fuerza y repártanla.
Deryn abrió su bolsa y metió una mano en el interior. Sus dedos se cerraron sobre higos secos, cada uno con un fléchette de metal accionado y clavado por el centro. Cuando los lanzó, se alzó una oleada de murciélagos con sus alas revoloteando como si se tratase de una pelea y se lanzaron sobre la comida.
—No me gustan estos pájaros —murmuró Newkirk.
—No son pájaros, majadero —dijo Deryn.
—¿Si no son pájaros qué son, eh?
Deryn soltó un gruñido.
—Los murciélagos son mamíferos. Como los caballos, o como tú y yo.
—¡Mamíferos que vuelan! —Newkirk sacudió la cabeza—. ¿Qué es lo siguiente que se les va a ocurrir a esos lumbreras?
Deryn puso los ojos en blanco y lanzó otro puñado de comida. Newkirk tenía la costumbre de dormirse en las lecciones de Filosofía Natural. Aun así, tenía que admitir que era rematadamente extraño ver a los murciélagos comerse aquellos fléchette de metal. Pero nunca parecía que les hicieran daño.
—¡Asegúrense de que todos comen algunos! —el señor Rigby gritaba.
—Sí, claro, es lo mismo que cuando daba de comer a los patos de pequeño —murmuró Deryn—. Nunca podía dar pan a los más menudos.
Lanzó la comida con más fuerza, pero no importaba dónde caían los dardos, los matones siempre llegaban los primeros. La supervivencia de los más agresivos era una cosa que los científicos no podían eliminar en sus creaciones.
—¡Ya basta! —gritó el señor Rigby finalmente—. ¡Los murciélagos sobrealimentados no nos sirven! —el contramaestre volvió el rostro—. Y ahora tengo una pequeña sorpresa para ustedes, bastardos. ¿Alguien tiene alguna objeción a quedarse en la parte dorsal?
Los cadetes soltaron vítores. Normalmente regresaban enseguida abajo a las barquillas para hacer ejercicios de combate. Pero aquello no era comparable a ver un ataque de fléchettes desde lo alto.
El H. M. S. Gorgon ahora estaba a su alcance, tirando de un barco objetivo que estaba detrás de él. El blanco era una vieja goleta sin luces, aunque las velas se dejaban ver con un revoloteo blanco destacando sobre el oscuro mar. El Gorgon soltó su amarre, se alejó a toda máquina y se situó a una milla de distancia. Entonces disparó una bengala de señales para indicar que ya estaba a punto de empezar.
—Dejad paso, chicos —surgió una voz tras ellos.
Era el doctor Busk, el cirujano y jefe científico del Leviathan. En su mano sujetaba una pistola de aire comprimido, la única arma que se les permitía llevar encima en un respiradero de hidrógeno. Se abrió paso con dificultad entre los murciélagos, con sus siluetas negras moviéndose de un lado a otro, alejándose de sus botas.
—¡Vamos! —Deryn agarró el brazo de Newkirk y bajó rápidamente la pendiente del flanco de la aerobestia para tener una mejor vista.
—Intenten no caer, caballeros —dijo el señor Rigby.
Deryn no le hizo caso y se dirigió directamente hacia abajo, a los flechastes. Era trabajo del contramaestre ocuparse de los cadetes, pero Rigby parecía que pensase que era su madre.
Un lagarto mensajero pasó corriendo junto a Deryn y se presentó al jefe científico.
—Puede empezar su ataque, doctor Busk —dijo con la voz del capitán.
Busk asintió, como todo el mundo hacía con los lagartos mensajeros aunque aquello no tuviese sentido, y alzó su arma.
Deryn pasó un brazo por las escaleras de cuerda y se quedó colgando del codo.
—Tápese los oídos, señor Newkirk.
—¡Sí, sí, señor!
La pistola explosionó con un « ¡crac!» y la membrana tembló junto a Deryn. Aquello sobresaltó a los murciélagos, que alzaron el vuelo como una inmensa sábana negra ondeando al viento. Se arremolinaron alocadamente, como una tormenta de alas y ojos brillantes. Newkirk se agazapó de miedo junto a Deryn, acercándose aún más al flanco.
—No seas bobo —dijo ella—. Aún no están preparados para soltar las púas.
—¡Bueno, espero que no!
Un momento después, se encendió un reflector debajo de la barquilla principal lanzando un rayo de luz que atravesó la oscuridad. Los murciélagos se encaminaron directamente a la luz. Las cadenas de vida mezcladas de polilla y mosquito les guiaron con la misma exactitud que una brújula.
La luz del reflector se llenó con sus pequeñas formas revoloteando, como motas de polvo arremolinadas en un rayo de sol. Entonces el haz de luz empezó a balancearse de un lado a otro con la horda de murciélagos persiguiéndolo lealmente por el cielo. Se extendieron por toda su longitud, acercándose cada vez más y más al blanco que ondeaba sobre las olas.
El balanceo del foco estaba perfectamente cronometrado, conduciendo al gran enjambre de murciélagos sobre la goleta y, de repente, la luz se volvió de color rojo sangre.
Deryn escuchó los chillidos de los murciélagos. Aquel sonido llegaba a sus oídos por encima de los motores y de los gritos de guerra de la tripulación del Leviathan. Los murciélagos fléchette tenían un miedo atroz al color rojo, tanto que soltaban sus excrementos mortales al momento.
Cuando las púas cayeron, la horda empezó a dispersarse, explotando en una docena de nubes más pequeñas y los murciélagos regresaron en enjambres hacia sus nidos a bordo del Leviathan. Al mismo tiempo, el reflector se zambullía de nuevo hacia el objetivo.
Los fléchette aún estaban cayendo. Aquellas púas, lanzadas a millares, brillaban como una lluvia de metal bajo la luz carmesí del proyector, despedazando las velas de la goleta hasta hacerlas trizas. Incluso a aquella distancia, Deryn pudo distinguir cómo se astillaba la madera de la cubierta, y los mástiles se inclinaban cuando sus estays y obenques eran cortados.
—¡Ah! ¡Unos cuantos de estos deberían darles una buena lección a los alemanes! —gritó Newkirk.
Deryn frunció el ceño, imaginando por un momento que en aquella embarcación hubiese tripulación. No le resultó una imagen agradable, precisamente. Incluso un acorazado perdería sus cubiertas principales, su bandera de señales, y un ejército de tierra podría ser atacado salvajemente por las púas al caer.
—¿Por eso te alistaste? —preguntó ella—. ¿Porque odias a los alemanes más que a las bestias fabricadas?
—No. El Ejército del aire fue idea de mi madre —repuso él.
—Pero ¿ella no es una Mono Ludista?
—Sí, ella cree que los fabs son seres impíos. Pero resulta que oyó en alguna parte que el aire era el lugar más seguro en una guerra —y señaló el barco despedazado—. Que no era tan peligroso como estar ahí abajo.
—Bueno, eso es bastante cierto —dijo Deryn, dando unos golpecitos a la zumbante piel de la aeronave—. ¡Eh, mira…, ahora viene el espectáculo! El barco auxiliar kraken va a empezar a trabajar.
Desde el Gorgon aparecieron dos reflectores, parpadeando señales de colores a medida que navegaban, llamando a su bestia. Cuando las luces alcanzaron a la goleta, cambiaron a un blanco cegador, iluminando los daños que habían causado los murciélagos del Leviathan. Apenas quedaba nada de las velas, y las arboladuras parecían una maraña de cordones de zapatos masticados. La cubierta estaba sembrada de astillas y púas brillantes.
—¡Diablos! —exclamó Newkirk—. Mira lo que…
Su voz se apagó cuando el primer brazo de la bestia se alzó del agua.
El gigantesco tentáculo barrió el aire y una cortina de agua de mar cayó como si fuese lluvia por toda su longitud. El kraken de la Marina Real era otro de los fabricados de Huxley, Deryn lo había leído, hecho con cadenas de vida de pulpo y de calamar gigante. Su brazo se desenroscó como un vasto y lento látigo bajo la luz de los reflectores.
Tomándose su tiempo, el tentáculo se enroscó alrededor de la goleta con sus ventosas sujetándose con fuerza en el casco. Entonces, a aquel brazo se unió otro y cada uno atrapó un extremo del barco. A continuación, el navío se partió en dos. El horrible sonido de la madera al partirse rebotó por las oscuras aguas hasta llegar a los oídos de Deryn.
Del agua aparecieron más tentáculos desenroscándose y envolviéndose alrededor del barco. Finalmente la cabeza del kraken quedó a la vista, con un enorme ojo mirando al Leviathan durante unos instantes antes de que la bestia sepultara la goleta entre las olas.
Pronto solamente quedaron los pecios de la nave sobre el oleaje. Los cañones del Gorgon saludaron con un rugido.
—Hummm —profirió Newkirk—. Supongo que es la forma que tiene la Marina de decir la última palabra: «caraculos».
—Yo no diría que a nadie de esta goleta le haya molestado el kraken —dijo Deryn—. Que te maten por segunda vez no duele mucho.
—Sí, y hemos sido nosotros quienes hemos causado los daños. ¡Somos rematadamente geniales!
Los primeros murciélagos ya estaban revoloteando de regreso a casa, lo que significaba que era hora de que los cadetes descendiesen a por más comida. Deryn flexionó sus músculos cansados. No quería resbalar y terminar allí abajo con el kraken. Seguramente la bestia estaría irritada al comprobar que su desayuno no contenía ningún sabroso tripulante y a Deryn no le apetecía mejorar su humor.
«UN KRAKEN TERMINA EL TRABAJO»
De hecho, contemplar el ataque con fléchette la había dejado temblorosa. Tal vez Newkirk estaba ansioso por entrar en batalla, pero ella se había alistado en el Ejército para volar, no para destrozar a pobres sinvergüenzas que se encontraban a unos trescientos metros por debajo de ellos.
Seguramente, los alemanes y sus colegas austriacos no serían tan estúpidos como para empezar una guerra porque unos aristócratas habían sido asesinados. Los clánkers eran como la madre de Newkirk. Tenían miedo de las especies fabricadas y adoraban sus motores mecánicos. ¿Realmente pensaban que su pandilla de artefactos andantes y aeroplanos zumbantes podía hacer algo contra el poder darwinista de Rusia, Francia y Gran Bretaña?
Deryn Sharp sacudió la cabeza y decidió que todos aquellos rumores de guerra no eran más que un montón de tonterías. Tal vez los poderes clánker no quisieran luchar.
Dio la espalda a los pecios esparcidos de la goleta y bajó corriendo tras Newkirk por el trémulo flanco del Leviathan.