ONCE
Aunque el señor Rigby le había dicho que no lo hiciese, Deryn Sharp miró hacia abajo.
Unos trescientos metros por debajo, el mar estaba en movimiento. Las inmensas olas rodaban por su superficie y el viento levantaba espuma blanca de sus crestas iluminadas por la luz de la luna. Y, aun así, allí, colgada del flanco del Leviathan en la oscuridad, el viento estaba quieto. Era igual que en los diagramas de los flujos de aire, una capa de calma envolvía la inmensa bestezuela.
Con calma o no, los dedos de Deryn se agarraron a la jarcia con más fuerza cuando miró al mar. El aspecto de lo que había allí abajo parecía frío y húmedo. Y, tal como el señor Rigby había señalado multitud de veces durante aquella última quincena, la superficie del agua es dura como una piedra si caes a gran velocidad.
Los minúsculos cilios vibraban y ondeaban por las cuerdas, cosquilleando en sus dedos. Deryn soltó una mano y presionó su palma contra la calidez de la bestia. La membrana tenía un tacto terso y saludable, sin ninguna fuga de hidrógeno escapando de ella.
—¿Descansando, señor Sharp? —preguntó Rigby—. Solo hemos ascendido hasta la mitad.
—Estaba escuchando, señor —respondió ella.
Los oficiales más antiguos decían que el zumbido de la membrana puede contártelo todo de un dirigible. La piel del Leviathan vibraba con el tamborileo de los motores, el arrastrar de los pies de los lagartos de lastre del interior e incluso las voces de la tripulación a su alrededor.
—Se refiere a haraganear — gritó el contramaestre—. ¡Esto es un ejercicio de combate! ¡Empiece a escalar, señor Sharp!
—¡Sí, señor! —repuso ella, aunque no tenía mucho sentido apresurarse.
Los otros cinco cadetes aún estaban tras ella. Ellos eran los que estaban haraganeando, deteniéndose a abrochar sus arneses de seguridad a los travesaños de cuerda cada pocos pies. Deryn escalaba sin sujeción, como los antiguos aparejadores, excepto que ella colgaba ahora de la parte inferior de la aerobestia.
La parte ventral, la opuesta a la dorsal, se corrigió. Las Fuerzas Armadas odiaban el lenguaje normal y corriente. Las paredes eran en su argot «mamparos», el comedor una «cantina» y las cuerdas de escalar eran «flechastes o cordeles». El Ejército incluso tenía palabras diferentes para decir «izquierda» y «derecha», algo que a ella le parecía que ya era ir un poco lejos.
Deryn enganchó el talón de su bota en los cordeles y se impulsó hacia arriba otra vez, con la pesada bolsa de comida cruzada sobre el hombro y el sudor bajándole por la espalda. Sus brazos no eran tan fuertes como los de los demás cadetes, pero había aprendido a escalar ayudándose con las piernas. Y tal vez sí que había estado descansando, pero tan solo un momento.
Un lagarto mensajero pasó corriendo por su lado, con sus pies ventosa tirando de la membrana como dedos atrapados en caramelo. No se detuvo a graznar órdenes a los modestos cadetes, sino que subió moviéndose rápidamente hacia la parte dorsal. Toda la nave estaba en alerta de combate, los flechastes cimbreándose con la tripulación marchando a paso rápido y el aire nocturno lleno de aves fabricadas.
En la distancia, Deryn pudo distinguir unas luces que se recortaban en el oscuro mar. El H. M. S. Gorgon era un navío de la Marina Real, una embarcación pequeña kraken que tenía la misión de remolcar al objetivo aquella noche.
El señor Rigby también debía de haberlo visto porque gritó:
—¡Moveos, imbéciles! ¡Los murciélagos están esperando su desayuno!
Deryn apretó los dientes, alargó la mano buscando la cuerda siguiente: «¡Esto es un flechaste, imbécil!», y tiró lo más fuerte que pudo.
La prueba para ser cadete, por supuesto, había sido fácil.
El reglamento del ejército decía que se suponía que la prueba debía hacerse en tierra, pero Deryn había suplicado sin ningún tipo de vergüenza que le dejasen ser cadete temporalmente en la nave. En su tercer día a bordo del Leviathan, los oficiales del navío se habían ablandado. Incluso el arisco contramaestre, el señor Rigby, había mostrado un leve indicio de admiración.
Desde que pasó la prueba, no obstante, la suficiencia de Deryn se había diluido un poco. Resultó que no lo sabía todo sobre aeronaves. Es decir, no aún.
Cada día el contramaestre llamaba a todos los jóvenes cadetes del Leviathan a la sala de oficiales de la nave para darles lecciones. Principalmente se trataba de clases sobre el arte de la aviación, sobre navegación, consumo de combustible, predicción del tiempo e interminables nudos y tonos de silbatos de órdenes que debían aprender. Esbozaban la anatomía de la aeronave con tanta frecuencia que Deryn conocía sus entrañas tan bien como las calles de Glasgow. Los días de suerte, las lecciones eran de Historia Militar: las batallas de Nelson, las teorías de Fisher, las tácticas de la aerobestia contra los barcos de superficie y las fuerzas terrestres. Algunos días representaban batallas en el tablero de la mesa contra los inánimes zepelines y aeroplanos del Káiser.
Pero las clases favoritas de Deryn eran cuando los científicos explicaban Filosofía Natural. Cómo el viejo Darwin había descubierto la manera de tejer nuevas especies a partir de las antiguas, extrayendo las minúsculas hebras, cadenas de vida, y uniéndolas en secuencias bajo un microscopio. Cómo la evolución había exprimido una copia de la propia cadena de vida de Deryn en todas y cada una de las células de su cuerpo. Cómo un gran número de bestias formaban parte del Leviathan (desde las bacterias microscópicas que expelían hidrógeno en su vientre hasta la enorme ballena enjaezada). Cómo las criaturas de la aeronave, al igual que el resto de la naturaleza, estaban siempre luchando entre ellas formando un complicado e intrincado equilibrio.
Las lecciones del contramaestre eran simplemente una fracción de lo que ella tenía que asimilar en la azotea. Cada vez que otra nave pasaba volando por su lado, los cadetes acudían en tropel hacia el cuadro de señales para leer los mensajes enfilados en las distantes banderas ondeantes. Seis palabras por minuto sin un error o, si no, se pasaban largas horas desempeñando tareas en las regiones gástricas. Cada hora se ejercitaban en comprobar la altitud del Leviathan, disparando una pistola de aire y cronometrando el eco desde el mar o dejando caer una botella reluciente de algas fosforescentes y cronometrando cuánto tiempo tardaba en estrellarse. Deryn había aprendido a reconocer en un santiamén cuántos segundos tardaba un objeto en caer en picado desde cualquier distancia, desde un centenar de pies a dos millas. Pero lo más extraño era que lo estaba haciendo todo como si fuese un chico.
Jaspert tenía razón: sus tetas no eran la mayor complicación. El agua pesaba, por lo tanto en una aeronave se bañaban con trapos y un balde. Y los lavabos a bordo del Leviathan («letrinas», en jerga del Ejército) estaban en el oscuro canal gástrico, que expulsaba los excrementos y los convertían en lastre e hidrógeno. Así que ocultar su cuerpo de chica era fácil… Era su cerebro lo que tenía que cambiar.
Deryn siempre había pensado que ya era un poco chico, por haberse criado entre la fanfarronería de Jaspert y el entrenamiento en globo de Pa. Pero convivir con otros cadetes era algo más que luchar e intentar hacer nudos, era como unirse a una manada de perros. Se daban empellones y se golpeaban por conseguir los mejores asientos en la mesa de la cantina de los cadetes. Se insultaban y se burlaban de las puntuaciones de las lecturas de señales y navegación y de quienes los oficiales habían felicitado aquel día. Competían interminablemente para ver quién podía escupir más lejos, beber ron más deprisa o cuál de ellos eructaba más ruidosamente.
Era endiabladamente agotador ser un chico.
Pero no todo aquello era malo. Su uniforme de aviador era muchísimo mejor que cualquier vestido de chica. Las botas resonaban espléndidamente cuando corría a toda prisa a las prácticas de señales o a los ejercicios de bombero y la chaqueta tenía una docena de bolsillos, inclusive compartimentos especiales para su silbato de mando y una navaja marinera. Y a Deryn no le importaban las constantes prácticas en habilidades útiles como el lanzamiento de cuchillo, maldecir y no mostrar dolor cuando le daban un puñetazo.
Pero ¿cómo conseguían los chicos estar siempre así durante toda su maldita vida?
Deryn cambió un poco el peso de la bolsa de comida en sus doloridos hombros. Por una vez llegó a la espina dorsal de la aeronave muy por delante de los demás y pudo permitirse un momento de descanso.
—Haraganeando de nuevo, señor Sharp —gritó una voz.
Deryn se dio la vuelta y vio al cadete Newkirk a la vista, que asomaba sobre la curva del Leviathan, con su calzado de suelas de goma rechinando. Allí arriba no había cilios ondulantes, tan solo escamas dorsales para montar cabrestantes y armamento.
—Solo esperaba a que usted me alcanzase, señor Newkirk —le repuso ella.
Siempre se le hacía raro llamar a los otros chicos «señor». Newkirk aún tenía acné en su rostro y apenas sabía cómo atarse la corbata. Pero los cadetes debían saber comportarse como verdaderos oficiales.
Cuando llegó a la espina dorsal, Newkirk dejó caer su bolsa de provisiones y sonrió.
—El señor Rigby está aún a millas de distancia.
—Sí. Ahora no podrá decir que somos unos haraganes —dijo Deryn.
Permanecieron allí un momento, jadeando y mirando a su alrededor.
La parte superior de la aerobestia era un hervidero de actividad. Los flechastes parpadeaban gracias a las antorchas eléctricas y a las luciérnagas, y Deryn sintió cómo la membrana temblaba a causa de los pasos distantes. Cerró los ojos, intentando sentir la aeronave en su totalidad, con sus cientos de especies enmarañadas para formar un vasto organismo.
—Es endiabladamente genial estar aquí arriba —murmuró Newkirk.
Deryn asintió. Aquellas dos últimas semanas se había presentado voluntaria para las tareas al aire libre siempre que había sido posible. Estar en la parte dorsal era volar de verdad: con el viento en la cara y el cielo en todas direcciones. Una experiencia tan valiosa como sus horas de vuelo en los globos de Pa.
Una patrulla de aparejadores ocupados se movía a toda prisa con dos rastreadores de hidrógeno sujetos con correas buscando fugas en la membrana. Uno de ellos olisqueó la mano de Newkirk al pasar y este soltó un chillido.
Los aparejadores rieron y Deryn se unió a ellos.
—¿Quiere que llame a un médico, señor Newkirk? —preguntó.
—Estoy bien —soltó, mirándose la mano con recelo.
La madre de Newkirk era una Mono Ludista y había heredado de ella un estómago nervioso para los fabricados. El porqué se había presentado voluntario para servir en un bestiario demencial como el Leviathan era un verdadero misterio.
—Es solo que no me gustan estas bestias de seis patas.
—No tiene de qué tener miedo, señor Newkirk.
—Que te den, señor Sharp —murmuró alzando su bolsa de provisiones—. Vamos. Rigby ya está justo detrás de nosotros.
Deryn soltó un gruñido. Sus doloridos músculos habrían agradecido otro minuto de descanso. Pero Newkirk le hizo reír puesto que aquella interminable competencia estaba en marcha de nuevo. Alzó su bolsa y lo siguió hacia la proa.
Ser un chico era un trabajo rematadamente duro.