DIEZ

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Movió con suavidad las palancas de los andadores a ambos lados y notó que el pie derecho del Caminante de Asalto cambiaba de sitio.

—Eso es —dijo Otto Klopp—. Ahora despacio.

Alek empujó suavemente los controles de nuevo y el caminante avanzó un poco más, deslizándose. Era frustrante maniobrar en un espacio tan estrecho como aquel. Un solo golpe con el hombro del caminante podía enviar abajo todo el granero podrido y derrumbarlo a su alrededor. Al menos todos aquellos indicadores y palancas habían empezado a tener algún sentido. Un poco más de presión en las rodillas sería de ayuda…

Con otro movimiento suave lo habría conseguido: el visor estaba alineado con un agujero abierto en la pared del granero. Los últimos rayos de sol de la tarde brillaban en la cabina y los campos se extendían ante ellos. Una cosechadora retumbaba en la distancia moviéndose sobre doce patas con una docena de granjeros y un camión de cuatro patas siguiéndoles para recolectar el grano atado en bultos.

El conde Volger posó una mano sobre el hombro de Alek.

—Esperad hasta que estén fuera de la vista.

—Bueno, obviamente —dijo Alek.

Con sus cardenales aún doliéndole, ya tenía suficientes consejos del conde Volger por un día.

La cosechadora avanzaba lentamente por el campo y finalmente desapareció tras una suave colina. Unos pocos obreros andaban rezagados detrás, como puntos negros en el horizonte. Alek pronto los perdió en la distancia, pero aun así esperó.

Finalmente, la voz de Bauer resonó en el intercomunicador:

—El último ya se ha ido, señor.

El cabo Bauer tenía el raro alcance visual de un experto artillero. Dos semanas antes estuvo a punto de comandar su propia máquina. El jefe Hoffman había sido el mejor ingeniero de los Guardas de los Hausburgo. Pero ahora aquellos dos hombres no eran más que fugitivos.

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Alek lentamente había llegado a comprender todo lo que habían dejado atrás por él: sus rangos, familias y su futuro. Si los capturaban, los colgarían como desertores. El príncipe Aleksandar desaparecería de una forma más discreta, por supuesto, por el bien del Imperio. La última cosa que una nación en guerra necesitaba era la incertidumbre de saber quién era realmente el heredero al trono.

Movió el caminante hacia las puertas abiertas del granero, usando el paso que Klopp le había enseñado en que la máquina arrastraba los pies. Aquel paso borraba las enormes huellas de la máquina y cualquier otro signo de que alguien había estado oculto allí.

—¿Preparado para vuestra primera carrera, joven señor? —preguntó Klopp.

Alek asintió, flexionando sus dedos. Estaba nervioso pero contento de pilotar de día, por primera vez, en lugar de en plena noche. Y, en realidad, las caídas de los caminantes tampoco eran tan malas. Todos ellos probablemente resultarían golpeados y magullados, pero el profesor Klopp podría poner de pie la máquina otra vez.

Cuando los motores alcanzaron más impulso, el olor de su tubo de escape se mezcló con el del polvo y el heno. Alek movió suavemente los controles de la máquina y esta avanzó. Cuando el caminante se abrió paso entre las puertas y salió al aire libre, la madera crujió.

—¡Lo habéis hecho como una seda, joven señor! —dijo Klopp.

No hubo tiempo para responder. Ahora estaban a campo abierto. Alek llevó al Caminante de Asalto a alcanzar toda su altura y a sus motores a carburar al máximo. Lo impulsó hacia delante, alargando cada vez más las patas de metal a cada paso que daban. Después llegó el momento en que el paso se convirtió en carrera: con ambos pies en el aire a la vez, la cabina temblaba con cada impacto contra el suelo.

Alek escuchó cómo el centeno se hacía trizas bajo sus pies. El rastro del caminante podría ser fácilmente visto desde un aeroplano, pero por la noche la cosechadora volvería y borraría todas las enormes huellas.

Alek mantenía la mirada en su objetivo: el cauce de un río cuyas orillas estaban sembradas de árboles donde ponerse a cubierto. Aquella era la vez que había viajado más rápido, más rápido que cualquier caballo, incluso más rápido que el tren expreso a Berlín. Cada paso de diez metros parecía durar unos interminables segundos, gráciles considerando la vasta escala de la máquina. Aquel ritmo trepidante era fantástico, después de pasar largas noches arrastrándose por el bosque.

Pero a medida que el cauce del río se acercaba, Alek empezó a pensar que el caminante tal vez se estaba moviendo demasiado deprisa. ¿Cómo se suponía que iba a detener la máquina?

Hizo retroceder los controles un poco y de pronto todo empezó a ir mal. El pie derecho bajó demasiado pronto… y la máquina empezó a tambalearse hacia delante. Entonces, Alek hizo bajar la pierna izquierda, pero el impulso del caminante la arrastró hacia delante. Se vio obligado a dar otro paso, como un borracho ladeándose, incapaz de parar.

—Joven señor… —empezó Otto.

—¡Cójalo! —gritó Alek.

Klopp agarró los mandos e hizo girar al caminante, alargando una pierna e inclinando toda la nave hacia atrás. La silla del piloto dio media vuelta y Volger giró violentamente colgado de las correas de mano que había sobre sus cabezas, pero de alguna forma Klopp permaneció pegado a los controles. El Caminante de Asalto derrapó, con una pierna estirada hacia delante, y su pie delantero desgarró con fuerza el suelo y los tallos de heno. Entró polvo en la cabina y Alek pudo entrever el lecho del río lanzándose hacia ellos.

La máquina gradualmente aminoró la velocidad, un último y pequeño impulso la enderezó y…, seguidamente, ya estaba de pie sobre las dos patas, oculta entre los árboles con los enormes pies metidos en el riachuelo.

Alek observó cómo el polvo y el heno triturado se arremolinaban ante el visor. Un momento después sus manos empezaron a temblar.

—¡Bien hecho, joven señor! —dijo Klopp, dándole una palmada en la espalda.

—¡Pero si casi nos caemos!

—¡Por supuesto, casi lo conseguís! —Klopp se echó a reír—. Todo el mundo se cae la primera vez que intenta correr.

—¿Todo el mundo qué?

—Todo el mundo se cae. Pero habéis hecho lo correcto y habéis dejado que yo me ocupara de los controles a tiempo.

Volger se sacudió unos brotes de heno de su chaqueta.

—Parece que la humildad era un punto bastante fastidioso de la lección de hoy. Junto con asegurarnos de que parecemos verdaderos plebeyos.

—¿Humildad? — Alek apretó los puños—. ¿Eso significa que sabíais que me iba a caer?

—Por supuesto —dijo Klopp—. Como os he dicho, todo el mundo se cae la primera vez. Pero vos me habéis entregado los controles a tiempo. ¡Eso también es una lección!

Alek puso mala cara. Klopp estaba feliz sonriéndole, como si Alek hubiese acabado de efectuar un salto mortal en un cúter de seis patas. No estaba seguro de si debía reír o darle al hombre una buena paliza.

Se incorporó para intentar toser el polvo que aún tenía en los pulmones y después volver a los controles. El Caminante de Asalto respondió con normalidad. Parecía que nada más importante, aparte de su orgullo, había resultado dañado.

—Lo habéis hecho mejor de lo que esperaba —dijo Klopp—. Especialmente con lo inestable que resulta nuestra parte superior.

—¿Inestable? —preguntó Alek.

—Ah, bueno —Klopp miró a Volger tímidamente—. Creo que en realidad no.

El conde Volger suspiró.

—Adelante, Klopp. Si tenemos que enseñar a Su Alteza a hacer acrobacias con el caminante, supongo que le será de ayuda mostrarle la carga extra que llevamos.

Klopp asintió con una maliciosa sonrisa en su rostro. Se levantó del asiento del comandante y se arrodilló junto a una pequeña trampilla que había en el suelo.

—¿Me echáis una mano, joven señor?

Ya con un poco de curiosidad, Alek se arrodilló a su lado y juntos desenroscaron los tornillos. El panel hizo ruido al abrirse y Alek parpadeó. En lugar de cables y resortes, la obertura reveló ordenados rectángulos de metal de un brillo apagado, cada uno de ellos llevaba grabadas las iniciales del sello de los Hausburgo.

—¿Eso son…?

—Lingotes de oro —dijo Klopp alegremente—. Una docena. ¡En total casi un cuarto de tonelada!

—¡Por los clavos de Cristo! —soltó Alek con un bufido.

—Es el contenido de la caja fuerte de vuestro padre —dijo el conde Volger—. Nos fue confiada a nosotros como parte de vuestra herencia. No nos faltará dinero.

—Supongo que no —Alek se sentó otra vez—. ¿Así que este es vuestro pequeño secreto, conde? Debo admitir que estoy impresionado.

—Esto es simplemente una idea de última hora —Volger hizo un gesto con la mano y Klopp empezó a sellar el panel de nuevo—. El secreto real está en Suiza.

—Un cuarto de tonelada de oro, una idea de última hora —Alek miró al conde—. ¿Lo dice en serio?

El conde Volger alzó una ceja.

—Yo siempre hablo en serio. ¿Nos vamos?

Alek regresó al asiento del piloto, intrigado por saber qué otras sorpresas le reservaba el conde.

Alek los condujo río abajo hacia Lienz, la ciudad más cercana, que contaba con una industria mecánica. El caminante necesitaba urgentemente queroseno y piezas de recambio y, con una docena de barras de oro, podían comprar la ciudad entera si era necesario. Sin embargo, lo difícil era no delatarse. Un Caminante de Asalto Cíklope resultaba una forma bastante llamativa de viajar.

Alek mantuvo la máquina entre los árboles junto a la orilla del río. Bajo la tenue luz del atardecer ya casi desvaneciéndose, podrían moverse furtivamente y acercarse lo suficiente para llegar a la ciudad a pie por la mañana.

A Alek le resultaba extraño pensar que, por la mañana, por primera vez en dos semanas, vería a otras personas. No solamente a aquellos cuatro hombres sino a toda una ciudad repleta de plebeyos, ninguno de los cuales se daría cuenta de que un príncipe caminaba entre ellos.

Tosió de nuevo y miró su polvoriento disfraz de ropas de granjero. Volger tenía razón, ahora iba tan sucio como un campesino. Nadie iba a pensar que se trataba de alguien especial. Y menos todavía un chico con una gran fortuna en oro. Klopp, que estaba junto a él, iba igualmente mugriento pero aún lucía una sonrisa de satisfacción en su rostro.