NUEVE
Alek se despertó con el repiqueteo del código Morse.
Cuando se desperezó, la madera crujió y un olor a humedad llenó su nariz. El polvo se arremolinaba en las saetas de los rayos de sol que se filtraban a través de las paredes medio podridas. Se sentó y parpadeó, mirando el montón de heno que cubría sus ropas.
El príncipe Aleksandar nunca había dormido en un granero. Desde luego, aquellas dos últimas semanas había hecho un montón de cosas nuevas.
Klopp, Bauer y el ingeniero jefe Hoffman estaban roncando no muy lejos de él. El caminante estaba agazapado en el granero, en penumbra. Su cabeza casi alcanzaba el techo del henar. La noche anterior Alek había maniobrado la máquina y la había hecho entrar hasta acomodarla a media altura en la oscuridad para que cupiese dentro. Un pilotaje un poco peliagudo.
El código Morse repiqueteaba de nuevo a través del visor abierto del caminante.
El conde Volger, por supuesto. Parecía que el hombre fuese alérgico al sueño.
El espacio que quedaba entre el techo del henar y la cabeza del caminante era apenas el de la longitud de una espada, un salto fácil.
Alek aterrizó suavemente. Sus pies descalzos no hacían ruido sobre la armadura de metal. Se dejó caer por el borde para mirar por el visor. Volger estaba sentado, mirando a lo lejos en la silla del comandante, con un auricular sin cables presionado contra su cabeza.
Lenta y silenciosamente, Alek bajó un pie y lo apoyó en el borde del visor.
—Tenga cuidado de no caer, Su Alteza.
Alek suspiró, preguntándose si alguna vez conseguiría escabullirse de su profesor de esgrima. Entró por el visor y se dejó caer en el asiento del piloto.
—¿Es que usted no duerme nunca, conde?
—No, con este alboroto —Volger miró hacia el henar.
—¿Se refiere a los ronquidos? —Alek frunció el ceño.
Se había acostumbrado a dormir entre ruidos de hombres y máquinas pero, por alguna razón, aquel simple repiqueteo de puntos y rayas del radiotelégrafo le había despertado. Dos semanas de huida constante había alterado sus sentidos.
—¿Algo sobre nosotros?
Volger se encogió de hombros.
—Han vuelto a cambiar los códigos. Pero hay más conversaciones que nunca. El ejército se está preparando para la guerra.
—Tal vez me hayan olvidado —dijo Alek.
Durante los primeros días, acorazados terrestres les habían estado siguiendo los pasos en todas direcciones con multitud de puestos de vigilancia en sus cubiertas superiores. Pero, últimamente, los fugitivos solamente habían viso de forma ocasional algún aeroplano volando sobre sus cabezas.
—No se han olvidado de vos, Su Alteza —dijo Volger categóricamente—. Solo sucede que Serbia representa un objetivo fácil.
—Desafortunadamente para ellos —dijo Alek en voz baja.
—La fortuna no tiene nada que ver en ello. Hace años que el Imperio desea una guerra con Serbia. El resto es una excusa —murmuró Volger.
—¿Una excusa? —dijo Alek, sintiendo cómo la furia crecía en su interior al imaginar los rostros de sus padres asesinados.
Aunque no podía discutir con la lógica de Volger. Al fin y al cabo, los acorazados que los perseguían eran alemanes y austriacos. Su familia había sido destruida por viejos amigos, no por una banda de desgraciados estudiantes serbios.
—Pero mi padre siempre luchó por la paz —añadió Alek.
—Y ahora ya no puede luchar más. Listos, ¿verdad?
Alek sacudió la cabeza.
—Me horroriza, Volger. A veces creo que admira a la gente que hay tras esto.
—Sus planes tienen cierta elegancia: asesinar a un pacificador para empezar una guerra. Sin embargo han cometido un error muy grave —el hombre se dio la vuelta y lo miró—. Os han dejado a vos con vida.
—Yo ya no importo, para nada.
Volger apagó el radiotelégrafo y en la cabina se hizo el silencio. El piar de los pájaros se filtraba por las vigas del granero.
—Importáis más de lo que nadie sospecha, Aleksandar.
—¿Cómo? No tengo padres, ningún título real —Alek se miró de arriba abajo las ropas de granjero con las que iba vestido y que además eran robadas y estaban cubiertas de heno—. Hace dos semanas que no me he dado un buen baño.
—No, desde luego —Volger arrugó la nariz—. Pero vuestro padre preparó minuciosos planes en previsión de que estallase la inminente guerra.
—¿A qué se refiere?
—Cuando lleguemos a Suiza, os lo explicaré —Volger conectó de nuevo el radiotelégrafo—. Pero esto no será posible a menos que podamos comprar combustible y piezas de recambio mañana. Id a despertar a los hombres.
Alek alzó una ceja.
—¿Me acaba de dar una orden, conde?
—Id a despertar a los hombres, si hacéis el favor, Su Serena Majestad.
—Sé que estáis siendo insolente conmigo solamente para distraerme de vuestro pequeño secreto, conde. Pero esto no hace que sea menos molesto.
Volger soltó una risa.
—Creo que no. Pero aún no puedo revelar mi secreto. Prometí a vuestro padre que esperaría al momento adecuado.
Alek apretó los puños. Ya se estaba empezando a cansar de ser tratado de aquella manera, Volger nunca le explicaba los planes hasta el último momento. Tal vez el día en que murieron sus padres aún era un niño, pero ya no.
Durante las últimas dos semanas había aprendido a encender una hoguera, cómo cambiar las bujías de incandescencia de los motores, cómo trazar su avance nocturno hacia Suiza con un sextante y las estrellas. Podía hacer que el Caminante de Asalto se agachase bajo puentes, y entrase en graneros, además podía desmontar y limpiar las metralletas Spandau con tanta facilidad como lavar sus propias ropas, otra cosa que había aprendido a hacer. Hoffman incluso le había enseñado a cocinar un poco, a hervir carne curada para reblandecerla, añadiendo vegetales que recogían mientras pisoteaban algún que otro campo de algún infortunado granjero.
Pero lo más importante era que Alek había aprendido a contener su desesperación. No había llorado desde aquel primer día, ni una sola vez. Su sufrimiento estaba oculto, encerrado en un rincón de su interior. Únicamente aquella horrible sensación de vacío, aparecía cuando estaba solo de vigilancia mientras los demás dormían.
E incluso entonces, Alek practicaba el arte de contener sus lágrimas en su interior.
—Ya no soy un niño —dijo.
—Lo sé —Volger suavizó su voz—. Pero vuestro padre me pidió que esperase, Alek, y yo intento honrar sus deseos. Id a despertar a los hombres y después del desayuno os daré una lección de esgrima. Necesitáis ejercitar vuestros reflejos para pilotar esta tarde.
Alek miró a Volger unos instantes y luego, finalmente, asintió con la cabeza. Sentía la necesidad de sostener una espada en su mano.
—En guardia, por favor.
Alek alzó su sable y se puso en guardia. Volger caminó lentamente en círculo a su alrededor, inspeccionando la posición de Alek durante lo que pareció un prolongado minuto.
—Más peso en el pie trasero —dijo finalmente el hombre—. Por lo demás aceptable.
Alek cambió el peso de su cuerpo puesto que sus músculos empezaban a agarrotarse. Los largos días pasados en la cabina habían acabado con su forma. Aquella lección iba a doler. El dolor siempre era el objetivo del conde Volger, por supuesto. Cuando Alek empezó su entrenamiento, a los diez años, pensaba que practicar la esgrima sería algo emocionante. Pero sus primeras lecciones habían consistido en quedarse inmóvil de aquella manera durante horas, con Volger burlándose de él cada vez que su brazo extendido empezaba a temblar. Por lo menos ahora, a los quince años, se le permitía cruzar espadas.
Volger también se puso en guardia.
—Primero despacio. Veamos cómo paráis los golpes —dijo, y empezó a atacar, gritando los nombres de los movimientos defensivos mientras se abalanzaba sobre él.
—Tierce…, tierce otra vez. Ahora prime. Horrible, Alek. ¡Vuestra hoja está demasiado baja! Dos en tierce. Ahora desplazamiento hacia atrás cubriéndose. Ahora quarte. Simplemente horrible. Otra vez…
Los ataques del conde continuaron, pero su voz se fue apagando, confiando en que Alek eligiese sus propias paradas. Las espadas destellaban y sus pies, arrastrándose por el suelo, removían el polvo que bailaba en los rayos de luz que atravesaban todo el granero.
Se sentía extraño practicando esgrima vestido con ropas de granjero, sin criados rodeándole prestos para traerle agua y toallas. Por el contrario, había ratones corriendo bajo sus pies y el gigantesco caminante los observaba como un dios de la guerra de acero. Cada cinco minutos el conde Volger gritaba alto y miraba a la máquina, como si esperase encontrar en su estoico silencio la paciencia para soportar la torpe técnica de Alek.
Entonces suspiraba y decía:
—Otra vez…
Alek notó que mientras luchaban cada vez se concentraba más. A diferencia de la esgrima de salón en casa, allí no había espejos en las paredes, y Klopp y los demás hombres estaban demasiado ocupados revisando los motores del caminante para observarles. No había distracciones, tan solo el nítido sonido de metal entrechocando y el arrastrar de los pies.
«PRÁCTICA»
Cuando el entrenamiento creció en intensidad, Alek se dio cuenta de que aún no se habían puesto las máscaras. Siempre había suplicado luchar sin protección, pero sus padres nunca se lo habían permitido.
—¿Por qué Serbia? —preguntó de pronto Volger.
Alek bajó la guardia.
—¿Cómo dice?
Volger apartó la parada medio preparada de Alek y tocó su muñeca.
—¿Qué demonios? —exclamó Alek, frotándose la mano.
El filo del sable de deporte era romo, pero aun así podía magullar si daba en la carne.
—No bajéis la guardia hasta que el otro hombre lo haga, Su Alteza. No, en tiempos de guerra.
—Pero si acabáis de preguntarme… —empezó Alek y después suspiró y alzó de nuevo la espada—. Muy bien. Continuad.
El conde empezó con otra tanda de golpes, haciendo retroceder a Alek. Según las reglas del sable, cualquier contacto con la espada del contrario terminaba un ataque legal. Pero Volger pasaba por alto todas las paradas, usando la fuerza bruta para ganar terreno.
—¿Por qué Serbia? —repitió el conde, empujando a Alek hacia la pared del fondo del granero.
—¡Porque los serbios son aliados de Rusia! —exclamó Alek.
—Desde luego —Volger detuvo de repente su ataque, dándole la espalda y alejándose—. La antigua alianza de los pueblos eslavos.
Alek parpadeó. El sudor le entraba en los ojos y el corazón se le aceleraba.
Volger recuperó su posición en el centro del granero.
—En guardia, señor.
Alek se acercó con cautela, con la espada en alto. Volger atacó otra vez, de nuevo pasando por alto las reglas de prioridad. Alek se dio cuenta de que aquello no era esgrima, sino que era más parecido a un… combate de espadas. Intentó concentrarse más, que su conciencia se extendiese por la longitud de su sable. Igual que el Caminante de Asalto, el fragmento de acero se convirtió en una extensión de su cuerpo.
—¿Y quién ha establecido las alianzas más estrechas con Rusia? —Volger preguntó, sin ni siquiera mostrar un signo de cansancio.
—Gran Bretaña —dijo Alek.
—No creo —la hoja de Volger burló la guardia de Alek, y golpeó con fuerza su brazo derecho.
—¡Auu! —Alek bajó la guardia y se frotó la herida—. ¡Por Dios, Volger! ¿Me está enseñando esgrima o diplomacia?
Volger sonrió.
—Por lo visto necesitáis instrucción en ambas disciplinas.
—¡Pero si los mandos de la armada británica se reunieron con los rusos el año pasado! Padre dijo que aquello dejó a los alemanes brutalmente preocupados.
—Aquello no fue una alianza, Alek. No aún.
Volger alzó su espada.
—Así, ¿quién está aliado con Rusia, entonces?
—Francia, supongo —Alek tragó saliva—. Ellos tienen un tratado, ¿cierto?
—Correcto —Volger hizo una pausa. La punta de su espada trazó un dibujo en el aire y luego hizo una mueca—. Alzad vuestra espada, Alek. No volveré a avisaros, ni tampoco lo harán vuestros enemigos.
Alek suspiró y se puso en guardia. Se dio cuenta de que sujetaba el sable demasiado fuerte y obligó a su mano a relajarse. ¿Volger creía que aquellas distracciones eran útiles?
—Concéntrate en mis ojos. No en la punta de mi espada —dijo Volger.
—Hablando de ojos, no llevamos máscaras.
—En la guerra no hay máscaras.
—¡Tampoco hay muchos combates de espadas en las guerras! No últimamente.
Volger alzó una ceja al escuchar aquello y Alek sintió un momento de triunfo. Al juego de molestar al otro también podían participar los dos.
El hombre se abalanzó sobre él y Alek lo paró, contraatacando por una vez. El filo de su sable erró el brazo de Volger por un pelo.
Retrocedió y se cubrió.
—Entonces demos un repaso —dijo Volger con su espada aún destellando—. Austria quiere vengarse de Serbia. Entonces ¿qué sucede? Para proteger a Serbia, Rusia declara la guerra a Austria.
Mientras Alek charlaba, su mente conseguía permanecer concentrada en el combate de sables. Era extrañamente liberador no llevar máscara. Había conocido oficiales alemanes de las escuelas militares en las que la protección era considerada de cobardes. Tenían el rostro cruzado de cicatrices como crueles sonrisas.
—¿Y luego? —dijo Volger.
—Alemania protege el honor clánker declarando la guerra a Rusia.
Volger se abalanzó sobre una rodilla de Alek, un objetivo ilegal.
—¿Y luego?
—Francia hace valer su tratado con Rusia y declara la guerra a Alemania.
—¿Y luego?
—¿Quién sabe? —gritó Alek machacando el sable de Volger. Se dio cuenta de que había perdido el apoyo de los pies y la mayor parte de su cuerpo estaba expuesta. Se dio la vuelta para corregirlo—. Gran Bretaña intentará entrar en guerra de alguna manera. Darwinistas contra clánkers.
Volger se abalanzó hacia delante y su sable giró, envolviéndose alrededor del de Alek como una serpiente tirando bruscamente de él para quitárselo de la mano. El metal destelló cuando la espada atravesó volando el granero y se clavó en la pared medio podrida con un sonoro «tump». El conde avanzó unos pasos y alzó su sable hasta el cuello de Alek.
—¿Y qué podemos extraer de esta lección, Su Alteza?
Alek se quedó mirando al hombre.
—Podemos concluir, conde Volger, que debatir sobre política mientras se practica esgrima es una idiotez.
Volger sonrió.
—Para la mayoría de la gente, tal vez. Pero algunos de nosotros nacimos sin elección. El juego de las naciones es vuestro derecho de nacimiento, Alek. La política forma parte de todo lo que hacéis.
Alek apartó el sable de Volger. Sin una espada en su mano de pronto se sintió entumecido y exhausto y no le quedaban fuerzas para discutir lo obvio. Su nacimiento había conmocionado el trono austrohúngaro y ahora la muerte de sus padres había alterado el delicado equilibrio de Europa.
—De modo que esta guerra es responsabilidad mía —dijo amargamente.
—No, Alek. Los poderes clánker y darwinista habrían encontrado una excusa para luchar tarde o temprano. Pero tal vez vos aún podáis dejar vuestra huella.
—¿Cómo? —preguntó Alek.
El conde entonces hizo algo extraño. Cogió su propio sable por la hoja y se lo entregó a Alek, por la empuñadura, como si se lo ofreciera a un vencedor.
—Ya veremos, Alek. Ya veremos.