CINCO
Cuando el príncipe Aleksandar se despertó, tenía la lengua empapada de un sabor dulzón empalagoso. Aquel sabor asqueroso abrumaba todos sus demás sentidos. No podía ver o escuchar, ni siquiera pensar, era como si su cerebro estuviese impregnado de una salmuera azucarada.
Gradualmente, su cabeza se despejó. Olía a queroseno y escuchó el ruido de ramas de árboles rozándoles en el exterior a su paso. El mundo se balanceaba vertiginosamente a su alrededor, entre unos límites duros y metálicos.
Entonces Alek empezó a recordar: la lección de pilotaje a media noche, sus profesores volviéndose en su contra y, finalmente, aquel olor químico dulzón que le había hecho perder el sentido. Todavía estaba en el caminante, alejándose de casa. Todo aquello había pasado de verdad… Había sido secuestrado.
Por lo menos aún estaba vivo. Quizás planeaban pedir un rescate por él. Suponía que aquello era humillante, pero era mejor que morir.
Era evidente que sus secuestradores no creían que Alek fuese una amenaza grave puesto que no se habían molestado en atarle. Incluso alguien había pensado en poner una manta entre él y el suelo oscilante de metal.
Abrió los ojos y vio retazos cambiantes de luz, una red de sombras que se balanceaban proyectadas por la rejilla de ventilación. Las paredes estaban forradas de estanterías ordenadas repletas de explosivos. El siseo de las juntas neumáticas era más fuerte que nunca. Estaba en el abdomen del Caminante de Asalto, el puesto de tiro.
—¿Alteza? —dijo una voz nerviosa.
Alek se levantó de la manta e intentó ver algo en la oscuridad. Uno de los tripulantes se sentó muy recto apoyado en los estantes, con los ojos muy abiertos y muy alerta. Traidor o no, aquel hombre probablemente nunca había estado antes a solas con un príncipe. No parecía tener mucho más de veinte años.
—¿Dónde estamos? —preguntó Alek, intentando usar el tono autoritario inflexible que su padre le había enseñado.
—Pues creo que no lo sé exactamente, Su Alteza.
Alek frunció el ceño, pero aquel hombre tenía razón. No había demasiado que ver allí abajo excepto a través de la mirilla del cañón de 57 milímetros.
—Entonces, ¿adónde nos dirigimos?
El tripulante tragó saliva, luego extendió una mano hacia la escotilla de comunicación.
—Voy a buscar al conde Volger.
—No —le detuvo Alek y el hombre no se movió.
Aleksandar sonrió forzadamente. Por lo menos alguien en aquella máquina recordaba su posición.
—¿Cómo te llamas?
El hombre saludó:
—Cabo Bauer, señor.
—Está bien, Bauer —dijo con voz calmada y sin alterarse—. Te ordeno que me dejes marchar. No puedo saltar por la escotilla del vientre mientras nos movemos. Puedes seguirme y ayudarme a regresar a casa. Me aseguraré de que mi padre te recompense. Serás un héroe en lugar de un traidor.
—Vuestro padre… —el hombre bajó el rostro—. Lo siento mucho.
Igual que un prolongado eco proveniente de una gran distancia, la mente de Alek volvió a revivir lo que el conde Volger había dicho cuando le habían aplicado el producto químico, algo acerca de que sus padres habían muerto.
—No —dijo él de nuevo, pero el tono de mando había desaparecido. De pronto pareció que los límites de metal de la barriga del caminante eran aplastantemente pequeños. En sus propios oídos, la voz de Alek ahora sonó quebrada, como la de un niño—. Por favor, déjame marchar.
Sin embargo, el hombre apartó la mirada, avergonzado, y alargó la mano para dar unos golpecitos en la escotilla.
—Vuestro padre dispuso algunos preparativos antes de partir hacia Sarajevo —dijo el conde Volger—. En caso de que sucediese lo peor.
Alek no respondió. Estaba mirando por el visor del Caminante de Asalto desde la silla del comandante, observando cómo las copas de los jóvenes carpes pasaban por su lado. Junto a él, Otto Klopp guiaba la máquina con los movimientos perfectos y seguros de quien está dando un paseo.
Estaba amaneciendo y el horizonte se estaba tiñendo de rojo sangre. Todavía se encontraban en lo más profundo del bosque, dirigiéndose hacia el oeste por un estrecho sendero de carruajes.
—Era un hombre inteligente —dijo Klopp—. Sabía que acercarse tanto a Serbia podía ser peligroso.
—Pero las amenazas no podían evitar que el archiduque cumpliese con su deber —dijo el conde Volger.
—¿Deber? —Alek se sujetó la cabeza, que aún le dolía; todavía podía sentir el sabor de los productos químicos en su boca—. Pero, mi madre… Él nunca la habría llevado donde hubiese peligro.
El conde Volger suspiró.
—Vuestro padre se sentía feliz siempre que la princesa Sofía podía participar en los asuntos de Estado.
Alek cerró los ojos. A su padre siempre le dolía cuando no se le permitía a Sofía estar junto a él en las recepciones oficiales. Más castigo por amar a una mujer que no tenía sangre real.
La idea de que sus padres hubiesen muerto era absurda.
—Esto es un truco para mantenerme quieto. ¡Todos estáis mintiendo!
Nadie respondió. En la cabina resonaban los rugidos de los motores Daimler y el roce de las ramas contra la malla de camuflaje. Volger permaneció en silencio con el rostro pensativo. Las correas de mano que colgaban del techo para sujetarse se balanceaban a la vez, al ritmo de los pasos del caminante. Por raro que pareciese, una parte de la mente de Alek podía concentrarse solamente en las manos de Klopp sobre los controles, maravillado ante su maestría con la máquina.
—Los serbios no se atreverían a matar a mis padres —dijo Alek en voz baja.
—Yo tengo otros sospechosos en mente —dijo Volger fríamente—. Los que quieren que estalle la guerra entre las grandes potencias. Pero ahora no tenemos tiempo de teorizar, Aleksandar. Nuestra tarea principal es ponerte a salvo.
Alek volvió a mirar por el visor al exterior. Volger se había dirigido a él simplemente con el Aleksandar, sin anteponer ningún título, como si fuese un plebeyo. Aunque, de algún modo, el insulto había perdido su poder.
—Los asesinos atacaron dos veces por la mañana —dijo Volger—. Estudiantes serbios, apenas mayores que tú, primero con bombas y después con pistolas. Las dos veces fallaron. A continuación, ayer noche, se celebró un festejo en honor de tu padre y brindaron por su valentía. Sin embargo el veneno hizo efecto en tus padres por la noche.
Alek los imaginó echados en la cama el uno junto al otro, y el gran vacío que sentía en su interior creció. Pero aquella historia no tenía ningún sentido. Los asesinos debían ir a por Alek, el hijo con sangre mitad real, el hijo de una dama de compañía. No a por su padre, cuya sangre era pura.
—Si ellos están realmente muertos, entonces ¿cómo es que alguien se preocupa por mí? ¡Ahora yo no soy nadie!
—Puede que algunos piensen de forma distinta —el conde Volger se agachó junto a la silla de mando. Miró por la ventanilla, junto con Alek, y dijo con voz casi como un susurro—: El emperador Francisco José tiene ochenta y tres años. Si muere pronto, alguien podría fijarse en vos en estos tiempos tan convulsos.
—Él odiaba a mi madre más que ninguno de ellos —Alek cerró los ojos de nuevo. El bosque teñido de rojo en el exterior era demasiado lóbrego para seguir mirándolo. Un trozo de suelo desnivelado hizo temblar la cabina, como si el mundo en aquel espacio alrededor del sol fuese inestable—. Solo quiero ir a casa.
—No hasta que estemos convencidos del todo de que sea seguro, joven señor —dijo Otto Klopp—. Se lo prometimos a vuestro padre.
—Y qué importan las promesas si está…
—¡Silencio! —exclamó Volger.
Aleksandar lo miró sorprendido. Abrió la boca para protestar, pero la mano del conde sujetaba su hombro.
—¡Paren los motores!
El profesor Klopp detuvo de golpe el Caminante de Asalto, dejando a los Daimlers en reposo con un sonido sordo apagado. El siseo de los neumáticos se escuchó alrededor de ellos.
Aquel repentino silencio resonó en los oídos de Alek. Su cuerpo aún temblaba por el eco del movimiento del caminante. A través del visor, las hojas de los árboles no se movían y tampoco soplaba ni una brizna de aire. Tampoco los pájaros cantaban, como si todo el bosque se hubiese sorprendido y quedado en silencio por el alto abrupto del caminante.
Volger cerró los ojos.
Entonces Alek lo sintió. El más ligero de los temblores traspasó el marco de metal del Caminante de Asalto. Era la amenaza de algo más grande, más pesado. Algo que hizo temblar la tierra.
El conde Volger se puso de pie y abrió la escotilla superior. La luz del amanecer entró en el aparato cuando el hombre sacó medio cuerpo al exterior.
De nuevo se produjo un temblor. A través del visor, Alek vio que el temblor recorría el bosque y las hojas se movían en su despertar. Aquello le cerró la boca del estómago, como una mirada furiosa de su padre.
—Su Alteza —le llamó Volger—, si deseáis, uníos a mí.
Alek se puso de pie y se balanceó sobre la silla del comandante, impulsándose por la escotilla.
Afuera, entornó los ojos ante la luz del sol aún del amanecer; el alba había teñido el cielo de un color naranja oscuro a su alrededor. El Caminante de Asalto era un poco más alto que los jóvenes carpes y el horizonte parecía enorme tras horas de otear únicamente por el visor.
Volger señaló hacia atrás, por el camino que habían venido.
—Allí están vuestros enemigos, príncipe Aleksandar.
Alek entornó los ojos mirando hacia el sol naciente. La otra máquina estaba a kilómetros de distancia, alzándose inmensa, el doble de alta que los árboles. Sus seis patas enormes se movían sin prisa, pero había hombres corriendo apresuradamente como hormigas por la cubierta principal alzando banderas de señales y tripulando las torretas. Por su flanco se extendían las letras de su nombre: «S. M. S. Beowulf».
Alek observó cómo una inmensa planta de pie se alzaba por el suelo del bosque. Unos prolongados segundos después llegó otro temblor, ondulándose por los árboles que había a su alrededor y alzándose por la carcasa de metal del Caminante de Asalto. Cuando cayó el segundo paso, una distante copa de árbol se agitó y a continuación se desvaneció, aplastada por la zancada gigante del caminante.
Las rayas rojas y negras del ejército de tierra Jack del Káiser ondeaban en su cubierta superior, agitándose con la brisa.
—Es un acorazado alemán —dijo Alek en voz baja—. Pero ¿no estamos todavía en el Imperio austrohúngaro?
—Sí —dijo Volger—, aunque todos los que están a favor del caos y la guerra nos están persiguiendo ahora, Su Alteza. ¿O es que aún dudáis de mí?
«Pero ¿y si es en realidad una misión de rescate?», pensó Alek. Tal vez sus secuestradores le habían estado mintiendo, y Padre y Madre aún estaban vivos. ¡Se habría desplegado una amplia búsqueda y el Ejército de tierra alemán les estaría ayudando! Si no, ¿por qué otra razón se permitiría el paso de aquella monstruosidad en tierra austriaca?
Entonces Alek vio que la máquina cambiaba de dirección y, lentamente, se daba la vuelta hacia un lado por donde salía el sol.
Alzó su mano y la agitó.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!
«El S. M. S. BEOWULF».
—Ya nos han visto, Su Alteza —dijo el conde Volger quedamente.
Alek aún estaba agitando una mano cuando la primera andanada de costado estalló, con destellos brillantes ondeando por el flanco del acorazado, con ráfagas de humo de cañón creciendo e hinchándose en un tupido velo a su alrededor. Unos momentos después siguió el sonido, un trueno retumbante que estalló en explosiones agudas y desgarradoras en todas direcciones. Las copas de los árboles se agitaron a su alrededor y unos golpes violentos sacudieron al caminante y lanzaron nubes de hojas por los aires.
Entonces Volger lo arrastró de vuelta a la cabina y los motores rugieron de nuevo al ponerse en marcha.
—¡Carguen el cañón! —gritó el profesor Klopp a los hombres de abajo.
Alek se encontraba sentado en la silla del comandante cuando la máquina empezó a moverse. Intentó abrocharse rápidamente el cinturón del asiento, pero un pensamiento terrible le vino a la cabeza, inmovilizando sus dedos.
«Si están intentando matarme, entonces es que todo es cierto».
El conde Volger se agachó junto a él, gritando para que se escuchara su voz por encima del ruido de los motores y los cañonazos.
—Tenéis que armaros de valor ante esta descortesía, Alek, puesto que demuestra que aún sois una amenaza para el trono.