UNO
La caballería austriaca brillaba bajo la luz de la luna con sus jinetes erguidos orgullosamente en la silla de montar, sobre sus caballos y con las espadas en alto. Tras ellos, dos hileras de máquinas andantes, caminantes impulsados con motores diésel, listas para disparar, con los cañones apuntando por encima de las cabezas de la caballería. Un dirigible reconocía el terreno en tierra de nadie, en el centro del campo de batalla, dejando ver los destellos de su piel de metal.
Las infanterías francesa y británica estaban agazapadas, protegidas tras sus fortificaciones, consistentes en un abridor de cartas, un tintero y una hilera de plumas estilográficas, sabiendo que no tenían ninguna oportunidad ante el poder del Imperio austrohúngaro. Sin embargo, una hilera de monstruos darwinistas surgía amenazadora tras ellos, lista para devorar a cualquiera que se atreviese a retirarse.
Cuando estaba a punto de empezar el ataque, al príncipe Aleksandar le pareció que había escuchado a alguien al otro lado de la puerta de sus aposentos.
Hizo el gesto de irse a la cama con un sentimiento de culpabilidad, luego se quedó inmóvil, escuchando atentamente. En el exterior, los árboles se movían agitados por una suave brisa, pero, por lo demás, la noche estaba en completo silencio. Al fin y al cabo, Madre y Padre estaban en Sarajevo y los sirvientes no se atreverían a perturbar su sueño.
Alek regresó a su escritorio y empezó a desplazar a la caballería hacia delante, sonriendo abiertamente cuando la batalla se acercó a su punto culminante. La infantería austriaca había terminado su bombardeo y era el momento adecuado para que los caballos de plomo rematasen a los franceses, desgraciadamente superados en número. Había tardado toda la noche en preparar el ataque, usando tácticas imperiales del manual que había tomado prestado del estudio de su padre.
A Alek le parecía bastante justo divertirse un poco mientras sus padres estaban de viaje supervisando maniobras militares. Había suplicado que lo llevaran con ellos para ver a todas las formaciones de soldados congregadas, desfilando ante él, marcando el paso en directo, para sentir el retumbar de las máquinas de guerra concentrado a través de las suelas de sus botas.
Por supuesto, había sido Madre quien se lo había prohibido, puesto que sus estudios eran más importantes que los «desfiles», como ella los llamaba. Ella no comprendía que las maniobras militares podían enseñarle más que cualquier viejo y casposo tutor y sus libros. Un día, su hijo Alek tal vez pilotaría una de aquellas máquinas.
Al fin y al cabo, la guerra era inminente. Estaba en boca de todos.
Cuando la última unidad de caballería de plomo chocó contra las líneas francesas volvió a escuchar aquel sonido apagado que provenía del corredor: un tintineo, como un manojo de llaves.
Alek se dio la vuelta para mirar a través de la rendija que quedaba por debajo de las puertas dobles de su dormitorio. Unas sombras se movían entre los retazos de luz de luna y escuchó el siseo de unos susurros.
Alguien estaba justo al otro lado de la puerta, en el exterior.
Guardó silencio y, rápidamente, cruzó con los pies descalzos el frío suelo de mármol. En el preciso instante en que la puerta se abría con un chirrido, Alek se deslizaba dentro de la cama. El muchacho entornó los ojos sin acabar de cerrarlos del todo para ver cuál de sus sirvientes estaba vigilándole.
La luz de la luna penetró en la estancia, haciendo brillar los soldados de plomo que había en su escritorio. Alguien entró en la habitación, ágilmente y sin hacer el menor ruido. La silueta se detuvo, miró a Alek un instante y luego avanzó lentamente hacia la cómoda del príncipe. Alek escuchó el roce de la madera de un cajón abriéndose con cuidado. Su corazón se aceleró. ¡Ningún sirviente se atrevería a robarle! Pero ¿y si el intruso era algo peor que un ladrón? Las advertencias de su padre resonaron en sus oídos: «Tienes enemigos desde el día en que naciste».
La cuerda de una campanilla colgaba junto a su cama, pero la habitación de sus padres estaba vacía. Con Padre y su guardia personal en Sarajevo, los centinelas que se encontraban más cerca estaban acuartelados en el otro extremo del salón de trofeos, a cincuenta metros de distancia.
Alek deslizó una mano por debajo de su almohada hasta que sus dedos tocaron el frío acero de su cuchillo de caza. Permanecía acostado conteniendo el aliento, sujetando el mango del cuchillo con fuerza, repitiéndose a sí mismo otra de las consignas de su padre: «El factor sorpresa es más valioso que la fuerza».
Otra silueta atravesó la puerta. Sus botas resonaron al entrar y también unas hebillas de metal en una cazadora de piloto que tintineaban como llaves en una anilla. La silueta avanzó con paso firme directamente hacia su cama.
—¡Joven señor! ¡Despertad!
Alek soltó el cuchillo, dejando escapar un suspiro de alivio. Tan solo era el viejo Otto Klopp, su instructor de mekánica.
La primera silueta empezó a rebuscar en la cómoda, sacando ropa.
—El joven príncipe ha estado despierto todo el tiempo —dijo la nerviosa voz del conde Volger—. ¿Me permite un pequeño consejo, Su Alteza? Cuando desee fingir que está dormido, es aconsejable no contener el aliento.
Alek se sentó en la cama con el semblante ceñudo. Su maestro de esgrima tenía la molesta habilidad de saber ver a través de los engaños.
—¿Qué significa todo esto?
—Tenéis que venir con nosotros, joven señor —murmuró Otto, mirando fijamente el suelo de mármol—. Son órdenes del archiduque.
—¿Mi padre? ¿Ya ha regresado?
—Vuestro padre dejó instrucciones —dijo el conde Volger con el mismo tono de voz exasperante que usaba durante las lecciones de esgrima.
Lanzó un par de pantalones de Alek y una cazadora de piloto sobre la cama.
Alek se los quedó mirando, sintiéndose medio ultrajado, medio confundido.
—Como el joven Mozart —dijo Otto en voz baja—, de los relatos que os explica el archiduque.
Alek frunció el ceño al recordar las historias preferidas de Padre sobre la educación que recibió el gran compositor. Al parecer, los tutores de Mozart lo despertaban en mitad de la noche, cuando su mente estaba en blanco e indefensa, y le obligaban a recibir lecciones. No obstante, todo aquello le parecía bastante irrespetuoso a Alek.
Alargó la mano para alcanzar los pantalones.
—¿Vais a obligarme a componer una fuga?
—Una divertida ocurrencia —dijo el conde Volger—. Pero, por favor, apresuraos.
—Tenemos un caminante esperando tras los establos, joven señor —el preocupado rostro de Otto intentó esbozar una sonrisa—. Tendréis que coger el casco.
—¿Un caminante? —Alek abrió mucho los ojos.
Pilotar formaba parte de su formación y era una disciplina para la que no le costaba saltar de la cama, de modo que se vistió rápidamente.
—¡Sí, efectivamente, esta va a ser vuestra primera lección nocturna! —dijo Otto, entregándole a Alek sus botas.
Alek se calzó y se puso de pie, a continuación se dirigió hacia la cómoda a buscar sus guantes de piloto favoritos. Sus pasos resonaron sobre el suelo de mármol.
—Ahora guardad silencio.
El conde Volger permaneció inmóvil junto a las puertas de los aposentos del príncipe. Las abrió un poco y se asomó para mirar por el corredor.
—Tenemos que salir sin hacer ruido, Su Alteza —susurró Otto—. ¡Ya veréis qué divertida va a ser esta lección! ¡Igual que las del joven Mozart!
Los tres avanzaron lentamente por el salón de trofeos, aunque el profesor Klopp seguía haciendo ruido al andar y Volger se deslizaba junto a él en silencio. Los retratos de los antepasados de Alek, la familia que había gobernado Austria durante seiscientos años, colgaban de las paredes del pasadizo. Sus rostros los miraban fijamente con unas expresiones indescifrables. Las cornamentas de los trofeos de caza de su padre proyectaban unas enmarañadas sombras, como un bosque bajo la luz de la luna. Cada paso que daban quedaba magnificado por la quietud que reinaba en el castillo. A su vez, también resonaban un montón de preguntas en la cabeza de Alek.
¿Acaso no era peligroso pilotar un caminante de noche? ¿Y por qué su profesor de esgrima iba con ellos? El conde Volger prefería las espadas y los caballos a los mekánicos sin alma y, además, su tolerancia respecto a los plebeyos como el viejo Otto era más bien escasa. El profesor Klopp había sido contratado por su habilidad como piloto y no por su apellido.
—Volger… —empezó Alek.
—¡Silencio, muchacho! —espetó el conde.
Alek sintió cómo estallaba un destello de cólera en su interior y casi dejó escapar una maldición, aunque tuviese que arruinar su estúpido juego de escabullirse sin ser vistos.
Siempre sucedía lo mismo. Para los criados él podía ser «el joven archiduque», pero los nobles como Volger nunca dejaban que Alek olvidase su posición. A causa de la sangre plebeya de su madre, no era digno de heredar las tierras y los títulos reales. Aunque su padre fuese el heredero de un Imperio de un millón de almas, Alek no era heredero de nada.
El propio Volger era solamente conde, no tenía tierras de labranza a su nombre, tan solo unas pocas hectáreas de bosque, pero aun así se sentía superior al hijo de una dama de compañía.
No obstante, Alek consiguió contenerse y permanecer en silencio, dejando que su cólera se calmase mientras se movían furtivamente a través de las grandes cocinas, ahora en sombras, destinadas a servir grandes banquetes. Años de insultos le habían enseñado a morderse la lengua y era más fácil tragarse la falta de respeto ante la perspectiva inminente de pilotar.
Llegaría el día en que tendría la ocasión de vengarse. Padre se lo había prometido. Cambiarían el contrato matrimonial de alguna forma y la sangre de Alek entonces sería plenamente real.
Aunque aquello significase desafiar al mismísimo emperador.