ONCE
El howdah, que así era como el embajador había llamado a la plataforma del Dauntless, se movía de forma parecida a una pequeña barca en el mar. Se balanceaba de un lado a otro al paso del elefante, aunque el movimiento era constante y predecible, pero no lo suficiente para que Deryn se marease. Newkirk, por supuesto, era un caso aparte.
—No entiendo por qué tenemos que ir montados en este cacharro —dijo. Su rostro se volvía más pálido a cada paso—. ¡Nos alistamos en las Fuerzas Aéreas, no en el Ejército de Elefantes!
—Ni tampoco en el cuerpo diplomático —murmuró Deryn.
Después de ser presentados, el embajador y sus ayudantes habían ignorado a los dos cadetes. Ahora estaban hablando con la doctora Barlow en francés, algo bastante ridículo dado que todos eran ingleses, pero, según ellos, aquella era la lengua de la diplomacia. Y, hasta donde Deryn había podido entender, nadie había dicho una sola palabra sobre el transporte de las provisiones.
Se preguntaba cómo podría transportar el Dauntless todos los suministros que la aeronave necesitaba. De todos modos, no había mucho espacio en el howdah, decorado con tapices y borlas, por lo que resultaba demasiado elegante para cargar montones de cajas. Supuso que la máquina podría arrastrar un trineo o un vagón, igual que un elefantino de verdad, pero no había ninguno a la vista. Quizás cuando llegaran al Gran Bazar…
—¿Os importa si os hago unas preguntas, muchachos?
Deryn se volvió. El hombre que había interrumpido sus pensamientos no vestía como un diplomático. De hecho, llevaba los pantalones hechos jirones, la chaqueta tenía parches en los codos y su sombrero era una masa informe sobre su cabeza. Una pesada cámara colgaba de su cuello, y llevaba una especie de rana posada sobre el hombro.
El embajador lo había presentado como reportero de un periódico de Nueva York, así que Deryn supuso que su extraño acento debía de ser americano.
—Será mejor que se las haga a la científica —dijo Newkirk—. A los cadetes no se nos permite tener opinión.
El hombre se echó a reír, se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:
—Entonces será algo extraoficial. ¿Hay alguna razón en particular para que vuestra aeronave esté en Estambul?
—Se trata tan solo de una visita de cortesía —Deryn señaló al embajador con la cabeza—. Diplomacia y todo eso.
—Oh —dijo el hombre, y se encogió de hombros—. Y yo que creía que era porque no dejan de llegar alemanes a la ciudad.
Deryn enarcó una ceja y miró a la rana toro. Tenía la pinta de cerebrito que tenían las ranas de memoria, la clase de bestia que se usaba para grabar un proceso en los tribunales o una sesión del parlamento. Decidió tener mucho cuidado con lo que decía.
—Ingenieros en su mayoría —continuó el reportero—. Están construyendo toda clase de cosas. De hecho, acaban de terminar un nuevo palacio para el sultán.
—Sí, la científica ha de visitarlo mañana —dijo Newkirk.
Deryn le hizo callar con un codazo en las costillas y entonces se volvió hacia el reportero.
—¿Cómo dijo que se llamaba, señor?
—Eddie Malone, del New York World. Y por favor, no me llames «señor» —dijo, y le ofreció su mano de nuevo con una sonrisa—. Por supuesto, no te preguntaré tu nombre, ya que todo esto es extraoficial.
Deryn estrechó la mano del reportero, preguntándose si no estaría cargado de tonterías él también. Cuando el embajador les había presentado, había visto al reportero garabateando todos sus nombres en su maltrecho bloc de notas. También había tomado fotografías con una vieja cámara igual de maltrecha y equipada con la luz de una luciérnaga fabricada que estaba en su aparato de flash.
Los americanos eran unos tipos muy extraños, ni clánkers ni darwinistas. Experimentaban con las dos modalidades, mezclando ambas tecnologías si veían que encajaban. Todo el mundo creía que se quedarían fuera de la guerra, a menos, claro, que alguien fuera lo suficientemente estúpido como para arrastrarlos a ella.
—También hay oficiales alemanes por aquí —dijo Malone señalando a los guardas que estaban apostados en posición de firmes ante las puertas del aeródromo, a las que se estaban acercando cada vez más. En lugar de feces rojos llevaban yelmos puntiagudos, algo parecidos al casco de piloto de Alek.
—¿Aquellos de allí son alemanes? —preguntó Newkirk alarmado.
—No, son soldados otomanos. Pero miradlos. Solían llevar uniformes más coloridos hasta que el mariscal de campo los vistió de gris, como auténticos clánkers —dijo el reportero.
—¿Y aquel quién es? —preguntó Deryn.
—El mariscal de campo Liman von Sanders. Un tipo alemán y buen amigo del Káiser. Los otomanos lo nombraron jefe del Ejército aquí, en Estambul. Vuestros amigos, los diplomáticos, han armado un gran revuelo al llegar y, claro, se ha retirado —Malone empezó a pavonearse y a dar zancadas de forma muy cómica por todo el howdah—. ¡Pero no sin antes ponerlos a desfilar a todos como alemanes!
Deryn miró a Newkirk. Decididamente, aquel hombre estaba majareta.
—¿Los otomanos han puesto a un alemán al mando de su condenado Ejército?
Malone se encogió de hombros.
—Quizás se hayan cansado de que les mandoneen unos y otros. Los franceses y los británicos eran los que cortaban el bacalao aquí, pero ya no. Supongo que habrás oído hablar del Osman.
Deryn asintió con precaución.
—Sí, la nave que Lord Churchill tomó prestada.
—«¿Prestada?» —Malone hizo chasquear la lengua y garabateó en su bloc de notas—. Eso puede serme útil.
Deryn murmuró entre dientes, maldiciéndose por ser tan mema.
—Así que esa debe de ser la gran noticia por aquí.
—¿Noticia? ¡No se habla de otra cosa en Estambul! El sultán está medio arruinado, ¿sabéis?, así que ese acorazado se compró con el dinero que aportó el pueblo. Las abuelas vendieron sus joyas y entregaron el dinero. Los niños rompieron sus huchas y compraron títeres de sombras chinescas de la criatura que lo acompañaba. ¡Todo el mundo en este Imperio posee una parte de esa nave! O la poseía, hasta que vuestro Lord Churchill se la quedó.
Aquel hombre tenía una sonrisa maníaca y la rana toro sobre su hombro estaba presta a memorizar cualquier cosa que ella dijera.
Deryn carraspeó.
—Supongo que estarán algo molestos, ¿verdad?
Malone señaló con la cabeza las puertas del aeródromo que ya se abrían ante ellos y chupó la punta de su lápiz.
—Pronto lo comprobaréis por vosotros mismos.
Tras las puertas se extendía una ancha avenida que conducía hacia la ciudad. A medida que el caminante avanzaba pesadamente, las calles cada vez estaban más concurridas; los edificios eran tan altos como el howdah. Personas y carretillas se movían de aquí para allá entre escaparates llenos de alfombras y platos, todo ello decorado con complicados dibujos geométricos que mareaban a Deryn. Las aceras estaban atestadas de tenderetes en los que vendían montones de frutos secos, fruta desecada o carne que se asaba en brochetas que daban vueltas. Había especias en polvo en montones de color rojo óxido o amarillo, y otras de color verde intenso contenidas en bolsas tan grandes como sacos de alimentos. Los ricos y desconocidos aromas se alzaban en el aire penetrando a través del olor de los motores, tan intensos que casi podía saborearlos en la boca, como el aire dentro de un invernadero de fabricación.
Deryn vio entonces para qué servía la trompa del caminante. A medida que la máquina avanzaba pesadamente entre la multitud, su trompa se movía grácilmente de un lado a otro, apartando a los transeúntes de su camino. El piloto del howdah movía los dedos con habilidad sobre los controles, apartando los carros hacia los lados. Incluso salvó el juguete que un niño había perdido de ser aplastado por las enormes patas del caminante.
Otros caminantes arrastraban vagones por las calles. La mayoría tenían la apariencia de camellos o asnos, pero también se encontraron con uno que tenía forma de una criatura con cuernos. Eddie Malone les explicó que se trataba de un búfalo de agua. Un escarabajo de metal tan grande como un ómnibus transportaba pasajeros entre las multitudes.
En una callejuela estrecha, Deryn vio un par de caminantes construidos casi con la apariencia de un hombre. Eran casi tan altos como el Dauntless, con piernas rechonchas, brazos largos y sin rasgos faciales. Estaban decorados con telas de rayas y extraños símbolos, y no portaban ningún arma en sus enormes manos con forma de garra.
—¿Son caminantes militares de algún tipo? —preguntó Deryn al reportero.
—No, son golems de hierro, autómatas. Vigilan los barrios judíos —Malone hizo un gesto con la mano hacia la multitud—. La mayoría de los otomanos son turcos, pero Estambul es un crisol de culturas. Y no solo hay judíos viviendo aquí, sino también griegos, armenios, venecianos, árabes, kurdos y valacos.
—¡Demonios! Jamás había oído hablar ni de la mitad —exclamó Newkirk.
El hombre sonrió y volvió a garabatear en su bloc de notas.
—Y todos ellos tienen sus propios caminantes de combate, para garantizar la paz.
—Parece un tipo de paz muy frágil —murmuró Deryn, observando las calles que discurrían bajo ella.
La gente vestía de muchas formas diferentes: había quien llevaba feces con borla, ropas del desierto, mujeres que se cubrían con velos y hombres con americana como en cualquier calle de Londres. Sin embargo, todos parecían llevarse bien, al menos bajo la impasible mirada de los golems de hierro.
—¿Qué es aquello? —preguntó Newkirk, señalando hacia adelante.
A un cuarto de milla, delante del elefante, la calle parecía agitarse. Una masa carmesí se abría paso entre la multitud, acercándose cada vez más.
Eddie Malone chupó su lápiz.
—Tal vez sea vuestro comité de bienvenida.
Deryn se trasladó a la parte frontal del howdah y protegió sus ojos de la luz del sol con la mano. Divisó a un grupo de hombres con feces rojos acercándose con los puños en alto. Tras ella, la charla diplomática en francés se detuvo súbitamente.
—Oh, señor —dijo el embajador Mallet—. Otra vez esos tipos.
Deryn se volvió hacia el piloto del howdah.
—¿Quiénes son?
—Creo que se trata de un grupo que se hace llamar los Jóvenes Turcos, señor. Esta ciudad está plagada de sociedades secretas y de revolucionarios. Incluso a mí me es difícil seguirles la pista a todos.
Se produjo un gran fogonazo cuando Eddie Malone tomó una fotografía.
El embajador se puso a limpiar sus gafas mientras se explicaba:
—Los Jóvenes Turcos intentaron deponer al sultán hace seis años, pero los alemanes sofocaron la rebelión y ahora odian a todos los extranjeros. Supongo que esto era de esperar. Por lo que me cuentan mis fuentes, los periódicos han estado provocándoles con el asunto del Osman.
—¿Lo que le cuentan «sus fuentes»? —preguntó la doctora Barlow.
—Bueno, yo no hablo turco, por supuesto y ninguno de mis ayudantes tampoco. Pero mis fuentes son excelentes, se lo aseguro.
La científica enarcó una ceja.
—¿Me está diciendo, señor embajador, que ninguno de ustedes puede leer los periódicos locales?
El embajador carraspeó y sus ayudantes apartaron la mirada.
—Tampoco serviría de mucho —dijo Eddie Malone mientras le daba un terrón de azúcar a la luciérnaga que estaba en el flash de su cámara—. Por lo que he oído, de todos modos los alemanes se han adueñado de la mitad de ellos.
La doctora Barlow miró fijamente al embajador, visiblemente alarmada.
—Los alemanes solo son dueños de un periódico —protestó el embajador, mientras seguía limpiando sus gafas—. Aunque, desde luego, parecen tener mucha influencia. Es muy astuto por su parte, extender sus mentiras aquí en Constantinopla.
—Esta ciudad se llama Estambul —dijo en voz baja la doctora Barlow, aferrando con fuerza su fusta de montar.
Deryn sacudió la cabeza y volvió a mirar hacia la muchedumbre.
Los hombres se acercaban cada vez más, cantando y moviendo los puños en alto al unísono. Se abrieron paso entre el bullicio de gente y carretas. Sus feces parecían agua carmesí fluyendo entre las piedras de un río. Pronto rodearon al caminante, increpando a los pilotos en sus monturas y agitando periódicos. Deryn aguzó la vista: cada portada de aquellos periódicos mostraba la foto de un barco bajo un enorme titular.
La muchedumbre coreaba: «¡Osman! ¡Osman!». Pero había otra palabra que se repetía entre aquel alboroto «Behemoth», que Deryn no pudo reconocer.
—Bueno, realmente es un inicio bastante desalentador —dijo la doctora Barlow.
El embajador se irguió y dio unas palmaditas en la barandilla que rodeaba el howdah.
—No hay razón alguna para preocuparse, señora. Hemos salido airosos de situaciones mucho peores en el Dauntless.
Deryn debía admitir que estaban bastante seguros allí arriba, a unos cincuenta pies sobre la turba. Nadie estaba lanzando nada ni había intentado trepar por las enormes patas del elefante. El piloto del howdah utilizaba la trompa para apartar hábilmente a los manifestantes a ambos lados, de modo que la trayectoria del caminante apenas se vio ralentizada.
A pesar de ello, la expresión del rostro de la doctora Barlow era gélida.
—No es cuestión de «salir airosos», embajador. Mi objetivo es que este país siga siendo un país amigo.
—¡Bien, pues entonces vaya a hablar con Lord Churchill! —exclamó el hombre—. No es culpa del Ministerio de Exteriores si él decide confiscar un…
Sus palabras desaparecieron bajo un crujido metálico. De pronto, todo empezó a inclinarse bajo ellos. Las botas de gala de Deryn resbalaron hacia un lado sobre la alfombra de seda y todos tropezaron y cayeron hacia el lado de estribor del howdah. Deryn se golpeó a la atura del estómago con la barandilla y la mitad de su cuerpo quedó proyectado por encima de esta durante unos instantes antes de que pudiera incorporarse.
Miró hacia abajo. Al parecer, el piloto de una de las patas delanteras había perdido el equilibrio, se había caído de su montura y ahora estaba despatarrado en medio de un círculo de manifestantes. Parecían tan sorprendidos como el mismo piloto, y se agachaban para ayudarle.
¿Por qué se habría caído aquel hombre de su silla?
Cuando la máquina se detuvo de golpe, Deryn creyó ver algo por el rabillo del ojo. Un lazo salió volando de entre la muchedumbre y cayó sobre los hombros del piloto de una de las patas traseras y entonces él también fue arrancado de su asiento. Un hombre vestido con uniforme de color azul estaba escalando por la pata delantera.
—¡Nos están abordando! —gritó Deryn, corriendo hacia el lado de estribor del howdah.
El Dauntless estaba siendo atacado también por aquel lado. El hombre que manejaba la pata trasera ya había sido arrancado de su silla, y el piloto de la otra pata delantera intentaba zafarse de una cuerda que tenía enrollada alrededor de la cintura.
Deryn vio cómo otro hombre vestido con un uniforme azul —un uniforme británico— ocupaba el lugar del piloto de la pata trasera y se hacía con los controles.
La máquina se puso en marcha de pronto con una sacudida, dando una gran zancada hacia la multitud. Alguien gritó cuando la enorme pata se precipitó hacia el suelo con la fuerza suficiente como para hacer añicos los adoquines y los manifestantes de los feces rojos empezaron a huir en desbandada.