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—Maldito príncipe —murmuró, tirando de Tazza por los pasadizos de la aeronave.

Apenas había pegado ojo la pasada noche, primero cuidando de Newkirk y luego porque el tilacino necesitaba dar un paseo temprano. Y, por si fuera poco, Deryn aún tenía que ir a comprobar cómo estaban los preciados huevos de la doctora Barlow. Pero en lugar de atender sus obligaciones, allí estaba ella entregando mensajes secretos para los clánkers. Ayudando al enemigo en tiempo de guerra. ¿Y si aquello parecía un motín?

A medida que se acercaba al camarote, Deryn empezó a pensar en excusas y explicaciones: «Solo estaba preguntándole a nuestro amigo el conde si necesitaba algo». «¡Iba en misión secreta del capitán!». «¡Alguien tenía que vigilar a estos clánkers amotinados y esta era la mejor forma!». Todo aquello le sonaba rematadamente patético.

Sabía de sobras la razón real de por qué le había dicho que sí a Alek. Le había parecido tan indefenso echado allí, pálido y vendado, sin saber si iban a colgarle o no al día siguiente al amanecer, que se le hacía muy difícil ignorar cómo se sentía.

Deryn inspiró profundamente y dio unos golpecitos en la puerta del camarote.

Después de un prolongado instante, la puerta se abrió dejando ver a un hombre alto, vestido con uniforme. Se la quedó mirando altivamente, a ella y a Tazza, sin mediar una palabra. Deryn no sabía si debía hacer una reverencia, puesto que se trataba de un conde y todo eso. Sin embargo, Alek era un príncipe, un título que parecía más importante y nadie le hacía reverencias.

—¿Qué sucede? —finalmente preguntó el hombre.

—Encantada de conocerle, señor…, hum…, conde Volger. Soy el cadete Dylan Sharp.

—Sé quién eres.

—Vale. Porque Alek y yo hemos estado practicando esgrima y todo eso. Somos amigos.

—Eres el idiota que puso un cuchillo en el cuello de Alek.

Deryn tragó saliva, deseando que se le desenredase la lengua. Ella solo fingía que había capturado a Alek como rehén en los Alpes, para obligar a los clánkers a negociar en lugar de que les volasen la aeronave.

Pero bajo la imperativa mirada del hombre, la explicación no quería salir.

—Sí, era yo —consiguió articular—. Pero tan solo lo hice para atraer su atención.

—Pues lo conseguiste.

—¡Y además usé el filo romo del cuchillo, para más seguridad! —la muchacha miró a ambos lados del pasadizo—. ¿Me permite pasar?

—¿Por qué?

—Traigo un mensaje de Alek. Un mensaje secreto.

Al escuchar aquellas palabras, la faz pétrea del conde Volger cambió un poco. Arqueó su ceja izquierda y finalmente retrocedió un paso. Un momento después, ella y Tazza ya estaban dentro de la habitación, con el tilacino husmeando las botas del hombre.

—¿Qué es esta criatura? —preguntó el conde, dando otro paso hacia atrás.

—Oh, solo es Tazza. Es inofensivo —dijo Deryn y luego recordó los daños que había causado en el camarote de la científica—. Bueno, a menos que haya cortinas, que por lo que veo, no es el caso.

Deryn carraspeó, sintiéndose como una estúpida. Los modales fríos y altivos de aquel hombre habían hecho que empezase a balbucear.

—¿Puede repetir nuestras palabras?

—¿Qué? ¿Tazza hablar? —Deryn contuvo una risita—. No, no es un lagarto mensajero. Es una bestia natural, un tilacino de Tasmania. La doctora Barlow lo utiliza de compañero de viaje, aunque como usted puede ver, casi es de mi total responsabilidad. Pero, lo que decía, traigo un mensaje de…

Volger la hizo callar alzando una mano y a continuación miró los tubos de mensajes del camarote. Un lagarto estaba asomando la cabeza por uno de ellos y el conde dio una palmada para asustarlo.

—Estas cosas impías están por todas partes —murmuró—. Siempre escuchando.

Deryn puso los ojos en blanco. Los otros clánkers aún se ponían incluso más nerviosos con las bestias que el propio Alek. Daba la sensación de que pensasen que todo ser vivo de la aeronave iba a ir a por ellos.

—Sí, señor. Pero los lagartos solo transportan mensajes. No escuchan a escondidas.

—¿Y cómo puedes estar seguro de ello?

Bueno, aquella era una pregunta boba. Los lagartos mensajeros podían repetir fragmentos de conversación por accidente de vez en cuando, pues así lo habían comprobado hacía poco, cuando les había ofuscado aquel cañón Tesla. Pero aquello no era lo mismo que estar escuchando a escondidas, ¿verdad?

Entonces recordó que el conde Volger había fingido que no hablaba inglés cuando subió a bordo, con la esperanza de enterarse de algún secreto. Y de cómo la doctora Barlow había utilizado el mismo truco con los clánkers, fingiendo que no sabía nada de alemán. No era de extrañar pues que aquellos dos, que ya de por sí sospechaban de todo el mundo, y que además también les gustaba meter la nariz en todo, pensasen que todos los demás hacían lo mismo.

—Estos lagartos tienen el cerebro más pequeño que un cacahuete —dijo ella—. No creo que sean buenos espías.

—Tal vez no —el conde se sentó en su escritorio, que estaba cubierto de mapas y notas garabateadas, con una espada envainada a modo de pisapapeles—. ¿Y qué me dice de su cerebro, señor Sharp? ¿Es usted lo suficientemente inteligente para ser un espía, verdad?

—¿Quién yo? ¡Ya se lo he dicho, Alek me ha enviado aquí!

—¿Y yo cómo sé si es cierto? Ayer noche me informaron que Alek había sido herido en la batalla, pero no se me ha permitido verle ni a él ni al profesor Klopp. ¿Y ahora recibo este mensaje «secreto» de Alek, cortesía de un chico que anteriormente le había retenido como rehén?

—Pero él… —empezó Deryn y seguidamente lanzó un gruñido de frustración. Eso le sucedía por hacerles favores a los clánkers—. Él es mi amigo. Él confía en mí, aunque usted no lo haga.

—Demuéstrelo.

—¡Bueno, por supuesto que lo es! Me contó su pequeño secreto, ¿no es cierto?

El conde Volger se la quedó mirando con los ojos entornados un momento y después desvió la vista hacia la espada que estaba sobre la mesa.

—¿Su secreto?

—Sí. Él me contó quién… —empezó Deryn pero, poco a poco, se empezó a dar cuenta de algo.

¿Y si Alek nunca le había mencionado a Volger que se había ido de la lengua con ella? Descubrirlo ahora podría darle un buen sobresalto a aquel hombre.

—¿Usted lo sabe, su gran secreto?

El aire siseó cuando Volger se dio media vuelta y la luz del sol destelló sobre el acero, la silla rodó por el suelo en dirección a Tazza que tuvo que saltar para esquivarla. La espada de pronto estaba en la mano de Volger, extendida y apuntando con su fría y desnuda punta al cuello de Deryn.

—Dime qué secreto —ordenó el conde—. Ahora.

—¡S-sobre sus padres! —farfulló—. ¡Su padre y su madre fueron asesinados, y eso fue lo que originó esta maldita guerra! ¡Y que es un príncipe o algo así!

—¿Quién más sabe esto?

—¡Solo yo! —chilló ella, pero el metal seguía punzándola—. Humm, y la doctora Barlow. ¡Pero nadie más, se lo juro!

El conde se la quedó mirando durante unos interminables momentos, con su mirada inquisitiva clavada fijamente en los ojos de Deryn. Tazza dejó escapar un sordo gruñido.

Finalmente el conde apartó el sable unos pocos centímetros.

—¿Por qué no han informado a su capitán?

—Porque le prometimos a Alek que no diríamos nada —Deryn se quedó mirando la punta de la espada—. ¡Creía que usted sabía que él nos lo había contado!

El conde Volger bajó la espada. Obviamente no lo había hecho.

—¡Bueno, pues no es culpa mía! —exclamó Deryn—. ¡Tal vez es que no confía en usted!

El hombre se quedó mirando al suelo.

—Tal vez.

—¡Y no tiene por qué cortar mi maldita cabeza!

Volger le dedicó una débil sonrisa mientras alzaba la silla volcada en el suelo.

—Tan solo era para captar su atención. Y he usado el borde romo. Seguro que le será fácil reconocer un sable de esgrima cuando ya ha visto uno.

Deryn alargó la mano y agarró la hoja del arma. Lanzó un juramento. Era el mismo sable con el que había estado practicando el día antes, no más afilado que un cuchillo de untar mantequilla.

El conde Volger se dejó caer en la silla pesadamente, moviendo la cabeza mientras limpiaba la espada con un pañuelo de bolsillo y a continuación la enfundaba de nuevo.

—Este chico acabará matándome.

—¡Por lo menos Alek confía en alguien! —dijo Deryn—. ¡El resto de ustedes, dummkopfs, están todos más locos que una jaula de grillos! Mintiendo y metiendo las narices y… asustándose de lagartos mensajeros. ¡Con todas sus intrigas, no es de extrañar que el mundo esté metido en una maldita gran guerra!

Tazza gruñó de nuevo y después emitió su extraño ladrido agudo, saltando sobre sus patas traseras. Deryn se arrodilló para calmarlo y para ocultar sus encendidos ojos al conde Volger.

—¿Alek está herido de veras? —preguntó Volger.

—Sí. Pero solamente es un rasguño en una costilla.

—¿Por qué no me dejan verle y tampoco a Klopp?

—Por lo que hizo el profesor Klopp durante la batalla —dijo Deryn, dando unos golpecitos a Tazza en los costados—. Hizo dar la vuelta a la nave justo antes de que disparasen el cañón Tesla, sin esperar a tener la aprobación del capitán.

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«UN ALTERCADO».

Volger soltó un bufido.

—¿Y por eso es por lo que su capitán me ha mandado llamar? ¿Para discutir sobre la cadena de mando?

Ella se le quedó mirando.

—¡Tal vez crea que fue un motín: un delito castigado con la horca!

—Una idea absurda a menos que quiera que su nave vaya a la deriva para siempre.

Deryn inspiró profunda y lentamente y acarició a Tazza de nuevo. Era cierto, el Leviathan aún necesitaba a los clánkers y sus motores. Y ahora más que nunca, puesto que la aerobestia había empezado a hacer de las suyas.

—Creo que el capitán solo quiere hacerle una observación —dijo ella—. Pero no estoy aquí por eso.

—Ah, sí. Su mensaje secreto.

Deryn miró con dureza al conde.

—Bueno, tal vez a usted le dé igual de una forma u otra. ¡Pero Alek cree que aquellos dos acorazados se dirigen a Constantinopla, igual que nosotros!

Volger alzó una ceja al escuchar aquello y después señaló la silla caída.

—Siéntate, chico, y cuéntamelo todo.