CAPÍTULO 11

‘ABD AR-RAHMĀN III, OCTAVO EMIR
Y PRIMER CALIFA DE AL-ÁNDALUS

Nos encontramos con uno de los personajes más importantes que ha dado España. Desde luego, el de más poder e influencia durante los setecientos ochenta años de ocupación musulmana y uno de los reyes que más claro tuvo qué debía hacer y qué no, qué camino tomar para conseguir sus objetivos y la manera de evitar los peligros de desintegración que amenazaron el emirato desde el mismo momento que los omeyas pusieron sus pies en España.

Vamos a admirar sus empresas militares, sus sonadas victorias, y cómo supo sacar partido también de las derrotas. Nos vamos a quedar con la boca abierta al ver su corte, sus palacios, sus mezquitas, sus mujeres, sus eunucos, el porte, la distinción y la belleza con que supo adornar Córdoba, su ciudad encantada. Hasta aquí vendrán embajadores de los reyes más poderosos de la tierra, trayendo en sus manos libros preciosos, regalos magníficos y propuestas de alianzas que son la demostración palpable de que se le admiraba y temía en los países más alejados del nuestro.

Cuando accedió al trono a la muerte de su abuelo, apenas tenía veinte años y va a reinar cuarenta y nueve, el período más largo de todos los emires y califas de al-Ándalus.

Nos asaltan muchas preguntas, que se agolpan en la mente y necesitan inicialmente alguna respuesta. ¿Cómo era físicamente? ¿Quién fue su madre y cuáles sus antecedentes familiares? ¿Qué formación tuvo? ¿Cuáles eran sus proyectos y sus ilusiones? ¿No tuvo que soportar luchas dinásticas como sus antepasados, él, que subió al trono rodeado de tíos a los que su abuelo había postergado? ¿Cómo era su casa, su Alcázar, su corte, cómo sus mujeres, sus eunucos, sus poetas? ¿No tenía ese ramalazo de mala persona de su abuelo, que asesinó sin pestañear a hijos y hermanos?

Contestar todo esto es difícil, y más porque ‘Abd ar-Rahmān, como cualquier persona, tenía sus luces y sus sombras, sus claros y sus oscuros. De todas maneras, vamos a intentar hacer un retrato inicial de este hombre extraordinario, de su influencia en la España de entonces y también en la de ahora.

Os conté en el capítulo anterior que su padre era Muhammad, el príncipe heredero, cuya madre Durr, era nieta de aquel vasco llamado Fortún que vino a Córdoba como prisionero, aquí se casó y aquí decidió el hombre echar raíces, que para el caso fueron bastante importantes. Por tanto, ‘Abd ar-Rahmān III era bisnieto de una vasca, e hijo de un príncipe heredero, que el hombre tuvo poco que heredar porque su padre lo mandó asesinar sin apenas poder darle el biberón un par de veces al muchacho que ocuparía el trono que teóricamente le correspondía. Como la madre de Muhammad era de origen vasco, seguramente se pondría las medias azules y buscó para su hijo una esclava también vasca, que le dio un hijo, que es ‘Abd ar-Rahmān. Ahí tenéis en nuestro emir ascendencia vasca por partida doble y diferente: su bisabuela paterna lo era y su madre también. Un poco lioso como todos los parentescos pero pienso que ha quedado claro. Quiero decir con todo esto que ‘Abd ar-Rahmān III se sentó en el trono del Alcázar cordobés y que con la misma legitimidad se podía haber sentado en Ajuria Enea.

Era un chico con algo de sobrepeso, no muy alto pero de aspecto agradable. Tenía una mirada que demostraba inteligencia porque sus ojos azules parecían centellas, y un pelo rubio tirando a rojo, que se cuidaba de teñir de vez en cuando para mejorar su apariencia.

Estamos ante un muchacho que perdió de manera trágica a su padre a manos de su abuelo, que debió experimentar desde muy niño la ausencia de su padre y estar sobreprotegido por la mala conciencia de su abuelo, que en su subconsciente quería reparar en el hijo el mal que hiciera a su padre.

En cuanto a su manera de ser, era metódico, templado, realista, sabía lo que quería y era muy constante en sus cosas, educado, generoso, no demasiado confiado, y con capacidad para ir al grano y tomar decisiones prácticas que solucionaran los problemas sin demasiadas complicaciones. Nada más acceder al trono, tomó una determinación que describe perfectamente cuanto acabo de decir: ¡les bajó los impuestos! Naturalmente que los súbditos se pusieron más contentos que unas pascuas, porque además de eso, les anunció tiempos buenos, abundancia, paz y todas esas cosas que antes y ahora prometen los políticos cuando se trata de ganarse al incauto paisanaje. Desde luego, había sabido hacerse querer por los que lo rodeaban y había conseguido que tuvieran en gran estima su forma de ser, su buen sentido y su enorme talento.

En temas religiosos era un liberal, pero sin pasarse. Quiero decir con esto que no era demasiado piadoso, ni estaba constantemente en la mezquita, y en cuanto al vino, le gustaba más de lo normal. Con los cristianos y judíos de Córdoba fue más tolerante que sus predecesores y, desde luego, más abierto. Llama la atención que diera cargos importantes a personas no musulmanas, como el de cadí, o el que llegó a ocupar el judío Hasday como jefe de la diplomacia, de las finanzas y de las aduanas del califato. También dará en sus ejércitos amplios poderes a los cristianos, cosa que no le van a perdonar los árabes, que le harán pagar un alto precio por ello, como os contaré en su momento.

Su abuelo tuvo la genial idea de designarlo heredero anteponiéndolo a sus propios hijos, y para ello educarlo y hacer que viviera a su lado en el Alcázar mientras obligaba a sus hijos a vivir fuera. La decisión era arriesgada porque lo esperable era que sus hijos dirigieran inmediatamente rebeliones para apoderarse del trono, o decidieran aliarse a los reyezuelos independientes que rodeaban Córdoba, para defenestrar al nieto y buscar mejores soluciones. Otro peligro importante era confiar el reino a un muchacho que apenas había llegado a la mayoría de edad, en unas circunstancias como las que de sobra conocía el viejo ‘Abd Alla.

Y, sin embargo, el 16 de octubre del año 912 ‘Abd ar-Rahmān se sienta en el trono de sus antepasados, sin ninguna revuelta ni oposición de parte de sus poderosos y bien situados tíos. Me diréis que esto fue un milagro a la vista de comportamientos ya comprobados en ocasiones anteriores, y eso es verdad. Esta vez no fue lo usual, pero dejadme enseguida decir que sus tíos, aunque bastante aplacados para lo que sería normal, van a ir contra el sobrino apenas se presente la ocasión, con nefastas consecuencias para la salud de los revoltosos, como más adelante os contaré.

Porque he dicho que era templado pero nada más que lo justo. Hay que afirmar enseguida que durante su largo remado, tenía siempre a su lado a un verdugo que iba y venía detrás del emir con una espada en una mano y un pedazo de tapete de cuero en la otra. Su misión, como habéis comprendido, era la de, a petición de su amo, extender el tapete en un lugar adecuado, cortar cabezas a discreción, para a continuación lavar la espada y el tapete de la sangre del finiquitado y esperar impertérrito el siguiente trabajillo, que no iba a dilatarse mucho en el tiempo porque esto ocurría un día sí y otro también. Así se ganaba este desgraciado el pan que se comía. En el transcurso de esta narración lo veremos actuar abundantemente.

Decía que ‘Abd ar-Rahmān va a la ceremonia de su investidura vestido de blanco, el luto riguroso, y es proclamado emir de al-Ándalus con toda la solemnidad y la pompa de que era capaz la corte cordobesa. El más anciano de sus tíos pronuncia una alocución en que da la bienvenida al emir, le jura fidelidad y respeto, le promete acatar todas sus disposiciones y se pone a su servicio para conseguir de Córdoba y de al-Ándalus que lleguen a ser el centro de una de las cortes más importantes del mundo.

El emir no se da un momento de descanso y al día siguiente expone a sus más allegados los planes de acción para el futuro. Y son fáciles de entender pero algo más difíciles de llevar a la práctica. Se trataba de restablecer la autoridad que estaba por los suelos. El prestigio de los omeyas se había perdido en el entramado de rivalidades y luchas intestinas, y hay que hacer que renazca de sus cenizas. Hay que reconquistar territorios que en la práctica se han declarado independientes. Pero lo que más le preocupa es la rebelión de ‘Umar ben Hafsun, al que considera el principal enemigo de al-Ándalus, a pesar de que no es lo que fuera en tiempos pasados. Esos son sus objetivos y ese es el trabajo a que hay que dedicar todas las energías y las fuerzas disponibles. Pues sin más dilaciones, puso manos a la obra.

Su primera medida fue pedir el juramento a todos los súbditos de las tierras cercanas y de las más alejadas, desde la Marca superior hasta el Aljarafe, Elvira o Niebla. Y su segunda medida fue hacer los primeros nombramientos y las destituciones más urgentes, colocando en puestos estratégicos a personas eficaces y de confianza, fueran árabes, bereberes, judíos, o españoles.

Pero dejemos para más tarde la política y las expediciones militares, porque ahora me interesa que conozcamos mejor a la persona, un hombre, lo dije antes, con luces y con sombras. Para ello, hablemos de la relación que mantuvo con sus mujeres.

Como todos sus colegas musulmanes, cordobeses o de otros reinos, ‘Abd ar-Rahmān tuvo muchas, entre esposas, esclavas, concubinas o simples arrimadas. Hacer una distinción de cada una de estas categorías es aburrido, bastante complicado, y no hace al caso. Por tanto, para simplificar, hablemos de las más notables, que fueron tres, de las que voy a hacer una breve mención.

La primera, o mejor, la primitiva, la que llamaban en el harén Gran Señora, se llamaba Fátima y era hija del emir al-Mundir, hermano de su abuelo. Por tanto, parienta cercana y de estirpe árabe porque era coreiscita. La tomó cuando no era aún emir, tenía diecisiete o dieciocho años, precisamente por el parentesco y para anudar esos lazos de conveniencia que tan a menudo encontramos en todas la dinastías de la Edad Media. Y debía ser bastante guapa, competente y buena compañera, en lo que cabe, de nuestro chaval recién casado.

La segunda se llamó Myriam y ya tenemos el lío. Porque estamos hablando de un harén compuesto por centenares de esposas de emires difuntos mantenidas por el actual, a las que se añaden las propias del reinante, unas de nobleza contrastada, otras regaladas por nobles, otras por tratarse de un capricho pasajero del emir reinante, todas bombones de categoría con la cara tapada, añadiendo a todo esto el cortejo de eunucos y el servicio permanente y eventual de todo ese tinglado con apariencia de honorable gineceo. ¡Vaya lío! ¿Quién gobierna este fenomenal guirigay?

Porque la favorita tenía su rango y su tratamiento, y era seguida en la preeminencia por una bien estructurada jerarquía que a ver quién tiene los redaños de barajar. Yo pienso que entre ellas debía haber puñaladas de esas figuradas, pero no por ello menos mortales que las inferidas con navajas del mismísimo Albacete. No hay que olvidar que la primera era superrica, mandaba lo suyo, tenía una magnífica consideración social a su modo, y esta escala iba descendiendo hasta la última, que no pintaba absolutamente nada, a menos que el emir la mirara de reojo. Así que, en el harén de ‘Abd ar-Rahmān III había alrededor de 3.000 mujeres y todas y cada una de ellas darían cualquier cosa por derribar de su puesto a nuestra Fátima para colocarse ellas en su lugar.

El caso, para decirlo rápido, fue que Fátima perdió su puesto de Gran Señora a favor de Myriam, una cualquiera, eso sí, de buen carácter, educada, dulce, guapísima, de un tipazo espectacular, con un piquito de oro más espectacular todavía y más lista que el hambre. Y, ¿cómo fue ese vuelco en las preeminencias de nuestro ‘Abd ar-Rahmān III? Pues os lo voy a contar.

En primer lugar digamos algo sobre el modo y manera en que los omeyas andaluces se llevaban a la cama a una señora cuando el caso y el momento lo requerían. Existían unas cuantas variantes en relación a nuestras costumbres domésticas. Había sus encuentros sexuales reglados, que esos iban por turno riguroso. Quiero decir con ello que a la que tocaba el lunes, ese día era suyo y punto. Luego estaban los ocasionales o esporádicos, que dependían del humor del emir y de sus eventuales apetencias, en las que ya se hacían elecciones más discrecionales. Como primera providencia, nada de miradas picaronas, ni de escote palabra de honor, ni de minifaldas, ni nada por el estilo. Si alguna se hubiera comportado de manera tan desvergonzada la hubieran masacrado los alfaquíes o habría ido a la jurisdicción del pájaro del tapete de cuero. Era el propio soberano el que, cuando se daba la ocasión, se acordaba de batallas pasadas, y en función exclusivamente de eso decidía con quién deseaba compartir la próxima. Fátima era noble, guapa, fue su amor de juventud, se lo hacía pasar muy bien en los días reglados, y debió acordarse de ella para algún momento eventual, así que llamó a una de las camareras de su servicio y le dijo lo siguiente:

—Ve a la Gran Señora en persona, transmítele nuestro saludo y hazle saber que esta noche seremos su huésped, para que se prepare, Dios mediante.

Habéis entendido enseguida que la segunda variante de nuestros emires españoles para hacer esas cosas (no me atrevo a llamar a eso hacer el amor) era ir a casa de la elegida y allí desarrollar la faena para volver al Alcázar la mañana siguiente más a gusto que el mundo.

La camarera era uno de esos personajes que no callaban ni debajo del agua y que se lo pasaban en grande siendo por una vez centro de atención de todo el mundo porque tienen algo que contar que deja al auditorio con la boca abierta. Pues salió disparada en busca de Fátima y la puso al comente de los deseos del emir, a lo que ésta contestó deshaciéndose en reverencias y manifestando que estaba tan contenta:

—Sea mi señor bienvenido a quien es suya, con honor y con holgura. Estaba deseando que me llamara y mira por dónde, tú me has traído esta excelente noticia.

Fátima dio a la camarera una monumental propina, lo que la puso más contenta de lo que ya estaba. Y como no era el caso de que el regocijo terminara ahí, salió corriendo por todo el harén para que se enteraran, y en su caso se fastidiaran, todas las posibles candidatas a pasar una noche como la que ella había anunciado a la Gran Señora. Algunas, las menos, ya se sabe que se alegrarían del bien ajeno; pero la mayoría debieron poner sonrisa de conejo, fastidiadas de que ‘Abd ar-Rahmān fuera un ser tan repetido y consuetudinario como para acostarse siempre con la misma, sin probar festines diferentes más que muy de vez en cuando.

Una de estas fastidiadas era la ya mencionada Myriam, que hacía cuanto podía y más por ocupar el lugar de Fátima, sin éxito por el momento. Pero esta vez, más decidida, dio un paso al frente en su refinada estrategia por conseguir su objetivo, que era el corazón y el bolsillo de nuestro emir cordobés. A pesar de estar bastante disgustada, puso cara de alegrarse todo lo del mundo y se fue a ver a Fátima la coreiscita, para darle la enhorabuena con estas palabras:

—Que Dios te bendiga por este favor que te alcanza y te dé parabienes por esta buena nueva inminente, otorgándote el beneplácito y concediéndote esta extraordinaria alegría. En buena hora sea huésped tuyo esta noche el vicario de Dios porque vas a dormir al lado del señor universal. Parabienes, señora. Parabienes para ti y de ti.

Este texto, que he copiado casi a la letra de un cronista, nos está cantando una cosa fatal para las pobres esposas de nuestro emir, y es que estas señoras de los reyes del Alcázar cordobés se comían una rosca muy de vez en cuando, salvo aventurillas por ahí, que seguro tenían, porque si no, a ver cómo se explican estos parabienes y estos aspavientos en caso de hacer el amor al menos una vez por semana, que es el mínimo decente para un hombre de la quinta de ‘Abd ar-Rahmān III, de sus esposas y concubinas.[56]

Decía que Myriam fingió que daba la enhorabuena a Fátima por la designación y continuó su faena de aliño, tomando en sus manos un laúd y cantando a su rival una improvisada casida que decía así:

—Ojalá pudiera yo comprarte esta noche porque la pagaría al precio con que se compran los deseos más grandes.

Fátima, que por mis lecturas concluyo que, o bien no era demasiado caliente o estaba un poco harta del emir, sexualmente se entiende, puso cara de suficiencia y contestó a su presunta rival:

—¡Pobre Myriam! Estás exagerando un poco en tus felicitaciones y es porque eres bastante infeliz. ¿Cómo vas a comparar esto con las primeras noches que pasé con él? Entonces sí que me lo pasaba bien, los dos solos, todo para mí y para satisfacerme. Así estábamos amándonos tiernamente y disfrutando el uno del otro hasta que el alba nos traía la primera luz. Ahora va a tiro hecho y, una vez conseguido su placer, mira enseguida para otro lado, se pone a pensar en las muchas cosas que tiene que hacer al día siguiente, o se da media vuelta y se dedica a roncar, dejándome mirando al techo, más fastidiada que la mar.

La aludida estuvo rápida y contestó:

—Señora, el placer está en la novedad y ahora tú estas sufriendo los inconvenientes de haberlo pasado tan bien entonces. Pienso que no se paga con todo el oro del mundo la gracia que te ha otorgado Dios y que ojalá la disfrutes completa. Yo te juro que, si pudiera comprarla, daría todo lo que poseo pensando que ganaba con el cambio.

Fátima la miró con cierto desdén y le contestó:

—Eres una mujer necia. ¿Tú me comprarías esta noche si yo te la vendiera? Pues bien, dame diez mil dinares y te la vendo.

Myriam vio el cielo abierto y dijo:

—Acepto el precio y yo compro esta noche a plena satisfacción mía.

Salió corriendo hacia su aposento, mandó que sus esclavas lo prepararan para una fiesta grande e íntima y se puso a reunir cuanto dinero tenía ahorrado, hasta veinte bolsas, que llevó enseguida a su rival. Fátima, al verlas, pensó que había engañado a una infeliz desgraciada y las agarró con avidez y avaricia mal contenida. Entonces Myriam se interpuso para plantear su última exigencia:

—Noble señora, necesito un escrito firmado por tu noble mano para poder exigir mi derecho cuando esté ante mi señor el emir.

La coreiscita accedió a una petición que ella consideraba normal, y bien poca cosa, comparada con las bolsas de dinero que le recogió su ama de llaves. Se lo explicaría al emir, que iba a entender el asunto como la jugarreta que su mujer, muy lista, había hecho a una esclava necia y torpe. Firmó el billete, que también rubricaron algunas otras esposas en concepto de testigos y cada una emprendió su camino, Fátima a guardar el dinero y Myriam a sus aposentos para prepararlos mejor que nunca porque la fiesta y la ocasión lo merecían.

Myriam empleó todo el tiempo del mundo en acicalarse. Peinó su bellísimo pelo rubio, dándole formas y haciéndose tirabuzones que realzaban su escultural figura. Luego pintó sus ojos con polvo de alheña, sus labios con carmín suavísimo traído de Oriente, se vistió con una liviana túnica de seda transparente que dejaba entrever sus senos y sus piernas, y hecho esto, se colocó estratégicamente en el camino que el soberano haría para llegar a los aposentos de Fátima. Cuando el emir salió del lugar donde se tomaba unas copitas con sus amigos para dirigirse a donde le esperaba su esposa, le salió al paso Myriam y detuvo su ya rápida marcha diciendo:

—Ven a mí, hijo de califas. Dios me ha hecho la gracia de tu proximidad. He comprado con todo el dinero que tenía ahorrado el que pases conmigo esta noche. Tu esposa sí que hecho un mal negocio por haberme vendido lo que no conocía. Ahí tienes el billete que da fe de la venta y puedes ver en él su firma, autentificada por otras esposas tuyas. Dame, pues, lo que es mío.

‘Abd ar-Rahmān se quedó de piedra al oír a Myriam y ver la firma de Fátima en aquel asqueroso papel. Lo primero que sintió fueron ganas de estrangular a la vendedora. Echó la vista atrás a ver si lo seguía el del tapete de cuero y la espada pero no lo encontró porque el hombre había decidido también hacer su escapadita. O quizás no lo buscó con suficiente atención, urgido como estaba por unos deseos que había llegado el momento de satisfacer. Miró de arriba abajo a Myriam y la verdad es que estaba buenísima, y encima había halagado su vanidad al anteponer una noche de placer en su compañía a todo el dinero de que podía disponer en ese momento. Estaba muy complacido y había encontrado, en su opinión, una mujer estupenda. Por eso la miró a los ojos y, como pidiéndole excusas, le dijo:

—Myriam, ¿el deseo de tenerme cerca y la avidez de tenerme más a menudo te han movido a desprenderte de ese dineral como precio de una noche que se te hacía tardar, aunque sabías que te llegaría el turno?

‘Abd ar-Rahmān, como cualquier hombre en este trance, era un vanidoso del carajo y necesitaba justificarse y decir a los cuatro vientos que las tenía a todas más contentas y satisfechas que la mar, aunque nosotros sepamos que eso es empresa imposible con un harén tan nutrido como el que nos ocupa, y más si el amor se establecía que debía hacerse por riguroso turno de antigüedad en el oficio. Pero en fin, la aludida no iba a entrar al trapo y hacer el papel de amante insatisfecha, por la cuenta que le traía. Por eso le contestó:

—Hijo de califas, ¿crees que he salido perdiendo en el trato? Te juro que si yo fuera dueña de este Alcázar, lo daría por estar una hora contigo. ¿Cómo voy a pensar que he dado a Fátima demasiado dinero por pasar una noche entera con mi señor y mi amante?

‘Abd ar-Rahmān sintió que le subía hasta los cielos el orgullo de macho. Además, todo hay que decirlo, se estaba poniendo cachondo y urgía rematar la faena. Ahora había que cumplir como Dios manda. De todas maneras, antes de pasar a la acción, había que liquidar un discurso que se iba alargando demasiado. Marcharon a los aposentos de la listilla, se fueron agarrando por acá y por allá, y mientras el emir trataba de buscar posturas cómodas, dijo a su reciente descubrimiento:

—No puedo reprocharte nada, Myriam. Enhorabuena porque tu negocio ha sido redondo. Has demostrado nobleza de espíritu y amor sincero hacia mí. Mi prima es una maldita desgraciada que ha ignorado lo que yo valgo y me ha vendido por un precio vil, despreciándome con eso. Llévame a tu aposento porque estoy en tu mano, prisionero de tu amor.

La historia terminó como tenía que terminar. Se pasaron la noche en vela, empleados en un chicoleo la mar de explicable, a la que siguieron bastantes más porque ‘Abd ar-Rahmān le tomó gusto al asunto y de allí no lo sacaban ni con una yunta de bueyes. La hizo la más grande entre sus favoritas, le repuso el dinero empleado en colocarse por delante de su odiada oponente, y su ascendencia llegó hasta el punto de tenerlo dominado, cosa que yo ya me estaba imaginando sin necesidad de leer al cronista.

Fue la madre de cinco de sus hijos, los más queridos por el emir, entre ellos el que andando el tiempo sería su sucesor, Abu l-‘Asî al-Hakam. Myriam continuó disfrutando de esa posición privilegiada hasta que murió, en los últimos años del reinado de ‘Abd ar-Rahmān.

En cuanto a Fátima, la primera esposa, la coreiscita, hay que decir que ya no levantó cabeza hasta su muerte, también al final de este reinado. El emir no quiso verla más ni en pintura. No la repudió y permaneció bajo el amparo del monarca, pero como un cero a la izquierda.

Para terminar con las esposas, digamos una palabra sobre la última favorita, otro pardal de mucho cuidado, una jovencita para el emir, que en el momento de los hechos ya estaba entrado en años. Se llamaba Mustâq y le dio su hijo más pequeño, llamado al-Mugīra.

Ya sabéis que a los personajes con bastantes telediarios, les suelen asaltar amores imposibles con jovencitas que pueden ser sus nietas, especialmente si la chica es lo suficientemente larga como para hacer creer al interesado que quien tuvo y retuvo, guardó para la vejez. Naturalmente que ‘Abd ar-Rahmān estaba encantado con este nuevo amor, porque ya se sabe eso de que a gato viejo, rata tierna.

Pues ésta lo tuvo dominado durante los últimos años de su reinado, atendiendo sus caprichos y asustado por si decidía buscarse un amante más adecuado a sus jóvenes años, que también entonces lo iba a encontrar. También estuvo muy encariñado con al-Mugīra, el hijo joven de sus años viejos.

Sigamos echando un vistazo a los asuntos domésticos, que en este reinado cobran singular importancia, nos dan una visión general sobre la vida cortesana y nos permiten conocer la manera de ser de uno de los reyes más importantes que ha tenido nunca España. Hablemos ahora de sus hijos.

‘Abd ar-Rahmān hizo con sus hijos lo mismo que su abuelo había hecho con él. Mientras eran niños, permanecían en el Alcázar al cuidado de las mujeres, acudiendo a recibir enseñanzas de los maestros que se les asignaban y visitando de vez en cuando al emir, que solía vigilar muy de cerca todo lo concerniente a ellos. Apenas llegaban a la pubertad, su vida cambiaba radicalmente. Se trataba de alejarlos del Alcázar, donde únicamente seguía viviendo el heredero, de procurarles sus buenos y estables ingresos al par que se les educaba hasta la mayoría de edad. A los trece o catorce años, el emir buscaba a cada uno una mansión para vivir el resto de sus días con mujeres, familia, sirvientes y amigos. También les daba en propiedad fincas y casas en la ciudad que les rentaran lo necesario para vivir con holgura y además les asignaba, con cargo al tesoro real, una retribución anual que estrechaba los vínculos con el emir reinante por la vía del bolsillo.

A cada hijo, le buscaba un administrador de confianza que gestionara su casa y sus bienes, y aumentara en lo posible las riquezas obtenidas por regalos del soberano o por cualquier otra vía. A cada administrador se le asignaba un sueldo importante, que lo fidelizaba también a través de su bolsillo. Las conclusiones eran en esencia dos: se alejaban del Alcázar los posibles rivales del heredero y se mantenía la cohesión entre todos los miembros de la familia, en el buen entendido de que al que optara por la rebeldía se le terminaba el chollo de las fincas, las casas y las donaciones. ‘Abd ar-Rahmān, como veis, era un tío listo y quería tener a toda su familia metida en un puño, y hay que decir que en circunstancias normales ocurrió de esa manera.

Para educarlos adecuadamente, se buscó maestros en todas las disciplinas. Unos les enseñaban los hechos y dichos del Profeta recogidos en la sunna, otros les hacía aprender los hadices o relatos de Mahoma referidos por alfaquíes y sabios en ciencias religiosas, otros les enseñaban literatura, otros poesía, otros les leían el Corán hasta que lo memorizaran entero, otros les enseñaban las artes de la guerra o la necesidad de mantener su fidelidad y su amor al emir.

La mayor parte de los hijos de ‘Abd ar-Rahmān acabaron siendo bastante cultos y preparados para afrontar la vida en condiciones aceptables. Así fueron saliendo del Alcázar, uno detrás de otro, con una excepción que tendrá en el futuro fatales consecuencias y que os voy a contar.

A estas alturas vamos trazando poco a poco el perfil del emir, y hemos entendido que estaba obsesionado por tenerlo todo atado y bien atado. Una de las cosas más complicadas de controlar era la sucesión y la ascensión del heredero al trono, en el momento oportuno, por supuesto. Recordad que este asunto no era menor, y las traiciones, navajazos y demás trajines de los que aspiraban a la sucesión, o los tejemanejes de los herederos por acceder al emirato antes de la cuenta, para lo que era necesario finiquitar al reinante para colocarse ellos. Pues para evitar todos esos posibles contratiempos, ‘Abd ar-Rahmān tomó sus medidas, bastante fastidiadas, que todo hay que decirlo. Su hijo, el heredero, Abu l-‘Asî al-Hakam, no saldría del Alcázar nunca, para nada. Y su contacto con personas de fuera, incluidas las mujeres, estaba terminantemente prohibido.

El desastre anímico, hormonal y emocional que provocó en el pobre muchacho fue para verlo y no contarlo. Porque nuestros musulmanes, desde que meramente iniciaban la pubertad, tenían muchísimas mujeres disponibles, y libertad de elección para pasar sus ratitos con ellas o desahogar furores tempranos. En caso de peligro, que solía sustanciarse porque algún astrólogo de mal fario anunciara que un príncipe lo iba a pasar mal a cuenta de eventuales amoríos de juventud, en ese caso, siempre tenían la opción de poner al lado del chaval a alguna señora mayor para que desahogara sus impulsos y no le acarreara ese amor problemas a largo plazo. Pues el desgraciado de ‘Abd ar-Rahmān III, el más grande de los gobernantes musulmanes de nuestra España, fue con su hijo y heredero un rufián, un bellaco, un desgraciado y una mala persona. Y eso hasta que el emir murió y el heredero tenía ya el asunto desgastado por el uso escaso y tal vez perverso, sostenido a través de los años.

Andando el tiempo, hubo rumores para todos los gustos a cuenta de la eventual abstinencia sexual del pobre chaval. Unos dijeron que era algo afeminado, otros que le gustaban los chicos jóvenes y practicaba asiduamente la pedofilia, en fin, mil habladurías explicables por el nefasto proceder y la desconfianza innata de un padre tirano que, encima, para atemorizar a propios y extraños, iba y venía por el Alcázar acompañado del pájaro del tapete de cuero y la espada, con la intención de reprimir imaginarías rebeliones. Pues esto va a tener consecuencias nefastas para la dinastía, como oportunamente os diré.

Para terminar esta especie de presentación del personaje, os voy a contar tres hechos relatados por cronistas musulmanes y que nos muestran su carácter y la forma en que trataba a súbditos y allegados. Voy a citar casi textualmente la primera de estas fechorías de nuestro admirado ‘Abd ar-Rahmān III:

‘Abd ar-Rahmān an-Nasir li-dîn Alla no quedó lejos de su tatarabuelo al-Hakam ibn Hixem en el modo de lanzarse al pecado y cometer actos dudosos, abusando de sus súbditos, entregándose cínicamente a los placeres, castigando con crueldad y teniendo en poco el derramamiento de sangre.

Él fue quien colgó en la noria de su palacio a los hijos de los negros como si fueran caños por los que sale el agua, haciéndoles perecer. Mientras morían de esa manera, hizo cabalgar a su impúdica bufona Rasîs alrededor de ellos.

¡Tiene narices! ¿Cuántos negros había en Córdoba en el siglo X? ¿Qué daño le hicieron al emir para recetarles ese castigo tan impresionante? ¿Cómo se quedaron los pobres negros al ver a sus hijos morir de esa manera? ¡Esto sí que fue una matanza de los inocentes!

Vamos a la segunda fechoría.

Nuestro emir tenía una esclava preferida de belleza excepcional, con la que le gustaba pasar sus ratos de juerga. Esta chica tenía un genio endiablado, no tenía empacho en mostrarse altiva, y no agachaba la cabeza si el emir tenía caprichos que a ella no le sentaban bien.

Un día, se quedó a solas con ella en su jardín de Madinat az-Zahrā’ y se sentaron el uno al lado del otro mientras él se tomaba unas cuantas copas que lo pusieron más contento de la cuenta. Cuando estaba ya bastante nublado, se intentó echar sobre el rostro de la esclava para besarla y morderla, como inicio de empresas de mayor calado. La chica, que no soportaba el olor de un borracho, torció la cara, echó el cuello hacia atrás, lo que estropeó los planes del emir que se desconcentró y como consecuencia se enfadó muchísimo. Como era intolerable que él recibiera un desaire de ese calibre y para dar un aviso a navegantes entre las mujeres de su harén, se aplicó a darle el siguiente escarmiento: llamó a un par de eunucos que merodeaban por allí, les dijo que la sujetaran fuertemente y a continuación uno de ellos acercó la vela encendida al rostro de la muchacha, quemando su cara completamente hasta acabar con la pobre y altiva muchacha.

Y vamos a narrar la fechoría número tres.

Ya os dije que ‘Abd ar-Rahmān III tenía a sus órdenes a un verdugo llamado Abu ‘Imrâm y que este personaje andaba siempre merodeando alrededor de él con un tapete de cuero en una mano y una espada en la otra. Pues este verdugo entró una noche en el aposento donde estaba nuestro emir y se lo encontró de la siguiente manera: estaba ya medio borracho, sentado en cuchillas, en compañía de una muchacha muy guapa a la que sujetaban en un rincón los eunucos. El emir parecía enteramente un león a punto de abalanzarse sobre su presa, que lloraba y suplicaba pidiendo que alguien la librara de un inminente y salvaje ataque. Se veía claramente que la chica era rebelde como la anterior y no se sometía a la voluntad de su amo y señor en alguna sesión imaginaria de sadomasoquismo medieval. El emir lanzó un grito al verdugo diciéndole:

—Abu ‘Imrâm, llévate a esta puta y córtale el cuello.

El aludido se hizo el remolón, pensando que se trataba de un repentino arrebato de cólera que enseguida se pasaría. Sin embargo, oyó cómo le daba una segunda vez la orden que debía ser la definitiva a no ser que quisiera perder el empleo y de paso su preciado cuello:

—¡Córtaselo, así te corte Dios la mano! Y si no, pon el tuyo.

El eunuco estaba también temblando y le acercó la muchacha, le recogió las trenzas y le dejó el precioso cuello al descubierto. Abu ‘Imrâm tenía bien aprendido el oficio, levantó con desenvoltura su espada y de un golpe le hizo volar la cabeza mientras se alejaba levemente para que los chorros de sangre no le mancharan su sucia chilaba. Instintivamente se dio cuenta de que la hoja de la espada había hecho un ruido anormal, sin que pudiera apreciar claramente de qué se trataba.

El trabajo estaba hecho y el emir hizo un gesto de aprobación al buen trabajo de su verdugo de cámara, que limpió la espada en el tapete, lo dobló y se marchó a descansar, pero al entrar en su habitación, desplegó nuevamente el tapete, apareciendo en él unas cuantas perlas de gran tamaño y de un brillo extraordinario. Como era un hombre honrado y por temor a las consecuencias de ser descubierto en un robo, se dio prisa en tomar en sus sucias manos aquellas piedras preciosas y llevárselas personalmente al emir para que dispusiera de ellas a su gusto. Éste las vio y las rechazó enseguida diciendo a su verdugo:

—Yo sabía que existían esas perlas y que te las habías llevado envueltas en el tapete. Te las regalo y que Dios te bendiga.

Cuenta el cronista que el verdugo, que hasta el momento no había ahorrado lo suficiente para comprarse el piso, aprovechó el importante donativo para hacerse con uno de tres dormitorios en pleno centro de Córdoba.

Lo que acabo de contar está relatado por el cronista musulmán más serio, a mi parecer, de ‘Abd ar-Rahmān III. Tiene toda la pinta de referir unos hechos que sucedieron realmente. Cualquiera de las tres fechorías relatadas pueden calificarse cuando menos de horrores, háganse en el siglo que se hagan y por el personaje que se hagan.[57]

Ahí tenemos unas cuantas caras de un hombre, al que va siendo posible catalogar, por el momento. Pero no adelantemos acontecimientos. Me he ido demasiado lejos en el tiempo. Dejemos aquí la descripción del personaje que nos hemos propuesto antes de seguir adelante. Volvamos al año 912.

Bien. Os conté que la ceremonia de entronización del soberano fue el 16 de octubre del año 912. Y os decía que tenía las ideas muy claras y que su primer objetivo era someter a todos los rebeldes de al-Ándalus, fueran de la raza o religión que fueran. Pues no va a terminar ese año sin que aparezca por Córdoba la cabeza del primero para ser colgada en las murallas y que todos los que puedan tener veleidades de soberanía o ansias de rebeldía, escarmienten en cabeza ajena.

Los bereberes se habían hecho dueños de Calatrava, del castillo de Caracuel y los montes de Almadén, en las cercanías de la actual Ciudad Real. Y cuando aparecían focos de rebelión, enseguida se apuntaban aventureros árabes a pescar en río revuelto. El árabe en cuestión se llamaba Fath ibn Musa y había prestado juramento de fidelidad al emir, tras lo cual se marchó a Caracuel para intentar darle donde más le dolía, apoyando rebeliones y aprovechándose de insensatos como los bereberes para sacar el máximo partido a sus correrías.

Éstos estaban acostumbrados a la falta de iniciativa de ‘Abd Alla, que en este caso habría dejado el agua correr. Ahora había un nuevo emir, que era de otra pasta y sacó un escuadrón de caballería mercenaria contra los rebeldes, peleó contra ellos y acabó por vencerlos, cortaron la cabeza a los más destacados y las llevaron en procesión a Córdoba como trofeo notable y escarmiento de eventuales seguidores. Llegaron a las puertas de la ciudad el 24 de noviembre del año 912, por tanto en un tiempo récord. Serán las primeras cabezas que se van a exponer en las murallas de la ciudad y veremos muchas más en el futuro.

Habían pasado nada más que unos días y ya estaban de nuevo en la tarea de someter a los rebeldes de al-Ándalus. Era el 14 de diciembre del año 912 cuando el chambelán Badr ibn Ahmad salió con un ejército para someter la ciudad de Écija.

Écija era para los omeyas una especie de ciudad maldita y de esta manera era conocida por ellos en dichos y refranes. Estaba situada muy cerca de Córdoba, en dirección a Sevilla, y era un centro de resistencia de los españoles por el espíritu rebelde de sus moradores, que no dudaban en mostrar cuantas veces podían el odio que sentían por los invasores.

Este sentimiento les venía de largo porque la ciudad y su comarca tenían profundas raíces cristianas. Como prueba de esta afirmación, es preciso constatar que en su nómina de santos, encontramos, por ejemplo, a san Crispín, del siglo III y, por no ser exhaustivos, digamos que aquí vivieron y murieron san Fulgencio y santa Florentina, dos hermanos de san Leandro y san Isidoro, por tanto, del siglo VII. En el momento de la invasión musulmana, había un convento de monjas fundadas por santa Florentina, que fueron degolladas por los invasores. Sin embargo, el cristianismo se mantuvo casi intacto con obispos, monasterios, iglesias y comunidades bien estructuradas. Samsón, en su Apologeticus, habla de un obispo ecijano llamado Beato. Podíamos dar más testimonios, pero lo dejamos en una muestra para no alargamos en esta historia.[58]

Por esa tradición, la ciudad era como un incordio, un mal ejemplo y una bofetada en plena cara a los omeyas por la dificultad que tenían para someterla. Y esa fue la razón por la que el nuevo emir la eligió en primer lugar como objetivo de sus expediciones de limpieza y sometimiento.

La ciudad fue conquistada el 1 de enero del año 913 porque la decisión era firme y los medios que se pusieron a disposición del hachib fueron los adecuados. Por eso, en pocos días los soldados cordobeses derribaron las murallas de la ciudad y todos sus habitantes pidieron el perdón del emir, que se lo concedió, dejando en la ciudad un destacamento y un gobernador que velara por que esas revueltas no volvieran a repetirse.

Leyendo atentamente las crónicas, da la impresión de que el joven ‘Abd ar-Rahmān tenía prisa por hacer muchas cosas al mismo tiempo y por hacerlas bien. Era urgente restablecer su autoridad. Pero tiempo al tiempo. De todo quiere Dios un poquito. Era el día 13 de enero del año 913 cuando decidió hacer su primera salida del Alcázar para cazar grullas en Alpontiello, al este de Córdoba.

Y he decidido hacer también yo una excursión e irme con nuestros musulmanes a conocer sus fiestas, su vida de placer y en la calle, sus costumbres, sus juegos y sus salidas al campo a divertirse cazando lo que se les pusiera a tiro de ballesta o de honda.

La calle, en una ciudad musulmana como Córdoba, era un espectáculo que provocaba regocijo, interés, asombro y muchas cosas más. Era algo increíble. Como en nuestras ciudades actuales, abundaban las tiendas, de las que diré una palabra.

Existían dos tipos de centros comerciales. Uno, la alcaicería, en que se vendían telas de calidad, utensilios hechos por artesanos de contrastada habilidad, joyas, piedras preciosas y otras mercancías al alcance de los más pudientes, unas fabricadas en al-Ándalus y otras traídas de países lejanos. El segundo era el zoco, el mercado de los pobres, con surtidos de ropas, alimentos, especias, utensilios más arreglados a bolsillos de poco poder adquisitivo y toda clase de mercancías, unas usadas y otras completamente nuevas.

Pues en las inmediaciones se arremolinaban los vendedores vocingleros que pregonaban sus productos, acechaban a los clientes intentando que no pasaran de largo, o trataban llevarlos a donde se celebraban las subastas, que, como es natural, estaban trucadas.

Las plazas cercanas eran un guirigay de mucho cuidado. En ellas se juntaban los campesinos que traían sus mercancías a la ciudad para venderlas, con los compradores más pudientes que regateaban el precio hasta dejar exhausto al vendedor. Más allá se formaba un corro en torno a un par de titiriteros disfrazados de campesinos que hacían las delicias de la chiquillería que los miraba con la boca abierta. Al lado hacían sus juegos de mano los prestidigitadores, más allá los juglares cantaban las gestas antiguas en versos larguísimos e incomprensibles; las echadoras de cartas, los narradores de cuentos, y tantos otros. Por detrás del gentío andaban de un lado a otro los aguadores, los echadores de sahumerios que balanceaban cazoletas llenas de ascuas a las que agregaban de vez en cuando incienso y otros aromas deliciosos, y más atrás los rateros que aprovechaban descuidos de los más incautos para birlarles los saquitos llenos de monedas que llevaban o traían para sus comercios.

El trasiego en los días normales era también espectacular. En las calles principales se podían ver los cortejos de nobles que iban y venían del Alcázar a sus palacios o al revés. Iban precedidos y seguidos por acompañamientos de esclavos, de eunucos, e incluso de guardias personales atentos a las órdenes de su señor. Delante de esos vistosos cortejos, iba una especie de pertiguero que daba fuertes y sonoros golpes con su maza en el suelo, anunciando que pasaba un personaje importante y que todos debían cederle el paso. En las calles más secundarias iban y venían gentes del pueblo; unos transportando agua desde las fuentes hasta sus modestas casas; otros llevando y trayendo animales domésticos o de carga, como mulos o borricos cargados hasta arriba; otros, los alfaquíes, entrando o saliendo de las numerosas mezquitas con gesto grave, barba respingona y mirada altanera. Punto y aparte era la chiquillería, que se divertía jugando a cualquier cosa y armando bulla o atropellando en sus locas carreras a los ancianos, a los aguadores y a los alfaquíes de gesto adusto que los esquivaban mientras musitaban maldiciones contra ellos por haberles interrumpido su caminar.

Los viernes eran días especiales porque las mujeres podían salir de casa para visitar los cementerios, que estaban en las afueras de la ciudad. Hombres y mujeres se arreglaban con sus ropas más vistosas, se colocaban infinitos abalorios que guardaban para estas ocasiones y apenas se terminaba la oración en la mezquita, se agolpaban en una aglomeración festiva en la que se afanaban por buscar esos momentos escasos en que podían al menos mirarse. Pasaban su buen día entreteniéndose como mejor podían y al ponerse el sol, el gentío hacía el camino de vuelta hasta que las calles iban quedando otra vez en silencio.

En general el pueblo vivía en calles bastante estrechas, de un ancho aproximado de tres metros, con aceras y bordillos. Por medio de ellas discurrían canales para el desagüe, tanto a causa de la lluvia como de aguas urbanas. Casi en las puertas de las casas estaban los pozos negros.

Echemos un vistazo a una casa humilde, de 70 metros aproximadamente. Tenían un zaguán de entrada, al lado del cual estaba el retrete. Dando a la propia calle solían situar el cuarto de estar, de unos 12 metros cuadrados más o menos. En el centro de la casa había una especie de patio o galería cubierta de unos 10 metros, en el que había un pozo. Esa galería o patio daba acceso a la cocina y a dos dormitorios, uno principal y otro secundario.

Los suelos del cuarto de estar y de la galería estaban cubiertos con esteras de paja o de esparto y en las casas de los más pudientes, con alfombras. Como no tenían sillas, se sentaban sobre esas alfombras o esteras, o en algunos casos en almohadones de cuero, siempre con las piernas encogidas. En medio de esas estancias ponían en invierno sus braseros de carbón para calentar la casa.

Como iluminación, los más pudientes tenían lámparas de aceite. Los que tenían menos recursos usaban el candil. Las cocinas eran muy pequeñas. Tenían hornillos de barro de carbón vegetal. Otras casas guisaban en la chimenea, que encendían con leña. Los alimentos se guardaban en alacenas pequeñas que solían estar situadas en huecos que practicaban en los propios muros. Las camas, que se colocaban en una especie de plataforma algo elevada del suelo, eran de madera y encima ponían una estera, un colchón, sábanas, mantas y almohada.

Hemos dejado a ‘Abd ar-Rahmān a punto de salir de caza porque era una de sus diversiones favoritas, que en verano era de perdices, codornices, conejos y torcaces. Estas piezas no podían comerse por no haber sido sacrificadas con arreglo al ritual musulmán y las que comían habían sido cazadas vivas por profesionales y posteriormente degolladas por el mulá.

En invierno, los sultanes salían a los alrededores, unas veces cercanos al río y otras a la sierra. Buscaban patos, grullas y piezas por el estilo y las cazaban con halcón, cuya cría era bastante lucrativa en la España musulmana. También salían de montería a las estribaciones de Sierra Morena. Para cazar, se servían de jaurías de perros que espantaban a los animales, luego eran conducidos por ojeadores a recintos donde, una vez acorralados, se les mataba a cuchillo.

En cuanto a los juegos de mesa, debo decir que se despepitaban por ellos. El ajedrez lo trajo a Córdoba, o al menos lo popularizó, nuestro viejo amigo el músico Ziryab, y tuvo una gran aceptación entre la nobleza. Los de azar estaban prohibidos por la ley musulmana pero los practicaban asiduamente y con bastante desenvoltura. Se llegaban a jugar las pestañas. También estaban enganchados a los dados, las damas, con lo que eran habituales las pérdidas y las eventuales ganancias por esta vía.

¿Su vida sexual?

Pues eran libres como el viento y no tenían demasiados escrúpulos en hacer lo que se les presentara, excepto acostarse con la mujer del vecino, que eso en el Corán estaba castigado con la muerte.

Hay que afirmar enseguida que no tenían demasiado empacho en ser y confesarse bisexuales. Quiero decir que en cuanto a la práctica del sexo, tenían una marcada tendencia a la homosexualidad, sin que ello les impidiera disfrutar del sexo contrario cuantas veces les venía en gana. Tampoco tenían muchos escrúpulos en practicar la pederastia y de esto hay amplias pruebas, tanto de al-Hakam II como de otros personajes de la época y posteriores. Los primeros pacientes eran los muchachos esclavos, los eunucos jóvenes, etc., ya que aprovechaban la sumisión de su inferior condición para someterlos a prácticas que hoy son aberrantes y delictivas, pero que entonces eran el pan nuestro de cada día.

Recomiendo la lectura de un libro titulado El collar de la paloma, citado en la bibliografía, que es el que más valoro de todos los que se escribieron en la España musulmana. En cuanto al contenido, es un tratado sobre el amor, donde se mezclan la filosofía, la poesía y los casos prácticos, formando un todo que deslumbra por lo que dice, por la forma en que lo dice y porque nos enseña muchas cosas sobre la práctica del amor en los siglos IX y X.

En ese libro me baso cuando digo que nuestros musulmanes practicaban la homosexualidad con total naturalidad y se enamoraban perdidamente de un chico para a continuación practicar el sexo y sentir un profundo y tierno amor por una chica, ambos sentimientos y ambos comportamientos en un mismo espacio de tiempo. Y en cuanto a la picaresca, hay que afirmar rotundamente que no aventajamos a nuestros musulmanes en pleno siglo XXI, y eso que ha llovido desde entonces. Y si no, escuchad lo que os voy a contar, que lo podéis leer en la página 280 del citado libro:

Hablamos de una mujer bastante entrada en años llamada Hind, muy religiosa, que había renunciado a todos los encantos del mundo por su fe y que había hecho la peregrinación a La Meca nada menos que cinco veces. Para cerrar su último viaje, tomó un barco en la orilla arábiga del Mar Rojo que la llevara a la africana, con la intención de evitarse una travesía del desierto bastante molesta. Desembarcaría en algún puerto lo más al norte posible para desde allí recorrer a pie el largo y peligroso camino que le debería llevar desde el lejano Egipto hasta nuestra tierra andaluza. Y en ese barco, viajaban con ella hasta cinco mujeres, piadosas a más no poder, que volvían de su peregrinación, y por tanto hasta ritualmente purificadas, algo así como si en nuestra cultura cristiana volvieran de hacer Ejercicios Espirituales.

Entre los marineros del barco había uno que estaba como un tren, de buena planta, ancho de hombros, fuerte, guapo, limpio, lo que se dice un tío bien hecho. Naturalmente, el chico les echó el ojo a sus pasajeras y aunque eran algo feas y entradas en años, se hizo su composición de lugar y se diseñó una estrategia adecuada para llevárselas al huerto, a ser posible una detrás de otra, que el viaje era largo y no era plan de pasarse de chicoleo el primer día y en ayunas el resto. Se dio cuenta de que estaban todo el día rezando pero sabía por experiencia que eso no suponía impedimento serio si hacía las cosas bien hechas, especialmente el plan de acercamiento.

Y, ¿qué hizo nuestro marinero cachas? Pues que seleccionó para el primer día la que le pareció más adecuada, entonces se sacó el mandado y sin más miramientos, saludos protocolarios, picaras insinuaciones o tiernas caricias, lo puso en la mano de la interesada. Nos cuenta nuestra amiga Hind que ella lo vio, que el chico la tenía bastante gorda y que en vista de la calidad del instrumento y de las circunstancias, inmediatamente la aludida se fue al catre con el marinero, volviendo ambos al rato tan contentos, para continuar la travesía de manera algo más optimista que como empezaron. Y, ¿qué pasó al día siguiente y al otro y al otro? Pues que nuestro marinero repitió la liturgia, con idénticos resultados a los del primer día, eso sí, eligiendo para tal menester y por riguroso turno a la siguiente y la siguiente y al otro día la siguiente. ¡Faltaría más!

Nuestra amiga Hind, que es la que nos cuenta la historia, en vista de que le llegaba el turno, debía de estar bastante nerviosa, viviendo ese quiero y no quiero, soñando unas veces con que el chico le pusiera en las manos lo mismo que había puesto en las de sus compañeras. Otras veces, estoy seguro de que entonaría jaculatorias, se haría la fuerte y diría que era ya una vieja, que volvía de hacer la enésima peregrinación a La Meca y que no iba a poner en peligro su traslado al paraíso por un marinero que estaría buenísimo por las caras con que volvían del cuchitril sus compañeras de viaje, pero que al fin y al cabo era un pinta descarado que trataba de cobrar un precio extra al pasaje desde la Ciudad Santa hasta el mismísimo Egipto. ¡Nada! A ella no la iba a toquetear este tío por más flamenco que se pusiera o por más gordo y duro que tuviera lo que tenía que tener. La dignidad y la virtud de una musulmana devota están por encima de todo eso.

Ya era de noche. Resueltas ya sus vacilaciones, dando por buenos sus escrúpulos de conciencia y habiendo llegado el momento en que el chico le pondría en las manos su lustrosa arma de guerra, nuestra vieja amiga empuñó una navaja chotera con la nefasta intención de dejar desarmado al marinero de un tajo para el resto de su vida, y con esta resolución interior se dijo para su capote:

—¡Ahora las vas a pagar todas juntas!

Cuando el marinero, convenientemente armado, se acercó a la anciana, lo primero que le entró por los ojos fue la navaja, lo que lo echó para atrás, lo asustó, e hizo ademán de salir por piernas de aquel territorio en verdad peligroso. Lo que ocurrió a continuación os lo cuento con las palabras textuales, copiando de Ibn Hazm lo que pone en boca de nuestra virtuosa anciana Hind:

—Él se asustó y se levantó para irse pero al momento me enternecí, lo sujeté convenientemente y le dije: «No. No te irás hasta que tome de ti lo que me corresponde». Entonces —concluyó la anciana—, cumplió su cometido, de lo que pido a Dios perdón.

Así que ya veis, mis queridos lectores. Os estoy contando las aventuras, vacilaciones y las canas al aire sexuales de una anciana religiosa en extremo, que había hecho nada menos que cinco veces la peregrinación a La Meca. Imaginar lo que haría el común de los mortales en circunstancias menos extremas y más convencionales, es tarea fácil con estos presupuestos.

En al-Ándalus había, naturalmente, prostitución femenina, que estaba regulada, pagaban sus impuestos y hacían su trabajo en posadas y fondas. Por cierto que tenían también un personaje, entre chulo y proxeneta, al que llamaban habitualmente Padre, supongo yo que para sacudirse complejos y hacer esas cosas como si estuvieran en casa. Su clientela era de baja condición y eventualmente también viajeros o comerciantes que venían a la ciudad a hacer sus negocios. Como veis, nada se ha inventado ahora.

Vino bebían hasta hartarse. Existía un mercado de vinos en la Secunda, del que ya hemos hablado anteriormente, que se cerró y luego se volvió a abrir para abastecer la multitud de tabernas que jalonaban el paisaje urbano de Córdoba. Estas tabernas tenían por gobernantas a señoras ligeras de cascos, lo que daba un aliciente adicional a los potenciales clientes. Hay que decir que los mozárabes las visitaban también con bastante asiduidad. Eran habituales las noches de vino y de juerga en estos establecimientos, mitad taberna, mitad casa de citas, y pasarlas en compañía de mujeres o de chicos jóvenes, según el momento y el gusto del cliente. Y no encontraban mucha resistencia ni interior ni exterior por parte de las autoridades civiles o religiosas, que pasaban la mano sin muchos escrúpulos. En el caso de los nobles, los escrúpulos eran ningunos porque podían pasar días y noches en sus casas de campo o en sus palacios, dedicados a beber hasta hartarse, a acostarse con una, o con uno, o con dos o con tres, también hasta hartarse.

Dejemos esta pincelada sobre la vida cotidiana en al-Ándalus y volvamos al reinado de nuestro primer califa.

‘Abd ar-Rahmān quería dejar sentado desde el inicio de su reinado que ahora imperaban principios de disciplina. Todo el mundo debía caminar rectamente, sin que se permitieran desviaciones o conductas sediciosas. En este aspecto dio un puñetazo en la mesa porque era preciso visualizar que las cosas habían cambiado y había que ir por derecho, mantener una fidelidad inquebrantable al emir, que en caso contrario, el que la hiciera la iba a pagar.

Durante el reinado de su abuelo, había sido encarcelado un árabe llamado Yusuf al-Yayyânî porque se había rebelado contra la autoridad del emir. Y resulta que en la ceremonia de proclamación de ‘Abd ar-Rahmān, alguien le pidió que lo perdonara, como gracia especial y en señal de clemencia, cosa que hizo el joven monarca. Pues pasados solamente unos días, sin haber disfrutado aún de su libertad, se empeñó en una nueva conjura contra ‘Abd ar-Rahmān, yendo y viniendo con cartas invitando a la rebelión y a alianzas a este y al otro lado del mar, para derrocar al que consideraba un joven imberbe e incapaz de enfrentarse a motines y revueltas.

Yusuf al-Yayyânî no sabía con quién se las estaba jugando. Como las cosas habían cambiado, los informadores actuaron adecuadamente y enseguida llegaron al Alcázar noticias de los tejemanejes de este desgraciado. Y a ‘Abd ar-Rahmān no le tembló el pulso. Mandó que lo prendieran y se le aplicara un castigo ejemplar. Fue crucificado en las mismas puertas del Alcázar y en el patíbulo, atado a su izquierda, estaba el escrito en que invitaba a rebeliones contra el emir. Con ello daba al personaje el castigo que merecía, y los que tuvieran la idea de seguir su ejemplo enredando en nuevas rebeliones, ya sabían lo que les esperaba.

Era el 8 de febrero del año 913 y la primera lección estaba dada. Ahora, tras la conquista de Écija, había que enfrentarse a otro de los focos de rebelión que tanto daño hicieron al reino en tiempos de su abuelo. El objetivo era Elvira, tierra de españoles, casi todos ellos cristianos, obedientes a su enemigo número uno ‘Umar ben Hafsun. Pero no podía ser impaciente. Era necesario esperar que pasaran las lluvias de invierno y, por supuesto, organizar cuidadosamente la expedición con la mejor caballería del reino.

‘Abd ar-Rahmān era un joven ambicioso, inquieto y muy listo. Por ahora no pensaba en descansar, ni siquiera en tomarse un respiro porque le esperaba una tarea inmensa y no iba a dejarla para mañana. Siguiendo la costumbre de sus antepasados, instaló el campamento en el arrabal de la Secunda el 11 de marzo del año 913, y se ocupó en organizado todo con la meticulosidad de un hombre maduro. Se trataba en tener los mejores soldados, unas monturas suficientes, armamento adecuado, dotarlo de mandos ambiciosos, disciplinados y valientes, y motivarlos para emprender con moral de victoria una expedición, que si bien no iba contra Bobastro, era crucial por los territorios a conquistar y por la cantidad y calidad de rebeldes a los que había que reducir, por las buenas o por las malas.

Y mientras se preparaba el ejército, se intentaba ablandar al enemigo, o al menos hacerle entender que esta vez las cosas iban en serio. Por eso habían salido mensajeros para los gobernadores de las regiones que se mantenían en obediencias inestables para que se movilizaran y le acompañaran en esta expedición. La primera respuesta afirmativa vino de Elvira, donde vivían los chunds de Damasco, que dejaron sus fortalezas y sus castillos para ponerse a las órdenes de ‘Abd ar-Rahmān.

El 17 de abril de ese mismo año, ya están en camino hacia su objetivo, que no es atacar el núcleo duro de ‘Umar, sino más bien dar un rodeo por el este, apoderarse de plazas fuertes y castillos de esta zona y privarle de estos apoyos para cuando más adelante decida hacer el asalto final. Como veis, era un consumado estratega que seguramente tenía muy bien estudiado al enemigo. Desde Córdoba tomó el camino hacia la cora de Jaén, donde existían unos cuantos castillos de vital importancia y que estaban de parte de ‘Umar.

Era domingo, día 25 de abril, en pleno mes del ramadán, cuando las tropas se acercaron a la fortaleza de Monteleón, cercana a Martos. A la mañana siguiente ya la habían rodeado y estaban sus soldados atacándola por todas partes. Una división escaló el cercano monte Yarisa que dominaba el objetivo, y tras desalojar a los muladíes que lo ocupaban, se colocaron en las alturas para desde esa posición dominante atacar el famoso castillo.

El martes, el combate por asaltar la fortaleza fue formidable. Se peleaba de manera encarnizada, cada cual sacando el orgullo de raza y las ansias de acabar con los enemigos. Los arrabales fueron incendiados por la caballería cordobesa y se hacían intentos de asalto que dieron sus frutos porque, tras dejar muchos muertos en las puertas, bastantes soldados consiguieron penetrar en el interior. Cuando la noche acercaba las tinieblas a las fantasmales murallas de Monteleón, el jefe de los sitiados pidió al emir que le otorgara su perdón, bajando de la fortaleza para entregársela. En dos días había caído en su poder una de las plazas más importantes de la cora de Jaén y un formidable baluarte de ‘Umar ben Hafsun.

Eso mismo ocurrió con la fortaleza de Mentesa, en manos de un árabe rebelde. Luego se le rinden otros castillos cercanos al río Guadalén, en plena Sierra Morena. ‘Abd ar-Rahmān otorga a todos su perdón, con un par de condiciones: debían obedecer al gobernador que les acababa de nombrar, y se llevaría a Córdoba como rehenes a las mujeres y los hijos de sus recientes súbditos hasta comprobar que su sumisión había sido sincera y duraría para siempre. Como veis, ‘Abd ar-Rahmān no se andaba con chiquitas.

Y ahora tocaba lo más difícil de someter: los castillos y plazas fuertes de la cora de Elvira, algunos en poder de árabes rebeldes y la mayoría pertenecientes a los dominios de ‘Umar, casi todos españoles, unos muladíes y otros mozárabes.

La cora de Elvira estaba fuertemente militarizada, y toda ella poblada de plazas fuertes, castillos y torreones de vigilancia, defensa y ataque. Para que os hagáis una idea, las he repasado en publicaciones especializadas, y son nada menos que 303, entre castillos y fortalezas.[59]

El camino que siguió el ejército fue el siguiente: desde Córdoba tomó la dirección de Cañete de las Torres, con veinticinco millas de trayecto. Desde allí seguían hasta Jaén, haciendo parada en Monteleón. Luego debían tomar la dirección de Montejícar, que estaba en poder de los árabes rebeldes al emir, para continuar hasta Elvira.

Las comunicaciones entonces eran más fluidas de lo que parece, especialmente si se trataba de que las noticias corrieran de boca en boca por todas las aldeas, ciudades y castillos de al-Ándalus. Desde las típicas ahumadas, hasta las palomas mensajeras, hacían que cualquier novedad importante llegara enseguida a los lugares más recónditos de la España musulmana. Y eso ocurrió en este caso. Los pequeños castillos situados entre Guadix y Baza, a la vista de lo que se les venía encima, se lo pensaron bien y decidieron que lo más saludable era someterse al emir. Excepto Fiñana, plaza que mantuvo su postura de apoyar a ‘Umar, las demás hicieron pasillo al ejército cordobés e incluso pusieron sus efectivos al lado de los expedicionarios para continuar su conquista hacia uno de los núcleos de mozárabes más importante de al-Ándalus. Y ese núcleo duro estaba en plena Alpujarra.

Está por hacer un estudio serio de las comunidades cristianas alpujarreñas en plena época de dominación musulmana, especialmente desde la invasión del año 711 hasta su expulsión definitiva por los almorávides en el año 1125. Las únicas fuentes que he podido consultar son todas musulmanas.[60] Pero por experiencia sabemos que suelen ser parciales, engrandeciendo los éxitos propios, empequeñeciendo los del enemigo y ocultando matanzas, fechorías y hazañas por el estilo. Esas fuentes hablan de la matanza de 55 notables mozárabes hechas por esta expedición, y del exterminio de muchos de ellos en Juviles y en otros castillos y fortalezas cercanas.

No existen fuentes cristianas que nos den noticias de ello.[61] De todas maneras, es un descubrimiento para la práctica totalidad de profanos hablar de los mozárabes de la Alpujarra y su persistencia en la fe de sus mayores hasta el año 1125, a pesar de las presiones, las matanzas y los sistemáticos exterminios a que fueron sometidos. Por eso es necesario continuar contando la historia, repito que basándome en fuentes exclusivamente musulmanas.

Decía que el ejército de ‘Abd ar-Rahmān III se apodera de los castillos situados al norte de Guadix, acomete Fiñana, plaza que captura el 14 de mayo, y hace degollar a los cristianos cabecillas partidarios de ‘Umar. A continuación, hace que sus hombres emprendan el difícil y escabroso camino que les lleva al Puerto de la Ragua, un collado situado a 2.223 metros sobre el nivel del mar, y desde allí pasan a la otra vertiente, en la abrupta y siempre difícil Alpujarra. Se trataba de atravesar una cordillera imponente, sin miedo a la nieve, a los tajos, a los caminos empinados y difíciles, estando expuestos a las posibles emboscadas de los rebeldes y levantiscos moradores de una tierra agreste y bellísima, como es la Alpujarra.

Hace falta mucha determinación para marcarse como objetivo aplastar la rebelión de los mozárabes alpujarreños amigos de ‘Umar, y pasar con un ejército a través de esa imponente cadena montañosa para caer sobre sus enemigos por donde menos se lo esperan. Seguramente, tras la victoria de Poley, el ejército cordobés había cambiado radicalmente desde la pasividad hasta una moral de victoria. De no ser así, no imagino esa fenomenal travesía, y esa disposición a luchar contra enemigos desconocidos, en terrenos infernales y con armamento tan dispar. Y una vez llegados a la vertiente sur de las montañas, atravesaron caminos imposibles, resistieron ataques infames desde riscos altísimos, hasta que llegaron a la fortaleza más importante de la Alpujarra, que era la de Juviles.

Sobre el pueblo y su castillo hay una cita que os voy a transcribir:

A cuatro leguas de Albuñol, pueblo también árabe, estaba el fortísimo castillo de Hisn Súbales o Xubiles, en las faldas de Sierra Nevada, cuyo nombre suena mucho en la historia de las guerras civiles del reino de Granada desde la dominación árabe hasta la época de los moriscos. En tiempo de Ebn Aljatib, según lo afirma este escritor, era una mina de seda que parecía oro puro; florecía en aquel pueblo el arte del moblaje y de la joyería; se tejían anchos y ricos velos para las mujeres, y se fabricaban primorosos estrados. Sus contribuciones se cobraban fácilmente y era mucha su plata. Pero en cambio era un lugar en que llovía poco, y las plantas se mostraban marchitas, escaseando por consiguiente los mantenimientos; y, en fin, una morada en que no se detenían sino sus señores.[62]

Juviles actualmente es un pueblo precioso, de algo más de doscientos habitantes, situado a 1.250 metros sobre el nivel del mar, en el centro mismo de la Alpujarra granadina. Sus gentes, amables y sencillas, creo que desconocen esta hazaña de sus paisanos en el mes de mayo del año 913.

Su castillo es una impresionante fortaleza, que está integrada por tres recintos. El tercero y más bajo, está hecho con muros de mampostería que forman una especie de ángulos para reforzar las posibilidades de defensa. Las murallas se asoman a una pendiente muy pronunciada. El segundo recinto tiene planta trapezoidal y está construido con hormigón y cal. Y el primero, que tiene buenos aljibes para proveer a las tropas, cuenta con muros interiores enlucidos con cal, en los que se han dibujado gran número de cruces. Probablemente estamos hablando del castillo más formidable de la Alpujarra.

Es curioso observar que los castillos de la Alpujarra granadina están bastante próximos entre sí. Los más notables fueron, junto al ya mencionado de Juviles, el de Mecina Bombarón, el de Jorairátar, y también el de Escariantes, en Ugíjar.

Así que tenemos tres hechos notables, dos de arqueología y uno que encontramos en los cronistas musulmanes: unos cuantos castillos importantes, próximos entre sí, en cuyas paredes del interior hay pintadas innumerables cruces. El ejército de ‘Abd ar-Rahmān III se aproximó a estos castillos, todos en manos de españoles.

Los ejércitos cordobeses acamparon frente a la fortaleza de Juviles el 25 de mayo, e inmediatamente se dedicaron a hacer el trabajo sucio, que era destruir las cosechas, talar los árboles y destrozar los recursos de aquellas gentes en una tarea de amedrentarlos y ablandar sus ánimos, cosa que conseguían bastantes veces pero no todas, porque ya sabéis que estos alpujarreños son valientes, rebeldes, y sus ánimos no los ablanda ni el mismísimo ‘Abd ar-Rahmān III. Uno de ellos, al ver destrozados sus campos, se asomó a las almenas y se dirigió a grandes voces al emir diciendo:

—¡Te vamos a dar en los hocicos, hijo de la gran puta!

Pero, claro, como en el bando cordobés había también valientes, alguno, que además era un poco pelotas, replicó al de Juviles, también a grandes voces:

—¡Nuestro emir no se va a ir de aquí sin llevarse la cabeza de ‘Umar ben Hafsun!

Que, por cierto, no estaba en el cerco aunque sí algunos de sus hombres más distinguidos. El caso es que ‘Abd ar-Rahmān oyó muy complacido el grito de aquel soldado, que era un don nadie, un soldadito de a pie de esos que acompañaban a los caballeros para lo que hiciera falta, y a partir de entonces pasó a ser personaje distinguido porque nuestro emir lanzó la siguiente sentencia:

—El que ha dicho eso, sea elevado a una misión más noble, inscribiéndole entre los caballeros, dándole montura y una cantidad considerable de dinero.

Y eso se hizo, que nuestro soldado vocinglero pasó a ser un hombre importante y su historia fue traída y llevada por todas las ciudades y aldeas de nuestra ajetreada al-Ándalus.

El sitio duró cinco días y al final los españoles se humillaron y sometieron. Parece que los muladíes ofrecieron rendirse, entregando al emir a cambio a todos los soldados cristianos. Con la ayuda inestimable de ese contingente de muladíes que se puso de parte de los ejércitos cordobeses, asaltan la fortaleza y los soldados se entretienen en degollar a 55 cristianos, aliados de ‘Umar ben Hafsun, según un cronista ante el propio ‘Abd ar-Rahmān, que asistió complacido a la ejecución. Otro dice simplemente que las fuerzas mozárabes, que eran mayoría dentro de la fortaleza, fueron decapitadas sin consideración ni miramientos.

Volvemos a encontramos con un nuevo exterminio de mozárabes en la España musulmana, una constante en nuestros relatos. Me ahorro las consideraciones porque se las dejo al lector.

El trabajo en la Alpujarra estaba hecho. Los castillos y fortalezas que por estos pagos estaban de parte de ‘Umar, habían sido desocupados de sus antiguos dueños. Ahora eran plazas fuertes que obedecían al emir cordobés. Había que continuar el trabajo, así que, después de dejar guarniciones leales en Juviles y en el resto de la Alpujarra, el emir siguió el cauce del Guadalfeo por Torvizcón hacia Órgiva, luego a Vélez de Benaudalla, donde también sometió a los soldados españoles que guardaban su gran castillo, y desde allí el ejército dio vista al mar en las playas cercanas al castillo de Salobreña.

El resto de la historia es similar. Salobreña fue sometida a la obediencia al emir, que dejó en el castillo efectivos leales y continuó su triunfante campaña hasta el día 18 de julio del año 913, en que, tras noventa y dos días fuera de casa, fue recibido con inmensa alegría por el pueblo de Córdoba, consciente de que ahora sí que tenían un soberano listo, eficaz y capaz de mantener con mano firme la fenomenal algarabía y la desastrosa desunión en que se habían sumido hasta ahora todos los pueblos de España.

Fue una campaña llevada a cabo con sabiduría, decisión y acierto, y que había dado sus frutos. Su enemigo, con letras mayúsculas, era ‘Umar ben Hafsun y todos los españoles, cristianos o no, que le seguían como si fuera un soberano sin trono y sin reino. En la campaña del año 913 no le había atacado en su reducto de Bobastro pero le había hecho mucho daño sometiendo las díscolas provincias de Elvira y Jaén. Ahora ya sabían todos, y lo sabía el propio ‘Umar, que su derrota definitiva era cuestión de tiempo. Y los rebeldes, árabes o bereberes, habían entendido sin necesidad de hacer guerras, que soplaban vientos diferentes y que la discusión era buscar el modo y el momento para colocarse lo mejor posible ante la estima del que mandaba en al-Ándalus, que era ‘Abd ar-Rahmān. Definitivamente, unos meses después de su ascensión al trono, se había visualizado la firmeza que se estaba echando en falta desde hacía muchos años.

Dejemos un momento las guerras para decir una palabra sobre los caminos, y en general las vías de comunicación en España en los tiempos que estamos relatando.

En primer lugar, hay que afirmar que las viejas vías romanas permanecían en uso pero con notables matizaciones porque el centro del poder político, económico y militar era diferente, lo que comportaba algunas variantes, por ejemplo, que todos los caminos no llevaban a Roma sino que tenían Córdoba como punto de partida y destino. Las principales rutas eran aproximadamente trece, que intentaré relatar.

Una iba desde Córdoba hasta Sevilla, pasando por Écija. Otra desde Córdoba a Zaragoza, Tudela y Lérida. La tercera desde Córdoba a Toledo y Guadalajara. La cuarta, desde Córdoba a Mequinenza. La quinta, desde Córdoba a Coria, Mérida y Beja. La sexta desde Córdoba hasta Niebla. La séptima, ésta por el valle del Guadalquivir, unía Córdoba con Sevilla pasando por Carmona. La octava llegaba hasta Valencia, pasando por Pechina y Murcia, que se prolongaba hasta Tortosa. La novena iba a Écija y Málaga. La décima, pasaba por Écija e iba hasta Archidona. La número once iba desde Pechina hasta Málaga. La doce, hasta Gibraltar. La trece, hasta Morón y Medina Sidonia.

Como habéis comprobado, algunas de estas rutas unían Córdoba con los principales puertos del Mediterráneo o los unían entre sí. Se trataba de llevar pasajeros y mercancías para ser embarcadas con dirección al norte de África o a los puertos de Oriente. Desde el litoral existente entre Málaga y Tarifa salían los barcos en dirección al norte de Marruecos.

Si se trataba de comerciar con el Oriente cristiano o musulmán, los embarques se hacían en Almería o en Pechina. Allí estaba, no solamente el cuartel general de la flota califal y los principales astilleros de la Península, sino también el puerto comercial frecuentado por todas las naves del Mediterráneo cristiano y musulmán. En Pechina o en Almería fondeaban las naves de Pisa o de Génova, las procedentes de Bizancio, y también las de Siria, o Egipto. Para que nos hagamos una idea del movimiento portuario, es preciso decir que Almería contaba con ciento noventa posadas que pagaban sus impuestos al fisco. También con una floreciente industria y un comercio bastante próspero. Podemos afirmar que era el puerto comercial más importante de la Península.

Muchos barcos no dudaban en atravesar el Estrecho de Gibraltar para remontar el Guadalquivir y aprovisionar Sevilla, que con el tiempo va suplantando en la supremacía marinera a Almería, entre otras cosas por la proximidad con Córdoba.

Y otra digresión, que más adelante tendremos tiempo de hablar de guerras y más guerras. Una pregunta fundamental: ¿Cómo era la geografía humana de una ciudad tan importante como Córdoba? ¿Cómo eran sus mercados, sus artesanos, cómo se organizaban, cómo, en fin, se ganaban las pelas nuestros musulmanes españoles en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān III?

Los artesanos, lo mismo que en los demás países musulmanes, formaban una especie de gremios, y tenían un síndico, designado por la autoridad, que era el responsable de que se cumplieran las reglas de probidad comercial. Esos gremios estaban agrupados en el propio mercado, ocupando calles enteras que llevaban su nombre, por ejemplo, calle de los Caldereros, del Tinte, de los Ropavejeros (El Zacatín), etc.

Los mercados más importantes estaban situados alrededor de la gran mezquita y formaban un laberinto de calles estrechas y, distribuidas por acá y por allá había pequeñas plazas rectangulares rodeadas por tiendas. Los comercios de artículos de lujo se exhibían en un mercado especial llamado Kaisarîya (la Alcaicería de Córdoba, o la de Granada).

Los fabricantes también estaban distribuidos por categorías y los más importantes eran de alimentación y de ropa para vestir. Los productos alimenticios eran traídos desde el campo a la ciudad y comprados por mayoristas, que a su vez los vendían a minoristas, lo mismo que en la actualidad. Mención aparte merece la industria del pan y derivados, que ocupaba a muchos obreros, unos moliendo en molinos de agua, otros amasando, cociendo panes o pastelería, etc. El gremio de lo que hoy llamaríamos la restauración, ocupaba a mucha gente, o bien vendiendo pescado frito, o salchichas, o quesos, o algo parecido.

Las industrias del textil y la confección, igualmente estaban controladas por el síndico correspondiente y comprendían una extensa gama de manufacturas de tejidos de algodón, seda, lino, etc. Otros se ocupaban del tinte, tarea complicada, que empleaba a cantidad de gente bastante cualificada.

A todos estos se unían los que estaban dedicados a la droguería o a la perfumería, que vendían, además, toda clase de cremas de belleza masculina y femenina, ungüentos, polvos, agua de colonia o productos farmacéuticos.

Añadamos los orfebres, con importantes talleres para fabricar joyas y otros objetos de ornamentación. También estaban los fabricantes de papel, las librerías, los vendedores de manufacturas de esparto, etc.

También los albañiles tenían su síndico que les vigilaba el buen cumplimiento de una técnica milenaria. Por cierto que la misma palabra, albañil, nos viene del árabe. Este mismo personaje controlaba en general a los alfareros, unos dedicados a suministrar materiales para la construcción, y a otros dedicados a fabricar los utensilios de uso común en los hogares, tales como cántaros, platos, vasos, jarrones, barreños, etc.

Todos estos personajes formaban un conglomerado de gentes diversas, unos árabes, otros bereberes, otros judíos y la mayoría españoles, que ya habían adaptado su lengua, mezclándola con el árabe, lo que hizo aparecer un dialecto diferente al que llamaban árabe aljamiado.

Volvamos a las expediciones de ‘Abd ar-Rahmān.

Nuestro emir empleó todo el otoño y el invierno en organizar los asuntos domésticos y en preparar sus ejércitos, que era necesario tenerlos operativos al máximo para cuando despuntara la primavera del año 914. El día 7 de abril hizo su alarde con las tropas en el arrabal de la Secunda. En esta ocasión recuperaba la tradición de los chunds de Balch, cuya llegada os conté en su momento, en el sentido de que los soldados usaban las viejas banderas y estandartes de los chunds de Emesa, Damasco o Qinnasrin, según procedieran de Elvira, Jaén, Sidonia o Sevilla. El 8 de mayo ya estaban en camino, esta vez hacia las serranías malagueñas cercanas a Bobastro. Se trataba de hacer lo mismo que el año anterior, que tan buen resultado les había dado, y que era aislar a ‘Umar, quitándole una a una todas las plazas fuertes que lo apoyaban, comenzando por las más exteriores. El emir intentaba ir debilitando a su enemigo para que cuando decidiera dar el asalto final no encontrara ayudas o puntos de apoyo.

Sus primeros objetivos estaban en las laderas que los Montes de Málaga nos llevan al mar por la parte de la Axarquía. Según narra el cronista, los ejércitos de Abd ar-Rahmān atacaron Jotrón, Santopitar, Olías, Torrox, seguramente también un nido de águilas llamado Comares, arrasando y destruyendo las plazas fuertes que apoyaban a ‘Umar. Eran todas plazas de fuerte implantación cristiana y española. Desde allí, el emir pasó por Málaga, que se mantenía en su obediencia pero aprovechó una especie de descanso del guerrero para organizar el gobierno de la ciudad. Desde Málaga envió un contingente de Caballería a atacar Cártama y hacer pasar por el aro a los que defendían la plaza y el castillo, también muladíes partidarios de ‘Umar.

El siguiente paso, ya avanzando hacia la Garbía, fue atacar la plaza fuerte y el viejo castillo de Fuengirola, con las fortalezas de Mijas y Las Osunillas. A continuación, el enfrentamiento lo tuvieron delante de los muros del castillo de Ojén, que era una plaza muy bien defendida y que resistió las embestidas de los cordobeses sin mayores daños. Luego el ejército hizo una incursión hasta llegar a Algeciras. Sabían que en esa costa fondeaban muchos barcos que traían a ‘Umar desde África equipamientos, armas y alimentos para su gente, de parte de los fatimíes, enemigos mortales del emir, de cuya ideología y peligrosidad para la misma existencia del reino cordobés más adelante os hablaré.

Supongo que ese paseo por las preciosas playas del litoral fue algo así como una excursión, o un merecido premio para unos hombres bastante ajetreados con guerras y más guerras. En esta ocasión tuvieron poco trabajo, porque su única tarea militar fue quemar los barcos que encontraron con pinta de poder transportar utensilios y mercancías para el caudillo muladí, que habéis comprendido que dominaba toda la costa.

Esta quema de barcos tuvo su efecto negativo en la moral de los seguidores de ‘Umar porque las gentes de Gaucín, Castellar y sus cercanías vieron desde sus lejanas fortalezas el fuego de esas naves y quemarse también en ese fuego las pocas esperanzas de que les llegaran ayudas exteriores.

En Algeciras, adonde llegaron el 1 de junio, estuvieron algunos días atendiendo el gobierno de la ciudad y sus defensas costeras y supongo que también disfrutando el consabido y necesario descanso del guerrero. He referido lo de las defensas costeras, que no fue un asunto menor porque, una vez aceptado el perdón de los habitantes de la región y asegurada la sumisión a su persona, se las arregló de manera que las costas fueran de su completo dominio.

Hizo que vinieran desde Málaga o Sevilla naves con sus tripulaciones, a las que situó en Algeciras, para evitar sobresaltos o ayudas a sus enemigos de dentro. Y eran formidables porque contaban con armamento moderno, dotándolas de lo que ellos llamaban fuego griego, un arma extraordinaria, especie de lanzallamas, que arrojaban al enemigo un mejunje compuesto por nafta, azufre, cal viva, resina, grasas aglutinantes, nitrato potásico, azufre y qué se yo cuántas cosas más. El revuelto ya prendido, que se avivaba al contacto con el agua, era mortal de necesidad para el barco enemigo que se pusiera a tiro, infundiendo un terror en los marineros que es fácil de imaginar. Fue invento de un cristiano sirio allá por el siglo VIII y representaba entonces una invención naval de última generación.

Ya tenemos a Algeciras convertida en una plaza marítima de primer orden y la escuadra que estaba allí fondeada, hacía su trabajo patrullando las costas, desde Algeciras hasta Cartagena, para cortar los suministros a ‘Umar y a sus hombres, provenientes de sus enemigos africanos. Y cuando todo estuvo concluido, los ejércitos tomaron la dirección de Sidonia, desde allí a Morón, para continuar hacia Carmona, por una razón que os voy a contar enseguida, pero que necesita una pequeña introducción.[63]

Hemos hablado antes de la obsesión de ‘Abd ar-Rahmān por deshacerse del español ‘Umar ben Hafsun, sin duda el más formidable enemigo que tenía en los inicios de su remado. Sin embargo, esa no era su única preocupación porque si quería someter a todos los rebeldes de al-Ándalus, tenía para entretenerse. Recordad lo que contamos hace muy poco sobre Sevilla y sus rebeliones de árabes contra españoles y de ambos contra el emir. Es natural que recuperar esa ciudad se hubiera convertido en otro de sus objetivos, y más porque aquí habían peleado su padre y su abuelo, por supuesto que sin éxito. En este caso las cosas se le pusieron de cara, o para decirlo de otra manera, tuvo una pizca de suerte para conseguir lo que se propuso.

Esta suerte para ‘Abd ar-Rahmān estuvo determinada por las peleas entre hermanos, tan usuales entre nuestros musulmanes españoles. Para resumirlo, el anterior reyezuelo de Sevilla, llamado Ibrahim, había muerto, repartiendo la herencia entre sus dos hijos. Uno de ellos, pensando que el testamento no le había dejado ni la legítima, envenenó al otro, con la evidente intención de quedarse con las dos partes, o lo que es lo mismo, con la herencia completa. Como es natural, los partidarios del muerto por nada del mundo querían por reyezuelo al hermano asesino, así que pidieron ayuda a ‘Umar para hacer valer los derechos del difunto que, como os podéis imaginar, habían recaído en el vivo. Y ‘Umar, ya lo hemos visto, a estas alturas de la película, era un poco viejo y no estaba para muchos trotes. En fin, lo que nosotros llamamos río revuelto, en el que pescó el joven emir, porque a ver quién une a los dolientes de un difunto con los exaltados partidarios del asesino de su hermano.

Este es el terreno que estaba abonado, por lo que, con un ejército de nada, el hachib Badr fue a tomar posesión de Sevilla en nombre de ‘Abd ar-Rahmān, el 21 de diciembre del año 913. La respuesta del agraviado fueron cuatro pataletas de nada, entre otras cosas quererse hacer dueño y señor de Carmona, razón por la cual, nuestro emir, después de darse un paseíto por la Costa del Sol, se pasó por allí para rematar la faena de la sumisión de Sevilla y sus contornos. La operación le había resultado redonda, porque con un coste mínimo había conseguido apoderarse de la segunda ciudad más importante de al-Ándalus.

Los primeros tiempos del reinado de ‘Abd ar-Rahmān III fueron de una actividad frenética. Tuvo que pelear en distintos frentes contra casi todos los habitantes de al-Ándalus, que estaban acostumbrados a vivir a sus anchas, sin rey ni roque, sin disciplina ni sumisión a mando alguno, casi todos queriendo hacer rancho aparte. Simultáneamente tuvo que enfrentarse a expediciones de los reinos cristianos, que tenían también su objetivo bien claro, y era la reconquista de las tierras invadidas hacía ya más de doscientos años.

En el año 913 se produce otro hecho en que se mezclan lo familiar y lo político, que podríamos catalogar como menor, pero que es útil conocer para ir dibujando el perfil de cada uno de los personajes, del auge o el declive de muchos de ellos.

‘Umar ben Hafsun tenía ya casi sesenta años y era padre de cuatro hijos varones, que yo haya podido contabilizar. Uno, el mayor, se llamaba Cha’far y era bastante parecido a su padre en la rebeldía, en la acometividad y en ese ramalazo de ser desordenado y valiente al que no se pone nada por delante. Este hijo se había hecho bautizar el mismo día que su padre. Los otros se llamaban Suleyman, ‘Abd ar-Rahmān y Hafs, y seguían practicando la religión musulmana. Cha’far, además, le había hecho abuelo de un chico llamado también ‘Umar, que por los años de nuestra narración, era ya un muchacho valiente y curtido en algunas batallas, porque padre, hijos y nietos formaban un clan que se sentía heredero de la rebeldía y del sentimiento de independencia de todos los españoles.

A estas alturas, los gobernadores de las distintas provincias se habían dado cuenta de que mandaba nuestro emir con puño de hierro, así que se pusieron mirando hacia un norte, que era defender su legitimidad frente a rebeliones, y castigar a los que levantaran banderas contrarias al omeya.

Pues el nieto y homónimo de ‘Umar, intentaba recuperar los adeptos de su padre por tierras de Elvira, perdidos y desanimados en la expedición que os acabo de contar. El chico era valiente y algo alocado, por lo que enseguida fue descubierto por el gobernador, hecho prisionero y enviado a Córdoba para que ‘Abd ar-Rahmān dispusiera a su gusto con el muchacho y también para que enviara alguna recompensa al dichoso gobernador por la gesta de prender a un joven incauto y enviarlo encadenado a Córdoba.

‘Umar, el abuelo, se enteró enseguida de la prisión de su nieto y por un momento concibió la esperanza de que el emir fuera clemente con él. Me parece que no os conté en su momento que Muhammad, el padre del emir reinante, en una ocasión en que se las tenía tiesas con su padre y temiendo lo que posteriormente ocurrió, que era que le cortara la cabeza, se había refugiado en Bobastro, donde ‘Umar le dio hospitalidad ante las amenazas posteriormente cumplidas de su tremendo progenitor. Por todo eso, no le entraba en la cabeza al pobre abuelo que el emir hubiera olvidado aquella obra buena y, naturalmente, esperaba que a lo más le mandara dar unos cuantos latigazos en la espalda, pasados los cuales se lo enviaría de vuelta a Bobastro.

¿Qué ocurrió? Pues que ‘Abd ar-Rahmān III era un omeya y tenía en sus genes la mala leche y los instintos de venganza que tantas veces hemos visto protagonizar a sus antecesores en el trono. La sentencia fue sumarísima, así que el chico fue inmediatamente decapitado, dice el cronista que «con gran quebranto para su abuelo».

Ya estamos, por tanto, viendo a ‘Umar derrotado, triste en lo familiar, si fuerzas, viejo, abandonado por muchos de los suyos y atacado en los flancos de sus territorios por los ejércitos cordobeses, que en la anterior expedición a tierras de la Alpujarra le habían hecho mucho daño, restándole apoyos, fuerzas, quitándole ciudades y castillos y haciendo que desaparecieran poco a poco sus sueños de un reino español en el corazón mismo de la serranía malagueña. Sigamos. Volvamos atrás en el tiempo. Vamos a Asturias.

Cuando os he contado las matanzas, rebeliones y líos que se organizaban por reinos y herencias entre padres e hijos en la España musulmana, seguro que os habréis preguntado si ese comportamiento era exclusivo de ellos o si se daba también en la España cristiana. La respuesta es que las cosas, salvo naturales variantes, se parecían bastante en uno y otro bando. Y si no, mirad:

Tenemos a Alfonso III, que era rey de Asturias, contemporáneo de los emires Muhammad I, al-Mundir y ‘Abd Alla. Ya con bastantes telediarios, se marchó al otro barrio poco antes de que le acompañara en idéntico viaje ‘Abd Alla. Pero con la variante de que cuando estaba ya bastante cascado, se encontró con la sorpresa de que sus tres hijos, llamados García, Ordoño y Fruela, se habían puesto de acuerdo para enviarlo al paraíso antes de que la Divina Providencia lo hubiera dispuesto.

El pobre Alfonso tuvo arrestos para arrestar al mayor y alojarlo para siempre en un castillo, apartándolo así de la conjura. Pero ya tres eran demasiados, especialmente porque el segundo, Ordoño, tuvo la torpe ocurrencia de aliarse con su suegro para derrocar a su padre. La consecuencia fue que a Alfonso lo mandaron a una residencia de ancianos, que entonces era para el caso un monasterio, donde murió al poco, y los hermanos se repartieron la herencia, haciendo al minúsculo reino asturiano más pequeño todavía y repartiéndolo sin más norte que quítate tú para ponerme yo.

Os debo aclarar algo importante para conocer la mentalidad de moros y cristianos en asuntos de catequizar a los que no profesan la religión de cada uno, que por supuesto ambos bandos consideraban la suya como única y verdadera. Hemos dicho multitud de veces que entre los musulmanes usaban la guerra santa como principal instrumento evangelizador, cortando la cabeza o amargando la vida al que no le entraba por los oídos lo que ellos con tanta decisión predicaban. Así, los hemos encontrado diciendo con total desparpajo, que luchaban por Alá matando cristianos, o en tiempos recientes haciendo explotar coches bomba con el benéfico fin de conseguir el Paraíso.

Y, ¿qué sucedía en tierras de cristianos? La respuesta es descorazonadora pero bastante evidente. Hacían exactamente lo mismo, con alguna variante de mediano calado. En Asturias ocurría igual que en al-Ándalus, porque se trataba de ganarse el cielo guerreando, por supuesto que contra los moros. La variante era que éstos habían implicado en la tarea a Santiago que, dicho sea de paso, el pobre no había visto un moro en su vida, y lo van a emplear en adelante en la fea tarea de ensartar con su monumental espada a todos los moros que se encontrara en el ancho mundo, fueran buenos, malos o regulares. Quiero decir que los musulmanes se ganaban el paraíso matando cristianos, y los cristianos hacían exactamente igual en el bando contrario, de la manera que nos recordará el magnífico poeta Jorge Manrique siglos más tarde:

Mas los buenos religiosos,

gánanlo con oraciones

y con lloros.

Los caballeros famosos,

con trabajos y aflicciones

contra moros.

Dejando aparte las digresiones, tan necesarias para comprender lo que estaba ocurriendo, ahí tenemos a Ordoño II, al que en ese reparto le había tocado ser rey de Galicia, disponiéndose a hacer su guerra contra el mismísimo ‘Abd ar-Rahmān III en el año 913, cuando apenas le había tomado el gusto a su trono cordobés.

No penséis que armó un ejército del tres al cuarto, o que se marcó como objetivo conquistar una plaza de poca monta. Eso sería minusvalorar al personaje, que éstos serían torpes pero tenían redaños. Su ejército estaba compuesto por nada menos que 30.000 hombres, entre jinetes, infantes y arqueros. Su objetivo estaba en la lejana tierra de Mérida y, en concreto, en la ciudad hoy portuguesa de Évora, adonde llegaron el día 19 de agosto del año 913.

Estos ejércitos tenían sus avanzadillas, que usaban para explorar el terreno, preparándolo para eventuales defensas y, naturalmente, para organizar los ataques lo más eficaces posible. En ese contingente de vanguardia iba el rey Ordoño, y tras dar una vuelta completa a las murallas, comprobó de primera mano que eran bajas, que no tenían almenas ni acitaras, esas paredes gruesas que deben apoyar cualquier fortificación decente. Y lo que es peor, que los habitantes de Évora debían ser bastante guarros, porque la basura la tiraban hacia fuera, pegandito a los muros, sin que ningún servicio de limpieza se hubiera ocupado en decenios de sanear aquel inmundo muladar, que ahora venía estupendamente a los atacantes porque podían aprovechar las porquerías para entrar a pie llano en la ciudad.

La consecuencia fue la previsible. Los cristianos hicieron una gran carnicería, matando en una tarde a todos los habitantes, incluido el gobernador, al que finiquitaron en la mezquita. Cuenta el cronista que se salvaron las mujeres y los niños, en número de 4.000, y fueron llevados cautivos a las tierras de Galicia. También se salvaron diez hombres que se pudieron esconder en casas viejas, conservando de esa manera la piel, porque, fijaos bien, una vez conseguido su objetivo, que era matar y amedrentar, al día siguiente, Ordoño agarró el portante y puso rumbo norte, volviendo a su tierra gallega.

Me vais a decir que este viaje de vuelta tan precipitado fue bastante raro, y si se piensan bien las cosas, no lo fue tanto. Los objetivos de Ordoño eran fundamentalmente dos: sacar pecho ante sus hermanos, heredando el reino de su padre, y achantar un poco a los musulmanes, haciéndoles ver que en el norte tenían un enemigo formidable, que les podría dar estocadas bastante dolorosas.

El objetivo primero estaba cumplido. ¿Qué cara iban a poner sus hermanos al verle regresar sin un rasguño y con 4.000 cautivos musulmanes? La supremacía de Ordoño, a partir de ese momento, estaba cantada. El objetivo segundo, también, porque los musulmanes se asustaron más de lo normal al ver el desastre que había ocurrido a los habitantes de Évora, lo que provocó un miedo explicable en las ciudades y castillos de los alrededores. Y el objetivo número tres, que Ordoño era un personaje listo a ratos y tuvo la lucidez de pensar que quedarse en Évora le iba a suponer más peligros que otra cosa, así que, mejor volver a casa sin una baja en sus filas, que eso ya era un triunfo considerable. No perdáis de vista lo que acabo de contar porque a estos personajes nos los vamos a encontrar más adelante, y las consecuencias de esta expedición las veremos enseguida.

¿Primera consecuencia? Pues que el miedo corrió por ciudades, almunias y plazas fuertes desde Algeciras a Pechina y desde Córdoba hasta Málaga. Desde luego, los que más se asustaron fueron los habitantes de las cercanías de Évora, que tomaron sus medidas. Unos días después de la matanza ya estaban reparando murallas, fortaleciendo baluartes y protegiendo los puntos débiles, que tenían muchos. Badajoz era la ciudad más grande de la comarca y fue la que más ayudas estatales recibió, que empleó bastante bien, como vais a comprobar. Las murallas de su Alcazaba eran de tierra apisonada y adobe, hechas por el Hijo del Gallego, y ahora el miedo a que les ocurriera algo parecido a Évora hizo que se fabricaran unas más sólidas. En cuanto a Évora, debieron pensar que, por el momento, esa ciudad no tenía remedio, o quizá sintieron la preocupación de que, al estar deshabitada, se metieran en ella algunos bereberes que les pusieran las cosas más complicadas de lo que ya estaban, así que, lo mejor era derribar por entero todas sus fortificaciones y no dejar en ella piedra sobre piedra. Évora, por tanto, fue borrada del mapa.

Estamos en el año 915, año en que ocurrieron algunas cosas de singular importancia y que os voy a contar.

Llaman la atención la cantidad de nombramientos, relevos y ceses que hizo ‘Abd ar-Rahmān. En este año, nombra a dos personajes para que ejerzan el cargo de alarde. Eran responsables de hacer una especie de auditoría periódica de todos los asuntos del reino. También nombró supervisor de mercados, jefe de la policía, jefe de la armería, etc.

En este año murió García, hijo de Alfonso y hermano de Ordoño II, que, como era de esperar, recuperó para sí el reino íntegro de su difunto padre. También en el año indicado, nuestro emir envió una mediana expedición contra los amigos de ‘Umar ben Hafsun, en tierras de la ciudad entonces llamada Yarissa y hoy Jerez de los Caballeros. La mandaba su tío Aban, hijo del emir ‘Abd Alla. Consiguió arrasar la ciudad, quemar y destruir los campos cercanos y quitarle al pobre ‘Umar uno a uno los pocos apoyos que le iban quedando, que fijaos hasta dónde consiguió llegar el extraordinario caudillo malagueño en su búsqueda de adeptos a la causa.

El viernes día 20 de enero de ese año, nació el príncipe heredero, al que pusieron el nombre de al-Hakam. Su nacimiento tuvo lugar en el Alcázar, en el mismo momento de la llamada a la oración y cuando el predicador comenzaba su sermón. ‘Abd ar-Rahmān se alegró muchísimo con el acontecimiento y la celebración fue por todo lo alto, por cierto que la ocasión para esos festejos era el primer corte de pelo del bebé. Evidentemente, el emir tiró la casa por la ventana, mala expresión aplicada al caso porque el nuevo padre tenía mucho que tirar, pero me habéis entendido. He querido decir que en la fiesta gastó dinero a manos llenas, hubo gloria bendita y todos los notables pasaron delante del emir a darle su parabién, que ya sabían que estaban ante el gobernante más listo, valiente, constante y lucido que nunca tuvo la dinastía en Córdoba.

Aquel año España sufrió una sequía generalizada, a la que siguió una epidemia de hambre, comparable a la del año 873. Y es que nuestros antepasados musulmanes no se habían cuidado de construir pantanos, ni de tener unas reservas hídricas con las que hacer frente a temporadas escasas en lluvias como la que os estoy contando. La primera consecuencia fue la carestía de los alimentos de primera necesidad, que llegó a extremos no recordados por los más viejos del lugar. La segunda consecuencia fue una mortandad de personas, que cundió entre las gentes como si se tratara de una epidemia de peste, cebándose en los más necesitados. Y eran tantos los muertos que no daba tiempo a que fuesen enterrados.

En este momento de crisis, ‘Abd ar-Rahmān dio muchas limosnas a los más pobres e indigentes, provocando que los personajes más cercanos a él siguieran su ejemplo y atendieran a los necesitados. Uno de los que más se distinguió en este menester fue el chambelán Badr, canciller del soberano, que fue el más caritativo y solidario de todos.

Esta mortandad impidió que el emir organizara aceifas o enviara al ejército a reprimir rebeldes, sencillamente porque la gente estaba agotada. Se limitó a fortificar lo que pudo y a reprimir a los que desde el interior levantaban la cabeza. Digamos, entre paréntesis, que esta desgracia dio un respiro a ‘Umar ben Hafsun, que aprovechó el momento para intentar fortificarse, desde luego que sin mucho éxito.

Esta hambruna fue una verdadera calamidad y se llevó por delante a gente principal de todas las provincias de al-Ándalus, a grandes sabios y no digamos a personas pobres, que ya se sabe que estas cosas acaban pagándolas entonces y ahora principalmente los más débiles.

En cuanto a los remedios para aliviar la situación, pues escasos y todos sobrenaturales. El alfaquí consejero, que se llamaban Lubaba, salió en procesión por los alrededores del oratorio del Arrabal rogando al buen Dios que se compadeciera de los pobres mortales, pero sus súplicas al Altísimo tuvieron escaso éxito. Repitió la faena durante cinco días seguidos sin que consiguiera absolutamente nada.

‘Abd ar-Rahmān III, que estaba bastante preocupado, elevó el rango del oficiante, ordenando que las rogativas fueran hechas por un alfaquí de superior jerarquía a la del consejero. Y le costó trabajo encontrar al adecuado, pero al final dio con la tecla. Un tal Ahmad ibn Ziryab se vistió el traje de faena, y el día 1 de mayo del año 915 puso a rezar a la gente, con tan buena fortuna que cayó una lluvia fina, de esas que al menos humedecen los campos y resuelven en parte la faena que habían hecho los cielos a la buena gente de Córdoba. ¡Menos mal!

Vamos a Pechina, que os voy a contar la historia de tres personajes la mar de curiosos, pero antes digamos una palabra para describir la ciudad y sus gentes.

Imaginad un bosque de árboles frutales, y casi tapadas por ellos, las calles y las casas de una ciudad próspera, rica en comercio, en industria, verde por su exuberante vegetación y poblada por los seres más ricos y más libres del reino. Tenía una suntuosa mezquita que estaba en el interior de la medina, once baños públicos, plazas, palacios y el aire marinero de ser el principal puerto militar y comercial de al-Ándalus. También había muchas iglesias, que casi todos eran españoles y no se ocultaban de manifestar su fe.

Sus habitantes eran ricos por el comercio marítimo de que he hablado anteriormente, y libres, porque ellos nombraban a sus gobernantes, limitándose la intervención del emir a dar el visto bueno sin poner más pegas que las derivadas de alguna rebelión exagerada. Sus habitantes, salvo raras excepciones, eran pura y simplemente comerciantes, que traían y llevaban sus mercancías con barcos más que aceptables. La excepción eran los barcos dedicados al corso, pirateando y robando a los que se les cruzaban por el ancho mar porque en Pechina, como en todas partes, había gente honrada, que eran los más, y otra clase de personas de mala vida, que eran los menos pero que daban que hacer más que los decentes.

Y ahora os voy a contar alguna cosa sobre tres moradores de esa ciudad, alguno de ellos más curioso que la mar.

Había en Pechina un poeta notable, que permaneció célibe, y al final de sus días se retiró del mundanal ruido para rezar en una cueva alejada. Cuando murió, se encontraron en su casa tres artilugios que me hacen decir de él que fue el precursor de los electrodomésticos. Por favor, no me pongáis esa cara de incredulidad antes de que os cuente sus maravillas y os dé la cita para que podáis comprobar que no me lo estoy inventando.

La primera maravilla que encontraron al viejo poeta fue un bastón dotado de poderes especiales, que usaba cuando tenía muchas pulgas en su casa. Resulta que, cuando notaba el picor de esos asquerosos parásitos, lanzaba el bastón en medio de su habitación y todas las pulgas saltaban desde sus lugares de acampada y se amontonaban a su alrededor. Entonces sacaba el bastón de la habitación, lo sacudía y a otra cosa, mariposa, que el salón quedaba como si hubiera actuado el más eficaz repelente de ese tipo de bichejos.

La segunda maravilla era que este mismo hombre, algo perezoso por cierto, se había fabricado un molinillo que siempre tenía a los pies de su asiento. Cuando necesitaba su ración de harina, por ejemplo, lo impulsaba con el pie durante un tiempo, consiguiendo una inercia que le proporcionaba el material suficiente para su alimentación, siempre manteniéndose cómodo en su asiento y ahorrando energías para mejores empeños.

Y la tercera maravilla del poeta chiflado de Pechina, era un hornillo de fabricación propia, que en un fuego único se cocía el hombre al mismo tiempo el puchero y el pan para el almuerzo diario.

¿Me dais la razón en que éste fue el primer fabricante decente de electrodomésticos?

El segundo personaje notable de Pechina era un niño ciego, sordo y mudo, hijo de un comerciante de la ciudad, que tenía la rara habilidad de saber quién tenía delante en cada momento, en qué trabajaba y su conducta buena, mala o regular, simplemente con palpar al interesado.

En una fiesta, le presentaron a un personaje, tocó detenidamente su rostro, luego su barba y acertó su profesión, que era la de propietario de varios barcos. El chico, para expresarse, mostró la palma de la mano, la curvó, y sopló sobre ella en su parte cóncava, simulando el viento en las velas de los navíos. A otro le acertó que era cargador del muelle, y se expresó señalando con la mano sus riñones, que el pobre los tenía fastidiados de tanto echarse sacos a las costillas. Yo mismo me acerqué a él, me palpó el pecho, la barba y la cara, y después de estar un buen rato dudando, hizo ademán de escribir sobre la palma de su mano, dando a entender que últimamente practicaba el noble oficio de escribir historias. Comprendí enseguida que estuviera dudando acerca de mi fundamental trabajo, porque he hecho tantas y tan variadas cosas en mi ya ajetreada vida, que el pobre estaría algo confundido, sin saber qué decir, o cuál de los oficios que he ejercido le parecía más adecuado para señalarlo con sus nerviosas y sucias manos.

En esa reunión exploratoria con el chico hubo dos momentos algo delicados. El primero fue cuando le pusieron delante a un niño judío. El muchacho se puso a pegarle, a zurrarle de lo lindo hasta que conseguimos separarlo de su presa. Entonces nos dio a entender que eso era lo que merecían tanto judíos como cristianos, lo que me acobardó bastante y me hizo dar un par de pasos hacia atrás.

El segundo momento algo fastidiado de la reunión fue cuando le pusieron delante a una muchacha algo casquivana, que se ganaba la vida en las esquinas, para que dictaminara acerca de sus costumbres morales y religiosas. Evidentemente que el chico la puso de vuelta y media, detallando gráficamente con gestos bastante evidentes que la joven tenía amplias tragaderas y que se daba sus buenos lotes con todo el pueblo. Ni que decir tiene que aquello acabó mal para la chica, disolviéndose la reunión con parabienes al muchacho y reprimendas para la señalada con el dedo.[64]

Y ahora, la última de Pechina, esta vez de ambiciones políticas.

Resulta que el gobernador, a la sazón un tal Qasim, tenía un hermano la mar de rebelde llamado Alí, que se había apoderado de algunas fortalezas cercanas para atacar desde ellas a su ciudad y a su propio hermano, el gobernador actuante.

Pues Qasim se fue con Alá, bendito de Dios y a los pechineros, que tenían el singular privilegio de poder ejercer la democracia eligiendo a sus gobernantes, se les presentó un buen dilema. Para acallar a Alí y acabar con su rebeldía, no tenían otra opción que nombrarlo gobernador, lo que era algo fastidiado porque se trataba de un personaje odioso, algo déspota y mala persona. La otra posibilidad era nombrar a un gobernador decente, que lo tenían, pero eso era más fastidiado todavía porque si Alí atacaba a su hermano un día sí y otro también, a un extraño lo iba a freír con ballestas, lanzallamas y toda la artillería pesada. ¿Qué podían hacer para salir de este monumental lío?

Ya conocéis, queridos amigos, el perfil de las gentes de esa ciudad, que era algo así como una república independiente de marinos y comerciantes. Y sabéis que muchas de esas personas prefieren dar carnaza a la fiera a ver si de esa manera se amansa, gran torpeza porque personajes así suelen ser insaciables, y cuando ven conseguidos unos objetivos que en su día les parecían sueños imposibles, se crecen y se meten en más ambiciones, más líos, ensanchando sus tragaderas hasta el infinito.

Los habitantes de Pechina sustituyeron al muerto por su hermano Alí y ocurrió lo que tenía que ocurrir, y es que el poder lo terminó de echar a perder más de lo que ya estaba. Se le subieron los humos a la cabeza, trató a patadas a sus súbditos y llegó incluso a rebelarse contra el emir reinante, que en esta ciudad tenía un poder más bien simbólico.

En vista de cómo se ponían las cosas, los arráeces de los marineros, que eran los que de verdad mandaban en Pechina, escribieron a ‘Abd ar-Rahmān, pidiéndole su destitución, sencillamente porque el tío no los dejaba vivir.

El emir envió al mediador y hombre bueno que tenía para estos casos, que era el médico Yahya. Traía el cometido de decir a Alí que, o cambiaba de manera de ser o cambiaba de trabajo, pero todo esto con buenas maneras, si ello era posible, claro. Y, como era previsible, no hubo manera de hacerlo entrar en razón por las buenas porque el tío se mostró terco, altanero y algo rebelde, reuniendo su propio ejército, que más bien parecía una banda de forajidos con intención de amedrentar al paisanaje.

La conclusión fue que Alí pasó una temporada entre rejas y los habitantes de Pechina, democráticamente, eligieron otro gobernador bastante más competente que el anterior. También ocurrió, y me diréis que es algo insólito, que ‘Abd ar-Rahmān se limitó a conceder el acta de gobernador al que habían designado las urnas, comportándose en Pechina como un simple rey constitucional del siglo XXI. ¿No es admirable?

En este año se produce un hecho también trascendental en esta historia, y es la sumisión de ‘Umar ben Hafsun a la autoridad del soberano de al-Ándalus. El emir y el rebelde, que era en la práctica otro emir en su zona de influencia, tenían muchas razones para terminar amistosamente el conflicto y voy a intentar explicar lo que acabo de decir.

Para ‘Abd ar-Rahmān, ese final amistoso era ideal, con tal de que la sumisión fuera real, sincera y absoluta, previa entrega por parte del rebelde de armas, castillos, fortalezas y posesiones. Una guerra es siempre una guerra y se sabe cómo se comienza pero no cómo se termina. Por otra parte, ‘Umar contaba con el pueblo, en su inmensa mayoría español y cristiano, con lo que una expedición efectiva debía borrar del mapa a las tres cuartas partes de los habitantes de España que apoyaban la rebelión más o menos abiertamente, y eso era nefasto para el reino mismo porque a ver quién iba a trabajar los campos, a comprar y vender, a ejercer de artesanos, de artistas y de tantas cosas más que en la práctica copaban los españoles.

El terreno a conquistar, especialmente las serranías, era la casa de los rebeldes, donde se desenvolvían como pez en el agua. ¿Quién iba a atreverse a tomar por las armas la fortaleza de Bobastro? Y había que tener en cuenta que existían muchas otras parecidas en poder de los españoles.

La tercera razón, más sentimental que otra cosa, le daba el pretexto, que no tengo al emir reinante por un perdido sentimental y estoy seguro de que lo que diré a continuación le importaba en realidad muy poco, aunque le valía como argumento para tomar la decisión de negociar. ‘Abd ar-Rahmān se sentía en la obligación de devolver a ‘Umar el favor que éste hizo a Muhammad, cuando tuvo que huir de su padre. Por eso el emir, cuando hablaba o trataba con ‘Umar, lo hacía demostrando una gran consideración y respeto al que por un tiempo consiguió aplazar lo que sucedería más tarde, y era que su abuelo cortara la cabeza a su padre.

‘Umar estaba en las últimas. Había perdido gran parte de las coras de Jaén y Elvira, así como las costas cercanas a su residencia. Literalmente, el emir lo estaba asfixiando en un cerco que se estrechaba por días y que le impedía recibir ayudas externas por tierra o por mar. En dos años escasos había recibido golpes formidables y devastadores. Consciente de esto, ‘Umar hizo llegar al Alcázar su deseo de pedir la paz, invocando las viejas cuentas de agradecimiento que le debía tener el emir.

‘Abd ar-Rahmān se mostró dispuesto enseguida a dialogar con el rebelde, siempre y cuando aceptara todos sus planteamientos, es decir, que se arrepintiera de su anterior actitud y mostrara paladinamente su sumisión para siempre jamás. Eso no era un final negociado en el que ceden ambas partes, sino una rendición sin condiciones a cambio del perdón real.

El emir nombró una especie de comisión negociadora, compuesta por dos viejos conocidos nuestros, ambos personajes del primer nivel. Eran su médico Yahya y el canciller y chambelán del reino, Badr, un amigo de ‘Umar, del que el español se fiaba absolutamente. Los dos aceptaron encantados un encargo delicado pero que les honraba porque se trataba de dar solución al mayor problema con que se enfrentaba el emirato omeya de Occidente.

Podemos imaginar a la comitiva saliendo de Córdoba, atravesando las llanuras cercanas al castillo de Poley y luego seguir bordeando la vieja ciudad de Antequera antes de adentrarse en las montañas donde se escondía majestuoso e inaccesible el castillo y la ciudad de Bobastro.

‘Umar los recibió haciendo gala de su aprecio hacia los enviados y su reconocimiento por los buenos deseos con que llegaban a su ciudad. Sin embargo, debajo de unas formas impecables, este viejo zorro curtido en mil batallas, esperaba sacar tajada de un trato que, si bien era inevitable, en el fondo le repugnaba profundamente. Ni podía ni quería rendirse sin más condiciones. Otras veces había fingido una sumisión para ganar tiempo y hasta última hora tuvo la esperanza de repetir la faena en esta ocasión también, pero Yahya y Badr conocían de sobra al personaje y entraron al grano directamente, sin subterfugios ni dilaciones ni maniobras de diversión.

Como pasaban los días en negociaciones interminables sin que se sacaran las conclusiones que convenían al emir, los dos emisarios se buscaron una comisión de la parte española, compuesta por el obispo de Bobastro llamado Ya’afar ibn Maqsim y por otros dos cristianos notables, que estaban soportando con su dinero el precio de una parte importante de la rebelión de los españoles. Se llamaban estos cristianos, uno Nabil y otro Attaf.

Y todos, desde el obispo hasta el último, estaban de acuerdo en entregar las armas y salvar por lo menos la piel. Como la mayoría de los habitantes de Bobastro y sus contornos eran cristianos, todos siguieron las indicaciones del obispo, que tenía mucho prestigio y que se había convertido en una especie de líder moral de los amotinados. No abrían ningún libro nuevo porque era lo que tantas veces habían hecho sus antepasados desde el momento de la invasión. El obispo era un hombre bueno e inteligente, así que convenció a todos de que la propuesta que traían los enviados del emir debía ser aceptada.

‘Umar, al verse en minoría y con su autoridad por los suelos, tuvo un arrebato de ira y se los quería comer a todos con sus voces desesperadas mientras abría sus ojos como si fueran a salirse de sus órbitas. Acabó pagando el pato el pobre prelado, que fue destituido fulminantemente del cargo por el caudillo muladí, con el agravante de que estaba intentando nombrar un sustituto entre los monjes que abundaban por la fortaleza y sus contornos.

Aquello hubiera acabado en un completo fracaso de no ser por los dos enviados de ‘Abd ar-Rahmān que hicieron entrar en razón al viejo ‘Umar. ¿Qué alternativa tenía? Nadie le iba a ayudar y sus fuerzas eran mínimas. No resistiría un asalto del ejército cordobés que saldría hacia acá al día siguiente de la llegada de los embajadores. La única opción era aceptar una digna rendición y someterse a la autoridad cordobesa. ¡Ah! Y reponer en su puesto al obispo Maqsim, tarea en la que se emplearon a fondo los monjes y ancianos cristianos, que al fin consiguieron su propósito. Los pocos que mantenían la postura de continuar la rebelión, acabaron por ceder. Entonces el obispo redactó una carta dirigida al emir pidiendo su perdón, que fue firmada por ‘Umar y por todos los notables de su pequeño reino en las montañas. Gracias a esto se firmó la paz entre el emir y los españoles. El perdón lo firmó ‘Abd ar-Rahmān de su puño y letra en una carta que terminaba de la siguiente manera:

Por Dios, que no hay otro, el que pide y triunfa, juro, obligado por todos los juramentos de mi jura, firmes pactos, fuertes juramentos y grandes garantías, que no faltaré a nada de lo que dice este escrito, ni lo permitiré en público o en secreto, ya que me obligan cuantas condiciones y estipulaciones contiene, de lo que Dios es testigo. Escribimos estas letras con nuestra mano, y ponemos a Dios por nuestro testigo, con el cual basta, en tanto en cuanto ‘Umar ben Hafsun cumpla correctamente este pacto, si Dios quiere, pues a Él se pide ayuda.[65]

En este tratado entraron 162 fortalezas, que obtuvieron el perdón y la seguridad de sus habitantes a cambio de la rendición más incondicional. Dejaba atrás a un reducido grupo de seguidores, sus hijos entre otros, que no estaban de acuerdo con la rendición, pero ‘Umar se alegró mucho cuando recibió la carta del emir concediendo el perdón. Al menos seguían viviendo, y a esperar tiempos mejores. Esta carta la guardó durante el resto de su vida como un pequeño tesoro, que le aseguraba la vida, nada menos.

Por aceptar el perdón, ‘Abd ar-Rahmān mandó a ‘Umar un regalo extraordinario consistente en tejidos reales excelentes, brocados de tiraz, seda procedente de Iraq, espadas de un temple extraordinario adornadas con joyas en la empuñadura, excelentes monturas para sus caballos y vehículos pesados, carros para transportar material de guerra que más bien parecían joyas por el dorado y el plateado de sus clavos y sus arneses. Cuando todo esto llegó a poder de ‘Umar, se puso muy contento y se reafirmó en la decisión que adoptó en su momento de someterse al emir para siempre.

A partir de entonces las cosas fueron diferentes. ‘Umar se sentía cada vez más aislado en su montaña y, por si algo faltara, una enfermedad respiratoria le hacía sufrir episodios de disnea que le delataban como un hombre seriamente enfermo. En Córdoba se sabía que era un personaje neutralizado en la práctica y para nada peligroso, por lo que no era necesario acabar con él. Era el final de su carrera. El último rebelde, el caudillo español que se levantó mil veces contra la opresión musulmana, perdía por momentos su antiguo prestigio y también la multitud de partidarios que hicieron de él su norte y su guía. Ya no le quedaba otra cosa que rezar y pensar.

En sus buenos tiempos, había mandado construir una iglesia tallada en una peña. La hizo de planta basilical, con tres naves separadas por arcos de herradura, y un crucero que se extendía por toda la anchura de las naves. A la derecha había hecho tallar en madera tres capillas con imágenes de los santos cristianos que padecieron martirio en la Córdoba de hacía cincuenta años. Eran sus héroes, los que inspiraron su lucha de tantos años y a los que alguna vez quiso imitar. Allí escuchaba los vientos que subían del valle para azotar los farallones de aquellas sierras diabólicas. Allí oraba al Dios de los cristianos por su salvación y la de todos los españoles.

Un día tuvo muchas dificultades para respirar. El aire, por más esfuerzos que hacía, no quería entrar ni salir de sus viejos y acartonados pulmones. A ratos se le abrían los ojos, como queriendo salírseles de sus órbitas para aferrarse a una vida que se le escapaba por momentos. Sufría mucho por eso y porque no tenía fuerzas para seguir viviendo. En la tarde de un día de septiembre del año 917 murió el viejo luchador que soñó con ser el rey de todos los españoles. Su cuerpo fue enterrado en la misma iglesia, boca arriba, con arreglo al rito cristiano, con los brazos cruzados en el pecho y el rostro vuelto hacia Oriente.

La muerte de ‘Umar fue un mazazo para los españoles, y sentida especialmente por los mozárabes de Toledo, Sevilla, Elvira, Málaga y de la misma Córdoba. Para los musulmanes fue un día de fiesta y de acciones de gracias porque Alá los había librado de su peor enemigo, que encima había cometido el pecado más horroroso, que era el de la apostasía. Eso, ni se lo perdonaron en vida ni se lo iban a perdonar después de su muerte, como más adelante os contaré. Cuenta un cronista que, para celebrar la muerte del peor enemigo de los musulmanes, un viejo poeta compuso unos versos que reflejan este sentimiento y que decían lo siguiente:

En este año, el 305, (917) pereció ‘Umar ben Hafsun, la columna de los infieles, la cabeza de los apóstatas, la tea de la guerra civil y el refugio de los rebeldes. Su muerte se consideró por todo el pueblo musulmán como causa y anuncio de toda fortuna y prosperidad para los creyentes.

Él, desde luego, fue consecuente consigo mismo porque mantuvo sus ideales y la lucha por la libertad de su pueblo, desde los tiempos de su destierro africano hasta el día de su muerte. Seguramente las cosas pudo hacerlas mejor, quizá se equivocó más de la cuenta, pero descansaba tranquilo porque lo estaba su conciencia de guerrillero andaluz que lucha por la libertad.

No penséis que la muerte de ‘Umar supuso el fin de la rebelión de los españoles contra el poder cordobés. Todavía el emir deberá luchar durante diez largos años para conseguir liquidarlos y os lo voy a contar enseguida.

Os dije anteriormente que ‘Umar tuvo cuatro hijos varones, Cha’afar, el mayor, y Suleyman, ‘Abd ar-Rahmān y Hafs los siguientes. El mando en Bobastro recayó en Cha’afar.

El emir los dejó hacer, seguro de que los hijos se matarían entre sí para quedarse con la herencia, como ocurría normalmente entre los musulmanes. Un par de años después, a la vista de que la rebelión, aunque latente continuaba viva, en el mes de mayo del 919 se puso personalmente al frente de sus tropas y emprendió una nueva aceifa que, siguiendo la táctica usada anteriormente, iba a atacar las plazas que rodeaban Bobastro y que le servían de apoyo cercano o lejano.

El destino, esta vez, fue Antequera, una ciudad antiquísima que está a medio camino entre Archidona y Bobastro, dotada de un formidable castillo. No tuvo mucho que pensar para hacer daño a los habitantes de aquellas tierras, casi todos españoles, antiguos partidarios de ‘Umar. La inmensa llanura que se extendía ante la fortaleza estaba sembrada de cereales próximos a la siega y recibió la primera acometida de sus tropas ante los ojos desolados y atónitos de los pobres campesinos. El fuego destruyó las grandes cosechas, los cortijos y las iglesias que había en el arrabal. Luego continuó atacando el castillo llamado entonces de Dos Amantes, que ahora conocemos como la Peña de los Enamorados. A continuación tomó por asalto Benamejí para poner asedio a la propia Antequera.

A estas alturas el emir tenía 27 años y mucha experiencia a sus espaldas. Los procedimientos de actuación en cada caso se los tenía estudiados, sin que dejara mucho a la improvisación. En Antequera puso en práctica idéntico sistema al empleado en Juviles. Tras un cerco implacable, la población muladí se rindió y el emir los premió con un golpecito en la espalda. A los mozárabes, que eran mayoría, los mandó decapitar en su presencia. No quedó ni uno. Como se puede apreciar, sus principales enemigos eran los cristianos, y empleó toda su estrategia en acabar con ellos sistemáticamente. Cuando vio liquidada la resistencia española en la bellísima ciudad de Antequera, se dio una vuelta por los alrededores de Bobastro y sin más empeños guerreros por esa plaza, regresó a Córdoba.

A todo esto, en Bobastro las cosas funcionaban tal y como se imaginaba el emir porque cada uno de los hijos de ‘Umar, como poco, iba a su bola. Cha’afar había pedido al emir una tregua, que se la concedió, previo pago de un cuantioso tributo y entrega de rehenes. ‘Abd ar-Rahmān, el tercero, en principio se instaló en Ojén para continuar por aquellas tierras la tarea de su padre, pero éste no estaba para muchas guerras, o no le gustaban, que es lo mismo. El caso es que cambió de oficio, marchó a Córdoba y se dedicó a copiar manuscritos, que aunque ese trabajo fuera menos rentable, por lo menos era mucho mejor para su salud.

Y aquí viene el lío. Cha’afar y Suleyman, el mayor y el segundo, se llevaban fatal y esa enemistad era de sobra conocida por los nobles cordobeses, que estaban encantados de que así fuera, echando su poquito de leña al fuego de vez en cuando. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir porque estaba cantado. Cha’afar fue asesinado en Bobastro en octubre del año 920, Suleyman ocupó su puesto, con la intención de dar vidilla a la insurrección de los españoles, algo venida a menos desde antes de la muerte de su padre.

Este segundo hermano iba a durar al mando de Bobastro siete años, en los que recuperó Ojén para volverlo a perder, lanzó ataques contra Almuñécar sin éxito, soportó rebeliones de los mozárabes que lo sostenían, luchó todo lo que pudo contra unas cuantas excursiones de cordobeses durante esos años, al cabo de los cuales fue capturado y decapitado.

Entonces tomó el mando Hafs, el cuarto de los hijos de ‘Umar, que se hizo el dueño y señor de Bobastro, pero por poco tiempo porque las tropas del emir, mandadas por el visir al-Mundir, pusieron sitio a la fortaleza, que resistió durante seis meses, al cabo de los cuales Hafs se dio cuenta de que su postura no le conducía a nada, así que escribió al emir pidiéndole perdón y ofreciéndole la rendición y el abandono de la plaza.

Bobastro se rindió definitivamente el 19 de enero del año 928. Tomó posesión de ella otro visir en nombre de ‘Abd ar-Rahmān. Aquel fue un día grande para los omeyas porque por fin pudieron ver su bandera blanca ondeando en las murallas, y un día muy triste para los españoles porque veían esfumarse su sueño de libertad. En la España musulmana, así como en el Magreb, creció considerablemente el prestigio y la autoridad de ‘Abd ar-Rahmān. Fue, seguramente, el más importante de los éxitos que cosechó durante su largo remado. El emir estaba exultante. Ningún antepasado suyo había conseguido aplastar completamente la rebelión de los españoles.

Yo creo que lo tenía todo pensado y era el momento de poner en práctica uno de sus proyectos más soñados. A partir de ese día, en su protocolo, adoptaría los dos títulos más importantes entre los musulmanes. Se hizo proclamar Califa y también Príncipe de los Creyentes, dando a entender que nada le ligaba a ninguna dinastía reinante. En la práctica, no existía vínculo alguno aunque no se confesara, cosa que ahora se hacía para que llegara a los oídos de propios y extraños que en Córdoba existía un Califato, completamente independiente de sus rivales fatimíes o abásidas y que ‘Abd ar-Rahmān III era dueño y señor de las tierras de al-Ándalus. La solemne ceremonia se celebró en la mezquita mayor de la ciudad, el 23 de enero del año 929. El encargado de las plegarias era ese día Ahmad ibn Baqi ibn Yazid. Antes de pronunciar el sermón, proclamó a ‘Abd ar-Rahmān Califa y Príncipe de los Creyentes.

Pero no terminó aquí el exterminio de aquellas gentes. Hafs, acompañado de su hermana Argentea, que también era cristiana, fue enviado a Córdoba. Él se alistó en la milicia y ella, bastante religiosa, se encerró en un monasterio para vivir su misticismo el tiempo que le quedara de vida. Que fue corto porque años más tarde, en el 937, alguien descubrió que había sido musulmana en su juventud y la denunciaron al cadí de ese pecado, el más imperdonable para los practicantes del Islam. La condena fue inmediata y su ejecución sumarísima. El 13 de mayo de ese año fue decapitada junto a una amiga suya llamada Ulfura, de la manera que os contaré más adelante.[66]

Aunque es un hecho algo anterior a su proclamación como Califa, hay que decir que Bobastro era un bocado largo tiempo apetecido como para que ‘Abd ar-Rahmān no quisiera visitar la ciudad, regodearse con su posesión y celebrar el evento con la solemnidad que el caso requería. Por eso quiso ir personalmente, pisar sus piedras, recorrer sus murallas y sus dependencias de ciudad tanto tiempo rebelde.

Era el 10 de marzo del año 928 cuando salió de Córdoba y le acompañaba por primera vez al-Hakam, el príncipe heredero, en realidad un muchacho que apenas había llegado a la pubertad. Aquello fue una marcha triunfal porque las gentes de las ciudades y castillos de la ruta le salían al encuentro para aclamarle por la gesta tan increíble que se había terminado de consumar. Cuando llegó a Bobastro, empleó poco tiempo en admirar sus inexpugnables murallas o en pensar en la valentía de sus defensores. Parecía tener una obsesión, que era borrar de la faz de la tierra cualquier vestigio de esos rebeldes cristianos que tanto daño le habían hecho al emirato durante siglos.

Y tomó dos decisiones que muestran sus sentimientos hacia los españoles en general y hacia los antiguos moradores de Bobastro en particular. La preciosa iglesia mozárabe, construida por ‘Umar, fue convertida en mezquita. A continuación hizo que los huesos de ‘Umar y de su hijo Cha’afar, fueran sacados de su tumba y llevados a Córdoba, donde quedaron expuestos al público para que todos los musulmanes los maldijeran y despreciaran después de muertos.

Cuando doblegó la resistencia de los españoles, personificada en ‘Umar y sus hijos, todo cambió en Córdoba. Es verdad que quedaban en rebeldía algunos pequeños señores, desperdigados por acá o por allá, pero eso era algo residual. Ya nadie acariciaba la idea de acabar con la primacía del Estado cordobés para establecer reinos independientes. Esto supuso un cambio radical en el campo y en las ciudades. De entrada, contaban con algo impensable hasta ahora, que era un período de calma y de paz. Y, por supuesto, la riqueza aumentó, la recaudación de impuestos también, y con ello las arcas reales experimentaron un período de crecimiento que lo van a llevar a ser uno de los estados más ricos del mundo conocido.

Si pudiéramos trazar un mapa en que se delimitaran los territorios en que ‘Abd ar-Rahmān III ejercía un dominio pleno, habría que decir que mandaba en las tierras hoy conocidas como Andalucía, en el Algarbe portugués, en Murcia, Valencia y hasta Tortosa. También en Mérida, Trujillo hasta el Alentejo. Y más al norte, en Cuenca, Guadalajara, Madrid, Talavera. Tengo la impresión de que, conforme iba viendo vencida la resistencia de los españoles en el sur, en su mente se configuraba el objetivo siguiente, que era pacificar Badajoz y Toledo, para a continuación seguir hacia el norte, por tierras de Asturias, Galicia, Pamplona, Álava y Los Castillos, justo en donde se habían detenido los ejércitos invasores hacía ya la friolera de doscientos años. Pues se dedicó a la tarea que os acabo de mencionar, que eran las pocas rebeliones internas que aún no había doblegado en tierras musulmanas. Vamos a hablar de Badajoz y de Toledo.

Recordáis que en Badajoz mandaba como señor absoluto nuestro viejo conocido el Hijo del Gallego, con el consentimiento bastante a regañadientes del emir ‘Abd Alla. Ese reino independiente se había mantenido algo menguado tras la muerte de su fundador, pero ahí estaba. Pues allá por el año 927, ‘Abd ar-Rahmān III en persona dirigió la campaña contra esa ciudad, y sus hombres procedieron como era habitual en estos casos, que era arrasando casas y cosechas de los alrededores, para a continuación meter en la obediencia debida a los pobres pacenses, que no habían aceptado al soberano cordobés por las buenas y ahora lo tenían que aceptar por las malas. Cuando el califa vio que estaba el trabajo hecho, dejó a unos cuantos subalternos asaltando la ciudad propiamente dicha y rematando la faena, mientras él se daba un garbeo por Beja, Silves, etc., para reducir a la obediencia a los habitantes de aquellas ciudades, cosa que, evidentemente, consiguió.

¿Qué le quedaba por dominar? Pues nada menos que Toledo, la ciudad indómita, la que nunca vamos a ver completamente sometida al Islam, que si alguna vez lo estuvo, fue porque materialmente no pudo pasar por otro punto, que apenas pasaba la marea, sus ansias de libertad florecían una y otra vez. La ciudad había conservado mejor que ninguna otra el sentimiento de nacionalidad e independencia de las tierras de al-Ándalus. Por eso fue siempre foco de insurrecciones contra los dominadores.

Toledo era punto y aparte, y sus habitantes, no digamos. Se diría que no habían pasado por ella doscientos años desde que los musulmanes acabaron con la dinastía visigoda y que la ciudad continuaba siendo el centro de una gran civilización y de un gran imperio. Os he contado en páginas anteriores cantidad de revueltas, de sublevaciones contra el poder cordobés, muchas veces reprimidas por éste con una crueldad jamás conocida. Recordad la Jomada del Foso. Pues aunque estuvieran hundidos, a pesar de haber sido prácticamente aniquilados, apenas podían levantar cabeza, los vemos luchando por su libertad como si no hubiera pasado nada. Y así una y otra vez a lo largo de todo este tiempo, en el que obviamente no pagaban ni un céntimo en concepto de impuestos al fisco cordobés, lo que ponía a los emires más de los nervios de lo que ya estaban.

La posición de la ciudad era extraordinaria para una defensa eficaz. El Tajo la rodea casi por entero, lo que la hace una de las ciudades más inexpugnables de cuantas se conocen. Y los toledanos tenían unos silos muy buenos, en los que podía conservarse el trigo durante muchos años sin que se echara a perder.[67]

Los primeros intentos de que acataran la suprema autoridad del califa, siempre eran amistosos, y eso ocurrió en los tiempos que estamos narrando. Con ese objetivo salió de Córdoba hacia Toledo una embajada de hombres buenos. Tenía como misión dialogar con nobles y plebeyos hasta hacer comprender a todos que había llegado la hora de que agacharan la cabeza, volvieran al redil y se retrataran económicamente, como hacían ya todos en al-Ándalus.

¿Resultados? Absolutamente ninguno, excepto dilaciones, excusas y poco más, con lo que la embajada volvió a Córdoba como había venido y el soberano tomó la determinación de acabar con aquella rebeldía endémica. En la primavera del 930 salió una expedición mandada por el visir al-Mundir que se instaló en las cercanías de la ciudad y dos meses después llegó el grueso de las tropas al mando del propio ‘Abd ar-Rahmān III para establecer el cerco definitivo.

Nada menos que dos años duró este cerco, con presencia intermitente del califa, que cada poco enviaba nuevos efectivos para reforzar el contingente inicial. Quiero decir con ello que las cosas no estaban claras ni mucho menos. Los sitiados estaban seguros de que en cualquier momento recibirían la ayuda de los reyes cristianos de León y Asturias, cosa que no se produjo porque estaban en otra tarea y porque cuando lo intentaron, las tropas cordobesas se lo impidieron. Al cabo de dos años los toledanos estaban hambrientos, desesperados y exhaustos. Ni les llegaban ayudas de los reinos cristianos, ni sus escasas fuerzas soportaban por más tiempo un cerco férreo, cruel y que los tenía completamente abatidos.

Toledo se rindió el 2 de agosto del año 932. ‘Abd ar-Rahmān III entró a caballo triunfante en la gran Ciudad Imperial de los cristianos. Los festejos fueron sonados y las alabanzas a Alá duraron semanas para dar gracias por una victoria tan grande y para alabar al califa que había sabido someterla.

Por contaros de un tirón la historia de ‘Umar, hemos dejado atrás hechos importantes y hay que volver sobre ellos. Miremos los años 914 y 915, cuando ‘Abd ar-Rahmān estaba más liado de lo que parece en resolver las disidencias internas de Bobastro, Elvira, Sevilla, etc., cuando sufre los dos reveses de Mérida y Évora, a manos de Ordoño. Conociendo un poco la psicología del personaje, estoy seguro de que en esos momentos tan duros para él, ya concibió unos planes para defenderse de los reinos cristianos y pasar al contraataque llegado el momento.

En la primavera del 916 salió de Córdoba una expedición contra Ordoño, compuesta por soldados profesionales, y también por un buen número de voluntarios de la fe, esa especie de harca de tropas indígenas en completo desorden, que tenían en sus cabezas muchos humos, mucho odio a los cristianos pero escasas fuerzas en sus brazos para blandir cimitarras, porque casi todos habían pasado la cuarentena. Iban bastantes pero valían más bien poco. Así entraron en tierras de Castilla, quemando, robando, degollando, sembrando el terror en los campesinos y abriendo los ojos como platos entre los soldados españoles, que enseguida comprendieron que aquello no era un ejército sino un barullo, y les iban a durar escasamente una tarde. Pero, en el fondo, los cristianos no se esperaban tanta osadía y en la práctica no dieron una respuesta adecuada a ese ejército tan poco ordenado, así que los expedicionarios volvieron a Córdoba con sus alforjas repletas, sus fuerzas intactas, con la moral por las nubes y con ganas de repetir la faena.

Efectivamente, los voluntarios de la fe estaban contando los días para ver despuntar la primavera y poder repetir una expedición como la del año anterior, que les había hecho ricos y encima les había asegurado el Paraíso por aquello del premio a los que hicieran la guerra santa contra los infieles. ¿En qué cosa más rentable podía emplear su tiempo aquella tropa de ilusos e inconscientes paisanos?

Nuevamente los campesinos de Castilla debieron sufrir las iras de unos desalmados, con dos obsesiones metidas muy dentro, que eran degollar cristianos y robarles cuantas más cosas, mejor. En cuanto a objetivos militares propiamente dichos, los cordobeses querían conquistar uno de los formidables castillos del valle del Duero, que era el de san Esteban de Gormaz, conocido también como Castro Muros.

Pero, claro, ya los castellanos y los leoneses los estaban esperando, esta vez con más efectivos y con la lección aprendida del año anterior. De todas maneras, si los invasores querían ese castillo, los cristianos debían defenderlo, así que se encerraron en él con un formidable armamento y con el convencimiento de que aquella manada de viejos fanáticos les iba a durar más bien poco.

El combate tuvo lugar el 4 de septiembre del 917 y se desarrolló en las mismas puertas del castillo, un lugar estrecho en el que los musulmanes parecían tomar ventaja, sencillamente porque su tumulto arrollaba a los castellanos, más preparados en tácticas y con estrategias algo más refinadas. Sin embargo, comenzaron a llegar refuerzos de los pueblos y ciudades cercanas, unos a caballo y otros de a pie, que volcaron la balanza a su favor más claramente de lo que ya estaba. Y cuando las cosas se iban poniendo de cara para los cristianos, ocurrió algo verdaderamente esperable, dada la calidad de esos combatientes de la fe, que eran la mayoría del ejército cordobés. Como si un general invisible les hubiera dado la voz de sálvese quien pueda, el contingente de vejestorios dio la espalda a la pelea y salieron corriendo, buscando el camino más fácil para llegar cuanto antes a su Córdoba soñada.

El desastre fue inmediato y de magnitud considerable. Los soldados profesionales continuaron peleando hasta que fueron masacrados por los cristianos y el visir Ahmad ‘Abda, a la vista de que era imposible conseguir los laureles de la victoria, se decidió por soportar un martirio bastante menos glorioso de lo que proclaman los cronistas, porque la derrota fue total e implacable. Quiero decir con esto que los cristianos le cortaron la cabeza y enseguida os contaré adonde fue a parar. Ya sabéis que moros y cristianos se despepitaban por la cabeza que acababan de cortar de un enemigo y la usaban para dar más cuerda a la victoria, entre otras cosas.

Los musulmanes que consiguieron salir de Castro Muros, fueron perseguidos desde la ribera del Duero hasta las puertas de Madrid. Y Ordoño, como es natural, volvió a León como el gran triunfador de la jornada, con su cabeza bien alta y con la cabeza del visir musulmán ensartada en una lanza, para ser colgada de lo más alto de alguna vistosa muralla para aviso a navegantes.

Esta severa derrota de los ejércitos de ‘Abd ar-Rahmān III tuvo sus consecuencias. En el bando musulmán no he visto descrita una gran amargura, ni siquiera llantos por los difuntos, que fueron muchos. Sí he visto algo que va con la manera de ser del califa reinante y es que ni olvidaba ni perdonaba. Una humillación, por grande que fuera, no le iba a hacer desistir de sus propósitos, así que ya llegaría la hora de ajustar cuentas con Ordoño y sus comparsas. Esto no iba a terminar aquí. Había que devolver el golpe apenas llegara el momento. Lo veremos en adelante.

En la parte cristiana, naturalmente que el regocijo fue general y los festejos por la victoria, duraderos y sonados. Y dicho esto, como Ordoño no era un memo, no se durmió en los laureles ni se limitó a esperar sentado la iniciativa del cordobés. Como primera medida, trató de establecer alianzas con Sancho, el rey de Navarra, y atacar en lo posible territorios fronterizos por tierras de Talavera, mientras su colega navarro acosaba a los musulmanes de Tudela y Valtierra.

‘Abd ar-Rahmān no tardó en articular su respuesta. Esta vez el mando de sus tropas se lo encomendó al chambelán Badr, un personaje de su máxima confianza al que utilizaba como político, y en casos especiales como jefe de sus misiones de guerra más delicadas. Y el destino fue un lugar llamado Mitonia, donde ambos ejércitos tuvieron dos enfrentamientos, uno el 13 de agosto del 918 y otro dos días después, y en los dos los cristianos sufrieron una gran derrota.

Dos años después vemos que los ejércitos cordobeses continúan su táctica de atacar las tierras de cristianos. Esta vez el objetivo es una fortaleza situada al oeste de Pamplona llamada Muez y la manda el propio ‘Abd ar-Rahmān.

Daos cuenta de que la táctica es idéntica a la usada contra los españoles de ‘Umar ben Hafsun. El omeya va lanzando expediciones sucesivas, y su importancia va aumentando conforme comprueba que los objetivos son asequibles. Todas esas expediciones van dirigidas contra fortalezas secundarias. Se diría que va madurando a su enemigo con ataques por los flancos en que tantea sus fuerzas y va debilitando sus defensas, preparándolas para el asalto final.

Ahora la aceifa la manda ‘Abd ar-Rahmān personalmente. Y eso que dejaba atrás las cosas algo fastidiadas porque todavía no estaba dominada la rebelión de Bobastro. Los preparativos duraron más tiempo de lo normal y el 4 de julio del 920 ya estaban en Guadalajara, pasando desde allí a tierras de cristianos. A partir de aquí, la destrucción fue selectiva e importante. Los cordobeses arrasaron las fortalezas de Osma, de Castro Muros, así como gran número de conventos e iglesias que encontraron por el camino.

En la parte cristiana inmediatamente se dieron cuenta de que esta expedición era más fuerte de lo normal, y en vista de ello se dispusieron especialmente las oportunas defensas. De entrada, se unieron Ordoño y Sancho, reyes de León y Pamplona, respectivamente. Luego, ambos requirieron el concurso de los señores de castillos y plazas fuertes de los alrededores, que les acompañaron para salir al encuentro de los ejércitos cordobeses.

El combate tuvo lugar el 29 de julio y fue muy encarnizado y violento porque los defensores eran muchos y los atacantes, más numerosos todavía, además de motivados por la presencia de su todavía emir. Dice el cronista que:

los musulmanes, bien avisados y firmemente resueltos, desbarataron al poco a los infieles, haciendo Dios de la unión de los dos malditos bárbaros desunión, y de su muchedumbre, poquedad.

La derrota de los cristianos fue total y los pocos que se salvaron fue porque se refugiaron en la fortaleza de Muez, donde continuó su calvario porque fueron sitiados, pasaron hambre y sed hasta morir muchos de ellos, soportaron el asalto musulmán a su fortaleza. Al final, los escasos supervivientes se rindieron al emir musulmán.

Los rendidos sufrieron una atroz matanza ante el mismo ‘Abd ar-Rahmān. Recordáis que os conté que iba siempre acompañado de su verdugo, y es porque le daba trabajo a menudo. En esta ocasión levantó su estrado ante las puertas de la fortaleza de Muez, mandó que su acólito sacara el tapete de cuero y la espada, y se dio el gustazo de contemplar cómo iban cayendo una tras otra las cabezas de todos los combatientes cristianos. Entre nobles, condes, caballeros y tal, todos cristianos, fueron decapitados según el cronista más de quinientos.

Una vez concluida la tarea, ‘Abd ar-Rahmān mandó dar media vuelta y emprender el camino de Córdoba, con algunas leves distracciones, como destruir algunas fortalezas cercanas a Álava y por fin llegó a su ciudad victorioso, tres meses después de su salida. Por cierto que en esta campaña peleó a favor del emir Suleyman, el hijo de ‘Umar ben Hafsun. Y lo hizo con extraordinaria destreza y valentía, ganándose la admiración de sus jefes, entre ellos el propio emir, que no le iba a agradecer demasiado la gesta, pues pocos días después de su vuelta, Suleyman se echó de nuevo al monte, quiero decir que se marchó nuevamente a Bobastro para pelear por la libertad de los suyos, sufriendo el destino que antes os conté y que no voy a repetir.[68]

Esta campaña dejó a ‘Abd ar-Rahmān con un sabor agridulce. Es verdad que había vuelto con una sonada victoria, pero sus enemigos se le habían escapado vivos, entendiendo por enemigos a Ordoño, rey de León, y a Sancho, rey de Pamplona. Hacia Ordoño sentía una cierta admiración porque al fin y al cabo había demostrado su valentía, peleando mil veces contra él. Sin embargo, por Sancho no sentía más que desprecio porque era un perfecto cobarde y un vanidoso de mucho cuidado, que no valía más que para pavonearse de lo que no había hecho en su vida. Desde luego, si dejaba que los dos se unieran contra él, esa alianza iba a ser muy peligrosa para su imperio cordobés. Por eso, mientras hacía su camino de vuelta a Córdoba y soplaban en su cara los vientos fríos del otoño cercano, tomó la decisión de aplastar a ambos, pero separadamente. Y eso había que hacerlo pronto.

Cuatro años después se preparó todo para acometer una de las aceifas más sonadas que ‘Abd ar-Rahmān III llevó a cabo sobre los reinos cristianos del norte. Esta vez el objetivo concreto era Pamplona y en particular su rey Sancho, por dos razones. En primer lugar, por el odio que se profesaban mutuamente. Y en segundo lugar, porque Ordoño, el rey de León, había muerto hacía poco y el sucesor, que era su hermano Fruela, no suponía un peligro para los musulmanes porque de entrada carecía de ambición, además de valer más bien poco. Digamos que el peligro que supuso en tiempos pasados el reino de León, estaba neutralizado, por el momento.

El alarde en el arrabal de la Secunda se celebró el 10 de febrero del año 924 y la partida fue veintitrés días después. El emir personalmente mandaba la expedición y en Córdoba quedaban el heredero al-Hakam y dos visires.

Tomó la ruta del levante, no porque fuera la más usual, sino porque ‘Abd ar-Rahmān tenía objetivos intermedios. En Vélez pararon dos días y allí se unieron a los ejércitos bastantes efectivos, reclutados de las provincias cercanas y que querían hacer la guerra santa. Luego continuaron su marcha hacia las coras de Tudmir y de Valencia. En esas provincias había bastantes disidentes a los que quiso dar un castigo ejemplar y hacer que volvieran al redil. Eso ocurrió en Lorca y en Murcia, consiguiendo que en ambas plazas los rebeldes fueran castigados y que la población le reconociera como monarca supremo de todas las tierras de al-Ándalus. En Valencia las cosas le fueron peor, pero después de aplicar un correctivo algo más severo, también se sometieron a su autoridad. Desde Valencia siguió el ejército hasta Tortosa, que también debió hacer que aceptaran su autoridad. Y desde allí, «con tropas numerosas como guijarros»,[69] se adentró en la península hacia Alcañiz, en la actual provincia de Teruel.

Al aproximarse a su ciudad, los Tuyibíes, señores de Zaragoza, se acercaron a dar el parabién al todavía emir de Córdoba, que aunque faltaban sus buenos cuatro años para que se autoproclamara Califa y Príncipe de los Creyentes, estos reyezuelos le profesaban un sometimiento discontinuo, porque si bien le reconocían como monarca superior, en el fondo estaban deseando verse libres de ese vasallaje. Esta vez venía ‘Abd ar-Rahmān en persona, iba de paso para hacer la guerra santa a su común enemigo cristiano y no era plan de hacerle un desaire, que hubiera traído nefastas consecuencias. Así que le dieron sus buenos soldados para esta expedición, le tendieron puente de plata y, hecho esto, los cordobeses penetraron en el territorio de su enemigo Sancho.

Era el 10 de julio del 924 cuando ‘Abd ar-Rahmān, que tenía 32 años, invadió el territorio de Pamplona. Su ejército era enorme y su equipamiento inmejorable. La moral de victoria de sus tropas era excelente. Se trataba de vengar a Dios y a su religión de las profanaciones a que eran sometidos en estas malditas tierras de cristianos. Se trataba también de extender el poderío de los omeyas por esta parte del mundo, cumpliendo de paso el mandato divino de hacer la guerra santa al infiel.

El primer asalto lo dieron a la fortaleza de Calahorra, que había sido evacuada previamente por el rey Sancho. El emir mandó destruirla, quemar sus palacios, sus iglesias y hasta las casas de los más pobres. Luego continuó con las fortalezas cercanas que habían sido evacuadas previamente por los cristianos, refugiándose algunos de ellos en tres cuevas situadas al borde de los farallones del rio. Los musulmanes los localizaron, conquistaron esas cuevas, mataron a sus defensores e hicieron cautivos a los niños, que llevarían a Córdoba para ser vendidos en el mercado de los esclavos. Allí consiguieron su primer botín de esta expedición, consistente en riquezas infinitas, piezas de oro y de plata, ornamentos sagrados, libros de culto cristianos confeccionados con materiales maravillosos y, por supuesto, cantidad de esclavos, que iban a ser muy útiles en Córdoba como eunucos.

Un día permaneció el ejército en aquel lugar, de donde partió para la fortaleza de Falces, incendiando sus arrabales y liquidando totalmente sus cosechas y recursos naturales. Desde allí marcharon a Tafalla, una de las plazas más importantes del reino de Navarra. En esa fortaleza encontraron cantidad de provisiones, armas de guerra y muchos recursos, que fueron saqueados por los musulmanes. También destruyeron las iglesias, palacios y casas, y lo de más valor se lo apropiaron para transportarlo de vuelta a Córdoba.

Desde Tafalla siguió la expedición por Carcastillo, destrozando sus campos cultivados, y a continuación decidieron penetrar en el corazón del reino cristiano, allí donde se reunían y en los lugares en que se sentían seguros, para hacerles daño en sus mismas casas. El emir tuvo la precaución de reunir a sus capitanes para que tomaran las precauciones normales en casos de extremo peligro, tales como cuidar de los flancos y mantener las posiciones, sin descomponer el orden de marcha de sus ejércitos. Así avanzaron por la Foz de Lumbier, llamado por los musulmanes el Desfiladero de los Vascones. Iban en perfecta formación y de esta manera penetraron en sitios donde nunca antes llegaron sus antepasados. Recorrieron aquellos parajes como langostas en busca de un codiciado alimento. Quemaron todas las fortalezas que encontraron por el camino y destruyeron cosechas, viviendas, palacios e iglesias hasta llegar a Sangüesa, un lugar simbólico porque de allí era oriundo el rey Sancho, su mortal enemigo.

El rey navarro acusó el golpe de ver atacada su ciudad de origen y sintió su amor propio bastante herido por eso. Daba la impresión de que los ataques anteriores se los había tomado a broma y ahora descubría que éste iba en serio. Recobrando una actividad que antes no tuvo, reunió los hombres de su reino en edad de tomar las armas, así como a cristianos de otros reinos que estuvieran dispuestos a echarle una mano en este momento de apuro. Y consiguió un número estimable de efectivos, con los que intentó atacar a los musulmanes.

Era la noche de un miércoles, 21 de julio del año 924, cuando ‘Abd ar-Rahmān, consciente del peligro, mandó que sus escuadrones marcharan por los desfiladeros en fila de a uno y que estuvieran en máxima alerta. Os puedo decir que los musulmanes hasta rezaban, poniendo delante de Dios su lucha por conseguir nuevos adeptos para su religión, usando sus espadas como arma catequística. El Dios de los cristianos estaría también bastante atareado escuchando a los suyos, navarricos y por tanto católicos, pidiéndole que los sacara del trance y enviara muy lejos a los malditos cordobeses y a su emir, que parecía un diablo que los intentara borrar de la faz de la tierra. El caso es que entre rezos de un bando y rezos del otro, el Buen Dios decidiría dejar el asunto en tablas e hizo un tímido intento de permitir que los musulmanes pasaran los desfiladeros con más miedo que vergüenza y que los cristianos pudieran respirar tranquilos, por el momento.

He dicho que eso intentaron, y que lo consiguieron sólo a medias, porque cuando el ejército musulmán estaba en medio del desfiladero que forma el río Ega, desde lo alto de los riscos se dejó caer la caballería cristiana para atacar a los musulmanes, motivo más que suficiente para que se pudiera dar una monumental refriega entre ambos bandos.

‘Abd ar-Rahmān, que era un ser bastante reflexivo, mandó detener la marcha, descargar la impedimenta de los lomos de las acémilas, montar el pabellón real y combatir ordenadamente, sin responder de manera alocada a los ataques que le habían llegado desde lo alto.

Este simple gesto hizo que cambiaran los ánimos de los soldados cordobeses. Parecía que el miedo por ver a sus enemigos venirles encima desde lo alto de aquellos peñascos, se había convertido en seguridad, en autoestima, en conciencia de que eran superiores en todo, y no tenían por qué temer a los cristianos. La consecuencia fue que atacaron a los navarros como si fueran leones en busca de su presa. Cruzaron el rio para encontrarlos frente a frente, se fueron en masa contra ellos, los hicieron retroceder y continuaron los ataques hasta que los derrotaron completamente. Ya eran simples monigotes a merced de sus espadas y sus lanzas. Parecían saltimbanquis huyendo despavoridos por aquellas montañas. Así estuvieron, unos huyendo y otros persiguiéndolos hasta el punto de que el suelo parecía estar tapizado con los cuerpos sin vida de casi todos los componentes de la expedición que se había atrevido a atacarles.

La caballería musulmana continuó persiguiendo cristianos por el llano, consiguiendo ingente botín, ganados, oro y plata, tejidos preciosos y muchas cosas más, partiendo de allí con las alforjas repletas y sin más pérdida que la del walí de Valencia que dispuso acompañar hasta aquí al emir para hacer méritos, y mirad lo bien que lo hizo que desde Navarra se marchó directamente hacia el paraíso.

¡Ah! Se me olvidaba decir que cortaron un montón de cabezas de pamplonicas, y las metieron en serones, con la intención de cargarlas en sus acémilas y llevarlas de vuelta a Córdoba como trofeo de su excursión. Pero al final decidieron dejarlas tranquilas en su tierra para que durmieran el sueño de los justos, más que nada porque la lata de hacer un transporte tan largo y engorroso, no compensaba el gustazo que se iban a dar al enseñarlas a sus paisanos ensartadas en sus picas en los alrededores de la Puerta del Puente. ¡Menos mal!

‘Abd ar-Rahmān tenía una idea fija, que era arrasar Pamplona, y había llegado el momento de hacerlo, así que continuó su camino hacia allá, destruyendo los pueblos y castillos del camino, hasta que llegaron a la propia ciudad, a la que encontraron completamente desierta y abandonada. El emir dirigió personalmente el asalto y su completa destrucción. Sus edificios fueron arrasados y sus iglesias quemadas, empezando por la antigua catedral. A continuación les tocó el turno a sus palacios, incluido el que servía de morada al rey Sancho y como lugar donde tomaba el juramento a los cargos importantes del reino. Absolutamente todo cayó por los suelos y la ciudad quedó como si nunca hubiera existido. Como un campo de piedras humeantes, donde ya únicamente habla recuerdos.

El emir parecía un ser insaciable. Como no se había quedado satisfecho con la destrucción de Pamplona y de la mitad del reino, convino que había llegado de hora de hacer lo mismo con la otra mitad. Por eso ordenó a sus hombres seguir más al norte y llevar la ruina hasta la peña de Qays, que más tarde será conocida por Huarte Araquil, donde había una iglesia de extraordinaria belleza, construida por orden del rey Sancho. La fortaleza era también formidable porque el rey navarro se había esmerado en hacerla preciosa e inexpugnable. Los ejércitos emplearon todo su tiempo en destruir aquellas maravillas, justo cuando apareció en lo alto de un monte el rey Sancho con sus escuálidos y asustados ejércitos.

Los cordobeses detectaron inmediatamente la presencia del rey cristiano y por sus gestos intuyeron que hacía un tímido intento de impedir el saqueo y la destrucción de aquel lugar maravilloso. Los musulmanes, como movidos por un resorte invisible y sin esperar las órdenes de sus mandos, comenzaron a atacar a los cristianos, haciendo en ellos un desastre peor que el primero. Desde luego, la antes formidable iglesia de Huarte Araquil, antes llamada Sajrat Qays, fue completamente destruida y el pueblo se convirtió en un brasero humeante.

A partir de ese momento, ‘Abd ar-Rahmān pensó que se había cumplido su objetivo. Su despreciado enemigo Sancho y su tierra Navarra, habían recibido una soberana lección y una soba monumental de parte de los expedicionarios cordobeses. Probablemente tardarían mucho tiempo en volver a molestar a los musulmanes. Les había dejado sus ciudades y pueblos convertidos en un solar. Bastante tenían con intentar reconstruirlos, si es que podían. Ahora había que volver a su tierra cordobesa.

El camino de vuelta tampoco fue fácil. Antes que nada volvió a las riberas del Ebro y siguió hacia Calahorra, para llegar a Tudela a primeros de agosto. Luego pasó por Cuenca, donde sometió a algunos bereberes, para llegar victorioso a Córdoba el 26 de agosto del 924.

Fue ésta una expedición magistralmente llevada por ‘Abd ar-Rahmān, en la que castigó muy duramente al rey Sancho. Los reinos cristianos habían probado el acero del omeya y por tanto las cosas habían cambiado. Se lo iban a pensar antes de emprender aquellas alocadas incursiones en tierras musulmanas.

Miremos un poco a los mozárabes. Hablar de un personaje tan rico en hazañas y matices, tan polifacético, te impide ser exhaustivo y en cierto modo te obliga a volver sobre temas que han sido tratados para exponerlos una vez más y hacer que brillen en toda su deslumbrante actualidad.

La división entre españoles cristianos y españoles convertidos a la religión musulmana, probablemente fue la razón fundamental por la que no triunfó la revolución que soñaron ‘Umar ben Hafsun y sus seguidores. Los muladíes eran unos asimilados, que aceptaron la conversión por la sencilla razón de que la vida se les hacía bastante más llevadera en su nueva condición. Digamos que dieron ese paso por comodidad, a la que no estaban dispuestos a renunciar porque un español soñador y un punto romántico les quisiera convencer de que la suya era otra patria, otra religión, otra cultura, y que no debían acomodarse a algo que les era ajeno.

En el fondo, nunca tuvieron sueños idénticos, intereses idénticos o los mismos proyectos muladíes que mozárabes. Eso se vio siempre en la historia de estas rebeliones de españoles contra el invasor musulmán. Esa fue la causa del desastre de Poley y del fracaso de los proyectos del gran caudillo español.

Sin embargo, la rebelión siguió latente durante mucho tiempo. Unas veces esa llama estaba viva, en lo alto del candelera de la historia y otras permanecía escondida y latente. Pero hay que afirmar que siempre existió, dentro y fuera de las fronteras del reino musulmán de al-Ándalus.

Dejadme que os cuente algunas cosas que he leído acerca de los mozárabes cordobeses, que corresponden a hechos ocurridos con posterioridad a la derrota de Poley, y que he podido leer en el gran libro de Flórez.[70]

Porque ¿quién dijo que con la clara victoria militar sobre los cristianos cesaron las persecuciones y los martirios? Tenemos claro a estas alturas que los enemigos de los musulmanes eran los españoles en general y los mozárabes en particular, sencillamente porque no aceptaban la nueva religión. Por eso siguen y seguirán los martirios, algunos de los cuales os voy a contar.

El 26 de mayo del año 923 fue degollada por el delito de ser cristiana una joven llamada Eugenia. De ese hecho tenemos constancia por una lápida que se encontró en el convento de san Pablo de Córdoba.

Han pasado dos años y los mozárabes cordobeses van a sufrir un nuevo martirio, esta vez con participación directa del mismo ‘Abd ar-Rahmān, según nos cuenta una leyenda que ha tenido bastante arraigo en la Córdoba actual.

En una de las aceifas que los ejércitos del califa hicieron por tierras castellanas, se encontraron peleando espada en mano al prelado de Salamanca, a la sazón llamado Dulcidio. Ya sabéis que estos obispos tenían sus tropas, a las que mandaban con más solvencia que un capitán de caballería. No sé yo si resistirían un examen de Teología Dogmática o de Sagrada Escritura, pero lo que es en temas bélicos, estaban tan preparados como el que más. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir, porque los cristianos perdieron la campaña y el belicoso prelado fue hecho prisionero y llevado a Córdoba en espera de acontecimientos, o más bien, en espera de que sus diocesanos lo echaran de menos y trataran de comprar su libertad con un buen cheque conformado y todo, que pusiera mejor de lo que ya estaba la cuenta corriente del que lo había capturado.

Y eso ocurrió. Los diocesanos de Salamanca enviaron a Córdoba a un propio que negoció la libertad del prelado a cambio de una cantidad, estipulando las respectivas entregas de montante y de prelado de la manera que entonces se hacían esas cosas. Porque ahora hubiera sido más fácil. Se firma un contrato y, para garantizar las entregas, puede darse un crédito documentario o un aval bancario, instrumentos crediticios que entonces no existían y se resolvían de forma bastante más burda. En prenda de que las cosas iban a llegar a buen puerto, entiéndase el dinero al de Córdoba y el obispo al de Salamanca, los castellanos entregaron en rehén a los cordobeses a un chaval gallego llamado Pelagio, un chico de apenas catorce años, rubio, guapo y apetecible para aquellos antepasados nuestros, que ya os he contado que se entretenían sin mucho empacho lo mismo con machos que con hembras.

El muchacho causó sensación en Córdoba, porque todos y todas lo miraban con esas caras de bobalicones que ponen las gentes que se vuelven locas por el primero que pasa, especialmente si es resultón, rubito y con musculatura mediana. Y tanto se extendió el rumor sobre la belleza del recién llegado que al poco se enteró el mismísimo ‘Abd ar-Rahmān, bisexual como casi todos sus hermanos coetáneos, y decidió verlo personalmente, por si encartaba pasar con él una temporada, especialmente si el chico le parecía apetecible.

El bueno de Pelagio supongo yo que se echaría a temblar, viendo lo que se le venía encima, sobre todo si no le gustaban los señores como parece que era el caso, y más si era un cristiano confeso y practicante. Parece que el califa quiso acostarse con él y el muchacho se negó en redondo, razón por la cual fue inmediatamente decapitado en presencia del soberano, no sin antes dar testimonio de su fe y de su entereza.

Los restos de Pelagio sufrieron un zarandeo más que notable, habida cuenta de la manía que tenían nuestros cristianos de aquella época de conseguir, conservar, enaltecer y llevar de acá para allá las reliquias de sus mártires. La cabeza se la llevaron al monasterio de san Cipriano y su cuerpo al de san Ginés, ambos de Córdoba. Ni que decir tiene que los cristianos gallegos, cuando se enteraron del hecho, reclamaron a los de Córdoba su parte en lo que estimaban suyo. Al final consiguieron su propósito pero sólo a medias porque en el año 967, lo que quedaba del pobre muchacho, salió de viaje en dirección norte, quedándose finalmente en León, que no es Galicia pero al fin y al cabo era tierra de cristianos.

Ese mismo año fue crucificado en la puerta del Alcázar cordobés otro cristiano español con nombre musulmán, conocido por las gentes como Abu Nasar. Había sido en tiempos un seguidor de ‘Umar ben Hafsun y en sus ejércitos se distinguió como un experto y temible lanzador de flechas. Cuentan los cronistas que lo hacía tan bien que todas las que disparaba daban en el blanco.

Y por fin, para terminar esta tanda de mártires mozárabes en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān III, digamos una palabra sobre la vida y el martirio de una hija de ‘Umar ben Hafsun, llamada Argentea.

Os conté en páginas pasadas que la esposa de ‘Umar se llamaba Columba y hablamos algo de sus hijos varones. Algo dijimos también sobre la única hija de quien hace mención la historia, que era la cristiana, piadosa y estupenda criatura de quien vamos a contar algo su historia.

Esta chica vivió su niñez en un palacio, que eso era la residencia y el castillo de Bobastro cuando su padre era el rey natural de todos los españoles de al-Ándalus. En su juventud, experimentó las vicisitudes, ventajas e inconvenientes de una vida emocionante y ajetreada como la que le tocó a su familia. Porque vivieron sueños de libertad que durante un tiempo llegaron a tocar con los dedos, sintieron la emoción de quien lucha por un ideal y por la fe de sus mayores, fueron primero musulmanes y después cristianos, rezaron con esperanza y emoción, lloraron la desesperanza de la derrota con la ilusión de que posiblemente volverían tiempos mejores. Argentea sintió el calor de su hogar, fue educada en la fe de sus padres y vivió con sus hermanos una lucha imposible por la libertad de los pueblos de al-Ándalus.

Al morir su madre, quiso el padre que continuara ocupándose de las cosas de la casa, pero la chica decidió seguir la vida de religión y aventura en un convento de Córdoba, donde practicaban su fe cantidad de religiosos que estaban deseando entregar su vida en un martirio que era la explosión del deseo de libertad que hemos visto en tiempos anteriores. Allí pasó más de tres años en compañía de otras religiosas procedentes de Bobastro y de las demás comunidades cristianas hasta que un día fue reconocida por unos musulmanes que, al verla como monja, le empujaban con rabia y le decían:

—¿No eres tú la hija del príncipe ‘Umar? ¿Cómo te has atrevido a venir a Córdoba? ¿Es que quieres morir degollada como tantos hermanos tuyos de religión?

Uno de los que la estaban increpando recordó que anteriormente había sido musulmana y que, por tanto, era reo de uno de los crímenes más castigados en el Islam, que era la apostasía y que, según la ley musulmana, merecía la muerte. Nuestra Argentea murió degollada el 13 de mayo del año 937. Su cuerpo recibió el homenaje de los mozárabes cordobeses y fue enterrado en la iglesia de los Tres Santos en presencia del obispo, de los sacerdotes y de toda la comunidad mozárabe cordobesa.

Cambiemos de tema. Vamos a Córdoba, la gran ciudad de al-Ándalus y del Occidente musulmán.

Digamos, en primer lugar, que tuvo considerable importancia antes de la dominación musulmana y la continuará teniendo después de ella. Nos bastará con citar a poetas como Lucano, o a filósofos como Séneca, insignes intelectuales cordobeses del Imperio Romano, que vinieron al mundo en esa ciudad en los primeros años de nuestra era. Después de la dominación musulmana, nos encontramos con humanistas como Ambrosio de Morales y poetas de la talla de Góngora, ambos cordobeses, nacidos en el primer cuarto del siglo XVII. Estos personajes nos dan un indicio de la cultura de esta gran ciudad, que a su vez nos dice a las claras que antes y después de la invasión, Córdoba fue y continúa siendo una de las ciudades más ricas en cultura y más importantes de España.

Siendo la gran metrópoli del Occidente musulmán, no se puede comparar hoy día a sus hermanas de la Edad Media musulmana, como El Cairo, Kairuán, Damasco, Bagdad, Túnez, Fez o Marrakech, sencillamente porque su fisonomía se ha transformado considerablemente. Córdoba fue conquistada por los musulmanes y así permaneció durante más de quinientos años, para ser recuperada por los cristianos en el año 1236. Eso quiere decir que muchos monumentos musulmanes, o fueron demolidos, o sencillamente el tiempo dio cuenta de ellos. Queda muy poco en pie de la Córdoba musulmana. Únicamente la mezquita y poco más.

La mezquita de Córdoba es un monumento único, irrepetible, magnífico, que nos admira y nos habla del esplendor pasado de la ciudad y de su cultura musulmana, a pesar de haber sido convertida en catedral y en parte desfigurada en el año 1523.

Se cuenta que el emperador Carlos V fue a visitar la mezquita, recién terminadas las obras de su adaptación para convertirla en catedral bajo la advocación de la Asunción de la Virgen, y al ver la transformación que había sufrido el monumento, se enojó con los canónigos y les dijo lo siguiente:

—Si yo hubiera sabido lo que ibais a hacer, no os lo habría permitido porque vuestra obra se puede encontrar en cualquier parte pero lo que habéis hecho desaparecer no se encuentra en parte alguna del mundo.

Probablemente esta anécdota es pura leyenda y desde luego, en la hipótesis de que sea cierta, yo le quito la razón al emperador, o al menos no me pondría a criticar a los canónigos sin antes poner de vuelta y media a los invasores musulmanes que convirtieron en solar a una bellísima basílica que ocupó ese mismo lugar, edificada por el emperador Heraclio, para construir sobre ella esta grandiosa mezquita. Porque decidme, ¿qué queda de ella? O dejadme que os haga otra pregunta: ¿Qué queda de la basílica que me ha impresionado más de cuantas he visto en el mundo, y me refiero a Santa Sofía de Constantinopla?

Pues hagamos un paralelismo entre la basílica de Santa Sofía actual, convertida primero en mezquita y luego en museo, con la mezquita de Córdoba. Ambas evocan su pasado mejor que cualquier texto escrito, en aquella, bizantino y cristiano, y en ésta, musulmán. Sin embargo, en Santa Sofía no suenan las campanas, ni se oyen cánticos litúrgicos, ni el incienso se eleva espeso, perfumando su increíble cúpula, igual que en la mezquita cordobesa tampoco se oye el canto del muecín llamando a los fieles a la oración, ni los musulmanes hacen sus postraciones mirando a Oriente, que, por cierto, no está bien marcado en este caso por algún despiste imperdonable del arquitecto.

Los cronistas musulmanes que he tenido la fortuna de estudiar, son casi todos del siglo XIII en adelante y no se han molestado por situar los edificios, los palacios o las puertas de las murallas que tantas veces mencionan, probablemente porque estaban seguros de que sus lectores sabían de lo que trataban sus crónicas y no imaginaban que ocho siglos después se les seguirían leyendo, cuando todo hubiera desaparecido. De aquí que nos sea difícil situar monumentos o edificios en la Córdoba actual, tal y como hacemos en Granada, por ejemplo.

La verdadera historia de la Córdoba musulmana comienza cuando en el año 719, el gobernador de la España conquistada, por orden del califa de Bagdad, traslada la capitalidad desde Sevilla hasta Córdoba. A partir de ese momento se inician los trabajos para restaurar su pasado romano y hacerla una de las más bellas ciudades del mundo. Las viejas murallas, que estaban en ruinas, se fueron restaurando hasta recobrar su función defensiva. El gran puente romano estaba hundido en gran parte y fue reconstruido, usando sus antiguos materiales que habían rodado río abajo.

Este puente era de dimensiones imponentes porque tenía 223 metros de largo por 16 de ancho y unía la ciudad con el llamado Campo de la Verdad. De él decían los cronistas que sobrepasa a los demás puentes del mundo por la belleza de su construcción y por la solidez de su edificación. Cuenta con 16 arcos y cumple dos funciones de extraordinario valor: unir la ciudad con los arrabales y realzar la belleza de una tierra única.[71]

A partir de entonces, en épocas de los gobernadores y de los príncipes omeyas, Córdoba va aumentando de población hasta hacerse una de las grandes urbes del mundo conocido. Se van extendiendo sus barrios más allá de las antiguas murallas, por el este y el oeste. El corazón de la ciudad es el barrio próximo al río que contiene la gran mezquita y el Alcázar o palacio, primero de los gobernadores y después de los emires y califas omeyas. En torno a esas dos edificaciones fundamentales se van agrupando las casas, las tiendas, los bazares, etc. La Alcaicería cordobesa era, como más tarde lo será en Granada, el centro comercial más importante y rico de la ciudad y parece que estaba adosado al muro este de la gran mezquita.[72] Y todo esto estaba cerrado por los muros de la vieja ciudad, constituyendo lo que ellos llamaban la medina. Los barrios situados extramuros se conocían como arrabales, y de alguno de ellos hemos hablado ampliamente en estas páginas.

Se cuenta que en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān III había en Córdoba 3.000 mezquitas. Las mujeres tenían a su disposición exclusiva 300 baños públicos. En cuanto al número de casas o de tiendas, los cronistas hablan de 100.000. Según algunos censos, había 213.000 casas ocupadas por gentes del pueblo y alrededor de 61.000 mansiones de magnates y dignatarios de la corte del califa. Aparte estaban las alhóndigas, las fondas, etc. Estas cifras nos dan una idea de la ciudad de que estamos hablando.

La gran mezquita forma un cuadrilátero de 180 metros de ancha por 130 de larga. Dos tercios de su superficie están ocupados por la sala de las plegarias y el tercio restante es el Patio de los Naranjos.

La gran mezquita ocupa un lugar destacado en la historia del arte musulmán en Occidente durante el siglo Xy al mismo tiempo su construcción demuestra el papel que jugó la actividad religiosa y científica en la España califal. En esto se parece a los grandes santuarios del mundo islámico, como el de Fez, por ejemplo, con la diferencia de que Córdoba era superior a los grandes centros islámicos del norte de África.

En la mezquita, la enseñanza coránica ocupaba una parte preponderante. Los maestros daban a sus discípulos cursos de ciencia coránica, de tradición, de derecho o de gramática, sin distinción de categorías. Esa faceta magistral tuvo su punto álgido en el reinado del califa sabio, al-Hakam II, del que hablaremos oportunamente. También era la mezquita la sede de las grandes reuniones públicas. En ella se lanzaban las proclamas para excitar o aplacar los ánimos a favor o en contra de acontecimientos o proyectos. Allí se convocaba a los creyentes para las expediciones militares, se anunciaba su partida y allí se daban los mensajes anunciando las victorias. Era el centro de la vida pública cordobesa, y más si se considera la proximidad con el Alcázar.

El Alcázar fue la residencia, primero de los gobernadores y más tarde de los soberanos omeyas. Estaba al lado de la gran mezquita, a partir del ángulo suroeste que formaba con la orilla del Guadalquivir y era una auténtica ciudad cerrada por muros herméticos. Dentro de ella vivía todo un mundo compuesto por funcionarios, oficiales, eunucos, servidores y esclavos, amén de músicos, poetas, literatos y cantidad de animadores de los soberanos y sus familias. Todos éstos formaban un coto cerrado. Más allá, hacia el exterior, se encontraban las habitaciones exclusivas del soberano y de los príncipes. Y más lejos aún había unos jardines preciosos e inmensos, que hoy se conocen como la Huerta del Rey.

Todo estaba rodeado de sólidos muros y contaba con cinco puertas de acceso. La principal era la llamada de la Asuda, y era en la que exponían las cabezas de los rebeldes vencidos por el emir de turno, o de los enemigos cristianos de las tierras del norte de España. Allí estaban un tiempo colgados para que su muerte sirviera de lección a quien tuviera veleidades de insumisión. Pasado un tiempo, esos despojos eran arrojados al rio sin más ritos ni contemplaciones. Había otra puerta, llamada de la Justicia, que daba a la calle principal de la ciudad, a la altura del pasaje que hizo construir el emir ‘Abd Alla para acceder desde el Alcázar hasta la mezquita sin tener que mezclarse con el pueblo. En esta puerta, ‘Abd ar-Rahmān III mandó construir en el año 918 una fuente que lanzaba chorros de agua y que admiraba bastante a los paisanos.

Hay que decir que ‘Abd ar-Rahmān III fue el emir que más cantidad de edificios y más importantes mandó edificar en Córdoba. Aparte del gran minarete, también construyó otros de utilidad pública, restauró el puente, construyó un gran acueducto, embelleció la antigua residencia de sus mayores y preparó el que había de ser suyo propio, para el que hizo venir arquitectos desde Bagdad y Constantinopla.

Os conté en su momento que ‘Abd ar-Rahmān I mandó construir una especie de casa de campo, a la que dio el nombre de la Ruzafa, recordando el lugar donde pasó su niñez en la lejana Damasco. Quiero decir con ello que el Alcázar no fue el único palacio de que disfrutaron los soberanos omeyas de Córdoba y que desde los primeros tiempos tuvieron mansiones alternativas, como la Ruzafa, a tres kilómetros al noroeste de la ciudad, que era una delicia por sus árboles, frutos, flora y fauna. Fue la casa de los placeres de los soberanos y será destruido por los bereberes en el año 1010, cuando estalló el califato en mil pedazos.

Dejemos la ciudad de Córdoba y volvamos a las guerras. O si lo preferís, por una vez vamos a hablar de los fracasos militares de ‘Abd ar-Rahmān III.

Estamos en el año 932, precisamente cuando se inicia el reinado en León del monarca Ramiro II, un personaje bastante inconformista, algo inconsciente, muy osado, y al que le importaba bien poco enfrentarse a caudillos de la fama y el calado del primer califa de al-Ándalus. El omeya encontró en Ramiro la horma de su zapato. En este caso, en que pintaron bastos, los cronistas musulmanes se callan como zorros, ocultando los fracasos de su soberano, así que tenemos que buscar acá y allá, unas veces leyendo entre líneas y otras deduciendo el porqué, el cómo y el cuándo de estas inesperadas derrotas. Los cristianos, por el contrario, son fuente inagotable de datos sobre lo que vamos a contar y exaltan a sus autores hasta el paroxismo, por lo que hay que leerlos con un punto de prevención.

Digamos en primer lugar que Ramiro II comenzó su reinado de manera bastante marchosa y cuando menos, altanera. Lo primero que hizo fue apoderarse así, por las bravas, de la fortaleza musulmana de Madrid, para desde allí, acometer algo de mucha más envergadura, como era la conquista de Toledo.

Bueno. Os advierto enseguida, para que no sobrevaloréis al personaje, que Madrid era entonces un escuálido castillo de poca monta, que cabía entero en el estanque del Retiro. De cualquier manera, se trató de un ataque cristiano al corazón de la España musulmana y una chulería de mucho cuidado, porque a ver quién se puede tirar el pegote de contar por ahí que ha conquistado Madrid. Encima, la conquista fue efímera, nada más que un año, porque el siguiente, el 933, ya está de nuevo bajo el mando de un gobernador musulmán. Con lo dicho, habéis entendido que Ramiro era un tío echado para adelante y que sus andanzas no pararían ahí.

En el año 933, lo tenemos nuevamente echando el aliento en el cogote al califa de Occidente, esta vez en tierras de Osma. Resulta que ‘Abd ar-Rahmān le había tomado el gusto a hacer personalmente estas aceifas, que cada año elegía su objetivo y que, mira por dónde, en esta ocasión le tocó en turno asaltar y destruir la ciudad y la fortaleza de Osma.

Y aparece por primera vez en escena el conde Fernán González, del que hablaremos más adelante, no especialmente por sus condiciones militares o sus virtudes castrenses sino porque era un correveidile, un liante y un muñidor de mucho cuidado. Éste andaba siempre, llevando y trayendo, poniendo y quitando reyes, haciendo y deshaciendo a su antojo. Esta vez, menos mal, empleó sus dotes avisando convenientemente a Ramiro II de que el califa cordobés venía en su busca, con la nefasta intención que os acabo de contar, que era borrar de la faz de la tierra a la bella ciudad castellana.

Ramiro y el conde adoptaron las medidas oportunas y cuando las tropas de ‘Abd ar-Rahmān III llegaron ante las murallas de Osma, se encontraron a un formidable ejército esperándolos, que, como es natural, habían tomado las mejores posiciones de defensa y ataque, además de estar descansados, frescos y con todo el tiempo del mundo para planear la estrategia de su enfrentamiento a los cansados cordobeses.

El desenlace lo narran en un bellísimo latín los viejos cronicones castellanos y os lo voy a traducir a mi manera:

Fernán González trajo a León la noticia de que se acercaba una formidable aceifa a tierras castellanas. Cuando el ejército lo supo, el rey ordenó que se aprestaran todos a defender Osma. Entonces, invocando el nombre de Dios, movió el campamento y mandó que todos los hombres en edad de empuñar las armas se alistaran para combatir. Le ayudó la Divina clemencia y el Señor le dio la victoria. Mató a la mayor parte de sus enemigos y capturó a muchos miles de ellos, trayéndolos consigo como cautivos, volviendo a su ciudad tras haber conseguido una enorme victoria.[73]

El cliché es calcado en uno y otro bando cuando se trataba de exhibir trofeos de guerra y de celebrar victorias. En ambos casos, las cabezas de los vencidos formaban una parte fundamental del cortejo, para infundir el miedo en los enemigos y exacerbar los ánimos de los amigos. Y el botín era también bastante parecido. Las faltriqueras de los vencedores siempre volvían cargadas hasta arriba de oro, plata, joyas, materiales preciosos, y por supuesto, de cautivos, sobre los que ya tenían hasta su modo de transformarlos en mercancía valiosa. Los enviaban a Lucena, allí los castraban, y los que conseguían salir con vida del doloroso trance, esos eran vendibles a precio de oro por ser personas dóciles, inteligentes y ya para siempre sometidas a la real voluntad de sus amos que hacían y deshacían con ellos a su antojo.

Por cierto que he sentido curiosidad por saber si existía el mismo método y la misma tarea en tierra de cristianos y me he llevado la enorme sorpresa de encontrarlos. Resulta que, en nuestra civilizada Europa, tenían las mismas nefastas costumbres que en esta entonces tierra de moros. Los proveedores europeos de esclavos recorrían las costas buscando su mercancía, unos por Galicia, otros por territorios tan dispares como Francia, Lombardía, Calabria o las costas del Mar Negro, unas veces comprando chavales y otras simplemente apresándolos. Hecha esta primera operación de aprovisionamiento, los enviaban a las clínicas, que ya os he contado que había una en Lucena y existían otras famosas como la de Verdún, sin nombrar las de menor fama en distintos puntos de Francia. Esta fase era la más delicada y no necesito decir el porqué. Las anestesias serían cojonudas, la asepsia para no contarla y las infecciones acabarían con más de la mitad de los pobres chavales. Los que llegaran a pasar este Rubicón, estarían hechos polvo, con la salud destrozada, la moral por los suelos y sus expectativas de futuro, no digamos, condenados ya de por vida a no levantar la vista del suelo.

De esas clínicas, salían atados como animales, en busca de un mercado donde ser vendidos al mejor precio, que lo mismo podía estar en Córdoba que en París o en Jericó. Algunas veces, os lo confieso, me intento meter en la piel de estas criaturas y siento escalofríos. Pero sigamos. Hablaremos más adelante de ellos.

Ya sabéis que éstos no pasaban sin su aceifa veraniega, con lo que la primavera del año siguiente, el 934, estaban de nuevo caminando hacia tierras de cristianos a ver lo que pescaban. No se debieron calentar mucho la cabeza pensando el mejor objetivo porque tenían aún frescas en su memoria las escenas de Osma que os acabo de contar y pusieron rumbo hacia allá, con la intención adicional de devolver a los ejércitos de Ramiro todos los golpes que habían recibido el año anterior. Los mandaba una vez más nuestro ‘Abd ar-Rahmān III.

Y esta vez las tropas musulmanas volvieron victoriosas a sus tierras de origen, no sin antes haber sitiado al monarca leonés en Osma, de donde encima el cristiano se negó a salir a pelear a campo abierto porque, al ver lo que se le venía encima, decidió que lo saludable era esconderse lo mejor que pudiera. El cordobés aprovechó bien el viaje, que tenía clavada la espina del año anterior y ahora le había llegado el día de la revancha. Además de arrasar Osma, se dio una vuelta por Burgos, derribó sus murallas, echó abajo otras muchas fortalezas, y como a quien verdaderamente tenía inquina era a los cristianos, se pasó por el precioso monasterio de san Pedro de Cardeña y cortó la cabeza a doscientos monjes, nada menos.[74] Sumad, por favor, la cantidad de cristianos, monjes o simples paisanos, a los que cortaron la cabeza fríamente nuestros musulmanes españoles.

A todo esto, las cosas se movían por el norte de España, en una dirección no deseada por ‘Abd ar-Rahmān y que os voy a contar:

Resulta que el reyezuelo árabe de Zaragoza, un tal Abu Yahya, se sentía libre como el viento y por nada del mundo quería someterse al poder central cordobés, como por otra parte ocurría con los demás señores musulmanes de ciudades, provincias y marcas. Estuvo dudando mucho tiempo qué partido tomar y en qué bando alinearse, si con los cristianos asturianos o con sus correligionarios cordobeses, y mirad qué contrasentido, se decantó por ir con el asturiano antes que con el Príncipe de los Creyentes.

Ocurrió que ‘Abd ar-Rahmān le pidió ayuda en la expedición que os he contado contra Osma y en principio se hizo el disimulado a ver si su ausencia pasaba inadvertida, y después envió una expedición de nada, consiguiendo que pasados unos días el omeya lo dejara volver a su Zaragoza querida sin que se llegara a empeñar en batallas que no iban con él.

Pasados tres años, nuestro reyezuelo de Zaragoza tuvo que enseñar sus cartas porque la presión de Ramiro II hizo que perdiera los miedos y se decantara abiertamente por el bando cristiano. Esto le valió bastantes disgustos con los árabes de Zaragoza, y el tema hubiera llegado a mayores de no darse un paseo Ramiro por Zaragoza apaciguando ánimos como se hacía entonces, que era cortando la cabeza al que la sacaba más de la cuenta. Y le valió la inquina del califa cordobés y la consiguiente amenaza, que ya sabéis cómo se las gastaba ‘Abd ar-Rahmān con los que no le reconocían como dueño y señor de todas las tierras de España.

Efectivamente. Al año siguiente, nada de ir a Osma o Burgos, u otras ciudades de menor importancia. El que se la hacía, se la pagaba, por lo que el omeya, al mando de un ejército impresionante, se puso en camino hacia Zaragoza para dar la lección que se merecía al desgraciado Yahya.

La primera plaza que sitiaron los cordobeses fue Calatayud, defendida por un pariente de Yahya y que acabó allí sus días ante los ataques de sus hermanos de religión. Cuando hubo conquistado aquella plaza tan importante, el ejército fue anexionándose alrededor de treinta castillos de los contornos. A continuación mandó sitiar Zaragoza a un pariente suyo bastante inútil. Al principio las cosas marchaban regular pero al final y a duras penas consiguió su objetivo, perdonando incluso al rebelde Yahya, señal inequívoca de que su victoria no había sido de esas rotundas y que dejan sonado al enemigo.

Cuando las cosas quedaron más o menos bien por Zaragoza, mandó que sus ejércitos pusieran rumbo a Pamplona, para conseguir el vasallaje de la reina regente Doña Toda, un personaje que él consideraba algo débil y que le va a dar en el futuro más guerra de lo que podía en ese momento imaginar. Desde luego, esta señora no estaba por complacer al califa, así es que no hizo ni caso a los requerimientos del cordobés.

El año 939 va a ser el del fracaso más sonado y estrepitoso de todo su reinado y el lugar, el precioso pueblo y castillo de Simancas. Pero antes de narrar las vicisitudes de aquella formidable derrota del califa, situémonos por un momento, a fin de comprender lo que va a suceder.

Por estas fechas, ‘Abd ar-Rahmān tenía sus buenos 47 años y llevaba sentado en el trono de sus padres, nada menos que 27. Su prestigio estaba por las nubes en Oriente y en Occidente y se había desembarazado definitivamente de los califas de Bagdad, proclamándose Príncipe de los Creyentes. Había acabado con todas las rebeliones internas, tanto las de sus hermanos de religión como de los cristianos españoles. No tenía ningún enemigo a la vista, de esos que no dejaban moverse a sus antepasados en el trono. Y a los reyes cristianos de Galicia, Asturias y León, les había dado hasta en el cielo de la boca, con el agravante de que casi todas las campañas las había dirigido personalmente, arrostrando peligros que sus antepasados en raras ocasiones se atrevieron a afrontar. Por todo eso, sacamos la conclusión de que ya se lo tenía un poco creído y, para sus adentros, pensaba que nadie iba a conseguir derrotarle ni dentro ni fuera de sus fronteras.

Otra cosa que iba tomando cuerpo en el entorno del califa, era el poder creciente de una camarilla de centroeuropeos, los llamados eslavos, la mayoría de ellos eunucos, más listos que la mar y que estaban desbancando a la aristocracia árabe de los puestos más relevantes del reino. Y junto a ellos, abriéndose paso a codazos, estaban los judíos y los cristianos, que eran de mucha utilidad al califa por su dominio del latín, su habilidad innata para el comercio, las letras y las ciencias. La segunda conclusión que se puede sacar es que la aristocracia árabe estaba bastante descontenta de su pérdida de poder en el Alcázar y en el ejército, y la influencia creciente de los que teóricamente eran simples tributarios, de todas maneras politeístas y en cualquier caso, ajenos al mundo dominante en al-Ándalus, que era y debía seguir siendo el árabe puro y duro.

Así estaban las cosas cuando ‘Abd ar-Rahmān organizó a bombo y platillo una campaña contra los cristianos que intentaba ser la definitiva. Tan seguro estaba de que les iba a dar el golpe de gracia, que llamó a aquella aceifa la de la omnipotencia. Sus vecinos los cristianos del norte de España iban a probar el filo de su espada y quedarían escarmentados para siempre, jurándole servidumbre, sumisión y todo lo que le habían jurado hasta ese momento los que se atrevieron a oponerse a su mandato.

Lo normal era que en cada aceifa se llamara a filas lo que hoy conocemos por una quinta. Pues esta vez ordenó que acudieran dos, lo que en número de soldados equivalía a ración doble, unos cien mil nada menos. Otra cosa distinta era si iban bien o mal adiestrados, y si sus mandos estaban por partirse la cara en defensa de su califa como lo habían estado hasta ahora, o más bien lo miraban de reojo mientras caminaban, pensando que no era el de antes y que ahora se ocupaba más de encumbrar a los no musulmanes que a los suyos. Así las cosas, emprendieron su ruta habitual, que era la antigua vía romana que comunicaba a Córdoba con Toledo y a esta ciudad con el valle del Duero.

En la parte cristiana se habían reunido nada menos que Ramiro II, Fernán González y Doña Toda, con sus soldados navarros y castellanos. He de remarcar un asunto que tal vez asombre, y es la presencia de una mujer mandando a sus soldados, repartiendo mandobles por esos campos de Dios y cortando cabezas de moros como cualquier hijo de vecino. La verdad es que el personaje era de armas tomar, nunca mejor dicho.

De cualquier manera, el trío de ases formaba una mezcla explosiva porque eran bastante osados, y eligieron para enfrentarse a los cordobeses las empinadas laderas que rodean el castillo de Simancas, estudiaron minuciosamente el terreno, se prepararon fosos para detener a sus enemigos en el caso improbable de que emprendieran la huida, (jandaq los llamaban) y demás lugares para defenderse y atacar a sus enemigos, a los que esperaron sentados, para que la batalla los encontrara descansados y con las fuerzas intactas.

En los últimos días de julio los cordobeses, mandados por el califa, se plantaron ante sus enemigos, pensando que no les durarían dos empellones decentes.

Os he contado bastantes veces que las batallas entonces eran peculiares. Peleaban a impulsos intermitentes, con acometidas concretas, espaciadas en el tiempo y desde luego se tomaban sus descansos reglamentarios, que la noche es sagrada y hay que emplearla decentemente para descansar. La excepción se admitía cuando al enemigo se le advertían síntomas de flaqueza, que en ese caso iban a muerte, se atacaban por todas partes y sin descanso hasta que acababan los unos con los otros.

Pues apenas se tuvieron frente a frente se inició la pelea, no se tomaron sus respiros como era habitual y así estuvieron un par de días hasta que Ramiro descubrió que los soldados regulares, los antiguos chunds, peleaban con una desgana que no era habitual, como si la lucha no fuera con ellos. Al descubrir esa inusitada flaqueza en la moral de los cordobeses, Ramiro dio órdenes de ir directamente contra ellos, atacarlos sin darle tregua y si era posible ir dirigiendo la retirada de sus enemigos hacia el célebre foso, el jandaq, y allí pararlos en seco y destrozarlos.

El asunto funcionó mejor de cuanto pudieran imaginar Ramiro, Toda y Fernán González. Unos soldados que luchan sin fe en su victoria y sin ganas de conseguirla, están vencidos de antemano, más aún si vienen de una larga caminata y no les han dado tiempo a tomarse un descanso reparador. Los soldados cordobeses se vieron entre la espada de los cristianos y la pared de aquel foso que no les permitía huir. El resultado inmediato fue que a los cristianos se les pusieron los ojos como platos al verse dominadores en una pelea en que inicialmente las tenían bastante crudas. Eso hizo que redoblaran sus esfuerzos que, unidos a la desgana de sus enemigos, dieron como fruto que miles de musulmanes cayeran ensartados por las espadas de los españoles en aquella tarde calurosa de verano del año 939.

La derrota de los soldados musulmanes fue espantosa. ‘Abd ar-Rahmān, acostumbrado a vencer en todas sus batallas, no daba crédito a lo que estaba viendo. Si hacía frente a aquella jauría de españoles hambrientos de sangre, su fin estaba en aquel maldito foso (la Alhándega), excavado en las laderas del castillo de Simancas. No le quedaba otra opción que emprender una huida vergonzosa, y abandonar a sus hombres, a su campamento y a todo lo que solía traer consigo cuando emprendía una de estas expediciones. Dos cosas dejó abandonadas, por las que sentía una especial predilección: un Corán de extraordinario valor bibliográfico, artístico y sobre todo sentimental que le acompañaba adondequiera que fuera, y una cota de malla hecha con hilos y lamas de oro, también una joya de gran valor económico. Pero la vida era lo primero y había que encomendarla a los pies de su caballo.

A esta batalla la llaman algunos cronistas la de Alhándega, y buscan por acá y por allá un pueblo cercano a Simancas con ese nombre, por supuesto que sin encontrarlo, que el foso de marras, el jandaq, los llevó a imaginar un poblado donde en realidad había una simple y utilísima trinchera. El 1 de agosto del año 939, un ‘Abd ar-Rahmān III derrotado, se dispuso a reunir a los mandos y soldados que le quedaron con vida y a volver a Córdoba con la cabeza gacha por una impresionante humillación a manos de sus enemigos.

El califa tuvo mucho cuidado de enviar por delante a una avanzadilla para decir en Córdoba que volvía derrotado pero más vivo que nunca y con deseos de venganza, como enseguida os contaré. Ya sabéis que nuestros musulmanes estaban deseando que el soberano hincase el pico para volver a las andadas con facciones, banderías y peleas de las que ya sabemos un rato. Se trataba de parar las habladurías y que no echaran las campanas al vuelo los enemigos, que tenía muchos en Córdoba.

Volvía con una rabia tremenda, consciente de que aquella humillante derrota tenía unos culpables, que estaban entre sus mandos y sus soldados. De sobra los había visto con sus propios ojos pelear con desgana y huir como ratas apenas divisaron las espadas cristianas brillando bajo el sol implacable de aquel aciago día de verano en Castilla. Se las iban a pagar todas juntas.

Cuando llegaron los derrotados ejércitos a Córdoba, sin entrar siquiera en la ciudad, ‘Abd ar-Rahmān los mandó formar en la explanada donde se hacían los alardes en el arrabal de la Secunda. Su verdugo de cámara olía ya a venganza y a sangre, así que preparó su trozo de cuero y su espada en espera de inminentes órdenes del soberano que se movía entre los soldados como una fiera enjaulada. Sus ojos despedían chispas de indignación y de ira mientras iba mirando uno a uno a los oficiales de su caballería, los principales culpables de la derrota. Luego miró con desprecio al verdugo y debió concluir que era demasiado trabajo para un hombre solo. A continuación llamó a cien soldados de su guardia personal y los puso tras sí en espera de órdenes. De esta manera inició una especie de revista a su caballería e iba señalando uno a uno a los oficiales que más habían mostrado su cobardía ante el foso de Simancas.

Cuando terminó la revista, estaban siendo maniatados hasta trescientos oficiales. Los pobres sabían que su suerte estaba echada, así que unos cuantos gimoteaban llamando a los suyos o pidiendo piedad, pero la mayoría guardaba silencio o a lo sumo lanzaban al califa miradas de asco y de odio. Efectivamente, su suerte estaba echada. Morirían crucificados en las orillas del río, justo donde padecieron idéntica suerte tantos cristianos. Así se ajusticiaba a los traidores.

Los pobres fueron colgados en aquellos maderos, con manos y pies atravesados por enormes y roñosos clavos. El populacho iba y venía soltando risotadas, salivazos y muy de vez en cuando gestos de compasión. Dos heraldos caminaban por aquella trágica fila lanzando sus gritos a los cuatro puntos cardinales y diciendo estas palabras al que quisiera oírlas:

—¡Este es el castigo que merecen los que han traicionado nuestra santa religión, han vendido a su pueblo y han hecho que los combatientes en la guerra santa experimenten el miedo de los cobardes!

El golpe que recibió ‘Abd ar-Rahmān fue muy grande, así como su prestigio, antes por las nubes y ahora más bajo que nunca. Pero no será, ni mucho menos, una derrota definitiva. Incluso os adelanto que la afrenta la va a borrar sin demasiado esfuerzo. Lo veremos enseguida. Una cosa sí sacó en claro, y es que jamás volvería a emprender una aceifa o iba a hacer personalmente una guerra. Para eso tenía a sus generales. Él había pasado demasiado miedo en Simancas como para repetir la faena. Desde luego, tardará en quitarse de encima la amargura de ese día y el cabreo por la derrota va a durarle tiempo. Y si no, escuchad:

Era el 27 de septiembre del año 939, un día otoñal cordobés, sin una nube en el cielo pero con esa brisa fresca que invitaba a sacar las ropas de entretiempo y a pasear por las orillas del río. Era el mes dedicado expresamente a celebrar la peregrinación a La Meca. Lo usual era que el califa ordenara a su ejército hacer un alarde en la explanada de la Secunda, que se veía atestada por el gentío de curiosos deseando contemplar el espectáculo. Los vendedores de los zocos montaban sus tenderetes aprovechando la aglomeración para hacer su negocio en ese día tan señalado. Entre estos vendedores había un perfumista llamado Muhammad, que nos cuenta lo que ocurrió.[75]

Se respiraba un aire enrarecido porque se palpaba en el ambiente que algo anormal podía ocurrir. No hacía un mes de la vuelta a Córdoba del ejército derrotado y de las crucifixiones que os acabo de contar. El califa aún no había digerido su más sonado fracaso y, por supuesto, no lo había olvidado. En sus noches de insomnio recordaba a los muertos y mascullaba la amargura de una traición que tenía más clara conforme pasaban los días. Lo que se le hacía más duro, no era el miedo que él mismo pasó, o la pérdida de tantos leales servidores, ni mucho menos la pérdida de su Corán o de su cota de malla. Lo que menos soportaba era la humillación a que fue sometido, la desbandada general de los más altos militares de su ejército y de algunos caudillos de la frontera que debían apoyarle ciegamente. Cuando la batalla era más encarnizada, cuando se necesitaban todas las fuerzas disponibles, habían emprendido una vergonzosa huida. En el fondo estaba convencido de que lo habían hecho a propósito, para humillarlo y traicionarlo. Paradigma de esa deslealtad de los señores de la frontera habían sido Muhammad Tuyibî, señor de Zaragoza, y sus colegas de Huesca, Calatayud y Santaver, en Cuenca. Cuantas más vueltas le daba en su cabeza a la derrota, lo tenía más claro: era una conspiración contra él lo que le llevó a aquel desastre.

Coincidiendo con la fracasada expedición y con la vuelta a casa, dos fenómenos habían calentado los ánimos de los cordobeses: un eclipse de sol y una especie de oscuridad provocada por algún fenómeno atmosférico los puso más asustados de lo que ya estaban. Todo el mundo miraba al califa con miedo, temiéndose cualquier cosa, y más porque se dieron cuenta de que había iniciado unas obras bastante extrañas en el Alcázar. Ni más ni menos que una plataforma elevada, al lado de la azotea que daba a la puerta meridional. Y en esa plataforma, iban tomando cuerpo diez puertas, y delante de esas puertas se clavaron diez cruces, que obviamente estaban esperando el personaje y el momento para ser estrenadas. Todo esto dibujaba una situación fastidiada cuando se iniciaron las fiestas de la peregrinación en aquel otoño cordobés.

Unos días antes había ordenado la crucifixión del señor de Huesca, uno de los traidores cobardes que provocaron la derrota de Simancas. Nos cuenta nuestro informante, el vendedor de perfumes, que ‘Abd ar-Rahmān había querido presenciar en persona la crucifixión, así que montó en su caballo y se puso a contemplar el macabro espectáculo. Y antes de que le dieran el lanzazo definitivo, quiso insultarlo por última vez y dar gracias a Alá por su muerte.

Menos mal que alguno de los esbirros del palacio que lo tenía todo calculado había tenido la precaución de cortarle la lengua al desgraciado señor de Huesca, quitándole de raíz la posibilidad de expresar su odio al soberano, en el supuesto de que le quedaran alientos para hacerlo. Pero el maldito de cocer, sacó fuerzas de donde no las tenía y escupió en la cara al califa, cosa esta la última que hizo en vida. El vendedor de perfumes nos cuenta que la gente contempló el terrible espectáculo entre asqueada y asustada, marchando cada uno a su casa con el convencimiento de que no había concluido la fiesta.

Y por fin estamos celebrando la fiesta de la Miná. La muchedumbre está atestando el recinto cercano a la explanada que hay frente a la puerta meridional del Alcázar, donde en unos momentos formará el ejército para hacer el alarde habitual en este día. Los soldados salieron de sus acuartelamientos y se fueron colocando en lugares precisos, manteniendo una formación cerrada y un silencio que subrayaba la solemnidad del momento. A continuación salió el califa e hizo ademán de pasar revista a sus tropas pero enseguida se notó que iba a dar comienzo una ceremonia previa que estaba fuera de programa. Llamó solemnemente al prefecto de la ciudad y le mandó prender a diez de los principales oficiales de su caballería. Cosa inusual, el califa los señalaba con el dedo, los llamaba por su nombre y el prefecto los iba prendiendo para trasladarlos a las plataformas elevadas recientemente construidas. Luego los hicieron pasar por las puertas y los pusieron delante de las cruces que se habían levantado unos días antes.

Los desgraciados iniciaron una serie de lamentos, intentando recordar al califa las veces que lo habían servido fielmente, pero esto no hizo sino aumentar la ira del soberano que seguía y seguía reprochándoles su cobardía cuando más los necesitó. Por un momento comprendió que era necesario que todo el mundo entendiera por qué crucificaba a estos diez oficiales y dar un aviso a navegantes para que los eventuales cobardes o traidores se atuvieran a las consecuencias. Consciente de que era un momento solemne y crucial en su reinado, se apoyó en los estribos de su caballo y dando grandes voces para que todos lo oyeran, señalando con su dedo a la gente y hablando a los ajusticiados, dijo lo siguiente:

—Mirad a esta pobre gente. ¿Acaso nos han dado su autoridad y se han hecho servidores nuestros para que al menor peligro huyamos como cobardes? Nos han dado toda la autoridad para que los defendamos y les demos protección. Si ante el enemigo somos cobardes y faltos de carácter, ¿en qué somos superiores a ellos si pensamos únicamente en salvar nuestra vida perdiendo la de ellos? Eso habéis hecho vosotros y por eso debéis padecer las consecuencias de vuestra actitud cobarde y ruin.

Mientras hablaba, los militares iban siendo crucificados y posteriormente alanceados. ‘Abd ar-Rahmān entretanto abandonaba el lugar sin esperar a las exhibiciones del alarde, con lo que la fiesta terminó ahí, organizándose un fenomenal tumulto y un barullo, en medio del cual acabó tirado en el suelo, atropellado y robado nuestro perfumista, que quedó muy impresionado por el hecho en sí y por sus consecuencias.

El relato del vendedor de perfumes nos deja algunas enseñanzas, como la crueldad del califa y su manera de hacer justicia. El discurso del soberano a sus víctimas, nos dice que la autoridad en la España musulmana residía en la fuerza y nada más que en la fuerza. Y la otra consecuencia, que el pueblo vivía atemorizado, trabajando y sirviendo a un dueño, señor absoluto de vidas y haciendas de sus súbditos.

En el bando opuesto, los tres aliados cristianos volvieron a sus tierras de origen más contentos que la mar y con la moral por las nubes. No era para menos después de haber hecho morder el polvo a uno de los reyes más poderosos de la tierra. Y ni que decir tiene que los cronistas cristianos los ensalzaron como a héroes de una civilización que ahora llamaríamos occidental.

La suerte de los tres líderes cristianos fue bien dispar. Ramiro se perdió en miedos, disputas internas y cosas por el estilo. Fernán González seguirá haciendo lo que mejor sabe, que es muñir, liarla por donde fuera y no dejar en paz ni a su padre. Doña Toda seguirá siendo un personaje de mucho cuidado. La veremos ejercer de abuela como Dios manda, siempre enfrentada a ‘Abd ar-Rahmān y con la vara en la mano para mantener a raya a tirios y troyanos.

Volvamos atrás en el tiempo. Dejemos las guerras y demos una pincelada sobre la economía en al-Ándalus partiendo de algunos hechos puntuales, que de todo hay que hablar en la vida.

Nos hemos referido en ocasiones anteriores a la acuñación de moneda en al-Ándalus, apenas iniciada la dominación musulmana. Os decía entonces que aquellas primeras monedas conservaban mucho de la España anterior porque sus inscripciones en latín convivían en la misma pieza con las árabes. Hablábamos de la necesidad de ellas para pagos de impuestos y para el comercio interior y exterior.

Es natural que, al madurar el imperio, fuera de absoluta necesidad la implantación de una ceca y la acuñación de monedas, imprescindibles para pagos, cobros y toda clase de comercios, fueran domésticos o con otros países más o menos lejanos. Por eso, el 3 de noviembre del año 928, a los trece días de iniciado el ramadán, ‘Abd ar-Rahmān ordenó que se implantara la ceca para la acuñación de monedas en dinares y dírhems. El califa nombró responsable de ese menester a un tal Hudayr, que continuó su tarea acuñando monedas de oro y de plata de extraordinaria pureza, de excelente factura y de tipo correcto para evitar falsificaciones. Hacía mucho tiempo que no se acuñaba moneda en al-Ándalus y esta tarea fue de mucho provecho para los habitantes de esta tierra.

Esta función continuó desempeñándose durante todo el reinado de ‘Abd ar-Rahmān III y tuvo la sede en Córdoba hasta el año 944 en que fue trasladada a Madinat az-Zahrā’, dejándose de usar la anterior.

Por cierto que tengo a mano la relación, vida y milagros de estos gerentes de ceca y, como es natural hubo de todo, desde uno que era sordo como una tapia, hasta otro que era un mangante de mucho cuidado, cometió sus estafas, se apropió de lo que no era suyo pero fue descubierto y enviado a la cárcel, donde debió terminar sus días, que éstos no tenían redención de penas por el trabajo, ni por buena conducta, ni vis a vis, ni zarandajas por el estilo. El que la hacía, la pagaba, sencillamente con el cuello.

En el año 929 nuestros paisanos padecieron una sequía de las que hacen época. Y como eran cigarra y no hormiga, apenas se quedaban sin lluvia, les faltaba el pan, los garbanzos, las lentejas y se quedaban mirando al cielo. Esta última expresión ha sido más correcta de lo que parece, que ‘Abd ar-Rahmān III era uno de los reyes más importantes que ha dado el mundo pero no se cuidaba de hacer balsas, pantanos, silos ni cosas por el estilo para prevenir las hambres, guardando en tiempos de abundancia para épocas de vacas flacas. Cuando no llovía, enviaba órdenes a sus gobernadores para que los alfaquíes hicieran sus oraciones al Altísimo ad petendam pluviam, hacía que sus santones más renombrados convocaran procesiones por el Arrabal, cantando como cigarras en lugar de guardar como laboriosas hormigas. El resultado era, como mucho, pan para hoy y hambre para mañana.

Miremos hacia otro lado.

Tengo en mis manos la lista de los principales gobernadores de las provincias de la España musulmana en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān III y su enumeración nos da una perspectiva de los núcleos de población más grandes. Os la cito en el mismo orden en que aparecen en el cronista, que seguramente denotan una importancia decreciente de esas provincias. Éstas son:

Elvira, de la que se acababa de desgajar Priego; Sevilla; Écija; Sidonia, que abarcaba toda la comarca de Jerez, Medina Sidonia, etc.; Takurunna, que comprendía nuestra Ronda y su serranía; Cabra, de que se había desgajado Poley (Aguilar); Algeciras; Niebla; Osuna; Morón; Regio, nuestra Málaga, cuya capital era Archidona; Jaén; Baza; Tudmir (Murcia); Valencia y Játiva juntas; Santaver (Cuenca); Salamanca; Calatrava; Talavera; Madrid; Atienza; Guadalajara; Barbastro; Alcocer do Sal en Portugal; Mérida; Trujillo; Ocsobona (Faro); Évora; Beja y por fin Santarem.

Por el orden en que las cita el cronista y por mis múltiples lecturas, se puede concluir que Madrid no era más importante que Ronda, por ejemplo. Casi todas las provincias han evolucionado mucho con el paso de los siglos.

No hemos dicho hasta ahora una palabra sobre las relaciones del califato cordobés con sus hermanos de religión, los musulmanes africanos. Sinceramente, no lo he hecho porque pensaba que iba a complicar las cosas hablando de los de fuera de nuestras fronteras, sin haber descrito con pelos y señales lo que ocurría dentro.

Sin embargo, es imprescindible que lo haga porque estas relaciones, mezcla de trifulcas tremendas y de trato fraternal, son muy importantes para entender la historia del Islam en general y la del califato en particular. Por eso, es necesario decir una palabra sobre el fenomenal guirigay que se organiza entre las naciones africanas y el califato, con motivo de banderas y banderías de la religión musulmana.

Es preciso repetir algo que ya he dicho anteriormente y es que en el norte de África se asentaron unas cuantas monarquías. Una en Ifriqiya, que correspondería a Túnez; otra en el Magreb central, que sería la actual Argelia, y otra en lo que llamamos Marruecos. Cada una toma un rumbo diferente y su duración y vicisitudes son bastante diversas, teniendo en común dos cosas: la religión musulmana y el idéntico afán por matarse unos a otros que demostraron ampliamente en nuestra querida al-Ándalus.

Uno de los elementos que más enfrentaban, y enfrentan aún hoy, a los musulmanes que se pasean por este ajetreado planeta nuestro, es lo que podríamos llamar su ascendencia, la línea directa o indirecta de su dependencia doctrinal y genealógica con respecto a Mahoma. Por esto, amigos míos, se mataban entonces y se matan hoy en día, como enseguida vais a comprender, porque os voy a dar algunos indicios de estos enfrentamientos entre hermanos. Os voy a advertir previamente que en modo alguno puedo ni quiero ser exhaustivo en este asunto, porque sinceramente os digo que las variantes son tantas que me pierdo en medio de ese laberinto tan difícil.

Para ir al grano, los más puristas afirmaban que para ser califa había que descender por línea directa de Mahoma, y esa cadena se rompió a partir del cuarto sucesor, el célebre Alí, casado con Fátima, la hija predilecta del Profeta. Desde ese momento se van a organizar enfrentamientos a muerte que duran hasta nuestros días porque los partidarios de Alí y de Fátima, los llamados chiitas, chiíes o fatimíes, están todavía dando guerra por el ancho mundo, reivindicando su legítimo derecho a suceder a Mahoma por los siglos de los siglos. Recordad que os conté que Alí fue el cuarto califa y a partir de él aparecen en Damasco, primero los omeyas y a continuación los abásidas, que, naturalmente, son considerados como impostores por los puristas chiíes, los fatimíes y sus descendientes. Un lío monumental con algunas connotaciones teológicas y con más tintes de ambición de mando que otra cosa. Los idrisíes se proclamaban también descendientes de un seguidor de Mahoma, y detentaron el califato en tierras del actual Marruecos.

En la época que estamos viviendo, apareció el iluminado de turno, que había hecho y todo la peregrinación a La Meca, se instaló en tierras de la Kabilia y se dedicó a predicar la doctrina purista y a intentar que los fatimíes ocuparan la posición que les correspondía, que era el mando supremo, convencidos de que tanto los omeyas cordobeses como los idrisíes que reinaban en Marruecos, eran simple y llanamente unos impostores a los que había que borrar de la faz de la tierra más pronto que tarde.

Lo intentaron y tenía toda la pinta de que lo iban a conseguir porque les seguían más adeptos de lo que habían soñado en un principio. En vista de sus éxitos, el misionero iluminado mandó llamar al titular de los derechos que andaba por Oriente y que se llamaba ‘Ubayd Alla, para que viniera a recoger los frutos de sus prédicas. Así que ya tenemos en Marruecos a un califa chiita, que se proclamaba el único heredero legítimo de Mahoma y que estaba dispuesto a continuar su misión por tierras de Occidente.

Esta rebelión en el norte de África era una amenaza palpable para el califato omeya de Córdoba porque a los emires los consideraban como continuadores de unos malditos impostores y apenas pudieran iban a ir a por ellos. Desde luego, cuando Marruecos fuera suyo, la revolución de estos integristas fundamentalistas iba a pasar el Estrecho y a hacer sus estragos en al-Ándalus.

Los antecesores de ‘Abd ar-Rahmān III tenían bastante con contener las rebeliones de los españoles y de las diferentes familias musulmanas como para preocuparse de lo que pasaba en la vecina África, pero nuestro califa, sin que estuvieran todavía aplacados los ánimos por acá, no tuvo más remedio que ocuparse de los países vecinos, especialmente porque suponían una seria amenaza para el futuro de los omeyas cordobeses.

Lo primero que hace es ocuparse de la flota, amarrada en Algeciras, ir a ver qué pinta tenía y si era capaz de ayudarle en el caso de que a los chiitas se les ocurriera trasladar la rebelión a tierras de al-Ándalus. Cuando comprobó personalmente que eran unos cuantos barcos que no valían para nada, mandó que se construyera una auténtica escuadra, moderna y con buen armamento en especial con fuego griego, que cumpliera su deseo de cortar cualquier comunicación por mar entre las costas de África y las de España, no solamente por temor a los fatimíes, sino también porque ‘Umar ben Hafsun andaba buscando aliados por acá y por allá, y si se le ocurría buscar a estos locos de atar, la mezcla iba a ser explosiva y le iban a calentar la cabeza más de lo que el pobre la tenía.

Su segundo objetivo en Algeciras fue mandar construir torres de vigía en todo el litoral andaluz para avisar de la presencia de naves enemigas y poner remedio a esas incursiones poco amistosas. Estamos hablando de una época muy inicial del reinado de ‘Abd ar-Rahmān III y ya estáis viendo lo calientes que estaban los ánimos.

Tiempo adelante las furias misioneras de estos chiitas van en aumento en su feudo africano y se perfila un peligro cierto para los omeyas españoles, que si bien en Córdoba y el resto de ciudades era difícil que prosperaran sus mensajes y sus prédicas, era más que probable que en el ambiente rural español, poblado mayoritariamente por bereberes, tuvieran buena acogida.

‘Abd ar-Rahmān no dejaba cabos sueltos. De sobra conocemos su manera de actuar en España y no iba a hacerlo de manera distinta cuando el peligro le venía de sus hermanos de religión en tierras africanas. Además de potenciar la Marina y de colocar vigías armados en todas las costas, se dedicó a establecer alianzas con los africanos que le eran más afines para de esa manera segar la hierba bajo los pies de los fatimíes y demás predicadores chiitas ultramontanos. Y si encontraba la ocasión propicia, atacarlos en sus bases o apoderarse de algunas plazas fuertes mediante desembarcos estratégicos.

De esa manera, en el año 927 una flota cordobesa ocupa la plaza de Melilla y establece allí un punto de apoyo para frenar en sus territorios a unos enemigos temibles. Lo dice el cronista y lo cito casi a la letra:

El califa amplió sus propósitos de atraerse a su causa a los principales jefes bereberes de la costa africana, quitándoselos al impostor chiita ‘Ubayd Alla, que extraviaba a las gentes con su absurda herejía contraria a la sunna. An-Nasir hizo la guerra a su enemigo y pasó el breve Estrecho que separa al-Ándalus del continente, apoderándose enseguida de Ceuta, puerto de tránsito entre ambos continentes. Lo integró en su reino, se extendió por sus tierras, evitando de esa manera el daño que desde allí podía venir a los andalusíes.[76]

Un hombre astuto y fino como era el califa, no tardó en crear en África un partido opuesto al de ‘Ubayd Alla y sus chiitas. Apoyándose en los zenetes y en su jefe Jazar, tuvo la habilidad de trasladar el conflicto a aquella tierra y, por consiguiente, les dejó en África tarea para entretenerse y pelear hasta hartarse sin necesidad de pasar el Estrecho. Por supuesto que a su recién aliado el jefe zenete lo trató exquisitamente, le hizo regalos la mar de llamativos y le tuvo lo que se dice en palmitas con tal de que le hiciera el trabajo sucio con los peligrosos chiitas, que ya sabía cómo se las gastaban.

Jazar, halagado por nuestro califa, se empleó en batallas memorables contra los chiitas causándoles estragos que eran agradecidos en Córdoba como el asunto correspondía. Así, Jazar veía halagada su vanidad porque era tratado casi de igual a igual por el califa omeya, mientras el astuto cordobés lo usaba para mantener a raya a uno de sus enemigos más peligrosos. Para demostraros lo contentos que estaban los dos con esta alianza, vamos a seguir al cronista, que nos da detalles bastante curiosos de la relación entre el zenete africano y el califa de Occidente:

Estamos en el año 930 y Jazar ha enviado a ‘Abd ar-Rahmān una carta introductoria en la que le cuenta cómo, estando una noche rezando, le vino la inspiración divina. A partir de entonces, en lugar de pelear por la causa de los abasíes o de otros califas de acá o de allá, decidió encomendar sus peleas y la eficacia de su espada al califa cordobés. Y fijaos hasta qué punto estaba este Jazar de contento, que junto a la carta le mandó unos regalitos que a continuación os detallo:

Nada menos que diez dromedarios capones de fenomenal aspecto, con sus sillas de montar, sus ronzales, riendas, gualdrapas, púrpuras y arzones, que llevaban colgadas diez adargas o escudos de ante. También le envió veinte camellas preñadas, algunas de diez meses, con su excelente semental y su pastor, un esclavo negro experto en la cría de camellos y en sus aparejos. Dieciocho caballos marroquíes, uno leonado con crin negra y cola recortada, otro bayo de ojos azules y cola negra, otro alazán de cinco palmos con lucero y calzado, y otro ceniciento de cinco palmos, con roseta en las orejas y extremo de la cola. Cuatro purasangres a los que no se les podía quitar ojo, superiores a todos los caballos que tenía en sus cuadras el califa, hasta el punto de que a partir de entonces fueron sus favoritos. Y por último le regaló dos fieros leones con su leonero y cuatro avestruces.

Ahora me explico por qué nuestro califa montó en Córdoba un parque zoológico, que hasta ahora no había conseguido averiguar en mis múltiples lecturas si lo hizo por entretener a los chicos del barrio o por otra razón para mí ignorada. Ahí tenemos la explicación.

Naturalmente que ‘Abd ar-Rahmān se puso tan contento por el regalo en sí y por lo que suponía para la estabilidad de su imperio, y procedió a contestar la carta con otra suya halagándolo y agradeciéndole el detalle. Y como es natural no se quedó en una carta y correspondió a los regalos del zenete con otros no menos espléndidos. Le envió preciosos trajes, entre los que se distinguía uno que mandó hacerle en su propio tiraz, que tenía bordado el nombre del destinatario, Muhammad ibn Jazar, lo que puso más contento que el mundo al africano. En total, iban cincuenta piezas de seda, lino, etc., de superior calidad. También le regaló una espada de esas grandotas de modelo franco, adornada de plata, con relieves de taracea y con la vaina de lija, con conteras, funda de plata trabajada y grandes cordones adornados con oro y pedrería, con correa recubierta de brocado y espuela de oro con espigas granuladas.

La respuesta fatimí africana no llegó a ninguna parte, que si bien les sentó a cuerno quemado la conquista de Ceuta e intentaron una tímida contraofensiva, las fuerzas cordobesas eran tan sólidas que enseguida se convencieron de que lo mejor era quedarse quietos esperando mejor ocasión. O al menos dejar las cosas como estaban y usar la protesta y las alianzas, como había hecho el califa cordobés, habida cuenta del rearme que se apreciaba a simple vista de parte española. Y si no, escuchad:

En el año 931 había mandado una escuadra a la costa africana, la mayor que jamás vieran esas aguas. Iban muchas naves modernas con tripulaciones muy bien adiestradas. Eran en total ciento veinte, incluidas las naves de transporte, las de servicio a la tropa y los pataches que eran útiles para enviar órdenes y transmitir consignas entre la flota. La dotación estaba compuesta por siete mil hombres, de los cuales cinco mil eran marineros y dos mil mercenarios. Participaban en esa expedición nueve notables armadores de Pechina. La escuadra cruzó por Algeciras el sábado día 22 de mayo y estuvo haciendo sus incursiones, atacando poblados e islas hasta que el mal tiempo les obligó a poner proa de vuelta a sus bases de Almería y Pechina.

La ocupación de Melilla y Ceuta por parte de los omeyas cordobeses y la dependencia confesada de gran parte de los africanos hacia el califa, nos demuestran que éste tuvo la habilidad de sortear el peligro cierto que suponían para su reino los fatimíes y, por si esto fuera poco, convertir los reinos magrebíes norte-africanos en una especie de protectorado andalusí, que durará hasta finales del siglo X

Volvamos a Córdoba. Es necesario detenerse en ella una vez más porque estamos hablando de la persona que más hizo por embellecerla a través de la milenaria historia de esta ciudad. Nunca Córdoba fue más grande que en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān III, ni más bonita, ni más poderosa. Llegó a ser una de las tres o cuatro ciudades centrales en la historia del siglo X y pronto va a perder toda su fuerza y su prestancia, como si una mano maldita la quisiera hacer volver a la situación que tuvo antes de que se produjera el milagro de ser capital del califato omeya de Occidente. Por eso es imprescindible recorrerla de nuevo, visitar con nuestra imaginación sus calles, sus palacios, cruzarse con esclavos, con poetas, con sabios, con embajadores y mercaderes de todas partes del mundo.

Os conté que en el año 929, el entonces emir tomó una decisión que denota perfectamente su carácter, sus proyectos de futuro y su ambición. Adoptó para sí los títulos más importantes en el mundo musulmán, que eran el de califa y también el de amîr al-mu’minïm o «comendador de los creyentes». Hasta ese momento, sus predecesores y él mismo habían respetado la llamada ficción califal, lo mismo que el resto de los príncipes musulmanes durante la Edad Media que se confesaban sometidos a la autoridad espiritual del califa de Oriente, a pesar del odio ancestral que sentían por los abásidas.

A partir de ese momento, el monarca español, indiferente a las reacciones del resto del mundo islámico, toma para sí los títulos más importantes de todos los musulmanes del mundo. Parece que ‘Abd ar-Rahmān fue también el primero en hacer figurar en su protocolo un lakab o sobrenombre honorífico, el de an-Nâsir li-dîni Alla, que podríamos traducir como «el que combate victoriosamente por la religión de Alá». Sus sucesores lo van a imitar, poniéndose también su lakab o motecito, que de eso no se privaban. Sus súbditos visualizaron que el monarca había consolidado su soberanía y que todas las facciones, banderas y banderías estaban definitivamente sometidas a su autoridad, y que cualquier levantamiento contra él sería implacablemente reprimido.

En realidad, ese nombramiento no tuvo más valor que el simbólico porque las cosas, en cuanto a relaciones internacionales, se mantuvieron lo mismo que estaban anteriormente.

Como resultado más palpable de esa iniciativa, podemos constatar el carácter majestuoso del califa y de sus actuaciones palaciegas. La corte, en las manifestaciones y ocasiones solemnes, tomaba esa mezcla simbólica de fasto y de apariencia guerrera que la colocaba a la altura de las monarquías más prestigiosas del mundo. La majestad del monarca tomó dimensiones desconocidas hasta entonces. Si en reinados anteriores, el soberano hasta cierto punto se codeaba con sus súbditos, ahora eso es impensable porque entre el pueblo y el califa se estableció una barrera infranqueable, que le va a convertir poco a poco en un personaje lejano, difícil e inaccesible.

Esta majestuosidad en la vida cortesana va a llegar a su cima hacia el año 937, cuando llevaba sus buenos veinticinco años en el trono, y coincide con el momento en que el califa toma otra de sus decisiones más importantes, que es construir la ciudad palatina de Madinat az-Zahrā’.

Esa construcción fue un reflejo más del carácter del monarca y de sus ambiciones para con la dinastía, la ciudad y para sí mismo. Hasta ahora disponía de su palacio y de varias mansiones en los alrededores de la ciudad y ahora manda edificar una especie de ciudad palacio, que tiene como objetivo fundamental dejar con la boca abierta a los embajadores extranjeros y demás visitantes ilustres. Secundariamente, consigue también que los servidores del palacio y de la corte se trasladen a ella y refuercen el carácter que tenían ya de personajes influyentes, rodeados de privilegios, ricos hasta hartarse y por los que había que pasar si se deseaba algo del soberano y del reino. Quiero decir que al edificar Madinat az-Zahrā’, se refuerza esta especie de camarilla de servidores y hombres influyentes que van a ser la espina dorsal del boato cortesano y de la gobernación de al-Ándalus.

Aunque algo hemos dicho anteriormente, vale la pena que nos extendamos un poco en conocer esa camarilla, comenzando por el círculo familiar más cercano al califa.

En la cima de ese círculo estaban sus tíos. Recordáis que su abuelo ‘Abd Alla los mantuvo a una considerable distancia para evitar que entorpecieran sus designios de que a su muerte, el nieto ocupara el trono. Y la verdad es que las cosas salieron razonablemente bien para lo que sería de esperar. Estos tíos guardaron la compostura, no organizaron revueltas ni conjuras y prestaron juramento de fidelidad al joven monarca, que supo recompensarlos, dándoles dinero en dotaciones periódicas y colocándoles en su círculo más cercano. Alguno de ellos estuvo al mando de expediciones militares y otras gestiones por el estilo.

¿Ninguno se intentó rebelar contra su sobrino? Si eso hubiera sucedido, quiero decir que si ninguno se hubiera rebelado contra el rey, habría sido una raya en el agua, a la vista de todo cuanto os he contado hasta ahora de este y de todos los omeyas reinantes en Córdoba. Así que, digámoslo enseguida, claro que hubo rebeliones de sus tíos, alguna de las cuales os cuento brevemente.

El más joven se llamaba al-‘Asi y se unió a al-Chabar, otro sobrino suyo y primo a su vez de ‘Abd ar-Rahmān para cargárselo y colocarse ellos en su lugar. Y pasó lo que tenía que pasar, y es que airearon el complot lo suficiente como para que llegara a oídos del sobrino y primo respectivamente, que no se acordó del parentesco, mandó llamar a su verdugo cortesano, que les cortó la cabeza el día 7 de noviembre del año 921. Con esto quiero decir que el comportamiento y la lealtad de los tíos fueron realmente ejemplares, porque una rebelión liquidada a tiempo no es nada si se tienen en cuenta las costumbres sobre el particular de los musulmanes y especialmente de los omeyas cordobeses.

En el segundo escalón en el protocolo palaciego estaban los hijos de ‘Abd ar-Rahmān, y algo os debo decir de ellos.

El primogénito de ‘Abd ar-Rahmān murió cuando era un niño y el segundo, al-Hakam, sería el sucesor. Era hijo de una concubina llamada Murchana y nació en enero del año 915. Este monarca no fue tan prolífico como alguno de sus antecesores pero tampoco es que se quedara corto, que tuvo más de una docena, además de los que murieron cuando aún eran pequeños.

Al-Hakam tuvo una infancia que no me atrevería a calificar de feliz. Fue designado heredero cuando aún era un niño y el padre lo dedicó a estudiar, a tratar con alfaquíes, sabios, eunucos y fauna por el estilo, sin que el pobre pudiera jugar a sus anchas con amigos y colegas, ni dar un pellizquito a alguna chavala de las que podía disponer por centenares. El resultado fue que fabricaron un hombre sabio, al que debe mucho la cultura, pero escaso en otros menesteres como la astucia, la valentía, la osadía, y por supuesto, lo dejaron a dos velas en asuntos amatorios, que comenzó a catar a los 46 años, cuando ya el pobre estaba acostumbrado a otros chicoleos, solo o acompañado de otros de su misma condición.

Otro hijo de ‘Abd ar-Rahmān, y hermano de al-Hakam, que se llamaba ‘Abd Alla, también dio que hablar y os contaré enseguida el porqué.

Este era también bastante piadoso y un estudioso de temas jurídicos, en los que obtuvo un aprovechamiento notable. Podríamos calificarlo como un hombre listo, ambicioso, un librepensador con bastantes pájaros en la cabeza. Un ser de esos que descubren cosas raras y que se sienten libres para ponerlas en práctica pase lo que pase.

Este desgraciado tuvo la peligrosísima ocurrencia de concluir que la doctrina decente era la chiita y que era mejor seguir a los fatimíes y tratar de propagar su doctrina por estas pacíficas tierras de al-Ándalus. Puedo, por tanto, decir sin miedo a equivocarme que de tanto estudiar se había vuelto majara porque con esas alianzas se iba a cargar a su hermano, a la dinastía, e iba a organizar aquí un cisco de mucho cuidado.

La consecuencia era previsible. ‘Abd Alla fue detenido con algunos de su camarilla, lo metieron en la cárcel y allí estuvo un poco tiempo hasta que lo mandaron sacar para darle el paseíllo. Quiero decir que el 2 de junio de año 950 fue degollado por el verdugo delante del califa, que presenció complacido el evento. Es verdaderamente repugnante contemplar cómo un padre tiene toda la sangre fría de mandar cortar la cabeza a su hijo, y presenciarlo tan tranquilo, pero así es la historia. El que cometía un crimen contra el Estado, que eran los propios califas, ese la pagaba, fuera padre, hijo, hermano o pariente lejano.

Por lo demás, los hijos de ‘Abd ar-Rahmān, apenas andaban, pasaban a depender de la tutoría de maestros que les enseñaban de todo, especialmente el Corán y demás ciencias religiosas hasta que alcanzaban la mayoría de edad en que iban a vivir en palacios o casas reales. El caso es que tenían de todo, empezando por dinero en abundancia que les proporcionaba el monarca con tal de que se mantuvieran en la sombra, callados y sin hacer ruido. Si salían de esos dorados retiros era con ocasión de festejos políticos y religiosos, recepciones a embajadores o en momentos de especial solemnidad.

¿Hablamos ahora de las mujeres que formaban ese círculo más próximo al califa? Aunque algo hemos dicho de las que más encumbradas estuvieron, digamos algo más genérico sobre ellas.

No os asustéis, que aunque eran miles las esposas y concubinas del monarca, no me voy a extender mucho porque de ellas se habla bien poco en la historia. Solamente unas palabras de la madre del heredero y poco más, con alguna excepción que resultó ser notable porque todo el mundo sabe que la ciudad palatina por antonomasia de nuestro califa debe su nombre a una de sus favoritas, la famosa az-Zahra’. De ella y de la ciudad diremos algo más adelante.

En este reinado se hizo un censo de mujeres que vivían en el harén y había nada menos que 6.300, entre esposas, concubinas, esclavas y otras agregadas ocasionales o de conveniencia. Como veis, nuestro califa tenía dónde escoger. El harén se completaba con una amplia nómina de gentes que debían mantener el orden en todo ese fenomenal guirigay. Me refiero a intendentes, sirvientes, más eunucos y otro personal imprescindible para el buen funcionamiento de la institución. A eso, añadamos lo necesario para dar de comer, de vestir y de todo a un ejército como ese. Algún cronista nos cuenta la carne que se precisaba diariamente para alimentarlas, los pollos, perdices, pescados, verduras, frutas y otra intendencia que se echaban a la boca, así como el dineral que costaba mantener a toda esa tropa. Imaginaos las expediciones de acémilas cargadas de todo lo mejor, que salían de Córdoba en dirección a la ciudad palatina, recordando algo obvio, que alguna vez olvidamos, y es que entonces no contaban con frigoríficos ni con congeladores.

Os he contado anteriormente la enorme influencia que tuvieron en la corte omeya los esclavos y los libertos, que fueron en la práctica el personal exclusivo al servicio del califa y los que formaban lo que hoy llamaríamos La Casa del Rey. Os advierto que ‘Abd ar-Rahmān fue el primer califa que dio tanta preponderancia en su corte y en su reino a estos esclavos. Como os dije, la mayoría eran eunucos y originarios de alguno de los países de Europa.

Nuestros musulmanes solían bautizarlos con nombres apropiados para su nueva condición. Como no eran machos ni hembras, recibían nombres neutros, como Ámbar, Luna llena, Alegría y cosas por el estilo. A los pobres, qué remedio, no les quedaba otra opción que ver, oír y callar.

En la Córdoba califal los había en abundancia. Unos dicen que llegaron a ser casi catorce mil, y su condición fue variando con el tiempo porque a bastantes de ellos se les daba la libertad en pago de alguna hazaña o buena obra en casa de sus dueños. Algunos de estos libertos se hicieron ricos, con notables propiedades y haciendas, entre los que se encontraban también numerosos esclavos. Otros eran unos personajes refinados y cultos, escritores, cantores, etc.

Desde luego, los más notables eran los que estaban al servicio personal del califa. Eran los más listos, los más hábiles y los conocedores del estricto protocolo de la corte, que a estas alturas era rígido y complicadísimo, bastante parecido al de Bagdad o al de Persia.

También solían ser esclavos eunucos algunos de los dignatarios cortesanos que se ocupaban de asuntos que podríamos llamar domésticos. Es el caso del Jefe de Cocina, del Repostero Mayor, del Gran Caballerizo, del Jefe de Construcciones, del Superintendente de Postas, del Jefe de Halconeros, el Gran Orfebre, el encargado de las fábricas reales de tejidos, etc., etc. Uno de estos esclavos llamado Gal ib, liberto de nuestro califa, ocupó un puesto militar de primera fila en el reinado del sucesor. En el capítulo siguiente hablaremos de él.

Os dije que ‘Abd ar-Rahmān III, hacia la mitad de su reinado, mandó edificar una auténtica ciudad palatina, la célebre Madinat az-Zahrā’.

El califa disponía de una serie de residencias, como el Alcázar, que habían bastado para satisfacer a sus predecesores. Y en las afueras de la ciudad, tenía la Ruzafa, la residencia más querida por su antecesor ‘Abd ar-Rahmān I. Estrenada por él, tenía la llamada Residencia de la Noria, su preferida en la primera parte de su extenso reinado. Todos estos lugares habían sido reformados y adaptados a las necesidades de un califa que lo quería todo a lo grande, pero hay que decir que se sentía agobiado cuando vivía en ellos. Quería un palacio nuevo, una ciudad nueva, hecha a su medida, que por sí sola proclamara al mundo las excelencias de un monarca como jamás existiera otro por tierras de España.

¿Por qué escogió precisamente ese lugar, alejado unos cinco kilómetros de Córdoba, en las faldas de la sierra? Después de documentarme en libros y manuscritos viejos, he encontrado la explicación y os la voy a contar.

El rey solía pasar las temporadas de otoño y de primavera en un lugar delicioso, a cinco millas de Córdoba, situado en las faldas de la sierra, levemente alejado del curso del Guadalquivir. Era un sitio precioso y muy fresco, con tupidas alamedas y espesos bosques. Tenía a la vista su ciudad, que podía contemplar en la distancia y estaba lo suficientemente alejado de ella como para poder disfrutar de cierta soledad en la paz de aquellas laderas únicas. Le había tomado un especial cariño a ese paraje y por ello lo escogió para fundar en él la ciudad que había soñado.

¿Y el nombre? Cuentan algunos cronistas que murió una concubina del soberano cuyo nombre ignoramos, dejándole en herencia una enorme fortuna, que debía emplearse en comprar y redimir cautivos andaluces en las fronteras con los reinos cristianos. Los albaceas testamentarios debieron andar durante un tiempo buscando esos cautivos sin que encontraran ninguno que comprar o redimir, con lo que volvieron por donde mismo habían ido y pusieron el montante en manos de ‘Abd ar-Rahmān para que dispusiese de él según su voluntad. Como el califa tenía ya sus planes hechos a falta de financiación, se encontró con este aspecto solucionado y el 19 de noviembre del año 936 dio orden de comenzar las obras de esa enorme y preciosa ciudad residencia, a la que había que poner un nombre, como es natural.

Pues el califa debió pasar esa noche con su favorita, que a la sazón se llamaba az-Zahra’, le debió comentar que estaba ideando ese nombre, y la muy lagartona le convenció de que la ciudad se llamara como ella misma, dejando sin dinero, sin nombre y sin honra a la pobre difunta, que pagó la cena y la dejaron sin probar bocado. ¡Vaya un descaro! Y no se contentó con eso el califa, que puso en la puerta de la ciudad una estatua de su reciente pasión. ¿Qué os parece? La pobre difunta se asomaría de hurtadillas por algún resquicio del paraíso de las huríes y los miraría con cara de desprecio y de asco, mentándole su madre a este par de redomados sinvergüenzas por el olvido a que habían sometido a la que había puesto los fondos para tan monumental empresa.

Al final costó mucho más dinero que el que le dejó la difunta, hasta un tercio de todos los impuestos de la hacienda cordobesa, que era un dineral. Las obras, como ocurre siempre, tardaron y costaron mucho más de cuanto detallaban los planes iniciales del califa. Cada día se ponían, dicen, seis mil piedras talladas, además de ladrillos y matacanes. Se colocaron alrededor de cinco mil columnas. Trabajaban en ella simultáneamente alrededor de diez mil personas de todo oficio y condición, todo lo cual costaba mucho dinero.

Para llegar hasta allí se había construido una carretera, que terminaba en una puerta rodeada de pórticos en forma de bóveda, que daba acceso a un enorme recinto, especie de plaza de armas o lugar de recepciones, desfiles, alardes y otros acontecimientos. Al final de ese patio estaba la puerta que les llevaba al palacio en sí, y que recibió el nombre de Puerta de la Asuda, igual que la que daba acceso al Alcázar cordobés. A partir de allí se llegaba a enormes salones, a estancias maravillosas, a un palacio que va a admirar al mundo conocido.

Las obras las dirigía personalmente el heredero al-Hakam, y estaban diseñadas por un arquitecto llamado Maslama, teniendo en cuenta la inclinación del terreno, formando una especie de plataformas escalonadas. La más alta estaba reservada al palacio del soberano, la segunda era en realidad un conjunto de jardines y la tercera estaba destinada a habitaciones particulares de sirvientes, mezquita, mercados y demás servicios necesarios en una gran ciudad. El conjunto formaba una serie de edificios magníficos, pegados a jardines maravillosos, transformando lo que fuera una casa de campo en una espléndida ciudad.

En medio de ella estaba el Alcázar del soberano, que llegó a ser una obra única. Mandó poner en él cuatro mil trescientas columnas de preciosos mármoles, todas talladas por los mejores artesanos del mundo. Cada día entraban en las obras seis mil piedras labradas, sin contar las de mampostería que eran infinitas. Todos los pavimentos de aquellos enormes salones eran de mármol, formando diferentes figuras, cortes magníficos y preciosas cenefas. Las paredes también estaban cubiertas de mármol, con cintas o frisos de vivísimos colores, los techos pintados de oro y de azul, con elegantes ataujías y variadas labores, las vigas, los trabes y los artesonados eran de madera de alerce, trabajadas con tupidas formas y figuras.

En algunos de esos inmensos salones había hermosas fuentes de agua dulce y cristalina, que manaba en pilas, tazones y conchas de mármol de elegantes formas y figuras. En medio de la sala a la que llamaban del Califa, había una fuente de jaspe o mármol veteado, que tenía en el centro un cisne de oro labrado admirablemente por artesanos de Constantina. Sobre esa fuente pendía colgada del techo una perla maravillosa que había regalado al califa el emperador de los griegos.

Pegando al Alcázar estaban los grandes jardines, en los que se habían plantado árboles frutales, también bosquecillos con mirtos, laureles y arrayanes, algunos de los cuales estaban rodeados de lagos con caprichosas figuras y llenos de aguas cristalinas, que formaban, con las nubes del cielo, un espectáculo único de frescura y belleza sin igual. Rodeado por esos jardines, elevado sobre ellos y dominándolos, estaba situado el pabellón del rey. En él descansaba cuando volvía de sus cacerías. Estaba apoyado en columnas de mármol blanco con capiteles dorados. En medio de ese pabellón había una gran concha de pórfido, una roca dura y compacta con cristales de feldespato y de cuarzo, muy estimada para la decoración. Estaba llena de azogue vivo, que fluía como si fuera agua. Cuando los rayos del sol o los de la luna se reflejaban en la concha y en su contenido, despedían un deslumbrante resplandor que encantaba mirar a los visitantes. Se llegó a agenciar también por medio de un obispo mozárabe, un enorme tazón de mármol en el que había figuras humanas esculpidas y que era una maravilla. Lo trajo, no se sabe cómo, desde la lejana Constantinopla. Por cierto que la historia de este obispo y sus andanzas bien valdrían una buena novela que nos dejaría con la boca abierta. Algo os contaré de él más adelante.

En los jardines había diferentes baños muy cómodos y hermosos, hechos en pilas de mármol. Las alcatifas o tapetes de alfombras finas que los adornaban, las cortinas y los velos tejidos de oro y de seda, que estaban bordados con figuras de flores, plantas o animales, eran maravillosos y parecían estar vivos. Podemos resumir diciendo que dentro y fuera del Alcázar estaban todas las delicias y las maravillas que puede gozar un rey poderoso como nuestro califa.

Edificó también una mezquita que superaba a la de Córdoba en arte y elegancia y también otros grandes edificios para viviendas de sus nobles, su guardia y sus caballeros.

El califa estaba deseando trasladarse a vivir a la nueva residencia. Tanto que no esperó a la conclusión de las obras. Se fue apenas pudo, disponiendo que poco a poco se trasladaran a ella todos los servicios estatales, incluida la casa de la moneda. El edificio principal estuvo concluido el año 936 tras gastar fortunas inmensas en una de las obras más maravillosas que han resplandecido en Córdoba.

La ciudad palatina en sí misma estuvo plenamente organizada, poblada y adornada desde el primer momento. Contó con juez, jefe de policía, gobernador, soldados adscritos a la vigilancia, etc. El califa, para incentivar a los cordobeses a vivir en ella, mandó construir mercados, dando subvenciones a quienes quisieran instalarse allí.

En cuanto al aspecto lúdico, valga un ejemplo. El soberano mandó que se construyera una especie de parque zoológico al que trajo animales salvajes que le regalaron sus amigos africanos, y algo así como un inmenso aviario, una jaula enorme que llenó de pájaros exóticos y que asombraban a propios y extraños. Tenemos pues un palacio maravilloso, una ciudad para los servicios administrativos, comerciales, lúdicos y festivos, que fue la admiración del mundo.

La guardia del califa era muy vistosa, aguerrida y acostumbrada a los desfiles y a las recepciones que se celebraban, con una etiqueta y una liturgia complicadísima. Estaba compuesta por doce mil hombres, de los que cuatro mil eran esclavos y cuatro mil de a caballo. Los capitanes de esta milicia eran de la familia real o jeques principales de Andalucía o africanos y se repartían las compañías por tiempos y por secciones. Cuando el califa salía de expedición a tierras de cristianos o a someter rebeldes, le acompañaban todos.

Además de esta guardia personal y armada, cuando el monarca se desplazaba por temporadas a su maravillosa residencia, le seguían esclavos y siervos elegidos por él. También sus wacires y alcatibes, los hombres doctos y de ingenio que deseaba le acompañaran, también sus poetas, y por último sus halconeros, afición que le venía de casta y que le gustaba muchísimo practicar.

Como es natural, los festejos, recepciones y saraos que se organizaban en la ciudad fueron memorables, y muchos de ellos han sido cantados por escritores y poetas musulmanes, judíos y cristianos. Algunas veces había recepciones en que la pompa y la majestad de aquella corte inigualable brillaban como en ningún otro lugar. También los palacios de Madinat az-Zahrā’ eran lugar apropiado para fiestas más íntimas que daba el soberano a los más cercanos, como poetas, literatos o políticos. Entonces se permitían gestos mucho más familiares y se exhibían los músicos, las bailarinas o los juglares cercanos a la corte. En esas ocasiones el califa acostumbraba a ser generoso, haciendo a sus favoritos regalos de gran valor y otras veces era el súbdito el que regalaba al califa cosas inimaginables para conseguir cargos, prebendas o regalías para sí y para sus descendientes.

Tengo en la mano el intercambio de presentes que se hicieron entre un noble llamado Ibn Suhaid y el propio califa con ocasión de la elevación del primero al doble visirato por parte de ‘Abd ar-Rahmān III. La cantidad, valor y calidad de los presentes que el súbdito hizo al soberano es de tal magnitud que me deja bastante perplejo y sacamos la conclusión de que el que regalaba, tenía una fortuna inmensa y que el soberano en realidad estaba cobrando al contado el nombramiento, que por otra parte debía ser bastante lucrativo para el nominado.[77]

Desgraciadamente, la ciudad palatina Madinat az-Zahrā’ va a durar muy poco tiempo. Tan poco como durará el mismo califato. Pero no adelantemos acontecimientos, que estamos ahora disfrutando con las maravillas que hizo el gran califa cordobés. Llegará el momento de los desastres.

Sigamos adelante. Estamos en el año 951. El califa es casi un anciano de 59 años y hace nada menos que 39 que ocupa el trono de los omeyas en Córdoba. Su posición en al-Ándalus, en el mundo musulmán y en las demás naciones europeas y asiáticas, está más consolidada de cuanto pudo soñar en los primeros años de su reinado. Ahora sus esfuerzos están centrados en hacer que su imperio se extienda al norte de Marruecos y convertirlo una provincia más bajo su dominio. Las fronteras con los reinos cristianos del norte estaban bastante consolidadas. Sin embargo, la muerte de Ramiro II le hace abrir los ojos, pensando que quizá se le presente una nueva ocasión de llevar la guerra santa a los reinos asturianos y leoneses. Porque la sucesión, como casi siempre ocurría, se presentaba bastante problemática enfrentando a los herederos, y esas ocasiones eran muy aprovechables para organizar por lo menos algunas expediciones de rapiña.

En escena tenemos a una abuela, Doña Toda, suegra de Ramiro II; a Sancho heredando el trono de su padre; el nieto, un personaje bastante entrado en carnes, y a unos cuantos más que no voy a describir ahora para no perdemos en detalles. No correspondía a Sancho el trono, sino a su hermano mayor Ordoño, hijo de anterior esposa, y que por tanto no era nieto de la célebre Doña Toda. Un lío, porque entre la abuela, el nieto a quien apodaron enseguida el Craso, el otro pretendiente Ordoño III, y además el conde Fernán González que andaba por medio, van a ser protagonistas de escenas tragicómicas, que hacen reír y llorar a un tiempo.

‘Abd ar-Rahmān, que tenía ojos de lince, percibió enseguida que aquí podía hincar el diente y se echó al monte, ordenando a los comandantes de sus fronteras, las marcas, que atacaran el reino de León.

Esas expediciones fueron bastante fructíferas y especialmente buenas desde el punto de vista de la propaganda, que era lo que ahora importaba de verdad al viejo califa. Volvieron cargados de cruces, campanas, ornamentos sagrados de los cristianos, que se recibieron en Córdoba con gran alegría, siendo objeto los cristianos de general rechifla por el papelón que estaban haciendo a estas alturas de la película. La verdad es que los musulmanes los estaban literalmente toreando.

En el verano del año 955 las fronteras leonesas fueron atacadas por los musulmanes, que causaron a los cristianos nada menos que diez mil muertos, lo que obligó a Ordoño III a pedir árnica al califa. Ya sabéis que esa cosas, si había buena voluntad por ambas partes, se sustanciaba firmando un tratado de sumisión, pagando al musulmán un montante anual bastante crecido y esperando la ocasión para dar por liquidado el tratado apenas se descubrieran signos de debilidad en el protector.

Y por primera vez aparece en la historia de ‘Abd ar-Rahmān III un personaje memorable, el gran judío Hasday ibn Shaprut, actuando esta vez como embajador plenipotenciario del califa para estas ocasiones delicadas.[78]

Hasday había nacido en Jaén en el año 915 y era un hombre de gran cultura. Dominaba el hebreo, el romance, el latín y el árabe, lo que venía estupendamente al califa para comunicarse con embajadores de cualquier parte del mundo. Además, llegó a ser algo así como ministro de finanzas del reino porque por sus manos pasaban muchos impuestos. También era un excelente médico, que se valió de estas embajadas para obtener un precioso libro de medicina y botánica, de cuya existencia se tenían vagas noticias en al-Ándalus. Hasday, que no hablaba griego en contra de lo que dicen algunos autores,[79] consiguió que en una embajada de Bizancio, le enviaran un ejemplar del Dioscórides y a un monje que le tradujera el libro y le instruyera en la medicina que se practicaba en Oriente.

Pues Hasday fue enviado por ‘Abd ar-Rahmān a León para arreglar una paz humillante para los cristianos. Recibieron de Ordoño muchos castillos para ser ocupados por los soldados cordobeses y así se firmó el armisticio.

Una vez sometido León, al califa le quedaba únicamente Navarra, momento en el cual murió Ordoño III, fastidiándose los tratados con León porque le sucedió su primo Sancho, que no estaba por ratificar lo que consideraba humillante para él y para el reino. La respuesta fue fulminante y en el verano del 957 una aceifa cordobesa derrotó severamente a Sancho y a sus tropas.

Así que Sancho volvió del campo de batalla, humillado y tildado de inútil por sus súbditos, porque tragaba más que comía, no hacía ejercicio y estaba ganando kilos a ojos vista, hasta tal punto que sus súbditos comenzaron por ponerle el mote del Craso, de lo que pasó a ser ridiculizado por su exagerado volumen y a continuación ser destronado por los nobles, porque a ver qué hacían con un personaje incapaz de montar a caballo, de usar con solvencia una espada o de dar un empellón decente a cualquier paisano que se sobrepasara un tanto así. En su lugar pusieron a otro impresentable, primo de Sancho, bastante mala persona, llamado Ordoño IV, al que los paisanos crucificaron enseguida con el mote de Ordoño el Malo.

Y ¿qué camino tomó el gordo destronado? Pues fue a buscar amparo en Navarra bajo las faldas de su abuela, que era nada menos que Doña Toda, que como es natural, dejó por una temporada políticas y guerras, ejerció de abuela y se puso a cavilar, buscando solución a los kilos de su nieto, condición indispensable y primera para volver a sentarle en el trono, en el que no le entraba el culo de hermoso que era.

¿Y cómo se cocinaba eso? ¿Dónde encontrar dietas de adelgazamiento para un comilón impenitente, sedentario y de carnes flojas? ¿Dónde estaba ese médico, ese gimnasio, ese dietista que hiciera el milagro de convertir a su nieto en un gitano señorito? Y en el supuesto de que alcanzara de la misericordia divina ese milagro, ¿con quién contaba para borrar del mapa a Ordoño el Malo y reponer en el trono a su nieto del alma? Doña Toda necesitaba dos milagros en lugar de uno, lo que convertía en una hazaña o un sueño imposible ver sus deseos convertidos en realidad.

En estas estaba cuando algún ángel del cielo le puso en la mente una idea: los males de su nieto tenían solución si pedía ayuda al califa cordobés. ¿No había oído que en Córdoba, al servicio del califa, había un médico judío la mar de afamado, que hacía milagros? Pues había que visitar a ‘Abd ar-Rahmān para pedirle lo que tanto necesitaba en este momento. Él y únicamente él disponía de médicos que metieran en cintura la cintura de Don Sancho, y si le salía bien la jugada quizá podría conseguir que la caballería cordobesa mandara a Ordoño el Malo a hacer gárgaras, que era el lugar que merecía dada su maldad y su perversa condición.

Cuando el califa recibió la embajada de Doña Toda y escuchó sus peticiones, literalmente se desternillaba de íntimo regocijo. ¡Qué gustazo! ¡Lo que faltaba para redondear la faena! Nada menos que Doña Toda, la que tanto daño le hizo en Simancas, venía humildemente pidiéndole árnica para poner a su nieto como un dandy y reponerlo en el trono del que había sido despojado por impresentable. ¿Sería eso verdad? Nunca pudo pensar que se le viniera a la mano tan fácilmente la forma de humillar a una señora a quien tantas ganas tenía de tener a sus pies. Lo haría. Tenía en su palacio al hombre ideal para poner en práctica su plan y que le saliera redondo. Ese hombre era el médico, diplomático y persona de su confianza, Hasday ibn Shaprut.

Nuestro judío emprendió el interminable camino que le llevaría desde Córdoba hasta Pamplona, con la lección bien aprendida. De cualquier manera, le sobraban horas para pensar, así que al presentarse ante abuela y nieto y tras ser recibido con toda la cortesía navarra, se puso manos a la obra. Su primera actuación la haría como médico. Cuando el grasiento cuerpo del Craso fuera entrando en vereda, llegaría el momento de pensar en la parte política y militar de su misión.

Después de acomodarse, descansar un poco, colocar el instrumental médico y una cajita con polvos y mejunjes en lugar adecuado, se puso a reconocer al paciente tocándole acá, allá, mandándole toser, respirar hondo, luego le colocó la oreja en su espalda, a continuación le hizo flexionar rodillas y tronco ante la atenta e inquisidora mirada de Doña Toda que lo controlaba todo y lo espiaba todo.

Por fin, tras un buen rato de trastear al rey destronado y mientras le oía hacer leves gestos de queja por algún mal imaginario, nuestro judío miró fijamente a Sancho, luego dirigió su mirada a la acompañante, hasta que escuchó de la abuela las frases tópicas, tantas veces repetidas en estos casos:

—¿Cómo lo ve, doctor? ¿Usted piensa que tanta gordura tiene remedio?

Sinceramente, la abuela tenía todas las esperanzas puestas en Hasday, de quien le habían hablado maravillas en casos como éste y más complicados aún. Seguramente sacaría tinos polvos de aquella cajita, se los daría disueltos en agua y el milagro iba a empezar a producirse enseguida. Sin embargo, Hasday los miró de nuevo, movió levemente su cabeza y en todo de súplica les dijo:

—Siento decirle, señora, que no he traído los remedios adecuados para curar una gordura tan declarada como la que tiene el joven rey. El instrumental más completo así como las medicinas más raras y eficaces las tengo en Córdoba. Nunca imaginé que éste fuera el estado del rey Sancho. Su enfermedad tiene remedio pero hemos de viajar hasta allí, permanecer un tiempo en tratamiento y enseguida vais a ver los resultados de mis curaciones porque perderá los kilos que le sobran y recobrará el vigor y la fuerza de su juventud.

El judío terminó de hablar mientras miraba de reojo a sus interlocutores con algo más que preocupación. Y es que se había comportado como un monumental bellaco por partida doble. Lo que quería era llevarlos a Córdoba y hacerles hincar la rodilla ante el califa, que estaba deseando humillar a la única cabeza coronada de la España cristiana que no lo había hecho todavía. Y la segunda trapacería de Hasday era que los había engañado como a chinos. En Córdoba ni tena polvos mágicos, ni brebajes milagrosos, ni zarandajas por el estilo. Sus remedios eran hacerle tomar cocedura de cebolla mezclada con plantas diuréticas, y andar, andar, caminar mucho hasta que el gordo quemara las grasas que había ido acumulando durante su corta y placentera vida.

Doña Toda aceptó enseguida la propuesta de Hasday. Le costaba un mundo ir ahora a Córdoba con lo lejos que estaba pero iría. ¡A ver qué remedio le quedaba! Le haría al judío jurar y perjurar que se traería de vuelta a Pamplona a su nieto hecho un pincel y que le acompañaría la caballería cordobesa para destronar al impresentable Ordoño. Hicieron los preparativos y una mañana temprano se pusieron en camino.

Hasday tenía un precioso y resistente caballo tordo con el que había hecho el viaje de ida, y con el que pensaba volver. Doña Toda y su nieto, el gordo Sancho, tenían preparadas unas mulas castellanas, sobre las que habían colocado unas vistosas jamugas para que fueran cómodamente sentados, ya que a Sancho le era imposible montar a caballo. Sin embargo, cuando los vio intentando subir a las cabalgaduras, Hasday se dirigió a Sancho con voz enérgica diciéndole:

—No, majestad. El camino desde Pamplona hasta Córdoba debéis hacerlo a pie. Quiero decir, caminando. Es parte del tratamiento que os he recetado y debemos comenzarlo ahora mismo, sin dilaciones ni excusas. Soy vuestro médico y debéis obedecerme al punto.

Sancho lo escuchó estupefacto y no sabía qué cara poner, si reír o llorar. El pobre exhaló una profunda exclamación en la que se le pudo oír algo así como «¡no me fastidies!», agachó la cabeza, se miró las sandalias de cuero e inició su caminar, jodido y contento al mismo tiempo. A Doña Toda le gustó la medida pero se estaba diciendo para su capote algo así como «éste no llega andando a Córdoba ni de coña. ¡Si lo conoceré yo!». Y así comenzaron una ruta interminable.

Cuando iban por Mutilva Baja, Sancho el Craso sudaba como un pollo y estaba echando el bofe, por lo que hizo un leve intento de pedir árnica a su abuela y al judío, por supuesto que sin resultado alguno. La respuesta que recibió fue una mirada de esas que atraviesan de parte a parte y un no inflexible. Había que ir andandito hasta la misma Córdoba. El pobre gordinflón arrastraba sus pies planos por los empedrados caminos unas veces, otras gemía, lloriqueaba suplicante a su abuela y al judío para que lo libraran de aquel martirio chino, pero todo fue en vano porque, como decía el viejo poeta, sube que sube que sube, trepa, que trepa, que trepa, se iba dejando atrás el camino y, lo que es más importante, sus kilos se estaban evaporando a ojos vista sin necesidad de medicamentos adicionales, de manera que la comitiva se estaba acercando a Córdoba y su aspecto era cada día más saludable.

A todo esto, nuestro judío había hecho adelantarse a un propio para informar al califa que se preparara a recibir a la reina de Navarra y al rey destronado de León, que venían con la cabeza gacha, pidiendo árnica y suplicando mercedes a su teórico mortal enemigo. Naturalmente que ‘Abd ar-Rahmān puso cara de enorme satisfacción con su correspondiente cachondeo, y se dispuso a dar a los viajeros uno de los recibimientos más espectaculares que se vieron nunca en Madinat az-Zahrā’, y esto por una razón que os quiero explicar.

Por fin tenía bajo su dominio a los reinos cristianos de León, Burgos y Navarra. Estaban unos y estarían todos pagando sus indemnizaciones anuales para garantizar que habría paz entre moros y cristianos. ¿No era eso un milagro, una muestra de absoluto dominio sobre sus enemigos y una chulería que era el primer rey musulmán que se podía permitir? Desde luego, el pueblo entero de Córdoba debía ver con sus propios ojos el dominio arrogante que su califa ejercía sobre sus más encarnizados enemigos. Por eso, os lo repito, la recepción fue memorable y la fiesta sonada, en la que cantaron sus alabanzas dos poetas judeoespañoles que gozaban de mecenazgo de Hasday, que eran Dunas ben Labrat y Menahem ben Saruc.[80]

Pasados los festejos y con Sancho que parecía otro, había que terminar el trabajo, que consistía en enviar soldados a derrocar al impresentable Ordoño, pero esto era una nadería para un imperio con armas más que suficientes como para acogotar al que intentara levantar la cabeza y oponerse a los designios del califa. Hecho este último trabajo, se trataba de cobrar la minuta, que os adelanto que no fue leve. ‘Abd ar-Rahmān se conformó con diez fortalezas, que abuela y nieto le debían entregar, además de la sumisión y el agradecimiento eterno de los reyes de Navarra y León. Sobre la minuta que cobró Hasday a Toda y Sancho, no dice nada la historia pero apuesto doble contra sencillo a que consiguió engrosar su cuenta corriente, además de fama, consideración del soberano, elevar hasta el cielo la estima de los cordobeses hacia él y con todos los judíos de al-Ándalus, que, por cierto, venían a bandadas en busca de todo lo bueno que nuestra tierra ofreció y ofrece a los que deciden vivir aquí.

Con Hasday se inicia la Edad de Oro del judaísmo español porque, si bien España fue tierra de judíos desde tiempos remotos, la bonanza económica y la buena acogida que tuvieron bajo dominio musulmán, tuvo efecto llamada y hasta aquí vienen los grandes sabios de Oriente, los jefes de las Academias Rabínicas de Sura y Pobenditah en la lejana Babilonia cuando ven que su vida y la de la propia comunidad se les va a hacer más fácil en esta tierra, llamada por ellos Sefarad y que es como otra Tierra Prometida.

Hay que afirmar una vez más que los judíos gozaron de la más amplia tolerancia para ejercer sus oficios predilectos, establecer sus comunidades aquí, y para desarrollar una amplísima labor cultural como médicos, filósofos, sabios, poetas, etc.

Bien. Lo tenemos todo. Las arcas del reino y la hacienda personal del califa están llenas hasta arriba. Las rebeliones internas que tanto daño hicieron a los anteriores monarcas, ahora no existen porque han sido sofocadas. Los reyes cristianos del norte, vienen a Córdoba pidiendo árnica, pagando sus tributos y reconociendo al califa como un ser superior. El norte de África es simple y llanamente un protectorado del califa de al-Ándalus. ¿Qué os parece si nos instalamos en Madinat az-Zahrā’ y escogemos un lugar privilegiado para contemplar las embajadas que llegan de todas partes del mundo? ¡Vamos allá!

Porque en los últimos años del reinado de ‘Abd ar-Rahmān III vienen continuamente pidiendo audiencia al califa por razones de simple protocolo unas veces, para hacer peticiones otras, el caso es que a embajadores de reinos tanto musulmanes como cristianos los vamos a ver haciendo alarde de su refinada cortesía, de sus modales, de su riqueza y poder, con tal de admirar al califa y tenerlo de su parte en caso de necesidad militar o económica.

Los del norte de África, apenas llamaban la atención de los habitantes de Córdoba y mucho menos en la corte de Madinat az-Zahrā’. Eran señores de poca monta, jefes de tribus de escaso relieve, que no estaban demasiado considerados por los cordobeses, más cultos y de más alta alcurnia que ellos. Sus atuendos y el acompañamiento que traían, hablaban a las claras de su escasa importancia, por lo que en la práctica pasaban desapercibidos. Los que realmente llamaban la atención eran los que venían de Francia, Alemania o Italia, y más aún los enviados del rey de los griegos, llegados desde la lejana y mítica Bizancio.

Cuando se anunciaba la llegada a Córdoba de una de esas embajadas, las gentes se alborotaban, cuchicheaban mencionando el poderío del reino a que pertenecía, hacían cábalas sobre la distancia que habían recorrido para llegar hasta aquí, los días de viaje empleados, y se disponían a colocarse lo mejor posible en las calles que recorrerían desde las puertas de Córdoba hasta el camino precioso y emocionante que les llevaría a Madinat az-Zahrā’. Luego contemplaban el vivísimo espectáculo que ofrecían aquellas gentes tan exóticas y se hacían todas las conjeturas posibles acerca del motivo que les traía desde sus lejanos países hasta la capital del califato de Occidente.

Casi todos vienen a pedir algo, o desde el punto de vista militar, o buscando influencias como ocurrió con Toda y Sancho. Nunca traen mensajes hostiles, ultimátum o cosas por el estilo porque el califa les daría un sabaneo de mucho cuidado al ser superior a todos en poderío, riquezas y fuerza militar, por lo que son recibidos con toda la cortesía de aquella corte de ensueño. Un ejemplo de esas embajadas lo dimos en páginas anteriores, cuando os conté la venida de legaciones desde Bizancio para pedir a ‘Abd ar-Rahmān II que hiciera algo por echar de Creta a los emigrados cordobeses, que se instalaron allí, creando una dinastía propia y haciendo daño a aquella corte y a sus habitantes. Como dijimos entonces, sacaron bien poco y lo único pintoresco fue la presencia del poeta bribón, el jiennense Algazali.

En tiempos de nuestro califa el tema cretense estaba a punto de resolverse, exclusivamente con la intervención militar de los bizantinos, a pesar de lo cual permanecía el interés de aquel imperio por lo que ocurría en Córdoba. En Bizancio tenían una información perfecta acerca de la política y la potencia militar y económica del califato cordobés y de la influencia que este ejercía sobre los reinos musulmanes africanos, así como sobre los cristianos del norte de España. Tampoco pasaba desapercibido que los omeyas cordobeses pregonaban su enemistad con los abásidas de Damasco y con los chiitas africanos, sin que éstos se atrevieran a levantar la voz o la mano para castigar esa actitud francamente hostil. Esto venía estupendamente a los bizantinos, tan enemigos o más que los cordobeses de abásidas y fatimíes.

Y en Córdoba se reconocía la preponderancia cultural de Bizancio sobre todas las naciones del mundo conocido. Allí estaba el viejo saber heredado de griegos y latinos, la filosofía, la medicina, la astronomía, las matemáticas, la poesía, tantas cosas. En Bizancio vivían los mejores arquitectos, los más afamados artesanos creadores de maravillas conocidas en Córdoba y en todo el mundo civilizado. Es natural, por eso, que la atracción entre ambos imperios existiera, y se manifestara de mil maneras.

La pregunta de quién buscó a quién no tiene sentido porque lo más seguro es que ambos imperios estuvieran interesados en mantener unas relaciones fluidas en los ámbitos cultural, científico, político, etc. Desde luego, a Córdoba esa aproximación no le iba a reportar más que ventajas porque era una puerta abierta más para recibir influencias científicas y artísticas, que todavía dependían demasiado de Damasco y Bagdad, a pesar de los intentos continuados del califa cordobés por sacudirse esas influencias.

Sin ir más lejos, ¿de dónde traería los artistas y los materiales para edificar y decorar su ciudad palatina, la bellísima Madinat az-Zahrā’? ¿De dónde vendrían los muebles de delicada taracea, los decorados lujosos y admirables de aquellas estancias, los trajes suntuosos para vestir al califa y a su deslumbrante corte? Todo recordaba aún en Córdoba al inigualable Ziryab y era necesaria una nueva aportación de buen gusto, de música, de ciencia, de poesía, que bien podía venir esta vez de Bizancio.

Por eso precisamente vemos en Madinat az-Zahrā’ tantas influencias bizantinas. En ocasiones nos encontramos mosaicos policromados adornando mezquitas que parecen haber sido sacados de aquellas lejanas iglesias. Otras veces vemos a un personaje mozárabe viajando a Constantinopla y trayéndose consigo una gran taza de mármol primorosamente esculpido, así como una fuente verde de ónice, con bajorrelieves de figuras humanas. Seguramente vinieron a construir esas mansiones bastantes obreros griegos, orfebres, artistas en fin que nos dejaron en la ciudad su impronta, su estilo y una escuela que se va a mantener a lo largo de los siglos.

Resumiendo, podemos afirmar que hay embajadas cordobesas en la corte bizantina allá por el año 949 y que esas embajadas van y vienen con total normalidad. Un año antes, el 948, llega a Córdoba otra embajada con magníficos regalos para el califa. Los acompaña un mozárabe llamado Kulayb, que debía ser un hombre que iba y venía, sirviendo de intérprete, de introductor, de guía y de persona, en fin, de buena voluntad. Por cierto que algunos dicen que fue obispo de Córdoba.

Por entonces llega también a Córdoba una embajada memorable, que trae para el monarca un regalo de singular valor que había solicitado varias veces. Nada menos que dos libros de gran importancia para las ciencias y las letras. El uno era el llamado Dioscórides, que es una relación completísima de plantas, animales y minerales, con clara especificación de su aplicación en medicina para curar todos los males imaginables. El otro era un libro de historia escrito por Pablo Orosio y que era la mejor referencia disponible de los tiempos pasados.

El problema, y gordo, era que en Córdoba no había nadie que hablara griego, idioma en que estaban escritos esos preciosos libros, y por tanto estaban en una estantería, sin utilidad práctica ninguna hasta que el califa, en otra embajada, pidió al emperador de Bizancio que le enviara alguien que dominara el griego y que hiciera asequibles esos libros a la ciencia cordobesa. En el año 951, efectivamente, llegó a Córdoba otra embajada, en la que venía un monje llamado Nicolás, a cuyo lado se situó como ayudante nuestro judío, el gran Hasday, que se aprovechó grandemente de lo que le enseñó el Dioscórides y el monje Nicolás, hasta el punto de convertirse en el médico con más prestigio en el califato, tanto que a partir de entonces estaría ya siempre al lado del califa. Y por último, hay que asegurar que esa embajada y ese libro pusieron en lugar muy alto la medicina andalusí.

El recibimiento en Córdoba de estas embajadas tenía su liturgia, y un protocolo bastante rebuscado y estricto. Casi todos estos embajadores procedentes de Oriente, hacían el viaje por mar y desembarcaban en Pechina. Cuando ponían pie a tierra, se encontraban con un recibimiento solemne porque el califa había enviado a su encuentro a una comitiva compuesta por oficiales, nobles y notables personajes de su corte, con los que emprendían el largo y menos peligroso camino por tierra firme hasta Córdoba.

Cuando les quedaba un día de camino, se organizaba algo así como un recibimiento militar porque se enviaba a su encuentro un destacamento compuesto por una sección de caballería vestida de gala para darles el primer parabién. Al llegar a Córdoba eran alojados en la residencia de recreo que tenía el príncipe heredero llamada Almunia Nasr pero existía la orden tajante de que no podían comunicarse con nadie antes de ser recibidos por el califa.

En esa residencia pasaban dos días dedicados a un merecido descanso, y al tercer día, ‘Abd ar-Rahmān, que residía en Madinat az-Zahrā’, venía expresamente para recibirlos en su Alcázar, que estaba especialmente engalanado para la ocasión con ricos tapices y con cantidad de flores, plantas aromáticas y banderas y colgaduras de todas las provincias y destacamentos militares. Por lo general, la corte entera acudía a esas recepciones y se celebraban en el pórtico de uno de los pabellones del palacio. El califa se sentaba en su trono y lucía en todo su esplendor rodeado de sus hijos, familiares directos y altos dignatarios cortesanos.

El embajador era presentado al soberano más preocupado que otra cosa, porque los pobres, tras un largo, peligroso y penoso viaje, se sentían entre asustados y orgullosos de ser merecedores de un recibimiento tan solemne. Entonces abría un estuche de plata y de oro con la imagen del emperador en la tapa, sacaba sus cartas, que por lo general estaban escritas con letras de oro en griego sobre un pergamino azul con los distintivos de la corte bizantina. Dentro de ese pergamino había un billete en el que relacionaban los regalos de que el mensajero era portador de parte del emperador de Constantinopla. De ese pergamino y ese billete colgaba un sello de oro con la imagen de Cristo en el anverso y la del emperador en el reverso. La carta decía lo siguiente:

Constantino y Romano, creyentes en Jesucristo, reyes augustos de los romanos, dirigen esta carta al soberano que más méritos ha hecho, el noble por excelencia e ilustre ‘Abd ar-Rahmān, el califa, el que gobierna con mano firme a todos los árabes de al-Ándalus, ¡Alá le dé larga vida!

Estas embajadas eran un jolgorio para el pueblo que contemplaba embobado un espectáculo que era un orgullo para el califa, que conforme pasaban los años se iba haciendo más vanidoso.

No eran únicamente los norteafricanos o los bizantinos los que se sintieron atraídos por el gran califa español. La admiración se extendía al norte de los Pirineos y algo diremos sobre ellos.

Desde tiempo atrás existía una relación que podríamos calificar como mezcla de admiración y de odio entre los reinos francos y los omeyas españoles. Recordad el desastre de Roncesvalles y otras incursiones a tierras de España. También hemos referido la multitud de aceifas que emprendieron los musulmanes a tierras de francos. Ahora, en Córdoba, tenemos un monarca sabio, poderoso, consolidado, sin ambiciones de conquista después de haber convertido en vasallos a los reinos cristianos de España, una corte deslumbrante en una tierra preciosa. Es normal que la admiración se acrecentara, y se instalara en los reinos de los francos el deseo de tener buenas relaciones con el poderoso vecino del sur. A eso se deben las embajadas de las que diremos una palabra.

Un escritor místico andaluz nos ha dejado constancia escrita de la embajada de Otón, rey de los alemanes, y de Hugo, rey de los francos, y voy a tratar de contar lo que he leído al respecto:

En cierta ocasión llegó a Córdoba una embajada de cristianos del norte con la pretensión de tener una entrevista con el califa, que estaba deseando mostrarles la magnificencia de su realeza.

El monarca preparó cuidadosamente el recibimiento, mandando colocar ramas y plantas olorosas en el suelo, desde la puerta de Córdoba hasta la puerta de Madinat az-Zahrā’, distante una parasanga (algo más de cinco kilómetros), y colocar a la derecha y a la izquierda del camino una doble escolta de soldados, con sus espadas, a la vez anchas y largas, desenvainadas y unidas en su punto más alto y haciendo la forma de un arco de triunfo.

Por orden del soberano, los embajadores avanzaron a través de esas filas, como si lo hicieran debajo de un pasaje cubierto, experimentando un miedo difícil de describir a la vista de ese afilado y amenazante armamento, llegando de esa manera a la puerta de Madinat az-Zahrā’. Desde allí hasta el lugar donde se iba a celebrar la audiencia, el califa había ordenado que fueran colocadas en el suelo alfombras y tapices de preciosa factura y extraordinario valor, y de trecho en trecho se habían colocado altos dignatarios de la corte, extraordinariamente vestidos con ropas de brocado y de seda, que daban a los embajadores la impresión de que en cada trecho se estaban encontrando al califa en persona. Así, cada vez que veían a uno de estos personajes, se postraban ante él imaginando que era el soberano, hasta que éste les daba un toquecito en el brazo, diciéndoles en tono de admonición:

—¡Levantad la cabeza! Yo no soy más que un esclavo entre los esclavos. Llegaron por fin a un gran patio que tenía el suelo cubierto de arena. El califa estaba en medio, vestido con ropas groseras y cortas, que no valían unos cuantos dírhems. Estaba con la cabeza baja y delante de él había un precioso ejemplar del Corán, una espada y algo de fuego encendido. Entonces alguien dio una fenomenal voz diciendo:

—¡Este es el monarca!

Ellos inmediatamente se echaron por tierra en señal de respeto y de miedo. Él levantó la cabeza hacia ellos y les dijo:

—Alá nos ha ordenado invitaros a conformar vuestras conductas y vuestra vida a este Libro. —Y les señaló con su dedo ya viejo el Corán—. Si rehusáis a obedecer lo que os digo, os obligaremos con esta espada. —Y les mostró la enorme espada que tenía delante—. Y si os matamos, mirad a donde iréis para toda la eternidad. —Y les indicó nerviosamente el fuego que permanecía encendido delante de él.

Los embajadores se asustaban bastante porque el califa era un viejo, tenía los ojos brillantes de soberbia y de ira, y era capaz de cualquier cosa, así que lo mejor era decir que sí a todo lo que fuera menester, firmar donde hiciera falta y salir por pies apenas pudieran, que se habían metido en una ratonera más complicada de cuanto pudieran imaginar. Quiero decir que firmaron la paz que les propuso el califa, con todas las condiciones que quiso, y a vivir que son dos días.[81]

Otro autor, esta vez occidental, nos cuenta el viaje a Córdoba de un enviado de Otón, el célebre Juan de Gorz, la recepción que tuvo de parte del califa y nos suministra detalles precisos de lo que intentaba conseguir del soberano cordobés, que era, ni más ni menos, que aplacara a los piratas andaluces afincados en el litoral marsellés y que cometían fechorías cada dos por tres en las ciudades y castillos bajo su jurisdicción.

De la actividad de esos piratas hemos hablado en capítulos anteriores. El caso es que el monarca cristiano estaba hasta las narices de los desmanes y desafueros que cometían esos súbditos del omeya en tierra del oponente, y decidió tomar cartas en el asunto, exigiendo a ‘Abd ar-Rahmān que, como responsable del reino de que procedían, los aniquilara definitivamente si no quería que el tema pasara a mayores.

La correspondencia epistolar entre Otón y ‘Abd ar-Rahmān fue memorable y poco cortés. Como los dos eran soberbios, se sentían poderosos y estaban acostumbrados a que todos les dijeran amén, las cartas eran incendiarias y hubieran hecho prender más de una guerra de no ser porque los enviados templaron gaitas, tradujeron las cartas a su modo ocultando las ofensas mutuas, que de no ser por eso aquí hubiera ardido Troya, figuradamente, se entiende. Aunque me extienda un poco os voy a contar esta historia, que vale la pena conocerla.

Decía que Otón había enviado un embajador a Córdoba, quejándose amargamente de los corsarios andalusíes que campaban a sus anchas por los mares y las tierras cercanas a Marsella, haciendo alguna advertencia bastante subida de tono al omeya, amenazando con algo más que palabras si no castigaba a sus súbditos, que eran al fin de cuentas un hatajo de malhechores.

La respuesta del califa no se hizo esperar, que allá por el año 950 se buscó a un obispo mozárabe que hablara latín, al que entregó el mensaje de respuesta, por cierto que bastante insolente, y elevando el tono de las cosas más de lo que ya estaba. Estas embajadas tardaban un mundo en llegar a su destino y encima el destinatario se tomaba meses y a veces años en recibir al embajador, aunque estuviera en la puerta esperando. En este caso, la demora fue más larga de la cuenta porque el enviado entregó su alma a Dios en tierras de cristianos y no le dejó a la Divina Providencia tiempo para contar al califa la cara que había puesto su lejano antagonista al enterarse de que sus mensajes los despachaba con cajas destempladas. Por tanto, el lío se estaba organizando y el litigio pasaría de las palabras a los hechos si alguien no ponía un punto de cordura, que a ver dónde, cómo, cuándo y con qué consecuencias iban éstos a emprender una guerra de las de entonces.

Otón, a la vista del tono de la carta de ‘Abd ar-Rahmān, mandó que un hermano suyo que tenía buena pluma, redactara la respuesta adecuada y, una vez leída y aprobada en el fondo y en la forma, se buscaron a alguien con capacidad para hacer el viaje hasta Córdoba, llevar el mensaje y obtener la respuesta del califa. Para encontrar un personaje de esas características, nada mejor que un monasterio, así que eso hicieron y eligieron al monje Juan, del monasterio de Gorz.

El designado, acompañado por un colega, se puso a hacer el largo y peligroso camino que le debería llevar desde Frankfurt hasta Córdoba, unas veces a pie, otras andando y para aliviar sudores o rozaduras en los pies, podrían eventualmente montar en una mula, que veríamos a ver si tenía fuerzas para llevar el equipaje, los regalos y la impedimenta hasta su lejano destino.

Por fin llegaron, sanos y salvos, lo que ya era un logro importante. Ahora se trataba de salir de Córdoba hacia Frankfurt, también sanos y salvos, después de sortear los no menos serios peligros de ser recibidos en palacio y entregar al califa la carta sin que mandara venir al del tapete de cuero y la cimitarra para poner fin de esa manera a las negociaciones inamistosas de que era depositario y transmisor.

Bueno. No adelantemos acontecimientos. Ahora se trataba de llegar, acomodarse en algún lugar que le diera amistosa acogida y sacudirse al menos los polvos y los infinitos cansancios del camino. Y encontró una casa de campo propiedad de mozárabes, cercana a la iglesia de San Martín, donde podría ir a misa, al menos los domingos y fiestas de guardar.

Y ocurrió lo inevitable. Ya sabéis que Córdoba era y es pequeña, y al final se acaba sabiendo todo, cosa que ocurrió con la carta que Otón enviaba por su mano a ‘Abd ar-Rahmān III. Por azares de la vida la comenzaron conociendo unos cuantos, que lo contaron a otros y a otros, hasta que el gran califa cordobés terminó enterándose del fondo y de la forma de una carta que teóricamente debía ser secreta y que tenía un contenido amenazante, altanero, como de dos gallos que se están retando sin saber cómo acabarán las bravuconadas, si a trompazos o con simples gestos del que amaga pero no quiere pasar a mayores.

El califa, nada más enterarse, se puso que echaba espuma por la boca y aunque le apetecía llamar al del tapete de cuero, algún alma caritativa lo templó, sosegó algo sus ánimos y el asunto concluyó más suave de lo que sería de esperar. Llamó a un prelado mozárabe, conocedor de la lengua de Juan de Gorz, y le hizo saber lo siguiente: el texto de la carta era un ultraje para el Islam y para su persona, y que no lo recibiría más que para entregarle los regalos que previsiblemente trajera de parte de su soberano.

Como veis, el califa debía ser más interesado que iracundo, y no se iba a privar de recibir presentes espléndidos, dada la categoría del que los enviaba.

Juan de Gorz no aceptó el trato y decidió que si no le escuchaba el contenido de la carta, no le entregaba los regalos, así que emprendió otra vez el camino en dirección a Frankfurt.

‘Abd ar-Rahmān resolvió que debía contestar en forma a su ya enemigo Otón, preparó una carta lo más insultante posible y se buscó al mensajero apropiado, que para estos casos, como hemos comentado, los mejores eran los mozárabes, conocedores de lengua y costumbres del destinatario y de sus circunstancias.

Y lo encontró. Vaya si lo encontró, que no todos los mozárabes eran patriotas levantiscos, enemigos de los omeyas. Los había también blandos, algo pelotas y dispuestos a hacer cualquier cosa por conquistar riquezas y mercedes de parte del califa de Occidente. Uno de estos fue el elegido. Los cristianos le llamaban Recemundo y los musulmanes Rabi ben Zayd, aquel de quien contamos que había conseguido en Bizancio una monumental pila de mármol que serviría de adorno en Madinat az-Zahrā’.

Recemundo, como veis, era un hombre para todo del entorno del califa y había estado un tiempo trabajando en la cancillería real. Os advierto desde ya y a modo de paréntesis, que en pago de sus servicios, ‘Abd ar-Rahmān lo nombró obispo de Elvira, nada más y nada menos, y eso que no era cura siquiera, que el califa lo dominaba todo, lo divino y lo humano y ejercía por delegación de Mahoma, de Jesucristo y del mismísimo san Pedro. Y os hago una segunda advertencia: jamás puso los pies en Elvira o en Granada, y no lo busquéis haciendo la visita pastoral a sus parroquias porque no lo vais a encontrar. Éste era un sabio, un astrónomo, pero ante todo era un polemista trotamundos, que el hombre se había acomodado a los dueños del cotarro, que eran los califas.

Bueno, pues al caso. Que Recemundo, en la primavera del 955 se puso en camino y al cabo de dos meses y medio llegó al monasterio de Gorz, donde fue estupendamente bien recibido. Luego pasó a Frankfurt, donde lo pusieron en contacto con monjes importantes. A continuación fue recibido por Otón, que ya algo más templado lo mandó de vuelta a Córdoba en compañía de otra delegación que había puesto sensatez en el diferendo y estaba por arreglar las cosas como fuera.

Las diatribas dialécticas entre Recemundo y Juan de Gorz fueron memorables porque el alemán echaba en cara al mozárabe la manera tan indecente como los cristianos españoles se habían acomodado a la nueva cultura y a la nueva vida en un mundo musulmán. A Juan de Gorz lo sacaba de quicio que los mozárabes se circuncidaran o que se hubieran acostumbrado a los alimentos hallal, que son los sacrificados con arreglo a la ley musulmana. Daba sus argumentos al español, le ponía delante las epístolas de san Pablo en que dice que la circuncisión no vale para nada, pero no conseguía absolutamente nada porque el obispo de Elvira se movía por argumentos más cortesanos que teológicos y en la corte estaba bien visto que los cristianos se fueran arrimando poco a poco al sol que más calienta, que era el de los musulmanes.

Una vez en Córdoba, estos legados se buscaron los oficios de otro astuto componedor de líos que no conducen a nada, que fue nuestro ya amigo, el judío Hasday ibn Shaprut, otro personaje cercano a la corte que pensaba, igual que los embajadores cristianos, incluido el obispo Recemundo, que una pelea entre Otón y ‘Abd ar-Rahmān era una monumental insensatez y que había que templar gaitas a costa de lo que fuera.

Y, ¿qué hicieron? Pues lo normal en estos casos. Se debieron reunir en alguna almunia apartada, se tomarían sus copitas y, como eran unos avispados de mucho cuidado, encontraron rápido la solución:

¿Quién conoce en Córdoba el latín aparte de unos cuantos mozárabes? ¿Quién conoce en las tierras de Otón el árabe aljamiado, mezcla de árabe decadente y de castellano más decadente todavía, que no entendían ni ellos mismos?

Pues la solución era simple y llanamente traducir las frases altisonantes por otras benévolas, las amenazantes por cariñosas y que donde en el original árabe dice digo, que diga Diego y viceversa.

El asunto acabó estupendamente, gracias a unos cuantos vivales, que si no es por ellos, éstos se lían a mamporros, que hubieran sido sonados porque ambos eran bastante insensatos, vanidosos, orgullosos y desde luego un par de pesos pesados. Tan bien acabaron estas inicialmente tormentosas relaciones, que el califa dio a los embajadores una recepción sonada, que está contada por el biógrafo de Juan de Gorz en un bellísimo latín que no es el caso copiar ahora.[82]

Eran también muy famosas las reuniones en que, en presencia del califa, se recitaban poemas o se charlaba tranquilamente de lo divino y de lo humano a la sombra de los mirtos que abundaban en los jardines de Madinat az-Zahrā’. El poeta de moda se llamaba Ayub, y sus poemas elogiando al soberano eran escuchados por todos con profunda admiración. Otras veces se leían esos poemas en las academias que tenía el príncipe al-Hakam en su palacio de Meruán, o en casa del wacir Yahya, a las que concurrían todos los hombres cultos del reino. Otro poeta famoso, muy estimado por el califa, se llamaba Ismail, con el que le gustaba charlar hasta que el cansancio podía con ellos. De todas maneras, el soberano en los últimos tiempos estaba triste, como si no escuchara a nadie ni tuviera interés por nada.

En una de esas reuniones en que estaba el califa con el mencionado Ismail y un nutrido grupo de cortesanos y poetas, viendo al rey como ensimismado en sus pensamientos sin escuchar las conversaciones de los que le rodeaban, le escribió unos versos que le trataban de hacer volver a la realidad y disfrutar de sus logros en compañía de sus más leales servidores. El monarca hizo como que no había oído nada y continuó instalado en su melancolía, y así una y otra vez sin que mostrara interés por todas las cosas maravillosas que lo rodeaban.

‘Abd ar-Rahmān sentía una profunda nostalgia y palpaba que su fama y su gloria militar eran cosa del pasado y algo para olvidar. Por eso pasaba la mayor parte del año en Madinat az-Zahrā’, gozando del fresco que le proporcionaban sus jardines. No le importaban los asuntos del reino, que había encomendado por entero a su hijo y heredero. Su única distracción era charlar y charlar con un noble de su edad que había sido un extraordinario soldado, que se llamaba Suleyman, dedicado ahora a la vida ascética y retirada. El soberano y su viejo amigo despreciaban el mundo y lloraban por el temor de Dios, teniendo en la mente su muerte ya próxima. En una de estas conversaciones, ‘Abd ar-Rahmān comentó a su interlocutor que había sido rey de al-Ándalus durante casi cincuenta años y podía contar con los dedos de la mano los días en que había sido realmente feliz.

Los últimos meses de su vida no se movió de Madinat az-Zahrā’. Se distraía con las conversaciones de sus amigos y escuchando a sus esclavas cantar hermosas canciones que le hacían añorar tiempos pasados. A su lado siempre estaba Mozna, su esclava secretaria; Aixa, una doncella cordobesa de la que cuentan que fue la más honesta, guapa y erudita de cuantas mujeres dio aquel siglo. También Saña, otra preciosa poetisa, y Noiratedia, una esclava ocurrente y aguda que siempre lo acompañaba. Con ellas pasaba las horas bajo las sombras de los bosquecillos, de los que se podían coger racimos de uvas, naranjas y dátiles.

Estaba pasando el verano del año 961. El calor tórrido de los días de Córdoba está dando paso al fresquito otoñal, más llevadero por jóvenes y mayores. Está a punto de cumplir los setenta años y ya ni recuerda desde cuándo es el soberano de todos los andalusíes. Está en la cumbre de su fama y de su poderío. Los últimos años de su vida los había empleado en contemplar su inmensa obra, realizada desde el día ya lejano en que accedió al trono.

Recibió un reino que había sido disputado a todos sus predecesores, sacudido por continuas guerras civiles, donde los enfrentamientos entre árabes, bereberes y españoles habían sido constantes. Ahora tenía un reino inmensamente rico, pacífico, que ejercía notable influencia sobre todos los de la tierra. Había sido incansable en hacer la guerra a sus enemigos, garantizando con su espada la seguridad en sus fronteras. Los musulmanes africanos habían ahuyentado con su ayuda el peligro de los integrismos fatimíes, ismailitas y chiitas. Córdoba era una gran ciudad musulmana, rival de las grandes urbes de Oriente y superior a todas las de la cristiana Europa. Su prestigio y su reputación eran comparables a la legendaria Bizancio.

Había cambiado mucho en todos estos años. Cuando accedió al trono, era una persona valiente, luchadora, un ser, en suma, lleno de vitalidad y dispuesto a todo por conseguir sus objetivos. Los primeros años de su reinado los dedicó a hacer respetar su autoridad y a levantar el prestigio del reino que heredara de su abuelo. Luego, empleó muchos años en organizar el reino y en extender entre propios y extraños la certeza de que era un enemigo temible, al que era necesario tocarse la ropa antes de contrariarlo. Al final había terminado saliendo el déspota que llevaba dentro. Porque siempre tuvo el convencimiento de que para hacerse valer era necesario tener muy cerca la espada. Los últimos años de su vida fue un ser temible, muy engreído y vanidoso hasta extremos impensados.

Un auténtico monarca del siglo X era en realidad un autócrata, del que depende todo, que lo dirige todo, un ser todopoderoso, dueño de vida y hacienda de súbditos y de extraños. Y a la par era influenciable, que las mujeres, los eunucos y los cortesanos acabaron por adueñarse de la voluntad del califa para que en Córdoba se hiciera lo que ellos disponían y nada más. Un reinado largo, larguísimo, con más luces que sombras, que hizo de Córdoba una de las ciudades más bellas y más importantes del mundo.

El 15 de octubre del año 961 era el segundo día del ramadán del 350 de los musulmanes. ‘Abd ar-Rahmān III, en pleno apogeo de su poder y su fama, murió en su Alcázar, rodeado de los suyos. Su cuerpo fue enterrado al lado de todos sus antepasados. Cuando la noticia de su fallecimiento se extendió por el reino, todos sus súbditos lloraron su muerte, diciendo que seguramente no volverían a tener un monarca como el que acababa de morir. Y eso va a ser verdad. Lo veremos juntos y os lo contaré en sucesivos capítulos.