CAPÍTULO 10

‘ABD ALLA, SÉPTIMO EMIR DE AL-ÁNDALUS

¡Vaya veinticuatro años de reinado!

Vamos a ser testigos de una serie concatenada de sediciones y rebeliones regionales desde los cuatro puntos cardinales de España que, a pesar de actuar con intereses contrapuestos, se unen ocasionalmente contra el poder central, luego se enfrentan entre sí, en un vaivén diabólico de revueltas que a punto estuvieron de cargarse el reino de los omeyas de al-Ándalus. Partiendo de la actuación principal de españoles contra los musulmanes, fueran árabes o bereberes, seremos testigos de guerras de árabes entre sí, de éstos con bereberes, de unos y otros contra muladíes o mozárabes, en suma, de todos contra todos. El emir recién entronizado tuvo que soportar un auténtico laberinto de enfrentamientos del que no sé cómo se las arregló para salir.

Por si no hubiera bastante con lo anterior, vamos a vivir lo nunca visto. Este emir, en mi opinión, fue uno de los seres más crueles que se hayan conocido jamás. Al final del capítulo anterior, conté cómo no tuvo empacho en envenenar a su hermano. Pues no paró ahí. Va a matar, que yo haya podido contabilizar, a dos hijos y a tres hermanos más, siempre por la maldita desconfianza enfermiza del que está esperando que algún allegado acabe con él, como hizo con su hermano, el emir anterior.

Estamos iniciando la descripción de un hombre atacado sin piedad desde el exterior y de un ser atormentado por las sospechas de traición de los más allegados de su familia. Digamos enseguida algo aprovechable sobre su persona. Tuvo un profundo cariño por su nieto mayor, al que cuidó hasta límites impensables, educó con esmero exquisito, preparó cuidadosamente hasta hacer de él un personaje único en la historia de España. Estoy hablando del que andando el tiempo será gran Califa de al-Ándalus, ‘Abd ar-Rahmān III.

‘Abd Alla ocupó el trono con 44 años, los mismos que tenía al morir su hermano al-Mundir, y era, como él, hijo de una esclava. Por su aspecto era un omeya de pura cepa. Alto, de ojos azules, pelirrojo tirando a rubio, y con fisonomía de hombre del norte.

Tenía buenas dotes de orador, era culto y buen lector de poemas clásicos musulmanes. Era sobrio, sencillo, jamás probaba el vino, no le gustaba el lujo y daba la apariencia de ser un hombre modesto en su modo de vida. En cuanto al tema religioso, baste con afirmar que leía a diario el Corán y que se lo sabía entero de memoria. Era un puntual asistente a las oraciones en la mezquita y rezaba lo que estaba mandado y más. No hace falta decir que se llevó estupendamente con los alfaquíes y hombres de religión, que nunca se pusieron en su contra.

Para facilitar su acceso al recinto sagrado, mandó construir un pasadizo que le llevara directamente desde su palacio, sin tener que mezclarse con el pueblo. Habéis comprendido que este afán por llegar a la mezquita desde sus aposentos, no estaba motivado por un piadoso recogimiento, sino más bien por su infinita desconfianza. Había matado a hermanos, matará a hijos, y el maldito emir miraba hacia atrás constantemente, esperando la gumía que lo atravesara de parte a parte, como él había hecho con sus seres más queridos.

Tuvo once hijos. Siete le nacieron antes de ser emir y cuatro a partir de entonces. El mayor se llamó Muhammad y había nacido en el año 864. Como lo había vivido en sus propias carnes y no quería que le ocurriera algo y el trono pasara a manos de terceros, enseguida le nombró heredero. Su madre, la de Muhammad, se llamaba Durr, y era de origen vasco, hija de aquel hijo de Íñigo Arista, que pasó en Córdoba veinte años de su vida, mitad prisionero y mitad viviendo la vida. Muhammad nunca llegó a reinar, porque su padre lo mató, pero al menos tuvo la suerte de ser a su vez el padre de ‘Abd ar-Rahmān III.

El lío entre el emir, sus hijos y hermanos, es memorable y ya que he comenzado, vamos a terminarlo de contar sin detenerme en ello más que lo preciso. Una pincelada inicial va bien para situar posteriormente las cosas cuando hablemos de las rebeliones a que tuvo que hacer frente.

Para dar inicio al relato de esta tragedia familiar, volvamos a Bobastro en los momentos de la muerte del anterior emir.

Os he contado que ‘Abd Alla ambicionaba el trono de su hermano y podía que tuviera que despedirse de él si alguna de las múltiples esposas del emir le daba un hijo. La solución era fácil y su descubrimiento imposible, si el cirujano de turno le conseguía envenenar en una de sus impredecibles maniobras terapéuticas. Eso ocurrió efectivamente, mediante el concurso, como os conté, de una lanceta envenenada. Al-Mundir exhaló su último suspiro en las cercanías de Bobastro y ‘Abd Alla fue llamado urgentemente para hacerse cargo del ejército y del propio reino, teniendo en cuenta que estas defunciones de monarcas eran mantenidas en secreto hasta tanto el sucesor tomaba posesión efectiva de sus nuevos empeños.

Ni que decir tiene que se presentó en Bobastro enseguida, comunicó a sus visires la muerte de su hermano y la asunción por él de las funciones y honores que decía corresponderle por tal sucesión. Acto seguido, hizo que le juraran obediencia, empezando por los visires y continuando por los coreiscitas, los clientes omeyas, los altos ejecutivos de la administración, los jefes del ejército y el pueblo que estuviera próximo al lugar de los festejos.

A todo esto, los soldados que más mal que bien cercaban la fortaleza, estaban hartos del asedio y temían las peores consecuencias para su salud a la vista de la fama de que estaba rodeado el caudillo asediado. Si Bobastro era una fortaleza inexpugnable, ¿qué pintaban allí? Esta actitud de la tropa era conocida por los mandos y se temían que al enterarse de la muerte de al-Mundir se produjera más que una deserción, una auténtica desbandada. Por eso, uno de sus generales le sugirió que, como medida prudente, se ocultara el fallecimiento de su hermano.

‘Abd Alla no aceptó ese consejo, dando a esta negativa una razón entre patriótica y religiosa:

—¿Vosotros pensáis —les preguntó—, que voy a abandonar el cuerpo de mi hermano y dejarlo a merced de gentes que tocan las campanas y adoran las cruces? Lo voy a llevar a Córdoba aunque tenga que morir defendiéndolo.

Después de estudiar detenidamente la psicología del personaje, estoy convencido de que, al afirmar lo que acabo de transcribir, el nuevo emir mentía como un bellaco. Voy a hacer algunas afirmaciones que en mi opinión son irrefutables. La primera es que a ‘Abd Alla le importaba muy poco entregar el cuerpo de su hermano a los cristianos, y más cuando lo acababa de liquidar para ocupar su puesto. La segunda, que una vez sentado en el trono, lo que le interesaba era dar a conocer a los cuatro vientos que el que mandaba en al-Ándalus era su ilustre persona. Y la afirmación número tres, también irrefutable, es que en el precioso valle del Guadalhorce sonaban habitualmente las campanas llamando a los fieles a misa de nueve, lo que demuestra que, después de ciento cincuenta años de invasión, en esta parte de España vivían mayoritariamente su fe católica los cristianos mozárabes.

Efectivamente, con toda la solemnidad y el luto que la liturgia requería, se anunció en el campamento la muerte del emir y los soldados, contrariamente a lo que sería de esperar, se pusieron más contentos que unas pascuas. A rey muerto tarea concluida, así que, sin aguardar indicaciones de la superioridad, iniciaron el camino de vuelta a sus casas, mientras ‘Abd Alla les imitaba, encabezando el cortejo fúnebre de su pobre hermano para darle en Córdoba una sepultura decente.

‘Umar lo miraba todo, lo espiaba todo y, siendo como era un pillo incorregible, viendo el general desorden en campo enemigo, se apresuró a hacer lo que se esperaba de él, que era aprovecharse al máximo de la situación de anarquía que apreciaba a simple vista. Hizo que sus hombres vistieran sus mejores galas, que eran unos borceguíes de piel de cabra en función de rudimentario calzado, que vistieran su calzón corto de lana, se echaran encima el sayo también de lana, que se lo ataran con una soga de esparto que a su vez sujetaba la espada corta y ancha de dos filos, que vistieran el albornoz encima del sayo, que tomaran la guecia, su lanza puntiaguda de hierro que les valía también de bastón para caminar, que se cruzaran al pecho la honda, el carcaj, el arco, y que se dirigieran a atacar a sus cobardes enemigos.

Obviamente, el saqueo del campo contrario fue bastante productivo y las matanzas a discreción también dieron sus frutos para los hombres de ‘Umar, ante la pasividad de los musulmanes, que no se ocupaban más que en alejarse de Bobastro cuanto más, mejor.

‘Abd Alla, mientras huía en dirección a Córdoba con el cuerpo de su hermano, miraba hacia atrás pensando si sus ansias de mandar en al-Ándalus no iban a concluir antes de haber empezado. La única solución era aplacar a la fiera, que en este caso era ‘Umar. Vería si conseguía alguna ventaja, cuando menos anímica. Puso cara de chico bueno que pasa un amargo trance y ordenó a un paje cristiano llamado Fortún que siempre lo acompañaba, que fuera a visitar a ‘Umar y le pidiera que tuviera consideración con ellos, que ahora no peleaban sino que acompañaban a un desgraciado difunto de viaje a su última morada.

‘Umar, que era un tío calculador y vanidoso, se dio esta vez el gustazo de dejar marchar en paz al nuevo sultán, sin despedazarlo en el camino, ahora que podía. Como renta, pues sacó esa vanidad que, para el que le gusta, vale más que el dinero. Por supuesto que también consiguió hacerse respetar y temer en muchos sitios, entre otros en el gran Alcázar cordobés.

Decía que os iba a narrar brevemente las andanzas familiares del nuevo emir, y me he extendido en el entierro más de cuanto prometí. Vayamos ahora al grano.

Os conté que tuvo once hijos, dos de los cuales dieron que hablar. El mayor y heredero era Muhammad, al que envió como representante suyo a bastantes comisiones, expediciones y aceifas, o para aplacar rebeliones de las que más adelante hablaremos. Lo vamos a ver en Sevilla, resolviendo problemas, o creándolos, quién sabe, que éstos eran así. Su ambición y su falta de escrúpulos solamente eran superadas por su osadía, o por el poco respeto a la vida propia y a la ajena. Le importaba un bledo matar o morir, que el caso era alimentar esa innata ambición que hemos comentado ampliamente.

Otro hijo, cinco años más joven que el anterior y con más ambiciones todavía, era al-Mustarrif, también un personaje de mucho cuidado, y envidioso de las predilecciones de ‘Abd Alla para con su hermano mayor. Su padre lo va a enviar de acá para allá a arreglar lo que no tenía arreglo, que era la sumisión de los súbditos, la unión de unos con otros, la solidaridad, palabras que no entraban en el vocabulario de nuestros antepasados, fuesen moros o cristianos.

Y vayamos al lío. Al-Mustarrif era el enemigo público número uno de su hermano Muhammad, al que odiaba y envidiaba profundamente. Un día sí y otro también iba a ver a su padre para contarle revueltas reales o imaginadas del primogénito contra el emir, a referirle sus desastres, su incompetencia y el peligro que suponía para el propio ‘Abd Alla dejarlo vivo por mucho tiempo. Naturalmente que se cuidaba mucho de no referirle la causa real de ese odio, que era la envidia y su propia ambición por ocupar el puesto del heredero. Como éstos no necesitaban que los calentaran para estallar, el emir no podía ver al heredero ni en pintura y había decidido no dejarle pasar ni una más sin dar a Muhammad su merecido. Ese día y esa ocasión no tardaron en llegar porque al-Mustarrif se encargó de contar al padre las nuevas e infinitas traiciones de su vástago preferido.

Era el 2 de enero del año 891. Casualmente, Muhammad acababa de ser padre por primera vez. Hacía veintiún días que le había nacido un precioso hijo varón, al que puso de nombre ‘Abd ar-Rahmān. ‘Abd Alla acababa de ser abuelo, también por primera vez, y al mirar a su nieto, pensó que a éste lo iba a educar para sucederle en el trono, si es que conseguía librarse de traiciones y enfermedades. Desde luego, como a todos los abuelos del mundo, al mirarlo se le caía la baba. Eso no impedía que tuviera la firme decisión de matar a su hijo apenas se presentara la ocasión.

Pues en estas estaban cuando al-Mustarrif entró en la habitación y se encaró de mala manera con su hermano, acusándolo de todas las maldades del mundo. El asunto subía de tono porque ahora lo estaba acusando de traiciones y fechorías que jamás soñó cometer. Muhammad no podía permanecer callado porque las acusaciones eran muy graves y las consecuencias podrían ser más graves todavía, por eso hizo un tímido intento de defenderse con la palabra, momento que aprovechó al-Mustarrif para coserlo a puñaladas ante la mirada complaciente de ‘Abd Alla que aprobaba encantado la gesta del segundón. No penséis que padre y hermano sintieron remordimiento por lo que acababan de hacer. Pidieron a los siervos del palacio que se llevaran el cuerpo del difunto, tras lo cual ambos se lavaron las manos y a otra cosa, mariposa.

Esta es la segunda imperdonable fechoría de nuestro emir. Vamos a la tercera.

Al-Mustarrif, como ha quedado ampliamente demostrado, tenía tripas por estrenar, y además no había aprendido en cabeza ajena, la de su hermano, que su padre era de esas personas que si hacen un cesto, hacen un ciento. Quiero decir que ‘Abd Alla, que había tenido redaños para matar a hermanos e hijos, no iba a pasarle una a un ambicioso como él. Os he contado que el reino tenía sediciones por todas partes y a éste, como a su hermano, el padre lo envió a Sevilla a ver si metía en cintura a los revoltosos de allá, que tenían tela. Pues en lugar de arreglar las cosas, las empeoró todo lo que pudo y más, creándose allí una especie de virreinato efectivo, algo así como un reino de taifas al lado del Guadalquivir, que era lo que le estaba haciendo falta a su padre.

Otro defecto imperdonable del segundón era que le gustaban las francachelas más de lo normal. Dondequiera que iba montaba su pandilla de amiguetes y un día sí y otro también se ponían como cubas, bebiendo hasta hartarse y juergueándose todo lo que era menester y más. Tenía sus lugares preferidos para estos festejos. Cuando estaba en Córdoba, se reunía con su cuadrilla a la sombra de un mirto, a la vista de todos, y allí estaban hasta que el cuerpo aguantara, es decir, hasta que los criados se los llevaban arrastrando a la cama, incapaces de mantenerse en pie. Esto era nefasto porque a los alfaquíes les parecía fatal que un príncipe que se presume heredero al trono de los omeyas tuviera esos comportamientos, reprobables para todo buen musulmán. Todo esto era conocido por ‘Abd Alla, que se la tenía guardada y no esperaba más que una buena ocasión para ponerle el remedio que os voy a contar.

Un día ‘Abd Alla lo llamó a capítulo en una estancia del Alcázar que había sido preparada para el menester que se pretendía realizar. Quiero decir que el padre estaba sentado en su salón del trono y a su lado tenía un par de esbirros convenientemente armados de gumías, espadas, alfanjes, lanzas y todo el armamento preciso. Cuando al-Mustarrif entró al salón, miró a un lado y a otro y se percató enseguida de que se estaba ventilando algo bastante serio. Por eso hizo un tímido intento de explicarse, diciendo que no había en el mundo nadie más leal a su padre que él, y que lo de las borracheras era asunto de poco monta porque a ver quién no se ha tomado una copita de más cuando la ocasión lo merecía.

Pero no consiguió terminar su perorata porque el verdugo de turno lo agarró de la poblada melena, lo acogotó convenientemente y lanzó un mandoble con su alfanje que le cortó de un tajo la cabeza. Sus acompañantes esperaron tranquilos los estertores y los últimos movimientos del desdichado y, una vez concluido el macabro ritual, el emir mandó que cabeza y cuerpo fueran enterrados casualmente bajo el mirto en que bebían hasta hartarse él y sus atemorizados compañeros de penas y fatigas, que supongo yo que se les quitarían las ganas de beber bajo el dichoso árbol.

Esta fue la fechoría número tres. La cuarta y la quinta las despachamos de un tirón.

El día 23 de septiembre del año 807 acabó con la vida de su hermano Hixem, acusado de traiciones que jamás fueron ni contrastadas ni probadas. Tiempo adelante otro hermano suyo llamado Qasim fue ajusticiado por sospechas infundadas de conspiración. Esto que yo tenga contrastado y contabilizado. Si fue capaz de tratar así a parientes y amigos, imaginad lo que pudo hacer con los menos cercanos. Pero dejémoslo aquí, que para muestra bien valen los casos relatados.

Debo resaltar que, al hacerse cargo del reino, ‘Abd Alla encontró el tesoro rebosante de efectivo. Sus antecesores le dejaron un país próspero y una eficacísima organización para recaudar impuestos en cada una de las provincias. Con estos ayudantes, había dinero para gastar a manos llenas y para guardar. Esta situación cambió considerablemente cuando el emir perdió el control de territorios y provincias por las revueltas que veremos a continuación. Es claro que al perder los territorios se pierde la recaudación, y cuando ésta falta, menguan forzosamente las existencias del tesoro. Durante este reinado se acabaron los buenos tiempos en que los emires podían permitirse ser manirrotos y gastar cuanto les viniera en gana. Esta falta de tesorería la van a sentir especialmente las expediciones militares, que fueron pocas y obtuvieron resultados bastante escuálidos.

Os voy ahora a contar lo fundamental durante el reinado de ‘Abd Alla, que fueron las continuas y simultáneas rebeliones de todas las ciudades, comarcas y provincias de al-Ándalus. Fue una revuelta popular generalizada contra el gobierno central, y he de decir que no me explico cómo consiguió salir de ellas, porque fueron especialmente formidables. He contabilizado treinta aproximadamente y fueron de todos contra todos y contra el emir.

Para hacer un esquema preliminar, digamos que hay conflictos de gran calado y otros fueron protagonizados por personajes de poca monta, que a pesar de contar con medios escasos, los encontramos en todos los pueblos de España. Entre los mayores vamos a ser testigos de luchas de árabes contra españoles y de unos y otros contra el emir, en Elvira y Sevilla. Persiste el principal foco de rebeldes en Bobastro, creando en la práctica un reino español y cristiano. En Mérida continúa la rebelión del Hijo del Gallego, que también ha hecho rancho aparte. En Lorca y en el resto de la provincia de Tudmir, encontramos caudillos importantes. Lo mismo ocurre en el sur de Portugal, en Ocsobona, cerca de Faro.

Revueltas de menor calado pero con idénticos deseos de independencia, protagonizadas por españoles, encontramos en Somontín, Jaén y Cazorla. También en Priego, Carcabuey y Luque, etc. No hablo de los reinos del norte, como Zaragoza, Tudela, Valencia, etc., porque en la práctica son independientes. El denominador común de todas estas revueltas es un intento de sacudirse el dominio de Córdoba y de conseguir la soberanía que se perdió en los momentos de la invasión, porque se trata de peleas de españoles contra musulmanes, sean de religión cristiana o no lo sean por haberse convertido ellos o sus antepasados a la fe musulmana.

Los bereberes también protagonizaron revueltas menores en Torre Cardela y otras zonas montañosas del interior. Lo mismo ocurrió con los árabes en Noalejo, Mentesa, Grazalema, etc. Bastantes luchas de las que a continuación vamos a hablar, son enfrentamientos entre diferentes grupos étnicos en al-Ándalus, dando por amortizado que la autoridad del emir no les afectaba y buscando la supervivencia o la primacía del propio clan sobre el oponente.

Estamos en la provincia de Elvira.

Recordáis que esta provincia recibió tras la invasión un fuerte contingente de sirios, los chunds de Damasco, también población abundante de origen árabe, que establecieron en ella una administración rígida y eficaz. Nos trajeron muchas cosas buenas, entre otras una agricultura espléndida, frutas deliciosas, el cultivo y tejido de la seda, etc. Por esa razón comenzó a ser llamada la Siria de España.

La población española y cristiana de lo que hoy es provincia de Granada, como es natural, era mayoritaria. Dozy afirma que «ninguna provincia estaba tan ligada como esta a la religión cristiana».[46] Y también: «Aunque gran parte de Granada pertenecía a los judíos, tenía al menos cuatro iglesias, y la que estaba fuera de la Puerta de Elvira, que había edificado a principios del siglo vil un señor godo llamado Gudila, era de una incomparable magnificencia».

Estas iglesias merecen un pequeño paréntesis. En la misma Alhambra, se encontró una lápida, que ahora está colocada en la fachada meridional de la iglesia de santa María de la Alhambra. En un latín de difícil lectura, afirma que se edificaron entre los años 594 y 607, una en honor de san Vicente Mártir, otra de san Juan Bautista y otra de san Esteban Protomártir.[47] Una de las tres debía ser magnífica. Dejadme citar a Ibn al-Jatib, un historiador musulmán del siglo XIV:

Los cristianos de Granada poseían una célebre iglesia a dos tiros de ballesta de la ciudad, frente a la Puerta de Elvira. Había sido construida por un gran señor de su religión, a quien cierto príncipe había puesto a la cabeza de un numeroso ejército de Rum, y era única por la belleza de su construcción y ornamento.

Estas iglesias fueron destruidas, parece que en distintas persecuciones de musulmanes contra cristianos. Una, con motivo de la llegada de los almorávides y de su persecución contra los cristianos. De nuevo dejadme que cite a al-Jatib: «Pero el emir Yusuf ibn Taxufin, cediendo al ardiente deseo de los faquíes que habían dado una fetfa[48] en este sentido, mandó destruirla».

Dejadme citar ahora a Ibn as-Sairafi, un célebre escritor y predicador que murió en el año 1241. Dice lo siguiente:

Los granadinos fueron a destruir esas iglesias el día 23 de mayo del 1099 (Djomâ dâ II del 492). Fue demolida hasta sus cimientos y cada uno se llevó algo de sus restos y de los objetos destinados al culto.

Como contábamos en otra ocasión, una de estas iglesias fue destruida por los almorávides en el año 1135 cuando expulsaron definitivamente de Granada a los mozárabes.[49] Por tanto, hablamos de varias iglesias y de destrucciones distintas escalonadas en el tiempo, que avalan la existencia de un cristianismo vivo y fuerte siglos después de la invasión.

La tradición cristiana de la provincia de Elvira es inmemorial, a pesar de la invasión musulmana, como es conocido por escritos y lápidas antiquísimas. He tenido en mis manos la relación ininterrumpida de los obispos de Elvira, y, si es cierta mi información, esas iglesias las consagró un obispo llamado Baddo.

Pasando el tiempo, el número de muladíes, los llamados renegados, aumentó considerablemente, hasta el punto de que el emir Muhammad mandó construir una gran mezquita para ellos, que se terminó en el año 864. Muchos de estos renegados volvieron más pronto que tarde a la religión de sus mayores, entre otras cosas por el odio que les infundían los árabes, causado por el desprecio con que eran tratados por los invasores. A tanto llegó este odio que en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān II, los árabes tuvieron que refugiarse en las fortalezas y ruinas de lo que sería después la Alhambra para evitar que los españoles acabaran con ellos. Con esto quiero decir que el ambiente echaba humo y que con cualquier motivo se produciría un fenomenal estallido.

Es el año 889 y va a explotar un conflicto entre las dos comunidades de incalculables consecuencias. De una parte estaban unidos los muladíes a los mozárabes. Y de otra, los árabes, que a estas alturas habían roto todos los lazos que les unían al emir cordobés.

A primeros de año los árabes habían sido arrojados de sus ciudades y alquerías por los españoles y se habían ido a refugiar tierra adentro, al castillo de Montejícar. Su caudillo era Yahya ibn Socala, un árabe de la poderosa tribu Qais. Partiendo de ese castillo como base de operaciones, atacaban los poblados de las cercanías, rapiñando todo lo que encontraban a mano.

Los españoles estaban mandados por dos capitanes, llamados Nábil y Axxionais, dos formidables guerreros muladíes que habían vuelto a abrazar el cristianismo. Y una vez seleccionado su objetivo, como les tenían ganas y todos sus enemigos estaban reunidos en un recinto amurallado, pasaron a sitiar aquella fortaleza, la tomaron por asalto y mataron a la mayor parte de los árabes que la defendían. Se libró por los pelos el caudillo Socala porque consiguió huir de aquella ratonera junto con unos pocos. De esta manera, con unos claros vencedores y unos vencidos, pudieron vivir algún tiempo con cierta paz los dos bandos enfrentados.

Bueno. Digo que vivieron con cierta paz por un tiempo y no es del todo cierto porque los españoles no se habían quedado tranquilos al ver que Socala escapó con vida de la ratonera de Montejícar y se la tenían jurada. En la misma primavera aprovecharon una buena ocasión y se lanzaron sobre Socala con la intención de finiquitarlo, cosa que consiguieron de la manera usual en aquellos tiempos, que era degollándolo en compañía de algunos colegas y echando los cadáveres a un pozo que encontraron a mano. Y continuaron cargándose a todos los árabes de la provincia de Elvira, o al menos a todos los que pudieron.

El ataque fue en verdad una sorpresa para los engreídos árabes, que ni se creían lo que les estaba pasando. Acostumbrados como estaban a dirigirlo todo con la mirada, ni siquiera se trataron de defender, lo que dio más realce a la momentánea victoria de los españoles, y un empuje considerable a sus ánimos bastante decaídos a causa de los avatares adversos de los últimos tiempos.

En nuestro siglo XXI, una victoria de ese calibre que subvertía el orden constituido, pasaría enseguida a la prensa, y el periódico afín al bando vencedor cantaría la gesta con sus mejores titulares y con el realismo que el caso mereciera. En la época de nuestra narración no había periódicos, pero en su lugar, cumpliendo idéntica función, estaban los poetas. Y el poeta afín al bando español era nada menos que de Abla, provincia de Almería, y todo el mundo lo conocía como Ahmed el Ablí. En lugar de titulares cantando la hazaña de sus amigos españoles, compuso un poema para ser recitado por juglares y poetas en todas las almunias y alquerías de al-Ándalus que decía así:

Las lanzas de nuestros enemigos están quebradas y hemos abatido su soberbia. «La vil canalla», como ellos nos llamaban, ha minado los cimientos de su prepotencia. Hace ya mucho tiempo que los cadáveres de los suyos, arrojados por nosotros a un pozo, están esperando un vengador.

Los árabes deseaban que se los tragara la tierra porque no estaban acostumbrados a estas humillaciones, y también porque, cosa grave, no tenían quién los mandara. Ya sabéis que éstos preferían morir a perdonar las injurias de tribu, y no se ponían de acuerdo ni para evitar que los borraran de la faz de la tierra. Después de un tiempo y a la vista de que no tenían otra salida que unirse, buscaron un caudillo competente, y lo encontraron en la persona de un personaje llamado Sauar, natural y vecino de Maracena. Con este nombramiento se pusieron tan contentos, como enseguida os contaré, hasta el punto de que llegaron a decir lo siguiente y que os transcribo: «Si Alá no nos hubiera dado a Sauar, habríamos sido exterminados desde el primero hasta el último».

Sauar sentía odio africano hacia los españoles, como por otra parte todos los de su casta, pero éste más todavía porque habían matado a su hijo en Montejícar, echando a continuación su cadáver a un pozo, como antes os conté. En su mente estaba vengar a su hijo y de paso al caudillo Socala, y si conseguía arrasar el castillo de Montejícar que tan malos recuerdos le traía, mejor que mejor. Reunió a cantidad de árabes, los arengó debidamente, excitó en ellos ansias de cochina venganza y tomó el camino del viejo castillo que fue refugio de los suyos durante algún tiempo y que ahora había cambiado de dueño.

Seguramente siguieron caminos secundarios para acercarse a la fortaleza por donde no eran esperados. Se acercarían a un río que llaman de la Fortuna, que va guiado en el valle por casas blancas que le hacen hilera. Luego caminarían hacia unos llanos poblados de pequeños cortijos donde los labriegos siembran sus cereales de secano, y más allá se asomarían a una empinada cuesta que los españoles llaman de las Quebradas, para dar vista al pueblo y al castillo de Montejícar.

Se dejaron caer sobre sus presas como si fueran una manada de lobos hambrientos de sangre y de muerte. Sauar parecía estar viendo derramarse la sangre de su hijo por la ladera del castillo. Su rabia era infinita y también la del resto de los árabes que le acompañaban en esta operación de venganza. En sólo un par de días consiguieron escalar los muros y los tajos de defensa y masacrar a los seis mil españoles que lo defendían.

Su venganza estaba cumplida pero iba a dar una lección más a los malditos españoles. Por eso Sauar no se paró en Montejícar y continuó por todos los castillos de los alrededores, por Huelma, Cambil, Torre Cardela, degollando a todos los españoles que se ponían delante, exterminando a familias enteras para que no quedara ni rastro de ellas, ni siquiera un heredero de sus muertos.

Los árabes habían dado la vuelta a la tortilla. De estar miserablemente cazados habían pasado a ser cazadores. Los españoles estaban en las últimas. Miraban por acá y por allá buscando alianzas y no las encontraban. Su última posibilidad era que la máxima autoridad árabe de Elvira los amparara, si le prometían obediencia de ahora en adelante. Y eso hicieron los desgraciados. Chad, que así se llamaba el gobernador, pensó que al fin y al cabo los árabes rebeldes eran también enemigos a muerte del emir y si se crecían, la siguiente batalla la iban a librar contra él y contra los restos que quedaban en la provincia del poder central cordobés. Organizó lo mejor que pudo un ejército compuesto por árabes leales y por españoles, y acometió a Sauar en las inmediaciones de la ciudad de Elvira.

La batalla se libró en unas colinas cercanas al pueblo de Peligros, junto a una modesta higuera. Desde allí se podían contemplar las nevadas cumbres de las montañas de Sulayr, y debajo unas colinas rojas y unas modestas fortificaciones que recibían el nombre de Alhambra por su bellísimo color rojizo. Al otro lado, mucho más cercana, se erguía en medio de la inmensa vega una modesta montaña llamada Sierra de Elvira en honor a la ciudad más importante de la provincia que se asentaba en sus laderas. En lo alto de aquella montaña tenían sus cuevas algunos ermitaños sufíes, personajes místicos, morabitos, que dedicaban su vida a la oración y a recitar azoras y aleyas del Libro Sagrado.

Ese fue el marco incomparable de una lucha cruenta en extremo. La batalla fue reñidísima y no parecía terminar con un vencedor y un vencido. Al final de largas horas de extenuantes esfuerzos guerreros, los árabes rebeldes acabaron venciendo a la alianza de árabes leales y españoles. Cuando la tarde iba cayendo, las manos apenas podían sostener las espadas y las lanzas, pero Sauar sabía sacar de sus hombres hasta el último aliento. En esos esfuerzos finales consiguió decantar la batalla a favor de los suyos y aquello fue un desastre. Bajo el filo de las espadas cortas de los árabes rebeldes, cayó el gobernador Chad y cayeron siete mil combatientes, entre españoles y árabes. Un desastre para los vencidos y una enorme victoria para Sauar que, como era de esperar, encontró un poeta afín que hiciera de periodista y contara con versos al caso la enorme victoria de sus armas. Ese poeta era también un valiente capitán de Sauar, se llamaba Ibn Chudí y cantó la gesta de la siguiente manera:

Apóstatas e incrédulos que hasta vuestro último instante llamáis falsa a la religión verdadera. Os hemos sacrificado para vengar a nuestro caudillo Yahya ibn Socala. Dios lo quería así. Hijos de esclavos, habéis irritado miserablemente a hombres valientes que jamás han dejado de vengar a sus muertos.

Un caudillo valiente ha marchado contra vosotros a la cabeza de sus soldados. Él ha vengado a sus hermanos acuchillando a los hijos de las blancas y encadenando a los que han conseguido sobrevivir. Nosotros hemos matado a millares de ellos pero la muerte de multitud de esclavos no es lo mismo que la de un solo noble.

Como veis, el sentimiento de odio y el deseo de venganza entre los dos bandos era muy fuerte. Lo mismo ocurría en el bando contrario y lo hemos leído en los versos de su poeta de Abla.

La rebelión de los árabes de Elvira iba tomando cada vez más fuerza, alentada por las recientes victorias. Sauar amplió sus alianzas uniendo a su causa a algunos árabes descontentos de Jaén, de Regio e incluso de más allá de los desfiladeros de Despeñaperros, en las fortalezas de Calatrava. Y hasta allí extendía su afán de exterminio contra los españoles, masacrándolos donde los encontrara. Cómo se verían los pobres, que no les quedó otra alternativa que escribir al emir solicitando su amparo a cambio de protección.

‘Abd Alla escuchó encantado las peticiones de los españoles porque nada deseaba más que encontrar aliados solventes contra los malditos árabes rebeldes. Ya hemos visto en ocasiones anteriores estos contrasentidos y estas alianzas incomprensibles para mentes menos retorcidas que las que entonces habitaban España. Estaría muy feliz en ayudarles, si pudiera, pero el emir cordobés tenía para entretenerse con revueltas en otros muchos lugares de al-Ándalus. Hablaremos enseguida de ellas en Sevilla, en Bobastro, y muchas más que os contaré. Ahora, bien poco podía hacer. Si acaso, propiciar una alianza entre los dos bandos enfrentados, interponer su autoridad moral y punto. Como esta postura era la única viable, envió un mensajero a Sauar ofreciéndole el gobierno de la provincia a cambio de dos cosas: le debía reconocer como soberano, y se abstendría en adelante de atacar a los indígenas españoles. El caudillo árabe aceptó la propuesta. Se le daba aquello por lo que tanto luchó, y en cuanto a los españoles, los dejaría en paz, pero sólo por el momento.

Bueno. Menos da una piedra, pensarían nuestros compatriotas. También ellos aceptaron la paz que propició el emir y que aceptó Sauar pero, claro, un apretón de manos conseguido por compromiso no arregla los odios infinitos que se profesaban mutuamente las dos comunidades predominantes en nuestra provincia. Encima, el caudillo árabe era un culillo de mal asiento y no se estaba quieto ni durmiendo, y más si sus victorias le hacían sacar pecho ante moros y cristianos. Ya tenía sus tropas bien adiestradas, con la moral por los cielos, y deseaba continuar sus expediciones porque seguramente podrían llegar más lejos de lo que imaginaron. ¿Qué vericueto podrían tomar para seguir matando españoles sin faltar a la palabra dada al emir?

No tuvo que pensarlo mucho porque tenía muy cerca a un español bastante odiado por los árabes, que no entraba en el trato que firmaron a tres bandas con Sauar y el emir. Ese personaje al que podrían atacar sin muchos escrúpulos era, como habéis imaginado, nuestro amigo ‘Umar ben Hafsun. Y como éstos no se lo pensaban dos veces, las tropas de Sauar iniciaron sus correrías contra las ciudades y castillos que estaban bajo la práctica soberanía del caudillo malagueño.

Estas incursiones, a los que más mosquearon fue a los muladíes y mozárabes habitantes en Elvira y sus contornos, los primeros sufridores de esas acometidas y, por tanto, los que se sentían más amenazados por Sauar, porque evidentemente la fiesta iba a continuar con ellos. El sentimiento nacional, aplacado con derrotas anteriores, los volvió a levantar de sus asientos, tomaron sus armas y se dispusieron a responder al agresor. El hacha de guerra la habían levantado primero los árabes y era imprescindible dar una respuesta.

Esta vez intentaron prepararlo un poco mejor. El grito de venganza y de guerra lanzado en Elvira debía resonar por todas las tierras de al-Ándalus para que la rebelión de los españoles contra los árabes no fuera cosa de unos pocos sino que concitara las mayores adhesiones posibles. Y obtuvieron una respuesta mayor de cuanto imaginaron. Desde luego, todos los españoles de las provincias colindantes y de otras más alejadas, se pusieron en pie para acabar con sus verdugos los árabes.

Ahora las cosas habían cambiado. La guerra de guerrillas, por supuesto que invento de la casa, no es de ahora, que nuestros antepasados españoles la dominaban perfectamente. Como una pelea frontal contra sus enemigos podía ser fastidiada, organizaron batidas y expediciones esporádicas, en un acoso intermitente y eficaz, lleno de audacia, que hacía la vida imposible a los árabes, sencillamente porque los españoles eran mayoría. Les habían dado su propia medicina. Los árabes, acosados y perseguidos en todas partes, no encontraron mejor sitio para refugiarse que dentro de las murallas de lo que ya entonces era la Alhambra.

Los españoles, al verlos todos juntos en un recinto cerrado y amurallado, se pusieron tan contentos porque, aunque el asedio fuera largo, al tenerlos reunidos podrían articular un ataque que los borrara de la faz de la tierra. Organizaron el asedio, evitaron dejar portillos por los que eventualmente pudieran escapar, y se dispusieron a rematar la faena.

La batalla estaba siendo larga, encarnizada, tremenda. De día, los españoles iban sistemáticamente derribando muros, haciendo portillos por los que entrar en el recinto apenas se presentara el momento propicio. Por las noches, los árabes, a la luz tenue de una luna encantada, o iluminados por pálidas antorchas, trabajaban afanosamente por reparar esos muros, tapar los portillos y fortificar las rojas almenas de una fortaleza única por su belleza, que podía convertirse en su tumba. Por las noches, los torreones parecían fantasmas que querían amenazar por igual a sitiadores y sitiados. Y cuando amanecía, desde artilugios increíbles se lanzaban formidables proyectiles sobre las murallas, o se peleaba cuerpo a cuerpo en unas batallas que parecían no terminar nunca.

Un día, como era de esperar, apareció por el campamento el poeta afín a su causa española, el célebre Ablí, que era una especie de militar perteneciente a los cuerpos comunes, cuya función era desmoralizar al enemigo mediante poemas convincentes, convenientemente lanzados al bando contrario. Era algo parecido, salvando las debidas distancias, a los panfletos esos de propaganda que lanza ocasionalmente la aviación americana al bando enemigo para desmoralizar a los paisanos y ponerlos de la parte que conviene al lanzador, cosa que, por supuesto, no consiguen ahora pero que entonces debían ser de efecto fulminante y devastador sobre la moral del adversario.

Pues el Ablí se aplicó a la tarea, escribió en un tablón unos versos y los lanzó al bando contrario. Decían así:

Sus mansiones están desiertas, convertidas en páramos por donde los huracanes levantan torbellinos de polvo.

En vano se creen a salvo en la fortaleza de la Alhambra. Meditan en sus planes inicuos porque allí les rodean peligros y derrotas.

Lo mismo que sucedió a sus padres, que fueron en ese refugio el blanco de nuestras lanzas y nuestras espadas cortadoras.

Ya sabéis que los versos anunciando males futuros, tenían un efecto devastador en la moral de los árabes, que estaban acostumbrados a tomarse en serio profecías, poemas, sortilegios y anuncios fatales. Los aludidos, al leer lo que les lanzaban sus enemigos por encima de las murallas de la Alhambra, sencillamente se cagaron de miedo. Menos mal que apareció otro poeta, esta vez favorable a los árabes, llamado Asadí, que contrarrestó la situación moral de los suyos con otros versos que, por supuesto, fueron lanzados al campo español como si fueran artillería pesada. Decían así:

Nuestras casas no están desiertas ni nuestras campiñas se han convertido en páramos. Nuestro castillo nos protege de vuestros insultos. En él encontramos la gloria y en él nos esperan triunfos, que van a ser derrotas para vosotros.

Ciertamente muy pronto vamos a salir de él y os causaremos una derrota tan terrible que en ese momento van a aparecer canas en los cabellos de vuestras mujeres y vuestros hijos.

Los españoles no sufrieron demasiado con estos versos porque veían bastante clara su situación y su posible victoria. La cuestión era preparar bien el ataque definitivo. Unos cuantos días después, emplazaron sus armas de guerra en una colina próxima al castillo. Poco a poco fueron colocando sus mantas, una especie de carromatos que simulaban murallas andantes y que se acercaban en el momento preciso a las defensas enemigas para asaltarlas de igual a igual. También las catapultas para lanzar pesadas bolas de pez envueltas en cáñamo que se prendían y servían para lanzar fuego al campo enemigo. Todos los pesados armatostes que facilitarían el asalto a la deseada fortaleza. Y hecho esto, se dispusieron a atacar por la parte oriental, por donde las colinas se funden con la montaña, el lugar de más fácil acceso.

En el bando árabe, el de los sitiados, la moral estaba por los suelos y con razón. No iba a ser posible defender una fortaleza arruinada por los ataques de los españoles. Sauar pensó que la única solución era salir a campo abierto y entablar batalla de esta manera a los enemigos españoles. Si conseguía atacarlos frente a frente, tal vez las cosas estarían un poco más equilibradas.

El ejército español estaba compuesto por unos veinte mil hombres y la mayor parte de ellos ocupaban las llanuras por donde se da acceso al castillo en la parte oriental. Una división permaneció a la espera de la posible salida a campo abierto de los sitiados. Así, en terreno llano, dio comienzo la pelea.

Sauar era un consumado estratega. Escogió uno de sus mejores escuadrones y salió sigilosamente de la Alhambra, en busca de la división española que estaba separada del resto. La sorpresa que se llevaron estos españoles fue mayúscula. Los habían atacado por la espalda y con tal brío que en muy poco tiempo estaban literalmente deshechos.

El resto del ejército español vio estupefacto desde la lejanía la destrucción de su mejor división y pensaron que los árabes habían recibido refuerzos considerables contra los que iba a ser imposible conseguir los resultados inicialmente esperados. Habían pasado en muy poco tiempo de la euforia al miedo, de éste al terror y a la huida más cobarde de cuantas se conocieron ante los muros de la Alhambra. Estaban siendo protagonistas de una desastrosa derrota que será conocida por la historia como la Batalla de la Ciudad y que, según los cronistas, costó la vida a quince mil soldados españoles, entre muladíes y mozárabes.

E iniciaron nuevamente un peregrinar por los caminos, escondiéndose de sus enemigos los árabes para vivir el miedo que conocían de antaño y que había desaparecido ocasionalmente de sus vidas cuando olvidaron la desunión que tanto daño les hizo y se unieron en torno a algún caudillo decente.

¿Un caudillo decente? No necesitaban buscarlo porque lo tenían muy cerca. Se llamaba ‘Umar ben Hafsun. Él era su única esperanza y a él dieron el mando de todos sus hombres en la provincia de Elvira. Con él pudieron tender una emboscada al maldito Sauar y lo degollaron en el año 890. Era una deseada venganza. Su venganza.

Vamos ahora a Sevilla, una de las ciudades más importantes de España.

No es necesario describir su belleza, su clima, el olor que desprenden los naranjos cuando se acerca la primavera, y la alegría innata que la naturaleza ha dado a los sevillanos desde siempre. Su economía era floreciente y a su puerto arribaban cantidad de naves cargadas de productos del mundo entero. La vida allí había sido siempre pacífica, si exceptuamos la invasión de los normandos que relatamos páginas atrás.

Como en casi todos los territorios de al-Ándalus, siglo y medio después de la invasión, la mayor parte de los habitantes de Sevilla y sus comarcas eran españoles y los pocos árabes que la habitaban, vivían en castillos y almunias, sus cortijos, situadas en los alrededores, preferentemente del Aljarafe. El cristianismo seguía muy vivo, tenían sus iglesias, sus monasterios, obispos, etc., aunque ya se hubieran construido mezquitas, madrazas y otras edificaciones de tradición musulmana. Estos españoles vivían mejor que bien, dedicados a la agricultura y el comercio, que era en la práctica un monopolio suyo.

A diferencia de sus hermanos en las provincias de Elvira o de Regio, los sevillanos españoles no estaban por la labor de rebelarse o hacer guerras de liberación contra la palpable tiranía del emir, sencillamente porque vivían muy bien, disfrutaban de una magnífica situación económica, y una revuelta era una aventura de la que no se sabe cómo, cuándo y dónde se va a salir. Y la verdad es que conservaban hasta sus nombres anteriores, o al menos una variación de sus antiguos nombres godos, como dos de las principales familias españolas, llamados los Banu Angelino y los Banu Sabarico.

El problema era que los árabes sí estaban por levantarse contra el emir y contra los españoles al mismo tiempo porque, paradojas de la vida, tanto los unos como el otro, les molestaban simultáneamente. Al frente de ellos había dos familias, los Banu Hachach[50] y los Banu Jaldún,[51] que vivían en preciosas fincas, los primeros en las tierras llamadas entonces el Sened, actualmente el Condado, y los segundos en el mismo Aljarafe.

Estos árabes, especialmente los Banu Jaldún, eran gente rara, bastante pendencieros y tenían esa envidia cochina por todo lo que les rodea que tanto caracterizaba a su raza desde tiempo inmemorial. El objetivo preferido de su envidia y su odio eran los españoles, que vivían mejor que ellos, cosa que no les salía de dentro consentir. Estaban buscando la ocasión para enfrentarse a ellos en una guerra de esas mortales que cada poco organizaban, y la ocasión se les va a presentar a no tardar mucho tiempo.

Como es notorio, los sentimientos hostiles los acaba conociendo más pronto que tarde el hostilizado, y eso ocurrió en este caso, sólo que por boca de adivinos y astrólogos, que éstos estaban a la que saltaba, se olieron el percal, e iban por los colmaos sevillanos repartiendo predicciones y anunciando males, que se concretaban en frases que repetían machaconamente, diciendo que Sevilla sería arrasada por un fuego que vendría del Aljarafe.

Evidentemente, los españoles tomaros sus precauciones, porque la amenaza esta vez iba en serio. Se trataba de que no les aguaran la fiesta de su buena vida, que no les robaran sus riquezas y que de paso nos les cortaran la cabeza, que no era poco. La primera medida fue formar doce escuadrones de defensa, cada uno de los cuales tenía sus jefes y era independiente en cuanto a armamento y demás intendencia imprescindible para estos menesteres. La segunda medida que tomaron fue buscarse aliados, si es que los encontraban. Pero eso fue cosa fácil porque por las tierras de Morón había poblaciones de bereberes y de árabes maaditas que odiaban a los del Aljarafe más de lo normal y enseguida se unieron a ellos.

El anuncio de los astrólogos fue bastante acertado y el peligro que venía del Aljarafe no tardó en concretarse. Los Banu Jaldún nombraron para el caso un caudillo llamado Coraib y alzaron sus estandartes de guerra entre los árabes yemenitas del Ajarafe, con la pérfida idea de matar dos pájaros de un tiro: desembarazarse del mandato del emir y de paso matar a todos los españoles, apropiarse de sus bienes y colocarse ellos en su lugar, que pensaban merecérselo más que todos los desgraciados muladíes y mozárabes juntos.

Y el caso es que consiguieron aliados para su proyecto, unos naturales y otros convocados al efecto. Entre los aliados naturales había bastantes bereberes de la comarca, que también estaban hartos de los españoles. En cuanto a los sobrevenidos, los Banu Jaldún convocaron a pandas de bereberes de Medellín y de Mérida, previamente engatusados con la cantidad de riquezas que se podrían llevar de vuelta a su tierra extremeña si se unían a ellos para matar y robar a los ricos y prepotentes españoles.

Los españoles se asustaron al ver el cariz que iban tomando los acontecimientos, porque ya estaban sus enemigos en las cercanías de la ciudad, cumpliendo milimétricamente su propósito que, como os he contado, era arrasar y robar cuanto se ponía a su alcance. Y lo más grave era que el gobernador de Sevilla estaba mirando para otro lado, no se sabe si asustado por el devenir de los acontecimientos o porque era un inútil redomado y no valía para nada. Pues como la revuelta era contra la autoridad competente, decidieron rogar a ‘Abd Alla que les nombrara un gobernador más eficiente para defender la autoridad cordobesa y de paso salvar sus tesoros y sus propias cabezas.

A todo esto en Carmona apareció un caudillo bereber bastante revoltoso llamado Tamaxecca, que se unió a los Banu Jaldún contra los españoles. Un personaje así era un peligro y un incordio porque les cortaba la ruta entre Sevilla y Córdoba, vital para sus intereses porque por ahí eran esperables eventuales refuerzos para la causa y por ahí podrían encontrar una vía de escape en caso de que las cosas fueran mal dadas.

Como ante el peligro se aguzan los sentidos, nuestros españoles encontraron enseguida la medicina para contrarrestar los efectos perniciosos para su causa del bereber de Carmona, colocándole en Écija un muladí que incordiara al incordiante. Ese muladí ecijano se llamaba Gālib y el hombre, con la venia del emir, construyó un castillo en los alrededores del Viso del Alcor para inmediatamente pasar a la acción, fastidiando lo suficiente al de Carmona como para que dejara en paz a sus hermanos de Sevilla.

Esto cambió los planes de los árabes e hizo que variara un poco el teatro de las operaciones, pasando desde el Aljarafe hasta el nuevo castillo de Mairena, adonde trasladaron sus efectivos para acabar con el molesto muladí. Claro que éste no era manco, se entabló una fenomenal pelea y allí terminaron los días de uno de los más importantes personajes de los Banu Jaldún, muñidores del enfrentamiento y que por el momento iban siendo los más damnificados.

Los parientes y amigos del difunto se hicieron los ofendidos, tomaron el cadáver de su amigo y se fueron con él al palacio del gobernador para demostrarle que los españoles eran malísimos y ellos simplemente se intentaban defender, con las palpables consecuencias que podía apreciar a simple vista. El gobernador trató de escurrir el bulto, porque a ver qué hacía o decía sin que le cayera encima un chaparrón de los que hacen época.

En vista del escaso éxito de su primera reclamación, dieron un paso más arriba y marcharon a Córdoba a presentarla al emir, supongo que ya sin su difunto a cuestas. Cuando estuvieron en presencia de ‘Abd Alla, le mintieron como bellacos, diciéndole que es que ellos pasaban tranquilamente por Mairena y el maldito Gālib los había atacado sin provocación alguna por su parte. Y de paso lo acusaron de pérfido, de ser un aliado de ‘Umar ben Hafsun y de cosas por el estilo.

Nuestros españoles, que ya estaban acostumbrados a este tipo de acusaciones, tenían preparadas sus defensas. No por casualidad, tras los árabes, tocó el turno en audiencia a un sevillano de los Banu Angelino, bisnieto de mozárabes y uno de los principales muladíes de su ciudad, que expuso al emir, negro sobre blanco, la situación de Sevilla, la rebeldía de los árabes contra él y su obsesión por matar y robar a los españoles.

‘Abd Alla, como su gobernador en Sevilla, no supo o no quiso tomar partido porque agradar a cualquiera de los dos era enfrentarse a muerte con el otro, así que decidió quitarse el muerto de encima y que otro cargara con el marrón de enfrentarse a tirios o a troyanos. Y, ¿quién podía ser ese otro? Ya lo tenía. El legado para dilucidar lo imposible iba a ser su primogénito, el príncipe Muhammad.

Bueno. Ya tenemos en Sevilla al pobre Muhammad, poniendo de su parte lo que buenamente pudo para arreglar un conflicto de solución imposible. El hombre llamó a capítulo a los Hachach y a los Jaldún, luego a Gālib, el muladí, sin sacar nada en claro, excepto que se odiaban a muerte. Y el caso es que no encontraba testigos solventes ni la manera de contentar a ambos bandos, como era previsible. Para solucionar a su modo el conflicto, decidió tirar por la calle de en medio, dejar para más adelante su sentencia, pero mientras, Gālib podía volver a su castillo de Mairena, igual que los árabes podían volver a sus cortijos en el Aljarafe y el Condado. Aparentemente era una decisión salomónica que debía dejar a los dos bandos empatados a agravios y malentendidos.

Los españoles se pusieron tan contentos con el veredicto provisional del heredero, pero a los árabes esta decisión les pareció una faena imperdonable, se indignaron bastante y convocaron a propios y extraños para tomarse la justicia por su mano, asesinando, si es que podían, a Gālib. Ojo que entre estos propios y extraños, incluso se ganaron la voluntad del emir ‘Abd Alla, al que propusieron el asesinato del muladí y el tío, sin parpadear, les dijo que de acuerdo. Fijaos qué alianzas tan estables mantenían los árabes españoles. Bueno, pues encargaron y todo el asesinato a un alto militar de su cuerda llamado Chad, y a esperar la ocasión para cumplir la misión encomendada. No pasó mucho tiempo sin que cortaran la cabeza a Gālib.

Los españoles de Sevilla se indignaron con el asesinato y no tardaron en dar una respuesta, asesinando a su vez al gobernador de Sevilla, hermano de Chad, el que cortó la cabeza a su amigo. Luego llamaron en su auxilio a los maaditas y a los bereberes que estaban de su parte, porque de un momento a otro se iba a producir una embestida de la parte contraria y pensaban que la mejor defensa es un buen ataque.

Era el martes día 9 de septiembre del año 889 cuando las fuerzas españolas atacaron el palacio del gobernador musulmán, donde estaba también el príncipe heredero Muhammad. Los árabes sevillanos enseguida prepararon una respuesta. Un hermano de Chad con escuadrones de caballería, atacó a los españoles saqueando sus casas y matando a cuantos se le pusieron delante. El poderío de los muladíes estaba siendo aniquilado y los árabes se hicieron dueños de Sevilla y sus comarcas.

¿Vamos a Almería? No. Entonces Almería era simplemente una torre de vigía. Es mejor hablar nada menos que de la República Independiente de Pechina, o quizá de la Federación de Marinos de al-Ándalus o, si se me permite, de la Marina en la España musulmana. Nos hemos referido varias veces en este libro a la Marina desde la invasión hasta el final del califato. Volvamos sobre ello porque es muy interesante, y necesario para conocer la flota mercante y militar con que contaron nuestros antepasados.

El reino de al-Ándalus tuvo siempre vocación marinera. No podía ser de otra manera en vista de la propia geografía de España, rodeada casi por entero por mares de extraordinario valor militar y comercial.

Si nos referimos al transporte marítimo comercial, baste recordar a las naves fenicias, o a las enviadas por el gran rey Salomón, o las rutas de naves romanas, organizadas para comprar y vender alimentos, tejidos o cualquier otro tipo de mercancía desde Roma o desde Oriente. Es natural que esas rutas se mantuvieran, e incluso se potenciaran durante la dominación musulmana, tomando quizá rumbos distintos, como enseguida os contaré.

En cuanto a la necesidad de una Marina de guerra para defender unas costas tan extensas, nos basta con recordar el peligro normando y el saqueo a que sometieron a Sevilla, que no se repitió gracias a la acertada política de ‘Abd ar-Rahmān II que, consciente del peligro, había hecho que las atarazanas del reino se pusieran a funcionar a pleno rendimiento y se botaran barcos suficientes como para patrullar las costas atlánticas y mediterráneas.

La primera flota militar de que tengo referencia en la época omeya, os lo he contado, data del año 879 y fue un completo desastre. Los normandos amenazaban con un próximo desembarco en Galicia y el emir Muhammad, hijo y sucesor de ‘Abd ar-Rahmān II, hizo construir en Córdoba una serie de barcos, encargó el mando a uno de sus mejores marinos, hizo que descendieran el Guadalquivir río abajo, y apenas entraron en mar abierto, uno tras otro fueron naufragando y hundiéndose en las profundidades. Así que, la primera experiencia no les pudo salir peor. Al ingeniero que tuvo la idea de hacer barcos en Córdoba para defender las costas gallegas, había que hacerle un monumento por torpe.[52]

Lo que acabo de contar nos dice que los omeyas no eran muy marineros que digamos. Tampoco sobresalían los bereberes, gentes más acostumbradas a las arenas del desierto que a las mareas y demás estrategias navales. Como enseguida entendieron que necesitaban marinos experimentados y solventes, volvieron sus miradas a los españoles, que desde luego tuvieron el peso fundamental de las armadas comercial y militar del emirato.

La conclusión es que, desde que se consolidó el dominio de los musulmanes en España, tenemos en el mar dos flotas: la militar, patrullando las costas y defendiéndolas de invasiones extranjeras, y otra flota mercante, que comerciaba por el Mediterráneo con toda clase de productos minerales, prefabricados o derivados de la agricultura, como el aceite, el vino, los frutos secos, etc. Vimos también durante el reinado de al-Hakam I a los cordobeses viajando hasta Creta como exiliados políticos y al tiempo comerciando entre las costas del Mediterráneo y las africanas.

El comercio con las costas del norte de África fue muy notable. Sus puertos principales en España estaban en Alicante y Murcia. El más importante fue Escombreras. Eran marinos que, cada otoño, marchaban a las costas africanas más cercanas, pasaban allí los inviernos y volvían al llegar la primavera cargados a tope de productos de allá. Tenían sus redes comerciales en ambos lados del mar. En África, contaban con los bereberes de los poblados cercanos a la costa y allí tenían sus delegaciones que les preparaban la carga del año siguiente. Por esta razón vemos cómo en estos puertos norteafricanos se van instalando colonias de andaluces. Hacia el año 875 incluso fundaron un pueblo nuevo, cercano a Ténès, entre Orán y Argel, con el visto bueno y la autorización de los propios bereberes, que se beneficiaban de las relaciones comerciales con los andaluces. Más adelante establecieron estas mismas legaciones comerciales en Bugía, Bona y Orán, casi todos puertos en la actual Argelia.

Estos marinos mercantes eligieron un puerto español como base, el de Pechina, cercano a una torre de vigía, al-Mariya, situado en una especie de golfo, donde desemboca el río Andarax. Ese puerto pasó enseguida a llamarse Almería, y fue a partir de entonces el más importante de al-Ándalus.

Nuestros marinos mercantes eligieron Pechina sencillamente por ser un puerto seguro. ‘Abd ar-Rahmān II, cuando decidió defender el reino de los piratas normandos, encomendó la vigilancia de esta costa a una familia de árabes yemeníes, con la obligación de residir habitualmente en ella, como en una especie de rábita o fortificación costera. A cambio les entregó las tierras próximas, regadas por el río Andarax. Los marinos andaluces hicieron una especie de tratado con estos defensores yemeníes y ahí desembarcaban sus mercancías, reparaban sus naves y en esa ciudad tenían su descanso del guerrero que duraba parte de primavera, el verano y la mitad del otoño, cuando partían de nuevo a sus puertos magrebíes.

Pues ahí tenéis la república independiente de Pechina. A los yemeníes les interesaba la presencia de los marinos, que les daba dinero, bienes y servicios. A los marinos les venían estupendamente los yemeníes, que les guardaban las espaldas, especialmente cuando se marchaban de correrías por las costas africanas. Dicho esto, no hace falta insistir en que no tenían el más mínimo interés en ser mandados por los emires de Córdoba, que nos les servían para nada, excepto para sacarles la pasta un día sí y otro también.

Los marinos construyeron la ciudad a su gusto y manera. No era plan de vivir en tiendas de campaña o en cabañas de barro. Hasta ahí podíamos llegar. La amurallaron e hicieron sus casas, cómodas, confortables, dotándolas de todo cuanto podían necesitar. ¡Ah! Hasta hicieron sus iglesias con estatuas de la Virgen y todo, que ya os he contado que muchos eran cristianos y había que hacer la ciudad a su medida. Ya tenemos en marcha a la gran y floreciente ciudad de Pechina.

Sus relaciones con Córdoba eran respetuosas pero esporádicas y distantes. Cuando, por razón natural, había relevo en el emirato, enviaban sus mensajeros al recién nominado, supongo yo que para tantear el ambiente y conseguir, si podían, mantener sus prerrogativas y, si se diera el caso, aumentarlas. Eso ocurrió cuando se produjo el nombramiento de ‘Abd Alla. Como ya os he contado, las cosas en al-Ándalus no estaban como para que el recién nombrado se abriera un frente más. Debió pensar que lo conveniente era dejarlos como estaban, darles lo que pedían y aquí paz y después gloria. Quiero decir que nuestra república casi independiente fue aumentando sus territorios de influencia desde el cabo de Gata hasta la sierra de los Filabres, pasando por la Alpujarra almeriense. Y se me había olvidado deciros que los españoles se habían ido haciendo poco a poco los dueños del cotarro y los yemeníes estaban en una especie de segunda fila.

Entonces, tenemos una ciudad ideal para vivir, con un clima extraordinario en invierno y en verano, floreciente económicamente, bien gestionada en cuanto a orden público y todas esas cosas que la hacen apetecible a propios y extraños.

¿Apetecible a propios y extraños? Os voy a contar alguna de esas apetencias anexionistas.

Acabamos de hablar de los árabes de Elvira y de su jefe Sauar. Pues como éste sabía que en Pechina mandaban los españoles y les tenía más que odio, se daba uno de los presupuestos para que se le pasara por la cabeza una expedición punitiva contra esa ciudad. El segundo presupuesto es que también le podría proporcionar su buen aprovisionamiento de la conocida riqueza de la plaza ambicionada. La verdad es que Sauar lo pensó pero no lo llegó a poner en práctica por dos cosas. Una, porque en Elvira tenía para entretenerse y dos, porque en Pechina tenían un jefe de mucho cuidado, al que no se atrevió a enfrentarse por si las moscas.

Os dije que, andando el tiempo, los españoles de Elvira asesinaron en una emboscada a Sauar y los árabes se buscaron un sustituto más atolondrado que su antecesor, al que le volvieron las ganas de apoderarse de una república tan apetecible y aparentemente fácil de doblegar. Pues dicho y hecho. Armaron una buena aceifa y se pusieron en camino por Deifontes, Guadix, Fiñana, hacia Pechina, a la que no conquistaron por pura casualidad. Resulta que por esos mismos días, un conde de Ampurias llamado Súñer había decidido también sacar su flotilla marinera, recorrer la costa levantina, desembarcar en Pechina, rapiñar cuanto pudiera y volver tan campante a su tierra catalana.

Si lo hubieran hecho aposta no les sale tan redondo. Los árabes bajaban ya por las cuestas del Ricaveral, a punto de dar vista al mar y a su objetivo Pechina, al tiempo que los marinos de Ampurias se aproximaban a la costa con idénticas pretensiones que los árabes, que eran robarles y volverse a sus tierras con las faltriqueras repletas de bienes y servicios. El caso es que cuando los árabes pudieron divisar Pechina, vieron la flotilla de Súñer aproximándose a la ciudad. El caudillo árabe, que ya os he dicho que era un ser atolondrado y bastante imprudente, pensó que los almerienses acababan de recibir refuerzos importantes y que lo más práctico era volverse a su. tierra iliberitana, corriendo que se las pelaba. Menos mal. Por una vez os cuento una intentona de invasión fallida.

Pechina continuó su prosperidad y la calidad de vida de sus gentes iba en alza hasta que a ‘Abd ar-Rahmān III se le ocurrió la nefasta idea de trasladar a Almería la capitalidad de la provincia, con lo que Pechina fue poco a poco abandonada. Por una vez vamos a tachar de torpe al gran califa. ¿No hubiera sido mejor mantener vivas y prósperas las dos ciudades, Almería y Pechina?

Pero debemos decir algo bastante notable sobre la Marina española en tiempos del califato y de sus hazañas allende los mares, que fueron muchas, bastante importantes, poco conocidas y van a dar que hablar y que discutir en el futuro. Me refiero al corso andalusí y especialmente a una especie de invasión estable del sur de Francia auspiciada, llevada a cabo, mantenida en el tiempo y aumentada por los marinos españoles del siglo X.

Para poneros en cuestión, he de adelantar que nuestros marinos españoles fundaron una especie de Estado islámico en tierras francesas, concretamente en una ciudad llamada Fraxinetum, que debe ser el actual pueblecito de La Garde-Freinet, muy cercano a Marsella. Os lo voy a contar brevemente.

Es menester decir como introducción que entonces abundaban los corsarios y los piratas, que los había catalanes, franceses y desde luego andaluces. Eran navegantes que habían hecho su modo de vida de robar y matar a sus colegas, fueran o no fueran de su misma religión y patria. Era un riesgo adicional que debían afrontar los marinos mercantes en las ya de por sí peligrosas travesías por esos mares de Dios. Hay que decir también que la mayoría de esos corsarios eran españoles y que escaseaban los árabes o musulmanes, que se dedicaban a otros menesteres menos azarosos.

Su modus operandi era apresar naves que pasaran a su alcance, raptar a los viajeros por los que se sacaría un suculento rescate y quedarse con el cargamento como botín de guerra en tiempos de paz. Generalmente operaban en las mismas zonas costeras, y los naturales debían organizarse si querían defenderse de esos ataques. Así los vemos vigilando sus costas con torres de vigía, construyendo varaderos en los que amarrar sus naves de defensa y alejando en lo posible de las costas las poblaciones susceptibles de ser atacadas por estos desalmados.

El peligro aumentaba si esos piratas llegaban en su osadía a adentrarse tierra adentro, estableciendo colonias o asentamientos propios, que difícilmente abandonaban. Y eso ocurrió con una panda de marinos corsarios de Pechina, que saquearon las costas del sur de Francia, se metieron tierra adentro y se asentaron en Frexinetum, en plena Provenza francesa, con la pretensión de quedarse allí más o menos establemente.

El caso es que, amigos míos, España invadió Francia. Resulta que en el año 891 una expedición de marinos andaluces con puerto en Pechina, desembarcó en la costa de la Provenza, estableciéndose en una posición montañosa y anteriormente fortificada llamada Frexinetum. Y ya sabéis lo que ocurre con el efecto llamada. Resulta que los recién llegados debieron encontrarse estupendamente, se lo dijeron a sus paisanos, que comenzaron a llegar en bandadas a aquellas tierras como moscas en busca de la rica miel.

Poco tiempo después y ya convenientemente reforzados por los nuevos inmigrantes, los encontramos haciendo sus incursiones y sus saqueos por Frejus, se acercaron a Marsella, saquearon el monasterio de san Víctor en busca de sus riquezas, remontaron el Ródano y se apoderaron de todo lo que pudieron y más. Un desastre para los franceses porque nadie era capaz de pararlos y eran como una plaga de langosta que come todo lo que encuentra a su paso, llegando incluso al Piamonte, en la lejana Italia.

Esta ocupación duró bastante tiempo, que en el año 933, reinando ‘Abd ar-Rahmān III, todavía andarán sembrando el terror por aquellos andurriales, para disgusto de Otón, el emperador de Alemania, mientras se encogía de hombros el califa cordobés, que en teoría era el indicado para pararles los pies. Pero eso es adelantamos en el tiempo. Dejemos constancia de que por una vez en la vida y sin que sirva de precedente, España, o mejor, un puñado de lunáticos españoles invadió Francia y establecieron allí una colonia estable.

Dejemos Almería. Volvamos a las revueltas que tuvo que soportar nuestro emir. Volvamos a hablar del descontento general de los españoles, fueran árabes, bereberes, mozárabes o muladíes. Desorden general y descontento de todos, que hacía levantar la cabeza a cada uno de los colectivos, planteándose muchas cosas, empezando por la autoridad suprema, siguiendo por el modelo de convivencia, y terminando por cuestionarse la tiranía y el mal gobierno de la mayoría de los emires.

Bastantes muladíes, lejos de haberse islamizado, hacían causa común con los mozárabes, volviendo muchos de ellos al cristianismo, lo que daba más fuerza a su levantamiento y sus reivindicaciones. Y al mismo tiempo se levantaban tanto árabes como bereberes, hartos de la tiranía de los omeyas y de su camarilla gobernante. La revuelta era de tal calibre que se extendía por todos los territorios del reino y abarcaba a personas de todos los colectivos, razas y religiones.

¿Qué hacía nuestro viejo amigo ‘Umar ben Hafsun, mientras en Sevilla y Elvira las cosas estaban más que agitadas con revueltas y matanzas de españoles? Hay que decir que alguna participación sí que tuvo en ambos casos, aunque fuera esporádica, aprovechando ocasiones puntuales para colocarse él lo mejor posible. Pero antes, miremos un poco a la persona.

Hay una serie de preguntas que me hago muy a menudo mientras leo y escribo sobre este personaje tan interesante. ¿Tenía de verdad un proyecto serio para articular un reino español en tierras de al-Ándalus? ¿Era más bien un oportunista, un ser inconstante, inconsciente, movido más por intuiciones que por una planificación seria? ¿Tuvo alguna vez claro qué quería hacer, adónde llegar, se fijó alguna vez un objetivo y puso todos los medios a su alcance para conseguirlo?

Su sueño, eso sí que está bastante claro, era mandar en las tierras que van desde Córdoba hasta la costa mediterránea y a eso dedicó sus esfuerzos. ¿Organización? Pues nada más que la justa. ¿Estrategia? Bastante deficiente, de acuerdo con la psicología del personaje.

‘Umar era un hombre típicamente mediterráneo. No podía ser de otra manera. Si se ve apurado, no duda en pedir el amparo del emir y su alianza, que por otra parte, éste se la da encantado. Si de lo que se trata es de ganar tiempo, no duda en marchar a Córdoba y poner su espada al servicio del emir. Si hay que ganarse la confianza ocasional del soberano, le envía rehenes diciendo que son sus hijos cuando en realidad no lo son y le importan un comino.

Sus relaciones con otros rebeldes, españoles o no, siguen la misma pauta, que desde luego no es rectilínea. En ocasiones les ayuda y se pone de su parte, y otras veces les ataca sin ninguna consideración. Lo mismo sucede en sus relaciones con rebeldes de las marcas media o superior, o con los reyes africanos, enemigos del emir cordobés. Da la impresión de que todo depende del momento o del humor de nuestro gran caudillo.

Por dos veces lo vemos intentando conseguir las bendiciones de los reyes musulmanes enemigos de los omeyas. En una, establece contactos con los africanos y en otra, envía mensajeros nada menos que a Bagdad para que los abásidas lo apoyen en su lucha para derrocar a los omeyas del trono de Córdoba. ¿Es o no es eso oportunismo?

‘Umar es un líder nato, arrastra las masas, aprovecha ideas fuertemente arraigadas en el pueblo que quiere sublevar, hace que sus hombres dejen casa, vida y hacienda para seguirle y, sin embargo, es un personaje desorganizado, sin proyecto definido, vacilante, sinuoso, poco rectilíneo. Pero, claro, ¿estoy juzgando a una persona del siglo IX con mente del XXI? ¿No tenía el mismo perfil el emir cordobés, que también le tendía su mano en son de paz para evitar que se la mordieran? ¿O quizá era un ser contradictorio, con luces y sombras, como casi todos los mortales?

Lo hemos visto portarse como un perfecto caballero cuando, a la muerte de al-Mundir, ‘Abd Alla le pide que respete el cortejo fúnebre desde Bobastro hasta Córdoba. Pero lo hace esperando conseguir algo a cambio, que ‘Abd Alla lo recompensó nombrándolo gobernador de la provincia de Regio. Pasados solamente unos meses, se entera de que hay revueltas contra ‘Abd Alla en Elvira, en Sevilla y en otros lugares de menor importancia, y vuelve a su rebeldía, ataca las plazas leales a Córdoba y en la práctica se hace dueño de Écija, Osuna, Estepa, de casi toda Andalucía. En sus ataques llega hasta las cercanías de Córdoba. Cuando tiene el trabajo casi hecho, como si sintiera pereza de continuar, manda decir al emir que ya basta, y que está dispuesto a dejar las armas, por el momento.

Luego le vemos aceptando la petición de los muladíes de Elvira, luchando contra los árabes mandados por Sauar y sufriendo allí una de sus primeras derrotas. Sin embargo, continúa adelante porque se ve dueño de, al menos, tres provincias, las de Regio, Elvira y Jaén, y piensa que es el momento de ir directamente sobre Córdoba, porque cuenta con un mozárabe llamado Servando, que ha huido de la ciudad involucrado en un asesinato y le dice que allí lo están esperando como a un libertador.

Porque los mozárabes cordobeses mantenían su fe y sus costumbres, su cultura y sus luchas, a pesar de los pesares. Se conservan unos epigramas latinos, escritos por el arcipreste Cipriano en el año 890, que nos dan cuenta de la organización de la iglesia cordobesa, su jerarquía, sus iglesias y, naturalmente, de su dominio del latín.[53] Estos epigramas nos dan cuenta de que este Servando, después de haber hecho todo el daño que pudo a los mozárabes, probablemente entendió que ‘Umar se saldría con la suya y se puso de su parte.

Decía que Servando abandonó Córdoba, se pasó al bando de ‘Umar y acompañado de una banda de unas gentes de baja ralea, atacó el castillo de Poley y lo conquistó en nombre de ‘Umar. Claro que la revuelta duró bastante poco porque el emir envió un destacamento en su busca, lo encontró, le cortaron la cabeza y la llevaron como trofeo al soberano, que no se contentó con eso, sino que decidió que el padre acompañara al hijo en su camino al Más Allá, por lo que fue crucificado en las orillas del Guadalquivir.

De cualquier manera, ‘Umar se había apoderado de Poley. A costa de que un par de cabezas rodaran por Córdoba, pero el caso es que ampliaba sus dominios en una plaza más, ésta de verdadera importancia. Y era dueño de casi toda la campiña cordobesa: Poley, Lucena, Baena, Priego, hasta Écija, importante ciudad que contaba también con una fuerte población de mozárabes. Tan importante consideraba su nueva conquista que, por el momento, trasladó el cuartel general de sus tropas dividiéndolas entre Poley y Écija.

En estos momentos de su vida, pienso que le entraron en la cabeza deseos de grandeza, unidos a una refinada ansia de vengarse de los emires cordobeses. Como era un redomado oportunista, no se le ocurrió otra cosa que enviar un embajador al emir de Kairuán, cargado de regalos y con una petición envenenada. Le pedía que le facilitase un tratado de amistad y cooperación con los abásidas de Bagdad, en cuyo nombre pelearía en adelante para fulminar a los omeyas cordobeses. Ahí es nada. Quería hacer un tratado contra natura, aprovechando odios ajenos en beneficio propio. O quizá lo que deseaba era tutearse con los abásidas para poner de uñas a los omeyas cordobeses. Cualquiera sabe.

Córdoba estaba prácticamente cercada por los soldados de ‘Umar, que insistían a su jefe en la conveniencia de conquistarla. Los soldados de ‘Umar hacían descubiertas que llegaban a las mismas riberas del Guadalquivir asaltando y acuchillando a los habitantes de los arrabales. Algunos jinetes llegaron hasta el mismo Puente de Alcántara, un lugar jamás pisado por los ejércitos españoles desde la conquista de la ciudad. El peligro estaba ahí, muy cerca.

‘Umar tenía información directa de la situación en que se encontraban los cordobeses. Las noticias que le traían sus amigos eran francamente favorables para él. Las gentes estaban consternadas por lo que sucedía y muy preocupadas por la carencia de alimentos y de otros productos básicos. Los mercados estaban desiertos, el pan escaseaba, estaba muy caro, los soldados no recibían sus pagas y todo el mundo estaba desanimado, incluido el emir. ‘Abd Alla siempre pecaba de una pasividad que esta vez exasperaba a sus súbditos. Córdoba era en estos momentos como una plaza fronteriza y estaba expuesta a los ataques de sus enemigos. Hasta los alfaquíes y los astrólogos habían tomado la iniciativa, anunciando por calles, plazas y mercados la inminente capitulación de la ciudad, con día y hora incluidos, naturalmente que en castigo de los pecados que aquellas pobres gentes supuestamente habrían cometido. Mirad lo que decían estos desgraciados para meter a los pobres cordobeses más miedo del que ya tenían:

—Esta catástrofe acontecerá un viernes, entre el mediodía y las cuatro de la tarde, y durará hasta la puesta del sol.

‘Abd Alla no sabía qué hacer. Estaba más abatido que todos sus súbditos juntos, incluidos astrólogos y alfaquíes. No le salía de dentro jugarse el tipo en un ataque con escasas probabilidades de éxito. Su manera de ser le empujaba a hacer concesiones al muladí, halagarlo y ofrecerle honores y prebendas para que dejara de asfixiarlo y de estrechar el cerco sobre Córdoba. Pero esta vieja táctica suya estaba desacreditada ante sus súbditos y además, no podía contemporizar una vez más porque la amenaza era muy seria. Si hasta ahora había dejado que el tiempo arreglara las cosas, había llegado la hora de tomar una determinación. Debía sacar fuerzas de flaqueza y arriesgar, jugándose el todo por el todo.

Pues por una vez en su vida tomó una decisión que sus allegados consideraron bastante temeraria, pero ¿qué otra salida le quedaba? Se lo iba a jugar todo a una carta atacando frontalmente a ‘Umar en su reducto de Poley, porque le iba en el empeño la herencia recibida de sus padres, la que debía entregar a su sucesor y, naturalmente, su propia cabeza. Así que procedía animar a sus súbditos que estaban bastante alicaídos, reunir todas las fuerzas disponibles, emprender el camino de Poley y ponerse en las manos de Alá porque las cosas no estaban en absoluto claras para él. Por lo pronto, contaba con unos quince mil efectivos, entre soldados profesionales y voluntarios de Córdoba y otras provincias, y sabía que su enemigo podía contar con más del doble.

‘Umar se enteró enseguida de los planes de ‘Abd Alla y su reacción fue reírse de él a mandíbula batiente, comparando a los ejércitos cordobeses con manadas de bueyes. Luego abandonó Écija y marchó directamente en busca de su enemigo.

Cuando un emir salía personalmente a una de estas campañas, la liturgia mandaba que se reuniera todo el ejército, acampara en el llano de la Secunda, al otro lado del Guadalquivir, plantara allí su tienda, revisara las tropas y al día siguiente partieran todos en dirección al objetivo. Eso era lo que estaba indicado, que se cumplió sólo a medias porque ‘Umar, un redomado fanfarrón que sabía de liturgias cordobesas más que el emir, tuvo los redaños de acercarse al campamento con unos cuantos tan locos como él, con la intención de prender fuego a la tienda del soberano y echar a perder la expedición sin que hubiera comenzado.

Ocurrió que los cordobeses ni eran tontos ni mancos, fueron descubiertas las intenciones del rebelde y le dieron el recibimiento que merecía su insensatez, que para el caso fue una lluvia de flechas que a poco no acaban con el rebelde, con su insensato atrevimiento y de paso con la rebeldía del señor de Bobastro. Mal empezamos la partida de ajedrez. ‘Umar, viendo que su bromita le iba a salir cara, se retiró en dirección a Poley, seguido muy de cerca por los jinetes de ‘Abd Alla que llevaban como estandarte las cabezas de unos cuantos españoles, perdidas por los interesados en la broma de la Secunda.

Despuntaba el día 15 de mayo del año 891. La caballería cordobesa salió de su campamento de la Secunda en dirección a Poley, adonde llegaron al caer de la tarde, acampando cerca de un arroyo. Esa misma tarde las patrullas de reconocimiento de ambos bandos tomaron contacto y llegaron al acuerdo de iniciar el combate a la mañana siguiente. Los españoles tenían moral de victoria, siquiera porque doblaban en número a sus enemigos. Así las cosas, los españoles, con ‘Umar al frente, se ordenaron para la batalla, colocándose en una colina que dominaba la fortaleza de Poley. Los cordobeses se situaron en otro montículo en la ladera de enfrente, capitaneados por el emir, que estaba sentado bajo su estandarte para contemplar desde allí la pelea y dar las órdenes oportunas a sus combatientes.

Instantes después se dio la orden de iniciar el combate. El corazón del emir latía como si no hubiera combatido nunca. ¡Qué paradoja! Estamos siendo testigos del comportamiento de un hombre cruel para las venganzas y un cobarde redomado para luchar frente a frente. Y sin embargo no le quedaba otro remedio que hacerlo. ‘Umar era un inconsciente, que poco tenía que perder y mucho que ganar, y por consiguiente, estaba bastante más tranquilo.

El estruendo se hizo enseguida insoportable. Por todas partes se oía el sonido de tambores y lelilíes, mezclado con los alaridos desesperados de los soldados de ambos bandos. Sobresalían en medio del tumulto los gritos de ánimo de los sacerdotes cristianos invocando a Santiago, y también a los alfaquíes proclamando que Alá es vencedor.

‘Abd Alla había colocado en su ala izquierda a los soldados más preparados de su ejército, que enseguida fueron tomando ventaja sobre el ala derecha de los cristianos, a quienes se les veía retroceder conforme iba discurriendo la pelea. En poco tiempo los cordobeses iban arrinconando a los cristianos, cortando impunemente sus cabezas y presentándolas al emir como trofeo horrendo y glorioso al par. ‘Abd Alla recibía cada una de estas cabezas ensangrentadas con respiros de alivio que se transformaban poco a poco en gestos de rabia y de alegría, para dar a continuación suculentos premios a los que se las traían.

Cuando el ala derecha de ‘Umar estuvo poco menos que destrozada, todo el ejército cordobés se abalanzó sobre la izquierda, que estaba mandada personalmente por ‘Umar, quien no pudo mantener el ánimo y las fuerzas de sus hombres, sencillamente porque ya era imposible arreglar el completo desastre. Sus hombres se estaban dejando llevar por el terror que les infundían sus enemigos. Por eso volvieron sus espaldas y salieron huyendo en completo desorden, cada uno donde pensaba que podía estar el mejor refugio para librarse de la muerte. ‘Umar, completamente desolado por el tremendo desastre, se dirigió al castillo de Poley buscando refugio, mientras otra parte de su ejército huyó en dirección a Écija.

La caballería cordobesa se dividió para seguir a unos y a otros, consiguiendo matar a muchos de los que huyeron a Écija. Pero la peor parte se la llevaron los que se encerraron dentro de las murallas de Poley porque los que llegaron primero cerraron afanosamente las puertas, pagando con la vida los más retardados y se encontraron sin posibilidades de escapar, con el ejército cordobés tratando de exterminarlos antes de que se metieran dentro. El mismo ‘Umar estuvo a punto de sufrir en sus carnes las consecuencias de aquella derrota y de aquella huida tan desordenada. Menos mal que algunos de sus hermanos le largaron cuerdas desde las almenas y con gran esfuerzo lo levantaron desde la silla de su caballo hasta hacerlo entrar en la fortaleza.

Y menos mal que los soldados del emir se pusieron ciegos por la avaricia y se dedicaron a saquear el campamento español. Muchos se salvaron por eso y porque los realistas se dedicaron a burlarse de los ejércitos de ‘Umar, que si no, acaban aquella tarde con todos. Desde las murallas de Poley, los españoles oían las maldiciones de sus enemigos, sus burlas y sus blasfemias. El odio de los árabes hacia los españoles salía a flote y se manifestaba ahora más que nunca. ‘Umar, cabizbajo y profundamente abatido, al final tuvo que salir de Poley y marcharse en dirección a Archidona para desde allí pasar a la serranía que tan bien conocía desde niño. El pato lo pagaron los infelices que permanecieron en la vieja fortaleza, aproximadamente mil, que fueron decapitados por orden de ‘Abd Alla. Cuentan los cronistas que se salvó nada más que uno, que renegó de su religión cristiana y se hizo allí mismo musulmán.

A partir de ahí, ‘Abd Alla no hizo más que recoger los frutos de su sonora victoria. A ‘Umar le tocaba probar la amargura de su estruendosa derrota. Desde Poley, el emir cercó y tomó Écija, pasó después a Bobastro, donde se dejó ver y punto, porque aquella fortaleza y aquella serranía eran para sus ejércitos una conquista imposible. A continuación fue a conquistar Archidona, luego Elvira, Jaén y desde allí pasó a Córdoba a tomar un merecido descanso y prepararse para rematar la faena de acabar con la rebelión de los españoles.

‘Umar también necesitaba tomarse un respiro y meditar acerca de su futuro y el de sus hombres. Como primera providencia, se hacía urgente recuperar algo del prestigio que se dejó de mala manera bajo las murallas del castillo de Poley. Pero esa iba a ser una tarea imposible porque era nadar contra corriente.

Los años siguientes fueron para ‘Umar de verdadero declive, aunque de vez en cuando volvieran a su cabeza los sueños de juventud e intentara liderar lo que los españoles tanto deseaban, que era sacudirse un dominio que les resultaba aborrecible. Pero ya no va a ser el de antes. Consiguió, es verdad, reconquistar algunas plazas, llegó a acuerdos con el emir, que ‘Umar raramente cumplía, volvía a sus montañas de Bobastro donde más seguro estaba, y poco más.

En el año 899 ocurrió una cosa de singular importancia en su vida, y es que se hizo bautizar, volviendo así a la fe de sus mayores. Se puso de nombre Samuel, y su esposa, que también se bautizó, el de Columba.

Esta conversión, he de decirlo, me llena de curiosidad. ¿Qué sentía ‘Umar para dar este paso tan peligroso para su futuro? Porque no olvidemos que a partir de ese instante se hace acreedor a toda clase de maldiciones por parte de los musulmanes, y a una muerte segura si conseguían echarle las manos encima. No se trató, por tanto, de algo folclórico, ni siquiera sentimental, porque con argumentos tan endebles no se expone nadie a peligros ciertos y, por supuesto, de perder la vida. Lástima que no haya encontrado testimonios que nos den una idea de lo que debió pasar por la cabeza a nuestro personaje para llegar a pedir el bautismo. Me quedan únicamente las conjeturas.

‘Umar no tenía la fe de san Eulogio, ni la formación religiosa del abad Samsón, ni siquiera quería convertirse en mártir como muchos que hemos conocido en la Córdoba del siglo IX. Más bien me lo imagino como un personaje inconstante, sentimentalmente apegado a todo lo que procediera de sus mayores, y desde luego creo que debía tener sentimientos de cercanía hacia los mozárabes que se habían jugado el cuello por manifestar y defender su fe.

Si no pidió el bautismo por sus profundas creencias cristianas, ¿por qué lo hizo entonces? ¿Por qué se expuso a la animadversión de la clase dominante y a una muerte cierta, si se demostraba su apostasía de la religión musulmana?

No tengo más que una respuesta. La religión era uno de los pocos vínculos que unían a los patriotas españoles y aunque la sintiera superficialmente, formaba parte de los sentimientos de un pueblo expoliado de sus tierras, sin derechos civiles o religiosos en su propia patria. Su bautismo fue el último grito de rebeldía frente al poder musulmán de un patriota español llamado ‘Umar ben Hafsun. Con su conversión perdió el escaso apoyo que aún tenía entre algunos musulmanes. A partir de entonces comenzaron a llamarlo maldito, perro, personaje infame, y él sabía que era un objetivo muy claro de bastantes musulmanes. Si antes buscó, y en parte obtuvo, el favor de musulmanes africanos o de Bagdad porque odiaban a los emires cordobeses, al bautizarse va a perder todo eso. La conclusión es que ‘Umar, con su bautismo, perdió muchas más cosas de las que consiguió, y eso él lo sabía. Pero era un rebelde. Siempre había sido un rebelde y odiaba profundamente todo lo que oliera a musulmán, desde su poder hasta su religión, a los árabes y a los bereberes, a los nobles y al pueblo sencillo. Ese, en mi opinión, es el significado de una conversión que no se explica de otra manera que desde una pizca de religiosidad, una buena dosis de patriotismo y la innata rebeldía del personaje ante un poder opresor.

‘Umar continuó durante bastante tiempo siendo dueño y señor de muchas tierras de al-Ándalus, especialmente de las provincias de Regio y de Elvira. Sin embargo, el gobierno cordobés fue poco a poco tomando la iniciativa y desarrollando una serie de expediciones que restablecieron el prestigio de los omeyas por estas tierras. A partir del año 900, los ejércitos van conquistando la mayoría de las plazas importantes que anteriormente obedecían a ‘Umar, incluidas muchas de la provincia de Málaga. Hacia el 905, ‘Umar sufre otra importante derrota en el Guadalbullón, cerca de Jaén. Y así poco a poco, paso a paso, ‘Abd Alla fue sometiendo a su obediencia a la mayor parte de las ciudades y castillos de al-Ándalus.

Por otra parte, ya es un viejo de casi cincuenta años. Las fuerzas de antaño van desapareciendo conforme su cabeza se va cubriendo de canas que anuncian una vejez que se acerca por días. ‘Umar ya no es el de antes. Volverá a pelear, intentará dar aliento a las ansias de libertad de su pueblo, querrá aprovechar la desunión de sus dueños musulmanes, pero es consciente de que esa es una batalla perdida. Quién sabe si, pasado el tiempo, otros hombres valientes traerán vientos de libertad.

Dejemos a ‘Umar. Veamos la situación en las fronteras de al-Ándalus y las luchas de ‘Abd Alla contra los cristianos del norte.

Os he contado cómo andaban las cosas en la actual Andalucía cuando ‘Abd Alla accede al trono, y las revueltas de las provincia de Elvira, Sevilla y Regio, la actual Málaga. Y bien, ¿cómo marchaban en las marcas o territorios fronterizos con los reinos cristianos? He de deciros que bastante peor. Para empezar, el emir no tuvo una política definida y todo fueron bandazos, sin objetivos, ni decisión, ni valentía para afrontar lo que tenía por delante. Estuvo siempre al verlas venir y si alguna vez se decantó por algo en concreto, fue por hechos consumados. Por poneros un ejemplo, si algún rebelde se apoderaba de territorios del emir, en lugar de fulminarlo como hubieran hecho sus antepasados, lo nombraba gobernador y apaciguaba de esa manera al rebelde. De ahí en adelante, todo lo que queráis.

Córdoba estaba en la práctica rodeada de pequeños estados independientes que se extendían por toda la Península Ibérica. Hemos hablado ampliamente de Elvira, de Sevilla, algo menos de Mérida, ya desde la época de al-Mundir dominada por el Hijo del Gallego. Toledo y Zaragoza eran plazas que tampoco reconocían la autoridad del emir. Y de ahí en adelante, pues todos.

En relación a estos estados independientes, ‘Abd Alla tuvo una única política común, que fue la de procurar que no se unieran todos contra él, que esto sí sería fatal para sus intereses. Claro que, dado el perfil de estos reyezuelos y de los súbditos respectivos, esa unión era imposible por las evidencias que hemos tenido hasta ahora. Si algo les unía era la envidia a sus vecinos que les podía por encima de cualquier otro sentimiento común. Así que, por ese lado, tranquilo.

Esos pequeños estados prestaron un buen servicio al emir, por supuesto que sin proponérselo. Fueron como una primera fuerza de choque ante los ataques de reconquista porque a la vez que hacían su guerra santa, paraban a los cristianos. Probablemente por esto, durante el reinado de ‘Abd Alla no sufrieron los ataques de los reinos cristianos, como ocurrió en épocas anteriores. Más bien al contrario, lo que vamos a ver es a unas patrullas de locos de atar, místicos musulmanes, que pretenden llevar las conquistas en contra de los signos de los tiempos, que ahora soplaban a favor de los cristianos. Como en casos parecidos, dan risa y pena al mismo tiempo. De todas maneras, son divertidos y alguno os voy a contar.

Hacia el siglo IX, aparecen en el Islam una serie de místicos iluminados, que excitaban a las masas y las empujaban a empresas increíbles en razón de su poder, mágico y religioso a la par. Se extienden principalmente entre los bereberes, más incultos, más reivindicativos, más pobres, y, por tanto, más aptos para ser embaucados por personajes como los que os voy a describir a continuación.

La revolución de las ideas es bastante paralela en todas las religiones, y algunos musulmanes, un poco hartos de las especulaciones de los alfaquíes oficiales, resolvieron que había llegado la hora de dar rienda suelta al libre albedrío, liberando la especulación teológica de las ataduras rigoristas, para dejar a cada cual que piense lo que quiera, sienta como quiera, y actúe como quiera, sin más miramientos que los que se le pasen por su ajetreada cabeza. Era una especie de protestantismo mezclado con ideas de Plotino, pero en bereberes en pleno siglo IX. El ideólogo de esta revolución fue un oriundo del valle de los Pedroches llamado Abenmasarra.[54]

Pues allí instaló su fundación en una especie de monasterio, desde el que anunciaba bienes y males, y trataba de exaltar los ánimos de su audiencia para que emprendieran tareas disparatadas, que es lo normal en estos casos. Y enseguida se vieron potenciados por los más exaltados alfaquíes, que predicaban males para el Islam, causados por la disolución de las costumbres y por los vicios execrables de sus ilustres paisanos. Naturalmente, ofrecían a quien les quisiera oír que obtendrían el perdón de sus innumerables pecados si hacían la guerra santa, ya casi olvidada por bastantes bereberes españoles.

Pues hasta hubo quien les hizo caso. Quiero decir que todos estos personajes mezclados, van a protagonizar una hazaña que hace reír y llorar a un tiempo y que os voy a contar.

Abenmasarra se dedicó un buen tiempo a recorrer las tierras altas de al-Ándalus, haciendo milagros reales o ficticios, y predicando la guerra santa contra los reinos cristianos del norte, enemigos del Islam. Iba vestido con un sayal de lana, calzaba sandalias de esparto e iba encaramado en un modesto borrico, pero con la particularidad de que, al acercarse sus potenciales clientes para escucharle el fervorín, dejaba la cómoda posición de sentado a horcajadas para ponerse en pie encima de la modesta montura del infortunado jumento. Los andaluces, tan dados al mote, lo bautizaron enseguida, es un decir, como el hombre del borrico.

Se preconizaba como el gran reformador de las doctrinas de Mahoma y el componedor de alianzas extrañas y que yo no me llego a explicar. Porque a ver quién entiende la manía de este sujeto por sellar y rubricar una alianza entre los Banu Qasi de Aragón y ‘Umar ben Hafsun, se supone que ambos españoles, enemigos de árabes, bereberes y de todos los musulmanes de España. Bien. No hay por qué entenderlo todo. Sigamos adelante que éste no ha terminado.

Pasa el tiempo y ve que le falta un astrólogo decente en su nómina, que se apresuraron a contratar. Y ya, con el equipo completo, se dedicaron a predicar por el Valle de los Pedroches primero y luego por el resto de al-Ándalus, cruzadas contra cristianos con premios y castigos sobrenaturales. Así pasan de un lugar a otro, consiguiendo adeptos y preparando una empresa guerrera que no tenía ni pies ni cabeza. El objetivo era expulsar a los cristianos de Zamora, liquidar a todos sus habitantes y ocuparla permanentemente por Abenmasarra, su astrólogo y todos los insensatos que les seguían.

Pues conseguía adeptos, no creáis, que como el tío hacía sus milagros y todo, pues los tenía con la boca abierta. Que ¿qué milagros? Bueno, pues algunos, digamos que de segundo rango, de dificultad menguada y fácil truco. Por ejemplo: agarraba con sus membrudas manos un manojo de sarmientos secos, los apretaba fuertemente y conseguían algo así como el zumo de uvas imaginarias. El caso es que los tenía con la boca abierta, y lo que es peor, iban flechados hacia Zamora, donde evidentemente los estaba esperando el rey Alfonso III.

Cuando estaban a una jornada de camino, los jefes de la expedición decidieron mantener las formas y enviaron un mensajero a Alfonso con lo único que podía decirle este desgraciado, que era algo así como un ultimátum. Si tal día como mañana, todos los zamoranos de un golpe, no decían que Alá es Dios y Mahoma su profeta, van a quedar exterminados por el hombre del borrico, por su astrólogo, sus seguidores y acólitos.

Y, ¿qué pasó? Porque pasó. No lo he inventado. Era el día 10 de julio del año 901 cuando los iluminados musulmanes se lanzaron en tromba sobre Zamora con las nefastas consecuencias que eran de esperar. Aquello fue una carnicería y un desastre. La cabeza del líder musulmán permanecerá durante mucho tiempo colgada en una de las puertas de Zamora para recochineo de los acosados lugareños y para aviso a navegantes. Y esta aventura de místicos insensatos va a servir de ejemplo también en el bando contrario, como alguna vez os conté en otro libro.[55]

Sigamos. Antes de concluir nuestra narración sobre el reinado de ‘Abd Alla, quiero que echemos un vistazo a los otros territorios en teoría bajo el dominio de Córdoba y en la práctica completamente independientes.

La situación en Badajoz la dejamos bastante dibujada anteriormente. Nuestro viejo conocido, el Hijo del Gallego, (mencionaremos por una vez su nombre completo: el muladí ‘Abd ar-Rahmān ibn Marwan al-Chilliqí), se había hecho dueño y señor de aquellas preciosas tierras durante el mandato de Muhammad I, y lo conservó y amplió en épocas de al-Mundir y de ‘Abd Alla.

Teóricamente era vasallo del emir cordobés y si era llamado a alguna expedición, hacía lo que le mandaban aunque fuera contra los españoles con tal de conservar su feudo a salvo de ambiciones. Ya os conté cómo acudió raudo y veloz a atacar a los españoles de Sevilla en su pelea contra los árabes. Lo hizo con dos objetivos: por congraciarse con los árabes y evitar que en la próxima intentona le tocara a él, y, por supuesto, para recolectar un cuantioso botín, que pasara de los bolsillos de los españoles sevillanos a los de los españoles extremeños.

Aparte de ser una especie de baluarte español en Badajoz, tuvo una idea genial, que llevó a la práctica, dejándonos un legado impagable. Badajoz era un pueblo de nada y él lo convirtió en una gran ciudad, la dotó de fortificaciones excelentes, la llenó de parques y jardines, de palacios, calles y plazas que siguen siendo hoy un lugar ideal para vivir y soñar.

Los sucesores de nuestro personaje mantuvieron la antorcha de un reino en la práctica independiente y soberano, hasta el año 929 en que ‘Abd ar-Rahmān III los hizo volver a la soberanía de Córdoba.

Toledo, ahora sin hacer mucho ruido y a la chita callando, también hacía rancho aparte. Tuvieron que hacer frente, más veces a intentos de adhesión de bereberes, que a ataques por parte del gobierno cordobés.

En la Marca superior las cosas fueron algo más complicadas. En algún momento llegaron a temblar en Córdoba porque aparentemente se iban a unir los dos rebeldes españoles de más entidad. Me refiero a Ibn Hafsun y a Muhammad ibn Lope, caudillo ocasional de los muladíes Banu Qasi. No fue posible tal coalición porque a Lope le salió un enemigo en casa, el gobernador de Zaragoza apodado al-Ancar, que en castellano se traduce por «el tuerto», brazo ejecutor de matanzas y ejecuciones sobre las cabezas de los enemigos de ‘Abd Alla. No penséis que esta idea se quedó en eso, sin un conato de llevarla a la práctica hasta el punto de que los ejércitos de Lope estaban ya en la provincia de Jaén cuando recibieron la orden de retirada.

De cualquier manera, la situación está descrita. El emirato omeya de al-Ándalus fue un completo desastre durante el reinado de ‘Abd Alla. Comenzó mal y terminó peor. Cualquier lector apreciará que no se fue todo al traste por pura casualidad. Pero renacerá de sus cenizas. Como el Ave Fénix, cuando todo anuncia su inmediato aniquilamiento, va a recobrar un esplendor que jamás soñó el emir. Fue un reinado verdaderamente agitado, convulso, cruel, una época para olvidar.

‘Abd Alla era ya un anciano cuando murió en la noche del 15 de octubre del año 912. El trono francamente parecía tambaleante. Se podía ir a pique en cualquier momento. Todo caía sobre los hombros del nieto y heredero, el príncipe Abu-l-Mutarrif ‘Abd ar-Rahmān. Como el momento era extremadamente crítico, el juramento de fidelidad y su proclamación como emir se hizo enseguida. Toda la familia real se vistió de color blanco en señal de luto riguroso y le prestó juramento de fidelidad. La fecha era simbólicamente importante porque se inauguraba el año 300, el siglo IV de la era musulmana. Con él va a comenzar la época más grandiosa de los musulmanes de España.