CAPÍTULO 7

‘ABD AR-RAHMĀN II, CUARTO EMIR DE AL-ÁNDALUS

Respirad tranquilos, amigos míos. Hasta ahora no he parado de contar rebeliones, matanzas, aceifas y otras actividades más bélicas que otra cosa. Seguramente os estáis preguntando, y con bastante razón, si es que los musulmanes cordobeses no hacían más que matarse unos a otros. Pues bien, he de deciros que con el reinado de ‘Abd ar-Rahmān parece que las cosas van a tomar un cariz algo diferente.

He dicho que las cosas van a cambiar, y lo explico, porque las represiones de al-Hakam habían apaciguado bastante al personal hasta dejarlos con pocas ganas de más revueltas y más matanzas. Dejando sentado que, si no es por la mano de hierro del padre, a estas alturas no hubiera quedado gran cosa del reino omeya de Occidente, la verdad es que al-Hakam se había pasado varios pueblos, matando a tirios y a troyanos, a españoles y a musulmanes, y a todo el que se atreviera a toserle más fuerte de la cuenta. Al hacerse cargo ‘Abd ar-Rahmān del trono, las cosas estaban bastante templadas en el interior. En cuanto a las fronteras exteriores, también estaban los ánimos menos exaltados que en épocas anteriores.

He dicho que las cosas van a tomar un cariz algo diferente, matizando con la palabra algo, que éstos no podían vivir sin sediciones, guerras y otros menesteres parecidos, amén de que el guirigay interior seguía estando vivo en las distintas comunidades que poblaban nuestra tierra, y ese descontento forzosamente volverá a manifestarse todas las veces que haga falta.

Resumiendo, digamos que van a ser casi treinta años razonablemente tranquilos en los que España contaba con una administración aceptable, tenía una economía saneada, la gente vivía bastante bien, y lo que es más importante, en relativa paz interior y exterior. ¿Qué más se podía pedir?

Pero no adelantemos acontecimientos. Volvamos al 24 de mayo del año 822, esto para entendernos, que nuestros musulmanes decían que faltaban tres noches para que terminara el mes de Du l-Hiyya del año 206. Ese fue el día en que ‘Abd ar-Rahmān, un hombre de treinta años, es proclamado emir de al-Ándalus.

Fue una fecha completa de celebraciones y festejos. El más importante de todos duró casi toda la jornada y tuvo lugar en el salón del trono del Alcázar. El emir permaneció sentado mientras su chambelán ‘Abd al-Karim ben Mugith iba tomando el juramento de fidelidad a todos los notables del reino. No faltó ni uno.

Acudieron sus hermanos, luego toda su familia, los coreichitas y el resto de la nobleza de Córdoba, los visires, alfaquíes, katibes y todos los servidores del palacio. Vinieron delegaciones nutridas e importantes de todas las provincias. Nadie se hizo el remolón. A continuación de la nobleza, el chambelán tomó juramento a mucha gente del pueblo, fueran cristianos o musulmanes.

Al concluir el juramento, se procedió a dar sepultura a al-Hakam. Se organizó una solemne comitiva presidida por el joven emir que llevó los restos de su padre al mausoleo existente en el interior del Alcázar, y allí ‘Abd ar-Rahmān dirigió la oración ritual, mientras se le sepultaba junto a su padre y su abuelo. El joven emir estuvo orando por él a la Divina Providencia hasta que lo cubrió la tierra. Luego se sentó en el suelo e hizo el discurso fúnebre, anunciando que intentaría ser un emir recto y compasivo con su pueblo. Al finalizar, el chambelán recitó unos versos que había escrito, manifestando su sentimiento de veneración y recuerdo para el emir fallecido, y la felicitación y los mejores deseos para el sucesor.

La expectación en el reino era enorme. Casi todos habían soportado en sus carnes las represiones de al-Hakam. Es obvio que estudiaran los primeros movimientos del sucesor hasta ver si persistía en la política de matanzas y mano dura del padre. Soñaban con algo de templanza, que a estas alturas estaba haciendo falta en los ánimos del emir y especialmente de sus súbditos.

‘Abd ar-Rahmān se parecía muy poco a su padre, que le hizo vivir a su lado, en el Alcázar, educándolo con esmero en las ciencias divinas, en el conocimiento del Corán, a cuya lectura era especialmente aficionado. Se cuenta que sabía de memoria tres mil tradiciones o hadices del Profeta.

Llegó a ser buen conocedor de la lengua árabe, las humanidades, la poesía, de la que era un aceptable escritor, las ciencias islámicas, las preislámicas y la filosofía.

Fue un experto en las ciencias de su época. Dominaba las posiciones de los astros, la astronomía, la astrología y la música. Siendo aún príncipe, había enviado a Bagdad a un algecireño provisto de dinero para que le comprara o le mandara copiar libros de astronomía, de música, de medicina y de filosofía. Le trajo obras de Ptolomeo, otras de grandes astrónomos indios, de música, de composición melódica, que fue el primero en estudiar y en introducir en al-Ándalus.

Estoy intentando trazar el perfil de un rey que fue el primero en dar un barniz de cultura a la corte cordobesa, de revestirla de la pompa y majestad que va a tener en adelante, de la solvencia en todos los órdenes que la van a caracterizar durante casi dos siglos.

El emir supo elegir a personas adecuadas en los puestos claves del Estado. Durante los treinta años que durará su remado, le vamos a conocer a excelentes visires, a grandes alfaquíes, a músicos extraordinarios, a cortesanos refinados, a magníficos generales que llevarán a su ejército a notables victorias.

Por primera vez en la historia del reino omeya de Occidente, veremos en Córdoba a embajadores de Bizancio y de cordobeses allí. Será un político con relaciones internacionales muy provechosas para la estabilidad del reino.

Vamos a conocer a un rey que construyó puentes útiles para su pueblo, que edificó alcázares de ensueño, que trajo a Córdoba el agua de la sierra hasta un excelente pilón en el que bebían las gentes. Él construirá una azotea encima de la Puerta de la Asuda, la principal del Alcázar, y un malecón en la orilla del Guadalquivir que está ocupada por la muralla, para evitar que las crecidas del río hagan daño en la ciudad. Construirá ciudades como Murcia, edificará alcazabas, murallas, castillos, caminos… Y a él se le debe una obra de extraordinario valor religioso y arquitectónico, que es la ampliación de la gran mezquita de Córdoba.

En cuanto a su política global, hay que decir que estaban aún en su retina las matanzas que su padre cometió en diferentes lugares del reino. No podía quitarse de la cabeza la célebre jornada del foso en Toledo, que presenció directamente cuando era casi un niño. Le quedaba como recuerdo de ese día un tic nervioso que le hacía cerrar y abrir un ojo en expresiones subconscientes del terror que debió soportar.

Era evidente que su opción de futuro debía ser bien distinta. Lo tuvo claro desde su ascensión al trono. Sería más tolerante, más cercano al pueblo, y desde luego tenía que ganarse a pulso el amor de sus súbditos. Por eso aceptó sin rechistar la decisión de su padre cuando estaba a punto de morir y mandó decapitar al comes Rabi. El día de la crucifixión de ese personaje fue una fiesta popular para los pocos habitantes del Arrabal que ocultaban su presencia en las intrincadas callejuelas de la medina cordobesa.

Otra cuenta pendiente era la malquerencia de los alfaquíes hacia su padre y había que hacer algo por que las cosas cambiaran. No podía sostenerse un reino musulmán en perpetuo enfrentamiento con los que imparten doctrina y representan la religión, que era núcleo esencial de la vida en al-Ándalus. Los alfaquíes tenían fijación con el mercado de vinos de la Secunda que, además de ser un foco de vicios, estaba en manos de un arrendador matatías, que ejercía un monopolio férreo, con el consiguiente encarecimiento de las mercancías a favor de su propio bolsillo. Para tener de su parte a los que fueran enemigos de su padre, nada mejor que mandar derribar ese mercado. Se ganaba con ello a los alfaquíes por motivos de religión, y por razones económicas al pueblo, que estaba hasta el gorro de los precios abusivos del desgraciado arrendador.

El cambio fue inmediato. Con estas dos espectaculares medidas se había metido en el bolsillo de un golpe a los círculos religiosos y al pueblo llano. Evidentemente todo cambió a partir de entonces, y la tensión anterior se convirtió en simpatía entre gobernante y gobernados. Para suerte de todos, los años que os voy a contar van a ser muy buenos desde los puntos de vista político, económico e intelectual del emirato. Con ello quiero decir que no eran previsibles las luchas fratricidas que conocemos de reinados anteriores y las guerras por la sucesión que hemos visto en tiempos de su padre y su abuelo.

¿Qué estoy diciendo? A veces me sorprendo a mí mismo contando cosas la mar de ingenuas. Os adelanto que, naturalmente, ‘Abd ar-Rahmān, nada más sentarse en el trono de su padre, se debió fajar con dos revueltas bastante cercanas en el tiempo y en el espacio. Una se le presentó a las puertas de Córdoba, cuando casi no había recibido el juramento de sus súbditos, y en la segunda se trataba de aplacar las ambiciones de sucesión de sus parientes, esta vez no demasiado virulentas, pero no por ello menos chuscas. ¿Cómo iba a ser posible una sucesión sin su correspondiente enfrentamiento dinástico?

Os cuento la primera.

Os dije antes que, con ocasión del juramento de fidelidad al emir y su entronización, vinieron a Córdoba de las diferentes provincias muchas gentes notables y otras que lo eran menos. Llegaron auténticas delegaciones y traían encargos específicos de sus mandatarios respectivos. Se trataba de demostrar a porfía que reconocían al nuevo soberano, le prometían obediencia y todas esas cosas.

Me apresuro a matizar que muchos de los que vinieron, lo hicieron con sincera sumisión y otros no tanto, porque ya se sabe que cuando se emprende un viaje así, bastante gente aprovecha para hacer encargos en la capital, unos de compras y tal, otros más genéricos, y otros de esos que podríamos llamar de conseguidor.

La delegación de la provincia de Elvira estaba acampada en un lugar a las afueras de Córdoba, conocido como Bâllis. Era muy numerosa, y es explicable por ser probablemente la provincia más grande de al-Ándalus, la que más ingresos aportaba a las arcas emirales y la que albergaba a los súbditos menos dóciles, y no les faltaba razón. Es evidente que éstos estuvieron encantados con la crucifixión del comes Rabi, el que les imponía los impuestos más inesperados, porque cuando pensaban que estaban en paz con el fisco, éste les salía con otro pago, y otro, y otro, de manera que no los dejaba respirar. Quedaban literalmente secos en sus bolsillos y bastante desanimados ante el futuro, porque tenían claro que apenas pudieran levantar la cabeza se iban a encontrar con otro impuesto más confiscatorio que el que acababan de liquidar.

Los comisionados de Elvira, nada más volver a su campamento después de los festejos, se reunieron en cónclave y decidieron dar un paso más, que para el caso era ir a ver a ‘Abd ar-Rahmān a protestarle de los impuestos que les había aplicado el ajusticiado, exigirle que los retirara, ya que muchos de ellos persistían, y pedir que eso no volviera a repetirse en adelante. Era, todo hay que decirlo, una petición bastante insolente, habida cuenta del momento, que era festivo, y de que esas cosas nadie se atrevía a hacerlas en un reino musulmán porque le volaban la cabeza a las primeras de cambio.

El emir, ya os lo he dicho, había decidido ser un poco dialogante, así que, en lugar de hacer lo que hubiera hecho su padre, que era cortar la cabeza a los que reclamaban, envió una comisión de encuesta al campamento granadino, para que indagara acerca de la razón o la sinrazón de tan inusitada demanda.

Un par de días después se presentó en el lugar de acampada esa delegación en plan suave, tal y como les había encargado ‘Abd ar-Rahmān. Pero, claro, los de Elvira estaban de uñas, seguramente porque no sabían estar de otra manera, o bien a causa de las cargas fiscales en sí, o bien porque conocían el percal y estaban esperando a ver por qué lado les venía la primera bofetada. El caso es que recibieron a los de la comisión de encuesta con gritos hostiles, seguidos de alguna certera pedrada, que era preludio de esperables reacciones que iban a producir males mayores. A la vista de lo cual, la comisión volvió grupas y se dirigió de vuelta al Alcázar para informar al emir del recibimiento que habían tenido en el campamento.

La solución fue fácil, rápida y poco cruenta para lo que sería de esperar. El emir mandó llamar a sus mudos, que para eso los tenía, los envió al campamento, mataron a unos pocos y los demás salieron que se las pelaban hacia su tierra, que no olvidemos que era Granada y la soñaban cada día. Y aquí se acabó el primer motín a que debió hacer frente ‘Abd ar-Rahmān que, como habéis comprobado, fue inoportuno pero de medio pelo.[26]

Os voy a contar el segundo.

Recordáis que dejamos al Valenciano ‘Abd Alla en Valencia, aparentemente aplacado en sus ambiciones de poder. Era hijo de ‘Abd ar-Rahmān I, el Emigrado, hermano de su abuelo Hixem y tío de su padre al-Hakam y, como os conté, no había parado de intrigar, apeteciendo sucesivamente el trono del abuelo y del padre del emir actual. Al acceder al trono ‘Abd ar-Rahmān II, el Valenciano era ya un vejestorio harto de dinero, al que nadie echaba cuentas. ¿Quién se iba a figurar que, en lugar de disfrutar de una merecida jubilación, con su buena pensión y todo, volvería a las andadas? Pero, claro, ¿cómo iba él a consentir que un mequetrefe que podía ser su bisnieto ocupara un trono que estaba seguro le pertenecía?

Os he dicho varias veces en mis relatos que éstos no callaban ni debajo del agua, y una vez más se va a demostrar mi afirmación, a pesar de que el Valenciano estaba tan contento en Valencia, sin nadie que le tosiera, y a pesar también de que su hijo ‘Ubayd Alla, apodado el de las Aceifas, era el general con más prestigio del emir al que pensaba derrocar para ponerse él. ¡Pues a armarla!

Lo primero que hizo fue ir al lugar más cercano, que era la región de Tudmir. Su intención inmediata, como es obvio, era la de extender sus dominios, anexionándose lo que tenía más a mano. Ese era el primer paso, que desde ahí ya seguiría poco a poco hasta Córdoba. Por lo pronto, una vez conquistadas unas cuantas poblaciones de la región de Tudmir, se trataba de hacer el hombre su propaganda electoral, sus mítines y tal, para poner de su parte a los paisanos.

Lo esperable hubiera sido que ‘Abd ar-Rahmān preparara un ejército para aniquilar a su tío bisabuelo, pero no hizo falta porque nuestro rebelde Valenciano, en uno de esos mítines, dio más gritos de la cuenta y, como era un viejales pasado de años, cayó fulminado con una parálisis de esas que te dejan mirando de lado para los restos. Inmediatamente lo llevaron a Valencia a ver si allí había alguna buena unidad de cuidados intensivos, que probablemente la habría, pero era demasiado viejo, estaba demasiado cascado, así que ocurrió lo que tenía que ocurrir, que para el caso era que se marchó al otro mundo bendito de Alá, y aquí paz y después gloria. Quiero decir con lo de aquí paz, que por fin dejó de incordiar a tres generaciones, que si llega a vivir un poco más, éste incordia a la cuarta.

En el año 829 la gente de al-Ándalus hubo de soportar un fenómeno bastante indeseable. Se produjo una escasez de lluvia, a la que siguió una hambruna de mucho cuidado. No olvidéis que entonces no se habían generalizado los pantanos, así que, con que dejara de llover algo más de la cuenta, no tenían ni para beber. A causa de ello murieron muchas personas y los alimentos llegaron a venderse a precios prohibitivos. Nadie tenía capacidad económica para comprar pan, por ejemplo. Menos aún la carne, que si no hay lluvia no hay pastos y entonces, ¿dónde comerán las vacas o los corderos?

Los cordobeses se afanaron en la tarea de implorar a Alá que les enviara las tan deseadas lluvias. Y salieron en procesión varias veces, liderados por un cadí piadoso llamado Yahya, sin que sus súplicas obtuvieran la respuesta del Altísimo que tanto anhelaban. La escasez seguía campando a sus anchas y las gentes morían como chinches. No les quedaba otra solución que entonar sus antífonas, llamadas en la liturgia cristiana ad petendam pluviam, sin que yo conozca su correspondencia en la religión de Mahoma.

El cadí no sabía qué camino tomar o a qué santón encomendarse, cuando alguien le señaló a un pobre desarrapado que estaba sentado encima de unas piedras cercanas, recitando azoras, o aleyas, o jaculatorias, o quién sabe qué. Le dijeron que el personaje en cuestión era natural de Albolote, por lo que le llamaban Ayyub Albulutí y que tenía bastante ascendencia en el cielo, cosa esencial para lo que estaba haciendo falta. Yahya, sin pensárselo dos veces, lo llamó a gritos diciendo:

—Te conjuro, Ayyub, a que si estás oyendo mis palabras, te levantes y vengas.

El de Albolote no tenía muchas ganas de hacer caso a Yahya, y menos de incorporarse a una tarea por la que no tenía mucho interés, ya que comía bastante poco y se alimentaba con cualquier cosa que encontrara en los ribazos o en los prados. Como en realidad lo estaban molestando en sus oraciones y encima era algo tímido, se acercó a Yahya y le dijo en voz baja:

—¿Qué tienes conmigo? ¿Has querido avergonzarme poniéndome en evidencia ante toda esta gente?

Yahya no iba a dejar de intentar algo que eventualmente solucionaría tantas hambres y tantas miserias. Tras pedir primero disculpas anticipadas al de Albolote, agarró fuertemente sus manos, las dirigió al cielo y dando grandes voces al Altísimo dijo:

—¡Dios mío! Te lo suplico por tu amigo Ayyub. No nos hagas perecer de hambre y miseria habiendo santos entre nosotros como el que une sus manos a las mías.

El efecto fue fulminante. Nada más dispersarse la procesión de rogativas, comenzó a soplar un viento fresco y se formó una nube de esas que asoman siempre por el poniente en Andalucía. Luego siguieron otra y otra, a continuación vinieron relámpagos y truenos, y cayó agua en abundancia hasta que la tierra se hartó, dando enseguida sus frutos y saciando a los hambrientos y sedientos andaluces. Evidentemente que Ayyub fue elevado a lo más alto en la consideración de los alfaquíes musulmanes, siendo proclamado santón y reconocido como tal en su tierra, Albolote, y en todos los confines de al-Ándalus.

Miremos ahora al entorno del emir. Es necesario que, a modo de introducción, os hable un poco de aquella corte, para dar a continuación una breve pincelada de los distintos personajes que rodearon a ‘Abd ar-Rahmān II.

Nuestro emir, a pesar de que odiaba profundamente a sus enemigos de allá, que eran los abasíes, copió de Oriente muchas cosas. Las instituciones políticas que implantó en al-Ándalus eran las de allí. También lo fueron los sistemas de gobierno. Pero lo que más llama la atención es que copiara el modo de vida de los califas de Bagdad. Como tenía dinero en cantidad, podía comprar cuanto quisiera, y lo que más le apetecía era lo procedente de la tierra de sus antepasados.

En Oriente ocasionalmente andaban matándose dos hijos del califa, circunstancia pintiparada que aprovecharon algunos mercaderes judíos para sacar de allá tesoros inmensos y traerlos al otro extremo del mundo, donde se los pagaban bien y obviamente jamás se los iban a reclamar. Ese lugar era Córdoba. A partir de entonces vemos caravanas de comerciantes judíos comprando de todo en la decadente Bagdad y trayéndolo a Córdoba, donde los emires lo conseguirán, todo hay que decirlo, a precios bastante exagerados. Sus mercancías preferidas serán toda clase de alhajas, sedas bordadas con primor, libros valiosos y raros, eunucos, esclavos y esclavas, cosas en fin que harán de la corte cordobesa una de las más lujosas y exquisitas del mundo.

De esa manera vinieron a España muchos objetos de valor, entre otros un collar famosísimo al que en Oriente llamaban el Dragón, que perteneció a una célebre esposa y madre de califas de allá llamada Zubayda. Algún mercader pudo hacerse con esa joya, la trajo a la corte de Córdoba y ‘Abd ar-Rahmān se la regaló a su favorita de entonces, una esclava llamada as-Shifa. Sucedió que un cortesano vio el collar y el regalo, y se le ocurrió decir al emir que hubiera sido mejor guardarlo como parte del tesoro por lo que pudiera hacer falta. La respuesta que recibió fue obvia. Un príncipe, señor omnipotente de vida y haciendas, que además era un perdido mujeriego, no podía hacer otra cosa que mandar a hacer gárgaras al entrometido, aunque el celebérrimo collar fuera a parar no se sabe adónde. ¿No vale mucho más una noche de amor?

Este collar tuvo un recorrido digno de contarse. Al final as-Shifa, de quien luego hablaremos, se lo regaló al tesoro del reino, y allí estuvo hasta la desintegración del califato en el año 1013, en que pasó a poder de los Banu Dinnun, taifas de Toledo. El último soberano de esa dinastía se llevó el collar a Valencia, pasando a manos del Cid Campeador, que se lo regaló a su esposa Doña Jimena. Andando el tiempo fue a parar a Isabel la Católica, y aquí se nos pierde la pista de una de las joyas más importantes que se vieron en al-Ándalus.[27]

En esta corte vivieron sabios muy notables. Hablemos de algunos de ellos. Comencemos por acercamos a un personaje que seguramente va a marcar el futuro del reino en lo que se refiere a la música, la cultura y las costumbres. Me refiero a un músico extraordinario llamado Ziryab, mote que traducido al castellano quiere decir «el pájaro negro cantor», porque tuvo y exhibió la mejor voz de al-Ándalus.

‘Abd ar-Rahmān fue un amante de la música y su diversión favorita era escuchar los conciertos que le daban sus cantantes cortesanos. De casta le venía al galgo, porque esa afición la heredó de su padre, que tenía en nómina a los mejores cantantes y músicos de España, entre los que destacaba un judío llamado Mansur. Valoraba a los mejores y les otorgaba premios, prebendas y agasajos a fin de que estuvieran contentos y de paso lo tuvieran a él más contento todavía.

Y si se enteraba de la existencia de algunos en reinos distintos o distantes, los mandaba llamar y los colmaba de dinero y atenciones para tenerlos siempre a su lado en el Alcázar.

El emir era un ser enamoradizo, le gustaba el sexo más de lo normal, tuvo muchísimas amantes, mujeres, esclavas, concubinas, a las que hizo algo así como cien hijos, y si se acordaba de una, era capaz de dejar una aceifa en la estacada y viajar, por ejemplo, desde Medinaceli hasta Córdoba para acostarse con ella. Me diréis que eso sí que es gustarle las mujeres. Pues he de deciros que dejaba olímpicamente a una mujer, por el momento por supuesto, si escuchaba una buena canción.

Ziryab en realidad se llamaba de otra manera y este era su mote, tomado de un pájaro negro que cantaba a las mil maravillas. Había nacido en la lejana Mesopotamia y era uno de los muchos libertos de aquel califa. De joven aprendió música y canto del maestro mejor de su época, que se llamaba Isaac y estaba a sueldo en la corte.

Al poco tiempo el discípulo aventajó al maestro, pero el muy cuco se abstuvo de manifestar sus excelencias porque sabía cómo se las gastaban éstos, y sobresalir era un peligro tremendo por aquello de las envidias, que entonces solían terminar en tragedia. No olvidemos que el califa pagaba más al que mejor cantaba, con lo que el timbre de su voz haría eventualmente tintinear su bolsillo más adecuadamente que el de su maestro. Así que Ziryab decidió que lo prudente era ocultar sus habilidades y no hacer alardes con la voz que Alá le había dado, que eso podría ser perjudicial para su salud.

Pero, claro, estas cosas no pueden tenerse ocultas por mucho tiempo. Llegó la hora en que debió cantar ante el califa, que le preguntó por sus conocimientos, y ya sabéis lo tontos que nos ponemos ante el que manda. Olvidó sus precauciones anteriores y mirad lo que contestó:

—Sí. Domino lo que la gente domina pero conozco formas de cantar que ellos no dominan. Si lo permites te voy a cantar algo que nunca has oído.

Entonces el califa mandó que le trajeran el laúd de su maestro Isaac, se lo acercaron y él no lo quiso usar, diciendo:

—Tengo un laúd hecho por mí, afinado por mí y lo toco con un plectro de plumas de águila en vez del usual, de madera. Si mi señor desea oír mi canto, me acompañaré con mi laúd.

Cuando lo tuvo en sus manos comenzó a cantar de manera que el califa se emocionó profundamente, porque nunca había oído una voz más bonita y unas melodías mejor acordadas, quiero decir que los acordes sonaban a las mil maravillas. El califa se quedó con la boca abierta y encargó a Isaac que lo cuidara para ser llamado cuando el monarca lo tuviera a bien.

Cuando se retiraron maestro y discípulo, había ocurrido algo fácilmente imaginable, y es que la envidia del maestro subió bastantes enteros, tanto que cuando ambos llegaron a sus aposentos, Isaac le dijo a Ziryab:

—La envidia es una enfermedad muy antigua y cuando se comparte un oficio, enseguida nace una enemistad que es imposible cortar. Tú me has engañado, ocultándome lo que sabías hacer mientras que yo te enseñaba todo lo que sé y ahora has buscado mi ruina. Si no fuera por el cariño que te tengo, ahora mismo te quitaba la vida sin más contemplaciones. Pero te voy a dar a escoger entre dos cosas. O te vas de aquí al ancho mundo y te apartas de mi vista y de la corte para no volver a aparecer nunca más, o te quedas, con lo que más pronto que tarde te voy a matar. Te lo digo claramente. Si te vas, te daré dinero para el viaje, recomendaciones y facilidades para que te pierdas de mi vista para siempre. Si te quedas, ya sabes lo que te espera.

Es sabido que estos músicos suelen ser unos perfectos cobardones, por lo que Ziryab se tomó en serio las amenazas de Isaac y prefirió poner tierra por medio. O agua por medio, que eso es lo que hizo. Como sabía que al-Hakam, el por entonces emir de Córdoba, era un gran aficionado a la música, le escribió pidiendo ser recibido y se hizo a la mar buscando lugares donde soplaran vientos más favorables para su persona. Al-Hakam le iba a recibir encantado. Tanto que calculó su arribada a Algeciras y mandó a Mansur, su músico judío, para que le diera la bienvenida a tierras de al-Ándalus.

En Algeciras Ziryab se enteró de la muerte de al-Hakam y de que su hijo había accedido al trono. El hombre se desanimó e hizo un leve intento de quedarse en Marruecos, o buscar alguna otra tierra que le acogiera, pero el cantor judío Mansur le animó a instalarse en Córdoba y le informó de que ‘Abd ar-Rahmān era tanto o más aficionado a la música que su padre.

En Córdoba fue muy bien recibido por el emir. Le dio casa, le concedió una asignación fija que sobrepasaba cualquier ambición suya, y a partir de entonces nos regaló músicas de Oriente, costumbres refinadas, modas espléndidas; nos enseñó a vivir de otra manera, a vestir diferente y a peinamos con más estilo, tantas cosas que este y otros viajeros de aquellas lejanas tierras aportaron a las formas de vida de una nación que será la más civilizada del mundo durante los próximos ciento cincuenta años.

Era un personaje genial y al mismo tiempo raro hasta dejárselo de sobra. Cuentan que componía sus melodías cuando estaba borracho como una cuba. Entonces le venía la inspiración y levantaba a sus esclavas de la cama para que le ayudaran a escribir y cantar esas nuevas partituras, para volver a su cama a dormir la mona hasta el día siguiente, en que, por cierto, no recordaba absolutamente nada de lo compuesto hasta que las pobres chicas se lo recordaban un poco y él lo seguía cantando como si lo acabara de componer.

Ziryab trajo a al-Ándalus cosas tan extrañas y admirables como el primer desodorante. Sí. No os extrañéis. A su invento le puso el nombre de litargirio, adecuado a su composición porque era un mejunje compuesto por polvos de plomo y de plata con propiedades absorbentes, que vino la mar de bien a nuestros emperifollados cortesanos. Hasta entonces, cuando en medio de la calorina estival cordobesa, a nuestros paisanos les sudaban las axilas, por ejemplo, se echaban polvos fabricados con rosas y flores de arrayán con propiedades astringentes y refrescantes, que no les valían para nada porque el sudor pasaba por encima de esos untes y los dejaba peor que estaban. Cuando él les enseñó el litargirio y la manera de refinarlo con sales y tal, los pobres respiraron tranquilos y a partir de entonces se libraron de la pestilente sobaquina. Menos mal.

¿Más inventos? Les enseñó a comer espárragos, que entonces, como ahora, los había trigueros en abundancia pero no les hacía caso nadie. Ziryab fue el primero en ponerlos en un plato en España y mirad por dónde vamos.

¿He dicho plato? En Córdoba, como en las demás ciudades civilizadas, los nobles comían en vajilla de oro o plata y los pobres ni se sabe. Éste democratizó ese menester. Recordáis que un contemporáneo cordobés llamado Ibn Firnas, el del ala delta, para entendemos, había aprendido a hacer utensilios de cristal y de barro partiendo de la arcilla. Pues entre Firnas y Ziryab dieron vida al vidrio y a las cazuelas de barro, tanto que los popularizaron hasta hacerlos utensilios de uso común en España.

Él enseñó a los cordobeses algo tan obvio como vestirse de color claro en verano y de oscuro en invierno, con ropas de distinta calidad según las estaciones. También les enseñó a peinarse más decentemente, que hasta entonces se dejaban la melena caer libremente con una simple raya en el medio como único peinado, lo que era incomodísimo porque lo normal era que el pelo les tapara alternativamente el ojo derecho o el izquierdo. Ziryab les libró de esa engorrosa molestia porque les recortó el flequillo, amoldó el pelo por la parte de las orejas y les dejó la cara bastante más despejada de cuanto lo tenían hasta entonces. Y he de deciros que sus modas hicieron furor en nuestra tierra.

Como habéis comprobado, su presencia en la corte cordobesa fue muy notable. Tuvo una casa grande, diez hijos varones y dos hembras, casi todos ellos buenos cantantes y músicos. Por cierto que el sexto de sus hijos se llamaba Muhammad y las gentes le pusieron su correspondiente mote, que os transcribo: en árabe le llamaban Alqulumbuh, que en nuestro castellano sería «el palomo». Por el apodo y por lo que dicen los cronistas os puedo afirmar que, si los paisanos lo mortificaron llamándole de esa manera, es porque era un declarado mariquita.

‘Abd ar-Rahmān andaba siempre rodeado de personajes la mar de pintorescos. Uno de ellos era un poeta, astrólogo y bromista empedernido llamado Assimir. Os he contado historias de innumerables poetas, que eran personajes notables por su buen decir, tan importante en aquellas cortes. Hemos hablado de muchos astrólogos, ya que nuestros antepasados estaban intrigadísimos con lo que ocurrirá mañana, y lo resolvían pagando a esta clase de personajes que obviamente acertaban unas veces sí y otras no. Pues Assimir, además de poeta y astrólogo, era un tío ocurrente, divertido, atrevido porque es sabido que nuestros musulmanes españoles liquidaban en un pispás al que les molestaba más de la cuenta. Pues Assimir era especial. Y no se callaba ni debajo del agua. Probablemente por eso ‘Abd ar-Rahmān lo tenía siempre a su lado.

Entre otras cosas se estaba metiendo siempre con Ziryab, al que traía a mal traer con sus bromitas. Eso era peligroso porque nuestro cantante era el personaje más distinguido de la corte. Pues nada. No lo dejaba tranquilo con sus ocurrencias hasta que un día Ziryab fue a quejarse amargamente al emir, sencillamente porque Assimir lo tenía aburrido con tantas bromas pesadas. De ser el personaje cortesano más importante estaba pasando a ser el hazmerreír de todos.

Tanto insistió en sus quejas que ‘Abd ar-Rahmān se lo tomó en serio y decidió que no era cosa de perder una voz como la suya por las chocarrerías de un personaje impertinente. En nuestra época lo hubiera llamado a capítulo, le habría hablado muy seriamente y es probable que ahí acabara el asunto. Entonces se las gastaban de otra manera. Efectivamente, llamó a Assimir, y cuando lo tuvo delante pidió que vinieran unos cuantos mudos para que lo metieran en la cárcel y estuviera cumpliendo condena, ¿hasta cuándo pensáis? ¡Hasta que el ofendido Ziryab se diera por satisfecho y dijera que ya basta! En buen lío se había metido el bromista de nuestros pecados, porque podía esperar sentado el indulto del cantante, que estaba hasta el gorro de sus impertinencias y por fin podía respirar tranquilo. Le debían caer lágrimas como puños al pobre Assimir.

En la cárcel estuvo durante algún tiempo hasta que Assimir se buscó una recomendación de lujo. Un visir importante fue a ver a Ziryab y le dijo:

—¡Caray, Abulhassan! (He de deciros que, antes como ahora, los motes los usaban a espaldas de los interesados. Nunca a la cara.) Tú sabes que nuestro señor el emir está menos contento desde que le falta Assimir, que lo divertía bastante. Desde que no está a su lado, parece otro. Puesto que la suerte del preso depende de ti, le darías un alegrón al emir y a todos nosotros si lo dejas en libertad. Ya ha pagado su culpa. Verás cómo ha aprendido la lección y no vuelve a molestarte.

Ziryab no estaba convencido del todo pero, en fin, le otorgaría el perdón, y pelillos a la mar. Montó en su caballo, fue a visitar al emir y le pidió que dejara libre al deslenguado Assimir, que probablemente se habría vuelto más respetuoso con los demás a la vista del alto coste de sus pesadas bromitas. A ‘Abd ar-Rahmān no fue necesario pedírselo dos veces porque accedió encantado a la demanda de su cantor. Ya lo tenía otra vez a su lado, alegrándole la vida con sus ocurrencias.

No había pasado tanto tiempo y un día el emir marchó con sus cortesanos a pasar un fin de semana en la Ruzafa. Era un sitio ideal porque desde allí subían a un monte, en el que cazaban urracas con el azor amaestrado, diversión favorita del soberano.

Pero aquel día, que si quieres. El rey iba de acá para allá con el azor en el puño y las urracas, que se las sabían todas, daban sus saltos convenientes, haciendo la peseta al soberano, a su azor y a todo el acompañamiento. El emir, acostumbrado a conseguir todo lo que se proponía, estaba bastante fastidiado con un día de caza en blanco e intentó remediar el asunto haciendo una de esas propuestas que sólo pueden hacer los príncipes musulmanes. Se acercó a los cortesanos y les dijo:

—Al que me traiga uno de esos pájaros, le doy lo que me pida.

Assimir salió corriendo, se plantó ante él y le dijo:

―Emir, no te fatigues en buscar una urraca porque la tienes bastante cerca.

―¿Dónde está? ¿Dónde la ves? ―preguntó intrigado el soberano.

―La urraca es Ziryab. Le untas el culo y los sobacos con un poco de requesón y te resulta una urraca inconfundible.

El emir se partía de risa con la ocurrencia, al tiempo que podía ver la cara de pícaro miedoso del desgraciado Assimir. Luego, como queriendo templar gaitas entre ambos, dijo a Ziryab:

―Esto demuestra que no hay quien le haga cambiar. Es así y punto. Ni el miedo ni el dinero le van a hacer comportarse de otra manera. ¿Tú qué opinas?

El aludido puso cara de resignación forzada y contestó:

―Que es como ha dicho mi señor. Intentaré no mosquearme con nada y que diga lo que le parezca porque no tiene remedio.

Pues esto fue medicina santa. Quedaron tan amigos y a partir de entonces Assimir consideró a Ziryab como un cómplice de sus travesuras en lugar de como objetivo de sus pesadas bromas.

En la corte había astrólogos en cantidad. Eran personas con estudios avanzados de astronomía, que les facilitaban conocer la posición de los astros, de los que extraían sus predicciones acerca del futuro del emir, de cuantos le rodeaban, o de quien les pagara bien su lucido trabajo. Era una profesión lucrativa y al mismo tiempo bastante peligrosa. No hace falta que os diga que si acertaban eran colmados de dinero y distinciones, pero si se equivocaban más de la cuenta, ya sabían lo que les esperaba. Son conocidos desde tiempo inmemorial los trucos que estos astrólogos empleaban para acertar siempre, o al menos que lo pareciera, y librarse así de que les cortaran la cabeza por haber errado más veces de la cuenta. A la célebre adivinadora romana, la Sibila de Cumas, cuando le pedían dijera si un soldado moriría en una batalla o volvería sano y salvo, se cuidaba de dejar escrita su predicción para que nadie se llamara a engaño. Y si le obligaban a hacerlo, la muy cuca escribía algo así como: ibis redibis non peribis in bellum. No ponía puntos ni comas, así que, con el dichoso hipérbaton latino, lo escrito podía significar dos cosas contradictorias: «irás y no volverás, perecerás en la batalla», o «irás y volverás, no perecerás en la batalla». Evidentemente, acertaba siempre, con lo que podemos concluir que estos personajes eran seres avispados, listos como el hambre y que se guardaban muy bien las espaldas por si acaso. Diríamos ahora que eran pájaros de cuenta. Eso estaba inventado desde entonces y ahora no iban a ser menos.

‘Abd ar-Rahmān los tenía calados. Un día, charlando con su contertulio preferido Assimir, que era un astrólogo de medio pelo, se despachó a gusto diciéndole:

—‘Abd-Alla, esta ciencia vuestra es pura superstición. Es un cuento chino. Os equivocáis muchas más veces que acertáis.

Assimir le contestó dándose de ofendido por las palabras del emir:

—Señor, por favor, no pienses que somos así. Haz una prueba conmigo si quieres y verás los resultados.

A todo esto estaban hablando en un salón que tenía cuatro puertas. El emir miró a un lado y a otro y tuvo una idea bastante picarona. Dirigiéndose a su adivino con cara de cachondeo, le dijo:

—Voy a aceptar tu desafío. A ver si me aciertas por cuál de las puertas de mi salón saldré cuando me levante.

Assimir aceptó el reto y se retiró a pensar. Él dijo que iba a calcular el movimiento de los astros y su ascendiente pero eso era pura engañifa. Lo que hizo fue estudiar la manera de ser del emir. Cuando lo tuvo claro, le dijo que antes de levantarse le iba a dejar escrito por qué puerta saldría. Se retiró, pensó detenidamente, escribió en una esquela su predicción, entregó el escrito al emir y le invitó a salir por la puerta que tenía decidido hacerlo.

‘Abd ar-Rahmān era un miserable pendenciero y estaba deseando reírse a mandíbula batiente de su amigo. Antes de levantarse llamó a unos cuantos albañiles para que le abrieran una puerta, otra, en el salón dichoso. Saldría por esa. La recién abierta. Con cara de cachondeo, preguntó a Assimir:

—Vamos a ver. ¿Qué dice tu astrología?

—Lee mi escrito y te enterarás de lo que dice —respondió Assimir.

El emir levantó un poco el trasero del sillón, agarró la esquela en sus manos y la mandó leer en voz alta por su katib. Cuál no sería su sorpresa al oír la predicción que reflejaba la lectura:

—El emir, a quien Dios guarde, saldrá por una puerta nueva que abrirá por la parte elevada correspondiente a su asiento.

‘Abd ar-Rahmān se quedó de una pieza, algo corrido momentáneamente pero seguía pensando que las predicciones de los astrólogos eran cuentos chinos. Ocurre que éstos calculaban más de lo que parece y a veces eran listos como el hambre. Miró a Assimir con cara de no estar en absoluto convencido de sus dotes de adivino. Más bien parecía decirle aquello de que entre calé y calé no vale la buenaventura.

‘Abd ar-Rahmān II se hizo rodear de sabios, músicos y poetas, que casi todos eran también astrólogos. Fue un estudioso de las tradiciones islámicas y de la poesía antigua. Podemos decir sin temor a equivocamos que fue el soberano cordobés más culto de la dinastía, excepción hecha de al-Hakam II, del que en su tiempo hablaremos. Fue el introductor en al-Ándalus de libros de astronomía traídos de la India, de medicina, de filosofía, de ciencias ocultas. Estaba intrigado con las teorías para saber interpretar los sueños.

Punto y aparte eran los eunucos. Que ¿qué eran los eunucos? Pues los adláteres por antonomasia de los sultanes en los temas de la corte. Pero se trataba de unos personajes que presentan verdaderas dificultades para describirlos. Hay que decir que la mayoría de ellos, como su nombre indica, habían sido previamente castrados, pero no todos, que abundaban también los enteros y conservaban el nombre genérico de eunucos, simplemente por ser cortesanos, físicamente cercanos a los soberanos.

¿De dónde procedían estos personajes?

El origen es variopinto, pero lo estándar era que, o bien las aceifas terrestres, o las expediciones marinas, capturaran esclavos jóvenes, casi todos ellos de tierras cristianas del norte, o españoles, o de más allá de los Pirineos. La primera parada en España la hacían en Lucena, donde los judíos habían montado una especie de clínica de cirugía estética, especializada en castrar a los pobres muchachos. La operación era de alto riesgo, que entonces, no hace falta decirlo, ni antibióticos ni nada que se le parezca, y de asepsia, pues la justa. Pero valía la pena el riesgo desde el punto de vista económico, que como solían ser cultos, bastante listos y buenos trabajadores, eran vendidos a precio de oro a los nobles o al propio soberano.

Así pues, ya tenemos a hombres listos, cultos, trabajadores dóciles, que han sido adecuadamente tratados para un trabajo concreto, que es el servicio al que los manda, donde pueden, desde organizar el harén sin levantar suspicacias, hasta servir de maestros de ceremonias, introductores de embajadores, o simplemente de mamporreros del soberano, digo esto en el más amplio sentido de la palabra, sin que excluya su significado más literal.

Con lo antes dicho se explica que hubiera eunucos y eunucos. Unos eran simples servidores, ocupados en labores domésticas de lo que ahora llamamos la Casa Real. Otros estaban un peldaño por encima y eran una especie de núcleo duro de cortesanos, que mandaban en el emir y en el reino más de lo que aparentemente se dice. Y como entraban y salían de los harenes como Pedro por su casa, entre las esclavas del rey, las favoritas, las esposas y los eunucos, formaban un clan de mucho cuidado. A ver quién podía con ellos. No los perdáis de vista.

Los alfaquíes, que tanta guerra dieron en tiempos de su padre, ahora estaban bastante más calmados. Vivía todavía el célebre Yahya ibn Yahya, pero en este reinado no era ni su sombra. Le vemos advirtiendo al soberano sobre la conveniencia de que fuera un observante atento de los deberes religiosos en asuntos de rezos, tema en el que no tuvo que hacer una especial insistencia porque ‘Abd ar-Rahmān cumplía medio bien. Otra cosa era el mandamiento de observar la abstinencia sexual el mes de ramadán. Esté emir por ahí no pasaba, enamoradizo como era y un adicto al sexo de mucho cuidado. Las consiguientes severas admoniciones del alfaquí no pasaron a mayores. Ya se sabe que esos pecadillos suelen perdonarse sin más problemas.

Con quien tenía Yahya sus más y sus menos era con los astrólogos cortesanos. Los veía demasiado ricos y más influyentes de cuanto un alfaquí de su talla hubiera deseado. Pero sus advertencias eran una pérdida de tiempo porque el emir les daba cancha y al fin y al cabo eran, como los alfaquíes, unos embaucadores. A alguno de ellos, me refiero a Algazali, debió tocarle las narices con esas advertencias y le contestó con versos envenenados que se hicieron célebres. Esto decía Algazali al alfaquí Yahya:

¡No encontramos más que alfaquíes ricos!

Me gustaría saber de dónde han sacado el dinero.

Es chusco que hasta las críticas las hicieran en verso. Para que luego los tachemos de incultos. Yahya no volvió a abrir la boca, que sepamos. Probablemente estaba forrado y pensó aquello de que en boquita cerrada no entran moscas.

‘Abd ar-Rahmān nos trajo desde Oriente otra cosa fabulosa. Nada menos que el tiraz, talleres para fabricar tejidos preciosos, que eran manufacturas de bordados de varias clases para ropas suntuarias y tapices únicos en el mundo. Estos bordados no hubieran sido posibles sin que antes llegaran a España los árboles de la morera y los gusanos de seda, todos traídos también desde Oriente y que van a configurar en nuestra tierra un lujo extraordinario en el vestir y irnos tapices que serán la admiración del mundo. A partir de entonces van a proliferar los talleres en Córdoba y se fabricarán extraordinarios tejidos de terciopelo, de raso, tafetanes, sedas brocadas y otras de inferior calidad, como las sargas. Todas estas telas tenían un distintivo, el marchamo, tejido también en seda, y que llevaba el sello del emir reinante. La familia real, los altos dignatarios de la corte y en general los pudientes del reino, las vestían en ocasiones de especial significado. También eran exportados a reinos lejanos, tanto musulmanes como cristianos. Tan importante llegó a ser esta industria en Córdoba que en torno a ella se formó un arrabal, llamado el de los Bordadores. En el centro de ese arrabal hubo un gran edificio rodeado de muros, conocido como Dar al-Tiraz, donde estaban instalados los telares y las fábricas.

Porque el tesoro real estaba a rebosar. Tanto que tuvo que construir un suntuoso edificio para albergarlo. Estaba a las puertas de su Alcázar, en la parte exterior. Cuatro tesoreros muy bien pagados se turnaban para guardarlo y dar cuenta de él al soberano. Los tiempos eran buenos y aumentó la recaudación hasta cifras astronómicas. También se consolidó la ceca, comenzando con la acuñación de dírhems llamados mancusos, al uso en las transacciones comerciales a partir de entonces en al-Ándalus.

Hablemos de las mujeres del gran ‘Abd ar-Rahmān II.

Os quiero decir que, con éste, os he contado la vida de cuatro emires y me faltan aún cinco para completar la dinastía y llegar al fin del califato omeya de Córdoba. Todos fueron bastante mujeriegos y expertos en artes amatorias. Todos tuvieron multitud de esposas, centenares de concubinas, muchas más esclavas, con las que compartieron todo lo que tenían que compartir. Pues como éste no hubo ninguno y eso que todos fueron bastante bravos. Es imposible hacer una relación exhaustiva de sus mujeres y mucho menos contaros sus innumerables aventuras con todas ellas. Éste no sería un libro al uso sino Las mil y una noches. No doy para tanto. Demos unas cuantas pinceladas, menos desde luego de las que dieron ellos. O mejor, si os parece vayamos a las anécdotas, que fueron muchas.

Se cuenta que nuestro emir hizo una de las muchas aceifas que más adelante os contaré, esta vez a tierras de Galicia. El camino era largo, bastante fastidiado, y la ausencia, forzosamente, debía ser prolongada por las exigencias del guión. No es lo mismo ir a caballo desde Córdoba a Galicia y volver, que hay un tirón, que ir, luchar contra enemigos fuertes, buscar botines, conseguirlos y volver con ellos a Córdoba, donde los esperaban con los brazos abiertos. Y todo esto, salvo raras excepciones, a palo seco, que cualquiera buscaba una compañera eventual y aceptable al emir en las recias tierras castellanas.

Como era de esperar, una noche dejó ir su imaginación más allá de lo debido, soñó que estaba en su Córdoba en compañía de una dulce favorita y pasó lo que tenía que pasar. Nuestro emir, el cuarto en el orden de los omeyas cordobeses, se corrió miserablemente, en la oscura soledad de su tienda de campaña.

El hombre se despertó, relamiéndose todavía por el gusto y los recuerdos, pero como lo primero es lo primero, mandó llamar a sus criados para que le lavaran sus partes y lo dejaran más fresquito que la mar, que hasta esas cosas se las hacían a nuestros emires cordobeses.

Ya sabéis que los musulmanes solían celebrar cualquier ocasión especial con unos versos oportunos, y que esos versos debía escucharlos alguien notable, retenerlos en la memoria y responder a su vez, si era capaz, con otros versos que hicieran al caso. ‘Abd ar-Rahmān tenía su hombre para estos menesteres, que era el astrólogo, poeta y ocurrente Assimir. Pues dicho y hecho. Todavía le estaban secando lo que le tenían que secar y dijo con energía a uno de sus criados:

—¡Que me traigan a Assimir!

El convocado entró atropelladamente porque sabía que la ocasión era solemne y le dio el tiempo justo para estar atento a las palabras del emir:

—¡Ibn Assimir, escucha!

Desde Córdoba te excita un viajero

nocturno, al que nadie conoce…

—¡Complétalo pronto! —terminó ‘Abd ar-Rahmān.

Assimir, todavía dormido, tardó en percatarse de lo ocurrido y en comprender que no tenía más remedio que esforzarse por dar gusto a su amo, poético se entiende. Como era rápido de reflejos, contestó con esta casida:

De visita saluda en la densa tiniebla.

Bienvenido el visitante viajero.

Los versos no es que fueran nada del otro mundo. Lo habéis comprobado. Pero hicieron su efecto. El emir se emocionó más de la cuenta y convino que no valía la pena andar de acá para allá sin comerse una rosca, que lo más que daban por aquellas tierras eran mantecadas de Astorga. Decidió volver a Córdoba a hacer el amor con su esclava soñada. Lo primero es lo primero. Que la guerra la hiciera otro. Seguramente dijo algo parecido a una y no más, porque no volvió a las aceifas en su vida. En adelante mandó a sus generales o a sus propios hijos mientras él dedicaba su tiempo a empeños de mayor calado, que eran sus añoradas esposas.

Fue uno de los emires más selectivos a la hora de buscarse mujeres. No admitía a cualquiera y las candidatas debían pasar por un riguroso proceso de selección en el que se examinaban los orígenes, la clase social a que pertenecían, la educación recibida, la conducta que practicaban, además de si eran guapas, limpias, sanas y tal, que para el sexo era la mar de exigente.

Por supuesto que debían ser vírgenes y si no lo eran, no se le ocurría aceptarlas por más guapas que fueran. Sus camas se nutrían de doncellas, criadas en el Alcázar o regaladas por clientes o allegados, que pasaban un riguroso control de calidad previo en todos los sentidos, con periodo de prueba y todo. Lo que no quitaba que si alguna le tocaba las narices, tras ser admitida fuera descartada.

Hablando de esposas, hay que empezar por mencionar a Tarub, una de las esclavas madres, que le dio un hijo llamado ‘Abd Alla. Madre e hijo darán que hablar en adelante, como oportunamente os contaré. Fue una de sus muchas favoritas. Probablemente la más conocida de cuantas tuvo por la guerra que le dio en todos los sentidos. Para que conozcáis el genio y las tragaderas que tenía la señora, os cuento una de sus muchas hazañas.

Ésta era brava y aunque el emir era el emir, ella estaba bastante segura de sí misma y de sumisa tenía nada más que lo justo. Se cuenta que se enfadó con él por alguna cosa menuda que no hace al caso, y se las tuvo tiesas por un tiempo más largo de la cuenta, sin querer acercarse a su esposo ni en broma. ‘Abd ar-Rahmān hizo lo que suelen hacer los maridos en estos casos: se vino abajo, le rogó que lo perdonara y le dijo que si hacían las paces tendría su regalito y todo. Pero Tarub era de armas tomar y siguió en sus trece para disgusto del emir, que bebía los vientos por ella.

Los eunucos, que estaban a la que saltaba en estos menesteres, se fijaron en la tristeza del soberano y le dijeron que si quería se la traían a rastras. Ella Permanecía en su cuarto, con la puerta cerrada con siete cerrojos, pero eso tenía solución si los eunucos recibían el visto bueno. Echaban la puerta abajo y asunto resuelto. Pero el emir dijo que eso no era plan, que él la conocía bien y la iba a ablandar a su manera.

¿Y qué hizo? ‘Abd ar-Rahmān sabía que era interesada, tela. Como dinero tenía a espuertas, mandó que amontonaran monedas en la puerta de la dichosa Tarub hasta casi tapar la entrada. Así, cuando se supo ahogada en dinero y se le dijo que era para ella si franqueaba la entrada al emir pronto y rápido, abrió la puerta y todo lo que tenía que abrir, guardó lo mejor que pudo el dinero y, acto seguido, se entregó a su amado esposo en un amor así de desinteresado. Como veis era una pájara de mucho cuidado. Tiempo adelante dará bastante que hacer. Oportunamente os lo contaré.

Tuvo muchas mujeres más, casi todas inteligentes, que supieron hacer su cometido en la corte, que no todo iba a ser darle gusto en la cama. Fueron buenas educadoras de los hijos del rey, propios o ajenos; estupendas mecenas, costearon a sus expensas cementerios, mezquitas o mercados en los arrabales, y tantas cosas más. Algunas venían de Oriente, con una cultura sobresaliente. Otras llegaron de Vascongadas, vivero de innumerables mujeres y favoritas de harenes califales ahora y en el futuro. Amaban la música, el buen gusto, la cultura, las manufacturas de aquellas lejanas tierras que gracias a ellas se adoptaron en este lado del mundo.

Porque el Corán y la propia doctrina jurídica malikí, excluían a la mujer de todos los oficios públicos y las encerraban en ámbitos familiares, donde también estaban sometidas al marido. Sus tareas fundamentales están gráficamente descritas en los nombres que les ponían, que por cierto, todavía siguen con ellos. Por ejemplo, Fátima quiere decir literalmente «destetadora de hijos». Wallada, otro nombre usual entre las mujeres musulmanas, significa «muy paridora». Sus jerarquías en el harén estaban muy bien estructuradas, desde la gran señora, las madres de herederos, las de hijos varones, las esposas, las concubinas, las esclavas, las sirvientas, etc. Entre las mismas esclavas había sus clases y sus jerarquías. Unas, por ejemplo, estaban destinadas al placer sexual, y tenían a su vez multitud de esclavas. Otras eran cantoras, bailarinas, tocaban el laúd u otros instrumentos, otras eran estupendas poetisas, etc.

As-Shifa, para entendemos, la del collar que os he contado, era una mujer extraordinaria, generosa, inteligente, desde luego una de las más guapas del reino. Tuvo el detalle de gastar toda o casi toda su fortuna en edificar una mezquita, llamada de as-Shifa, en torno a la que se edificó un arrabal llamado de la mezquita de as-Shifa.

Esta mujer, que había dado un hijo al soberano, educó al heredero como si fuera suyo, inculcando a todos obediencia al primogénito. Tenía la cabeza tan bien amueblada que, en lugar de meterse en rencillas dinásticas y en apoyar preferencias a favor de su hijo, se dedicó a favorecer al mayor, aunque no tenía su sangre.

Otra esposa, o mejor, concubina, se llamó Mu’mara, también le dio un hijo y mandó construir un cementerio que lleva su nombre, en uno de los arrabales occidentales de Córdoba.

También fueron famosas otras esposas de este emir, llamadas las medinesas, mujeres inteligentes, bellísimas, muy bien dotadas para la música, que lo volvían loco con sus canciones y sus conciertos.

Dejemos la corte y vayamos a las guerras. Volvamos atrás en el tiempo. Es el año 828 y hace muy poco que ‘Abd ar-Rahmān es emir de al-Ándalus. Os hablé al principio de las luchas por el poder en las que hubo de enfrentarse a las pretensiones del Valenciano, su tío abuelo. No había terminado una asonada cuando se le presentaba otra, esta vez en Tudmir, la llamada actualmente región de Murcia.

Tudmir, como Córdoba, Mérida o Toledo, era una región de españoles, la mayoría de ellos cristianos. Los árabes instalados en ella no tenían un apego especial a la dinastía omeya. La consecuencia era que se manifestaban más que en Córdoba los enfrentamientos entre las distintas tribus o clanes. Bastaba una pequeña quimera para tenerlos liados en guerras infinitas y la mar de sangrientas. A los pocos días del juramento del nuevo emir, yemeníes y mundaríes se enzarzaron en una pelea por un motivo inverosímil. ¡Los de un clan habían arrancado una viña del cercado del que era propietario uno del clan opuesto! Evidentemente, los ofendidos cortaron la cabeza al que cortó la viña y aprovechando la ocasión, se entretuvieron en una guerra que duró nada menos que siete años, con sus pausas para descansar, claro está.

‘Abd ar-Rahmān, que era un hombre eminentemente práctico, decidió dejar que se mataran entre ellos, siempre que no se les ocurriera extender el conflicto más allá de aquellas preciosas tierras. Pero se hicieron tan pesados guerreando, que hincharon las narices al emir, y no tuvo más remedio que meterlos en cintura, y eso se conseguía enviando efectivos militares con órdenes expresas de acabar con tanta pelea.

Efectivamente, la expedición cordobesa se enfrentó a los revoltosos cerca de Lorca, y para que entraran en razón, en un rato cortaron la cabeza a tres mil, entre yemeníes y mundaríes. Pensaron que con esto podrían dialogar con los revoltosos más serenamente.

Pero, ya puestos en faena, los cordobeses siguieron en su expedición punitiva y pusieron su objetivo en la que fue capital de la región, la preciosa ciudad de Ello, nuestra Hellín, en cuyos montes cercanos había y hay basílicas cristianas de época romana, sedes episcopales antiquísimas y vestigios de una civilización que éstos estaban deseando borrar del mapa. Pensaban, y probablemente con razón, que esa ciudad de orígenes romanos y cristianos, era el nido de las revueltas que deseaban finiquitar. Como a éstos no les temblaba el pulso, tomaron una decisión que nosotros debemos lamentar profundamente: demoler la ciudad de Ello y literalmente borrarla de la faz de la tierra.

Y a continuación, cuando terminaron su labor destructora, tomaron otra decisión de la que nos debemos alegrar profundamente: construir una ciudad nueva, bellísima, situada en un lugar que se debe parecer al paraíso, que se llamará en adelante Murcia. Era el año 831 cuando la vieron terminada y decidieron que en ella se instalara el nuevo gobernador omeya, el encargado de hacer cumplir las normas a todos los revoltosos. Son las luces y las sombras de la historia de nuestros musulmanes.

Vayamos a Toledo una vez más. Y como en ocasiones anteriores, los encontramos en su afán de sacudirse la dominación cordobesa a costa de lo que fuera. No. No va a ser tan sonada, o tan cruel como las que se vivieron en tiempos de su padre, pero tuvo su calado, y si no, escuchad.

Ahora hacía de líder del movimiento de resistencia popular un modesto trabajador, español por supuesto, llamado Hashim. Nuestro hombre era toledano de pura cepa y vivió en primera persona la matanza del foso, en la que tuvo incluso que hacer entierros familiares. A causa de ello emigró a Córdoba, donde trabajó como herrero. Pero, lo dicho, estaba obsesionado con la matanza en que Amrus engañó como a chinos a sus paisanos, para a continuación cortarles la cabeza. Como no estaba a gusto en ninguna parte, en los primeros años del reinado de ‘Abd ar-Rahmān volvió a Toledo con la idea fija de hacer alguna intentona en represalia por lo del foso.

Cuando algún personaje de estos tiene en la cabeza una idea tan concreta, la primera tarea a emprender es la de fijarse una estrategia adecuada, y la segunda, buscarse a gentes tan locas como el líder, para poner en marcha un proyecto que con toda seguridad iba a ser suicida. Pero como hay gente pa tó, en pocos días tenía a su alrededor una pandilla de personajes tan chiflados y tan insensatos como el que los mandaba, dispuestos a lo que hiciera falta.

Y lo primero que hicieron fue aprovisionarse de fondos, cosa que antes y ahora conseguían gentes de esta calaña asaltando viajeros por esos caminos de Dios, robando caseríos de bereberes, que éstos estaban algo indefensos, apropiándose en fin desde vulgares gallinas a cajas de caudales, si es que las encontraban más o menos a su disposición.

Enseguida se enteró el emir y mandó a Toledo al general que mandaba los ejércitos de la marca central, el célebre Rustún, por supuesto que con el mandato de cortar la cabeza al herrero y a su caterva de compañeros tan chiflados como él.

Pero, ¡amigo mío!, los toledanos y hasta los habitantes de la vega del Tajo, que estaban deseando encontrar un caudillo que les sacara de dentro la ojeriza que sentían a los omeyas, se fijaron en éste y decidieron nombrarlo jefe supremo, libertador y todas esas cosas que se dicen en casos similares. Como hechos de guerra, más bien pocos. Pero al menos, por orgullo, destrozaron la ciudadela de manas que construyó Amrus y que les traía fatales recuerdos.

‘Abd ar-Rahmān prefirió templar gaitas. No era cosa de repetir la jornada del foso, entre otras cosas por interés propio, que hay que ver lo molesto que es el tic, ese abrir y cerrar continuamente un ojo, que le dejó en herencia la susodicha matanza. Por mandato suyo, sus soldados se limitaron a destruir cosechas, almunias y todo lo que se les ponía por delante, sin pasar a mayores.

El asunto de este libertador herrero, acabó mal, como era de esperar. Bastó que el emir pusiera un poco de dinero por medio para que saliera un traidor a la causa. Lo que sigue es obvio. Enseguida los cercaron y terminaron sus días como estáis imaginando. La ciudadela, por supuesto, fue reconstruida y colocado en su puesto un gobernador nuevo, a ver si podía hacer ver a los toledanos que por ese camino no iban a ninguna parte.

Seguimos en el año 826 y esta vez estamos en Mérida.

La secuencia es parecida a la que acabamos de contar en Toledo. Los españoles de Mérida se buscaron líderes para su proyectada revuelta, y encontraron dos bastante aceptables. Uno era bereber y se llamaba Mahmud, y el otro era un español muladí, que se llamaba Salomón, y era hijo de un tal Martín, así que, costumbre musulmana, pasó a llamarse Suleyman ibn Martín.

Lo primero que hicieron fue dar por rotas las sumisiones al poder cordobés y eso se hacía de una única manera, que era matando al gobernador titular, un tal Marwan al-Chiquillí. Cuando se vieron por fin dueños y señores de sus tierras, les entró el ansia mezclada con la picazón de miedo propia de estos casos, que sabían cómo se las gastaban los omeyas y verían cruzar el puente sobre el Guadiana a una expedición punitiva, con el fatal objetivo de hacerlos entrar en razón, cosa que conseguían si cortaban la cabeza a los sediciosos. ¿Qué podían hacer ante tan negra perspectiva? La respuesta era muy sencilla: agenciarse aliados.

La proximidad al reino asturiano les daba alas para buscarlos en tierras del norte, de los que por lo menos recibieron buenas palabras y algún aliento especial. No mucho más. Alfonso II les envió ayudas militares. Escasas, pero al menos algo es algo. Incluso intentó alianzas con ellos para iniciar, al menos en parte, una reconquista, como enseguida os contaré. Pero la petición más ambiciosa la hicieron al único rey cristiano que de verdad podía librarlos del yugo musulmán. Nada menos que a Ludovico Pío.

Ya veis. Los cristianos españoles tenían fijación con los reyes francos, seguramente porque consideraban que eran su única esperanza. La vez que más consiguieron fue ésta, y la ayuda resultó ser más moral que otra cosa. Ellos esperaban ejércitos inmensos que les echaran una mano para recuperar sus tierras, y recibieron de Ludovico una carta, una simple y mísera carta. Algunos párrafos os copiaré para que conozcáis de primera mano el mundo en que vivían, sus angustias y sus esperanzas. Esto dice Ludovico contestando a la carta de los mozárabes de Mérida:

Por vuestros mensajeros nos hemos enterado de lo mal que lo estáis pasando a causa de la crueldad del rey ‘Abd ar-Rahmān, un ser codicioso que ejerce la violencia sobre vosotros porque quiere quitaros vuestras propiedades. Es lo mismo que hizo su padre al-Hakam. Éste aumentaba injustamente los impuestos para que pagarais cantidades francamente injustificables y al exigirlas por la fuerza, había logrado haceros enemigos suyos. Al final consiguió que no estuvierais dispuestos a obedecerle y la consecuencia de esto fue que os encarcelaba, privándoos del bien más precioso, que es la libertad.

Me he enterado de que sois valientes, habéis intentado hacer valer vuestras razones y resistiros a reyes inicuos, crueles y avaros hasta el extremo.

Esta carta tiene varios objetivos. El primero es consolaros e intentar que mantengáis la actitud de defender vuestra libertad contra un rey tan cruel y de resistir a sus planes de expolio contra vosotros. Es enemigo vuestro y nuestro también. Debemos pelear juntos contra él para defendemos de su inmensa crueldad. Quiero deciros, en segundo lugar, que pretendemos enviar esas tropas hasta la misma frontera para que allí espere nuestras órdenes, por si fuera la ocasión de atacarlos en sus propias ciudades, si vosotros lo pedís y lo vemos factible. Ese ejército podría impedir que un ejército del emir tratara de atacaros en Mérida.

Por último, quiero que sepáis que si queréis abandonar vuestras tierras y venir a vivir a las nuestras, os vamos a recibir como hermanos, con los brazos abiertos.[28]

Supongo que los habitantes de Mérida leyeron la carta y se pusieron a rezar al Altísimo, la única ayuda que les quedaba en estos momentos porque del gran Ludovico Pío no iban a recibir más que estos escasos consejos. Y, ¿qué pasó después?

‘Abd ar-Rahmān se lo tomó en serio porque, cosa inusual en él, apenas se inició la primavera del año 829, dirigió personalmente un ejército contra Mérida, que la sitió, destruyó las cosechas de los campos cercanos y poco más. Ya os he contado que nuestro emir no aguantaba mucho tiempo fuera de casa, sin sus mujeres y sus juergas nocturnas. Enseguida le entraba la morriña, se preguntaba qué pintaba él en estos menesteres y se daba media vuelta hacia su Alcázar, lugar más acogedor y desde luego más placentero.

Al año siguiente, el 830, enviaron nuevos ejércitos contra Mérida, ya algo más serios, militarmente se entiende, que incluso restablecieron un nuevo gobernador afecto a los omeyas, pero así estuvieron dos o tres años hasta que se aposentaron establemente en la ciudad, construyendo una enorme y preciosa Alcazaba, que en abril del año 835 estaba acabada. Con esto se apuntó un tanto más. No me refiero a la conquista de Mérida, que por supuesto consiguió, sino a que regaló a la posteridad una grandiosa edificación que va a admirar a propios y extraños. Junto a los vestigios inmensos de una Mérida que fue romana, la Emérita Augusta, se recortará siempre en el horizonte, por encima de Guadiana, la silueta de una Alcazaba, obra de un emir culto, valiente, pero que recordará la crueldad con que se comportó con los españoles, fueran o no cristianos.

Y, ¿qué pasó con los dos rebeldes, el bereber y el muladí?

Pues pasó lo que tenía que pasar. El hijo de Martín se fue para Trujillo buscando aires más saludables pero lo cazó una columna omeya y le cortaron la cabeza. El bereber Mahmud se marchó más allá, a tierras asturianas. Al principio fue un magnífico colaborador de los asturianos, luchando en alguna ocasión incluso contra los omeyas. Luego quiso volver a su Córdoba soñada pero era tarde. Alfonso II se enteró de que quería cambiar de chaqueta por segunda vez y no se lo consintió. En mayo del año 840 le cortaron la cabeza, esta vez los cristianos. Por cierto que dejó en Asturias una hermana guapísima, que se casó con un cristiano y tuvo un hijo que llegaría a ser obispo de Santiago, nada menos.

‘Abd ar-Rahmān fue un magnífico constructor. Como los tesoros estaban a tope, dejó para la posteridad obras excelentes, algunas de las cuales ya he referido pero voy a volver sobre ello, aunque sea someramente.

Desde época romana, el centro de la Córdoba contó con una serie de caminos, y sobre ellos se fueron formando las calles cuando la ciudad se hacía cada vez más grande. Así se fue articulando la ciudad musulmana de tiempos de ‘Abd ar-Rahmān II. Hemos visto en la parte occidental, dos arrabales, edificados en torno a mezquitas, mandadas construir por esposas de este emir. En la parte oriental, igualmente, va Córdoba haciéndose más grande, creándose arrabales que generalmente estaban habitados por gentes que tenían algo en común, como oficio, raza, religión, etc.

Amplió el Alcázar, adaptándolo a las nuevas necesidades y a la corte que le rodeaba. Junto a sus aposentos, habilitó una sala de reuniones para los distintos departamentos, como por ejemplo, el diwan donde se controlaba el tesoro del reino y el del propio emir. La cancillería la situó a la entrada de su palacio y en ella había un primer ministro, el hachib, que presidía a la pléyade de secretarios, visires, que despachaban a diario con el emir, le leían la correspondencia, se trazaban los planes de acción, civiles o militares y le rendían cuentas de esos empeños.

En Córdoba empedró calles y plazas, construyó una especie de bulevar o calzada a la orilla del Guadalquivir, hizo traer el agua desde las montañas conducida en tuberías de plomo, mandó hacer espléndidas fuentes para servicio del pueblo. Pero su obra emblemática fue la ampliación de la mezquita, de la que hablaremos más adelante.

Construyó en Jaén y en Sevilla las respectivas mezquitas mayores, además de la ciudad de Murcia o la Alcazaba de Mérida a la que acabamos de nombrar.

Toca ahora decir una palabra sobre las expediciones militares que se enviaron desde Córdoba a tierras de cristianos en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān II. Son las llamadas aceifas.

Digamos, en primer lugar, que al frente de esas expediciones solía venir un general, de los más prestigiosos del reino. Era lo normal. Ya os he contado que el emir se puso al frente de una y no la terminó porque se sintió incapaz de dominar sus ímpetus sexuales. El general por excelencia, desde luego el que más expediciones mandó, se llamaba ‘Ubayd Alla, y era hijo del célebre ‘Abd Alla, el Valenciano, hijo a su vez de ‘Abd ar-Rahmān I. Tan famoso se hizo en estos menesteres, que nuestros musulmanes, aficionados como eran a poner motes a todo el que se movía, le llamaron ‘Ubayd Alla, el de las Aceifas.

En el 828, recibe orden de ‘Abd ar-Rahmān de atacar Barcelona. En esta ocasión parecía que los cordobeses podían contar con un aliado de cierta entidad, porque un conde godo llamado Aizón había llamado a las puertas del Alcázar cordobés ofreciendo al soberano todo su apoyo para reconquistar Barcelona.

No os extrañéis de una alianza tan rara, que estos personajes de ida y vuelta abundaron bastante en nuestra España. Os vais a quedar de piedra si os digo que era hijo de Ibn al-Arabí, uno de aquellos que llamaron en su ayuda a Carlomagno en la expedición que terminó con el desastre de Roncesvalles. Pues el hijo, primero estuvo encarcelado en Aachen, luego se convirtió al cristianismo, consiguió el título de algún conde godo, y aquí lo tenemos haciendo el camino inverso, o mejor, la misma alianza que su padre pero al revés.

Aizón llegó a apoderarse de algunos castillos, el de Vich entre otros, y envió a su hermano a Córdoba para conseguir que ‘Abd ar-Rahmān le ayudara a hacerse dueño de Barcelona y demás tierras y condados cercanos. Bien. Pues ya tenemos a ‘Ubayd Alla, el de las Aceifas, mandando un gran ejército y poniendo sitio a Barcelona.

Ya os he contado antes que estas aceifas no conseguían gran cosa. Cuanto más, apresar esclavos, conseguir tesoros y punto. De conquistar ciudades o plazas fuertes, pues pocas veces. Con Barcelona ocurrió eso. Encima la mandaba un tal Bernardo, que hizo los deberes y los musulmanes se volvieron por donde habían venido. Por un tiempo ‘Abd ar-Rahmān se olvidó de Barcelona.

Es el año 841. Ha muerto Ludovico Pío y nuestro emir cordobés pensó que era la ocasión de enviar un ejército importante a tierras de los francos. Esta vez lo manda otro general y atravesó los Pirineos llegando hasta Narbonne. El resultado, parecido a la anterior expedición, es decir, escaso. Se repite esa misma tentativa en el año 850, también sin conseguir anexionarse ciudades o plazas fuertes. Probablemente hubo negociaciones y tratados de amistad entre ‘Abd ar-Rahmān y Carlos el Calvo, con lo que aquí terminan las expediciones a tierras de francos.

Las aceifas a tierras vascas son otro cantar. Estamos hablando ahora de revueltas parecidas a las de Mérida, Toledo o de la propia Córdoba, esta vez en el norte y protagonizadas también por muladíes, unidos a naturales de tierras que nunca fueron conquistadas establemente por los musulmanes.

Así pues, tenemos dos tipos de personajes. El autóctono, representado por un legendario Íñigo o Eneco Arista, del que no se sabe casi nada. Ahí está y punto. De su hijo García Íñiguez sabemos algo más. Ibn Hayyān lo llama Garsiya ibn Wango y fue algo así como el primer príncipe vasco del que se tiene noticia y que se hace dueño de Pamplona tras la expulsión de los musulmanes.

El personaje muladí está representado por Musa ibn Musa ibn Qasi, del que sabemos bastante más. Había sido en tiempos persona de confianza del emir. A partir de él, o mejor, en torno a él se estructura una familia muy poderosa de muladíes escasamente arabizados, que ocasionalmente establecen vínculos familiares con los de García Íñiguez.

Musa ibn Musa ibn Qasi se llegó a crear una especie de rancho aparte en tierras del Ebro, cercanas a Tudela, donde residía como gobernador cuasi independiente en el año 842 y colaboró en las aceifas emprendidas por el emir contra tierras de Álava.

Ya sabéis lo insufribles que eran los árabes para aceptar que un muladí cualquiera ocupara puestos notables en los ejércitos o en otras instancias. Evidentemente, no soportaron las alabanzas a que se hizo acreedor Musa de parte del general ‘Ubayd Alla y las consecuencias fueron reproches públicos seguidos de improperios, que hicieron insoportable su presencia activa al lado de los ejércitos cordobeses.

Éstos se tomaban esas cosas bastante a pecho y no perdonaban ni una. En vista de eso, Musa se volvió a Tudela y se declaró en guerra contra el emir cordobés y contra todos los omeyas del mundo, lanzando sus tropas apenas podía contra las ciudades sometidas a la autoridad de su recién estrenado enemigo.

La respuesta de ‘Abd ar-Rahmān fue la esperada. Un ejército salió en contra de Musa, lo venció y marchó a cercarlo a Tudela. Musa, al verlas perdidas, una vez más intentó cambiarse de chaqueta y pactar con el emir, pero el jefe de esta aceifa trató de ganarse a García Íñiguez para que entre los dos se cargaran al muladí. Sin embargo, la alianza fue la normal, es decir, la de Musa y García unidos contra el general musulmán. Pues lo vencieron y encima dejaron tuerto al general para que se acordara de la batalla que le habían presentado.

Ya hemos visto en ocasiones anteriores que ‘Abd ar-Rahmān no solía dejar pasar esas afrentas. El que se la hacía se la pagaba. Veía a las dos familias como a enemigos y así los trató. Envió un par de aceifas bien preparadas. Una de ellas, en el año 842, consiguió apoderarse de Pamplona y siguió adelante conquistando pueblos y castillos pero no acabó con los revoltosos. El año 843 volvió a las andadas y obtuvo los resultados apetecidos. A Íñiguez le cortaron la cabeza y la enviaron a Córdoba. García fue herido de muerte. Musa salió huyendo y al verse perdido pidió al emir su perdón por tercera o cuarta vez. ¡Y el emir lo perdonó! Lo repuso en el gobierno de Tudela y lo veremos más adelante ayudando a ‘Abd ar-Rahmān con ocasión de invasiones extranjeras que más adelante os contaré. De todas maneras, no la hará limpia, que el que hace un cesto hace un ciento.

Habéis visto que el gasto mayor es de la parte muladí y el de origen vasco fue pura comparsa. Vale con esto para hacemos una idea de las revueltas a que debió hacer frente ‘Abd ar-Rahmān del primer embrión de sociedad vasca que se conoce.

Volvamos a la corte. Es necesario hacer de nuevo mención a diferentes personajes de los que no nos ha dado tiempo a hablar anteriormente. En el último tercio del reinado de ‘Abd ar-Rahmān, los cortesanos cambiaban por muerte de algunos o desgracia de otros.

Assimir fue cayendo en desgracia. Era tan descarado que forzosamente fue perdiendo el afecto del emir. Es verdad que éste tenía tripas por estrenar, pero a los soberanos se les deben perdonar las impertinencias, sin que sea lo normal responderles con la misma moneda. Mirad lo que ocurrió en cierta ocasión en que ambos charlaban animadamente en las dependencias del Alcázar.

Eran los dos tal para cual y un día en que estaban empinando el codo más de la cuenta, dándose aires de perdonavidas, se le ocurrió a ‘Abd ar-Rahmān recordarle a Assimir que si era algo a él se lo debía. Esto le dijo:

—‘Abd Alla, ¿qué fue de aquel capotillo gastado y raído que tenías? Se le salían los hilos como vendas marchitas que cuanto más se intentan ocultar más se hacen notar.

A Assimir le sentó a cuerno quemado un recuerdo tan fuera de lugar. Seguramente el emir lo que quería era humillarlo, a él que había entregado su vida por el soberano. ¿Qué se había creído? Como era incapaz de refrenar su lengua, respondió con estas insolentes palabras:

—Lo hice vendas para tu mulo rucio en los días en que estaba en las últimas, pero no tenía otra cosa.

‘Abd ar-Rahmān en otra ocasión hubiera soltado una carcajada pero el desgraciado lo estaba tratando como si fuera un pobre sarnoso, dueño de un mulo penco. Estalló en un arrebato de ira contra Assimir y gritó a sus criados:

—¡Quitad de mi vista a este hijo de puta!

Assimir inició la salida temiéndose lo peor pero ni aun así fue capaz de contener su maldita lengua. Mientras hacía las maniobras de escape, decía entre dientes:

—¡Vaya tela! Cuando digo la verdad me pegan. Si dijera una mentira, ¿qué diría mi señor contra mí?

Esta vez sí que el emir soltó una buena carcajada. Hizo un gesto con la mano a sus esclavos y les dijo:

—¡Que vuelva ese desgraciado! No puedo estar sin él.

De todas maneras Assimir era ya viejo y en el fondo un bromista, borracho y vividor. Su puesto al lado del soberano lo fue ocupando un personaje más malvado y peligroso que él, que tenía muchas más ansias de poder que el astrólogo.

Nasr, al que me estoy refiriendo ahora, era un eunuco de origen cristiano, un trepa ambicioso que supo ganarse poco a poco al emir, uniendo sus fuerzas nada cienos que a las de Tarub, con la que hizo una alianza que a los ojos de cualquier observador era sencillamente peligrosa.

Estos eunucos hacían a todo. Eran listos, solían conocer bastante bien las artes de la guerra, destacaban por su cultura, pero sobre todo eran unos arribistas de mucho cuidado. En poco tiempo, con la ayuda de Tarub, se convirtió en la persona más cercana a ‘Abd ar-Rahmān. Apenas pasaron un par de años y se hizo imprescindible en la corte. Algún tiempo después tenía completamente dominado a su señor.

Los que siguen van a ser años duros por muchas razones. Va a desarrollar una inusitada actividad diplomática en tierras lejanas a al-Ándalus. Vamos a ver cómo se las ventilaba nuestro emir ante invasiones externas, no precisamente cristianas. Vamos a ser testigos de la rebelión interna más dolorosa que se desarrolló en su reinado. Y por fin, no podían faltar las intrigas sucesorias. Ya veis que los tiempos que esperan a ‘Abd ar-Rahmān no van a ser aburridos.

Hablemos en primer lugar de algunas relaciones del emirato con otras potencias extranjeras. Corre el año 840 cuando por primera vez se presenta en Córdoba un embajador de la lejana Bizancio. ¿Cómo y con qué objetivo fueron enviados esos embajadores a un lugar tan lejano? Es necesario decir una palabra sobre ello.

Bizancio era una potencia mundial en franco retroceso porque los países musulmanes no paraban de morderle partes del que fuera su imperio. Se habían perdido las costas africanas de Egipto, Túnez, etc., y la amenaza se cernía sobre las tierras de Europa más cercanas a Oriente. Las islas más importantes del Mediterráneo también habían pasado a manos musulmanas. Creta era una colonia de cordobeses del Arrabal, como antes os conté, y Sicilia estaba a punto de caer igualmente. Los califas abasíes de Bagdad lo dominaban todo mientras los emperadores bizantinos no sabían qué camino tomar y decidieron contraatacar, militar y diplomáticamente.

Militarmente, hicieron una excursión en tierras cercanas sobre la que no quiero extenderme por su escaso calibre y menguados resultados. Diplomáticamente, el emperador bizantino Teófilo meditó cuidadosamente a qué puerta llamar, qué aliado buscarse con el que tuviera intereses comunes, y encontró Córdoba. Pensó en muchos, entre otros en el flanco Ludovico Pío, al fin y al cabo correligionario suyo, pero consideró que no era viable una alianza tan lejana. Demasiadas millas para esperar cualquier ayuda eficaz en caso de apuro. Aparte de que para conseguir sinergias contra un enemigo común, es imprescindible que el odio lo compartan los dos aliados, lo que se daba en el caso de Córdoba, que odiaba a los abásidas, y no era el caso del imperio franco, al que traían sin cuidado los califas de Bagdad.

Algún cortesano debió insinuarle que, bien pensado, los emires cordobeses eran omeyas y nadie odiaba a los abásidas más que ellos. Encima, Córdoba era un imperio pujante y Siria estaba en decadencia. Desde luego, si conseguía poner de su lado a los cordobeses, al menos obtendría el dominio de Creta, la colonia formada por los habitantes del Arrabal. Secundariamente, metía en el mundo musulmán una cuña importante y quizá le apoyarían en sus intentos de detenerlos en sus fanáticas incursiones sobre tierras cristianas de Oriente.

Esa fue la razón por la que un buen día del año 840 se presentó en Córdoba una embajada del emperador bizantino Teófilo. El emisario era griego y se llamaba Qurtiyus. Dominaba la lengua árabe a la perfección. Era el inicio de unas relaciones hasta entonces impensables, entre dos imperios verdaderamente lejanos.

Qurtiyus era un personaje exótico y venía a la corte cordobesa desde unas tierras legendarias por su historia, por su fuerza ahora decadente y porque era la sede de una sabiduría heredada de los griegos, que ahora florecía a las orillas de un mar pequeño por sus dimensiones pero grande por su historia. Debió hacer el viaje en barco partiendo desde las orillas del mar de Mármara, hasta Denia, en la Axarquía de al-Ándalus. Allí fue recibido por el gobernador, que envió veloces correos a Córdoba anunciando su llegada, para emprender sin dilación el fatigoso viaje hasta la residencia de ‘Abd ar-Rahmān.

Tuvo en Córdoba un recibimiento impresionante. Se trataba de una embajada única y bastante notable. Teófilo fue el primer rey cristiano que proponía alianzas entre su imperio y el de Córdoba. Eso lo sabía el pueblo y desde que su llegada se hizo inminente, las gentes se arremolinaron en las calles, sacaron a las ventanas sus geranios que lucían colores vivísimos en aquella mañana primaveral, y se dispusieron a examinar atentamente a los enviados, admirando sus vestidos dorados y su porte distinguido y extraño a las costumbres de acá. Sin detenerse en la ciudad, fueron alojados en estancias palaciegas, y un par de días después, fueron recibidos solemnemente por el emir en el salón del trono de su Alcázar.

Qurtiyus saludó a ‘Abd ar-Rahmān en lengua árabe, lo que admiró profundamente a toda la corte, y a continuación pasó a leerle la carta que le entregara su emperador Teófilo.

Las propuestas del cristiano eran sencillamente audaces. Pedía que se establecieran relaciones entre ambos imperios, recordando que en tiempos pasados ya las mantuvieron sus antepasados en Oriente. Le insistía en el derecho que tenía Abd ar-Rahmān al califato oriental, expoliado a sus antepasados por los indignos abásidas. Le intentaba convencer de que era hora de que reivindicara esos derechos y de ajustar las cuentas con los que les habían perjudicado. Le reclamaba la soberanía sobre Creta, en manos de cordobeses, a quienes creía súbditos sumisos de Córdoba. A continuación entregó al emir los preciosos regalos de que era portador de parte de Teófilo. Se trataba de telas de seda finísima bordadas en oro, un magnífico collar de perlas que perteneciera a una antigua emperatriz, una espada de acero con la empuñadura engastada en ágatas y rubíes, y tres libros antiguos: un tratado sobre métrica, otro sobre astronomía escrito en la India, y otro sobre medicina, con relación de mil plantas y remedios medicinales que eran el último grito entre los médicos de Bizancio.

‘Abd ar-Rahmān se mostró muy complacido con lo que le trasladaba Qurtiyus de parte de su emperador. En primer lugar, procuró que fuera agasajado de acuerdo con su categoría y la importancia del viaje. Apreció los magníficos regalos, especialmente el tratado sobre la métrica y el de astronomía. A continuación decidió corresponder a la embajada, mandando él mismo a dos personajes escogidos de su corte para dar cumplida contestación a las propuestas de Teófilo y corresponderle con regalos acordes a la dignidad y riqueza del personaje.

Y, ¿quiénes podrían servirle de embajadores? Debería enviar a un hombre culto, buen poeta, de reputada fama como astrólogo, condiciones que seguramente tendría que hacer valer en aquellas lejanas tierras, porque el emir necesitaba que su hombre quedara muy bien. La respuesta la tuvo en un instante. El personaje indicado era Algazali. Le acompañaría un hombre más joven, también astrólogo y poeta, para ayudar en el viaje a Algazali, ya septuagenario. Ese segundo personaje sería Yahya, conocido por todos por su mote. Le llamaban Almunayqilah, que quiere decir «el braserillo», probablemente porque sudaba bastante y si no se aplicaba los desodorantes que inventó Ziryab, el célebre litargirio, olía bastante mal.

El Braserillo se tomó el nombramiento como un honor. Era joven y su oportunidad para hacer méritos ante el soberano. La ocasión era única para conseguir sus objetivos de medrar. Sin embargo, a Algazali por poco no le da un soponcio, del mal rato que se llevó al recibir la noticia. ¡Qué viaje tan penoso para un hombre de su edad! ¿Volvería a ver a los suyos? Seguramente no. Era un viaje demasiado largo, demasiado duro para sus condiciones físicas. Lo más seguro es que, encima, perdiera su dinero, su familia, todo lo que había conseguido en una vida ya larga y de grandes esfuerzos. Le diría al emir que buscara otro más joven que tuviera ilusión por conseguir cosas importantes, como ocurría al Braserillo.

‘Abd ar-Rahmān escuchó pacientemente a Algazali pero no le hizo ni caso. El embajador de al-Ándalus en la lejana Bizancio estaba designado. Era él y nadie le iba a hacer cambiar de opinión. Era razonable que recibiera antes de su partida una cuantiosa ayuda económica, ya que debía sostener a sus mujeres, sus hijos y su casa. Dicho esto, ni su flaqueza ni su edad le harían cambiar de opinión porque deseaba dar una buena imagen en aquel lejano imperio y nadie lo haría mejor que el viejo Algazali.

Algunos amigos suyos lo consolaban diciéndole que debía sentirse orgulloso de la nominación y cuando oía estas cosas le parecían monsergas. Seguramente había personas que querían hacerle daño y esta había sido la ocasión. Por eso aconsejaron al emir que lo eligiera precisamente a él.

‘Abd ar-Rahmān lo llamó nuevamente a su presencia para darle los encargos precisos y cuando Algazali entraba en el salón de la audiencia, comenzó a dar pasitos cortos, simulando su torpeza al caminar, a lo que el emir le insistió con bromas, asegurándole que era el hombre más joven y apuesto que había encontrado para realizar esa misión. Le dio una generosa cantidad de dinero para su familia, le entregó una carta personal para el emperador Teófilo y partieron en dirección a las costas de la región de Tudmir, donde tomarían un barco que los llevara a Bizancio. Acompañaban en su viaje de vuelta a Qurtiyus, con el que habían conseguido entablar una afectuosa amistad.

El trayecto desde Córdoba hasta Denia fue penoso pero hasta cierto punto pasable. Las escoltas de soldados de a caballo que les acompañaban, conseguían para ellos los mejores albergues del camino y los walíes de los castillos de la ruta los agasajaban como a huéspedes distinguidos. Sin embargo, Algazali estaba obsesionado con el viaje en barco. Era un jiennense de pura cepa, un hombre de tierra adentro, y tenía terror a viajar en un barquichuelo de nada, y a navegar días y días hacia ninguna parte. Porque ¿quién le aseguraba que llegarían a Bizancio y no a un lugar habitado por fieras salvajes, o caníbales indecentes? Los instrumentos de navegación le parecían más cuentos chinos que sus dotes de afamado astrólogo.

Por fin embarcaron en algo que se parecía más a una cáscara de nuez que a una nave de transporte de pasajeros. Y para colmo, nada más alejarse de la costa, el mar se encrespó muchísimo, hasta el punto de asustar al mismísimo Braserillo, que lloraba y rezaba al par, diciendo unas palabras que rompían el alma:

—¡Nosotros mismos nos hemos arrojado a la perdición!

El viento soplaba con una furia desconocida, rasgando dos velas de los ojales de las drizas. Las olas parecían montañas sobre las que se les antojaba ver caminando al ángel de la muerte. Aquello fue un horror que duró días y días, en los que ni pudieron comer, ni conciliar el sueño, y comenzaron a respirar cuando amainaron los vientos, y las olas dejaron de formar montañas de espumas para convertirse en praderas limpísimas de color entre gris y azul. Unos días horribles en los que Algazali soñaba con las montañas y los llanos de su tierra, Jaén, pero con el convencimiento de que jamás volvería a ver los deliciosos campos de al-Ándalus.

Muchos días después, ni siquiera sabía cuántos, el frágil barco llegó a la vieja ciudad de Constantinopla. Los ojos del viejo Algazali estaban hinchados, impregnados de salitre, pero pudo abrirlos casi con ansia para contemplar aquellas soñadas orillas, los Dardanelos, horas después el Cuerno de Oro, la franja de agua que comunica el mar Mediterráneo con el mar Negro. Entonces, como si despertara de un sueño, se dispuso a vivir una aventura en tierras lejanas y maravillosas. Era razón que así fuera porque lo tenía merecido.

‘Abd ar-Rahmān lo sabía, y por eso insistió tanto en que fuera Algazali su embajador en la corte del tirano Teófilo. Quiero decirlo enseguida porque sencillamente fue llegar y besar el santo. Fue todo uno, ponerse ante el emperador, leerle la carta de su soberano de que era portador, y ganarse a Teófilo y a la corte bizantina.

La carta del omeya era un monumento a la diplomacia y a las buenas formas. ‘Abd ar-Rahmān, tras protestar de su afecto y amistad al cristiano, le dice que, efectivamente, ambos imperios tienen muchos intereses comunes. En relación al derecho de los omeyas al trono de Bagdad, quedó todo en las consabidas maldiciones, que a la hora de la verdad no concluyeron nada efectivo. Teófilo pedía a ‘Abd ar-Rahmān que lo librara de los cordobeses que mandaban en Creta, liderados por aquel caudillo de que os hablé, del valle de los Pedroches, y nuestro emir le contesta que poco puede hacer, ya que no son súbditos suyos ni están bajo su jurisdicción. Desde luego, amistad eterna, buenos deseos hasta dejárselos de sobra, y poco más. Menguados resultados para un viaje tan peligroso.

Claro que, como Algazali tenía chispa y hablaba siempre en verso, se ganó al emperador, a la emperatriz y a todos los cortesanos de aquellos palacios de ensueño. Y si no, mirad lo que ocurrió una vez.

Un día, Teófilo hizo venir a sus aposentos a Algazali. Le esperaban el emperador y la propia emperatriz, toda enjoyada, resplandeciente y hasta un pelín provocativa. Estaba más bonita que un san Luis. El rey comenzó a preguntar al jiennense por las bellezas que le habían referido de al-Ándalus y luego por sus predicciones acerca del futuro de ambos reinos. La conversación era algo monótona, y más teniendo en cuenta que un intérprete traducía puntualmente las preguntas de Teófilo.

Algazali no hacía el menor caso a las preguntas del monarca. Se diría que estaba embobado con la reina, a la que no quitaba ojo, de cuya belleza y finura había quedado como hechizado. Ya os he contado que era un viejo verde.

Teófilo se dio cuenta del poco aprecio que merecían sus consideraciones al visitante y de que toda su atención la merecía la emperatriz. Sinceramente se sintió algo molesto y mandó que el intérprete le preguntara por su actitud, a lo que Algazali contestó:

—Estoy tan deslumbrado por la belleza de esta reina y por sus formas tan delicadas que no tengo el menor interés en las preguntas del rey. Y eso es justo porque jamás he visto una mujer tan bonita. ¿Cómo puedo ocuparme de otra cosa teniéndola delante? Su cara brilla más que el sol.

Cuando el intérprete tradujo las palabras del jiennense, el rey se sintió muy satisfecho. Por supuesto que más todavía la reina, a la que ni siquiera se le subieron los colores, porque ya os he dicho que estos piropos le gustaban más de lo normal.

Otro día, la reina estaba con nuestro viejo amigo en animada plática y se le ocurrió hacerle una pregunta algo subida de tono, dados el momento y el caso. Le miró con cara de fingida inocencia y le dijo:

—¿Qué os mueve a los árabes a circuncidaros, sufriendo esa abominación y alterando la creación divina al cometerla?

Algazali, que era bastante ocurrente, le contestó:

—Dios guarde a la reina. La viña plantada, al ser podada, crece, se endurece y engorda, haciéndose recia. Si no la podan se queda fina y floja.

No tuvo que decir más para que la emperatriz se pusiera a pensar cómo de gorda, de recia y de fuerte era la viña de nuestro poeta, viejo de años pero más fresco que una lechuga.

Se trajo de allí lo que quiso. Le regalaron collares de finas perlas, vajillas de oro, muchas cosas más, que aprovechó el viaje para hacer amigos en tierras tan lejanas y de paso engrosar su cuenta corriente. Os cuento un par de anécdotas. Ahí va una:

Estaba un día nuestro Algazali ante el rey, pidió a alguno de los sirvientes que le trajeran un poco de agua para aliviar su sed, y se la acercaron en un vaso de oro engastado en perlas maravillosas. Cuando bebió, echó al suelo el agua sobrante y se guardó la copa en la manga de su chilaba, a la vista de todos y sin cortarse un pelo. Eso pareció mal al rey, que, por medio de un intérprete, le preguntó por su forma de proceder, a lo que nuestro poeta contestó:

—Es norma de los califas nuestros, de los que tú eres aliado, que si en su presencia pide agua un embajador notable, puede guardarse la copa como recuerdo, sin que sea obligatorio devolverla. Eso he hecho yo, pero si consideras que mi postura no ha sido la correcta, os devolveré la copa.

Hizo ademán se sacarse la copa de la manga pero Teófilo le dijo que podía guardársela. Como veis había mentido descaradamente, pero ahora importaba aprovechar el viaje. Las formas son fácilmente mudables. El bolsillo era lo interesante en esos momentos.

Y la segunda anécdota:

Cuando se acercaba el momento en que Algazali y el Braserillo debían partir para España, la reina se aproximó a su ya amigo y le dijo:

—Pídeme lo que quieras, que si está en mi mano, te lo concederé, como premio a tu buen hacer.

Algazali, rápido como un rayo, puso cara compungida y contestó:

—Tengo hijitas pequeñas, vaciadas de mi feo molde y vestidas con los ropajes de mi pobreza. Si se quedan solteras no saldrán de mi casa. Señor, por favor, regálame para ellas alguno de tus collares para que puedan encontrar maridos.

La soberana se llevó la mano al cuello, se quitó un valioso collar de fantásticas perlas y se lo entregó a nuestro avispado poeta, que, por supuesto guardó lo mejor que supo para traerlo a España.

Desde luego, volvió sano y salvo, con los bolsillos repletos de riquezas, ganadas con el pulso de su chispa y su ingenio.

Dejemos la corte. Vamos a pasar de lo festivo a lo trágico. Lo que os voy a contar a continuación fue algo inesperado, un suceso atroz, que va a entrar en las leyendas que se contarán durante siglos por juglares y poetas como algo que trajo a nuestras tierras el terror y la desolación.

Era un miércoles, día 20 de agosto del año 844, el 1º de Du l-Hiyya del 229 de la era musulmana. Un grupo de pescadores echaba sus cañas en las playas de los estuarios del Tajo, cerca de Lisboa, cuando divisaron recortándose en el horizonte las velas negras de cincuenta y cuatro bajeles que tenían toda la pinta de ser enemigos, o tal vez piratas, o seguramente invasores. Desde luego no aparentaban ser visitantes con intenciones amigables. Inmediatamente dejaron sus cañas y fueron a informar a las personas cercanas al gobernador musulmán. Los curiosos se fueron situando a las orillas del río para contemplar asustados cómo se acercaban aquellos bajeles y poco a poco se unieron a ellos personas que conocían las características de los navíos que suelen surcar habitualmente esas aguas. Uno de los observadores más expertos dio su veredicto, que hizo correr por las espaldas de los reunidos el frío cuchillo del miedo:

—¡Son los manchus![29] ¡Los idólatras, los adoradores del fuego! Vienen seguramente a arrasar nuestra preciosa tierra.

La arribada de esas naves infernales llenó de espanto a los habitantes de Lisboa y a todas las ciudades y pueblos de al-Ándalus porque los viajeros y comerciantes que iban y venían desde tierras de los francos les habían traído noticias de esos malditos y de sus sangrientas incursiones. El año anterior habían aparecido en el estuario del Loira y llevaron la desolación y la muerte a Nantes, a las tierras de la Gironda, alcanzaron Burdeos y subieron río Garona arriba hasta la misma Toulouse. Eran seres parecidos a los demonios, que desembarcaban de sus bajeles y mataban hasta que no quedara ser humano vivo en las tierras que habían elegido. A continuación cargaban sus naves con las mujeres jóvenes, con esclavos fuertes, con todas las riquezas de la región invadida, y partían buscando nuevos objetivos. Sus barbas eran rojizas, quién sabe si teñidas por la sangre de sus víctimas o por asquerosos tintes de color ocre. Sus melenas sucias parecían banderas piratas que el viento movía anunciando el dolor y la muerte. Eran diablos. Verdaderos diablos portadores de la desdicha en una tierra tranquila y preciosa.

Otros habían ido más al sur, a arrasar las tierras de los reyes astures, pero fueron rechazadas por las fortísimas mareas y por los fieros habitantes de aquellas regiones, por lo que enfilaron las proas a tierras más cálidas, abajo del Atlántico.

Pues aquí los tenían. Un par de horas después de ser avistados, los piratas normandos desembarcaron en Lisboa con sus espadas ya desenvainadas, dispuestos a llevar a cabo sus planes de matar y arrasar cuanto se les pusiera por delante.

La pelea en Lisboa fue sangrienta como ninguna antes existiera en esa vieja ciudad. Los musulmanes tuvieron que enfrentarse por tres veces a aquellos seres endemoniados. Ellos consiguieron sus objetivos, cargaron sus bajeles de esclavos y esclavas, de riquezas infinitas, y se hicieron a la mar con rumbo al sur. Se traían bien aprendida la lección de las costas de los francos. Se trataba de encontrar otro río para remontar. Como es natural, el gobernador de Lisboa envió veloces correos a Córdoba para anunciar al emir que unos guerreros salidos del mar infinito, o quizás del infierno, habían atacado las costas de al-Ándalus y probablemente intentarían repetir la hazaña en tierras más propicias para ello.

‘Abd ar-Rahmān se inquietó muchísimo con aquella invasión y no perdió el tiempo. Desde Córdoba salieron mensajeros para los walíes de todas las provincias costeras con instrucciones de extremar las alertas y prepararse para una invasión que consideraba inminente en cualquier lugar de la costa.

Efectivamente, las naves de las velas negras tripuladas por hombres de melenas y barbas rojizas, llegaron al lugar donde desemboca el río más grande de al-Ándalus, el llamado Guadalquivir. Su táctica era idéntica en todos los sitios donde desembarcaban. Dejaban unas cuantas naves explorando tierras o costas cercanas, y el grueso de la flota se fijaba un objetivo muy claro, que esta vez era remontar aquel precioso río y atacar Sevilla, una de las ciudades más importantes de España.

Era fácil remontar un río como ese, sobre todo si sabían aprovechar las mareas que les empujaban hasta más de veinte leguas arriba de las costas del Atlántico. Estaban atravesando tierras pantanosas, donde el agua y el sol componen una sinfonía de vegetación y colores inimaginables para aquellos personajes, acostumbrados a los rigores de las tierras del norte de Europa, oscuras y grises. Con asombro contemplaban aquellos navegantes a los animales pastando en unas tierras tan fértiles.

Poco más arriba, el río se abría en dos brazos formando una pequeña isla, que los romanos llamaban Captel y ahora es conocida como Isla Menor. Debieron pensar que era un buen lugar para instalar un campamento avanzado, descansar de un viaje tan largo atravesando mares inmensos, y prepararse para lanzar sus ataques a la cercana ciudad de Sevilla, en la que esperaban conseguir magníficos botines. En total eran más de ochenta barcos cargados de fieros y temibles guerreros.

Los moradores de aquellas tierras, gentes pacíficas dedicadas a la ganadería y a la agricultura, huyeron como alma que lleva el diablo. Sabían que si los encontraban, les esperaba la esclavitud y la muerte.

En Isla Menor los manchus se tomaron tres días de descanso, que dedicaron a afilar sus largos cuchillos, a preparar sus hachas y sus lanzas, a reposar de su larga travesía, tras los cuales volvieron a embarcar, desplegaron sus rústicas velas al viento tibio del otoño sevillano, remaron con energía río arriba hasta que las velas negras de la flota normanda se dejaron ver ante los asustados sevillanos.

Los habitantes de Sevilla ni siquiera pudieron organizar su defensa. Su gobernador había huido a Carmona, presa de un terror impropio de quien ejerce el mando en una ciudad como esa. Y ni siquiera contaban con murallas porque estaban convencidos de que no les iban a hacer falta. ¿Quién se iba a atrever a atacarlos en una ciudad tan alejada de cualquier marca fronteriza? Algunos barcos salieron a hacer frente a aquella armada invencible pero duraron muy poco porque fueron quemados por los asaltantes.

Los manchus se hicieron dueños de Sevilla sin encontrar resistencia porque la población había huido a los caseríos del Aljarafe. Los pocos que no pudieron o no quisieron huir, fueron sencillamente decapitados, excepto aquellos y aquellas que les pudieran servir de esclavos, tras lo cual los asaltantes se dedicaron a un minucioso y exhaustivo saqueo de todo lo que tuviera de valor la ciudad. Así estuvieron durante siete interminables días.

Los barcos normandos estaban atestados de asustadas jovencitas sevillanas, de joyas de todas clases, telas finas, oro, plata, piedras preciosas, monedas de curso legal, de todo. De nuevo desplegaron sus sucias velas y bajaron plácidamente el río hacia su base provisional en Isla Menor. Allí descansaron, ultrajaron hasta hartarse a las aterrorizadas sevillanas, dejaron en tierra sus preciosas cargas y volvieron a Sevilla para rematar la faena.

La segunda vez encontraron la ciudad completamente desierta. Únicamente permanecían en ella unos cuantos viejos inválidos, escondidos en una antigua mezquita, que a partir de aquel día pasará a llamarse Mezquita de los Mártires porque los manchus no tuvieron piedad ni siquiera de aquellos miserables tullidos, dándoles una muerte cruel, como si fueran perros sarnosos.

Esta vez trataron de analizar la situación, porque había que seguir con su expedición de saqueo y de muerte. Río arriba ya era imposible continuar navegando porque sencillamente el río era impracticable. Se trataba entonces de conseguir aquellos preciosos caballos que pastaban en las inmensas praderas de Isla Menor y hacer incursiones en distintas direcciones, buscando más rapiña y más muerte. ¿Llegar hasta Córdoba? Ganas no les faltaban pero visto lo visto, ni era posible ni necesario. Tenían a mano unas riquezas tan inmensas como jamás hubieran soñado y había que contentarse con ellas.

Es fácil imaginar que ‘Abd ar-Rahmān II, tras la enorme sorpresa inicial, puso su mejor interés en hacer frente a los odiados invasores, con todos los medios a su alcance. Las gentes de Córdoba, pasados los primeros momentos de incredulidad o sorpresa, estaban sencillamente aterradas. Las miradas comenzaron a dirigirse al Alcázar y todos los hombres en edad de empuñar las armas se ofrecían voluntarios a ponerse al lado de las fuerzas que preparara el emir. Había que echar de al-Ándalus a aquella gentuza, y si era necesario morir en el empeño, entregarían su vida a Alá con tal de defender su amada patria.

Enseguida sonaron en las torres de las murallas del Alcázar los gruesos atabales anunciando importantes decisiones, que se predicaron por orden del emir en todas las mezquitas del reino. Era la intifada, algo así como una orden de movilización general o llamada a rebato por la que todos los hombres se debían poner inmediatamente a las órdenes de los visires, que canalizarían sus aportaciones para que los generales más solventes de Córdoba salieran con un ejército lo más fuerte y nutrido posible hacia Sevilla, la ciudad tan vilmente invadida.

La intifada se predicó en todas las provincias y en las fronteras o marcas exteriores. La prioridad estaba en defender Sevilla y hacia allí debían dirigirse los ejércitos emirales, abandonando sus eventuales aceifas contra los reinos cristianos del norte.

Los mejores generales de Córdoba se pusieron inmediatamente a disposición del soberano. Eran tres: Ibn Kulayb, al-Iskandarani e Ibn Rastún, el más solvente y afamado de los ellos. Los tres, mandando cada uno una compañía de la caballería cordobesa, se situaron en los altos del Aljarafe, desde donde podían seguir a la distancia los movimientos de sus enemigos a la espera de tomar la oportuna decisión de atacar. Dos días después se unió a la caballería un gran contingente de soldados de a pie.

El eunuco Nasr estaba haciendo méritos ante el emir y decidió no quedarse mirando. Él no era un militar de carrera pero también podía aportar su grano de arena en estos momentos de máxima tensión y urgencia. Como continuaban llegando a Córdoba multitud de soldados y de voluntarios de las provincias lejanas y de las marcas, se puso al frente de ellos y partió a su vez hacia Sevilla. Eran una especie de tropa más desordenada que otra cosa pero tenían el odio en los ojos y deseaban más que nadie enfrentarse a los manchus y liquidarlos por la vía rápida.

Los soldados de ‘Abd ar-Rahmān tardaron bien poco en entablar los primeros combates con los invasores. La verdad es que los encontraron menos fieros de cuanto les habían contado, o quizá estaban exhaustos de tanto robar y fornicar, de tanto comer y beber en unas tierras en las que por momentos soñaban quedarse para siempre. ¡Desgraciados normandos! Pero esto eran escaramuzas de tanteo, que la batalla decisiva y frontal no iba a demorarse por mucho tiempo.

Amanecía el día 25 de safar del año 230, el 11 de noviembre del 844 de los cristianos, cuando los dos ejércitos se situaron el uno frente al otro en unas dehesas bellísimas bañadas por el Guadalquivir, cercanas a Sevilla. Eran las tierras de Tablada. Los manchus habían amarrado sus barcos a las orillas del río y estaban alineados en las llanuras, dispuestos a una pelea que se anunciaba inminente.

Al frente de las tropas musulmanas destacaban dos personas. El general Rastún lo había organizado todo minuciosamente, había distribuido a los soldados, estableció las tácticas, y a él correspondía dar las órdenes sobre la marcha, enviando efectivos a un flanco o a otro, según fuera conveniente. Era el mando efectivo del ejército musulmán, acompañado por supuesto por sus colegas Ibn Kulayb y at-Iskandarani y de Musa ibn Musa ibn Qasi, el caudillo de Tudela de quien hablamos hace poco, otrora enemigo de ‘Abd ar-Rahmān, y que había venido con un buen puñado de sus gentes a ayudar al omeya en estos momentos tan delicados.

Destacaba también el eunuco Nasr, el muladí español favorito del emir. Es verdad que era un arribista, que todos lo tachaban de impío y de muchas cosas más, pero ahora se estaba batiendo el cobre como un jabato, mandando a la turbamulta de luchadores no profesionales, que eran bastantes. Lideraba a los voluntarios de la fe que deseaban hacer la guerra santa y a muchos otros, labradores, artesanos y gentes de varia calaña que hicieran la guerra en su juventud y que ahora la tenían prácticamente olvidada. Desde luego a Nasr se le verá pelear como si mil demonios se hubieran apoderado de su cuerpo hasta hacerlo el más fuerte del ejército andalusí.

En un instante, como si una mano invisible hubiera dado la señal de atacar, los dos ejércitos se embistieron con una furia infinita. Los manchus miraban con desprecio a los musulmanes, que sacaron de sí mismos unas ansias de venganza enormes. Pero los normandos eran al fin y al cabo marineros, fortísimos si se quiere, pero más acostumbrados a batir los remos que a manejar ágiles y afiladas espadas. La pelea no tenía color porque los de las melenas rojizas enarbolaban espadones inmensos que estorbaban más que ayudaban en aquellas luchas cuerpo a cuerpo. Y en la práctica no tenían caballería porque los pocos que montaban lo hacían mal, estaban prácticamente desarmados y no sabían manejar ni las monturas ni las armas que usaban sus enemigos musulmanes. Los andalusíes peleaban en su terreno, con armas idóneas, montaban caballos acostumbrados a la guerra, y los de a pie enarbolaban espadas livianas, pero mucho más eficaces y mortíferas que las descomunales que tan afanosamente agitaban sus enemigos.

Una batalla tan desigual tuvo un desenlace bastante rápido para alegría de los musulmanes. Los manchus no tuvieron tiempo ni para sentirse mal por la derrota. Tanto que en poco rato cayeron decapitados más de mil de ellos. Su sangre regaba los verdes prados de Tablada, formando un contrapunto de colorido y crueldad. Las cabezas de los desgraciados rodaban por los pastizales como si fueran pelotas de trapo de una imaginaria partida de juegos sangrientos.

Algunos de ellos sencillamente levantaban las manos, o se hincaban de rodillas ante sus enemigos, buscando el perdón, o quizá la esclavitud. Y encontraban la muerte ante los ojos de espanto de los pocos normandos que habían conseguido huir hacia sus barcos, para luego remar con todas sus fuerzas río abajo, en busca de la salvación en mares abiertos. Al día siguiente, en un espectáculo de terror y de asco, las cabezas de los manchus colgaban de las carnicerías de Sevilla, o eran clavadas en postes, o puestas en troncos de palmeras, como horrorosos trofeos de guerra de un día en que el miedo dio paso a una crueldad infinita.

Los musulmanes pudieron volver a sus casas, a sus mezquitas o a sus zocos. Menos mal que los ejércitos del emir los habían devuelto a lo que era suyo, expulsando a los asquerosos invasores. No quedaba de ellos en suelo sevillano más que treinta navíos, que se apresuraron a quemar en una fiesta alegre y bulliciosa. Menos mal. Bueno. Quedaron también algunos normandos, probablemente porque no consiguieron embarcar en los escasos bajeles que lograron hacerse a la mar, o quizá pensaron que ya que habían encontrado una tierra bellísima, mejor quedarse para siempre a vivir en ella. Lo cierto es que se camuflaron en nuestras tierras, se hicieron musulmanes, nos enseñaron a hacer riquísimos quesos, a explotar la ganadería, y se confundieron en el paisaje de aquellas llanuras infinitas. Cuarenta días estuvieron aquí y mejor que no hubieran venido. Demasiado miedo en al-Ándalus para tan poco provecho de los gigantones del norte.

Digamos que algunas cosas buenas nos trajo la invasión de los manchus.

La fama de ‘Abd ar-Rahmān subió hasta los cielos. Esta gesta fue probablemente la victoria más sonada de todo su reinado. Los enemigos de pelos rojizos y barbas color alheña, los fieros normandos que llegaron en bajeles piratas, dieron a esa victoria el halo de grandeza y misterio necesario para que sus vencedores entraran en la leyenda, porque los poetas musulmanes ya iban cantando en bellas casidas unas gestas tan inesperadas y admirables.

El general Rastún y el eunuco Nasr recibieron unos parabienes que en verdad merecían. A ellos se debió la organización del ejército, la elección de las tácticas empleadas y ellos dieron ejemplo de valor y destreza en los prados y dehesas de Tablada. Los dos se convirtieron en héroes de un día memorable. Nasr obtuvo su consideración definitiva como favorito y mano derecha de ‘Abd ar-Rahmān. Y, probablemente para celebrarlo, el hombre se mandó construir en la orilla sur del río, cerca del arrabal de la Secunda, una preciosa casa de campo, una almunia que será conocida como Almunia de Nasr, y que por cierto, a la muerte de éste pasó a poder del músico Ziryab.

El emir dio orden de construir las murallas de Sevilla y de volver a poner en pie la mezquita de los mártires, destruida por los salvajes que acababan de derrotar. Había sido una imprudencia que una ciudad como esa no estuviera dotada de defensas adecuadas, para prevenir posibles ataques como el que acababan de sufrir. De los puestos de vigilancia en los adarves de las murallas se encargarían musulmanes piadosos, que de esa manera cumplían con el deber sagrado de hacer la guerra santa a los infieles.

¡Y la Marina! ¡Qué tremenda lección nos habían dado los manchus! Al-Ándalus había vivido hasta ahora de espaldas al mar, sin Marina de guerra, sin centinelas en las costas, sin atarazanas, sin barcos ágiles y veloces, sin marineros que defendieran nuestros mares de gentuza como los normandos. No volvería a suceder. ‘Abd ar-Rahmān II va a ser el emir que cree la Marina en al-Ándalus. Ya la veremos más adelante en sus bases de Pechina, de Málaga, de Sevilla, de todos los puertos. Seguramente algún día volverán los normandos porque el que hace un cesto hace un ciento, pero en ese caso nos encontrarán preparados para responderles adecuadamente sin que hagan daño a nuestras gentes.

Sigamos. Apenas había comenzado el año 846 cuando un fenómeno de singular importancia estremeció las tierras de al-Ándalus. ¡Langosta! ¡Una increíble plaga de langosta! Sin que nadie lo esperara, los campos todos de España se vieron inundados de langostas y cigarrones en tal cantidad que nadie había visto ni oído cosa igual en nuestra tierra.

Su exclusiva tarea era comerse y destruir todo lo que se les ponía por delante. Eso hicieron con todas las cosechas y sementeras. Las gentes las mataban a montones, porque salían al amanecer para destruirlas pero cuantas más mataban o quemaban, más aparecían, que daba la impresión de que esas matanzas no les hacían mella.

En el mes de mayo, cuando comenzaba a calentar el sol, por las mañanas, ellas emprendían sus correrías. Parecían ejércitos de soldados destructores de la tierra, que se extendían por las inmensas llanuras. Todas miraban al lugar que era su objetivo. Si no volaban, iban todas andando en la misma dirección y si algunas personas se les acercaban, saltaban o volaban para huir de ellos, señal inequívoca de que su vista era muy aguda.

Cuando iniciaban sus vuelos hacían un ruido espantoso y aterrizaban dos o tres o cuatro leguas más adelante para comerse todas las cosechas de nuestras tierras. Cuando se empleaban con una espiga de trigo o de cebada, la empezaban por la raspa, seguían por el grano hasta acabar con ellas. Cosa curiosa, a las viñas no les hacían ningún daño. Así estuvieron volando y barloventeando por todos los campos de al-Ándalus durante dos meses y medio. Al final muchas de esas bandadas se lanzaban al mar y perecían en él, y otras muchas caían en los pozos de los ganados y los llenaban con sus diminutos cuerpos. De esta manera llegaron a envenenar muchos pozos y norias de los que bebían los ganados y las personas.

En el mes de julio comenzaron a aparearse y hacían igual que los machos cabríos en celo, que se mordían y se enzarzaban en infinitas peleas y apareamientos. Daba miedo verlos en estos menesteres. Luego iniciaban la faena de la puesta de sus huevos. Hincaban el rabillo en la tierra y allí morían pero dejaban su simiente, que formaba una especie de capullo lleno de huevos pequeños y todos estos eran futuras langostas.

Al año siguiente volvieron de nuevo y se extendieron por toda la tierra, pero en cantidades mayores aún. Ocurre que ya se formaron escuadrones de gentes que salían con palas, picos y otras herramientas a matarlas, y así consiguieron exterminarlas pero no sin que volvieran a dejar los campos sin cosechas ni sementeras, que causaron hambres y escasez muy grande en España.[30]

Entremos ahora en un asunto bastante delicado, sangrante para los españoles de hoy, del que difícilmente se puede hablar sin pasión. Me refiero al tema mozárabe, o mejor, a la vida que pudieron llevar los cristianos mozárabes durante el reinado de ‘Abd ar-Rahmān II. Hablemos de los paganos en esta historia. Los que vivían humillados, machacados en su tierra. Me refiero a los que permanecían fieles a su fe cristiana, los llamados mozárabes.

Porque, a pesar de los pesares, la Iglesia Católica subsistía en al-Ándalus, a duras penas, pero ahí estaba. Se mantenían las sedes metropolitanas de Toledo, Sevilla o Mérida. Y obispos había en Guadix (Acci se llamaba entonces), Asidota (la Sidonia actual), Astigi o Écija, Baeza, Calahorra, Cómpluto o Alcalá de Henares, Cartagena, Egabro o Cabra, Elipa o Niebla, Ilíberis, Ilici o Elche, Málaga, Sigüenza, Tortosa, Martos, Almería y Valencia.

Para damos cuenta del número de cristianos que compartían espacio con los musulmanes, pongamos el ejemplo de Córdoba. Os voy a enumerar las iglesias y monasterios con que contaban los cristianos en la época que estamos relatando. En la ciudad tenemos iglesias importantes, como las de san Acisclo; san Zoilo, edificada por los godos; las de los Tres Mártires, san Fausto, san Samario, san Marcial, san Cipriano, san Ginés, santa Engracia, amén de otras de inferior categoría y calidad arquitectónica.

Os enumero ahora los monasterios. Estaban los de san Cristóbal, al sur, cerca del río; el de san Cosme y san Damián, en un lugar llamado Columbris; el de san Martín, en la sierra; el de san Félix, a doce millas de la ciudad; el de san Justo y Pastor, en un lugar llamado Fraga; el de san Salvador y Peñamelaria, a cuatro millas de Córdoba, junto al río Guadiato; el de san Zoilo, al norte de Córdoba, «en la horrible soledad y aspereza de los montes, junto al río Guadalmellato, a treinta millas de la ciudad».[31] El de Tábanos, a siete millas al norte de Córdoba. He contado ocho y había otros menores.

Algunos de estos monasterios eran dúplices. Lo que quiere decir que había dos comunidades, una de hombres y otra de mujeres, eso sí, separados por altas paredes. El abad era el mismo. Si era necesaria alguna comunicación, se asomaba a la ventana la Prelada, así llamaban a la superiora, y de esa manera hablaban todo lo que tenían que hablar. Obviamente, Córdoba contaba con muchos curas, muchas monjas y por supuesto muchísimos cristianos.

He intentado con todos los medios a mi alcance localizar estas iglesias y monasterios en la Córdoba actual. He repasado toda la bibliografía de que dispongo. He consultado con importantes arqueólogos cordobeses, como doña Dolores Baena o don Maudilio Moreno, con insignes arabistas como el doctor Arjona Castro; he recibido de ellos libros, artículos de revistas especializadas, y no se tiene certeza de localizaciones, ni siquiera aproximadas. Cualquier intento de situarlos es simplemente voluntarista.

Había centros de estudios de artes liberales y de disciplinas eclesiásticas. Era la única ciudad que había conservado universidad eclesiástica en tierras musulmanas. Muchos cristianos de otras provincias venían a estudiar a Córdoba. Por supuesto que había muchos maestros. El primero, al que podríamos considerar líder, fue un abad llamado Esperaindeo.

A los curas y frailes se les distinguía por el traje, por el tejido con que estaban hechas sus ropas y por la barba, diferente según fueran curas o legos. Las monjas, no es necesario decirlo, iban con velo, la cara y la cabeza tapada, etc. Los seglares cristianos vestían lo mismo que los musulmanes.

Las comunidades cristianas contaban con un autogobierno especial. Tenían un comes, especie de gobernador o intendente; un censor, algo así como un juez y alcalde la vez, que dictaba sentencias en primera instancia; y por fin un exceptor, algo parecido a un administrador o tesorero de la comunidad.

Después de los sucesos de Toledo y del Arrabal cordobés, se planteaba la necesidad de arreglar las dificultades de convivencia entre los musulmanes dominadores y dueños del cotarro y los cristianos dominados. ¿La solución era una Alianza de Civilizaciones? ¿Tal vez una convivencia ejemplar de culturas? Lo vais a ver enseguida.

Cuando siglos atrás conquistaron Siria, el califa ‘Umar dio unas directrices a sus súbditos para solucionar esos conflictos de convivencia, que a partir del siglo IX van a copiar sus correligionarios en España y en otras partes del mundo. Esto decía:

—Nosotros debemos comernos a los cristianos, y nuestros descendientes deben comerse a los suyos mientras que dure el islamismo.[32]

Esta fue la filosofía que emplearon aquí para solucionar los problemas de convivencia. El dilema era muy claro: o cambiaban de religión o se les pondría la vida muy difícil en adelante.

En la práctica todo esto se concretaba en muchas cosas bastante duras de digerir. Por poner algunos ejemplos, digamos que se les obligaba a circuncidarse, asunto aparentemente menor pero que iba contra su forma de entender la vida. Los freían a impuestos, unos normales o reglados, que eran muy superiores a los que debían pagar los de religión musulmana, y otros que yo llamo, para entendemos, eventuales. Eso quiere decir que cuando se le ocurría al emir o al gobernador de turno, les exigían nuevas entregas de efectivo a cual más extenuante.

Se puede afirmar que vivieron una época sin violentar su fe porque los necesitaban para labrar la tierra y por los impuestos que les sacaban. Podían tener sus iglesias, hacer sonar sus campanas y celebrar los cultos solemnes pero, en el fondo, los musulmanes tenían por vasallos a los que antaño fueran dueños de aquellas tierras. Ahora, o cambiaban o les tocaba desaparecer. Encima, todos los aventureros de Europa se dejaban caer por aquí para esquilmar a los más débiles, que eran los cristianos.

La antigua tolerancia cambiaba hacia la más cerrada intransigencia. Los cristianos, durante el reinado de ‘Abd ar-Rahmān II, estaban siendo arrinconados. Cuando iban o venían por las calles, el populacho los insultaba. Lo más fastidiado era que los emires nombraban obispos o reunían concilios a su conveniencia, lo que era fatal para el gobierno de la Iglesia española.

En el otro bando estaba la opulencia, el buen vivir, dominaba una sensualidad exagerada. Ellos pagaban tributos confiscatorios mientras que los musulmanes vivían mejor que querían. La juventud mozárabe estaba lo que se dice con la boca abierta ante la cultura y la riqueza de sus dominadores. La consecuencia fue evidente: comenzaron por dejar de hablar y escribir en su lengua para hacerlo en árabe, más culta, la lengua de los ricos y poderosos. Poco a poco iban cambiando de bando. Era muy fácil aceptar la religión del que mandaba porque si permanecían en la suya la perspectiva que les esperaba era francamente negra. De mozárabes pasaban a muladíes. De tributarios a ciudadanos con plenos derechos.

Hemos hablado repetidas veces de las grandes habilidades que ‘Abd ar-Rahmān tuvo como gobernante, pero siempre hemos vuelto a una especie de punto crucial o neurálgico, algo así como una trágica cantinela que se repitió en los reinados de sus antecesores y ahora, como no podía ser de otra manera, volverá a hacerse notar con bastante fuerza. El Islam era una cultura, una civilización, una religión, una forma de entender la vida distinta y distante a la cristiana, a la cultura greco-latina que había sido desde siempre la de los invadidos y sus descendientes. Eran dos trenes en marcha que forzosamente iban a chocar porque ni los cristianos aceptaban mansamente cambiar de religión y de costumbres, ni los musulmanes toleraban en sus reinos a unas gentes que eran casta aparte y que constituían los focos más importantes de los movimientos nacionalistas, germen de casi todas las revueltas que se daban en sus reinos.

Hemos mencionado anteriormente la cantidad de monasterios e iglesias que había en Córdoba en tiempos de nuestro emir. Se puede afirmar que aproximadamente en la misma proporción las había en otras ciudades de la España conquistada. El número de cristianos, como es natural, se correspondía al de esas iglesias y monasterios. Una parte muy importante de la población de la España musulmana continuaba siendo cristiana de religión y de cultura. Es verdad que los árabes eran cada vez más numerosos, que venían desde tierras lejanas. O el de los bereberes africanos. También aumentaba con el paso del tiempo el número de los españoles que hacían suya la religión musulmana, los célebres muladíes. Eso es verdad, pero hay que dar por seguro que los cristianos eran la mayoría, que se convertía en aplastante si a ellos se sumaban los muladíes que habían cambiado de religión y que eran tan españoles como los que permanecían cristianos.

Ante el avance imparable de la cultura, la poesía, las ciencias, ante la avalancha de la civilización musulmana, era lógico que se produjera un rearme cultural y moral de todo lo cristiano y occidental. De la civilización latina, en una palabra.

En los seminarios y universidades de Córdoba se cultivaban los estudios, por supuesto que teológicos o bíblicos, pero también de la poesía, la literatura, las ciencias llamadas humanísticas, latinas u occidentales. Veremos crecer un núcleo duro de maestros en las ciencias sagradas y profanas que responderán al deseo de aquellas gentes por hacer valer los tesoros de su religión y su sabiduría. Serán, entre otros, los abades Esperaindeo, Eulogio y Samsón, los doctores Álvaro, Vincencio, Cipriano y otros muchos más que iremos mencionando en adelante y que manejaron los grandes libros de teología de san Atanasio, san Agustín, san Gregorio, san Ambrosio, san Jerónimo, etc.[33]

Esperaindeo fue un grandísimo maestro, a quien sus discípulos llamaban doctor ilustrísimo. Fue un hombre sabio y un magnífico orador, que iba por las ciudades y pueblos de Andalucía predicando sus sermones y haciendo partícipes a los cristianos de su sabiduría.[34] Fue un magnífico polemista, defendiendo con su palabra la religión en que creía, en unas circunstancias nada favorables.

Su obra cumbre fue un libro titulado Apologeticus contra Mahoma y lo absurdo de sus doctrinas. De ella se conserva una pequeña parte, copiada en el Memoriale sanctorum de Eulogio. Las invectivas que lanzó Esperaindeo contra Mahoma y su religión fueron memorables. Le llama de todo: impostor de voluptuosos delirios, cabeza vacía, cloaca de inmundicias, golfo de iniquidades, sentina de todos los vicios, y de ahí para arriba. Naturalmente que estos calificativos ponían a noventa por hora a los musulmanes, acostumbrados a que todo el mundo respetara a su profeta, dijera amén y no le criticara absolutamente nada. Y no me olvido de resaltar la valentía de Esperaindeo al decir lo que le salía de dentro, teniendo en cuenta que aún hoy muy pocos o ningunos valientes se pondrían en la boca semejantes lindezas por temor a las consecuencias.

Otro de los líderes intelectuales de los mozárabes, aunque posterior, fue el abad Samsón. Éste era, además de un buen teólogo y polemista, un fenomenal hombre de cultura, latina, por supuesto. Cuando todo el mundo afirmaba la excelente preparación que tenían los médicos, científicos y hombres de letras musulmanes, éste se encargaba de resaltar que en modo alguno aventajaban a los cristianos. Desde luego, encontramos entre ellos a excelentes médicos que se esfuerzan en demostrar que su sabiduría viene de los latinos y de sus obras famosas. Al fin y al cabo, dicen, los musulmanes no han hecho más que copiar de los latinos y cristianos.

Eulogio era un noble cordobés, educado en su vieja religión cristiana. Se cuenta que su abuelo, cuando oía las salmodias del muecín en los alminares de las mezquitas, le contestaba a su vez lanzando una mezcla de improperios y salmos en que expresaba su odio a lo musulmán y su amargura por tener que aguantarlos hasta en la sopa. Eulogio se formó en humanidades, teología y Sagradas Escrituras en la escuela de los abades que antes he mencionado, tras lo cual se ordenó sacerdote y pasó bastante tiempo visitando monasterios y excitando su religiosidad, al par que su disgusto por las condiciones en que vivían sus hermanos de religión.

Un tiempo después tuvo que hacer un viaje muy serio. Se trataba de buscar por el ancho mundo a dos de sus hermanos comerciantes, que habían salido para buscarse la vida y se les había perdido la pista. El plan inicial era llegar hasta Francia, donde se suponía que debería encontrarlos, pero al ver difícil el paso del Pirineo por causa de las guerras, tomó un rumbo diferente y se marchó a Pamplona, a intentar aprovechar el viaje de alguna manera, caso de no dar con los buscados. No era cosa de volver a su tierra con las manos vacías.

Navarra, una tierra de profunda raigambre cristiana, de abundantes monasterios, curas y monjas, lo encandiló hasta el punto de dar un viraje radical a sus primeros proyectos. Dejó a un lado la búsqueda de sus hermanos, que ya sabrían ellos encontrar el camino de vuelta, y se dedicó por una temporada a agenciarse libros y manuscritos de temas religiosos, o simplemente de literatura, que en Córdoba estaban faltos de esos textos por razones obvias, y le venían estupendamente para su proyecto de rearme cultural y religioso de los mozárabes cordobeses y españoles. Y la verdad es que llenó las alforjas con libros de considerable entidad, porque se trajo, por ejemplo, La Ciudad de Dios de san Agustín, La Eneida de Virgilio, poemas de Horacio, de Juvenal, abundantes partituras con himnos y cánticos religiosos, amén de muchos tratados de teología dogmática y moral que abundaban en los monasterios navarros y escaseaban en Córdoba.

Digo yo que a los padres de nuestro personaje les daría un pasmo al ver a su hijo volver a casa con las manos cargadas de libros, pero vacías de contenido en cuanto a su objetivo inicial. Las preguntas me las estoy imaginando: ¿Por qué olvidaste la búsqueda de tus hermanos para dedicarte a agenciar manuscritos y otras naderías? Preguntarían estas y otras cosas parecidas hasta cansarse, o hasta concluir que Eulogio podría ser algo santo pero que los había dejado hechos polvo en sus lógicas preocupaciones por encontrar a los perdidos por el ancho mundo.

Este rearme moral de los cristianos era una bomba de relojería en la convivencia pacífica de al-Ándalus, porque si, tal como os he contado anteriormente, las cosas eran difíciles por causa de los impuestos confiscatorios que hacían a nuestros cristianos la vida imposible, este enfrentamiento religioso iba a acarrear bastantes problemas a la multitud de cristianos cordobeses y a sus élites intelectuales y políticas.

Otro tema que no era menor es la lengua. Me refiero al idioma. La invasión de lo musulmán no iba a pararse en el idioma al uso en la España conquistada. Con el árabe venía la cultura de los dominantes, la comunicación con los poderosos, el postín, la fuerza política. Por otra parte, la afición de los árabes a la poesía y a los relatos fantásticos llenos de sensualidad, entraron muy fuerte en la juventud española, que corría serio peligro de olvidar la de sus antepasados. La consecuencia fue que muchos de ellos se aplicaron a aprender el árabe, no solamente por ser vehículo de una cultura nueva, sino también porque era la lengua de los poderosos, imprescindible si querían ascender en la estima social.

A pesar de ello, los mozárabes nunca llegaron a olvidar su lengua latina. Es verdad que en muchos de sus escritos encontramos faltas de sintaxis y en general expresiones bastante incorrectas, si tomamos como referencia el latín de los clásicos. Sin embargo, eso no es de extrañar porque estamos hablando de unos años en que comienzan a insinuarse las evoluciones del latín hacia las lenguas romances, que ya existen desde época tardorromana. Con nuestros sabios y santos mozárabes, se intenta poner freno a la decadencia de la lengua de los cristianos, el latín, y se le da un empuje notable, o al menos se le quiere dar, para que no se pierda, definitivamente enterrado por el árabe y su cultura.

Álvaro era un gran latinista y fue alabado por Eulogio en su Memoriale sanctorum. Samsón, en su Apologeticus, pone de vuelta y media a Hostégesis, obispo de Málaga, por sus nulos conocimientos del latín. Se pregunta dónde habrá aprendido este desgraciado el latín, porque era malo de solemnidad.[35] Se trataba de una regeneración literaria, que era llevada a cabo por nuestros personajes como muestra de patriotismo y puesta en valor de su civilización cristiana.

Como no tenían en qué entretenerse nuestros mozárabes con todo esto, encima, ya se sabe aquello de que a perro flaco todo se le vuelven pulgas, cayeron sobre la Córdoba de nuestros pecados unas cuantas herejías y alguna que otra controversia de que os diré una palabra.

Andalucía era por entonces la meta de todos los desalmados de Europa. Los que podían empuñar las armas, se enrolaban en las tropas del emir, que pagaba bien, y encima ejercían un pluriempleo atacando y practicando la rapiña sobre los más débiles, que eran los mozárabes. También se dejaban caer por aquí los que mantenían tesis heréticas sobre la Trinidad y otros dogmas, que en sus países no encontraban demasiado eco y se lo buscaban en nuestra tierra. Os conté anteriormente que las herejías trinitarias por lo general encajaban bastante bien en el credo musulmán más simple y menos lleno de misterios de difícil comprensión.

Algunos dieron bastante guerra, como los casianistas, llamados por aquí acéfalos, una especie de puritanos ultramontanos y ultraortodoxos, que se tenían por los más santos del pueblo y que no se mezclaban con la gente normal. Incluso forzaron la celebración de un Concilio en Córdoba allá por el año 839, con el sanísimo interés de hacerlos entrar en razón y que no se propagaran sus ideas por estos pagos. A ese Concilio acudieron los obispos de Toledo, Sevilla, Córdoba, Cabra, Mérida, Guadix, Écija, Málaga y Elvira. Sus cánones, por cierto, escritos en un latín bastante malo, no consiguieron del todo borrar esa herejía, que se extendió principalmente por Egabro (Cabra) y por Poley (Aguilar de la Frontera).[36]

El Concilio terminó, como suele ser normal en estos casos, con un fulminante decreto de excomunión lanzado contra la Iglesia de Epagro, la Poley musulmana, más adelante llamada por los cristianos Aguilar. El decreto iba contra el obispo, al que destituyeron, y también contra los fieles cristianos de esa diócesis, que debían ser más revoltosos de la cuenta y más papistas que el Papa.

Otro número de cuidado lo montó un alemán que hacia el 837 se dejó caer por aquí en busca de lo que buenamente pudiera pillar, y que se llamaba Bodo. Como se trataba de buscar sus aventurillas, al año siguiente de su llegada se convirtió al judaísmo, se circuncidó, lo que ya debió suponer para él un esfuerzo importante, se dejó crecer el pelo, se cambió el nombre por el de Eleazar y se casó con una señora de religión judía. Como veis, en poco tiempo el hombre experimentó un tránsito escatológico considerable. No contento con eso, se alistó en la milicia e inició una campaña de acoso y derribo de los pobres cristianos, que ya tenían bastante con lo que tenían dentro de casa como para que les llegaran vecinos indeseables a amargarles más aún su desdichada existencia. El objetivo de esa campaña, que se dedicó a propagar todo lo que pudo, era que los cristianos debían abandonar su religión y abrazar, o la fe judía, o eventualmente la musulmana y en caso de no someterse a esa imposición, debían morir sin más juicio ni otras componendas por el estilo.

Nuestros mozárabes estaban curtidos en mil batallas y, naturalmente, tenían una medicina para cada enfermedad. Ahora se trataba de meter una cuña de la misma madera y la tenían bastante a su alcance. Se llamaba nada menos que Pablo Álvaro, uno de los líderes de la comunidad cristiana, que había sido en tiempos un miembro importante de la comunidad israelita cordobesa. Él mismo lo dice varias veces en un hermoso latín que no me resisto a copiaros:

Ego, qui et fide et genere haebreus sum… Pater meus Abraham est quia maiores mei ex ipsa descendunt. Sed ideo iudaeus non vocor quia nomen novum impositum est quod os Domini nominavit.[37]

Dice que es hebreo por su origen y por su fe. Su padre es Abraham porque de él descienden sus antepasados. Sin embargo, no quiere llamarse judío porque la boca de Dios le ha dado un nombre nuevo.

Nuestro Pablo Álvaro se puso a la tarea de enfrentarse al molesto personaje con todas las armas a su alcance, entre las que se encontraba la pluma. Escribió una carta al tal Eleazar larguísima, llena de disquisiciones, argumentos, silogismos y otras menudencias, que evidentemente no sirvieron para nada, excepto para que quedara constancia de su tímida protesta. Nadie, ni entonces ni ahora, se deja convencer por una simple carta, por bien argumentada y redactada que esté.[38]

La segunda invectiva contra Eleazar también fue epistolar, pero esta vez más realista. Ya sabéis que cualquier súbdito documentado, antes de emprender un viaje como el que llevó al entonces Bodo desde Alemania hasta Córdoba, debía pedir la venia al emperador, que a la sazón era Carlos el Calvo. Nuestros mozárabes debían estar hasta el gorro de enviados como éste, que encima venían de tierra de cristianos con la venia del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. ¿Era decente que se les enviaran estos personajes para amargarles la vida más de lo que ya la tenían? ¿No hubiera sido más práctico que Carlos el Calvo les ofreciera alguna ayudita, a ser posible comestible, mejor que un pájaro de cuentas de la calaña del tal Bodo? ¡Por favor…! Tras los consabidos reproches teóricos, Álvaro, yendo al lado práctico del asunto, hacía su propuesta y rogaba al emperador que la pusiera en práctica: que pidiera la extradición del tal Eleazar y exigiera a ‘Abd ar-Rahmān II que se lo enviara cargado de pesadas cadenas.

No he podido averiguar qué efectos surtió en el emperador al llegar a su destino la carta de los mozárabes cordobeses. Apuesto doble contra sencillo a que Carlos el Calvo la leería con detenimiento, tras lo cual se rascaría la lustrosa calva, expresando que quizá había metido la pata pero que los damnificados estaban demasiado lejos como para alterar su pacífica existencia. ¡Que se las arreglaran como pudieran!

Lo cierto es que dentro mismo del Estado cordobés se había ido formando un grupo de presión que podría ser el germen de futuras sublevaciones por parte de los invadidos, y eso no lo habían previsto los dominadores, ocupados como estaban en poesías, astrologías, inventos y, por supuesto, en nutridos y magníficos harenes.

A partir de ahora vamos a ser testigos de una guerra feroz de exterminio a que el islamismo sometió al cristianismo. Durante los mandatos de los emires anteriores, existió una cierta tolerancia para con los mozárabes, pero ahora se habían hecho más fuertes porque muchos españoles aceptaron entonces la religión de Mahoma, abandonando la propia y ahora se estaban fortaleciendo internamente, lo que presagiaba revueltas en un futuro no lejano. ‘Abd ar-Rahmān y su corte no soportaban que existieran en Córdoba tantos cristianos y que mostraran tan a las claras sus fuerzas y sus sentimientos. Como se ha podido comprobar, las cosas estaban bastante calientes. Existía lo que podríamos llamar un ambiente de gran crispación, que saltaría por los aires a nada que se diera una oportunidad, por mínima que fuera.

Y la chispa estalló. Al poco de regresar san Eulogio de Navarra, ocurrió algo de apariencia banal pero que iba a traer cola. Os cuento.

Había en la cordobesa iglesia de san Acisclo un cura que se llamaba Perfecto. El hombre era templado, extrovertido, aparente, para nada exaltado, dialogante, honesto, tanto que los cordobeses le apodaron el Completo. Entre sus aficiones favoritas estaba la de pasear por las calles luciendo sus hábitos, charlando amigablemente con quien se encontraba, fueran correligionarios suyos o simplemente musulmanes, a muchos de los cuales distinguía con su amistad. Porque, no lo he dicho antes, hablaba el árabe con bastante soltura.

Un día en que fue a la ciudad para resolver asuntillos sin importancia, se encontró con un grupo de musulmanes a quienes conocía de antiguo y con los que no tuvo empacho en entablar una conversación, interesante desde el punto de vista apologético pero bastante peliaguda, como enseguida vais a comprobar. Era el tema de moda en ese tiempo y circunstancias. Se metieron en el jardín de dilucidar las bondades o maldades de cristianismo e islamismo, y de paso comparar la talla divina y humana de Jesucristo y de Mahoma, o las diferencias entre la teología cristiana y la musulmana. El Completo, ya os he dicho que era convincente y no se contuvo en expresar su opinión. Ante los atónitos musulmanes dijo lo siguiente:

—Yo creo firmemente que Jesucristo es Dios. Sobre vuestro Profeta no me atrevo a opinar porque sé que os va a molestar.

¡Bastante dijo! Sus contertulios, creo yo que con sonrisa de conejo, le insistieron en que se explayase sin miedo, que no iba a salir de sus bocas lo que le oyeran sobre el tema. El cura, que era de esa clase de personajes que no callan ni debajo del agua, se despachó diciendo lo siguiente:

—Puesto que me habéis dado palabra de que lo que yo diga no va a salir de aquí, os diré que nosotros pensamos que Mahoma simplemente es un impostor, un falso profeta que ha sido corrompido por el demonio y va por el mundo haciendo daño al personal y ocupándose en que vayan directamente al infierno después de la muerte.

Perfecto conocía bastante bien las azoras y las aleyas del Corán, así como los hadices o tradiciones transmitidas por los primeros discípulos del Profeta. Ya que había empezado, debía rematar la faena dando todos sus argumentos contra Mahoma y su doctrina, así como poniendo delante de sus interlocutores los horrorosos tormentos que les esperaban en el más allá si mantenían sus creencias en esa religión y se dejaban llevar por ese personaje.

Los musulmanes que le escuchaban se quedaron mudos porque no sabían qué camino tomar. Aquello era una insolencia, una blasfemia y muchas cosas más pero optaron por mantener la boca cerrada, por el momento, claro, que el comecome se les quedó dentro del cuerpo y más temprano que tarde aquello iba a estallar, y enseguida veréis cómo.

Un par de días después, el Completo inició su acostumbrado paseíto por la ciudad y se encontró con los mismos personajes, que esta vez no pudieron contenerse. Al verlo pasar, unos y otros se atropellaban advirtiendo a grandes voces a los concurrentes con estas palabras:

—Este es el loco temerario que echó pestes contra nuestro Profeta, al que Alá guarde. Dijo tantas blasfemias como jamás habéis oído.

Enseguida se arremolinaron los más fanáticos alrededor del cura, conscientes de que no podían dejar las cosas así, y lo llevaron casi en peso ante el cadí, al que con estas palabras pusieron al cabo de la calle de todo lo que había dicho el día anterior y de lo que no había dicho:

—Aquí tienes a un cristiano que ha maldecido a nuestro Profeta y a sus seguidores. Tú sabes mejor que nosotros que su delito se castiga con la muerte.

El cadí se lo tomó con calma, no porque le temblara el pulso a la hora de aplicar la pena capital al más pintado, sino porque prefería no meterse en más líos y tener la fiesta en paz, que había demasiados cristianos en Córdoba y a nada que se calentaran los ánimos se podría armar la marimorena. El Completo, convenientemente interrogado por el cadí, negó rotundamente haber dicho una palabra inconveniente contra Mahoma o sus musulmanes. El caso es que los acusadores debieron calentar la cabeza al cadí hasta que pronunció la sentencia. Lo encerró en la cárcel, lo mantuvo cargado de cadenas y decidió que, para dar más vistosidad al evento, se le ejecutara con motivo de las próximas fiestas del Cordero, que estaban a la vuelta de la esquina. Se trataba de dar un escarmiento a los díscolos y de paso alegrar las fiestas con acontecimientos que regocijaran al personal.

Perfecto recobró la compostura que perdiera en el primer momento. El hombre no se esperaba que una banal conversación fuera a tener estas consecuencias, pero, en fin, ya no tenía remedio. A lo hecho, pecho. Rezó hasta hartarse, se encomendó a Dios y con una serenidad que asustaba, asumió que era inevitable su ejecución como un martirio por haberse confesado cristiano ante unos musulmanes bastante intolerantes.

Y por fin llegó el gran día. Era el viernes 18 de abril del año 850, el 1 de Sahwwal para los musulmanes. Un día grande, de fiesta sonada. Era la Pascua musulmana. La preciosa ciudad de Córdoba estaba engalanada con rosas, claveles reventones, romero, albahaca y muchas otras plantas. De sus balcones caían bellísimos los tejidos de seda primorosamente bordados, como si fueran también flores de un colorido impresionante. La calle era un inmenso jolgorio, un bullicio de gentes vestidas con sus ropas de fiesta. Los hombres iban a todas partes, unos a pie y otros a caballo, acompañados por música de dulzainas, chirimías, atabales y lelilíes. Las mujeres teóricamente debían ir a los cementerios a llorar a sus difuntos pero la verdad es que aprovechaban el viaje para recorrer las calles con palmas en las manos dejándose ver y recobrando su libertad por una vez en que se podían divertir como los hombres. En medio de todo este fenomenal jaleo, un alguacil anunció que de orden del primer ministro había llegado la hora de ejecutar por blasfemo al sacerdote cristiano.

Este primer ministro era el eunuco Nasr de quien os hablé antes. Una mala persona, un arribista y un renegado que aborrecía a los que fueron suyos y que, con la ayuda de la favorita Tarub, se estaba ganando por días la voluntad de ‘Abd ar-Rahmān. La ejecución debía llevarse a cabo a la orilla del Guadalquivir, contribuyendo con ese espectáculo a que se lo pasaran en grande todos los que celebraban la fiesta.

Nuestro Perfecto se armó de valor, de fe en Dios y, como ya sabéis que a éstos les gustaba bastante adivinar el futuro, predijo que antes de un año Nasr se iría con Alá para allá, cosa que al final ocurrió, como oportunamente os contaré. A continuación levantó la voz para que lo oyeran todos y pronunció estas palabras:

—Sí. Yo maldije antes y maldigo ahora a vuestro Profeta. Y me ratifico en llamarle hombre endemoniado, hechicero, adúltero e impostor. Os quiero decir que vuestras creencias son supercherías diabólicas y que a vosotros y a vuestro Profeta lo que os espera es el infierno.

Diciendo esto puso su cuello a disposición del verdugo, siendo inmediatamente decapitado en aquella tarde de fiesta cordobesa. Los musulmanes se entretuvieron chapoteando en su sangre hasta que unos discretos mozárabes recogieron su cuerpo y lo llevaron a la iglesia de san Acisclo para darle cristiana sepultura. Las exequias fueron solemnes, con presencia activa del obispo Saulo, de sacerdotes, clero y fieles mozárabes de Córdoba, que contenían su justa indignación, no se sabe si por mucho tiempo.

Pero el día no se había terminado. Quedaba algo fastidiado. Resulta que, después de la ejecución de nuestro Perfecto, las gentes se dispusieron a volver de su festejo, unos a pie, otros a caballo, algunos montados en barcas, y entre tanta bulla y tanto jolgorio alguna barca se fue a pique, ahogándose un par de moros de los ocho que la ocupaban. ¿Castigo del Dios de los cristianos? Eso dicen los escritores mozárabes. Yo, la verdad, no sé a qué atenerme porque en ese caso es de suponer que Alá estuviera algo distraído para aceptar que una maldad como esa le sucediera a sus fieles. Ahí no acabaron las desdichas de nuestros mozárabes, que los ánimos estaban bastante caldeados y esos sentimientos no se paran así como así. Mientras, os contaré un suceso que conmocionaría al reino.

Nasr era ya el hombre más importante de al-Ándalus, después de ‘Abd ar-Rahmān, por supuesto. Y todo el mundo sabía que tenía al emir metido en un puño porque se hacía siempre lo que convenía a su real voluntad. Os he contado también cómo era Tarub, la mandamás del harén del monarca. Entonces, como ahora, vale el refrán que dice Dios los cría y ellos se juntan. Ocurrió, sin embargo, que eran dos pardales de mucho cuidado y no se podía esperar de ellos nada bueno.

La sultana observaba que el ya viejo ‘Abd ar-Rahmān se había decantado claramente para la sucesión por Muhammad, el hijo mayor, en el bien entendido que tenía donde elegir porque había engendrado cuarenta y cinco varones. Evidentemente las hembras, que eran otras tantas, no contaban para estos menesteres. Tarub estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de ser ella la madre del futuro emir de al-Ándalus y por eso se buscó como aliado al desgraciado Nasr, que quería seguir mandando en adelante, y si el monarca era Muhammad no tenía muy claro este extremo porque sabía que lo odiaba con toda su alma. ¿Qué hacer?

Nasr dijo a Tarub que estuviera tranquila que él lo arreglaría a su manera, lo que quería decir que tomaría decisiones drásticas para conseguirlo. Estas decisiones drásticas eran pura y simplemente dar un golpe de Estado, envenenando al emir titular, de paso llevarse también por delante a Muhammad, el heredero designado, y poniendo en su lugar a ‘Abd Alla, el hijo de su colega en la conspiración. Sabía cómo hacer esas cosas.

Acababa de venir de Oriente un médico muy afamado llamado Hairan, que traía de allá un remedio infalible contra los males de vientre, que, por supuesto, vendía a precio de escándalo, algo así como a cincuenta monedas de oro la botella. Nasr lo abordó y le ofreció todo el oro del mundo si le preparaba un veneno fortísimo, porque tenía que sacar adelante un proyectillo que no le quiso contar. Y como Hairan andaba escaso de fondos, en un momento tuvo el brebaje listo para entrar en acción. Su cuenta corriente, obviamente, aumentó de manera importante.

El médico de Oriente era listo como el hambre y se malició la traición de Nasr y sus intenciones. Como, por otra parte, estaba por agenciarse fondos extras para el futuro, le pasó la información a ‘Abd ar-Rahmān, en el sentido de ponerlo al cabo de la calle de las intenciones de su eunuco favorito, especialmente si se mostraba interesado en darle a beber alguna medicina de extraordinarios resultados terapéuticos. El emir cerró el ojo con el que parpadeaba desde antiguo y vio clara la movida de sus dos más estrechos colaboradores. Como primera providencia pagó abundantemente la confidencia de Hairan, y como segunda medida se quedó sentado en espera de acontecimientos.

A la mañana siguiente se presentó Nasr, como de costumbre, a despachar con ‘Abd ar-Rahmān, que, como era algo quejica, le contó que le dolía un poco la tripa, seguramente porque la noche anterior se había pasado un tanto así en fiestas y francachelas regadas abundantemente con vinos de la tierra.

Nasr le dijo que su mal de vientre se lo iba a quitar en un minuto, que casualmente tenía en la mano una botella con el remedio infalible para dejarlo sin dolor de barriga, ni resaca, ni zumbidos de cabeza, ni nada por el estilo. Iba a quedar lo que se dice nuevo.

‘Abd ar-Rahmān lo estaba esperando y cuando vio a Nasr con la dichosa botellita en la mano, le espetó dándole un mandato de ineludible cumplimiento, pero razonado y todo:

—Esto puede ser dañoso para mi salud. ¡Tómalo tú primero!

Nasr se quedó de una pieza. Le había salido literalmente el tiro por la culata. Pero ahora no podía hacer otra cosa que beber de su propio veneno. Rápido como un rayo, pensó que iría corriendo en busca del dichoso médico para que le recetara un antídoto, previo pago de su importe, claro. Así que destapó la botella de sus pecados y se la tiró al coleto como si tal cosa, ante los ojos incrédulos del emir, que pensaba si la advertencia de Hairan no hubiera sido una pura engañifa para desbancar al eunuco y encumbrarse él.

Nasr salió enseguida, corriendo que se las pelaba, pero no llegó muy lejos. En el mismo palacio quedó seco, sin dar tiempo a pedir el antídoto, y menos a encomendar su alma al Altísimo. ‘Abd ar-Rahmān estaba ya tan cansado de la vida que no tuvo tiempo ni ganas de dar a Tarub lo que estaba mereciendo, que era otro traguito de la misma medicina que le trajera su socio, el maldito eunuco Nasr.

Dejemos la corte y sigamos contando más cosas de nuestros pobres mozárabes.

Había en Córdoba uno de esos comerciantes vocingleros, bullangueros, que pregonaban su mercancía por las calles y los zocos, invocando lo más sagrado con tal de que los paisanos atendieran su reclamo y le compraran lo que fuera. Nuestro hombre era mozárabe, se llamaba Juan, y el negocio le iba aceptablemente, dadas las condiciones y el momento. Para reclamar la atención de los potenciales clientes musulmanes, no se le ocurrió otra cosa que gritarles, a modo de pregón, de esta manera:

—¡Por vuestro Profeta que la chilaba que os vendo es la mejor del mundo! ¡Por Mahoma que no vais a encontrar en parte alguna otra parecida a esta!

Habéis comprendido que era algo memo, seguramente bastante indocumentado en temas islámicos, porque estando las cosas como estaban, podemos decir que se estaba jugando el cuello. Enseguida se le puso delante un musulmán algo ultra, que le echó en cara sus pregones diciendo:

—Tú siempre estás nombrando al Profeta y jurando por su nombre augusto. Como eres un cristiano, o lo haces para reírte de nuestra religión, o simplemente nos estás engañando con un juramento falso.

A Juan le entró la risa y se lo tomó como algo carente de entidad, protestando que jamás tuvo intenciones aviesas para los simples musulmanes y mucho menos para su Profeta. Pero, claro, por un lado hay que tener en cuenta que era un redomado ignorante, y por otro que ya no lo dejaban en paz porque si protestaba de su inocencia con unas frases aparentemente inocuas, éstos, que eran algo retorcidos, dijera lo que dijera le echaban en cara alguna maldad que jamás se le pasó por la imaginación cometer.

El pobre, harto ya de tantos requerimientos y de que lo pusieran múltiples veces en aprietos, intentó quitárselos de encima con estas palabras, que él pensaba serían definitivas para librarse de sus antagonistas:

—¡Pues maldito sea de Dios el que desee nombrar a vuestro Profeta!

«¡Claro! —debió pensar para su capote el pobre Juan— Si jamás se hubiera puesto en la boca el nombre de Mahoma, se habría ahorrado todos estos inconvenientes.» Quiso decir que maldita la hora en que se le ocurrió pregonar sus mercancías invocando a Mahoma. ¿Qué hay en eso de malo?

Pero de nuevo volvió a cometer una estúpida torpeza, porque ahora sí que se le echaron encima dándole empellones, pescozones, bofetadas y otras agresiones, como si fueran avispas rabiosas. Así lo llevaron medio arrastrando hasta ponerlo ante el cadí, juez competente en estos menesteres. Uno de los que más lo acusaban le dio el último empujón hasta hacerlo caer en tierra ante el dichoso juez, mientras decía a grandes voces:

—¡Oh juez! Nosotros somos testigos de que este cristiano tiene la horrorosa costumbre de burlarse de nuestro Profeta, mencionando su nombre, unas veces con malicia y otras con irreverencia. El muy cabrón, para hacer su negocio en el mercado, no ha encontrado otra manera mejor que pronunciar disimuladamente y de forma burlona los juramentos más santos. Lo hemos visto con nuestros propios ojos. Creemos que por eso es merecedor de la muerte.

Los acompañantes apoyaron con gritos y afirmaciones sonoras lo dicho, mientras el acusado se quedaba rígido, helado, como de piedra. Visto lo visto, se esperaba de todo, pero, la verdad, no tanto. Con un hilo de voz quiso hacer algo parecido a su pliego de descargo diciendo:

—No es verdad. Yo no he tenido la mala intención que me estáis achacando. Esas acusaciones provienen de otros comerciantes de la competencia, que están envidiosos de mis técnicas comerciales y de mis ventas.

El cadí alisó levemente su respingona barba dándose tiempo a pensar que, al fin y al cabo, éste era simplemente un mequetrefe, o como mucho un vendedor vocinglero, en cuyos ánimos estaba ganar más dinero que el vecino, pero nada de blasfemias ni de faltas de respeto a Mahoma. ¿Quién iba a pensar en eso? De penas de muerte, por el momento, nada. Su sentencia fue rápida pero bastante menos cruel. Que un verdugo estuviera dándole azotes hasta que renegara de su fe y proclamara que la única religión decente era la musulmana. De esa manera quedaría zanjado el pleito y todos tan contentos.

Juan era un simple mercader, puede que algo torpe, bastante trapisondista, y en cuanto a dinero, si hacía falta engañaba a su padre. Pero, amigo mío, que no le tocaran su religión ni a su Dios, que se crecía y se hacía más fuerte que un monje de la Tebaida. Los azotes no le intimidaron ni le hicieron mover un palmo su fe, lo que enfureció aún más al cadí, que estaba esperando un resultado positivo en sus movimientos judiciales a favor de la religión musulmana.

En vista de que a Juan no le cambiaba ni el gesto de la cara, el juez mandó que le siguieran dando azotes hasta un número redondo, por ejemplo, cuatrocientos, que debían aplicarse con renovadas fuerzas por varios verdugos en riguroso turno.

El resultado fue que nuestro pobre mercader mozárabe no aguantó un castigo tan severo, cayendo exánime al suelo ante juez, verdugo y asistentes, tras lo cual recibió un castigo secundario: fue montado en un borrico con la cara vuelta hacia atrás, para que se apreciara en qué lastimoso estado quedaba su espalda, paseado por la ciudad, especialmente por los barrios habitados por cristianos, luego siguió el cortejo por las puertas de todas las iglesias, llevando delante a un pregonero que con un vozarrón impecable gritaba con todas sus fuerzas:

—¡Este castigo recibirá todo el que se atreva a decir una palabra más alta que otra sobre nuestro Profeta, o eventualmente se burle de nuestra santa religión!

A continuación le pusieron unos pesados grilletes en manos y pies y lo metieron en una mazmorra de nuestra Córdoba. Allí se convirtió en un héroe de la religión, ejemplo y modelo a seguir por los cristianos de al-Ándalus.

Los hechos que hemos narrado fueron el inicio de una durísima persecución contra nuestros mozárabes. Los dos suplicios tuvieron un gran eco, tanto entre los cristianos como entre los propios musulmanes. Ya se sabe que estos acontecimientos exaltan los ánimos y hacen que aparezcan imitadores por todas partes, y eso es lo que ocurrió porque su situación era lo bastante precaria como para plantearse decisiones radicales, o quizá fatalistas. Muchos de ellos pensaron que ya, de perdidos al río, así que había llegado la hora de morir por su religión y por la justicia. Y el sistema se lo habían enseñado sus antecesores Perfecto y Juan. Estaban hartos de aguantar humillaciones, vejaciones y otros inconvenientes. Había que pregonar muy fuerte en plazas y mercados que la verdadera religión es la de Jesucristo, y que Mahoma y sus seguidores eran una panda de embaucadores, libertinos, voluptuosos, almas perdidas que iban a ir directamente al mismísimo infierno.

El primero que se lanzó por ese camino fue un religioso joven del célebre monasterio de Tábanos llamado Isaac. Era éste un monasterio relativamente reciente, de mucha fama entre los cristianos por su estricta observancia, por las enseñanzas que se impartían y por la religiosidad de sus monjes. Pues el joven Isaac, hijo de familia noble y ya profeso, se presentó voluntariamente un buen día delante del cadí y le dijo sin pestañear estas palabras:

—Yo me convertiría a tu religión de muy buena gana, si no te pareciera mal instruirme en ella.

El aludido dio un regocijado respingo, enseñando una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja. Y no era para menos, porque en un ambiente de claro enfrentamiento entre religiones, se iba a apuntar un tanto considerable. Nada menos que la conversión a la religión de Mahoma de un monje instruido en el célebre monasterio de Tábanos. Y no perdió el tiempo el cadí, que enseguida comenzó su catequesis, usando en sus palabras los tonos apropiados que, como sabéis, son campanudos, engolados y algo relamidos.

El monje Isaac, que hablaba correctamente el árabe, no le dejó mucho tiempo para explayarse. No le aguantó ni una, porque sin mucho escuchar los sermones, espetó a su vez otra encendida plática al satisfecho cadí:

—Ese es un Profeta falso, que nos mintió y nos engañó llevado por un espíritu diabólico. Era un ser entregado a las ilusiones de Satanás y por eso pervirtió a enormes muchedumbres llevándolas consigo al infierno. ¿Cómo es que vosotros, que presumís de sabios, no os apartáis de semejante personaje? ¿Cómo os dejáis llevar por esas doctrinas perniciosas y no os acercáis a la única religión verdadera, que es la de Jesucristo?

El cadí se quedó mudo al oír a su potencial catecúmeno. No sabía si llorar, si reír, si estallar de ira santa, o era mejor pasar un poco la mano porque probablemente Isaac era un simple perturbado y en ese caso, pelillos a la mar. Cuando se repuso del mal trago, pidió a un criado un poco de agua, la bebió con solemnidad y trató de continuar su catequesis como si no hubiera oído nada, o al menos como si no hubiera oído unas palabras tan duras, pero no hubo manera. A decir verdad, le apetecía dar a Isaac un par de bofetadas y a poco que se le fuera la mano, lo iba a hacer. Pues esa intención se vio bien clara por sus gestos, a lo que Isaac le dijo:

—¿Te atreves a herir a una figura que Dios ha hecho a su imagen? Que sepas que algún día tendrás que dar cuenta a Dios de todo esto.

Estos cadíes tenían a su lado una cohorte de ulemas, especie de consejeros y fiscales a la par, que trataron de recomponer la figura de su patrón, verdaderamente descompuesta por las palabras de su joven e inesperado visitante. Se acercaron a él y susurrándole al oído, le dijeron lo siguiente:

—Cálmate, hombre. No olvides la dignidad de tu cargo. No tomes la justicia por tu mano porque nuestras leyes prohíben castigar con nuestra mano al que está a punto de morir ajusticiado.

El cadí comprendió que sus consejeros tenían toda la razón del mundo en las dos cosas que le acababan de insinuar. No debía perder la compostura y debía aplicar inmediatamente al jovenzuelo que tenía delante la pena capital. Cuando lo tuvo claro, le dijo:

—Tú eres un borracho que no sabes lo que dices. Has injuriado temerariamente al Profeta y la ley dice que debe ser decapitado el que tales palabras profiere.

Isaac no se cortó un pelo y replicó al cadí:

—Ni estoy borracho ni loco. Tengo tanto sentido de la justicia, del que por cierto carece vuestro Profeta, que he querido dejar bien claros ante ti los conceptos que me has oído. Si me haces ajusticiar, lo aceptaré de muy buena gana, alegremente, y no apartaré mi cuello del cuchillo del verdugo porque Jesús dijo que bienaventurados los que padecen por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos.

El cadí llamó a sus esbirros que lo llevaron a la cárcel en espera de acontecimientos. Y como el asunto había pasado a mayores, consideró prudente dar conocimiento al emir de lo sucedido por si estimaba pertinente alguna decisión.

‘Abd ar-Rahmān se enfadó muchísimo con lo que le acababan de contar. Más aún que con lo de Perfecto y Juan, que conocía, por supuesto. Su orden fue que inmediatamente se le quitara la vida, lo que se ejecutó el mismo día, el 3 de junio del año 851. Isaac tenía veintisiete años. Como querían que el ajusticiamiento sirviera de aviso a navegantes, lo clavaron en un madero cabeza abajo y lo colocaron en la otra orilla del río, que era el escaparate natural de la ciudad, para que todo el mundo viera cómo acababan los que blasfemaban o injuriaban a la religión musulmana.

Los efectos que producen estas ejecuciones con ánimo aleccionador, suelen ser los contrarios a los buscados, y la muerte del pobre Isaac tuvo como consecuencia un nuevo movimiento de exaltación religiosa en Tábanos y en las demás comunidades cristianas de Córdoba. Como era de esperar, le salieron cantidad de imitadores. Los panegíricos se oían en todos los púlpitos, así como los fervorines exaltando el ejemplo de Isaac e incitando claramente a imitar a los que de esa manera entregaban su vida a Dios. Eran santos mártires, cuyas reliquias se conservaban como el más valioso tesoro de todo cristiano que se preciara de serlo.

Y, efectivamente, dos días después apareció otro firme candidato al martirio. Se llamaba Sancho, había sido capturado por los ejércitos musulmanes en una de sus muchas aceifas, y se consiguió el hombre más o menos situar alistándose en la célebre guardia de los mudos. Era un buen lector, bastante culto y asiduo asistente a las charlas sobre religión que impartía san Eulogio.

Sancho había visto el espectáculo del ajusticiamiento del monje Isaac y decidió seguir su ejemplo. Ni corto ni perezoso se presentó ante el cadí confesándose cristiano ferviente y enemigo de Mahoma y de todo cuanto representaba.

La sentencia fue idéntica a la de su imitado. Fue decapitado y colgado en un palo al otro lado del río para que sirviera de escarmiento a los díscolos. Que digo yo que a estas alturas, por una parte el cadí debía estar bastante fastidiado por el trabajo extra, y por otra, parecía que los cristianos, en lugar de atemorizarse contemplando las ejecuciones como hubiera sido de razón, se estaban envalentonando y creando una situación cada vez más insostenible.

A todo esto estamos a viernes, día 5 de junio. Dos días después, el domingo, volvió el cadí a tener trabajo extra. Esta vez se le presentaron nada menos que seis firmes candidatos al martirio. Os trazo un breve perfil de todos ellos. Eran Pedro, un sacerdote natural de Écija y discípulo del abad Frugela; Walabonso, un diácono de Niebla, que había venido a estudiar a Córdoba humanidades, disciplinas liberales y teología, también discípulo de Frugela; Sabiniano, un joven natural de Froniano, una aldea de la sierra cordobesa y monje del monasterio de Armilata; Wistremundo, otro joven de Écija, recién entrado al monasterio de san Cristóbal; y por último Jeremías, un hombre rico ya entrado en años, que había entregado todos sus bienes para fundar a sus expensas el monasterio de Tábanos, retirándose a vivir en él con su familia para el resto de su vida, a la que habéis entendido que estaba dispuesto a poner fin. Los seis se presentaron ante el cadí y le dijeron:

—¡Oh juez! Nosotros también pertenecemos a la misma fe de los que acaban de morir, nuestros santos hermanos Isaac y Sancho. Cumple con tu obligación y ejecuta en nosotros tu venganza por insultar a tu Profeta, cosa que de paso hacemos gustosos. Mahoma simplemente es precursor, pero del Anticristo. Es autor de dogmas impíos y vosotros, envenenados con sus enseñanzas, vais a caer en las penas eternas del infierno.

El cadí debía estar ya bastante mosqueado con estas actitudes pero la cosa estaba más clara que el agua, así como la pena que estos insensatos merecían. Su orden fue que inmediatamente fueran degollados. A Jeremías le dieron un castigo extra, seguramente porque consideró el cadí que siendo el más viejo del grupo le supuso algún ascendiente especial y se supone que debió evitar las salidas de tono de sus jóvenes colegas en el martirio, así que fue azotado, casi despedazado y luego arrastrado con sus compañeros al lugar donde serían degollados.

Pero no paró ahí la cosa. A los contados, sucedieron los martirios de otro joven estudiante, natural de Beja, llamado Sisenando. Luego le tocó el turno a un diácono llamado Pablo, natural de Córdoba y pariente de san Eulogio. A continuación, un monje joven natural de Carmona llamado Teodomiro…

Era una pelea en la que los mártires triunfaban de sus verdugos y una protesta de la comunidad española y mozárabe por la saña con que eran tratados en su vida, sus sentimientos, su religión y sus costumbres.

Córdoba estaba verdaderamente conmocionada con los hechos que acabo de contar. Es probable que los más serenos fueran los mozárabes y los más turbados los musulmanes. Estos últimos estaban por una parte muy preocupados y, por otra, sentían un punto de arrepentimiento. Sinceramente estaban deseando que todas aquellas exhibiciones de fe acabaran cuanto antes porque no iban a traer nada bueno. La comunidad cristiana era muy numerosa, bastante sólida y si seguían así, las revueltas populares estaban cantadas. Y esto no pasó desapercibido a las clases dominantes musulmanas. Había que hacer algo por parar una escalada de mártires, suicida para ellos y para la convivencia pacífica en al-Ándalus. Y en el fondo no les gustaba lo que había ocurrido porque si desaparecían los cristianos, a ver dónde iba a parar el producto interior bruto, ya que eran los que más riqueza aportaban a las arcas estatales y al bienestar de los ciudadanos cordobeses.

El gobierno, encabezado por ‘Abd ar-Rahmān, tomó la decisión más sensata, que era tratar de contemporizar con los cristianos y emplear la vieja táctica que tan buenos resultados les dio en tiempos pasados, que era la de mezclar la tolerancia con las astucia, pasar un poco la mano, que ya le llegaría su hora a la dichosa iglesia Católica. Y para llevar a buen puerto esa táctica, pieza fundamental serían dos personajes españoles afectos al emir, dos pardales de cuidado, que eran Recafredo, el obispo de Córdoba, y Gómez, el exceptor o tesorero de la comunidad cristiana, responsable ante el emir de pago de impuestos y demás gabelas por el estilo.

Gómez era un personaje nefasto. Hijo y nieto de españoles, era la personificación de lo peor que se despachaba por estas tierras. Muy inteligente y bastante astuto, no tenía más creencia ni más Dios que el dinero y trepar. Tenía la ventaja de manejarse estupendamente en árabe hablado o escrito. Se parecía en esto al que fuera primer ministro del emir, también español, el eunuco Nasr. Poco a poco fue trepando hasta que consiguió el puesto, que era bastante interesante y sobre todo muy lucrativo. Evidentemente, Gómez estaba interesado en que acabaran los martirios, no porque le importaran mucho las vidas de los mozárabes, sino porque si las revueltas evolucionaban a peor, se iba a ver seriamente perjudicado su bolsillo de eventual tesorero de los ajusticiados.

Recafredo era más cortesano que obispo. Su misión aparentemente no era la de evangelizar a sus fieles, sino la de agradar a ‘Abd ar-Rahmān. Para nada estaba cercano a los grandes personajes mozárabes de quienes hemos hablado, porque sus amigos habitaban en el Alcázar. Por esas razones era bastante contrario a los martirios y a ese enfrentamiento entre religiones.

Estos dos personajes estaban acompañados en sus intentos por un buen grupo de cristianos tibios, más próximos ya al mundo musulmán que a su ascendencia cristiana, y que les hacían el trabajo entre las gentes de a pie del bando cristiano.

La táctica que emplearon fue la de hacer reflexionar a los mozárabes sobre la inconveniencia de mantener actitudes como las anteriores, y sobre la inutilidad de los enfrentamientos y martirios pasados o futuros. Les intentaban convencer de que su postura oscilaba entre el fanatismo y el suicidio, y que ni una cosa ni otra eran aceptables ni desde el punto de vista religioso ni de convivencia civil.

Enseguida se organizó el bando opuesto a Gómez y Recafredo, que estaba formado por Eulogio, Pablo Álvaro y Saulo. El que más se distinguió de los tres fue Eulogio, que para la ocasión nos dejó escrito un precioso libro titulado Memoriale sanctorum, lleno de consideraciones acerca de la conveniencia de mantener una fe muy firme y de llevarla hasta las últimas consecuencias en unos momentos sumamente difíciles como fueron aquellos. Desde luego, siguiendo a su maestro Esperaindeo, a Mahoma y su religión los pone de herejes, dados a deleites camales, comilones y otras lindezas por el estilo, que, como es natural, le valieron ser encerrado en oscuras mazmorras.

¿Resultado? Pues que las cosas siguieron poco más o menos como antes. Porque los martirios continuaron, como os voy a contar.

Cuando san Eulogio llegó a la cárcel, según acabo de referir, se encontró a dos antiguas amigas de sus mismas convicciones religiosas. Se llamaban, una Flora y la otra María. La relación de amor entre Eulogio y Flora, supongo que solamente mística, databa de tiempo atrás. Es entre tierna y cruel, por lo que vale la pena que nos detengamos un poco en contarla.

Flora era una muchacha preciosa, nacida en Córdoba, de madre cristiana y padre musulmán. Cuando era niña murió su padre y quedó su educación al cuidado de la madre, una señora de vieja estirpe cristiana, que le inculcó sus creencias, por supuesto que secretamente porque eso estaba prohibido en las leyes musulmanas. La joven, desde muy niña, se mostró como una persona con fuertes convencimientos religiosos, abandonando las cosas mundanas y dedicándose a la oración, la caridad y demás ejercicios piadosos. Sin embargo, estaba disgustada por tener que ocultar su fe. Ni podía ir abiertamente a la iglesia, ni reunirse con sus amigos cristianos, ni participar en sus preciosas liturgias, y es que, además, tenía un hermano mayor, musulmán convencido, que no le quitaba ojo, celoso de que cumpliera con los preceptos islámicos, como estaba mandado.

Flora estaba harta de tener que someterse a unas leyes que consideraba injustas y de tener que vivir sus creencias a escondidas, y dijo que hasta aquí hemos llegado. Como no estaba por seguir disimulando, decidió marcharse de su casa en compañía de una hermana, que tenía el horroroso nombre de Baldegotona y que debía ser algo más callada que Flora aunque igual de resuelta. Las dos se refugiaron en casa de unos cristianos que vivían en el campo, tratando de ser libres y de manifestarse externamente según sus sentimientos.

El hermano las echó en falta y se puso hecho una furia, porque sin que nadie se lo hubiera contado, sabía el motivo de la huida y las circunstancias. Comenzó a buscarlas por todas partes, especialmente en iglesias y monasterios, donde estaba seguro se habrían ido a refugiar. Y el delito era muy serio porque volverse atrás de la religión musulmana estaba castigado con la muerte del propio converso y de sus posibles ayudas exteriores. Os quiero decir con esto que fueron a la cárcel unos cuantos sacerdotes, simplemente por ser sospechosos de haberla ayudado a convertirse al cristianismo.

Al enterarse Flora de que ya habían ido a la cárcel algunas personas por su culpa, decidió salir a campo abierto y afrontar cara a cara las posibles represalias o castigos de su hermano y de los cadíes, que seguramente la estaban esperando. Además, ¿no habían afrontado el martirio muchos buenos cristianos cordobeses? ¿Por qué no iba ella a seguirles? Ya veis que era una chica bastante libre y decidida, así que se puso guapa, levantó la cabeza y marchó a la casa paterna a la luz del día para dar público testimonio de su fe y afrontar las consecuencias de su actitud.

Enseguida se topó con su hermano y antes de que pudiera reponerse de la sorpresa, le dijo:

—¿No me buscabas? Pues aquí me tienes. Que sepas desde ya que creo firmemente en Jesucristo y voy a practicar la religión en la que creo. Tú, simplemente haz lo que estimes oportuno, que yo estoy dispuesta a sufrir o padecer sin rechistar todos los castigos que tú y los tuyos me apliquéis.

El hermano, en un principio, intentó convencerla con cariño y buenas palabras, que no dieron absolutamente ningún resultado. A continuación la amenazó con males mayores, consiguiendo lo mismo, es decir, nada. Y viendo que no le dejaba otra salida, tomó el camino más duro, que era llevarla directamente al cadí para que fuera él quien dictara la oportuna sentencia. Estas cosas las hacían por las bravas. El hermano mayor agarró a Flora de un brazo y a empellones y puñetazos la llevó a la presencia del cadí, que el hombre estaba todo el día sentado en el lugar señalado, esperando se le presentaran casos como el que nos ocupa para ejercer su oficio. Cuando dejó a su hermana tirada en el suelo, dijo:

—He aquí, ¡oh respetable cadí! a mi hermana menor que hasta ahora había observado la fe musulmana y recientemente se ha dejado embaucar por los cristianos. De esa manera reniega de nuestro Profeta y afirma que Cristo es Dios.

Ya os he contado que el emir había dado algunas directrices en el sentido de no llevar estas cosas a rajatabla e intentar encauzarlas por las buenas, si era posible. Por eso se dirigió a la guapísima Flora, preguntándole si era verdad o no lo que acababa de decir su hermano, a lo que la chica contestó:

—Ni éste es mi hermano, ni dice la verdad cuando afirma que yo he sido alguna vez de religión musulmana. Desde niña he sido creyente en Jesucristo, en esa doctrina me he educado, le he adorado como a mi Dios y me he consagrado a Él para siempre.

El cadí no tenía mucho que deliberar para dictar la pena de muerte. Eso estaba así escrito y por tanto no había otra opción, porque al ser hija de musulmán, esa era su religión, de la que no había vuelta atrás. Sin embargo, probablemente por ser una joven tan guapa, se inclinó por algo menos radical. Quizá si le aplicaba alguna pena de rango intermedio pudiera hacer entrar en razón a la muchacha. Por eso llamó a dos de sus esbirros para que le aplicaran un suplicio algo benévolo para lo que sería de esperar: la medio desnudaron, le ataron los brazos extendidos y se dedicaron a darle golpes en la parte posterior de la cabeza, el cuello y la nuca, hasta que literalmente le arrancaron el cuero cabelludo, dejándole al aire el hueso del cráneo. Entonces llamaban a esa barbaridad practicar la decalvación. Impresionante crueldad pero podía estar contenta nuestra guapa Flora de que el castigo se quedara en eso.

La chica debió sufrir lo suyo, pero en silencio, valiente, y decidida a todo por su religión, como os he contado. El juez vio enseguida que no podía con ella, pero como la consigna era intentarlo por las buenas, que por él no quedara. Se la entregó a su hermano bastante malherida y le dio el encargo:

—Curadla e instruidla en nuestra ley. Si no se convierte y sigue en sus trece, traedla de nuevo ante mí.

Eso hizo. Sacó de allí a su hermana a rastras y se la entregó a las mujeres de su casa para que la curaran lo mejor que supieran, a ver si ellas, con halagos y tal, conseguían hacerla entrar en razón. Eso sí, con cuidado de que no se pudiera escapar. Las puertas deberían estar cerradas con cadenas, que la casa ya contaba con tapias altísimas y no se iba a atrever la buena muchacha a saltarlas limpiamente.

Al cabo de unos días Flora se encontraba algo repuesta, con el coco ahí algo reparado y los ánimos más altos que nunca. Y como no estaba en sus cálculos que la achantaran, volvió a tomar la iniciativa. Una noche de esas más oscura como la boca de un lobo, subió como pudo a las tapias de la casa y se dejó caer al otro lado, alcanzando sin más sobresaltos el campo abierto. Caminó en la oscuridad hasta que llegó felizmente a la casa de un cristiano, que le brindó provisionalmente la ayuda que necesitaba. Pero Córdoba seguía siendo un lugar inseguro para ella. Le habían hablado de un escondite en el que difícilmente la encontraría su hermano. Cerca de la vieja ciudad de Tucci, que tiempo adelante se llamará Martos, había una aldea llamada Osario. En ella vivía una familia que le había brindado su hospitalidad y su ayuda. Un largo camino, pero era necesario poner tierra por medio para que su hermano no diera con ella.

Fijaos qué situación. Era necesario huir de su ciudad y su casa si querían mantener sus creencias. Para que luego hablen de convivencia y tolerancia en la España conquistada por los musulmanes.

En esa casa de Osario, cerca de Martos, se produjo el encuentro entre Flora y Eulogio. Ella, una mujer bellísima por dentro y por fuera, de profunda fe cristiana y con una determinación admirable. Él, también un guapo mozo, uno de los grandes líderes espirituales y culturales de los mozárabes cordobeses, un hombre de fe contrastada, escritor en varias lenguas, sobre todo en latín, y una persona apasionada, valiente, decidida a entregar su vida por la fe que profesaba. En esa casa de Martos nació entre ambos una amistad que tiene toda la apariencia de exaltada pasión, desde luego con fondo espiritual, pero que probablemente se convirtió en algo tan convencional como atracción mutua. Mirad lo que dice Eulogio refiriéndose a ella:

—Hermana mía, yo contemplé asombrado la coronilla de tu cabeza. Miré el lugar donde los azotes de los verdugos habían arrancado tu preciosa piel despojándola de tus cabellos. Tú me la enseñaste y yo la contemplé como padre tuyo espiritual. Palpé con mis dedos tus santas cicatrices y de buena gana las hubiera besado. Cuando me aparté de ti estuve durante mucho tiempo angustiado, suspirando por tus sufrimientos y admirando tu belleza y tu valentía. Me contaste los sufrimientos que debiste soportar por defender tu fe, la huida de tu casa aprovechando la oscuridad de la noche. Yo escuché de tu boca la relación de los grandes dolores y riesgos que habías pasado.[39] (…) Y yo, pecador, rico en culpas, que gocé de tu amistad desde que nos conocimos, merecí tocar con mis manos las cicatrices de aquella cabeza delicada, despojada por los azotes de sus virginales cabellos.[40]

Flora y su hermana no aguantaron por mucho tiempo en la aldea y volvieron a Córdoba en busca del martirio, pero antes de entrar en la ciudad se entretuvieron en la iglesia de san Acisclo. Allí se encontraron con otra chica igual de joven y guapa que ellas, que se llamaba María y era hermana del mártir Walabonso de quien hablamos antes. Pues se contaron sus penas, las peripecias que sufrieron y se unieron las tres en propósitos y objetivos. Enseguida se marcharon en busca del cadí para ofrecerse voluntariamente como mártires de la fe.

El cadí, como es natural, cuando oyó las palabras autoacusatorias de las tres muchachas, se enfadó muchísimo y ordenó que las llevaran a la cárcel y que por compañeras de celda tuvieran a vulgares prostitutas, a ver si así las hacía entrar en razón. Y la verdad es que al poco tiempo de cárcel las tres comenzaron a dudar. ¿Habían hecho bien al ofrecerse voluntariamente al martirio? ¿Qué sacaban con ello?

En estas estaban cuando se encontraron en la cárcel a san Eulogio, preso según antes os conté y que había sido trasladado de celda para acompañar a las tres vacilantes muchachas. El encuentro debió suponer muchas cosas al par. Desde luego, un reencuentro entre dos personas que se amaban y que tenían ideas religiosas bastante afines, debió hacer cambiar de actitud a las jóvenes. Porque san Eulogio se esforzó en animarlas y consolarlas, escribió oraciones y exhortaciones dirigidas a ellas, entre las que destacan sus libros titulados Memoriale sanctorum y Documentum martyriale, obras en las que hemos apoyado esta narración.

La consecuencia de todo esto fue que en unos pocos días estaban de nuevo las tres chicas ante el cadí, que tras no pocos intentos por hacerlas volver a la religión musulmana, las mandó decapitar. Las tres entregaron su vida a Dios el día 24 de noviembre del año 851.

Por esos mismos días padecieron martirio otras dos jóvenes, naturales del precioso pueblo de Huéscar, llamadas Alodia y Nunilón.

Las dos, como Flora, habían nacido de madre cristiana y padre musulmán, y fueron educadas como cristianas, razón por la cual fueron delatadas al cadí de Huéscar por haber apostatado de su fe musulmana.

El caso es bastante parecido al de Flora. El cadí trató de ofrecerles riquezas, buena posición, casarlas con jóvenes ricos y buenas personas, a lo que ellas respondieron que iban a permanecer fieles a su fe y a las convicciones religiosas en que fueron educadas por su madre.

El juez las entregó a algunas mujeres para que intentaran convencerlas por las buenas pero el intento fue en vano, por lo que se dictó sobre ellas sentencia de muerte, que sufrieron el día 22 de octubre del año 851.

Apenas se inició el año 852 volvemos a encontrarnos con más mártires, a los que ahora llamaríamos luchadores por la democracia y la libertad. El 13 de enero murieron de idéntica manera a los anteriores el presbítero Gumersindo, natural de Toledo, y el monje Servus Dei. Los dos fueron enterrados en la iglesia de san Cristóbal y sus restos conservados y venerados como reliquias de mártires. El 27 de julio fueron decapitados dos matrimonios formados por Aurelio y Sabigotona, y Félix y Liliosa, además de un monje que había venido desde la lejana Siria y se llamaba Jorge. Eran personas ricas, así que vendieron sus bienes y se ofrecieron al martirio por su fe y su libertad. En agosto fueron degollados dos monjes: Cristóbal, cordobés, y Leovigildo, de Elvira. La lista es más amplia pero no quiero extenderme más.

Estos martirios no son en modo alguno locuras de unos cuantos chiflados fanáticos, sino la lucha por su libertad y su fe de una Iglesia que llevaba siendo perseguida durante muchos años y no encontraba otra manera de dar un grito de protesta reclamando su libertad.

El emir y su corte acusaron el golpe. Los cristianos habían sido demasiado valientes como para que pasara desapercibida su actitud. Y por otra parte no era descartable que esa resistencia pasiva se convirtiera en activa, que tomaran las armas, cosa de incalculables consecuencias dada la cantidad y calidad de cristianos que vivían en al-Ándalus. Con ese temor, si el emir hubiera sido al-Hakam, habría organizado otra parecida a la del Arrabal. Como ‘Abd ar-Rahmān estaba hecho de otra pasta más moldeable, sugirió medidas diferentes que os voy a contar.

Mandó llamar nuevamente a los cristianos de su cuerda para que ellos mismos, desde dentro, sofocaran las ansias de libertad de sus hermanos. Esos personajes afectos al emir eran nada menos que Recafredo, el metropolitano de Sevilla, y Gómez, el exceptor o tesorero de la comunidad cristiana de que antes os hablé.

Y la medida fue la convocatoria de un concilio al que acudirían los arzobispos y obispos de la España musulmana, con el objetivo de dictar normas que prohibieran esos martirios colectivos. La representación de ‘Abd ar-Rahmān la ostentaba Gómez, que fue quien abrió la primera sesión.

En primer lugar, censuró a los que salían a la plaza pública a injuriar la religión oficial del Estado. Eso suponía irritar sin necesidad a los musulmanes y provocar persecuciones en las que nadie tenía interés. Afirmó que estos martirios voluntarios eran más suicidios que otra cosa, por lo tanto censurables desde cualquier punto de vista. En nombre del emir, instó a los obispos a que pusieran coto a esas barbaridades, precisamente porque estaban fuera de la doctrina y la fe católica. A continuación, lanzó sus invectivas contra los ideólogos de esos martirios voluntarios, especialmente contra san Eulogio, al que consideraba el cabecilla de todos ellos. La conclusión fue exigir a los obispos y arzobispos presentes que tomaran medidas enérgicas contra Eulogio y todos los de su cuerda.

La discusión que se desarrolló a continuación fue muy acalorada y no exenta de tensiones, a pesar de la escasa libertad que tenían para poder expresarse. Saúl salió en defensa de Eulogio. Los demás obispos, aunque estaban de parte de los cristianos, no tenían fuerzas ni valentía para expresarse como hubieran deseado. Sabían que no existía ninguna diferencia entre sus mártires y los que lo padecieron en tiempos antiguos. En todos los casos se trataba de exigir la libertad para vivir como quisieran, rezar como quisieran, creer en el Dios de sus padres y practicar esa religión, con la misma libertad y tranquilidad que exigían para ellos los musulmanes. Pero, amigos míos, los seguidores de Mahoma exigen para ellos lo que no están dispuestos a dar a los demás.

Los obispos del concilio de Córdoba fueron cobardes y dictaron un decreto bastante ambiguo. Prohibían que los cristianos se ofrecieran espontáneamente al martirio pero no censuraban a los que tal cosa hicieron. La consecuencia fue que Recafredo salió fortalecido ante el emir, pero los cristianos no hicieron ni caso a un decreto, como enseguida se comprobó. A mediados de septiembre, volvieron a declararse cristianos Emila y Jeremías, dos jóvenes cordobeses. Luego les siguieron otros dos, llamados Rogelio y Servus Dei.

Así llegamos a una fecha, el mes de septiembre del año 852, en el que va a ocurrir un hecho extraordinario. ‘Abd ar-Rahmān subió a una especie de terrado que estaba encima de la Alcazaba. Deseaba contemplar el magnífico espectáculo que ofrecía la ciudad, el río y la campiña circundante. Entonces se fijó en los cuerpos mutilados de los cuatro últimos mártires cristianos. Estaban colgados en sus patíbulos y parece que molestaban a la vista del emir, por lo que mandó que quemasen sus despojos. En ese momento le dio un ataque fulminante de apoplejía y sus servidores le condujeron a sus aposentos para ser tratado por los físicos de la corte. Se cuenta que murió aquella misma noche, antes de que se apagase lo hoguera que había mandado encender para quemar los restos de los últimos mártires cristianos. Tenía apenas sesenta años.

La muerte de ‘Abd ar-Rahmān estuvo siempre mezclada de leyendas. Se dicen muchas cosas. Unos aseguran que fue envenenado por mano de sus enemigos, otros que algún sortilegio le hizo morir en esa tarde otoñal del año 852, cargando así con un castigo por su mal trato a los cristianos. ¡Quién sabe qué hay de verdad en todas estas habladurías!

Hay que decir en su honor que fue un gran rey. Como constructor, pocos le superaron. Amplió la gran mezquita hasta darle casi su aspecto actual, hizo más bonita y más grande la ciudad de Córdoba, fundó la de Murcia, edificó la Alcazaba de Mérida, la mezquita mayor de Jaén, la de Sevilla y también sus murallas… ¡tantas cosas! Como estadista, dio al Estado omeya una fuerza y una organización envidiables. Como hombre de cultura, se rodeó de poetas, de músicos y trajo libros desde tierras lejanas. Las rebeliones internas, al fin y al cabo eran una herencia del pasado y continuarán existiendo mientras exista un Estado musulmán en España, y por supuesto, mucho después.

¿Libertad de expresión, de religión, de conciencia, tolerancia con los que rezan a un Dios diferente? De eso sabían poco los gobernantes de entonces y ‘Abd ar-Rahmān II no iba a ser una excepción. Es característico de la época en al-Ándalus y en todas partes sean cuales sean las religiones. La historia de la dominación musulmana es también la historia de múltiples y continuas rebeliones de los españoles, cristianos o no, por su libertad, por vivir felices en sus tierras, en las que se sintieran dueños de sus destinos, como siempre lo habían sido. Y esto no paró aquí. La historia se va a repetir una y otra vez, como más adelante veremos.