CAPÍTULO 2

ARABIA EN TIEMPOS DE MAHOMA.
‘ABD AL-AZIZ, PRIMER GOBERNADOR ESPAÑOL
DE LOS CALIFAS OMEYAS

Ya los tenemos aquí, dueños de España. Pero es necesario volver atrás en el tiempo. Porque anteriormente nos hemos hecho muchas preguntas y hemos contestado solamente algunas. Vamos a intentar responder a una cuestión que no hemos formulado antes. ¿Quiénes vinieron? ¿Árabes? ¿Cómo eran los árabes? ¿Qué clase de revolución hizo Mahoma hasta conseguir lo que a primera vista era un milagro?

En Arabia, en tiempos de Mahoma, vivían muchas tribus, la mayor parte de ellas nómadas, que no tenían intereses comunes y que estaban en guerra casi siempre. Eran lo más parecido a unas hordas de personajes desarrapados que cargaban sus tiendas, arreaban sus rebaños y recorrían continuamente los grandes desiertos en busca de pastos para sus ganados o de botines que requisaban a sus enemigos.

Eran personas inteligentes pero que no tenían ningún interés por mejorar sus condiciones de vida. Eran indiferentes a lo que hoy llamamos bienestar y no se cambiaban por nadie en el mundo. Habían descubierto muchos siglos antes que nosotros la libertad, la fraternidad y la igualdad.

Los beduinos eran los seres más libres de la tierra. Por no tener, no tenían a nadie que los gobernara. Los jefes eran para ellos personajes a los que respetar, de los que recibir consejos, pero no tenían ningún derecho a mandar en los demás.

No admitían desigualdades sociales. Vestían de la misma manera, comían igual, y nada de aristocracia. Vivían al día. La riqueza les venía por la mañana, tal vez cuando consumaban una rapiña, y se les iba por la tarde, al ser robados a su vez por otros más avispados que ellos. Se sentían iguales entre sí pero infinitamente superiores a los hombres de otras razas. Su desigualdad les venía por la generosidad con que se comportaban con sus hermanos, por la hospitalidad con que trataban al viajero, por la bravura con que se desenvolvían en las guerras, por el talento poético y el don de palabra que cada uno tuviera.

Eran personajes alegres, despreocupados, de poca imaginación y con una cosa en común por encima de cualquier otra: se llevaban al matar unos con otros.

Fuera del pequeño grupo, de la tribu y de la familia, no había más que enemigos a los que robar o despedazar, si se ponían a tiro. Una de las mayores honras de un beduino era pelear hasta destrozarse con las tribus vecinas y rivales.

Mahoma, cuando aparece en escena, se encuentra con estas tribus, casi todas nómadas, sin nada en común excepto la manía de matarse unos a otros. Su mayor placer era empuñar sus lanzas negras, sus espadas, y dedicarse a partir la cabeza o cortar el cuello a sus vecinos. Eran unas tribus cuya mayor debilidad era la falta absoluta del más mínimo vínculo de unión. De ser un país más rico, habrían sido enseguida conquistados por otros más fuertes.

Sin embargo, Mahoma se adueñó de esas tribus y las transformó completamente. ¿Cómo? ¿Por qué?

Paradójicamente, era un personaje muy nervioso, de constitución delicada, dotado de una exagerada sensibilidad, dado a la melancolía, que se pasaba la vida dando interminables paseos en la más absoluta soledad, absorto en meditaciones nocturnas, unas veces llorando, otras gimiendo y otras soportando ataques epilépticos que lo dejaban más exhausto de lo que ya estaba. Su único objetivo, lo que le mantenía absorto, era la religión.

En tiempos de Mahoma, Arabia estaba dividida en tres creencias. Había bastantes judíos, unos pocos cristianos y la mayoría eran politeístas. Los únicos verdaderos creyentes eran los judíos, porque los cristianos eran pocos y su religión era objeto de burla para un pueblo descreído como el beduino. Tenían demasiados misterios y era necesario aceptar más milagros de los que soportaba la mentalidad de aquella gente. La mayor parte de los habitantes de Arabia eran idólatras. Tenían dioses para todo. Para cada tribu, para cada familia, para cada guerra había un ídolo al que encomendarse. De todas maneras, la religión como la entendemos hoy contaba poco en la vida de estos beduinos.

Ante este panorama, la tarea de Mahoma era poco menos que imposible. Se trataba de demostrar a sus paisanos la verdad de sus predicaciones, y lo que es más importante, de vencer la indolencia de unas gentes a las que lodo les daba igual. Era necesario volverlos del revés. A unos personajes sensuales, escépticos, burlones y cosas por el estilo, había que convertirlos en creyentes de la nueva fe.

Al principio se reían de Mahoma a mandíbula batiente. La mayoría de sus paisanos de La Meca sencillamente se burlaban de él. Unos pocos, los más benévolos, le tenían compasión por considerarlo un lunático. Los más agresivos le arrojaban inmundicias, le llamaban bribón, cuentista, impostor, y consideraban que si en verdad Dios debiera escoger a un profeta, desde luego habría elegido a alguno más presentable que Mahoma. Así, con esta acogida de sus paisanos de La Meca y con esta negra perspectiva, se le pasaron diez años.

Menos mal que se encontró con las gentes de Medina, que se llevaban fatal con los de La Meca. Odio africano es poco. Entre Mahoma y los habitantes de Medina se crearon enseguida vínculos muy fuertes, sellados nada menos que con un juramento, llamado el Juramento de Accaba. Mahoma se separó de su tribu, se instaló en Medina y declaró una guerra a los que antes fueran suyos, que por supuesto declaró santa.

Ocho años estuvieron en guerra los de Medina contra los de La Meca, provocando en las tribus vecinas tal terror que muchas se decidieron por la nueva religión para evitar males mayores. Así que, pocas conversiones basadas en la persuasión y muchas en el temor a perder la piel. Al cabo de esos ocho años de estar matándose, Mahoma y los medineses conquistaron La Meca. Las demás tribus, al ver cómo les pintaba a los conquistados, decidieron que lo más práctico era abrazar la nueva religión, que predicaban unos misioneros bastante peculiares.

Mahoma, que había nacido en el año 570, muere en el 632, dejando su tarea en manos de uno de sus suegros, el califa Abu Bakr. Porque he de deciros que tuvo unas cuantas esposas. La primera que le conocemos era mayor que él, tenía 40 años la novia y 25 el novio, y era una de las mujeres más ricas de Arabia, además de inteligente; fue la primera en seguirle y le ayudó bastante en su tarea. Se llamaba Khadidjah. Luego se casó con Aisa, ya joven y guapa, hija de su primer discípulo, que sería su sucesor. La nómina de sus esposas no acaba aquí, que tuvo muchas, de distintas categorías, culturas y circunstancias.

Califa quiere decir «lugarteniente». Abu Bakr era un quraisí que había estado toda su vida al lado del Profeta, actuando como su amigo y consejero. Cuando asume las funciones de jefe supremo de las comunidades musulmanas, tiene claro, y lo tienen todos, que debe dirigir los asuntos religiosos, como las oraciones en las mezquitas, y también los civiles, como el derecho, la economía o los asuntos de la guerra. No se les pasa por la cabeza que existiera lo que hoy llamamos división de poderes, uno político y otro religioso. Lo que sí es cierto es que el liderazgo carismático de Mahoma es sustituido por la institución del califato. Con otras palabras, el carisma ha dado paso al cargo, y la profecía a la tradición. Nuestro personaje murió enseguida, que su mandato duró nada más que dos años. Sin embargo, vamos a ser testigos de una rápida y prodigiosa evolución de la nueva religión. Los hombres del desierto se van a enfrentar a las culturas más avanzadas del momento, y podrán con ellas. Las primitivas comunidades islámicas se van a extender por el ancho mundo.

Coinciden los sucesores de Mahoma con matrimonios y parentescos políticos, porque muerto Abu Bakr, tomó las riendas el segundo califa, llamado ‘Umar ibn al-Jattab, también suegro de Mahoma, padre de Hafsa, otra jovencita que compartió con el Profeta una parte de su vida.

‘Umar fue otro de los primeros compañeros del Profeta. Hay que decir enseguida que, igual que sucedió con Abu Bakr, fue investido como sucesor de Mahoma por pacífico consenso de los demás seguidores, esencialmente mediníes, y se reveló como un líder excepcional y un estupendo organizador. Se dio a sí mismo el título de sucesor y lugarteniente del Enviado (Halifah rasul Allah), y se añadió uno nuevo, por el que van a conocerse en el futuro los que se designen como sucesores del Profeta a lo largo de los siglos. Me refiero al sobrenombre de Soberano de los Creyentes o Amir al-mu’minim. Fue el que introdujo la cronología islámica, a partir de la hégira, y que se usará por todos los musulmanes del mundo.

Durante este califato se va desplazando el peso político desde el desierto a las tierras más ricas, desde Medina y La Meca hasta las grandes ciudades de Siria, Irak y Egipto. Es la época de la gran expansión arábigo-islámica. Se va a producir lo que la mente más calenturienta no pudo imaginar. Los beduinos salen de los desiertos para conquistar los grandes imperios de la época, que son Bizancio y Persia. ¿Cómo fue posible esa fenomenal hazaña?

No vale decir que sus enemigos los bizantinos o los sasánidas persas vivían momentos delicados o de cierta debilidad interior. Tampoco me sirve para explicar estas conquistas decir que el hambre, la superpoblación de las tierras desérticas, o el colapso del comercio usual les empujaba a buscar mejores lugares donde asentarse. Los musulmanes tuvieron éxito en sus conquistas porque fueron capaces de organizarse gracias a la influencia y a las fuerzas que les dio la nueva religión islámica, que les suministró un inmenso apoyo ideológico para conseguir una organización militar y social como no habían tenido en su dilatada historia de pueblo nómada. Hay que afirmar, sin lugar a dudas, que fue el Islam el que desencadenó el proceso de integración y la causa última del éxito de sus conquistas. Sencillamente entendían que esa era la misión que Dios les había encomendado. Así cayeron los imperios en manos de aquellos seres con apariencia de indocumentados. Desde Medina hasta Siria hay una distancia de mil kilómetros aproximadamente, unos veinte días de viaje, que éstos emprendían con la energía sobrenatural y con la motivación que les daba su fe. Así cayó Siria con su capital Damasco. Luego le tocó el turno a Jerusalén, que es conquistada en el 638. Y de ahí en adelante hasta Mesopotamia, Persia, el imperio sasánida, a continuación Egipto, y todo gracias a la política del califa ‘Umar y de su élite de árabes recién convertidos.

En el mes de noviembre del 644, ‘Umar es asesinado por un esclavo descontento. La conmoción en el mundo musulmán fue enorme. Había sido asesinado el Sucesor del Enviado de Dios y el Comendador de los Creyentes. Aquello supuso un auténtico escándalo. Sin embargo, no será el único califa asesinado, como os contaré enseguida.

Menos mal que ‘Umar había tenido, antes de morir, la buena idea de nombrar una especie de consejo consultivo, al que llamó azora, compuesto por seis miembros, que debía deliberar y en su caso decidir sobre las cosas más importantes. Tras el asesinato del califa, la sucesión se presentaba bastante fácil porque lo normal era que eligieran a uno de esos seis. Al final, las cosas se iban a dilucidar entre dos. Uno era Alí Abu Talib, primo y yerno de Mahoma, y otro, también yerno, era ‘Utman ibn ‘Affan, un comerciante rico originario de La Meca, de la poderosa familia de los Omeyas. La elección finalmente recayó en este último. Os hago notar algo que va a tener amplio recorrido, y es que los Omeyas estuvieron enfrentados desde antiguo al Profeta. Ahora ya el parentesco varía. El nuevo califa no era suegro de Mahoma como los dos anteriores sino yerno. Una hija de Mahoma, llamada Um Kultum, era la esposa de éste.

‘Utman era más un político que un conquistador. De entrada, dio alas y poder a las adineradas familias procedentes de La Meca, como la suya propia de los Omeyas. Esa postura le valió ser acusado de amante del lujo y de la buena vida. Una cosa hay que reconocerle de enorme importancia, que fue la de fijar por escrito la transmisión oral del Corán, la única que existía hasta ese momento. Esa decisión favoreció la estandarización de la religión y la centralización de las decisiones políticas y religiosas.

Como la mayoría de mis lectores son de religión, cultura y civilización cristiana, creo que debo decir algo importante para conocer mejor, si ello es posible, el Libro Sagrado de los musulmanes. Para ello vamos a hacer una breve comparación entre el Nuevo Testamento y el Corán.

El Nuevo Testamento contiene una serie de textos y testimonios humanos sobre la palabra y la acción de Dios dadas a conocer por medio de Jesucristo. Contiene también diferentes interpretaciones teológicas sobre un único hecho religioso, y eso se manifiesta en las diferentes visiones que nos dan de lo sobrenatural, por una parte los evangelios sinóptico, y por otra el evangelio de san Juan o las epístolas de san Pablo.

El Corán, por el contrario, no contiene interpretaciones humanas del mensaje transmitido por Dios a Mahoma. Desde la primera línea hasta la última, el mensaje proviene de Dios y es, en toda su extensión, palabra de Dios.

En época de este califa se produce la primera gran crisis de la primitiva comunidad musulmana. Nos encontramos con la división de los creyentes en diferentes bandos. Desde la visión simplista de un observador lejano, ya se aprecia que los poderosos, los Omeyas, se han hecho dueños del poder, quedando los más piadosos, seguramente los más genuinos seguidores del Profeta, relegados a puestos más que secundarios. Si a eso se añaden razones teológicas, de puritanismo en fe y costumbres y de legitimidad dinástica, ya tenemos el enfrentamiento servido. Se va a producir una auténtica guerra civil con nefastas consecuencias para el mundo musulmán. En resumidas cuentas, se trata de ver quién tiene mejor derecho a suceder al Profeta y qué grupo de personas están en condiciones de aspirar a la jefatura de la comunidad musulmana. La consecuencia es que un grupo de seguidores del bando opositor al califa, asalta su casa y lo asesina. Segundo califa de cuatro que muere violentamente, esta vez no por un esclavo chiflado sino por un auténtico complot organizado desde dentro para asesinarlo.

Ya tenemos al cuarto califa, el yerno del Profeta por excelencia, el célebre Alí, que para variar, estaba casado con Fátima, la hija predilecta de Mahoma.

Le elección de Alí tuvo sus detractores desde el primer momento. Precisamente los que asesinaron a su predecesor en el cargo fueron los que más hicieron por que el califato recayera en su persona. Por tanto, nada de perseguir a los asesinos del califa ‘Utman como hubiera sido lo normal. Lo que realmente sucedió es que fueron elevados a cargos de gran responsabilidad, y eso va a ser el origen de guerras civiles, contestaciones de origen religioso, sectas y banderías que, partiendo del derecho sucesorio, durarán hasta nuestros días.

En vista de que las cosas se iban poniendo difíciles, Alí traslada la residencia califal a Kufa, a las orillas del Éufrates, donde contaba con más seguidores. La Meca sigue siendo el centro religioso pero el centro político sale por primera vez fuera de Arabia. Y por vez primera se produce una guerra entre creyentes que evidentemente contradice al Corán y sus enseñanzas. De esa guerra y de esa escisión nacen los suníes o sunitas, los chiíes o chiitas, los jarichíes. Consecuencia de esas guerras es asesinado el califa Alí, la tercera muerte violenta en cuatro califas, y salen vencedores los Omeyas, que se hacen con el poder en Damasco.[1]

Esta gente vino a España, y tan unida que los árabes del norte no podían ver a los del sur, los de una ciudad se mataban con sus vecinos, y todos estaban fanatizados en sus creencias, no por la convicción o la persuasión sino por la amenaza del que tenían detrás. Así que eran mitad monjes mitad soldados, a quienes unas veces aterrorizaba ver la cimitarra de sus paisanos pendiendo sobre sus cabezas y otras veces se dedicaban a aterrorizar al de enfrente con la propia.

Sería interminable narrar las luchas anteriores y simultáneas a la invasión de España. Interminable y muy difícil de hacer porque las guerras eran de todos contra todos, sin un hilo conductor y sin una lógica que las hiciera comprensibles. Recordemos que los dos invasores, Tārik y Musa, eran enemigos declarados e irreconciliables. Y así va a ser siempre, mientras existan como tales, desde el momento mismo de la invasión hasta que el califato estalle en mil pedazos. Pareciera que llevan en los métanos algo que los impulsa a matarse entre sí.

Volvamos a España. Decíamos que a finales del año 714 Musa abandonó España llamado por el califa de Damasco, dejando al mando de las tropas invasoras, como lugarteniente suyo, a su hijo ‘Abd al-Aziz. Con él se inaugura una época que llamaremos de gobernadores, dependientes de los califas de Damasco.

Lo primero que hizo ‘Abd al-Aziz fue casarse, para lo que se buscó una novia de postín, con cierto barniz occidental, lo que probablemente le ayudaría a conocer mejor a sus súbditos de por acá. Eligió a la viuda del rey Don Rodrigo. Los cristianos la llamaban Egilona y los musulmanes enseguida le pusieron un mote. Comenzaron a llamarla Umm-al-Isam, que en román paladino quiere decir «la de los collares». Ea, ¿qué os parece el nombrecito? Se ve que le gustaba colgarse joyas y toda clase de abalorios, afición que quería que compartiese también su reciente marido, y ya os contaré cómo le salió bastante caro el juguete.

El padre dejó al hijo tarea para entretenerse mientras volvía del viaje. La conquista de España estaba a medias. Era necesario poner paz. Si los conquistadores estaban divididos y odiándose mutuamente, los conquistados, o al menos bastantes de ellos, no estaban muy contentos que digamos con sus nuevos dueños.

La tarea pacificadora del nuevo gobernador tuvo sus sumas y sus restas. Digámoslo de otra manera. Se dio un acontecimiento que favoreció y a la par complicó ese cometido de unir a los invasores y pacificar en lo posible a los invadidos. Ese hecho fue la invasión, esta vez sí, de miles y miles de africanos que cruzaban el Estrecho en pateras, huyendo de la pobreza de su tierra y buscando el bienestar en las tierras vecinas del norte. Fue formidable. Salían todos los días a centenares. Botaban un frágil barquichuelo, parecido a los que se usan para cazar patos en las lagunas o en las marismas del Guadalquivir, se encomendaban a los buenos vientos, largaban unas velas mal aparejadas y llegaban, si es que llegaban, exhaustos a cualquier playa de nuestra España. Fue una invasión lenta, silenciosa, sin lanzas ni espadas, pero sin la cual hubiera sido imposible la arabización de España.

La mayoría eran bereberes africanos. Otros pertenecían a diferentes tribus del norte de África y que hacía muy poco tiempo habían sido convertidos a la fuerza a la religión de Mahoma. Fueron como una especie de lluvia fina que fue empapando la piel de toro hasta conseguir que España se hiciera musulmana. Su tierra africana acababa de pasar sequías formidables, no tenían un trozo de pan que llevarse a la boca, y aquí encontraban de todo y en abundancia. España era su sueño, su meta, y acabaron convirtiéndola en su nueva casa.

Esta invasión silenciosa, si bien ayudó a sofocar las revueltas de los españoles, creó una división más profunda si cabe entre los recién llegados. Los árabes, que se odiaban profundamente entre sí si no eran de la misma tribu, despreciaban a los africanos que acababan de llegar más todavía que a sus antagonistas árabes. Este odio desgraciadamente permanecerá siempre y creará multitud de conflictos que tiempo adelante será la causa de destrucciones, de aniquilamientos, de infinitos derramamientos de sangre.

‘Abd al-Aziz pensó que esta tierra era mucho más bella de cuanto pudieron pensar y enseguida comenzó a adoptar medidas que hicieran estable la conquista y la permanencia. Lo primero, claro, la pasta. ¿Qué se puede hacer hoy en día sin dinero? Pues manos a la obra. Además, había que pagar a los soldados, ¿no? Enseguida iba a ver la mano del califa de Damasco, tendida y exigiendo su parte, que era cuantiosa. Pero ¿qué monedas acuñar? ¿Idénticas a las de Ifriqiya? ¡Nada de eso! Van a ser monedas nuevas para una tierra nueva. Era rumboso. Serían sólidos de oro en los que se hiciera referencia a la nueva tierra y a su civilización.

He de deciros que las monedas que acuñaron eran peculiares, maravillosas y extrañas. Por una parte, sólidos de oro con inscripciones en árabe y en latín, para que fueran entendidos por indígenas e invasores. En el anverso había una inscripción latina en la que he podido leer: Feritos solidus in Spania Annus XVCI (II). En el reverso dice en árabe: «Este dinar fue acuñado en al-Ándalus en el año 98» (Que es el 716-717 nuestro). En el centro, también en árabe: «Mahoma es el enviado de Dios».

Casi inmediatamente se acuñan dírhems de plata, con su correspondiente inscripción. En ella se recalcaba, en árabe por supuesto, «No hay más divinidad que Dios. El único, sin asociados. En el nombre de Dios se acuñó este dírhem en al-Ándalus el año 106. Dios es único Dios, es eterno, ni engendra ni es engendrado, y no tiene parigual». ¿Más claro? El dogma de la Trinidad de los cristianos les parecía un disparate, ininteligible hasta para ellos mismos, y había que dejar las cosas claras desde el principio.

Estas monedas ya demostraban un cambio radical y un deseo expreso de diferenciarse de otros territorios conquistados, donde la moneda era la misma que en el resto del mundo árabe. También demostraban que aquí había una administración estable, distinta de la de Oriente. Ya veis que ahora y siempre lo distante se convierte enseguida en distinto. Y, por supuesto, un deseo expreso de permanencia y hasta, quién sabe si se daban las circunstancias y podían establecer aquí, tan lejos, una nueva dinastía. Otro detalle, de no poca importancia, es que cambian el nombre de la tierra que acaban de conquistar. Se dejó de llamarla Spania. Usarán para designar su nuevo hogar un nombre que nunca antes había sido utilizado, ni por escritores antiguos ni por reyes visigodos. Al-Ándalus, en culta referencia a la antigua Atlántida o Atlantis de los griegos.

¿Por qué, además, acuñaron tan pronto monedas, con un significado tan evidente y una intención tan clara?

La moneda corre más que un ejército y querían que fuera el signo de una nueva política y un nuevo Estado. Era la expresión de un nuevo orden de cosas, un nuevo credo y de que había en la vieja España unos nuevos dueños. Era necesario decir eso a los cuatro vientos, con o sin ejércitos, con o sin cimitarras en la mano.

Por supuesto que también había que pagar a los ejércitos invasores, especialmente a los árabes baladíes, los que vinieron primero. Al menos a los cuadros y a los mandos. A la tropa, podía pagarse en especie, pero a los jefes había que tenerlos contentos, para lo que era absolutamente necesario pagarles bien, y si era con monedas de oro, mejor. Por lo demás, aquí había de todos los productos que pudieran contentar a la tropa. Abundaba el trigo, la cebada, la miel, el aceite, el vino, el vinagre… ¿podía pedirse más?

‘Abd al-Aziz, nada más ver a su padre salir de España, organizó una expedición hacia Evora, Santarem, Coimbra y otras tierras de la Lusitania. Otros generales se dirigieron a las regiones que ellos llamaban la Algufia o tierras del norte. Porque enseguida comenzaron a llamar en su idioma a las tierras de España. Al norte lo llamaban Algufia, al sur la Alquibla, el este era la Axarquía y el oeste la Garbía o el Algarbe. Invadieron Pamplona, el Pirineo aragonés, y más al este Narbona, Tarragona, Barcelona y tierras cercanas.

‘Abd al-Aziz había tomado una decisión que consideraba prudente y que acabó siendo para él bastante perjudicial, y era hacer las cosas con una cierta autonomía. Era un hombre indeciso, que quena conseguir dos cosas contradictorias: ganarse al califa y al mismo tiempo asumir en España toda su autoridad, sin someterse a los dictados de un príncipe tan lejano. Tan lejos, con una imposibilidad física de comunicarse, la verdad es que todo invitaba a olvidar al califa y ponerse a gestionar al-Ándalus.

Comenzó por intentar el acercamiento al califa. Para ello, nada mejor que darle noticias de estas conquistas y enviarle su parte de lo obtenido en ellas. Nombró a diez ilustres varones para que hicieran el viaje hasta Damasco y llevaran al soberano buenas noticias y ricos presentes.

Suleyman, que era bastante listo, los recibió encantado y les encomendó una misión que tenía entre ceja y ceja desde que acabara con Musa. Era necesario acabar también con ‘Abd al-Aziz y de paso con sus hijos, de los que no se fiaba un pelo por si se les ocurría organizarse en una nueva dinastía. Para ello escribió cartas a los caudillos principales de al-Ándalus y les pidió que ejecutaran sus órdenes apenas vieran el momento propicio.

Cuentan las viejas leyendas que ‘Abd al-Aziz, al volver de su expedición a tierras de Portugal, se instaló en Toledo y allí compartía su vida con la viuda del rey Don Rodrigo, una mujer ambiciosa, incansable, que paseaba por los jardines de su palacio haciendo ostentación de las joyas que fueron de su primer marido y que ella quería que luciera el segundo para causar la admiración que siempre deseó. Luego, como os he contado, se trasladaron a Sevilla, se cambió el nombre por el musulmán de Umm, y a vivir que son dos días.

Y el odio, la envidia, comenzaron a actuar entre los que rodeaban a esta pareja de recién llegados, que inesperadamente se habían hecho dueños de España. Sevilla les gustaba más que Toledo y allí se instalaron. Paseaban los dos por los parques, por los jardines de sus palacios y en sus cuerpos lucían los ricos tesoros de los reyes godos, ahora en manos de esta pareja de insensatos.

Enseguida apareció el brazo ejecutor. Era el mes de marzo del año 716 y en Sevilla estallaba la primavera. Se percibía en todas partes el perfume de azahar y las flores se iban desparramando por los adarves y las orillas de las viejas murallas. Un personaje llamado Ziyad al-Balawí estaba continuamente espiando a la pareja. Buscaba el momento propicio para culminar su hazaña.

‘Abd al-Aziz estaba en una alquería de los alrededores de Sevilla, llamada Kenisa Rebina, donde había mandado edificar una mezquita, en el lugar que ocupó anteriormente la iglesia de santa Rufina. Era la hora de la oración del alba y el gobernador estaba rezando cuando Ziyad se acercó por detrás y le clavó la azagaya en el pecho. La sangre del joven gobernador se escapaba por la herida, primero con mucha fuerza, mientras el herido gritaba sus maldiciones hasta enronquecer. Poco a poco la sangre salía más lentamente y las voces de ‘Abd al-Aziz iban perdiendo fuerza en su garganta hasta que su cabeza rodó por el suelo de mármol de la estancia. Había muerto el hijo de Musa. Antes de enterrar su cuerpo en el patio de su casa, le cortaron la cabeza, la prepararon convenientemente, la colocaron en una caja alcanforada y se la enviaron al califa para mostrarle que se habían cumplido sus órdenes.

Cuando los comisionados que llevaban la cabeza de Abd al-Aziz llegaron a Siria, se la presentaron al califa, que tuvo la enorme crueldad de buscar a Musa, llamarlo a su presencia, y cuando lo tuvo delante, con refinada maldad, mandó que se abriera la dichosa caja y se mostraran al padre los tristes despojos de su hijo. Cuando vio los ojos de espanto del progenitor, le preguntó con refinada crueldad:

—Musa, ¿conoces esta cabeza?

A lo que éste respondió:

—Sí. La conozco bien. La maldición de Dios caiga sobre el que asesinó a quien era mejor que él.

Luego salió de la estancia, se fue a una región remota y a partir de ese momento se pierden las noticias de Musa.

El primer gobernador de la España musulmana caía asesinado por sus propios hermanos. Ocurrirá muchas veces más. Los nobles presentes se pusieron de acuerdo para encomendar la tarea del difunto al hijo de una hermana de Musa. Se llamaba Ayub ben Habib.