El más grueso de los tres es mi padre, y eso que había sido tan esbelto. Murraille se inclina hacia él como para decirle algo en voz baja. Marcheret, de pie, en segundo plano, esboza una sonrisa, abombando levemente el torso y con las manos en las solapas de la chaqueta. No se puede especificar ni el color de la ropa ni el del pelo. Da la impresión de que Marcheret lleva un traje príncipe de gales de corte muy holgado y de que es tirando a rubio. Son dignas de mención la mirada vivaz de Murraille y la mirada intranquila de mi padre. Murraille parece alto y delgado, pero ya se le ha ensanchado la parte inferior de la cara. A mi padre se le nota en todo que es un hombre que se desfonda. Salvo en los ojos, casi desorbitados.

Paneles de madera en las paredes y chimenea de ladrillo: es el bar de Le Clos-Foucré. Murraille tiene en la mano una copa. Mi padre también. No olvidemos el cigarrillo que le cuelga de los labios a Murraille. Mi padre se ha colocado el suyo entre el anular y el meñique. Preciosismo hastiado. Al fondo del local, de tres cuartos, una silueta femenina: Maud Gallas, que regenta Le Clos-Foucré. Los sillones donde se sientan Murraille y mi padre son seguramente de cuero. Hay un impreciso reflejo en el respaldo, inmediatamente debajo del sitio que oprime la mano izquierda de Murraille. Al hacerlo, le rodea con el brazo la nuca a mi padre, con un ademán que podría ser de liberal amparo. Insolente, en esa muñeca, un reloj de esfera cuadrada. Marcheret, por el lugar en que está y por la estatura atlética, tapa a medias a Maud Gallas y las filas de botellas de licores. Se divisa, sin que cueste demasiado esfuerzo en la pared, detrás de la barra, un calendario de taco. Destaca con claridad el número 14. Imposible leer el mes o el año. Pero, si nos fijamos bien en esos tres hombres y en la silueta desenfocada de Maud Gallas, nos parecerá que es una escena que transcurre en un pasado remoto.

Una foto antigua, encontrada por casualidad en lo hondo de un cajón y a la que le limpias el polvo despacio. Cae la tarde. Los fantasmas han entrado, como suelen, en el bar de Le Clos-Foucré. Marcheret se ha acomodado en una banqueta. Los otros dos han preferido los sillones colocados junto a la chimenea. Han pedido cócteles de repugnante e inútil complicación que ha preparado Maud Gallas con la ayuda de Marcheret, que le soltaba bromas de dudoso gusto llamándola «Maud, rica» o «mi Tonkinesa[37]». Ella no parecía molesta y cuando Marcheret le metió una mano en la blusa y le palpó un pecho —ademán que lo mueve siempre a dar algo así como un relincho—, se quedó impasible, con una sonrisa de la que cabría preguntarse si expresaba desprecio o complicidad. Era una mujer de unos cuarenta años, rubia y opulenta, de voz grave. El brillo de los ojos —¿son azul oscuro o malva?— sorprende. ¿A qué se dedicaba Maud Gallas antes de hacerse cargo de la dirección de esa hospedería? A lo mismo probablemente, pero en París. Ella y Marcheret aluden con frecuencia al Beaulieu, una sala de fiestas del barrio de Les Ternes que cerró hace veinte años. La mencionan en voz baja. ¿Chica de alterne? ¿Exartista de variedades? No cabe duda de que Marcheret la conoce hace mucho. Ella lo llama Guy. Mientras ahogan unas risitas al preparar las bebidas, entra Grève, el maître, que le pregunta a Marcheret: «¿Qué va a querer comer dentro de un rato el señor conde?». A lo que Marcheret contesta invariablemente: «El señor conde tomará mierda»; y saca la barbilla, guiña los ojos y arruga la cara con fastidio y suficiencia. En ese momento, mi padre suelta siempre unas risitas para dejarle claro a Marcheret que valora esa salida y lo tiene a él, a Marcheret, por el hombre más ingenioso del mundo. Éste, encantado de la impresión que le causa a mi padre, lo increpa: «¿A que tengo razón, Chalva?». Y a mi padre le falta tiempo para contestar: «¡Ya lo creo, Guy!». A Murraille ese sentido del humor lo deja frío. La noche en que Marcheret, más lanzado que de costumbre, afirmó, levantándole las faldas a Maud Gallas: «¡Esto es un muslo!», Murraille puso una voz chillona de charla mundana: «Discúlpelo, mi querida amiga, sigue pensando que está en la Legión.» (Este comentario nos brinda una nueva perspectiva de la personalidad de Marcheret). Murraille, en lo que a él se refiere, adopta maneras de noble. Se expresa con palabras escogidas, modula los tonos de voz para que sean lo más aterciopelados posible y echa mano de algo así como una elocuencia parlamentaria. Acompaña lo que dice con ademanes amplios, no descuida ningún recurso expresivo de la barbilla o de las cejas y, con mucha frecuencia, imita con los dedos el movimiento de un abanico que se abre. Es rebuscado en el vestir: paños ingleses, camisas y corbatas que conjunta en camafeos sutilísimos. ¿Por qué entonces flota a su alrededor ese aroma demasiado insistente a perfume de Chipre? ¿Y esa sortija de sello de platino? Volvamos a observarlo: tiene la frente despejada y, en los ojos claros, una jovial expresión de sinceridad. Pero, más abajo, el cigarrillo que cuelga le hace aún menos firme la boca. La arquitectura enérgica del rostro se desintegra a la altura de las mandíbulas. La barbilla es huidiza. Oigámoslo: la voz se le pone a veces ronca y se agrieta. En definitiva, es para preguntarse, intranquilos, si no está cortado en el mismo paño tosco que Marcheret.

Esta impresión se confirma si los miramos a ambos al acabar la cena. Están sentados juntos, enfrente de mi padre, a quien sólo se le ve la nuca. Marcheret habla muy alto y le restalla la voz. Se le sube la sangre a las mejillas. También Murraille alza el tono, y la risa, estridente, tapa la risa más gutural de Marcheret. Se cruzan guiños y se propinan fuertes palmadas en el hombro. Surge entre ellos una complicidad cuya razón no conseguimos captar. Habría que estar sentado a la mesa con ellos y no perderse nada de lo que dicen. Desde lejos llegan unos cuantos retazos, insuficientes y desordenados. Ahora mantienen un conciliábulo y sus cuchicheos se pierden en este comedor amplio y desierto. De la lámpara de bronce del techo cae sobre las mesas, los paneles de madera, el armario de dos puertas y las cabezas de ciervo y de corzo colgadas en las paredes, una luz cruda. Los oprime como si fuera de algodón y les ahoga el sonido de la voz. Ni una mancha de sombra. Salvo la espalda de mi padre. Es para preguntarse por qué lo respeta la luz. Pero la nuca resalta con nitidez bajo los destellos de la lámpara y divisamos incluso una cicatriz pequeña y sonrosada en el centro. Y esa nuca se agacha de tal forma que parece estarse brindando a una cuchilla invisible. Mi padre bebe cuantas palabras dicen. Adelanta la cabeza hasta ponerla a pocos centímetros de las de ellos. Si se descuidara, pegaría la frente a la de Murraille o a la de Marcheret. Cuando la cara de mi padre se propasa algo al acercarse a la suya, Marcheret le agarra la mejilla entre el pulgar y el índice y se la retuerce despacio. Mi padre se aparta en el acto, pero Marcheret no suelta la presa. Lo tiene sujeto así durante unos cuantos minutos y aumenta la presión de los dedos. No cabe duda de que mi padre nota un dolor agudo. Le queda luego una señal roja en la mejilla. Se la toca con mano furtiva. Marcheret le dice: «Para que escarmientes de ser demasiado curioso, Chalva…». Y mi padre contesta: «Ya lo creo, Guy… Es verdad, Guy…». Sonríe.

Grève trae licores. La forma de andar y los ademanes ceremoniosos contrastan con la falta de compostura de los tres hombres y de la mujer. Murraille, apoyando la barbilla en la palma de la mano, con mirada laxa, da una impresión de total dejadez. Marcheret se ha aflojado el nudo de la corbata y apoya todo el peso en el respaldo de la silla, de forma tal que la tiene en equilibrio en dos patas. Uno teme continuamente que la silla se caiga hacia atrás. En cuanto a mi padre, se inclina hacia ellos con tal afán que casi toca la mesa con el pecho y bastaría con darle un papirotazo para que se desplomase encima de los cubiertos. Las pocas frases que es posible pescar son las que suelta Marcheret con voz pastosa. Al cabo de un momento, ya no emite sino gorgoteos. ¿Será la cena demasiado copiosa (siempre piden platos con salsa y varias clases de caza) o será el abuso en la bebida (Marcheret exige borgoñas densos de antes de la guerra) lo que causa en todos ese estado de estupor? A su espalda, Grève está muy tieso. Deja caer, dirigiéndose a Marcheret: «¿Desea algún otro licor el señor conde?», acentuando todas y cada una de las sílabas de «señor conde». Articula con insistencia aún mayor: «Bien, señor con-de». ¿Quiere llamar a Marcheret al orden y notificarle que un noble no debería caer en el relajo en que cae él?

Por encima de la silueta rígida de Grève, sobresale de la pared una cabeza de corzo, igual que un mascarón de proa, y el animal mira fijamente a Marcheret, a Murraille y a mi padre con la total indiferencia de sus ojos de cristal. La sombra de los cuernos dibuja en el techo un entrelazado gigantesco. Disminuye la luz. ¿Un bajón del fluido eléctrico? Se han quedado postrados y silenciosos en la penumbra, que los roe. Otra vez esa impresión de estar mirando una foto antigua, hasta que Marcheret se levanta, pero de forma tan brusca que, a veces, se pega con la mesa. Entonces todo vuelve a empezar. La lámpara y los apliques recuperan el resplandor. Ni una sombra ya. Nada está ya borroso. El mínimo objeto se recorta con precisión casi insoportable. Los ademanes lánguidos vuelven a ser secos e imperiosos. Incluso mi padre se yergue, como a la voz de «firmes».

Van hacia la barra, por supuesto. ¿Adónde ir? Murraille le ha puesto a mi padre una mano amistosa en el hombro y le habla, con el cigarrillo en la boca, para convencerlo de algo de lo que ya habían tratado. Se detienen un momento a pocos metros de la barra, junto a la que ya se ha acomodado Marcheret. Murraille se inclina hacia mi padre y adopta el tono confidencial de quien ofrece unas garantías a las que es imposible resistirse. Mi padre asiente con la cabeza; el otro le palmea el hombro como si por fin estuvieran de acuerdo.

Se han sentado los tres ante la barra. Maud Gallas tiene puesta la radio en sordina, pero, cuando le gusta una canción, gira el mando del aparato y sube el volumen. Murraille, por lo que a él se refiere, estará muy atento al comunicado de las once de la noche que recalca la voz seca de un locutor. Viene luego la sintonía que anuncia el final de la emisión. Una musiquita triste e insidiosa.

Otro prolongado silencio antes de que cedan a los recuerdos y las confidencias. Marcheret dice que a los treinta y seis años es un hombre acabado y se queja de que tiene paludismo. Maud Gallas rememora la noche en que entró de uniforme en el Beaulieu y la orquesta zíngara, para saludarlo, maulló el Himno de la Legión. Una de nuestras hermosas noches de antes de la guerra, dice con ironía mientras desmenuza un cigarrillo. Marcheret alza la vista para mirarla de forma peculiar y dice que a él la guerra le importa un carajo. Y que todo puede empeorar si quiere y que no va con él. Y que a él, el conde Guy François Arnaud de Marcheret d’Eu, nadie le puede dar lecciones. Lo único que le interesa es «el champán que le burbujea en la copa», con el que le salpica rabiosamente la pechera a Maud Gallas. Murraille dice: «Venga, venga…». Que no, que no, que su amigo no es un hombre acabado. Y, antes de nada, ¿qué quiere decir «acabado»? ¿Eh? ¡Nada! Afirma que su queridísimo amigo tiene aún por delante años espléndidos. Y, desde luego, puede contar con el afecto y el apoyo de «Jean Murraille». Por lo demás, ¿acaso él, «Jean Murraille», se lo piensa ni por un momento a la hora de concederle la mano de su sobrina a Guy de Marcheret? ¿Eh? ¿Acaso iba él a casar a su sobrina con un hombre acabado? ¿Eh? Se vuelve hacia los otros como para desafiarlos a que digan lo contrario. ¿Eh? ¿Qué mejor prueba de confianza y amistad puede darle? ¿Acabado? ¿Qué quiere decir acabado? Estar «acabado» es estar… Pero se queda mudo. No da con una definición y se encoge de hombros. Marcheret lo observa muy atento. Si Guy no ve inconveniente en ello, exclama entonces Murraille, como si se adueñara de él la inspiración, llevará de testigo a Chalva Deyckecaire. Y Murraille señala a mi padre, cuyo rostro ilumina en el acto un agradecimiento ardiente. Celebrarán la boda dentro de quince días en Le Clos-Foucré. Las amistades vendrán desde París. Una fiestecita familiar que cimentará su alianza. ¡Murraille-Marcheret-Deyckecaire! ¡Los tres mosqueteros! ¡Por lo demás, todo va bien! No hay motivo alguno para que Marcheret se preocupe. «Los tiempos andan revueltos», pero «el dinero corre a raudales». Ya se van perfilando todo tipo de apaños «a cual más interesante». Guy cobrará su parte de los beneficios. «A tocateja». ¡Zas! El conde bebe a la salud de Murraille (por cierto, aquí hay algo curioso: la diferencia de edad entre Murraille y él no debe de ser de más de diez años…) y manifiesta, alzando la copa, que está feliz y orgulloso de casarse con Annie Murraille porque «tiene las nalgas más rubias y más calientes de París».

Maud Gallas se ha espabilado y le pregunta qué le va a regalar a su futura esposa por la boda. Un visón plateado y dos pulseras de oro macizo y de eslabones grandes que le han costado «seis millones al contado».

Acaba de traer de París un maletín lleno hasta arriba de divisas extranjeras. Y de quinina. El puñetero paludismo.

—De lo más puñetero, desde luego —dice Maud.

¿Dónde conoció a Annie Murraille? ¿Cómo? ¿A Annie Murraille? ¡Ah! ¡Dónde la conoció! En Langer, un restaurante de Les Champs-Élysées. ¡A fin de cuentas, verdad, conoció a Murraille por su sobrina! (Suelta la carcajada). Fue un auténtico flechazo y pasaron el resto de la velada a solas en Le Poisson d’Or. Da muchos detalles, se arma un lío, vuelve a dar con el hilo de la historia. Murraille, que, de entrada, le prestaba una atención risueña, prosigue ahora con mi padre la conversación iniciada al acabar la cena. Maud escucha pacientemente a Marcheret, cuyo relato se desfleca en dichos de borracho.

Mi padre mueve la cabeza. Se le han hinchado más las bolsas que tiene debajo de los ojos, con lo que parece tremendamente cansado. ¿Qué papel desempeña exactamente junto a Murraille y Marcheret?

Se va haciendo tarde. Maud Gallas acaba de apagar la lámpara grande que hay junto a la chimenea. Una seña, sin lugar a dudas, para que entiendan que es hora de irse. En la sala no hay ya más luz que la de los dos apliques con pantalla roja que están en la pared del fondo, y mi padre, Murraille y Marcheret vuelven a sumirse en la penumbra.

Detrás de la barra queda aún una zona pequeña de luz en cuyo centro está, quieta, Maud Gallas. Se oye el cuchicheo de Murraille. La voz de Marcheret, cada vez más titubeante. Se deja caer como un bulto desde la banqueta, recupera el equilibrio de milagro y se apoya en el hombro de Murraille para no tropezar. Se encaminan inseguros hacia la puerta. Maud Gallas los acompaña hasta el umbral. El aire de fuera reanima a Marcheret. Le dice a Maud Gallas que si se siente sola, Maud, rica, no tiene más que darle un telefonazo; que la sobrina de Murraille tiene las nalgas más rubias de París, pero que los muslos de ella, de Maud Gallas, son «los más misteriosos de Seine-et-Marne». Le pasa un brazo por la cintura y empieza a sobarla hasta que se interpone Murraille diciendo: «Chisss… chisss…» Maud vuelve a entrar y cierra la puerta.

Ahí estaban los tres en la calle mayor del pueblo. A ambos lados, las recias casas dormidas, Murraille y mi padre iban delante. Marcheret, con voz ronca, cantaba Le Chaland qui passe. Se abrieron a medias algunas contraventanas y se asomó una cabeza. Marcheret increpó entonces fogosamente al curioso mientras Murraille se esforzaba por calmar a su futuro «sobrino».

Villa Mektoub es la última casa a la izquierda, precisamente en las lindes del bosque. De apariencia, es una componenda entre el bungalow y el pabellón de caza. A lo largo de la fachada, una veranda. Es Marcheret quien la ha bautizado con el nombre de Villa Mektoub en recuerdo de la Legión. La portalada está blanqueada con cal. Clavada en una de las hojas de la puerta hay una placa de cobre en donde están grabadas las palabras «Villa Mektoub» en letras góticas. Marcheret ha mandado alzar alrededor de todo el parque una empalizada de teca.

Se separan ante la portalada. Murraille le da una palmada en la espalda a mi padre y le dice: «¡Hasta mañana, Deyckecaire!». Y Marcheret espeta: «¡Hasta mañana, Chalva!», según entorna la hoja de la puerta con el hombro. Se internan por el paseo. Mi padre se queda quieto. Con frecuencia ha acariciado la placa con mano deferente y ha pasado el índice por el perfil de los caracteres góticos. La grava cruje bajo los pies de los otros dos. La sombra de Marcheret se recorta por un momento en el centro de la veranda. Vocifera: «¡Que sueñes cosas bonitas, Chalva!» y suelta la carcajada. Se oye cerrarse una puerta cristalera. El silencio.

Mi padre irá ahora calle mayor arriba y girará a la izquierda. Un camino de campo en cuesta poco pronunciada. El «Chemin du Bornage». Lo bordean fincas suntuosas con grandes parques. A veces aminora el paso y alza el rostro al cielo, como si contemplase la luna y las estrellas; u observa, pegando la frente a las verjas, el bulto oscuro de una casa. Sigue andando luego, pero con indolencia, como si no tuviera meta concreta. En ese momento es cuando habría que abordarlo.

Se para, empuja la portalada de Le Prieuré, una curiosa villa de estilo neorrománico. Antes de entrar, titubea un momento. ¿Le pertenece esta villa? ¿Desde cuándo? Vuelve a cerrar la portalada y cruza despacio el césped, de camino hacia la escalera de la fachada. Lleva la espalda encorvada. Qué triste parece ese señor grueso en la oscuridad de la noche…

Es, desde luego, uno de los pueblos más bonitos de Seine-et-Marne, y uno de los que tienen mejor situación: en las lindes del bosque de Fontainebleau. Algunos parisinos tienen allí casas de campo, pero ya no se los ve, seguramente «debido al giro preocupante que están tomando los acontecimientos».

Los señores Beausire, los dueños de la hospedería de Le Clos-Foucré, se fueron el año pasado. Dijeron que iban a tomarse un descanso en casa de sus primos, en Loire-Atlantique, pero todo el mundo entendió a la perfección que si se iban de vacaciones era porque los clientes habituales escaseaban cada vez más. Cuesta entender que, desde ese momento, lleve Le Clos-Foucré una señora que ha venido de París. Dos señores, también parisinos, han comprado la casa de la señora Lamiroux, a orillas del bosque. (Hacía casi diez años que esa señora no vivía ya en ella). El más joven —por lo visto— sirvió en la Legión Extranjera. El otro parece ser que dirige un semanario en París. Uno de sus amigos se ha instalado también en Le Prieuré, la casa solariega de los Guyot. ¿La habrá alquilado? ¿O se está aprovechando de que esa familia no está? (Los Guyot se han ido a vivir a Suiza por tiempo indeterminado). Se trata de un hombre corpulento de tipo oriental. Él y sus dos amigos disponen de unos ingresos muy elevados, pero esas fortunas suyas son por lo visto bastante recientes. Pasan aquí los fines de semana, como las familias burguesas en tiempos más serenos. El viernes por la noche llegan de París. El que fue legionario va a toda mecha por la calle mayor al volante de un Talbot beige y frena muy bruscamente delante de Le Clos-Foucré. Pocos momentos después, el sedán del otro aparca también a la altura de la hospedería. Tienen invitados. Esa pelirroja a la que se ve siempre con pantalón de montar. El sábado por la mañana da un paseo por el bosque y, cuando vuelve al picadero, los mozos de cuadra se apresuran a atenderla y cuidan de forma muy particular a su caballo. Por la tarde, va calle mayor abajo y la sigue un setter irlandés cuyo pelaje llameante entona (¿será un refinamiento?) con las botas leonadas y la melena pelirroja. La acompaña con gran frecuencia una joven rubia, la sobrina del director del semanario por lo visto. Va siempre con abrigo de piel. Las mujeres se dejan caer un rato por la tienda de antigüedades de la señora Blairiaux y escogen algunas joyas. La pelirroja compró un armario grande de estilo Luis XV chino para el que no encontraba comprador la señora Blairiaux porque pedía mucho por él. Cuando vio que su cliente le alargaba dos millones en metálico pareció intimidada. La pelirroja dejó los fajos de billetes en una estantería. Luego, una camioneta recogió el armario y lo llevó a la villa de la señora Lamiroux (desde que residen en ella el director del semanario y el exlegionario la han bautizado Villa Mektoub). La gente se ha fijado en que esa camioneta lleva con regularidad a Villa Mektoub objetos artísticos y cuadros con los que arrambla la pelirroja en las subastas de la comarca; el sábado por la noche, vuelve en coche desde Melun o desde Fontainebleau con el director del semanario. Va detrás la camioneta, cargada con un auténtico batiburrillo: muebles rústicos, vajillas, arañas, cuberterías de plata, que almacenan en la villa. Es algo que tiene muy intrigada a la gente del pueblo. Les gustaría saber más de esa pelirroja. No vive en Villa Mektoub, sino en Le Clos-Foucré. Aunque se intuye que entre el director del semanario y ella hay vínculos muy estrechos. ¿Es amante suya? ¿Una amiga? Dicen que el exlegionario, al parecer, es conde. Y que el señor corpulento de Le Prieuré se llama, por lo visto, «barón» Deyckecaire. ¿Son de verdad esos títulos? Ninguno de los dos encaja con la idea que suele tenerse de los auténticos aristócratas. Hay en su comportamiento algo sospechoso. ¿A lo mejor pertenecen a una nobleza extranjera? ¿Acaso hay quien oyó un día que el «barón» Deyckecaire le decía al director del semanario —y además alzando el tono de voz—: «No tiene ninguna importancia, soy ciudadano turco»? Por lo que al «conde» se refiere, habla francés con leve acento barriobajero. ¿Una costumbre que adquirió en la Legión? La pelirroja parece aficionada a exhibirse; en caso contrario ¿por qué iba a llevar todas esas joyas que se dan de cachetes con el atuendo de montar? En cuanto a la joven rubia, extraña verla arropada en un abrigo de pieles en el mes de junio. No debe de soportar el aire del campo. Han visto su foto en un Ciné-Miroir. ¿Sigue siendo actriz? Pasea muchas veces con el exlegionario, va de su brazo y le apoya la cabeza en el hombro. Por lo visto son novios.

Vienen más personas a pasar aquí el sábado y el domingo. El director del semanario recibe con frecuencia hasta a veinte invitados. Uno acaba por familiarizarse con la mayoría de ellos, pero costaría ponerle un nombre a cada silueta. No han tardado en correr por el pueblo los rumores más sorprendentes. El director del semanario organizaba fiestas singulares en Villa Mektoub. Por eso acudía desde París «toda esa gente tan peculiar». La mujer que regentaba Le Clos-Foucré en ausencia de los Beausire era seguramente la exencargada de un burdel. Por lo demás, Le Clos-Foucré se iba pareciendo a un lupanar albergando a una clientela así. También se preguntaba la gente por qué arte de birlibirloque había tomado posesión el «barón» Deyckecaire de Le Prieuré. Le veían pinta de espía. Seguramente el «conde» se había alistado en la Legión para huir de la justicia. El director del semanario se dedicaba, junto con la pelirroja, a unos negocios muy turbios. Ambos organizaban las orgías de Villa Mektoub en las que el director del semanario metía a su sobrina. No vacilaba en arrojarla en brazos del «conde» y de aquellos cuya complicidad quería garantizarse. En pocas palabras, la gente estaba acabando por pensar que el pueblo «estaba en manos de una banda de gángsters». Un testigo bien informado, como dicen en las novelas policíacas, pensaría en el acto, al observar al director del semanario y a los de su entorno, en la «fauna» que frecuenta algunos bares de Les Champs-Élysées. Su presencia desentona aquí. Las noches en que son muchos cenan todos en Le Clos-Foucré y se encaminan luego, por grupitos, en un cortejo a retazos, hacia Villa Mektoub. Todas las mujeres son pelirrojas o rubias platino, todos los hombres llevan ropa chillona. El «conde» abre la marcha con el brazo envuelto en una bufanda de seda blanca, como si acabaran de herirlo en una escaramuza. ¿Pretende recordar así su pasado de legionario? Ponen la música muy alta, porque bocanadas de rumba y de jazz-hot y retazos de canciones le llegan a uno si está en la calle mayor. Y si alguien se para cerca de la villa los verá bailar detrás de las puertas acristaladas.

Una noche, a eso de las dos, oyeron gritar: «¡Cabrón!» con voz estridente. Era la pelirroja, que corría con los pechos fuera del escote. Alguien la perseguía. Volvió a gritar: «¡Cabrón!» Luego soltó la carcajada.

Al principio, los del pueblo abrían las contraventanas. Luego se acostumbraron al escándalo que metían todos esos recién llegados. Vivimos en unos tiempos en que uno acaba por no asombrarse ya de nada.

Esta revista la fundaron hace poco puesto que lleva el número 57. El título: C’est la vie, estalla en caracteres blancos y negros. En la cubierta, un cuerpo femenino en una postura sugestiva. Podría pensarse que se trata de una publicación picante si las palabras «Semanario de actualidad política y mundana» no anunciasen ambiciones más elevadas.

En la primera página, el nombre del director: Jean Murraille. Luego, bajo la rúbrica: Equipo de redacción, la lista de los colaboradores, alrededor de diez, todos ellos desconocidos. Por mucho que se hurgue uno en la memoria no recuerda haber visto esas firmas en parte alguna. Dos nombres, en el mejor de los casos, podrían despertar un vago recuerdo. Jean Drault y Mouly de Melun: aquél, un escritor de folletines de antes de la guerra, autor de El soldado Chapuzot; éste, un corresponsal conocido de L’Illustration. Pero ¿y los demás? ¿Ese misterioso Jo-Germain, por ejemplo, que firma en primera página una crónica dedicada al renacimiento de la primavera? Escrita en un francés aliñado de afeites, concluye: «¡Sentíos alegres!». Varias fotos que muestran a jóvenes muy poco vestidas ilustran el artículo.

En la segunda página: los «Ecos indiscretos». Se trata de unos párrafos que llevan todos ellos títulos incitantes. Alguien que responde al nombre de Robert Lestandi escribe en ellos las frases más escabrosas acerca de personalidades de la política, las artes y el espectáculo y cae incluso en consideraciones que tienen que ver con el chantaje. Unos cuantos dibujos «humorísticos» trazados con tinta siniestra llevan la firma de un tal Le Houleux. Lo que viene después también reserva no pocas sorpresas, desde el «editorial» político hasta los «reportajes», pasando por las cartas de los lectores. El «editorial» del número 57 es un tejido de injurias y de amenazas que redacta «François Gerbère». Leemos en él frases tales como: «Los fámulos caen fácilmente en el robo». O también: «Otros responsables tienen que pagar. ¡Y pagarán!». ¿Responsables de qué? «François Gerbère» no lo especifica. En cuanto a los «reporteros», van derechos a los temas más equívocos. El número 57, por ejemplo, ofrece: «La novela real de una joven de color en el mundo del baile y del placer. París, Marsella, Berlín». La misma mentalidad deplorable en las «Cartas de los lectores» en donde un corresponsal pregunta si «un cocimiento de moscas cantáridas incorporado a un alimento o a una bebida trae consigo que una persona del sexo débil ceda en el acto». Jo-Germain contesta a preguntas de esta laya en un estilo florido.

Las dos últimas páginas se reservan para la rúbrica «¿Qué hay de nuevo?». Un anónimo «señor Todo-París» describe detalladamente los acontecimientos mundanos de la semana. ¿Mundanos? Pero ¿de qué mundo estamos hablando? En la reapertura del cabaret Jane Stick de la calle de Ponthieu (el acontecimiento más «parisino», al menos en opinión del cronista), «llamaba la atención la presencia de Osvaldo Valenti y de Monique Joyce». Entre las demás «personalidades» a las que cita el «señor Todo-París»: la condesa Tchernicheff, Mag Fontanges, Violette Morris; «el escritor Boissel, autor de Las cruces de sangre; el as de la aviación Costantini; Darquier de Pellepoix, abogado de sobra conocido; el profesor de antropología Montandon; Malou Guérin; Delvale y Lionel de Wiet, directores teatrales; los periodistas Suaraize, Maulaz y Alain-Laubreaux». Pero, según él, «la mesa más animada fue la del señor Jean Murraille». Para ilustrar tales dichos, una fotografía en la que reconocemos a Murraille, a Marcheret, a la pelirroja que sigue andando por ahí vestida con traje de montar (se llama Sylviane Quimphe) y, finalmente, a mi padre, a quien continúan citando con el nombre de «barón Deyckecaire». «Todos ellos», indica el comentarista, «imponen en Jane Stick el cálido e ingenioso ambiente de las noches parisinas». Otras dos fotos muestran una vista panorámica de la velada. La penumbra, las mesas que ocupan unas cien personas con esmoquin y vestidos escotados. Debajo de todas las fotos, un pie: «El escenario se ilumina, se abre el telón, desaparece el entarimado, surge una escalera cubierta de bailarinas… Empieza la revista En nuestro espejo» y «Elegancia, ritmo, luz. ¡Esto es París!». No. Hay algo sospechoso en esa reunión. ¿Quiénes son esas personas? ¿De dónde salen? ¿El «barón» Deyckecaire, por ejemplo, allí, al fondo, con esa cara gruesa y ese busto levemente desplomado tras un cubo para el champán?

—¿Le parece interesante?

En la foto, ahora de tono apagado, un individuo de edad madura está frente a un hombre joven cuyos rasgos ya no se distinguen. Alcé la cabeza. Estaba de pie ante mí; no lo había oído llegar desde lo hondo de los años «turbios». Lanzó una ojeada a la sección «¿Qué hay de nuevo?» para saber qué me tenía tan absorto. Desde luego, me había pillado con la nariz casi pegada a la publicación como si me las estuviera viendo con un grabado de gran rareza.

—¿Le interesa la vida mundana?

—No particularmente, caballero —tartamudeé.

Me tendió la mano.

—¡Jean Murraille!

Me levanté, haciendo gala de la mayor de las sorpresas.

—¿Es usted quien dirige esta…?

—En persona.

Dije, al azar:

—Encantado. —Y luego, con esfuerzo—: Me gusta mucho su semanario.

—¿En serio?

Sonreía. Dije:

—Sí, está hecho cojonudamente.

Pareció extrañado al oír esa palabra vulgar que yo empleaba intencionadamente para crear una complicidad entre nosotros.

—Está hecho cojonudamente este semanario suyo —repetí adoptando una expresión pensativa.

—¿Es usted del oficio?

—No.

Estaba esperando que le concretara algo, pero me quedé callado.

—¿Un cigarrillo?

Se sacó del bolsillo un mechero de platino que abrió con gesto breve. Le colgaba un cigarrillo de la comisura de los labios, como si fuera a seguir colgando toda la eternidad.

Titubea:

—¿Ha leído el editorial de Gerbère? A lo mejor no está de acuerdo con la orientación… política de la publicación.

—No me meto en política —contesté.

—Le hago la pregunta —sonreía— porque me gustaría saber la opinión de un chico joven…

—Gracias.

—He tardado muy poco en conseguir colaboradores… formamos un equipo homogéneo. Hay periodistas que proceden de todas las orientaciones. Lestandi, Jo-Germain, Gerbère, Georges-Anquetil… A mí tampoco me gusta gran cosa la política. ¡Qué aburrida la política! —Risa breve—. Lo que le interesa al público son los chismes y los reportajes. ¡Y sobre todo las fotos! ¡Las fotos! ¡He escogido una modalidad… alegre!

—La gente necesita relajarse «en una época como la que vivimos» —comenté…

—¡Estamos completamente de acuerdo!

Respiré hondo. Y dije con voz entrecortada:

—Lo que más me gusta de este semanario suyo son los «chismes indiscretos» de Lestandi. ¡Muy bien! ¡Tienen mucha vida!

—Lestandi es un individuo temible. No siempre coincido con sus opiniones políticas. ¿Y usted?

Esa pregunta me pillaba de improviso. Clavaba en mí los ojos azul claro y me di cuenta de que tenía que contestarle enseguida, antes de que apareciese entre ambos una incomodidad insoportable.

—¿Yo? Pero si yo, fíjese, soy novelista cuando no tengo nada mejor que hacer.

El aplomo con que solté aquella frase me dejó asombrado.

—¡Pues eso es muy, muy, pero que muy interesante! ¿Y tiene ya algo publicado?

—Dos cuentos en una revista belga, el año pasado.

—¿Está aquí de vacaciones?

Había hecho la pregunta con mucha brusquedad, como si de repente desconfiase de mí.

—Sí.

Estaba a punto de añadir que ya nos habíamos cruzado en el bar y en el comedor.

—Es un sitio tranquilo, ¿verdad? —Aspiraba el humo del cigarrillo nervioso—. He comprado una villa a orillas del bosque. ¿Vive usted en París?

—Sí.

—Dejando aparte sus actividades literarias —hizo hincapié en la palabra «literarias» y le noté un punto de ironía en la voz—, ¿tiene un trabajo habitual?

—No. Resulta difícil ahora mismo.

—Estamos viviendo una época muy curiosa. Me pregunto cómo va a acabar todo esto. ¿Y usted?

—Mientras tanto hay que disfrutar de la vida.

Este comentario le agradó. Soltó la carcajada.

—¡Después de nosotros el diluvio! —Y me dio una palmada en el hombro—. ¡Mire, lo invito a cenar esta noche!

Dimos unos cuantos pasos por el jardín. Para mantener viva la conversación, le dije que el aire era muy templado al final de la tarde y que tenía una de las habitaciones más agradables de la hospedería, una de las que daban directamente a la veranda.

Añadí que Le Clos-Foucré me recordaba mi infancia porque tiempo atrás venía aquí con mucha frecuencia con mi padre. Le pregunté si estaba contento con su villa. Le habría gustado disfrutar más de ella, pero el semanario lo tenía acaparado. Además, era un trabajo que le agradaba. Y a París tampoco le faltaba encanto. Nos sentamos a una de las mesas. Vista desde el jardín, la hospedería tenía un aspecto campesino y pudiente y no dejé de comentárselo. La gerente (él la llamaba Maud) era, me dijo, una amiga muy antigua. Le había aconsejado que comprase la villa. Yo habría querido que me especificase unas cuantas cosas acerca de aquella mujer, pero temía que mi curiosidad le pareciera sospechosa.

Llevaba mucho tiempo elaborando los planes más diversos para entrar en contacto con ellos. Primero pensé en la pelirroja. Se nos había cruzado la mirada en varias ocasiones. ¡Habría resultado fácil hablar con Marcheret sentándose a su lado en la barra! Imposible acercarse directamente a mi padre, que era de natural desconfiado. En cuanto a Murraille, me intimidaba. ¿Con qué rodeo podría entablar conversación? Y, en definitiva, era él quien había resuelto el problema. Me cruzó una idea por la cabeza. ¿Y si hubiese dado el primer paso para saber a qué atenerse respecto a mí? ¿Y si hubiera notado el gran interés que sentía yo por ellos desde hacía tres semanas, la forma en que espiaba todos y cada uno de sus gestos, todas y cada una de sus palabras en el bar y en el comedor? Me acordaba de lo que me reprocharon cuando quise entrar en la policía: «Muchacho, nunca será un buen poli. Cuando vigila a alguien o cuando está escuchando una conversación se le nota enseguida. Es usted un chiquillo».

Grève se nos acercaba empujando una mesa con ruedas cargada de bebidas. Tomamos un vermut. Murraille me anunció que la siguiente semana podría leer en su semanario un artículo «estupendo» de Jo-Germain. Adoptaba un tono de confianza, como si me conociera hacía mucho. Iba cayendo la tarde. Estuvimos de acuerdo en que aquella hora era la más agradable del día.

La espalda maciza de Marcheret. Maud Gallas estaba detrás de la barra y le hizo una seña con la mano a Murraille cuando entramos. Marcheret se volvió.

—¿Qué tal, Jean-Jean?

—Bien —contestó Murraille—. Tengo un invitado. Por cierto —me miró frunciendo el entrecejo—, ni siquiera sé cómo se llama…

—Serge Alexandre.

Me había registrado con ese nombre en la hospedería.

—Muy bien, señor… Alexandre —dijo Marcheret con voz lánguida—, le propongo un Porto Flip.

—No tomo alcohol.

El vermut de antes me revolvía el estómago.

—Hace mal —contestó Marcheret.

—Es un amigo mío —dijo Murraille—. Guy de Marcheret.

—Conde Guy de Marcheret d’Eu —rectificó éste. Y añadió, poniéndome por testigo—: ¡No le gustan los apellidos con partícula! ¡El señor es republicano!

—¿Y usted? ¿Es periodista?

—No —dijo Murraille—. Es novelista.

—¡Caramba! Habría debido suponerlo. ¡Llamándose como se llama! ¡Alexandre… Alexandre Dumas! ¡Pero parece usted triste… estoy seguro de que un poco de alcohol lo animaría!

Me alargaba su vaso, casi me lo metía por la nariz y se reía sin motivo alguno.

—No se asuste —me dijo Murraille—. Guy es siempre el alma de las fiestas.

—¿El señor Alexandre cena con nosotros? Le contaré montones de historias y podrá meterlas en sus novelas. Maud, cuéntele a nuestro amigo qué impresión causé cuando entré en el Beaulieu de uniforme. Una entrada de lo más novelesca, ¿a que sí, Maud?

Ella no contestó. Marcheret la miró rencoroso, pero ella le sostuvo la mirada. Él dio un resoplido.

—¡En realidad, todo eso son cosas del pasado! ¿Eh, Jean-Jean? ¿Cenamos en la villa?

—Sí —contestó Murraille, muy seco.

—¿Con el gordo?

—Con el gordo.

¿Así era como llamaban a mi padre?

Marcheret se puso de pie. Le dijo a Maud Gallas:

—Y si quiere acercarse luego a tomar una copa en la villa, no se lo piense dos veces, mi querida amiga.

Ella sonrió y posó en mí la mirada. Nuestras relaciones no habían ido más allá de la más estricta cortesía. Cuando veía que estaba sola, me habría gustado preguntarle cosas de Murraille, de Marcheret, de mi padre. Hablarle primero de cualquier cosa. Luego ir entrando por etapas sucesivas en el meollo del asunto. Pero me daba miedo no tener tacto bastante. ¿Se habría dado cuenta de que los andaba rondando? En el comedor, siempre elegía la mesa que caía más cerca de la de ellos. Mientras tomaban algo en la barra, yo me sentaba en uno de los sillones de cuero y me hacía el dormido. Les daba la espalda para que no se fijasen en mí, pero al cabo de un rato me entraba miedo de que me señalasen con el dedo.

—Buenas noches, Maud —dijo Murraille.

Yo le hice una inclinación marcada y dije:

—Buenas noches.

Me empieza a latir el corazón cuando salimos a la calle mayor. Está desierta.

—Espero —me dice Murraille— que le guste Villa Mektoub.

—Es el monumento más bonito de la zona —afirma Marcheret—. Lo compramos por cuatro cuartos.

Van a paso lento. De repente, me da la impresión de que estoy cayendo en una trampa. Todavía estoy a tiempo de echar a correr y de darles esquinazo. No aparto la vista de los primeros árboles del bosque, que tengo delante, a cien metros. Podría llegar a ellos de un solo impulso.

—Después de usted —me dice Murraille con tono entre irónico y ceremonioso.

Diviso una silueta familiar de pie, en el centro de la veranda.

—Hombre —dice Marcheret—, el gordo ha llegado ya.

Estaba apoyado en la barandilla, sin hacer fuerza. Y ella, sentada en uno de los sillones de pino, iba con pantalón de montar.

Murraille me presentó:

—La señora Sylviane Quimphe… Serge Alexandre… El barón Deyckecaire.

Me alargó una mano fofa y lo miré a la cara, bien de frente. No, no me reconocía.

Sylviane Quimphe nos explicó que acababa de dar un largo paseo por el bosque y que no había tenido ánimos para cambiarse.

—No tiene la menor importancia, mi querida amiga —afirmó Marcheret—. ¡Las mujeres están mucho más guapas con traje de montar!

En el acto la conversación se orientó hacia los deportes hípicos. Sylviane Quimphe puso por las nubes al profesor del picadero, un exjockey que se llamaba Dédé Wildmer.

Yo había coincidido ya con él en el bar de Le Clos-Foucré: cara de bulldog, cutis muy encarnado, afición muy marcada por el Dubonnet, gorras de cuadros y chaquetas de ante.

—Habrá que invitarlo a cenar. Recuérdemelo, Sylviane —dijo Murraille. Y, volviéndose hacia mí—: ¡Ya verá, es todo un personaje!

—Sí, es todo un personaje —repitió mi padre con voz tímida.

Sylviane Quimphe nos estaba hablando de su caballo. Le había hecho saltar hacía un rato unos cuantos obstáculos y había sido algo «muy concluyente».

—No hay que andarse con miramientos con él —dijo Marcheret con tono de entendido—. ¡Los caballos se adiestran con espuelas y fusta!

Sacó a relucir un recuerdo de la infancia: su anciano tío vasco lo obligaba a montar siete horas seguidas bajo la lluvia. «¡Si te caes», le decía, «te quedarás tres días sin comer!».

—Pues nunca me caí. Así —se le puso la voz solemne— es como se educa a los jinetes.

Mi padre soltó un silbidito de admiración. Volvieron a hablar de Dédé Wildmer.

—No me cabe en la cabeza que ese enano tenga tanto éxito con las mujeres —dijo Marcheret.

—Pues a mí me parece muy atractivo —comentó Sylviane Quimphe.

—Menudas cosas de él he oído —contestó secamente Marcheret—. Por lo visto Wildmer se ha «metido en la coca»…

Charla estúpida. Palabras inanes. Personajes muertos. Pero allí estaba yo, con mis fantasmas, y me acuerdo, si cierro los ojos, de que una anciana con delantal blanco nos anunció que la cena estaba servida.

—Podríamos quedarnos en la veranda —propuso Sylviane Quimphe—. Hace tan bueno esta noche…

Marcheret habría querido cenar a la luz de las velas, pero acabó por admitir que «la penumbra azulada en que estábamos sumidos tenía su encanto». Murraille servía de beber. Me pareció entender que se trataba de un vino ilustre.

—¡Espléndido! —exclamó Marcheret. Y chasqueó la lengua. Mi padre la chasqueó también, como un eco.

Yo estaba sentado entre Murraille y Sylviane Quimphe, que me preguntó si estaba pasando aquí las vacaciones.

—Ya lo he visto en Le Clos-Foucré.

—Yo también la he visto —dije.

—Me parece incluso que tenemos habitaciones contiguas.

Y me lanzó una peculiar mirada.

—Al señor Alexandre le gusta mucho mi semanario —dijo Murraille.

—¿En serio? —se extrañó Marcheret—. ¡Pues debe usted de ser el único! Si leyese todos los anónimos que recibe Jean-Jean… ¡En el último lo llaman pornógrafo y gángster!

—Me importa un carajo —dijo Murraille—. ¿Sabe? —añadió bajando la voz—, en el mundo de la prensa me han forjado una reputación espantosa. ¡Incluso me acusaron, antes de la guerra, de cobrar dinero bajo cuerda! ¡Siempre me ha tenido envidia la gente de medio pelo!

Había recalcado las últimas palabras y se había puesto encarnado. Estaban sirviendo el postre.

—¿Y a qué se dedica usted? —me preguntó Sylviane Quimphe.

—Soy novelista —me apresuré a decir.

Me arrepentía de haberme presentado a Murraille con aquella peculiar etiqueta.

—¿Escribe novelas?

—¿Escribe novelas? —repitió mi padre.

Era la primera vez que me dirigía la palabra desde que habíamos empezado a cenar.

—Sí. ¿Y usted?

Abrió unos ojos como platos:

—¿Yo?

—¿Está aquí… de vacaciones? —le pregunté, cortés.

Me miraba fijamente con ojos de animal acosado.

—El señor Deyckecaire —dijo Murraille, señalando a mi padre con el dedo— vive en una finca soberbia a cien metros de aquí. Se llama Le Prieuré.

—Sí… Le Prieuré —dijo mi padre.

—Es mucho más impresionante que «Villa Mektoub» —dijo Marcheret—. Imagínese que hay una capilla en el parque.

—¡Chalva es un devoto creyente! —dijo Marcheret.

Mi padre soltó el trapo.

—¿A que sí, Chalva? —insistió Marcheret—. ¿Cuándo vamos a verte de sotana? ¿Eh, Chalva?

—Por desgracia —me dijo Murraille—, a nuestro amigo Deyckecaire le pasa lo que a nosotros. Sus ocupaciones no lo dejan salir de París.

—¿Qué ocupaciones? —me atreví a preguntar.

—Nada del otro mundo —dijo mi padre.

—¡Pues claro que sí! —dijo Marcheret—; ¡estoy seguro de que al señor Alexandre le gustaría que le explicases todos tus apaños financieros! ¿Sabe que Chalva —y ponía tono de guasa— es un caballero de la industria? ¡Podría darle lecciones a Sir Basil Zaharoff!

—No le haga caso —susurró mi padre.

—¡Me parece usted tan misterioso, Chalva! —dijo Sylviane Quimphe juntando las manos.

Mi padre sacó un pañuelo grande, con el que se enjugó la frente, y me acuerdo de pronto de que ese gesto es habitual en él. No dice nada. Yo tampoco. La luz va bajando. Los otros tres, algo más allá, celebran un conciliábulo. Me parece que Marcheret le dice a Murraille:

—Tu sobrina me ha llamado. ¿Qué cojones está haciendo en París?

A Murraille lo extrañan esas violencias verbales. ¡Que un Marcheret, un d’Eu, hable así!

—Como siga así la cosa —dice éste—, rompo el compromiso.

—Venga… venga… Sería un error —dice Murraille.

Sylviane aprovecha el silencio para contar que un tal Eddy Pagnon, en una sala de fiestas donde estaban juntos, enarboló un revólver de juguete ante los clientes espantados… Eddy Pagnon… Otro nombre que me anda por la memoria. ¿Algún personaje? No sé, pero me gusta ese hombre que saca un revólver mientras amenaza a unas sombras.

Mi padre se había aproximado a la barandilla de la veranda para acodarse en ella y me acerqué a él. Había encendido un puro y fumaba soñadoramente. Al cabo de unos minutos se esmeró en hacer redondeles de humo. A nuestra espalda, los demás cuchicheaban y parecían haberse olvidado de nosotros. Y él también hacía caso omiso de mi presencia aunque carraspeé varias veces; y así nos quedamos mucho rato, él haciendo redondeles y yo vigilando la perfección de esos redondeles.

Pasamos al salón. Se entraba desde la veranda por una puerta vidriera. Era una habitación grande amueblada en estilo colonial. En la pared del fondo, un papel pintado de colores suaves representaba (Murraille me lo explicó más adelante) una escena de Paul y Virginie. Una mecedora, unas mesitas y unos sillones de mimbre. Unos pufs acá y acullá. (Me enteré de que Marcheret los había traído del barrio de Bousbir al irse de la Legión). De tres farolillos chinos colgados del techo caía una luz incierta. Me llamaron la atención, en una estantería, unas cuantas pipas de opio… Todos aquellos elementos heteróclitos y ajados traían a la mente Tonkín, los plantadores de Carolina del Sur, la concesión francesa de Shanghái, el Marruecos de Lyautey; y debí de disimular mal la sorpresa ya que Murraille me dijo con expresión de incomodidad:

—Los muebles los escogió Guy.

Me senté, algo retirado. Hablaban en voz baja ante una bandeja con botellas de licor. El malestar que sentía desde el principio de la velada fue a más, y me pregunté entonces si no valdría más que me despidiera. Pero era incapaz de moverme, como en esas pesadillas en que querría uno huir del peligro que se acerca y nota que se le doblan las piernas. Las palabras, los ademanes, los rostros habían ido adquiriendo durante la cena un carácter desenfocado e irreal debido a la penumbra; y ahora, bajo la luz cicatera que dispensaban las lámparas del salón, todo se volvía aún más impreciso. Pensé que mi malestar era el de un hombre que va a tientas por una oscuridad pringosa y busca en vano una llave de la luz. En el acto me entró una risa nerviosa en que —por ventura— no se fijaron los demás. Siguieron con su charla de la que no podía oír ni una palabra. Iban vestidos como suelen ir los parisinos acomodados que pasan unos días en el campo. Murraille llevaba una chaqueta de tweed; Marcheret, un jersey de un pardo precioso, de cachemira seguramente; mi padre, un terno de franela gris. Los cuellos de las camisas se abrían sobre unos fulares de seda impecablemente anudados. El pantalón de montar de Sylviane Quimphe añadía al conjunto una nota de elegancia deportiva. Pero todo aquello desentonaba en ese salón en donde lo que habría podido esperarse era gente con traje de hilo blanco y casco colonial.

—¿Va usted por libre? —me preguntó Murraille—. La culpa la tengo yo. Soy un anfitrión malísimo.

—Aún no ha probado, mi querido señor Alexandre, este aguardiente delicioso. —Y Marcheret me tendía una copa con ademán imperativo—. Beba.

Hice un esfuerzo, conteniendo una arcada.

—¿Le gusta esta habitación? —me preguntó—. Exótica, ¿verdad? Tengo que enseñarle mi cuarto. He mandado colocar un mosquitero.

—Guy siente nostalgia de las colonias —dijo Murraille.

—Unos sitios repugnantes —dijo Marcheret. Y añadió, pensativo—: Pero si me propusieran que volviese, me reengancharía.

Se calló, como si cuanto pudiera decir al respecto no fuera a entenderlo nadie. Mi padre movió la cabeza. Hubo un silencio prolongado. Sylviane Quimphe se acariciaba las botas con mano distraída. Murraille seguía con la vista el vuelo de una mariposa que se posó en uno de los farolillos chinos. En lo referido a mi padre, había caído en un estado de postración que me preocupaba. La barbilla casi le tocaba el pecho, le asomaban a la frente unas gotas de sudor. Yo deseaba que viniera un criado indígena joven, con paso lánguido, a quitar la mesa y apagar las luces.

Marcheret puso un disco en el gramófono. Una melodía suave. Creo que se llamaba Soir de septembre.

—¿Baila? —me preguntó Sylviane Quimphe.

No esperó a que le contestase; y ya estamos bailando. Me da vueltas la cabeza. Veo a mi padre cada vez que hago un giro y una pirueta.

—Debería montar a caballo —me dice Sylviane Quimphe—. Si quiere, lo llevo mañana al picadero.

¿Se había dormido mi padre? No se me había olvidado que cerraba frecuentemente los ojos, pero que no era sino que estaba fingiendo.

—¡Ya verá qué agradables son los paseos largos por el bosque!

Mi padre había engordado mucho en diez años. Nunca le había visto ese tono de piel plomizo.

—¿Es usted amigo de Jean? —me preguntó Sylviane Quimphe.

—Todavía no; pero espero que todo llegue.

Pareció asombrarla esa respuesta.

—Y espero que también nosotros seamos amigos —añadí.

—Por supuesto. Me parece usted encantador.

—¿Conoce a ese… barón Deyckecaire?

—No mucho.

—¿A qué se dedica exactamente?

—No lo sé; habría que preguntárselo a Jean.

—A mí ese barón me parece muy raro…

—Bah, debe de ser traficante…

A las doce, Murraille quiso oír el último parte de noticias. El locutor tenía la voz aún más chillona que de costumbre. Tras haber desgranado concisamente las noticias, se entregó a algo así como un comentario de tono histérico. Me lo imaginaba detrás del micrófono; enclenque, con corbata negra y en mangas de camisa. Dijo para terminar:

—Buenas noches a todos.

—Gracias —contestó Marcheret.

Murraille me estaba llevando aparte. Se frotó una de las aletas de la nariz y me puso la mano en el hombro.

—Por cierto… oiga… Se me acaba de ocurrir una cosa. ¿Le gustaría ser colaborador del semanario?

—¿Usted cree?

Tartamudeé un poco y el resultado fue ridículo: ¿Usted cre-cree?

—Sí, a mí me agradaría mucho que un muchacho como usted trabajase en C’est la vie. A menos que le repugne el periodismo.

—En absoluto.

Titubeó y añadió, luego, en tono más amistoso:

—No querría comprometerlo, dado el carácter un tanto… peculiar de mi semanario…

—No me da miedo mojarme —le dije.

—Es algo muy valiente por su parte.

—Pero ¿qué quiere que escriba?

—Ah, elija usted: un cuento, una crónica, un artículo del estilo de «cosas vistas». Tiene el tiempo que quiera.

Había dicho estas últimas palabras con una insistencia peculiar y mirándome a los ojos.

—¿De acuerdo? —Sonrió—. ¿Qué, se moja?

—¿Por qué no?

Fuimos a reunirnos con los demás. Marcheret y Sylviane Quimphe hablaban de un local nocturno que acababa de abrir en la calle de Jean-Mermoz. Mi padre se había metido en la conversación: él tenía preferencia por el bar americano de la calle de Wagram, cuyo dueño era un excorredor ciclista.

—¿Te refieres a Le Rayon d’Or? —le preguntó Marcheret.

—No; se llama Fairy-land —dijo mi padre.

—¡Estás equivocado, gordo! ¡El Fairy-land está en la calle de Fontaine!

—Que no —dijo mi padre.

—Calle de Fontaine, 47. ¿Quieres que vayamos a comprobarlo?

—Tienes razón, Guy —suspiró mi padre—. Tienes razón…

—¿Conocen Le Château-Bagatelle? —preguntó Sylviane Quimphe—. Por lo visto, se lo pasa uno estupendamente.

—¿En la calle de Clichy? —inquirió mi padre.

—¡No, hombre, no! —exclamó Marcheret—. En la calle de Magellan. ¡Te confundes con Chez Marcel Dieudonné! ¡Lo mezclas todo! ¡La última vez habíamos quedado en L’Écrin de la calle de Joubert y este señor nos estuvo esperando hasta las doce de la noche en la calle de Hanovre, en el Cesare Leone! ¿A que sí, Jean?

—No tuvo mayor importancia —refunfuñó Murraille.

Se pasaron un cuarto de hora desgranando, igual que si fueran las cuentas de un rosario, nombres de bares y de salas de fiestas, como si París, Francia y el universo no fueran sino un barrio de prostitutas, un gigantesco burdel a cielo abierto.

—Y usted, Alexandre, ¿sale mucho?

—No.

—Pues bien, mi querido amigo, lo iniciaremos en «los placeres de las noches parisinas».

Seguían bebiendo y recordando otros locales cuyos nombres me salpicaban al pasar: Armorial, Czardas, Honolulu, Schubert, Gipsys, Monico, L’Athénien, Mélody’s, Badinage. Se había adueñado de todos ellos una volubilidad que parecía inagotable. Sylviane Quimphe se desabrochaba la blusa camisera; a mi padre, a Marcheret y a Murraille se les alteraba el rostro, que adquiría una tonalidad sangre de toro de lo más preocupante. Sólo me llegaban aún unos cuantos nombres: Triolet, Monte-Cristo, Capurro’s, Valencia. Me daba vueltas la cabeza. En las colonias —pensaba— las veladas deben de durar una eternidad, igual que ésta. Unos cuantos plantadores neurasténicos trituran los recuerdos como si los pasaran por un pasapurés e intentan luchar contra el miedo que los atenaza de estirar la pata en el siguiente monzón.

Mi padre se levantó. Les dijo que estaba cansado y que tenía que acabar aquella noche un trabajo.

—¿Vas a fabricar moneda falsa, Chalva? —preguntó Marcheret con voz pastosa—. ¿No le parece, Alexandre, que tiene pinta de falsificador de moneda?

—No le haga caso —me dijo mi padre.

Le dio un apretón de manos a Murraille.

—De acuerdo —susurró—. Ya me ocupo de todo.

—Cuento con usted, Chalva.

Cuando se me acercó para despedirse, le dije:

—Yo también me marcho. Podemos hacer juntos parte del camino.

—Con mucho gusto.

—¿Ya se va? —me preguntó Sylviane Quimphe.

—¡Yo que usted —me soltó Marcheret— no me fiaría de él!

Y señalaba a mi padre con el dedo.

Murraille nos acompañó hasta el final de la veranda.

—Espero su artículo —me dijo—. ¡Que se le dé bien!

Caminábamos en silencio. Mi padre pareció sorprendido cuando me metí con él por el camino de Le Bornage en vez de seguir recto hasta la hospedería. Me lanzó una mirada furtiva. ¿Me reconocía? Quise preguntárselo, pero me acordé de la habilidad con que eludía las preguntas embarazosas. ¿Acaso no me había dicho un día: «Yo desalentaría a diez jueces de instrucción»? Dejamos atrás un farol. Pocos metros después volvía a reinar la penumbra. Las casas que divisaba parecían abandonadas. El roce del viento en las hojas. Quizá en aquellos diez años mi padre se había olvidado incluso de mi existencia. Cuantos desvelos e intrigas para caminar al lado de este hombre… Volvía a ver el salón de Villa Mektoub, los rostros de Murraille, de Marcheret, de Sylviane Quimphe, y el de Maud Gallas detrás de la barra, y a Grève cruzando el jardín… Los gestos, las palabras, mis alertas, mis horas de guardia, mis alarmas durante todos esos días interminables. Ganas de vomitar… Tuve que detenerme para recuperar el resuello. Se volvió a mirarme. Tenía otro farol a la derecha, que lo envolvía en una claridad lechosa. Estaba inmóvil, petrificado y, de pronto, estuve a punto de tocarlo y de asegurarme de que no era un espejismo. Cuando seguimos andando me acordé de los paseos que dábamos antes por París. Deambulábamos codo con codo, como esta noche. En realidad era lo único que habíamos hecho desde que nos conocíamos. Andar, sin que ninguno de los dos quebrase el silencio. Y seguíamos lo mismo. Cuando pasáramos la curva estaríamos delante de la verja de Le Prieuré. Dije en voz baja: «Qué noche más hermosa, ¿verdad?». Me contestó con tono distraído: «Sí, una noche hermosísima». Estábamos a pocos metros de la verja y yo estaba esperando el momento en que me diera un apretón de manos para despedirse. Lo vería luego esfumarse en la oscuridad y me quedaría aquí, en medio de la carretera, en ese estado de pasmo en que nos hallamos después de haber dejado pasar, quizá, la ocasión de toda una vida.

—Bueno —me dijo—, pues aquí es donde vivo.

Y me señalaba con ademán tímido la casa que podía intuirse al final del paseo. El tejado tenía un brillo suave a la luz de la luna.

—¡Ah! ¿Así que es aquí?

Sí.

Estábamos tirantes. Seguramente había querido darme a entender que ya era hora de que nos separásemos y veía que no acababa de decidirme a hacerlo.

—Parece una casa muy hermosa —dijo adoptando una expresión convencida.

—Una casa muy hermosa, efectivamente.

Le intuí en la voz un asomo de nerviosismo.

—¿Hace poco que la ha comprado?

—Sí. Bueno, ¡no!

Hablaba confusamente. Se había apoyado en la verja y no se movía.

—¿La tiene alquilada?

Intentaba captarme la mirada con la suya, cosa que me sorprendió. Nunca miraba a las personas de frente.

—Sí, alquilada.

Esa palabra la había dicho en los límites de lo inaudible.

—Seguro que le estoy pareciendo muy indiscreto.

—¡Nada de eso, mi querido señor!

Esbozó una sonrisa que era más bien un temblor de los labios, como si temiese que le fuesen a dar un golpe, y me compadecí de él. Ese sentimiento que desde siempre experimentaba por él me causaba un fuerte ardor en el estómago.

—Sus amigos son encantadores —dije—. He pasado una velada estupenda.

—Me alegro.

Ahora me alargaba la mano.

—Tengo que irme a trabajar.

—¿En qué?

—Nada interesante. Contabilidad.

—Que le sea leve —susurré—. Espero volver a verlo un día de éstos.

—Será un placer, caballero.

En el momento en que estaba empujando la puerta de la verja, noté que se adueñaba de mí el vértigo: darle un golpecito en el hombro y explicarle detalladamente todo el trabajo que me había tomado para localizarlo. ¿Para qué? Iba por el paseo, despacio, con los andares de un hombre exhausto. Se quedó un buen rato en lo alto de la escalera de la fachada. Desde lejos, me parecía que tenía una silueta informe. ¿Era la silueta de un hombre o la de una de esas criaturas monstruosas que se aparecen en las noches de fiebre?

¿Se preguntó qué hacía yo allí, esperando, del otro lado de la verja?

Acabé, con ayuda de mi empecinada paciencia, por conocerlos mejor. En aquel mes de julio las ocupaciones de todos ellos no los obligaban a quedarse en París y «disfrutaron» del campo (como decía Murraille). Pasé todo ese tiempo con ellos, los oí hablar con docilidad y profunda atención. Tomaba nota en unas fichitas de las informaciones que iba recogiendo. Sé muy bien que el currículum de esas sombras no tiene gran interés, pero si no lo redactase ahora, nadie más lo haría. Es deber mío, puesto que los conocí, sacarlos —aunque no sea sino por un instante de la sombra—. Es deber mío y también es para mí una necesidad auténtica.

Murraille. Trabó amistad, muy joven, en el Café Brébant, con un grupo de periodistas de Le Matin. Éstos lo animaron a entrar en la profesión. Lo hizo. A los veinte años era el factótum, y luego el secretario, de un individuo que dirigía una publicación de chantajes. Su divisa era: «Nada de amenazas. Una sencilla presión». Murraille iba a recoger los sobres al domicilio de los interesados. Recordaba que lo recibían con poca cordialidad. Algunos, no obstante, le mostraban una amabilidad untuosa y le pedían que intercediese por ellos ante su jefe para que fuera menos exigente. Éstos tenían «mucho que reprocharse». Al cabo de cierto tiempo ascendió a redactor, pero los artículos que le tocaba escribir eran de una espantosa monotonía y empezaban todos así: «Nos ha llegado de fuente segura que el señor X…», o: «¿Cómo es posible que el señor Y…?», o también: «¿Será cierto que el señor Z…?». Venían luego revelaciones que a Murraille le daba vergüenza divulgar. Su jefe le recomendaba que acabase siempre con algún estribillo ético, del tipo: «Es menester que las personas malas reciban el castigo que les corresponde»; o con un toque de esperanza: «Deseamos fervientemente que el señor X… (o el señor Y…) vuelvan al buen camino. Tenemos incluso plena seguridad de ello, porque, como dijo el evangelista, todo hombre en su noche va hacia su luz», etc. Murraille sentía una tristeza pasajera al cobrar el sueldo a finales de mes. Y, además, la oficina del 30 bis de la calle de Grammont incitaba a cierta melancolía: papel pintado mustio, muebles viejos, luz cicatera. No había en todo esto nada que pudiera entusiasmar a un muchacho de su edad. Si se quedó tres años en aquella industria fue porque cobraba unos emolumentos muy elevados. Su jefe sabía portarse con generosidad y le daba la cuarta parte de los beneficios. El hombre aquel (que por lo visto, era el sosias de Raymond Poincaré) no carecía de sensibilidad. Caía con frecuencia en un estado de tremenda tristeza y le contaba confidencialmente a Murraille que si se había hecho extorsionista era porque sus semejantes lo habían decepcionado. Había creído que eran buenos, pero no había tardado en darse cuenta de su error; había decidido entonces denunciar sin tregua sus infamias. Y hacer que las PAGASEN. Una noche, en un restaurante, murió de un infarto. Sus últimas palabras fueron: «Si ustedes supieran…» Murraille tenía veinticinco años. Fueron para él tiempos difíciles. Llevaba la sección de cine y de music-hall en algunos periódicos.

No tardó en contar con una reputación detestable en los ambientes de la prensa: con frecuencia lo llamaban «tablón podrido». Padeció por ello, pero, con su indolencia y su afición a la vida fácil, no era capaz de enmendarse. Siempre temía verse escaso de dinero, y semejante eventualidad lo hacía caer en estados frenéticos. Habría sido capaz entonces de lo que fuera, lo mismo que un drogadicto para hacerse con su dosis.

Cuando lo conocí, todo le iba bien. Al fin dirigía su propia publicación. «Los tiempos turbios que estábamos viviendo» le habían permitido cumplir con aquel sueño, Les sacaba partido al desorden y a la oscuridad. En aquel mundo que iba a la deriva se sentía por completo a sus anchas. Me he preguntado con frecuencia cómo un hombre de porte tan distinguido (todos aquellos que hayan tenido algo que ver con él os hablarán de su elegancia natural y de sus ojos claros) y capaz a veces de tanta generosidad podía carecer hasta tal extremo de escrúpulos. Había algo en él que me gustaba mucho: no se hacía ilusión alguna en lo que a él se refería. Un compañero del servicio militar le disparó por descuido, al limpiar el fusil, y la bala se le alojó a pocos centímetros del corazón. Cuántas veces no me habrá repetido: «Cuando me condenen a muerte sin circunstancias atenuantes, los individuos a cuyo cargo corra meterme doce balas en el pellejo podrán ahorrarse una».

Marcheret, por su parte, había nacido en el barrio de Les Ternes. Su madre, viuda de un coronel, intentó criarlo lo mejor posible. A aquella mujer, precozmente envejecida, le parecía que el mundo exterior era una amenaza. Habría deseado que su hijo tomara los hábitos. Así, al menos, no correría peligro alguno. Marcheret tenía una idea fija ya desde los quince años: largarse lo antes posible del piso diminuto de la calle Saussier-Leroy, donde el mariscal Lyautey, desde su marco, parecía espiarlo con mirada muy dulce. (La foto llevaba incluso una dedicatoria: «Al coronel De Marcheret. Con ternura. Lyautey»). Su madre no tardó en tener serios motivos de preocupación: estudios caóticos, vagancia. Expulsión del liceo Chaptal por haberle roto la cabeza a un condiscípulo. Asistencia asidua a cafés y lugares de diversión. Partidas de billar y de póquer que duraban hasta las claras del alba. Necesidad de dinero cada vez más imperiosa. No le hacía a su hijo reproche alguno. La culpa no la tenía él, sino los demás, los malos, los comunistas, los judíos. ¡Cuánto le habría gustado que se quedase en su cuarto, a buen recaudo…! Una noche, Marcheret andaba dando vueltas por la avenida de Wagram. Notaba esa exasperación que nos invade siempre a ráfagas a los veinte años cuando no sabemos qué hacer con la vida. Al remordimiento de disgustar a su madre se sumaba la ira de no tener cincuenta francos en el bolsillo… Aquello no podía seguir así. Se metió en un cine. Ponían El signo de la muerte y trabajaba en la película Pierre RichardWillm. Era la historia de un joven que se iba a la Legión Extranjera. A Marcheret le parecía ver en la pantalla su propia imagen. Se quedó a dos sesiones seguidas; lo fascinaban el desierto, la ciudad árabe y los uniformes. A las seis de la tarde, fue el legionario Guy de Marcheret el que se encaminó al café más cercano y pidió un Kir. Y luego otro. Se alistó al día siguiente.

En Marruecos, dos años después, se enteró de la muerte de su madre. Nunca había podido acostumbrarse a la ausencia del hijo. Apenas hubo puesto su pena en conocimiento de un compañero de dormitorio, un georgiano apellidado Odicharvi, éste se lo llevó a un local de Bousbir, medio burdel, medio café árabe. Al final de la velada, se le ocurrió la brillante idea de alzar la copa y de gritarle a todo el mundo, señalando a Marcheret: «¡A la salud del huérfano!». Huérfano, Marcheret siempre lo había sido. Y si se alistó en la Legión fue quizá para dar con el rastro de su padre. Pero, al llegar a la cita, sólo había soledad, arena y los espejismos del desierto.

Regresó a Francia con un loro y con paludismo. «En esos casos, lo más jodido», me explicó, «es que no venga nadie a esperarte a la estación». Notaba que estaba de más. Había perdido la costumbre de todas aquellas luces y de todo aquel barullo. Le daba miedo cruzar las calles y, en la plaza de L’Opéra, lo invadió el pánico y le pidió a un guardia que lo llevase de la mano a la acera de enfrente. Por fin tuvo la suerte de dar con otro exlegionario, como él, que tenía un bar en la calle de Armaillé. Se contaron mutuamente sus recuerdos. El otro exlegionario le dio casa y comida y adoptó el loro, de forma tal que Marcheret fue recuperando más o menos el apego a la vida. Gustaba a las mujeres. Eran los tiempos —tan lejanos— en que la Legión hacía latir los corazones. Una condesa húngara, la viuda de un importante industrial, una bailarina del Tabarin —en resumen, unas cuantas «rubias», como decía Marcheret— se prendaron de los encantos de aquel soldado nostálgico del norte de África quien les sacó sustanciosos beneficios a los suspiros de esas mujeres. Con frecuencia, por conciencia profesional, se presentaba en las salas de fiestas vistiendo su antiguo uniforme. Un muchacho muy animado, como quien dice.

Maud Gallas. De ella no tengo demasiada información. Empezó una carrera de cantante, que fue una experiencia sin futuro. Marcheret me afirmó que había regentado un local nocturno de La Plaine-Monceau donde no había sino clientela femenina. Murraille aseguraba incluso que, por un encubrimiento de objetos robados, tenía prohibida la residencia en el departamento de Seine. Uno de sus amigos les compró Le Clos-Foucré a los Beausire y estaba al frente de la hospedería merced a ese rico protector.

Annie Murraille tenía veintidós años. Una rubia diáfana. ¿Era de verdad sobrina de Jean Murraille? Nunca pude aclararlo. Quería hacer una gran carrera en el cine y soñaba con ver su nombre «en letras de neón». Después de haber interpretado unos cuantos papeles de poca importancia, protagonizó Nuit de rafles, una película muy olvidada hoy en día. Supongo que se prometió con Marcheret porque era el mejor amigo de Murraille. Le tenía a su tío (¿era en realidad su tío?) un afecto ilimitado. Si por ventura queda aún alguien que recuerde a Annie Murraille, habrá conservado de ella la imagen de una actriz joven y con mala suerte, pero tan enternecedora… Quería disfrutar de la vida…

Conocí mejor a Sylviane Quimphe. Procedencia humilde. Su padre trabajaba de vigilante nocturno en las antiguas fábricas Samson. Se pasó toda la adolescencia en un cuadrilátero cuyos límites eran, al norte, la avenida de Daumesnil y, al sur, los muelles de La Rapée y de Bercy. Es éste un paisaje que nunca les ha llamado mucho la atención a los paseantes. A trechos, le parece a uno que anda perdido por lo más remoto de una provincia remota y, si sigue la orilla del Sena, le da la impresión de que está descubriendo un puerto abandonado. El paso del metro elevado por el puente de Bercy y los edificios de la morgue incrementan la irremediable melancolía del lugar. En ese escenario poco grato hay no obstante una zona con mejor suerte, que hace las veces de imán de los sueños: la estación de Lyon. Delante de ella acababa siempre por recalar Sylviane Quimphe. A los dieciséis años, exploraba los mínimos recovecos. Y, sobre todo, los andenes de salida de las líneas de largo recorrido. Las palabras «Compañía internacional de coches cama» le sonrosaban las mejillas. Luego regresaba a su casa, en la calle de Corbineau, repitiendo el nombre de esas ciudades que no conocería nunca, Bordighera-Rimini-VienaEstambul. Delante del edificio en que vivía había una glorieta donde se condensaban, al caer la tarde, todo el hastío y el encanto desconsolado del distrito XII. Se sentaba en un banco. ¿Por qué no se había subido a algún vagón, al azar? Decidió no volver a casa. Por lo demás, su padre no estaba por las noches. Tenía el campo libre.

Desde la avenida de Daumesnil se escurrió por el dédalo de callejuelas que llaman «barrio chino» (¿existe hoy aún? Una colonia de asiáticos había abierto allí bares pitañosos, restaurantes pequeños e incluso —por lo visto— varios fumaderos de opio). La humanidad variopinta que se ve por las inmediaciones de las estaciones chapoteaba en aquel islote insalubre como en un pantano. Allí encontró Sylviane Quimphe lo que había ido a buscar: un exempleado de la agencia Cook —con mucha labia, de buen ver y que vivía de apaños diversos— y a quien se le ocurrieron en el acto proyectos muy concretos en lo tocante al porvenir de aquella muchacha tan joven. ¿Quería viajar? Todo podía arreglarse. Precisamente un primo suyo era revisor en los coches cama. Los dos hombres le regalaron a Sylviane un viaje de ida y vuelta París-Milán Pero, en el momento de la salida, le presentaron a un músico grueso y sonrosado cuyos caprichos complicados tuvo que satisfacer durante el viaje de ida. Y la vuelta la hizo en compañía de un industrial belga. Aquella prostitución itinerante reportaba muchos beneficios a ambos primos, a quienes se les daba de maravilla el papel de ojeadores. Que uno de ellos trabajase en la compañía de coches cama facilitaba las cosas: localizaba clientes durante el viaje y Sylviane Quimphe recordaba un trayecto París-Zúrich en que recibió a ocho hombres seguidos en su compartimiento individual. Aún no había cumplido veinte años. Pero habrá que creer en los milagros. En el pasillo de un tren que iba de Basilea a La Chaux-de-Fonds conoció a Jean-Roger Hatmer. Aquel joven de mirada triste pertenecía a una familia que se había distinguido en el comercio del azúcar y los textiles. Acaba de entrar en posesión de una cuantiosa herencia y no sabía qué hacer con ella. Ni tampoco con su vida, por cierto. Halló en Sylviane Quimphe una razón de ser y la rodeó de una respetuosa devoción. Durante los cuatro meses que duró su vida en común no se permitió privacidad alguna con ella. Todos los domingos le regalaba un maletín lleno de joyas y de billetes de banco, diciéndole con voz sorda: «Por lo que pueda pasar». Quería que, más adelante, Sylviane Quimphe estuviera «al abrigo de la necesidad». Hatmer, que vestía de negro y llevaba gafas con montura de acero, tenía la discreción, la modestia y la benevolencia que les vemos a veces a los secretarios ancianos. Le interesaban mucho las mariposas e intentó que Sylviane Quimphe compartiese esa pasión; pero no tardó en darse cuenta de que la aburría. Un día, le dejó la siguiente nota: «Me van a someter a un consejo de familia y seguramente me ingresarán en una casa de salud. No podremos volver a vernos. Todavía queda un Tintoretto pequeño en el salón, en la pared de la izquierda. Cójalo. Y véndalo. Por lo que pueda pasar». No volvió a saber nada de él. Gracias a ese joven previsor, quedaba libre de preocupaciones materiales para el resto de sus días. Pasó por muchas más aventuras, pero de repente me siento muy poco animoso.

Murraille, Marcheret, Maud Gallas, Sylviane Quimphe… No es que me haga especial ilusión dar su pedigrí. Tampoco lo hago porque me importe la dimensión novelesca, pues carezco por completo de imaginación. Si me intereso por estos desclasados, estos marginales, es para dar, al pasar por ellos, con la imagen escurridiza de mi padre. No sé casi nada de él. Pero me lo inventaré.

Coincidí con él por vez primera a los diecisiete años. El jefe de estudios del internado Saint-Antoine, de Burdeos, me avisó de que me estaban esperando en la sala de visitas. Era un desconocido de piel tostada y traje de franela oscura, quien se levantó al verme.

—Soy su papá…

Y allí estábamos, en la calle, en una tarde de julio que cerraba el curso escolar.

—Por lo visto ha aprobado el examen final de bachillerato…

Me sonreía. Les lancé una última mirada a los muros amarillos del internado donde me había estado pudriendo ocho años.

Si sigo hurgando marcha atrás en mis recuerdos, ¿con qué me encuentro? Con una señora de pelo gris en cuyas manos me puso mi padre. Antes de la guerra, era la encargada del vestuario del Frolic’s (un bar de la calle de Grammont) y, al jubilarse, se fue a Libourne. Allí fue donde crecí, en su casa.

Luego el internado, en Burdeos.

Llueve. Mi padre y yo andamos, juntos, sin decir palabra, hasta el muelle de Les Chartrons, donde vive la familia que me saca del internado los domingos, los Pessac. (Son miembros de esa aristocracia de los vinos y el coñac a la que deseo un declive veloz). Las tardes que pasé en su casa cuentan entre las más tristes de mi vida y no pienso hablar de ellas.

Subimos las escaleras monumentales. Acude a abrirnos la criada. Voy corriendo al trastero, donde había pedido permiso para dejar una maleta llena de libros (novelas de Bourget, de Marcel Prévost o de Duvernois, taxativamente prohibidas en el internado). Oigo de pronto la voz seca del señor Pessac: «¿Qué hace aquí?». Le habla a mi padre. Al verme con la maleta en la mano, frunce el entrecejo: «¿Se va? Pero ¿quién es este señor?». Titubeo y luego mascullo: «¡MI PADRE!». Está claro que no me cree. Dice, suspicaz: «Si no he entendido mal, ¿se iba usted como un ladrón?». Esa frase se me grabó en la memoria pues, desde luego, parecíamos dos ladrones pillados con las manos en la masa. Mi padre, enfrentado a aquel hombrecillo con bigotes y batín pardo, no decía nada y mordisqueaba el puro para disimular el apuro. Yo sólo pensaba en una cosa: salir por pies lo antes posible. El señor Pessac se había vuelto hacia mi padre y lo examinaba con curiosidad. En éstas, llegó su mujer. Luego, la hija y el hijo mayor. Estaban allí plantados, mirándonos sin decir nada, y tuve la sensación de que habíamos entrado con fractura en aquel domicilio burgués. Cuando a mi padre se le cayó la ceniza del puro en la alfombra, me llamó la atención la cara de desprecio divertido que se les puso. La hija se echó a reír. Su hermano, un zangolotino granujiento que presumía de «chic inglés» (algo usual en Burdeos), soltó con voz aflautada: «El señor a lo mejor quiere un cenicero…». «A ver, François-Marie», susurró la señora Pessac, «no seas grosero». Y dijo esas palabras mirando insistentemente a mi padre, como para darle a entender que aquel calificativo iba por él. El señor Pessac seguía mostrando el mismo desdén flemático. Creo que lo que los molestó fue la camisa verde claro de mi padre. Ante la hostilidad manifiesta de aquellas cuatro personas, parecía una mariposa grande caída en una trampa. Sobaba el puro y no sabía dónde apagarlo. Retrocedía hacia la salida. Los otros no se movían y disfrutaban sin recato del apuro que sentía. De pronto noté algo así como ternura hacia aquel hombre a quien apenas conocía; me acerqué a él y le dije en voz alta: «Permita que le dé un abrazo». Y, tras hacerlo, le quité el puro de los dedos y lo apagué concienzudamente en la mesa de marquetería a la que tanto apego tenía el señor Pessac. Le tiré de la manga a mi padre.

—Ya está bien —le dije—. Vámonos.

Pasamos por el Hotel Splendid, donde había dejado las maletas. Fuimos en taxi a la estación de Saint-Jean. En el tren hubo un amago de conversación. Me explicó que sus «negocios» le habían impedido dar señales de vida, pero que, a partir de ahora, viviríamos en París juntos y no nos volveríamos a separar. Yo tartamudeé unas cuantas palabras de agradecimiento.

—En el fondo —me dijo a quemarropa—, ha debido de sufrir mucho.

Me sugirió que dejase de llamarlo «señor». Transcurrió una hora de silencio total y rechacé la invitación de ir con él al coche restaurante. Aproveché su ausencia para registrar la cartera negra que había dejado en el asiento. Sólo había en ella un pasaporte Nansen. Se apellidaba, efectivamente, como yo. Y tenía dos nombres: Chalva y Henri. Había nacido en Alejandría en los tiempos —supongo— en que aquella ciudad brillaba aún con singular esplendor.

Al volver al compartimiento, me alargó un pastel de almendra —un detalle que me enterneció— y me preguntó si era cierto que tenía el título de bachiller (decía «bachiller» con la boca chica, como si sintiera un respeto medroso por esa palabra). Al contestar yo afirmativamente, movió la cabeza, muy serio. Me arriesgué a hacerle unas cuantas preguntas: ¿por qué había ido a buscarme a Burdeos? ¿Cómo había dado con mi rastro? Para todas las respuestas, se limitaba a ademanes evasivos o a frases hechas tales como: «Ya le explicaré…», «Ya verá», «La vida, ya sabe…». Y después suspiraba y adoptaba una actitud pensativa.

París, estación de Austerlitz. Titubeó durante un momento antes de darle la dirección al taxista. (Más adelante, podía suceder que pidiéramos que nos llevaran al muelle de Grenelle siendo así que íbamos al bulevar de Kellermann. Cambiábamos con tanta frecuencia de señas que nos hacíamos un lío y siempre caíamos en la cuenta de la equivocación demasiado tarde). En aquella ocasión, íbamos a la glorieta de Villaret-de-Joyeuse. Me imaginé un jardín donde el canto de los pájaros se mezclaba con el rumor de las fuentes. No. Una calle sin salida orillada de edificios opulentos. La vivienda estaba en el último piso y daba a la calle por unas ventanas muy curiosas en forma de ojo de buey. Tres habitaciones, muy bajas de techo. Los muebles del «salón» consistían en una mesa grande y dos sillones de cuero muy baqueteado. En las paredes, un papel pintado en el que dominaba el color de rosa, imitación de la tela de Jouy. Una lámpara muy grande de bronce colgaba del techo (pero no estoy muy seguro de esta descripción: no diferencio muy bien el piso de la glorieta de Villaret-de-Joyeuse y el de la avenida Félix-Faure, que nos realquiló una pareja de rentistas. En ambos flotaba el mismo olor mustio). Mi padre me indicó el cuarto más pequeño. Un colchón en el suelo. «Disculpe la falta de comodidades», dijo. «Por lo demás, no vamos a quedarnos mucho aquí. Que duerma bien». Estuve horas oyéndolo pasear arriba y abajo. Así empezó nuestra vida en común.

Al principio, me demostraba una cortesía, una deferencia que pocas veces halla un hijo en su padre. Cuando me dirigía la palabra, yo notaba que purgaba la forma de hablar, pero el resultado era lamentable. Usaba expresiones cada vez más alambicadas, se perdía en circunloquios y parecía continuamente disculparse o tomarle la delantera a algún reproche. Me traía el desayuno a la cama con ademanes ceremoniosos que desentonaban en un escenario como aquél: el papel pintado de mi cuarto estaba roto en varios sitios, del techo colgaba una bombilla sin lámpara y, cuando corrías las cortinas, la barra se caía regularmente. Un día me llamó por mi nombre y le entró un tremendo apuro. ¿A qué debía yo tantas consideraciones? Caí en la cuenta de que eran por mi título de «bachiller» cuando escribió personalmente a Burdeos para que me enviasen un certificado de que, efectivamente, tenía ese título. En cuanto llegó, lo llevó a enmarcar y lo colgó entre las dos «ventanas» del «salón». Me di cuenta de que llevaba un duplicado en la cartera. Al azar de un paseo nocturno, enseñó ese documento a dos guardias que nos habían pedido la documentación y, al notar que se habían quedado perplejos al ver su pasaporte Nansen, les repitió cinco o seis veces seguidas que «su hijo era bachiller…». Después de cenar (mi padre preparaba muchas veces un plato que llamaba «arroz a la egipcia»), encendía un puro, lanzaba de vez en cuando una mirada intranquila a mi título y, luego, caía en el desánimo. Sus «negocios» —me explicaba— le daban muchos disgustos. Él, tan luchador y que se había enfrentado desde la más tierna edad a las «realidades de la vida», se notaba «cansado» y la forma en que decía «He perdido los ánimos…» me impresionaba mucho. Luego enderezaba la cabeza: «Usted, en cambio, tiene la vida por delante». Yo asentía cortésmente. «Sobre todo con su BACHILLERATO… Si yo hubiera tenido la suerte de conseguir ese título… —se le quebraba la voz—, el bachillerato es toda una referencia, la verdad…». Todavía estoy oyendo aquella breve frase. Me conmueve como una música del pasado.

Transcurrió al menos una semana antes de que me enterase de en qué consistían aquellas actividades suyas. Lo oía irse muy temprano por la mañana y no volvía sino a la hora de preparar la cena. De una bolsa de la compra de hule sacaba cosas de comer —pimientos, arroz, especias, carne de cordero, manteca de cerdo, fruta confitada, sémola—, se ataba a la cintura un delantal de cocina y, después de quitarse los anillos, revolvía en una sartén el contenido de la bolsa. Luego se sentaba enfrente del título, me invitaba a sentarme y comíamos.

Por fin, un jueves por la tarde me rogó que lo acompañase. Iba a vender un sello que era «una rareza» y, ante aquella perspectiva, estaba en estado febril. Fuimos avenida de La Grande-Armée abajo y, luego, por Les Champs-Élysées. En varias ocasiones me enseñó el sello (que había envuelto en papel celofán). Según él, se trataba de una pieza «única» de Kuwait, que se llamaba «Emir Rashid y vistas diversas». Llegamos al Carré Marigny. En ese espacio que está entre el teatro y la avenida de Gabriel ponían el mercado de sellos. (¿Seguirá existiendo ahora?). La gente formaba grupos pequeños, hablaba en voz baja, abría maletines, se inclinaba para mirar lo que había dentro, hojeaba catálogos, enarbolaba lupas y pinzas de depilar. Aquel barullo solapado, aquellos individuos con pinta de cirujanos y de conspiradores me causaron una honda inquietud. Mi padre no tardó en verse en una aglomeración más densa que las demás. Alrededor de diez personas lo increpaban. Discutían para dilucidar si aquel sello era auténtico o no. A mi padre lo pillaban de improviso las preguntas que brotaban por todas partes y no conseguía decir ni palabra. ¿Cómo era posible que ese «Emir Rashid» suyo fuera verde aceituna ahumado y no pardo carmín? ¿De verdad tenía un dentado 13-14? ¿Llevaba «sobrecarga»? ¿Fragmentos de hilo de seda? ¿No pertenecía a una serie de «orlas variadas»? ¿Habían comprobado el «descarnado»? El tono se iba agriando. Llamaban a mi padre «impostor» y «estafador». Lo acusaban de pretender «colar una mierda que ni siquiera figuraba en el catálogo Champion». Uno de esos enrabietados lo agarró por las solapas y lo abofeteó con todas sus fuerzas. Otro lo breaba a puñetazos. Estaba claro que iban a lincharlo por un sello (lo que dice mucho acerca del alma humana) y, como aquella perspectiva me resultaba intolerable, acabé por intervenir. Afortunadamente llevaba un paraguas en la mano. Repartí unos cuantos golpes al azar y, aprovechando la sorpresa, arranqué a mi padre de las manos de aquella jauría filatélica. Fuimos corriendo hasta el Faubourg Saint-Honoré.

Los días siguientes mi padre, estimando que le había salvado la vida, me explicó detalladamente a qué clase de negocios se dedicaba y me propuso que cooperase con él. Tenía una clientela de unos veinte extravagantes repartidos por Francia y a quienes había conocido en revistas especializadas. Eran coleccionistas fanáticos que se obnubilaban por los objetos más diversos: guías de teléfonos viejas, corsés, narguiles, tarjetas postales, cinturones de castidad, fonógrafos, lámparas de acetileno, mocasines Iowa, zapatos de salón… Rastreaba París buscando esos objetos, que enviaba por paquete postal a los interesados. Previamente les sacaba, mediante giro postal, elevadas sumas sin relación alguna con el valor real de la mercancía. Uno de sus corresponsales pagaba 100.000 francos por cada guía de ferrocarriles Chaix de antes de la guerra. Otro le dio un anticipo de 300.000 con la condición de que le DIERA PREFERENCIA en todos los bustos y efigies de Waldeck-Rousseau que encontrase… Mi padre, deseoso de asegurarse una clientela aún más amplia de dementes de ésos, tenía el proyecto de agruparlos en una Liga de los Coleccionistas Franceses, nombrarse presidente y tesorero e imponer cuotas altísimas. Los filatelistas lo habían decepcionado profundamente. Se daba cuenta de que no iba a poder abusar de ellos. Eran coleccionistas de cabeza fría, astutos, cínicos, despiadados (resulta difícil concebir el maquiavelismo y la ferocidad que hay oculta en esos seres quisquillosos. Cuántos crímenes cometidos por una «sobrecarga parda amarillenta» de Sierra Leona o un «perforado en línea» de Japón). No pensaba repetir la penosa expedición al Carré Marigny, que le había dejado herido el amor propio. Me utilizó, de entrada, como recadero. Quise hacer gala de iniciativa mencionándole una salida que a él no se le había ocurrido hasta el momento: los bibliófilos. Le gustó la idea y me dio carta blanca. Yo no sabía nada aún de la vida, pero en Burdeos me había empollado el Lanson, mi libro de texto de literatura. Me eran familiares todos los escritores franceses, del más fútil al más ignorado. ¿Para qué podía servirme esa erudición tan rara sino para lanzarme en el comercio del libro? Me di cuenta enseguida de que era dificilísimo conseguir ediciones raras por poco dinero. Sólo encontraba productos de segunda: «originales» de Vautel, de Fernand Gregh o de Eugène Demolder… Compré al buen tuntún en el pasaje Jouffroy un ejemplar de Materia y memoria por 3,50 francos. En la página de cortesía podía leerse esta curiosa dedicatoria de Bergson a Jean Jaurès: «¿Cuándo dejarás de llamarme la miss?». Dos expertos reconocieron taxativamente la letra del maestro y volví a vender esa curiosidad a un aficionado por 100.000 francos.

Animado por este primer éxito, resolví escribir personalmente dedicatorias falsas que desvelasen algún aspecto inesperado de este o aquel autor. Las letras que se me daba mejor imitar eran las de Charles Maurras y Maurice Barrès. Vendí un Maurras por 500.000 francos gracias a esta breve frase: «A Léon Blum en testimonio de mi admiración… ¿Y si almorzásemos juntos? La vida es tan corta… Maurras». Un ejemplar de Los desarraigados de Barrès llegó a los 700.000 francos. Iba dedicado al capitán Dreyfus: «Ánimo, Alfred… Con afecto. Maurice». Pero ya me había dado cuenta de que lo que interesaba muchísimo a la clientela era la vida privada de los escritores. Mis dedicatorias adquirieron entonces un tono escabroso y, en consecuencia, subí los precios. Me decantaba sobre todo por escritores contemporáneos. Como algunos viven aún, no diré más para evitar demandas judiciales. En cualquier caso, gané mucho dinero a costa de ellos.

A esos trapicheos nos dedicábamos. Nuestros negocios iban viento en popa porque explotábamos a personas que no estaban del todo bien de la cabeza. Cuando recuerdo aquellos apaños, noto una gran amargura. Habría preferido que mi vida empezase bajo una luz más limpia. Pero ¿qué remedio le queda en París a un adolescente a quien nadie pide cuentas? ¿Qué remedio le queda a un infeliz así?

Si bien es cierto que mi padre dedicaba parte de nuestro capital a la compra de camisas y corbatas de un buen gusto discutible, tenía también empeño en sacarle fruto en operaciones bursátiles. Veía yo cómo se derrumbaba en un sillón con los brazos a rebosar de fajos de acciones… Las apilaba en los pasillos de nuestros pisos sucesivos, las contaba, las seleccionaba, hacía inventario. Acabé por caer en la cuenta de que aquellas acciones las habían emitido sociedades en quiebra o que hacía mucho que no existían. Mi padre estaba convencido de que podría volver a utilizarlas y devolverlas al mercado: «Cuando coticemos en Bolsa…», me decía con expresión picarona.

Me acuerdo además de que compramos una limusina de segunda mano. En ese Talbot viejo dábamos paseos nocturnos por París. Antes de salir, venía siempre la misma ceremonia del sorteo. Alrededor de veinte papelitos repartidos por la mesa coja del salón. Escogíamos uno al azar, en donde estaba escrito nuestro itinerario. Batignolles-Grenelle. Auteuil-Picpus. Passy-La Villette. O zarpábamos rumbo a uno de esos barrios de nombres secretos: Les Épinettes, La Maison-Blanche, Bel-Air, L’Amérique, La Glacière, Plaisance, La Petite-Pologne… Me basta con dar un taconazo en algún punto sensible de París para que broten los recuerdos como haces de chispas. Aquella plaza de Italie, por ejemplo, en donde hacíamos escala durante esas giras… Había un café que se llamaba Le Clair de Lune. Allí se presentaban a eso de la una de la madrugada todos los restos de naufragios del music-hall: acordeonistas de antes de la guerra, bailarines de tango de pelo blanco que intentaban recuperar en la tarima la lánguida agilidad de la juventud, matronas pintarrajeadas que cantaban el repertorio de Fréhel o de Suzy Solidor. Algunos cómicos de feria desesperados se hacían cargo de los «intermedios». La orquesta la componían unos señores con fijador en el pelo y ataviados con esmoquin. Era uno de los locales favoritos de mi padre, que disfrutaba mucho mirando a esos espectros. Nunca he podido entender por qué.

Y no nos olvidemos del burdel clandestino que estaba en el 73 de la avenida de Reille, a orillas del parque de Montsouris. Allí celebraba mi padre conciliábulos interminables con la segunda de a bordo, una señora rubia con cabeza de muñeca. Era de Alejandría, como él, y recordaban, suspirando, las veladas de Sidi Bishr, el bar Pastroudis y tantas otras cosas que hoy ya han desaparecido… Nos quedábamos muchas veces hasta la claras del alba en aquel enclave egipcio del distrito XIV. Pero había otras etapas que también aspiraban a nuestros vagabundeos (¿o a nuestras huidas?). En el bulevar de Murat, un restaurante que abría de noche, perdido entre los bloques de edificios. Nunca había nadie y, en una de las paredes, estaba colgada por razones misteriosas una foto de buen tamaño de Daniel Rops. Entre Maillot y Champerret, un bar «americano» de imitación, centro de reunión de toda una panda de corredores de apuestas de caballos. Y, cuando nos atrevíamos a llegar hasta el extremo norte de París —zona de almacenes y mataderos—, parábamos en Le Bœuf Bleu de la plaza de Joinville, a orillas del canal del Ourcq. A mi padre le gustaba especialmente ese sitio porque le recordaba el barrio de Saint-André, en Amberes, donde había vivido tiempo atrás. Tomábamos rumbo sudeste. Allí las avenidas son umbrosas y anuncian el bosque de Vincennes. Entrábamos en Chez Raimo, en la plaza de Daumesnil, que estaba aún abierto a aquella hora tardía. Una «pastelería heladería» melancólica, como las que aún se ven en las ciudades termales, y que nadie —aparte de nosotros— parecía conocer. Me vuelven a la memoria más sitios, a oleadas. Nuestras diversas señas: bulevar de Kellermann, 65, con vistas al cementerio de Gentilly; el piso de la calle de Regard, donde el inquilino anterior se había dejado olvidada una caja de música que vendí por 30.000 francos. El edificio burgués de la avenida de Félix-Faure donde el portero nos recibía siempre con las siguientes palabras: «¡Aquí llegan los judíos!». O es de noche en un piso destartalado de tres habitaciones, en el muelle de Grenelle, cerca del velódromo de invierno. No había luz. De codos en la ventana, mirábamos las idas y venidas del metro aéreo. Mi padre llevaba un batín con unos cuantos agujeros. Me señaló la ciudadela de Passy, en la otra orilla. Con un tono categórico me dijo: «¡Un día tendremos un palacete en Trocadéro!». Mientras tanto, me citaba en el vestíbulo de los hoteles de lujo. Se notaba allí más importante, más apto para llevar a cabo sus proyectos de altas finanzas. ¡Cuántas veces habré ido a esas citas en el Majestic, en el Continental, en el Claridge, en el Astoria…! Aquellos lugares de paso encajaban bien con un alma vagabunda y frágil como la suya.

Todas las mañanas me recibía en su «despacho» de la calle de Les Jardins-Saint-Paul. Una habitación muy amplia cuyo mobiliario consistía en una silla de enea y un secreter Imperio. Los paquetes que teníamos que enviar ese mismo día estaban apilados contra las paredes. Tras anotarlos en un registro, especificando los nombres y las direcciones de los destinatarios, celebrábamos una reunión de trabajo. Yo le daba cuenta de los libros que iba a comprar y de los detalles técnicos de las dedicatorias falsas que haría. Tintas, plumas o estilográficas diferentes para cada autor. Repasábamos la contabilidad, leíamos atentamente Le Courrier des collectionneurs. Luego bajábamos los paquetes al Talbot y los colocábamos como podíamos en el asiento trasero. Aquel trabajo de descargador de muelle me dejaba agotado.

Mi padre se iba a recorrer las estaciones para enviar la carga. Por la tarde, iría al almacén que tenía en el barrio de Javel y escogería entre aquel batiburrillo una veintena de objetos que pudieran interesar a sus corresponsales, se los llevaría a la calle de Les Jardins-Saint-Paul y los empaquetaría. Después repondría las existencias. Teníamos que atender con la mayor diligencia las exigencias de nuestros clientes. Los empecinados de esa categoría no esperan.

Yo me iba por mi lado, con una maleta en la mano, y rebuscaba hasta que se hacía de noche por una zona restringida de La Bastille, la plaza de La République, los grandes bulevares, la avenida de L’Opéra y el Sena. Esos barrios tienen su encanto. Saint-Paul, donde soñé con que transcurriera mi vejez. Me habría bastado con un comercio, una tiendecita de lo que fuera. A menos que la tuviera en la calle Pavée o en la calle de Le Roi-de-Sicile, ese gueto al que la fatalidad nos hace volver siempre un día. En Le Temple, notaba que se me despertaban los instintos de ropavejero. En el barrio de Le Sentier, ese principado oriental que forman la plaza de Le Caire, la calle de Le Nil, el pasaje Ben-Aïad y la calle de Aboukir, me acordaba de mi pobre padre. Los distritos uno, dos, tres y cuatro se dividen en una multitud de provincias, imbricadas unas en otras, y cuyas fronteras invisibles acabé por conocer. Grenéta, Le Mail, la punta de Saint-Eustache, Les Victoires… Mi última etapa era la librería Petit-Mirioux, en la galería Vivienne. Llegaba a la caída de la tarde. Pasaba revista a las estanterías, con el convencimiento de que encontraría lo que precisaba. La señora Petit-Mirioux conservaba la producción literaria de los cien últimos años. Cuántos autores y cuántos libros injustamente olvidados… Ambos lo comentábamos con tristeza. Aquella gente se había tomado mucho trabajo en vano… Nos consolábamos mutuamente y nos dábamos seguridades de que todavía existían fanáticos de Pierre Hamp o de Jean-José Frappa; de que día llegaría, antes o después, en que los hermanos Fisher saldrían del purgatorio. Nos separábamos tras aquellas palabras reconfortantes. Las otras tiendas de la galería Vivienne parecía que llevaban cerradas desde hacía un siglo. En el escaparate de una editorial de música, tres partituras amarillentas de Offenbach. Me sentaba encima de la maleta. Ni un ruido. El tiempo se había detenido en algún punto entre la monarquía de julio y el Segundo Imperio. Al fondo del pasaje, salía de la librería una luz exhausta, y vislumbraba apenas la silueta de la señora Petit-Mirioux. ¿Hasta cuándo seguiría montando guardia? Pobre centinela anciana.

Más allá, los soportales desiertos de plaza de Le Palais-Royal. Antaño la gente se lo pasaba bien por allí. Ya no. Cruzaba los jardines. Zona de silencio y de penumbra suave donde el recuerdo de los años muertos y las promesas incumplidas nos encoge el corazón. Plaza de Le Théâtre Français. Las farolas lo aturden a uno. Eres el submarinista que sube de golpe a la superficie. Había quedado con «papá» en el caravasar de Les Champs-Élysées. Cogeríamos el Talbot para recorrer París como solíamos.

Ante mí se abría la avenida de L’Opéra. Anunciaba otras avenidas, otras calles que nos proyectarían dentro de un rato hacia los cuatro puntos cardinales. El corazón me latía algo más fuerte. En medio de tantas incertidumbres, mis únicos puntos de referencia, el único terreno que no se me hurtaba, eran los cruces y las aceras de aquella ciudad donde, sin duda, acabaría por quedarme solo.

Voy a llegar ahora, por muy cuesta arriba que se me haga, al «doloroso episodio del metro George V». Mi padre llevaba semanas muy interesado por el primer cinturón de cercanías, ese ferrocarril que ya no funciona y da la vuelta a París. ¿Estaría pensando en volver a ponerlo en marcha mediante una suscripción? ¿O empréstitos bancarios? Todos los domingos me pedía que fuera con él a los barrios periféricos e íbamos siguiendo a pie esas vías viejas. Las estaciones de la línea estaban abandonadas o convertidas en almacenes. Las malas hierbas tapaban los raíles. De vez en cuando, mi padre se paraba para garabatear una nota o para dibujar un croquis informe en una libretita. ¿En pos de qué sueño iba? A lo mejor estaba esperando un tren que no pasaría nunca.

Aquel domingo 17 de junio habíamos seguido las vías del ferrocarril de circurvalación que cruzan el distrito XII. No sin trabajo. En las inmediaciones de la calle de Montempoivre, empalman con el ferrocarril de Vincennes y, al final, nos hacíamos un lío. Al cabo de tres horas, aturdidos por aquel dédalo ferroviario, tomamos la decisión de volver a casa en metro. Mi padre no parecía satisfecho de la tarde que acababa de transcurrir. Normalmente, cuando regresábamos de esas expediciones, estaba de un humor excelente y me enseñaba las notas que había tomado. Iba a tener, a no mucho tardar —me explicaba—, un dossier «serio» sobre el ferrocarril de circunvalación para presentárselo a los poderes públicos.

—Y ya vería todo el mundo.

¿Qué? No me atrevía a preguntárselo. Pero aquel domingo 17 de junio por la noche se le había esfumado el vehemente entusiasmo. En el vagón de metro de la línea Vincennes-Neuilly le iba arrancando, de una en una, las páginas a la libreta y, sobre la marcha, las rompía en pedacitos, que tiraba como puñados de confeti. Y lo hacía todo con ademanes de sonámbulo y una rabia meticulosa que nunca le había visto. Intenté calmarlo. Le decía que era una pena, la verdad, destruir en un arrebato un trabajo de tanta envergadura, y que yo me fiaba por completo de sus dotes de organizador. Me miraba con ojos vidriosos. Bajamos en la estación Georges V. Estábamos esperando en el andén. Mi padre, enfurruñado, estaba detrás de mí. La estación se iba llenando poco a poco, como en las horas punta. Toda aquella gente volvía de dar un paseo por Les Champs-Élysées o del cine. Estábamos apiñados. Yo estaba en primera fila, al filo del andén. No podía retroceder. Me volví hacia mi padre. El sudor le chorreaba por el rostro. El rugido del metro. En el momento en que entraba en la estación, me dieron un fuerte empujón por la espalda.

Algo después estoy tumbado en uno de los bancos de la estación. Me rodea un grupito de curiosos. Zumban. Uno se inclina para decirme que «de buena me he librado». Otro, con gorra y uniforme (un empleado del metro seguramente), anuncia que va a «llamar a la policía». Mi padre está apartado. Carraspea.

Dos guardias me ayudan a levantarme. Me sujetan por las axilas. Cruzamos la estación. La gente se vuelve cuando pasamos. Mi padre viene detrás, con paso poco resuelto. Subimos al furgón policial que está aparcado en la avenida de George V. Los parroquianos del Fouquet’s disfrutan en la terraza del hermoso atardecer de verano.

Vamos sentados juntos. Mi padre sigue con la cabeza gacha. Los dos policías, sentados enfrente, no dicen nada. Nos paramos delante de la comisaría del número 5 de la calle de Clément-Marot. Antes de entrar, mi padre titubea. Separa los labios con un rictus nervioso.

Los agentes cruzan unas cuantas palabras con un hombre alto y flaco. ¿El comisario? Nos pide la documentación. Está claro que mi padre le entrega de mala gana el pasaporte Nansen.

—¿Refugiado? —pregunta el «comisario»…

—Me van a conceder enseguida la nacionalidad —susurra mi padre. Debe de haber preparado de antemano esa respuesta—. Pero mi hijo es francés —y añade en un susurro—: Y bachiller…

El comisario se dirige a mí:

—Así que ha estado a punto de atropellarlo el metro.

No digo nada.

—Menos mal que lo sujetó alguien. Si no, estaría usted ahora en muy mal estado.

Sí, alguien me ha salvado la vida agarrándome en el último momento, cuando perdía el equilibrio. Me queda un recuerdo muy borroso de esos minutos.

—¿Y cómo es —sigue diciendo el comisario— que ha gritado usted varias veces ASESINO mientras lo llevaban a un banco de la estación?

Luego se dirige a mi padre:

—¿Padece su hijo manía persecutoria?

No le deja tiempo para que conteste. Se vuelve otra vez hacia mí y me dice a quemarropa:

—Aunque a lo mejor es que alguien lo empujó por la espalda. Piense… No hay prisa.

Un joven, al fondo, escribía a máquina. El comisario, sentado detrás de su escritorio, hojeaba un expediente. Mi padre y yo esperábamos, cada uno en una silla. Creí que se habían olvidado de nosotros, pero el comisario levantó al fin la cabeza:

—Si desea hacer una declaración, no dude en hacerla. Para eso estoy.

De vez en cuando el joven le traía una hoja escrita a máquina y él la corregía con tinta roja. ¿Hasta cuándo nos iban a tener allí? El comisario señaló a mi padre:

—¿Refugiado político o refugiado a secas?

—Refugiado a secas.

—Mejor —dijo el comisario.

Corría el tiempo. A mi padre se le notaba que se estaba poniendo nervioso. Creo incluso que se despellejaba las manos. En resumidas cuentas, estaba a mi merced —y lo sabía—, pues si no, ¿por qué me había lanzado en varias ocasiones miradas ansiosas? Tenía que rendirme a la evidencia: alguien me había empujado para que me cayese a la vía y el metro me hiciera trizas. Y había sido aquel señor de tipo sudamericano que estaba sentado a mi lado. Lo sabía porque noté en el omóplato la sortija de sello que llevaba.

Como si me leyera el pensamiento, el comisario me preguntó con voz distraída:

—¿Se lleva bien con su padre?

(Hay policías que tienen el don de la videncia. Como por ejemplo aquel inspector de la Dirección Central de Informaciones Generales, quien, al jubilarse, cambió de sexo para poner una consulta y dar consejos «extralúcidos» con el nombre de «Madame Dubail»).

—Nos llevamos muy bien —contesté.

—¿Está seguro?

Me hizo la pregunta con hastío y, acto seguido, bostezó. Yo tenía la seguridad de que se había dado cuenta de todo, pero mi caso no le interesaba. Un muchacho al que empuja su padre para que se caiga a la vía del metro; seguramente había visto montones de casos semejantes. Trabajo rutinario.

—Le repito que, si tiene algo que decirme, lo escucho.

Pero yo sabía que me lo preguntaba por simple cortesía.

Encendió la lámpara del escritorio. El joven seguía escribiendo a máquina. Debía de estar dándose prisa en acabar el trabajo. El martilleo del teclado me acunaba y me costaba mucho seguir con los ojos abiertos. Para luchar contra el sueño, me fijaba en todos los detalles y detallitos de la comisaría. En la pared, un almanaque de Correos y la fotografía del presidente de la República. ¿Doumer? ¿Mac-Mahon? ¿Albert Lebrun? La máquina de escribir era de un modelo antiguo. Decidí que aquel domingo 17 de junio iba a contar en mi vida y me volví imperceptiblemente hacia mi padre. Le corrían por la sien gruesas gotas de sudor. Y el caso es que no tenía cara de asesino.

El comisario se inclina por encima del hombro del joven para comprobar cómo anda el trabajo. Le da unas cuantas indicaciones en voz baja. Tres agentes entran de golpe. A lo mejor nos van a llevar a la cárcel para una detención preventiva. Esa perspectiva me deja indiferente. Pero no es eso. El comisario me mira fijamente:

—¿Y qué? ¿No tiene nada que declarar?

Mi padre suelta un gruñido quejumbroso.

—Está bien, señores, pueden irse…

Fuimos andando al azar. No me atrevía a pedirle a mi padre una explicación. Fue en la plaza de Les Ternes, mirando fijamente el cartel de neón de la Brasserie Lorraine, donde le dije con el tono de voz más neutro que pude:

—En resumidas cuentas, ha querido matarme…

No contestó. Me dio miedo que se espantara, como esas aves a las que se acerca uno demasiado.

—No le guardo rencor, ¿sabe?

Y dije, señalando la terraza del café:

—¿Y si tomamos algo? ¡Esto hay que celebrarlo!

Al oír ese comentario soltó una risita. Cuando nos sentamos, tuvo buen cuidado de no hacerlo enfrente de mí. Se portaba como en el furgón policial: con la espalda encorvada y la cabeza gacha. Le pedí un bourbon doble, porque sabía cuánto le gustaba, y para mí una copa de champán. Chocamos las copas. Pero por cumplir. Después del lamentable incidente del metro, me habría gustado que pusiéramos las cosas en claro. Imposible. Mi padre me oponía una fuerza tal de inercia que preferí no insistir.

En las mesas vecinas, la gente charlaba con animación. Todo el mundo estaba encantado con el buen tiempo que hacía. La gente estaba relajada. Y feliz. Y yo tenía diecisiete años, mi padre había querido tirarme a las vías del metro y a nadie le importaba.

Tomamos la última copa en la avenida de Niel, en Petrissan’s, ese bar tan curioso. Entró un hombre mayor haciendo eses. Se sentó en nuestra mesa y me habló del ejército de Wrangel. Creí entender que había pertenecido a él. El recuerdo le resultaba muy penoso, porque se echó a llorar. No quería ya separarse de nosotros. Se me aferraba al brazo. Pringoso y exaltado, como todos los rusos después de las doce de la noche.

Íbamos por la avenida, en dirección a la plaza de Les Ternes, y mi padre caminaba unos cuantos metros por delante de nosotros, como si le diera vergüenza ir en tan lamentable compañía. Apretó el paso y lo vi meterse en la boca de metro. Pensé que no volvería a ver a aquel hombre. De eso estaba seguro.

El excombatiente me apretaba el brazo y me sollozaba encima del hombro. Nos sentamos en un banco, en la avenida de Wagram. Tenía mucho empeño en contarme con todo lujo de detalles el prolongado calvario de los ejércitos blancos que huían hacia Turquía. Al final, aquellos héroes acabaron en Constantinopla con sus uniformes recargados. ¡Qué miseria! Por lo visto el barón Wrangel medía más de dos metros.

No ha cambiado usted tanto. Hace un rato, cuando entró en la bar de Le Clos-Foucré, andaba igual que hace diez años. Se sentó enfrente de mí y estuve a punto de pedirle un bourbon doble, pero me pareció una incongruencia. ¿Me reconocería? Con usted, nunca se sabe. ¿Para qué agarrarlo por los hombros y zarandearlo? ¿Para qué hacerle preguntas? Me pregunto si se merece el interés que siento por usted.

Un día decidí de repente que iba a buscarlo. Estaba bajísimo de ánimos. Debo decir que los acontecimientos iban tomando un giro inquietante y que se olía el desastre en el aire. Vivíamos «una época muy rara». No había nada a que aferrarse. Me acordé de que tenía un padre. Claro está que recordaba muchas veces el «doloroso episodio del metro George V», pero no sentía rencor alguno. Hay algunas personas a quienes se les perdona todo. Habían pasado diez años. ¿Qué había sido de usted? A lo mejor me necesitaba.

Pregunté a camareras de salones de té, a barmans y a conserjes de hotel. Fue François, del Silver-Ring, quien me puso sobre su pista. Iba siempre —por lo visto— con una alegre pandilla de noctámbulos cuyas estrellas eran los señores Murraille y Marcheret. Aunque el apellido de éste no me sonaba de nada, estaba al tanto de la reputación de aquél: un periodista que oscilaba entre el chantaje y los fondos secretos. Una semana después, lo vi entrar en un restaurante de la avenida de Kléber. Disculpe la curiosidad, pero me senté en la mesa de al lado. Me emocionaba volver a verlo y tenía pensado darle una palmada en el hombro, pero desistí al ver a sus amigos. A Murraille lo tenía a la izquierda y, nada más mirarlo, me pareció que vestía con una elegancia sospechosa. Se notaba que quería «resultar elegante». Marcheret decía, sin hablar con nadie en concreto, que «aquel foie-gras no había quien lo tragara». Recuerdo también una pelirroja y un individuo con rizos rubios que rezumaban por todos los poros fealdad espiritual. E incluso a usted, siento decirlo, no lo veía en su mejor momento. (¿Sería por el pelo con brillantina, por la mirada aún más perdida que de costumbre?). Noté algo así como un malestar al ver el grupo que formaban usted y sus «amigos». El de los rizos rubios alardeaba de billetes de banco, la pelirroja increpaba groseramente al maître y Marcheret soltaba bromas obscenas. (He acabado por acostumbrarme). Murraille mencionó su villa en el campo, donde era «tan agradable pasar algunos fines de semana». Acabé por caer en la cuenta de que todo el grupito coincidía en esa villa todas las semanas. Usted también. No pude resistirme al deseo de encontrarme con ustedes en aquel lugar de descanso tan encantador.

Y ahora que estamos sentados uno frente a otro, como dos pasmarotes, y que puedo mirarlo a gusto, TENGO MIEDO. ¿Qué hace en este pueblo de Seine-et-Marne con esta gente? ¿Dónde la conoció? La verdad es que mucho debo de quererlo para irlo siguiendo por este camino tan escarpado. ¡Y sin que lo agradezca usted mínimamente! A lo mejor me equivoco, pero su situación me sigue pareciendo muy precaria. Supongo que no ha dejado de ser apátrida, lo que supone muchos inconvenientes en «estos tiempos que corren». Yo también he perdido la documentación, menos ese título al que daba usted tanta importancia y que ya no quiere decir nada hoy en día, ahora que estamos pasando por una «crisis de valores» sin precedentes. Voy a intentar, cueste lo que cueste, conservar la sangre fría.

Marcheret. Le da palmadas en el hombro y lo llama «Chalva, querido gordo». Me dice:

—Buenas noches, señor Alexandre, ¿no le apetece un «americano»?

Y no me queda más remedio que beberme ese líquido repulsivo por temor a ofenderlo. Me gustaría saber qué intereses lo vinculan a este exlegionario. ¿Tráfico de divisas? ¿Operaciones en bolsa como las que hacía antes? «¡Dos americanos más!», le vocea Marcheret a Grève, el maître. Luego se vuelve hacia mí.

—Se toman sin sentir, ¿verdad?

Bebo, aterrado. Pese a ese aspecto jovial, tengo la sospecha de que es extraordinariamente peligroso. Lamento que las relaciones que tenemos usted y yo no vayan más allá del ámbito de la estricta cortesía, porque si no lo pondría en guardia en contra del individuo este. Y en contra de Murraille. Hace mal, «papá», en tratarse con personas así. Acabarán por darle que sentir. ¿Tendré fuerzas para seguir hasta el final con este papel de ángel de la guarda? Pero no me da facilidades. Por mucho que esté al acecho de una mirada, de una demostración de simpatía (aunque no me haya reconocido, la verdad es que podría fijarse algo más en mí), nada altera esa impasibilidad otomana suya. Me pregunto si en realidad pinto algo aquí. De entrada, me estoy arruinando la salud bebiendo todos estos licores. Además este escenario pseudorrústico me deprime a más no poder. Marcheret me anima a probar una «dama rosa», un cóctel cuya sutileza había revelado a «todos sus amigos de Bousbir». Me entra miedo de que vuelva a hablarme de la Legión y del paludismo que padece. Pero no lo hace. Se vuelve hacia usted:

—¿Se lo ha pensado, Chalva?

Con voz casi inaudible, usted le contesta.

—Me lo he pensado, Guy.

—¿Vamos a medias?

—Puede contar conmigo, Guy.

—Tenemos entre manos asuntos muy importantes el barón y yo —me dice Marcheret—. ¿A que sí, Chalva? ¡Hay que celebrarlo! ¡Grève, por favor, tres vermuts!

Brindamos.

—Dentro de poco tendremos que celebrar nuestros primeros mil millones.

Le da a usted una fuerte palmada en la espalda. Deberíamos irnos de aquí cuanto antes. Irnos ¿adónde? A las personas como usted y como yo las pueden detener en todas las esquinas. No pasa día sin redada a la salida de las estaciones, de los cines y de los restaurantes. Hay que evitar sobre todo los sitios públicos. París parece un bosque grande y oscuro, sembrado de trampas. Caminamos por él a tientas. Convendrá conmigo en que se precisan nervios de acero. Y encima hace calor. Nunca vi verano más tórrido. Esta noche, hace una temperatura asfixiante. Para morirse. Marcheret tiene el cuello de la camisa empapado en sudor. Usted ha renunciado a secarse la cara y las gotas le tiemblan un momento en la punta de la barbilla y caen encima de la mesa a intervalos regulares. Las ventanas del bar están cerradas. Ni un soplo de aire. Se me pega la ropa al cuerpo como si me hubiera caído un chaparrón encima. No puedo levantarme. Como haga el mínimo gesto en esta estufa me derretiré del todo. Usted no parece demasiado molesto: supongo que en Egipto soportaba con frecuencia canículas como ésta, ¿verdad? Y Marcheret me afirma que «en comparación con África aquí se muere uno de frío» y me propone otra copa. No, no puedo más, de verdad. Vamos, señor Alexandre, otro «americano» de nada. Me da miedo desmayarme. Ahora es a través de una cortina de vaho como veo que se nos acercan Murraille y Sylviane Quimphe. A menos que se trate de un espejismo. (Me gustaría preguntarle a Marcheret si es así como aparecen los espejismos, a través de un vaho. Pero no tengo fuerzas). Murraille me alarga la mano.

—¿Qué tal, Serge?

Es la primera vez que me llama por «mi nombre»: no me fío de esas confianzas. Lleva, como suele, un jersey oscuro y un fular alrededor del cuello. A Sylviane Quimphe se le salen en parte los pechos del escote y compruebo que, por el calor, no se ha puesto sostén. Pero, en tal caso ¿por qué sigue con pantalón de montar y botas?

—¿Y si nos sentamos a la mesa? —propone Murraille—. Tengo un hambre canina.

Consigo levantarme pese a todo. Murraille me coge del brazo:

—¿Ha pensado en nuestros proyectos? Le repito que tiene carta blanca. Escriba lo que quiera. ¡Tiene a su disposición las columnas de mi semanario!

Grève nos está esperando en el comedor. Nuestra mesa está exactamente debajo de la lámpara. Todas las ventanas están cerradas, por supuesto. Hace más calor aún que en el bar. Me siento entre Murraille y Sylviane Quimphe. A usted lo tengo sentado enfrente, pero sé de antemano que me rehuirá la mirada. Marcheret pide. Los platos que ha elegido no parecen los más apropiados para la temperatura ambiente: crema de bogavante, carnes en salsa y suflé. Nada de llevarle la contraria. Al parecer, la gastronomía es un terreno que le está reservado.

—¡Empezamos con un burdeos blanco! ¡Y para después Château-Pétrus! ¿De acuerdo?

Restalla la lengua.

—Esta mañana no vino al picadero —me dice Sylviane Quimphe—. ¡Contaba con usted!

Lleva dos días tirándome los tejos de forma cada vez más categórica. Le he caído bien, y me pregunto por qué, desde luego. ¿Será por mi apariencia de joven bien educado? ¿O por mi tez de tuberculoso? ¿O es que quiere fastidiar a Murraille? (Pero ¿es acaso su amante?). Durante un tiempo, pensé que flirteaba con Dédé Wildmer, el exjockey apopléjico que lleva el picadero.

—La próxima vez cumpla la palabra dada. Tiene que ganarse el perdón…

Habla con voz de niña y me da miedo que los demás se den cuenta. No. Murraille y Marcheret hablan en un aparte. Usted tiene los ojos perdidos en el vacío. La luz de la lámpara es tan fuerte como la de un proyector. Me pesa en la cabeza como una capa de plomo. Y me sudan tanto las muñecas que me da la impresión de que me he abierto las venas y me estoy desangrando. ¿Cómo voy a poder tomarme esta crema de bogavante ardiendo que acaba de servirnos Grève? Marcheret se pone de pie repentinamente:

—Amigos míos, les anuncio una gran noticia: ¡me caso dentro de tres días! ¡Chalva será mi testigo! ¡A tal señor, tal honor! ¿Algo que objetar, Chalva?

Pone usted sonrisa que es una mueca. Susurra:

—¡Encantado, Guy!

—A la salud de Jean Murraille, mi futuro tío —vocifera Marcheret, sacando pecho.

Alzo la copa, como los demás, pero la vuelvo a dejar en el acto. Si bebiera una sola gota de ese burdeos blanco creo que vomitaría. Tengo que guardar todas las fuerzas para la crema de bogavante.

—Jean, estoy muy orgulloso de casarme con su sobrina —afirma Marcheret—. Tiene la parte baja de la espalda más turbadora de todo París.

Murraille suelta la carcajada.

—¿Conoce a Annie? —me pregunta Sylviane Quimphe—. ¿Quién le gusta más, ella o yo?

Titubeo un momento. Y luego consigo decir: «¡Usted!». ¿Va a durar mucho este coqueteo? Sylviane se me come con los ojos. Y eso que no debo de ser un espectáculo agradable… Me corre el sudor por las mangas. ¿Hasta cuándo va a durar este martirio? Los demás muestran un aguante excepcional. Ni rastro de sudor en las caras de Murraille, de Marcheret y de Sylviane Quimphe. A usted le corren unas cuantas gotas por las sienes, pero nada del otro mundo… Y mete la cuchara en todas las cremas de bogavante que le echen como si estuviéramos en un chalet de alta montaña y en pleno invierno.

—¿Se rinde, señor Alexandre? —exclama Marcheret—. ¡Qué error el suyo! ¡Esta crema es de un suave!

—A nuestro amigo lo hace padecer el calor —dice Murraille—. Espero, Serge, que eso no le impida escribir una buena colaboración… Le advierto que la necesito para la semana que viene. ¿Tiene algo pensado?

Si no me notase en un estado tan crítico, le daría de bofetadas. ¿Cómo puede pensar ese vendido que acepto de buen grado escribir en su semanario, comprometer mi reputación con esa panda de soplones, de delatores y de escritorcillos de mala muerte cuyas firmas figuran desde hace dos años en todas las páginas de C’est la vie? ¡Ja! Van a ver lo que es bueno. Cabrones. Basura. Canallas. Chacales. Condenados a muerte aplazada. ¿Acaso no me ha enseñado Murraille las cartas de amenazas que recibía? Tiene miedo.

—Se me está ocurriendo algo —me dice—. ¿Y si me pare un cuento?

—¡De acuerdo!

Intenté hablar con el tono más entusiasta que me fue posible.

—Algo sabroso, ¿me entiende?

—A la perfección.

Hace demasiado calor para discutir.

—No claramente pornográfico, pero ligero de cascos… un poco cochino… ¿Qué le parece, Serge?

—Será un placer.

¡Lo que él diga! Firmaré con mi nombre de prestado. Pero, de entrada, tengo que demostrarle mi buena voluntad. Está esperando que le sugiera algo. ¡Vamos allá!

—Le propongo presentarlo en varios episodios…

—¡Excelente idea!

—Y como si fueran unas «confesiones». Es mucho más interesante. Por ejemplo: Las confesiones de un chófer de mundo.

Acababa de acordarme de ese título, que había leído en una revista de antes de la guerra.

—¡Sensacional, Serge, sensacional! ¡Las confesiones de un chófer de mundo! ¡Es usted un as!

Parecía entusiasmado de verdad.

—¿Para cuándo la primera entrega?

—Dentro de tres días —le dije.

—¿Me dejará que sea la primera en leerlas? —me cuchichea Sylviane Quimphe.

—A mí —declara con tono sentencioso Marcheret— me gustan mucho las historias guarras. ¡Cuento con usted, señor Alexandre!

Grève ha servido las carnes en salsa. Sería por el calor, por la lámpara cuyo resplandor se me metía en la cabeza, por la vista de esos alimentos indigestos que tenía delante, pero me entró un ataque de risa irreprimible al que no tardó en sustituir un estado de abatimiento total. Intenté que se cruzasen la mirada de usted y la mía. Pero no lo conseguí. No me atrevía a volverme ni hacia Murraille ni hacia Marcheret por temor a que me hablasen. Sin saber qué hacer, acabé por concentrarme en el lunar que tenía Sylviane Quimphe en la comisura de los labios. Luego esperé, diciéndome que a lo mejor concluía la pesadilla.

Fue Murraille quien me llamó al orden.

—¿Está pensando en el cuento? ¡No querría que le quitase las ganas de comer!

—Comer y contar, todo es empezar —comentó Marcheret.

Y usted soltó una risita; no debía esperar otra cosa por su parte. Era uña y carne con aquellos golfos y a mí, a la única persona en el mundo que lo quería bien, no me hacía ni caso por sistema.

—Pero pruebe este suflé —me dijo Marcheret—. ¡Se deshace en la boca! ¡Una auténtica maravilla! ¿Verdad, Chalva?

Y usted asiente con un tono de adulación que me consterna. Que lo deje plantado, es todo lo que se merece. Hay ratos, «papá», en que me entran tentaciones de tirar la toalla. Lo sostengo, bien sujeto. ¿Qué sería de usted sin mí? ¿Sin mi fidelidad, si no estuviera alerta como un san bernardo? Si lo soltase, no haría ruido al caer. ¿Quiere que probemos? Tenga cuidado. Noto que ya me está invadiendo un dulce sopor. Sylviane Quimphe se ha desabrochado dos botones de la blusa, se vuelve hacia mí y me enseña a hurtadillas los pechos. ¿Por qué no? Murraille se quita el fular con ademán flojo, Marcheret apoya pensativamente la barbilla en la palma de la mano y lanza una sarta de eructos; no me había fijado en esos mofletes colgantes y grisáceos, de los que dan pinta de bulldog. La conversación me aburre. Las voces de Murraille y de Marcheret parecen salir de un disco que estuviera girando a pocas revoluciones. Se estiran, derrapan, se enviscan en un agua negra. A mi alrededor todo se desenfoca porque las gotas de sudor me llenan los ojos… La luz va bajando, bajando…

—Eh, señor Alexandre, ¿no irá a darle un soponcio?

Marcheret me pasa una servilleta húmeda por la frente y las sienes. Se acabó. Un trastorno pasajero. Ya estaba avisado, «papá». ¿Y si la próxima vez no recupero el conocimiento?

—¿Se encuentra mejor, Serge? —pregunta Murraille.

—Daremos un paseo antes de irnos a dormir —me cuchichea Sylviane Quimphe.

Marcheret ordena, categórico:

—¡Coñac y un café turco! ¡No hay nada mejor para restablecerse! ¡Hágame caso, señor Alexandre!

En resumidas cuentas, usted era el único a quien no le preocupaba mi salud y, al comprobarlo, me sentí aún más apenado. Pese a todo, aguanté hasta el final de la cena. Marcheret pidió un «licor digestivo» y volvió a hablarnos de su boda. Lo tenía preocupado un detalle: ¿quién iba a ser el testigo de Annie? Murraille y él nombraron a varias personas a quienes yo no conocía. Luego se pusieron a confeccionar la lista de invitados. Hacían comentarios de todos y temí que aquella tarea durase hasta el amanecer. Murraille hizo un gesto de cansancio.

—De aquí a entonces ya nos habrán fusilado a todos —dijo.

Miró el reloj.

—¿Y si nos fuéramos a dormir? ¿Qué le parece, Serge?

En el bar sorprendimos a Maud Gallas en compañía de Dédé Wildmer. Los dos estaban repantigados en un sillón. Él la estrechaba con fuerza y ella hacía como que se defendía. Parecía que habían bebido demasiado. Según pasábamos, Wildmer volvió la cabeza y me lanzó una mirada muy rara. No nos caíamos nada simpáticos. Yo incluso notaba un asco instintivo hacia el exjockey.

Me alegró verme al aire libre.

—¿Nos acompaña hasta la villa? —me preguntó Murraille.

Sylviane Quimphe se me cogió del brazo y no pude negarme. Usted andaba, con la espalda encorvada, entre Murraille y Marcheret. Era como si dos policías lo custodiasen, uno de cada lado, y, por el reflejo de la luna en su reloj de pulsera, parecía que iba esposado. Lo habían detenido en una redada. Lo llevaban en detención preventiva. Eso era lo que iba pensando yo. Nada más natural en «estos tiempos que corren».

—Espero Las confesiones de un chófer de mundo —me dijo Murraille—. ¡Cuento con usted, Serge!

—¡Escríbanos una historia guarra estupenda! —añadió Marcheret—. Ya le daré consejos, si quiere. Hasta mañana, señor Alexandre. Y tú, Chalva, que sueñes cosas bonitas.

Sylviane Quimphe le cuchicheó a Murraille unas cuantas palabras al oído. (A lo mejor me estaba equivocando, pero tenía la desagradable sensación de que la cosa iba conmigo). Murraille asintió con la cabeza, con un movimiento casi imperceptible. Abrió la verja y tiró de Marcheret por la manga. Los vi entrar en la villa.

Nos quedamos callados un momento, usted, Sylviane y yo, antes de dar media vuelta, camino de Le Clos-Foucré. Usted iba detrás, rezagado. Sylviane había vuelto a agarrarme del brazo y me apoyaba la cabeza en el hombro. Yo sentía mucho que viera usted aquel espectáculo, pero no quería que ella se enfadase. En nuestra situación, «papá», más vale seguir la corriente. En el cruce, nos dio las «buenas noches» con mucha educación y se fue por el camino de Le Bornage, dejándome solo con Sylviane.

Sylviane Quimphe me propuso dar una vuelta para «disfrutar de la luna llena». Volvimos a pasar otra vez por delante de Villa Mektoub. Había luz en el salón y pensar que Marcheret se estaba tomando a sorbitos la última copa me hizo correr un escalofrío por la espalda. Íbamos por la senda para jinetes que bordea las lindes del bosque. Sylviane Quimphe se desabrochó la blusa. El rumor de los árboles y la penumbra azulada me entumecían. Tras el suplicio de la cena, estaba tan cansado que no decía ni palabra. Hacía esfuerzos sobrehumanos para abrir la boca y no salía sonido alguno. Menos mal que ella se puso a hablar de las complicaciones de su vida sentimental. Era la amante de Murraille, como ya lo suponía yo; pero los dos eran de ideas «amplias». Les gustaban mucho, por ejemplo, las camas redondas. Me preguntó si no me escandalizaba. Le contesté que por supuesto que no. Y yo, ¿había «probado» ya? Todavía no, pero lo haría muy gustoso si se terciaba. Me prometió que en la siguiente ocasión sería «de los suyos». Murraille tenía un piso de doce habitaciones en la avenida de Iéna, en donde celebraban esa clase de veladas. Maud Gallas, por ejemplo, era una de las participantes. Y Marcheret. Y Annie, la sobrina de Murraille. Y Dédé Wildmer. Y más gente, mucha más gente. En estos momentos se divertía uno en París una barbaridad. Murraille le había explicado que eso era lo que pasaba siempre en víspera de las catástrofes. ¿Qué quería decir? A ella no le interesaba la política. Ni lo que le pudiera pasar al mundo. Sólo pensaba en GOZAR. Mucho y muy deprisa. Tras esta declaración de principios, me hizo confidencias. Había conocido a un joven en el último party de la avenida de Iéna. Físicamente era un término medio entre Max Schmeling y Henri Garat. En cuestiones éticas, un listillo. Pertenecía a uno de esos servicios de policía de refuerzo que llevaban unos meses pululando. Tenía la manía de disparar el revólver al buen tuntún. Hazañas así no me asombraban demasiado. ¿No vivíamos acaso en una época en que había que bendecir al cielo a cada instante si no nos alcanzaba alguna bala perdida? Había pasado con él dos días seguidos con sus noches y me daba detalles que yo había dejado de escuchar. Detrás de la alta empalizada, a la derecha, acaba de reconocer la villa «de usted», con la torre en forma de minarete y las ventanas ojivales. Se la veía mejor desde este lado que desde el camino de Le Bornage. Me pareció incluso divisar su silueta en uno de los balcones. Sólo nos separaban unos cincuenta metros y me habría bastado con cruzar aquel jardín que crecía a su aire para ir a reunirme con usted. Titubeé por un momento. Quise llamarlo o hacerle una seña con la mano. No. La voz no me llegaría tan lejos y la parálisis insidiosa que notaba desde el comienzo de la velada me impedía levantar el brazo. ¿Sería por el claro de luna? Aquella villa «suya» estaba sumergida en una luz de noche boreal. Parecía un palacio de cartón piedra que flotaba sin tocar el suelo; y usted, un sultán obeso. La mirada perdida, los labios fláccidos, acodado de cara al bosque. Me acordé de todos los sacrificios que había hecho para llegar hasta usted: no tomarle en cuenta el «doloroso episodio del metro George V»; sumergirme en un ambiente que me minaba los ánimos y la salud; soportar la compañía de individuos tarados; acecharlo días y días sin desfallecer. ¡Y todo eso para aquel espejismo de pacotilla que tenía delante! Pero yo lo seguiría persiguiendo hasta el final. Me interesaba usted, «papá». Uno siempre siente curiosidad por sus orígenes.

Ahora es mayor la oscuridad. Hemos tomado por un atajo que lleva al pueblo. Sylviane me sigue hablando del piso de Murraille, en la avenida de Iéna. Las noches de verano las pasaban en la amplia terraza… Acerca la cara a la mía. Noto su aliento en mi cuello. Cruzamos a tientas el bar de Le Clos-Foucré y me veo en su habitación, como ya había previsto. Una lámpara de pantalla roja encima de la mesilla de noche. Dos sillas y un secreter. Las paredes están tapizadas con un satén de rayas amarillas y verdes. Sylviane Quimphe enciende la radio y oigo la voz de André Claveau, lejana, confusa por culpa de los parásitos. Sylviane Quimphe se echa en la cama, a lo ancho.

—¿Tendría la amabilidad de quitarme las botas?

Obedezco con gestos de sonámbulo. Ella me alarga una petaca. Fumamos. Está visto que todas las habitaciones de Le Clos-Foucré se parecen: muebles Imperio y grabados ingleses que representan escenas de caza. Sylviane Quimphe soba ahora una pistolita con cachas de nácar, y me pregunto si no estoy viviendo el primer capítulo de esas Confesiones de un chófer de mundo que le he prometido a Murraille. Bajo la luz cruda de la lámpara, parece mayor de lo que yo suponía. Tiene los rasgos hinchados de cansancio. Una mancha de lápiz de labios le cruza la barbilla.

—Acérquese.

Me siento al borde de la cama. Sylviane Quimphe se apoya en los codos y me mira a los ojos. En ese momento debió de haber un bajón de corriente. Envolvía la habitación un velo amarillo como ese que impregna las fotos antiguas. Ella tenía la cara borrosa y los perfiles de los muebles se difuminaban. Claveau seguía cantando en sordina. Entonces le hice la pregunta que estaba deseando hacer desde el primer momento. Con tono seco:

—Dígame, ¿qué sabe del barón Deyckecaire?

—¿Deyckecaire?

Suspiró y desvió la cabeza hacia la pared. Iban pasando los minutos. Se había olvidado de mí, pero yo volví a la carga.

—Un tipo curioso el Deyckecaire ese, ¿no?

Esperaba. Ninguna reacción por su parte. Repetí, recalcando mucho las sílabas:

—Un-ti-po-cu-rio-so el Dey-cke-cai-re ese, ¿no?…

Ella no se movía ya. En apariencia, se había quedado dormida y yo no iba a conseguir nunca una respuesta. La oí refunfuñar:

—¿Tiene interés por Deyckecaire?

El guiño de un faro en la oscuridad. Tan débil. Añadió con voz lánguida:

—¿Qué quiere usted del individuo ese?

—Nada… ¿Hace mucho que lo conoce?

—¿Al individuo ese?

Decía «individuo» con esa insistencia de los borrachos en repetir siempre la misma palabra.

—Si no he entendido mal —me arriesgué—, es un amigo de Murraille.

—¡Su confidente!

Iba a preguntarle qué entendía por «confidente», pero preferí seguir al acecho. Sylviane Quimphe se iba interminablemente por las ramas, se callaba, susurraba frases confusas. Yo estaba ya acostumbrado a esa forma de andar a tientas, a esos juegos inacabables de la gallina ciega en que, por mucho que alargue uno los brazos, sólo se encuentra el vacío. Intentaba —no sin trabajo— que volviera a lo que importaba. Al cabo de una hora había conseguido al menos sacarle unos cuantos detalles concretos. Sí, era usted efectivamente el «confidente» de Murraille. Lo usaba de testaferro y de factótum en algunos negocios turbios. ¿Mercado negro? ¿Ofertas a domicilio? Al final Sylviane Quimphe me dijo, bostezando:

—Por cierto, que Jean se lo va a quitar de encima en cuanto pueda.

Más claro, imposible. A partir de ese momento hablamos de esto y de lo otro. Fue a buscar un maletín de cuero que estaba en el escritorio y me enseñó las joyas que le había regalado Murraille. Las escogía macizas y con piedras preciosas incrustadas porque, según él, «sería más fácil venderlas si venían mal dadas». Le dije que me parecía una idea muy atinada «en unos tiempos como los que estábamos viviendo». Me preguntó si salía mucho en París. Había montones de cosas estupendas que ver: Roger Duchesne y Billy Bourbon actuaban en el cabaret de Le Club; Sessue Hayakawa volvía a poner Forfaiture en el teatro de L’Ambigu y en los tés-aperitivo de Le Chapiteau estaban Michel Parme y la orquesta de Skarjinsky. Yo me acordaba de usted, «papá». Así que era usted un hombre de paja a quien liquidan cuando llega el momento. Su desaparición no metería más ruido que la de una mosca. ¿Quién se acordaría de usted dentro de veinte años?

Sylviane Quimphe corrió las cortinas. Ya no veía más que su cara y su pelo rojo. Recapitulé los sucesos de la velada. La cena interminable, el paseo a la luz de la luna, Murraille y Marcheret entrando en Villa Mektoub. Y la silueta de usted en la carretera de Le Bornage. Sí, todas esas cosas inconcretas pertenecían al pasado. Yo había ido tiempo arriba para recuperar su rastro y seguirlo. ¿En qué año estábamos? ¿En qué época? ¿En qué vida? ¿Qué prodigio hizo que lo conociera cuando aún no era mi padre? ¿Por qué hice aquellos esfuerzos cuando un humorista contaba un «chiste de judíos» en un cabaret que olía a sombra y a cuero ante una clientela muy peculiar? ¿Por qué quise ser hijo suyo tan pronto? Sylviane Quimphe apagó la lámpara de cabecera. Voces al otro lado del tabique, Maud Gallas y Dédé Wildmer. Se estuvieron insultando un buen rato y luego vinieron suspiros y estertores. En la radio no había ya interferencias. Cuando la orquesta de Fred Adison acabó de tocar una pieza, anunciaron el último parte de noticias radiofónico. Y era aterrador oír a aquel locutor histérico —siempre el mismo— en la oscuridad.

¡Cuánta paciencia necesité! Marcheret me llevaba aparte y se ponía a describirme, casa por casa, el barrio de burdeles de Casablanca, donde —según me decía— había pasado los mejores momentos de su vida. ¡Uno no se olvida de África! Deja huella. Continente sifilítico. Lo dejaba que se pasase las horas muertas divagando acerca de «aquella puta África», haciendo gala de un interés de cortesía. Tenía otro tema de conversación. Su sangre real. Según él, descendía del duque de Maine, hijo bastardo de Luis XIV. Su título de «conde d’Eu» daba fe de ello. Siempre que salía el tema pretendía demostrármelo con pluma y papel. Se ponía entonces a confeccionar un árbol genealógico y la tarea duraba hasta las claras del alba. Se hacía un lío, tachaba nombres, añadía otros, acababa escribiendo con una letra ilegible. Al final, rompía la hoja en trocitos menudos y me fulminaba con la mirada:

—No se lo cree usted, ¿verdad?

Otras noches, volvía a sacar a relucir el paludismo y su boda próxima con Annie Murraille. Los ataques que padecía se iban distanciando, pero no se curaría nunca. Y Annie sólo hacía lo que quería. No se casaba con ella sino por su amistad con Murraille. La cosa no iba a durar ni una semana… Dejar constancia de todo aquello lo volvía amargo. Con la contribución del alcohol, se ponía agresivo, me llamaba «mocoso» y «jovenzuelo». Dédé Wildmer era un «chulo», Murraille un «salido» y mi padre un «judío que iba a ver lo que es bueno». Poco a poco, se iba calmando y me pedía disculpas. ¿Y si nos tomábamos el último vermut? No hay remedio mejor contra el abatimiento.

Murraille, por su parte, me hablaba de su semanario. C’est la vie iba a ser más grueso, con 36 páginas, y secciones nuevas en donde podrían decir lo que pensaban los talentos más diversos. Iba a celebrarse pronto su jubileo periodístico: con tal motivo asistirían a un almuerzo la mayoría de sus colegas: Maulaz, Gerbère, Le Houleux, Lestandi… y otros personajes importantes. Me los presentaría. Estaba encantado de ayudarme. Si necesitaba dinero, que no vacilase en decírselo: me daría adelantos a cuenta de mis próximos cuentos. Según iba pasando el tiempo, aquel aplomo y aquel tono protector cedían el sitio a un nerviosismo que iba a más. Recibía a diario —me decía a título de confidencia— un centenar de cartas anónimas. Se la tenían jurada y no le había quedado más remedio que pedir un permiso de armas. En resumidas cuentas, le reprochaban que tomase partido en una época en que la mayoría de las personas «se refocilaban en el oportunismo». Él por lo menos proclamaba sus opiniones. En letra de molde. Hasta ahora estaba del lado donde se partía el bacalao, pero la situación podía evolucionar a lo mejor en un sentido desfavorable para él y sus amigos. Y entonces nadie les iba a perdonar nada. Entretanto, no tenía por qué aguantarle lecciones a nadie. Yo le decía que estaba completamente de acuerdo. Me pasaban por la cabeza ideas curiosas: aquel tipo no desconfiaba de mí (al menos eso me parecía) y habría sido fácil cargárselo. No siempre tiene uno ocasión de vérselas con un «traidor» y un «vendido». Hay que aprovechar la ocasión. Él sonreía. En el fondo, me caía simpático.

—Todo esto, mi querido amigo, no tiene importancia alguna…

Le gustaba vivir peligrosamente. Iba a «mojarse» más aún en su próximo editorial.

Y en cuanto a Sylviane Quimphe, me hacía ir todas las tardes al picadero. Nos cruzábamos con frecuencia, durante el paseo, con un hombre que aparentaba sesenta años y los llevaba con distinción. No me habría fijado en él en particular si no me hubiera llamado la atención la mirada de desprecio que nos lanzaba. Seguramente le parecía escandaloso que alguien pudiera seguir montando a caballo y pensar en divertirse «en una época tan trágica como la nuestra». Íbamos a dejar unos recuerdos espantosos en Seine-et-Marne… La forma en que se comportaba Sylviane Quimphe no era la más indicada para hacernos más populares. Cuando íbamos calle mayor arriba hablaba a voces y se reía a carcajadas.

En mis escasos ratos de soledad escribía las «novelas por entregas» que quería Murraille. Las confesiones de un chófer de mundo le parecían de lo más satisfactorias y me había encargado otros tres textos. Ya le había entregado Las confidencias de un fotógrafo académico y me quedaban por entregarle Por el camino de Lesbos y La dama de los estudios, que me esforzaba por escribir con la mayor diligencia posible. A estas penalidades me sometía con la esperanza de establecer algún contacto con usted. Pornógrafo, gigoló, confidente de un alcohólico y de un soplón, ¿hasta dónde iba usted a arrastrarme? ¿Iba a tener que bucear aún más hondo para sacarlo de la cloaca en que estaba?

Pienso ahora en cuán vana era mi empresa. Nos interesamos por un hombre que desapareció hace mucho. Querríamos preguntar cosas a las personas que lo conocieron, pero su rastro se ha borrado junto con el rastro de él. De lo que fue su vida, sólo tenemos indicaciones muy vagas, contradictorias con frecuencia, dos o tres puntos de referencia. ¿Piezas de convicción? Un sello de correos y una Legión de Honor falsa. Así que nada más nos queda ya la imaginación. Cierro los ojos. El bar de Le Clos-Foucré y el salón colonial de Villa Mektoub. Después de tantos años, los muebles están cubiertos de polvo. Se me pone en la garganta un olor a moho. Murraille, Marcheret, Sylviane Quimphe están inmóviles como maniquíes de cera. Y usted está desplomado en un puf con la cara petrificada y los ojos abiertos de par en par.

Vaya idea rara, desde luego, la de remover todas esas cosas muertas.

La boda iba a ser el día siguiente, pero Annie no daba señales de vida. Murraille intentaba desesperadamente localizarla por teléfono. Sylviane Quimphe miraba su agenda y le decía los números de salas de fiestas donde «la idiota esa» podía haberse metido. Chez Tonton, Trinité 87.42; Au Bosphore, Richelieu 94.03; El Garron, Vintimille 30.54; L’Étincelle… Marcheret, taciturno, se bebía de un trago copazos de coñac. Murraille, entre dos telefonazos, le rogaba que no perdiera la paciencia. Acababan de informarlo de que Annie había pasado a eso de las once por Le Monte-Cristo. Con un poco de suerte, la «pescarían» en Djiguite o en L’Armorial. Pero Marcheret había perdido las esperanzas. No, no valía la pena insistir. Y usted, sentado en su puf, ponía cara de consternación. Al final, susurró:

—Vamos a probar en Le Poisson d’Or, Odéon 90.95…

Marcheret alzó la cabeza:

—A ti nadie te ha preguntado nada, Chalva…

Usted contenía el aliento para no llamar la atención. Le habría gustado que se lo tragase la tierra. Murraille, cada vez más febril, seguía telefoneando: Le Doge, Opéra 95.78; Chez Carrère, Balzac 59.60; Les Trois Valses, Vernet 15.27; Au Grand Large…

Usted repitió bajito:

—A lo mejor en Le Poisson d’Or, Odéon 90.95…

Murraille gritó:

—Que te calles, Chalva, ¿está claro?

Enarbolaba el teléfono como una maza y se le ponían blancas las falanges. Marcheret se bebió despacio el coñac y luego dijo:

—¡Como vuelva a oírlo, le corto la lengua con una navaja…! De ti estoy hablando, Chalva…

Aproveché para escurrirme hasta la veranda. Respiré hondo. El silencio, el fresco de la noche. Por fin solo. Miraba fijamente el Talbot de Marcheret, aparcado detrás de la entrada de la verja. La carrocería brillaba a la luz de la luna. Siempre se dejaba las llaves olvidadas en el salpicadero. Ni él ni Murraille habrían oído el ruido del motor. En veinte minutos podía estar en París. Volvía a mi cuartito del bulevar de Gouvion-Saint-Cyr. No me movía de él en espera de tiempos mejores. Dejaba de meterme en lo que no me importaba y de correr peligros inútiles. Y usted ya se las apañaría. Cada cual que se ocupase de sí mismo. Pero la perspectiva de dejarlo solo con ellos me causó una contracción dolorosa en el lado izquierdo del pecho. No, no era momento para dejarlo abandonado.

Detrás de mí, alguien empujaba la puerta cristalera y se sentaba en uno de los sillones de la veranda. Me volví y reconocí su silueta en la semipenumbra. La verdad era que no me esperaba que se viniese aquí conmigo. Me acerqué con cuidado, igual que un cazador de mariposas se acerca a un ejemplar raro que puede salir volando de un momento a otro. Fui yo quien rompió el silencio:

—¿Qué? ¿Ya han encontrado a Annie?

—Todavía no.

Soltó una risita ahogada. Yo veía por el cristal a Murraille de pie, con el auricular del teléfono entre la mejilla y el hombro. Sylviane estaba poniendo un disco en el fonógrafo. Marcheret se servía algo de beber con gesto de autómata.

—Vaya amigos curiosos que tiene —comenté.

—No son amigos míos, sino… relaciones de negocios.

Buscaba con qué encender un cigarrillo y me permití alargarle el mechero de platino que me había regalado Sylviane Quimphe.

—¿Está usted metido en negocios?

—A ver qué remedio.

Otra vez esa risa ahogada.

—¿Trabaja con Murraille?

Una pausa y un titubeo:

—Sí.

—¿Y va bien la cosa?

—Regular.

Teníamos la noche por delante para explicarnos. Aquella «toma de contacto» que llevaba yo esperando tanto tiempo iba a ocurrir por fin. Estaba seguro. Del salón me llegaba la voz sorda de un cantante de tangos.

A la luz del candil…

—¿Y si estirásemos un poco las piernas?

—¿Por qué no? —me contestó usted.

Le lancé una última mirada a la puerta cristalera. Los cristales estaban empañados y ya no divisaba más que tres manchas grandes ahogadas en una niebla amarilla. A lo mejor se habían quedado dormidos…

A la luz del candil…

Aquella canción, de la que me llegaban aún retazos hasta la parte de abajo del paseo, me tenía perplejo. ¿Estábamos de verdad en Seine-et-Marne o en algún país tropical? ¿San Salvador? ¿Bahía Blanca? Abrí la verja, acaricié el techo del Talbot. No lo necesitábamos. Con una simple zancada, con un único grand écart, habríamos podido llegar a París. Íbamos por la calle mayor en estado de ingravidez.

—¿Y si se dan cuenta de que les ha dado esquinazo?

—No tiene ninguna importancia.

Esa respuesta me extrañó en usted, usted siempre tan medroso, tan servil con ellos… Por primera vez, parecía relajado. Nos encaminamos hacia Le Bornage. Iba usted silbando entre dientes e incluso esbozó un paso de tango; y yo dejaba que me invadiera una euforia sospechosa. Me dijo: «Venga a ver mi villa» como si fuera lo más natural.

A partir de ese momento sé que estoy soñando y evito hacer gestos demasiado bruscos para no despertarme. Cruzamos el jardín, que crecía a su aire, entramos en el vestíbulo y cierra la puerta con dos vueltas de llave. Me indica varios abrigos apilados en el suelo.

—Abríguese, que aquí se queda uno helado.

Es cierto. Me castañetean los dientes. No está usted aún muy acostumbrado a la casa porque le cuesta dar con la llave de la luz. Un sofá, unas poltronas, unos sillones con fundas. A la lámpara del techo le faltan unas cuantas bombillas. Encima de una cómoda, entre las dos ventanas, un ramo de flores secas. Intuyo que normalmente evita entrar en esta habitación, pero que esta noche ha querido hacerme los honores del salón. Nos quedamos quietos, igual de apurados los dos. Por fin, me dice:

—Siéntese. Voy a hacer un poco de té.

Me acomodo en una de las poltronas. Lo latoso de las fundas es que hay que sentarse bien adentro para no escurrirse. Delante de mí, tres grabados representan escenas campestres al gusto del siglo XVIII. Veo mal los detalles porque los cristales están llenos de polvo. Espero y este escenario marchito me recuerda el salón de un dentista de la calle de Penthièvre donde me refugié huyendo de un control de documentación. Los muebles también tenían fundas, como éstos. Desde la ventana veía cómo cortaban la calle los policías, y el furgón policial aparcado algo más allá. Ni el dentista ni la anciana que me había abierto la puerta daban señales de vida. A eso de las once de la noche me marché, de puntillas, y me fui a toda prisa por la calle desierta.

Ahora estamos sentados uno frente a otro y me está sirviendo una taza de té.

—Earl Grey —me dice en un susurro.

Tenemos una pinta rarísima con estos abrigos. El mío es algo así como un caftán de pelo de camello, que me está anchísimo. En la solapa del suyo me llama la atención la roseta de la Legión de Honor. Debía de ser del dueño de la casa.

—¿Le apetecen unas galletas? Creo que todavía quedan.

Abre uno de los cajones de la cómoda.

—Ya verá qué buenas…

Unos gofres de crema que se llaman Ploum-Plouvier. Le gustaban con locura estos dulces repugnantes y los comprábamos con regularidad en una panadería de la calle de Vivienne. En el fondo no ha cambiado nada. Recuerde. A veces pasábamos juntos largas veladas en locales tan tristes como éste. El «living» del número 64 de la avenida de Félix-Faure con sus muebles de cerezo…

—¿Un poco más de té?

—Con mucho gusto.

—Tendrá que disculparme, pero no tengo limón. ¿Otra Ploum?

Es una lástima que, enfundados en aquellos abrigos gigantescos, adoptásemos el tono de la conversación mundana. ¡Habríamos tenido tanto que decirnos! ¿Qué ha estado haciendo, «papá», estos últimos diez años? Sabrá que yo no tuve una vida fácil. Estuve aún cierto tiempo haciendo dedicatorias falsas. Hasta el día en que el cliente a quien estaba ofreciendo una carta de amor de Abel Bonnard a Henry Bordeaux se olió la superchería y quiso llevarme ante el tribunal correccional. Preferí esfumarme, por supuesto. Un puesto de vigilante de alumnos en un internado de Sarthe. Monotonía. Mezquindades de mis colegas. Clases de adolescentes cabezotas y burlones. Por la noche, recorrido de las tabernas con el profesor de gimnasia, que intentaba convertirme al hebertismo y me contaba los Juegos Olímpicos de Berlín…

¿Y usted? ¿Siguió enviando paquetes a los coleccionistas de Francia y de ultramar? Varias veces, allá en el rincón más remoto de provincias, quise escribirle. Pero ¿a qué dirección?

Parecíamos dos ladrones de palanqueta. Me imagino la sorpresa de los dueños si nos vieran tomando el té en su salón. Le pregunto:

—¿Ha comprado esta casa?

—Estaba… abandonada. —Me mira usted de reojo—. Los dueños prefirieron irse debido a… los acontecimientos.

Eso era lo que me suponía. Están esperando en Suiza o en Portugal días mejores y, cuando regresen, ya no estaremos aquí, por desgracia, para recibirlos. Las cosas habrán recobrado el aspecto habitual. ¿Se darán cuenta de nuestro paso? Ni siquiera. Somos discretos como ratas. A menos que unas migajas, una taza olvidada… Abre usted la licorera con timidez, como si temiera que alguien lo pillase.

—¿Un poco de Poire William?

Claro que sí. Aprovechemos la ocasión. Esta noche la casa nos pertenece. No le quito ojo a su roseta y no tengo nada que envidiarle: yo también luzco en la solapa del abrigo una cintita rosa y oro, algún Mérito Militar seguramente. Hablemos de cosas tranquilizadoras, ¿quiere? Del jardín, al que habrá que quitarle las malas hierbas; y de ese bronce de Barbedienne tan hermoso a la luz de las lámparas. Dirige usted una explotación forestal y yo soy su hijo, oficial en activo. Acabo de pasar un permiso en nuestra casa tan querida y antigua. Recupero en ella los aromas familiares. Mi cuarto no ha cambiado. Al fondo del armario empotrado, la radio de galena, los soldados de plomo y el Mecano de antaño. Mamá y Geneviève suben a acostarse. Nosotros nos quedamos en el salón, entre hombres. Me gustan esos momentos. Bebemos a sorbitos el aguardiente de pera. Luego llenaremos las pipas con gesto idéntico. Nos parecemos, papá. Dos aldeanos, dos bretones cerriles, como usted dice. Están corridas las cortinas y el fuego crepita quedamente. Charlemos como viejos cómplices.

—¿Hace mucho que tiene relación con Murraille y Marcheret?

—Desde el año pasado.

—¿Y se entiende bien con ellos?

Hizo como si no se enterase. Carraspeaba. Volví a la carga.

—Yo creo que no hay que fiarse de esa gente.

Seguía impasible, con los ojos guiñados. A lo mejor me tomaba por un agente provocador. Me acerqué a usted.

—Discúlpeme si me meto en lo que no me importa, pero me da la impresión de que quieren hacerle daño.

—A mí también —contestó.

Creo que de repente se sentía usted a gusto. ¿Me reconocía? Llenó las dos copas.

—Podríamos brindar —dije.

—Con mucho gusto.

—¡A su salud, señor barón!

—¡A la suya, señor… Alexandre! Vivimos unos tiempos muy difíciles, señor Alexandre.

Repitió esa frase dos o tres veces, a modo de preámbulo, y luego me explicó su caso. Lo oía mal, como si me hablase por teléfono. Un hilillo de voz que sofocaban la distancia y los años. De vez en cuando, captaba un retazo: «Irme»… «Cruzar las fronteras»… «Oro y divisas»… Y bastaba para reconstruir su historia. Murraille, que estaba al tanto de su talento de corredor y agente, lo había colocado al frente de una supuesta Sociedad Francesa de Compras, cuyo cometido consistía en almacenar los productos más diversos y darles salida con el precio más alto. Se quedaba con las tres cuartas partes de los beneficios. Al principio todo iba bien y a usted le gustaba estar en un despacho grande de la calle de Lord-Byron; pero, desde hacía poco, Murraille ya no precisaba sus servicios y usted le parecía un estorbo. Nada más fácil, en aquella época, que librarse de un individuo como usted. Apátrida, sin razón social ni domicilio fijo, tenía mucho en contra. Bastaba con avisar a los celosos inspectores de las Brigadas especiales… Usted no tenía recurso alguno… salvo un portero de noche, llamado «Titiko». Estaba dispuesto a presentarle a uno de sus «conocidos» que le haría cruzar la frontera belga. La cita era para dentro de tres días. No se llevaría usted más viático que 1.500 dólares, un brillante rosa y unas plaquitas de oro con forma de tarjeta de visita que eran fáciles de esconder.

Me da la impresión de estar escribiendo una «novela de aventuras» mala, pero no me estoy inventando nada. No, inventar no es esto… Seguramente existen pruebas, alguien que lo conoció hace tiempo, y que podría dar fe de todo esto. Qué más da. Estoy con usted y con usted voy a quedarme hasta el final del libro. Lanzaba miradas medrosas hacia la puerta de entrada.

—No se preocupe —le dije—. No vendrán.

Se iba usted relajando poco a poco. Le repito que me quedaré con usted hasta el final de este libro, el último que se refiere a mi otra vida. No crea que lo escribo por gusto, pero no tenía otra posibilidad.

—Qué curioso, señor Alexandre, que estemos juntos en este salón.

El reloj dio doce campanadas. Una pieza maciza, encima de la chimenea, con un corzo de bronce a cada lado de la esfera.

—Al dueño le debían de gustar los relojes. Hasta hay uno en el rellano de la primera planta que imita el carillón de Westminster.

Y soltó la risa. Yo estaba acostumbrado a esos ataques de hilaridad. Cuando vivíamos en la glorieta de Villaret-de-Joyeuse y todo nos iba mal, lo oía reír de noche, del otro lado del tabique de mi cuarto. O volvía con un fajo de acciones polvorientas debajo del brazo. Lo soltaba y me decía con voz adusta: «Nunca cotizaré en bolsa». Se quedaba quieto mirando aquel botín disperso por el entarimado. Y le daba el ataque de repente. Se le movían los hombros con una risa que iba creciendo. Ya no podía pararse.

—Y usted, señor Alexandre, ¿a qué se dedica en la vida?

¿Qué podía contestarle? ¿Mi vida? Tan movida como la suya, «papá». Dieciocho meses en Sarthe, como vigilante de alumnos, ya se lo dije. Y también vigilante en Rennes, en Limoges, en Clermont-Ferrand. Escojo centros escolares religiosos. Está uno más resguardado. Ese trabajo tan casero me proporciona la paz del alma. Uno de mis colegas, a quien le apasiona el movimiento scout, acaba de fundar un campamento juvenil en el bosque de Seillon. Anda buscando monitores y me contrata. Heme aquí con pantalón de golf azul marino y polainas de cuero leonado. Nos levantamos a las seis. Dividimos el día entre la educación deportiva y los trabajos manuales. Cantamos a coro por las noches, en la velada. Todo un folclore enternecedor: Montcalm, Bayard, Lamoricière, «Adieu, belle Françoise», garlopa, buril, mentalidad de cazador. Allí me quedé tres años. Un escondite seguro y muy cómodo para hacerse olvidar. Por desgracia mis viciosos instintos prevalecieron. Huí de aquel oasis y me encontré en la estación del Este antes de que me diera tiempo a quitarme la boina y los distintivos.

Recorro París buscando trabajo estable, alguna causa a la que entregarme. Búsqueda vana. La niebla no levanta, el pavimento está resbaladizo. Me aquejan pérdidas de equilibrio cada vez más frecuentes. En mis pesadillas, repto incansablemente para dar con mi columna vertebral. El sotabanco donde vivo, en el bulevar de Magenta, lo usó de estudio el pintor Domergue cuando aún no había conquistado la gloria. Me esfuerzo por ver en ello un buen augurio.

De mis actividades de aquella época no me queda sino un recuerdo muy vago. Me parece que fui «ayudante» de un tal doctor S., que buscaba a sus clientes entre los drogadictos y les daba recetas a precio de oro. Creo que me usaba de ojeador. Tengo también la impresión de que oficié de «secretario» de una poetisa inglesa fanática de Dante Gabriel Rossetti. Detalles sin importancia.

Sólo se me han quedado en la memoria mi deambular por París y aquel centro de gravedad, aquel imán con el que siempre iba a dar: la jefatura de policía. Por mucho que me alejase de allí, al cabo de unas cuantas horas allí volvían a llevarme los pasos. Una noche en que me sentía más desanimado que de costumbre, estuve a punto de pedir a quienes custodiaban la puerta principal, en el bulevar de Le Palais, que me permitieran entrar. No acababa de entender aquella atracción que sentía por la policía. Pensé, de entrada, que se trababa del vértigo que notamos cuando nos asomamos al parapeto de un puente, pero había algo más. Para los muchachos sin rumbo como yo la policía es la representación de algo firme y que impone. Yo soñaba con ser policía. Se lo conté a Sieffer, un inspector de la brigada antidroga a quien había tenido la suerte de conocer. Me escuchó con sonrisa irónica, pero paternalmente solícito, y tuvo a bien tomarme a su servicio. Estuve varios meses vigilando a gente, como voluntario. Tenía que seguir a las personas más variopintas y tomar nota de cuanto hacían. Cuántos secretos enternecedores descubrí en esos paseos… Notarios había que ejercían en la Plaine Monceau y a quienes sorprendías en Pigalle con peluca rubia y vestidos de raso. Vi a seres insignificantes convertirse en un abrir y cerrar de ojos en criaturas de pesadilla o en héroes de tragedia. En los últimos tiempos, creí que iba a volverme loco. Me identificaba con todos esos desconocidos. A quien acosaba sin tregua era a . Yo era el anciano con gabardina o la mujer con traje sastre beige. Se lo comenté a Sieffer.

—No merece la pena seguir insistiendo. Es usted un aficionado, hijito.

Me acompañó hasta la puerta de su despacho.

—No se preocupe. Volveremos a vernos.

Añadió, con voz sorda:

—Antes o después, por desgracia, acabamos todos por encontrarnos en prisión preventiva…

Yo le tenía auténtico afecto a aquel hombre y me sentía a gusto con él. Cuando le contaba mis estados de ánimo, me arropaba en una mirada triste y cálida. ¿Qué habrá sido de él? ¿A lo mejor podía ayudarnos ahora? Aquel intermedio policíaco no me subió el ánimo. Ya no me atrevía a salir de mi habitación del bulevar de Magenta. Alguna amenaza andaba planeando. Me acordaba de usted. Tenía el presentimiento de que estaba en peligro en algún sitio. Todas las noches, me pedía usted socorro entre las tres y las cuatro de la mañana. Poco a poco se me fue imponiendo la idea de que tenía que buscarlo.

No es que me hubiera quedado un recuerdo estupendo de usted, pero las cosas, transcurridos diez años, pierden importancia, y no le guardaba ya rencor alguno por el «doloroso episodio del metro George V». Vamos a sacar a colación ese tema una vez más y será la última. Caben dos posibilidades: 1. Estoy equivocado al sospechar de usted. En tal caso, tenga la bondad de aceptar mis disculpas y achacar ese error a mis delirios. 2. Si quiso tirarme al metro, le concedo de buen grado circunstancias atenuantes. ¡No, no hay nada excepcional en su caso! Que un padre intente matar a su hijo o librarse de él me parece por completo sintomático del trastorno en los valores que estamos viviendo. Antaño, sucedía el fenómeno inverso: los hijos mataban a los padres para demostrarse que eran fuertes. Pero ahora ¿a quién atacar? Como huérfanos que somos, estamos condenados a perseguir a un fantasma para conseguir un reconocimiento de paternidad. Y es imposible alcanzarlo. Siempre escurre el bulto. Qué cansancio, muchacho. No sé si contarle cuánto he tenido que forzar la imaginación. Esta noche lo tengo delante, con los ojos fuera de las órbitas. Tiene pinta de traficante de mercado negro acosado y su título de «barón» no puede engañar a nadie. Supongo que lo eligió con la esperanza de que le proporcionase aplomo y respetabilidad. Ese teatro sobra entre nosotros. Hace ya demasiado que lo conozco. Acuérdese, barón, de nuestro paseos de los domingos. Desde el centro de París, una corriente misteriosa nos desviaba hasta los paseos de circunvalación. Allí donde la ciudad arroja sus desperdicios y sus aluviones. Soult, Masséna, Davout, Kellermann. ¿Por qué les pusieron nombres de vencedores a esos lugares inciertos? Ahí estaba nuestra patria.

No ha cambiado nada. Pasados diez años, me lo encuentro igual a usted mismo: acechando la puerta de entrada del salón como una rata espantada. Y yo me agarro al brazo del sofá porque la funda resbala. Por mucho que hagamos, nunca sabremos del descanso, de la dulce inmovilidad de las cosas. Andaremos hasta el final por arenas movedizas. Está sudando de miedo. Recóbrese, hombre. Estoy con usted, le agarro la mano en la oscuridad. Pase lo que pase, compartiré su suerte. Mientras tanto, vamos a visitar la casa. Por la puerta de la izquierda, se llega a una habitación pequeña. Sillones de cuero, como los que me gustan. Escritorio de madera oscura. ¿Ha registrado los cajones? Nos iríamos metiendo poco a poco en la intimidad de los dueños, tendríamos la sensación de ser de la familia. ¿Hay en las plantas superiores más cajones, cómodas, bolsillos que podríamos explorar? Tenemos por delante algunas horas de respiro. Esta habitación es más agradable que el salón. Huele a tweed y a tabaco holandés. En las estanterías, libros bien colocados: las obras completas de Anatole France y la colección de «Le Masque», que se reconoce por las tapas amarillas. Siéntese al escritorio. Erguido. No nos está prohibido soñar con el derrotero que tomarían nuestras vidas en un escenario así. Días enteros leyendo o charlando. Un pastor alemán montaría guardia y desanimaría a las eventuales visitas. Por las noches, jugaríamos a la manilla con mi prometida.

El timbre del teléfono. Se levanta usted de un brinco, con la cara descompuesta. Debo decir que ese cascabeleo trémulo en plena noche no es como para dar ánimos. Alguien se está asegurando de que está aquí para venir a detenerlo de madrugada. Y colgará antes de que le dé tiempo a contestar. Sieffer recurría muchas veces a procedimientos de ésos. Subimos las escaleras de cuatro en cuatro peldaños, tropezamos, nos caemos uno encima de otro, nos levantamos. Hay que cruzar por una hilera de habitaciones y no sabe usted dónde están las llaves de la luz. Tropiezo con un mueble, usted busca a tientas el auricular del aparato. Es Marcheret. Murraille y él se estaban preguntando por qué habíamos desaparecido.

Su voz suena de forma rara en la oscuridad. Acaban de hablar con Annie, en Le Grand Ermitage Moscovite de la calle de Caumartin. Estaba borracha, pero, pese a todo, ha prometido estar mañana a las tres en punto delante del ayuntamiento.

Cuando intercambiaron las alianzas, Annie cogió la suya y se la tiró a la cara a Marcheret. El alcalde hizo como que no había visto nada. Guy intentó minimizarlo echándose a reír.

Boda apresurada e improvisada. Es posible que puedan hallarse en la prensa de la época algunas reseñas breves. Yo recuerdo que Annie Murraille llevaba un abrigo de pieles y que aquel atuendo en pleno mes de agosto incrementaba la sensación de malestar.

Según volvíamos, no cruzaron palabra. Annie iba del brazo de su testigo, Lucien Remy, «artista de variedades» (eso fue lo que oí cuando leyeron la partida de matrimonio); y usted, el testigo de Marcheret, figuraba en ella con la siguiente mención: «Barón Chalva Henri Deyckecaire, industrial».

Murraille iba de Marcheret a su sobrina, bromeando para quitarle tensión al ambiente. En vano. Acabó por cansarse y por no decir palabra. Usted y yo cerrábamos esta peculiar comitiva.

Esta previsto un lunch en Le Clos-Foucré. A eso de las cinco, varias amistades íntimas, que habían venido exprofeso de París, coincidieron ante unas copas de champán. Grève había colocado el bufé en medio del jardín.

Usted y yo estábamos un tanto apartados. Y yo observaba. Han pasado muchos años, pero los rostros, los gestos, las inflexiones de las voces se me han quedado grabados en la memoria. Estaba Georges Lestandi, que esparcía todas las semanas, en la primera página del semanario de Murraille, sus «ecos de sociedad» venenosos y sus denuncias. Obeso, hablando a voces con un toque de acento de Burdeos, Robert Delvale, director del Théâtre de l’Avenue, de pelo plateado y sesenta años muy tiesos, se jactaba de ser «ciudadano» de Montmartre, cuyo folclore cultivaba. François Gerbère. También estaba otro colaborador de Murraille, especialista en editoriales exaltados y en exhortaciones al asesinato. Gerbère pertenecía a esa categoría de muchachos ultranerviosos que cecean y juegan de buen grado a ser pasionarias o fascistas de primera línea. Se adueñó de él el virus de la política al salir de la Escuela Normal Superior. Seguía fiel a la mentalidad —muy de provincias— de la calle de Ulm y extrañaba que aquel alumno de la Escuela pudiera, con treinta y ocho años, ser tan feroz.

Lucien Remy, el testigo de la novia. En lo físico, un golfo atractivo, dientes blancos, pelo reluciente de brillantina Bakerfixe. Se lo oía cantar a veces en Radio-Paris. Andaba por la frontera entre el hampa y el music-hall. Y, por último, se nos unió Monique Joyce. Veintiséis años, morena, con cara de ingenua de pega. Estaba empezando en el teatro y no dejó en él grandes recuerdos. Murraille sentía por ella cierta debilidad y su foto salía con frecuencia en la portada de C’est la vie. Le dedicaba reportajes. Uno de esos reportajes nos la presentaba como «la parisina más elegante de la Costa Azul». También estaban presentes, por descontado, Sylviane Quimphe, Maud Gallas y Wildmer.

Al encontrarse con toda esa gente, Annie Murraille recobró el buen humor. Le dio un beso a Marcheret, le pidió perdón y le puso la alianza con ademán ceremonioso. Aplausos. Las copas de champán chocaron unas con otras. Todos se saludaban y se fueron formando grupos. Lestandi, Delvale y Gerbère le daban la enhorabuena al novio. Murraille, en un rincón, charlaba con Monique Joyce. Lucien Remy tenía mucho éxito con las mujeres a juzgar por las miradas de Sylviane Quimphe. Pero le reservaba las sonrisas a Annie Murraille, que se arrimaba a él de forma insistente. Se intuía que había entre ellos gran intimidad. Maud Gallas y el apopléjico Wildmer repartían bebidas y pastas ejerciendo de amos de casa. Tengo aquí, en un cartera pequeña, todas las fotos de la ceremonia y las he mirado mil veces hasta que se me ponía en los ojos un velo de cansancio y de lágrimas.

Se habían olvidado de nosotros dos. Estábamos quietos, apartados, sin que nadie nos hiciera el menor caso. Pensé que nos habíamos metido por equivocación en aquel extraño garden-party. Usted parecía tan desvalido como yo. Habríamos debido salir por pies lo antes posible y aún no consigo explicarme qué vértigo se adueñó de mí. Lo dejé plantado y fui hacia ellos con paso mecánico.

Alguien me empujaba por la espalda. Era Murraille. Me arrastraba consigo y me encontré delante de Gerbère y de Lestandi. Murraille me presentó como «un joven periodista a quien acababa de contratar». En el acto, Lestandi, con tono entre protector e irónico, me obsequió con un «encantado, mi querido colega».

—¿Y qué maravillas escribe usted? —me preguntó Gerbère.

—Cuentos.

—Están muy bien los cuentos —comentó Lestandi—. No lo comprometen a uno. Terreno neutral. ¿Qué le parece, François?

Murraille se había esfumado. Me habría gustado hacer lo mismo.

—Entre nosotros —dijo Gerbère—, ¿cree usted que vivimos en una época en que aún se pueden escribir cuentos? Yo no tengo ni pizca de imaginación.

—¡Pero sí mucha causticidad! —protestó Lestandi.

—Porque no le busco tres pies al gato. Vocifero y punto.

—Y te queda estupendo, François, muchacho. Dime, ¿qué nos estás preparando para el próximo editorial?

Gerbère se quitó las gafas con montura de concha gruesa. Limpiaba los cristales muy despacio con un pañuelo. Estaba seguro de que iba a impresionar.

—Algo muy sabroso. Se llama: «¿Quiere jugar al tenis judío?». Cuento el reglamento a tres columnas.

—¿Y en qué consiste ese «tenis judío» tuyo? —preguntó Lestandi, muerto de risa.

Gerbère entró entonces en detalles. Por lo que me pareció entender, se jugaba entre dos durante un paseo, o sentados en la terraza de un café. El primero que localizaba a un judío tenía que decirlo. Y se llevaba quince puntos. Si el contrincante veía a otro judío, los dos tenían quince puntos. Y así consecutivamente. Ganaba el que localizaba más judíos. Los puntos se contaban como en el tenis. Nada mejor, según Gerbère, para educarles a los franceses los reflejos.

—Sabréis —añadió con expresión pensativa— que no necesito verles las caras. ¡LOS reconozco de espaldas, lo juro!

Cruzaron otros cuantos comentarios. Había algo que sublevaba a Lestandi: que esos «cabrones» pudieran todavía pegarse la vida padre en la Costa Azul y beberse a sorbitos el aperitivo en los «Cintra» de Cannes, Niza o Marsella. Estaba preparando unos cuantos «ecos» al respecto. Pensaba dar nombres. Era un deber avisar a las autoridades competentes. Volví la cabeza. No se había movido usted del sitio. Quise hacerle un gesto amistoso. Pero corría el riesgo de que lo notasen y me preguntasen quién era aquel señor grueso que estaba al fondo del jardín.

—Vengo de Niza —dijo Lestandi—. Ni un rostro humano. Sólo gente que se llama Bolch y Hirschfeld. Dan ganas de vomitar…

—En resumidas cuentas —sugirió Gerbère—, bastaría con decirle a la policía qué números de habitación tienen en el Ruhl… Eso le facilitaría el trabajo…

Se iban animando y entusiasmando. Y yo los oía muy formal. Debo decir que me aburrían. Dos hombres muy vulgares de estatura media, como hay millones por la calle. Lestandi llevaba tirantes. Otro los habría callado seguramente. Pero yo soy cobarde.

Tomamos varias copas de champán. Lestandi nos estaba hablando ahora de un tal Schlossblau, un productor de cine, «un judío espantoso, tirando a pelirrojo y amoratado», a quien había reconocido en el Paseo de los Ingleses. Ése no se le iba a escapar, lo juraba. La tarde iba cayendo. Toda la concurrencia pasó del jardín al bar de la hospedería. Usted se sumó a ese desplazamiento y vino a sentarse a mi lado… Entonces, como si un fluido eléctrico repentino cruzase por todos y cada uno de nosotros, el ambiente se animó. Un júbilo nervioso. A petición de Marcheret, Delvale imitó a Aristide Bruant. Pero Montmartre no era su única fuente de inspiración. Había aprendido las enseñanzas del teatro de bulevar y nos agobiaba con calambures y dichos ingeniosos. Vuelvo a ver aquella cabeza de perro de aguas, aquellos bigotes finos. Estaba a la espera de las risas del auditorio con una avidez que me daba náuseas. Cuando daba en el blanco, se encogía de hombros, con cara de no darle importancia alguna.

Luego le llegó el turno a Lucien Remy de interpretarnos una canción suave que se oía mucho aquel año: Je n’en connais pas la fin. Annie Murraille y Sylviane Quimphe se lo comían con los ojos. Y yo también le pasaba revista atentamente. Lo que más miedo me daba era la parte de debajo de la cara. Se le veía en ella una cobardía fuera de lo común. Tuve el presentimiento de que era aún más peligroso que los demás. No hay que fiarse de esos individuos peinados con brillantina que aparecen con frecuencia en «las épocas turbias». Nos tocó luego un número de Lestandi, dentro de la tradición de esos a quienes llamaban por entonces «cantantes de cabaret». Lestandi estaba muy orgulloso de poder demostrarnos que se sabía de memoria el repertorio de La Lune rousse y de Les Deux Ânes. Todo el mundo tiene sus coqueterías y sus violines de Ingres.

Dédé Wildmer se subió a una silla para brindar a la salud de los novios. Annie Murraille apoyaba la mejilla en el hombro de Lucien Remy y Marcheret no ponía el grito en el cielo. En cuanto a Sylviane Quimphe, intentaba por todos los medios que el «cantante melódico» se fijase en ella. Maud Gallas también. Junto a la barra, Delvale charlaba con Monique Joyce. Cada vez estaba más insistente y la llamaba «nenita». Ella recibía aquellas insinuaciones con risas guturales y sacudía la melena como si estuviera ensayando un papel ante una cámara invisible. Murraille, Gerbère y Lestandi estaban enfrascados en una conversación a la que prestaba animación el alcohol. Trataban de la organización de un mitin en la sala Wagram en el que hablarían los principales colaboradores de C’est la vie. Murraille sugería su tema favorito: «No somos unos achantados», pero Lestandi lo corregía con buen humor: «No somos unos enjudiados».

La tarde era tormentosa y el trueno retumbaba en sordos aludes a lo lejos. Ahora estas personas se han esfumado o las fusilaron. Supongo que ya no le interesan a nadie. ¿Tengo yo la culpa de seguir preso de mis recuerdos?

Pero cuando Marcheret se nos acercó y le tiró a usted una copa de champán a la cara creí que iba a perder la sangre fría. Usted retrocedió. Y él le dijo con voz cortante:

—Con esto se refrescan las ideas, ¿eh, Chalva?

Lo teníamos delante, cruzado de brazos.

—Mucho mejor que un chaparrón —dijo Wildmer, recalcando la erre parisina—. ¡Tiene burbujas!

Usted buscaba un pañuelo para secarse. Delvale y Lucien Remy le soltaron unos cuantos comentarios irónicos que hicieron reír a las señoras; Lestandi y Gerbère lo miraban de una forma muy rara y caí en la cuenta de que aquella noche no les resultaba usted persona grata.

—Una ducha por sorpresa, ¿eh, Chalva? —dijo Marcheret, dándole palmaditas en la nuca como si acariciase el cuello a un perro.

Usted hizo una sonrisa infeliz que era una mueca.

—Sí, menuda ducha… —susurró.

Y lo más triste era que parecía que se estaba disculpando.

Siguieron con sus charlas. Bebían. Se reían. ¿Por qué casualidad oí, entre el barullo general, esta frase de Lestandi: «Disculpadme, voy a hacer un rato de footing»? Antes incluso de que saliera del bar, ya estaba yo en la escalera de la fachada de la hospedería. Y allí nos encontramos. Cuando me contó el proyecto de ir a estirar un poco las piernas, le pregunté con toda la naturalidad de que fui capaz si podía ir con él.

Fuimos por la senda para jinetes. Y, luego, nos internamos en el bosque, bajo las elevadas hayas por entre las que el sol derramaba, en la tarde que iba acabando, la luz nostálgica de los cuadros de Claude Lorrain. Lestandi me dijo que hacíamos bien en salir a tomar el aire. Le gustaba mucho el bosque de Fontainebleau. Hablamos de todo un poco. Del hondo silencio y de la hermosura de los árboles.

—¡Los bosques de elevados troncos…! Estos árboles tienen alrededor de ciento veinte años. —Se rió—. Le apuesto lo que quiera a que no llegaré a esa edad…

—Nunca se sabe.

Me señaló una ardilla que cruzaba el paseo ante nosotros, a unos veinte metros. Yo tenía las manos sudorosas. Le dije que me agradaba leer sus «ecos» semanales en C’est la vie y que, en mi opinión, iba en pos de una loable y valiente empresa de salud pública. Me contestó que, ¡bah!, no tenía ningún mérito. Sencillamente, no le gustaban los judíos y la publicación de Murraille le permitía manifestar sin rodeos lo que opinaba al respecto. Era un cambio agradable después de la prensa podrida de antes de la guerra. Claro que Murraille tenía tendencia al mercantilismo y a la facilidad y seguramente era «judío a medias», pero no tardarían en «eliminarlo» para dar paso a un equipo de «gente pura». Gente como Alin-Laubreaux, Zeitschel, Sayzille, Darquier y él, Lestandi. Y, sobre todo, Gerbère, el que más dotes tenía de todos ellos. Camaradas de lucha.

—¿Y a usted le interesa la política?

Dije que sí y que estábamos necesitando dar un buen barrido.

—¡Darles con una buena porra, querrá decir!

Y, para ponerme un ejemplo, me volvió a mencionar a ese Schlossblau que mancillaba el Paseo de los Ingleses. Ahora bien, el tal Schlossblau había regresado a París y estaba metido como en una madriguera en un piso cuyas señas sabía él, Lestandi. Bastaba con un «eco» y unos cuantos militantes robustos llamarían a su puerta. Se congratulaba de antemano de aquella buena acción.

Anochecía. Decidí precipitar los acontecimientos. Le eché la última mirada a Lestandi. Estaba gordo. Seguramente era un gastrónomo. Me lo imaginaba sentado ante una brandada de bacalao. Y me acordaba de Gerbère también, de su ceceo de alumno de la Escuela Normal y de sus nalgas fluctuantes. Ninguno de los dos era un aguerrido capitán y no debía dejar que me intimidasen.

Íbamos por sotos cada vez más cerrados.

—¿Por qué andar persiguiendo a Schlossblau si tenemos judíos a mano? —le dije.

No me entendía y me lanzó una mirada interrogadora.

—Ese señor a quien le han tirado hace un rato una copa de champán en toda la jeta… ¿Se acuerda?

Se echó a reír.

—Pues claro… Si ya nos parecía a Gerbère y a mí que tenía cara de mercachifle.

—¡Un judío! ¡Me extraña que no lo adivinase!

—Pero ¿qué pinta entre nosotros?

—Eso me gustaría saber a mí…

—¡Vamos a pedirle la documentación a ese cabrón!

—No hace falta.

—¿Lo conoce?

Respiré hondo.

ES MI PADRE.

Le apreté el cuello y me dolían los pulgares. Pensaba en usted para darme ánimos. Dejó de resistirse.

En el fondo es una estupidez haber matado al gordinflón este.

Volví con ellos, al bar de la hospedería. Al entrar, me tropecé con Gerbère.

—No habrá visto a Lestandi.

—Pues no —contesté distraídamente.

—¿Dónde se habrá metido?

Me miraba con insistencia y me cortaba el paso.

—Ya volverá —dije con voz de falsete, cuya alteración enmendé en el acto carraspeando—. Ha debido de dar un paseo por el bosque.

—¿Usted cree?

Los demás estaban agrupados junto a la barra; y usted, sentado en el sillón, al lado de la chimenea. Lo veía mal porque estaba todo medio a oscuras. No había más que una lámpara encendida, en el otro extremo de la estancia.

—¿Qué opina usted de Lestandi?

—Me parece muy bien —contesté.

Tenía a Gerbère pegado a mí. No podía evitar ya aquel contacto viscoso.

—Le tengo mucho cariño a Lestandi. Es todo un carácter, un alma de «cacique», como decíamos en la Escuela Normal.

Yo asentía con breves inclinaciones de cabeza.

—¡No es que se ande con sutilezas, pero me importa un rábano! ¡Ahora mismo necesitamos camorristas!

Hablaba cada vez más deprisa.

—¡Le hemos dado demasiada importancia a los matices y al arte de buscarle tres pies al gato! ¡Lo que necesitamos ahora son bárbaros jóvenes que pisoteen los arriates!

Le vibraban todos los nervios.

—¡Ya ha llegado el tiempo de los asesinos! ¡Les doy la bienvenida!

Había pronunciado estas últimas palabras con un tono de rabia provocativa.

Dejó clavados los ojos en mí. Notaba que quería decirme algo, pero que no se atrevía. Por fin dijo:

—Es tremendo lo que se parece a Albert Préjean… —Se iba adueñando de él algo así como una languidez—. ¿Nunca le han dicho que se parecía a Albert Préjean?

Se le quebraba la voz en un cuchicheo suave, casi inaudible.

—También me recuerda a mi mejor amigo de la Escuela, un muchacho espléndido. Murió en el 36, en las filas de los franquistas.

Me costaba reconocerlo. Se iba poniendo cada vez más flojo. Seguramente me iba a dejar caer la cabeza en el hombro.

—Me gustaría volver a verlo en París. Podrá ser, ¿verdad? ¿Qué me dice?

Me envolvía en una gasa húmeda.

—Tengo que irme a escribir ese camelo mío… Ya sabe… Lo del «tenis judío»… Dígale a Lestandi que no he podido esperarlo más…

Lo acompañé hasta el automóvil. Se me aferraba al brazo, me decía cosas incoherentes. Yo estaba aún impresionado con aquella metamorfosis que lo había convertido en pocos segundos en una señora anciana.

Lo ayudé a ponerse al volante. Bajó la ventanilla:

—Tiene que venir a cenar, mi casa, en la calle de Rataud…

Tendía hacia mí una cara implorante, abotagada.

—Que no se le olvide, ¿eh, hijito?… Me siento tan solo…

Y luego arrancó a toda velocidad.

Usted siguió en el mismo sitio. Un bulto negro pegado al respaldo del sillón: la mala luz podía inducir a equivocación. ¿Era aquello un ser humano o un montón de abrigos? Los demás hacían caso omiso de su presencia. Temeroso de desviar la atención de ellos hacia usted, preferí no acercarme a usted sino a ellos.

Maud Gallas estaba explicando que había tenido que meter en la cama a Wildmer borracho como una cuba. Era algo que sucedía al menos tres veces por semana. Aquel hombre se estaba destrozando la salud. Lucien Remy lo había conocido en los tiempos en que ganaba todos los grandes premios. Un día, en Auteuil, el público del césped se le echó encima para sacarlo a hombros. Lo llamaban «el Centauro». En aquellos tiempos sólo bebía agua.

—Todos esos tipos se ponen neurasténicos en cuanto dejan la competición —comentó Marcheret.

Y puso de ejemplo a exdeportistas como Villaplane Toto Grassin y Lou Brouillard…

Murraille se encogía de hombros:

—Pues, mira, también nosotros vamos a dejar la competición dentro de poco. Con el artículo 75 y doce balas en el cuerpo.

Era que habían estado oyendo el último parte de las noticias radiofónicas y las noticias eran «todavía más alarmantes que de costumbre».

—Si lo he entendido bien —dijo Delvale—, hay que ir preparando las frases que diremos delante del pelotón…

Estuvieron casi una hora jugando a eso. Delvale opinaba que un «¡Viva la Francia católica, caramba!» causaría un efecto estupendo. Marcheret se prometía gritar: «¡No me estropeéis la jeta! ¡Disparad al corazón y apuntad bien porque lo tengo muy en su sitio!» Remy pensaba cantar Le Petit Souper aux chandelles y, si le daba tiempo, Lorsque tout est fini… Murraille no se dejaría vendar los ojos y diría que quería «presenciar la comedia hasta el final».

—Siento hablar de estas bobadas el día de la boda de Annie… —dijo para concluir.

Y Marcheret, para quitarle tensión al ambiente, sacó a relucir su broma ritual, a saber, que «los pechos de Maud Gallas eran los más emocionantes de Seine-et-Marne». Ya le estaba desabrochando la blusa. Ella seguía de codos en la barra y no le oponía resistencia.

—¡Fíjense, vamos, fíjense en estas maravillas!

Los sobaba, los sacaba del sostén.

—No tiene usted nada que envidiarle —le susurraba Delvale a Monique Joyce—. Nada en absoluto, hijita. ¡Nada en absoluto!

También él se esforzaba en meterle la mano por el escote de la blusa camisera, pero Monique Joyce se lo impedía con risitas nerviosas. Annie Murraille, muy excitada, se había ido levantando poco a poco el vestido, con lo que Lucien Remy podía acariciarle los muslos. Sylviane Quimphe me daba con el pie. Murraille nos ponía de beber y dejaba constancia, con voz cansada, que, para ser unos futuros fusilados, no andábamos nada mal de salud.

—Pero ¿han visto qué par de tetas? —repetía Marcheret.

Al cambiarse de sitio para ponerse al lado de Maud Gallas, detrás de la barra, tiró la lámpara. Exclamaciones. Suspiros. Todo el mundo aprovechaba la oscuridad. Por fin alguien sugirió —Murraille si no me traiciona la memoria— que estaríamos mucho más cómodos en las habitaciones.

Encontré una llave de la luz. El resplandor de los apliques me deslumbró. Ya no quedaba nadie, sólo usted y yo. Las paredes forradas de maderas recargadas, los sillones de cuero y los vasos desperdigados por la barra me dieron una sensación ruinosa. Se oía la radio en sordina:

Bei mir bist du schön…

Y usted se había quedado dormido.

Que quiere decir…

Con la cabeza caída y la boca abierta.

Es usted para mí…

Entre los dedos, un puro apagado.

Toda la vida.

Le di unos golpecitos suaves en el hombro.

—¿Y si nos fuéramos?

El Talbot estaba aparcado delante de la puerta de la verja de Villa Mektoub y Marcheret, como solía, se había dejado las llaves puestas.

Llegué a la nacional. La aguja del velocímetro marcaba 130. Usted cerraba los ojos porque íbamos tan deprisa. Siempre tuvo miedo en coche y, para darle ánimos, le ofrecí mi caja de caramelos. Cruzábamos por pueblos abandonados. Chailly-en-Bière, Perthes, Saint-Sauveur. Iba usted encogido en el asiento, a mi lado. Me habría gustado tranquilizarlo, pero, pasado Ponthierry, me di cuenta de que nuestra situación era de lo más precaria; ninguno de los dos llevábamos documentación e íbamos en un coche robado.

Corbeil, Ris-Orangis, L’Haÿ-les-Roses. Por fin, las luces amortiguadas de Porte d’Italie.

Hasta ese momento, no habíamos cruzado ni una palabra. Se volvió hacia mí y me dijo que podríamos llamar por teléfono a «Titiko», el hombre que tenía intención de hacerle cruzar la frontera belga. Le había dado un número para una emergencia.

—No se fíe; ese individuo es un chivato —dije con voz átona.

No me oyó. Le repetí la frase una vez más, sin éxito.

Nos paramos en el bulevar de Jourdan, a la altura de un café. Vi cómo la señora de la barra le daba una ficha de teléfono. Unos cuantos clientes se demoraban en las mesas de la terraza. Muy cerca, la estación del metropolitano y el parque. Ese barrio de Montsouris me recordó las noches que pasábamos en la casa de citas de la avenida de Reille. ¿Existía aún la segunda de a bordo egipcia? ¿Se acordaba de usted? ¿Seguía envuelta en el mismo perfume? Cuando volvía, sonreía satisfecho: «Titiko» cumplía con lo prometido y nos esperaba a las once y media en punto en el vestíbulo del Hotel Tuileries-Wagram, en la plaza de Les Pyramides. Estaba visto que era imposible cambiar el curso de los acontecimientos.

¿Se ha fijado, barón, en qué callado está París esta noche? Vamos deslizándonos por avenidas vacías. Los árboles se estremecen y sus frondas forman una bóveda protectora por encima de nosotros. De trecho en trecho, una ventana encendida en la fachada de un edificio. La gente se ha ido olvidándose de apagar la luz. Andando el tiempo, caminaré por esta ciudad y me parecerá tan ausente como hoy. Me perderé por el dédalo de las calles buscando la sombra de usted. Hasta confundirme con ella.

Plaza de Le Châtelet. Me explica que lleva los dólares y el brillante rosa cosidos en el forro de la chaqueta. Nada de maletas; es una recomendación de «Titiko». Así es más fácil cruzar las fronteras. Dejamos abandonado el Talbot en el cruce de la calle de Rivoli y la de Alger. Llegamos con media hora de adelanto y le propongo que demos una vuelta por el parque de Les Tuileries. Estábamos dando la vuelta al estanque grande cuando oímos aplausos. Había una representación en el teatro al aire libre. Una obra con trajes de época. Algo de Marivaux, creo. Los actores saludaban bajo una luz azul. Nos mezclamos con los grupos que se dirigían al bar. Unas guirnaldas iban de árbol en árbol. En el piano vertical, junto a la barra, un anciano soñoliento tocaba Pedro. Pidió usted un café y encendió un puro. Nos quedamos callados los dos. En noches de verano como éstas, a veces nos sentábamos en la terraza de un café. Mirábamos las caras que nos rodeaban, los coches que pasaban por el bulevar y no recuerdo que cruzásemos una palabra, salvo el día en que me tiró usted al metro… Debe de ser que un padre y un hijo no tienen gran cosa que decirse.

El pianista empezó a tocar Manoir de mes rêves. Usted se palpaba el forro de la chaqueta. Ya era la hora.

Vuelvo a verlo en el vestíbulo del Hotel Tuileries-Wagram, sentado en un sillón con tapicería escocesa. El portero de noche lee una revista. Ni siquiera alzó la vista cuando entramos. Mira usted el reloj de pulsera. Un vestíbulo de hotel parecido a todos en los que me citaba, Astoria, Majestic, Terminus. ¿Se acuerda, barón? Tenía ese mismo aspecto de viajero de paso que espera un paquebote o un tren que no llegarán nunca.

No los ha oído acercarse. Son cuatro. El más alto, el que lleva gabardina, le pide la documentación.

—¿Así que queríamos largarnos a Bélgica sin avisarnos?

Le descose de un tirón el forro de la chaqueta, cuenta los billetes con esmero y se los mete en el bolsillo. El brillante rosa ha rodado por la alfombra. El de la gabardina se agacha para recogerlo.

—¿Y esto dónde lo has robado?

Le da una bofetada.

Está usted de pie, en mangas de camisa. Lívido. Y me doy cuenta de que del principio a ahora ha envejecido treinta años.

Estoy al fondo del vestíbulo, junto al ascensor, y no se han fijado en mi presencia. Podría pulsar el botón y subir. Esperar. Pero voy hacia ellos y me acerco al individuo de la gabardina.

ES MI PADRE.

Nos mira a los dos, encogiéndose de hombros. Me abofetea también a mí, indolentemente, como si fuera un requisito y les suelta a los demás:

—Llevaos a esta gentuza.

Trastabillamos en la puerta giratoria, que han impulsado con mucha fuerza.

El furgón está aparcado algo más allá, en la calle de Rivoli. Ya estamos en los asientos corridos de madera, uno al lado del otro. Está tan oscuro que no puedo darme cuenta de adónde vamos. ¿Calle de Les Saussaies? ¿Drancy? ¿Villa Triste? Fuere como fuere, pienso acompañarlo hasta el final.

En las curvas, tropezamos uno con otro, pero apenas si lo veo. ¿Quién es? Por mucho que lo haya ido siguiendo durante días y días no sé nada de usted. Una silueta intuida a la luz de una lamparilla.

Hace un rato, al subir al furgón, nos zurraron un poco. Menuda pinta debemos de tener. Como aquellos dos payasos del circo Médrano.

Es, desde luego, uno de los pueblos más bonitos de Seine-et-Marne, y uno de los que tienen mejor situación: en las lindes del bosque de Fontainebleau. En el siglo pasado fue refugio de un grupo de pintores. Ahora vienen a visitarlo los turistas y unos cuantos parisinos tienen aquí casas de campo.

Al final de la calle mayor, se yergue la fachada anglonormanda de la hospedería de Le Clos-Foucré. Ambiente refinado y de sencillez rústica. Clientela distinguida. A eso de las doce de la noche puede uno encontrarse a solas con el barman, que está ordenando las botellas y vaciando los ceniceros. Se llama Grève. Lleva treinta años en el mismo puesto. Es un hombre que no gusta de hablar, pero si le caes bien y lo invitas a un aguardiente de ciruelas del Mosa, consiente pese a todo en sacar a relucir unos cuantos recuerdos. Sí, conoció a esas personas cuyos nombres le digo. Pero yo, tan joven, ¿cómo es que le hablo de esas personas? «Bueno, yo…». Vacía los ceniceros en una caja de cartón rectangular. Sí, aquella camarilla andaba por la hospedería hace mucho. Maud Gallas, Sylviane Quimphe… Se pregunta qué habrá sido de ellas. Con esas mujeres nunca se sabe. Si hasta ha conservado una foto. Mire, éste, el alto y delgado, es Murraille. Dirigía un semanario. Lo fusilaron. El otro de detrás, que saca pecho y tiene una orquídea entre el pulgar y el índice: Guy de Marcheret; lo llamaban el señor conde. Un exlegionario. A lo mejor se volvió a las colonias. Bueno, es verdad que ya no existen… El más grueso, el que está sentado en el sillón, delante de ellos, desapareció un buen día, el «barón» de algo…

Los ha visto así por decenas, que se ponían de codos en la barra, soñadores, y luego desaparecieron. No puede acordarse de las caras de todos. Bien pensado… sí, me da esta foto si la quiero. Pero soy joven, dice, y más me valdría pensar en el futuro.