Carcajadas en la noche. El Khédive[17] alza la cabeza.
—¿Así que mientras nos esperaba estaba jugando al mahjong?
Y esparce las fichas de marfil por la mesa.
—¿Solo? —pregunta el señor Philibert.
—¿Llevaba mucho esperándonos, hijito?
Cuchicheos e inflexiones graves les entrecortan las voces. El señor Philibert sonríe y hace un ademán impreciso con la mano. El Khédive ladea la cabeza hacia la izquierda y se queda postrado; la cabeza le roza casi el hombro. Como al ave marabú.
En el centro del salón, un piano de cola. Colgaduras y cortinas color violeta. Jarrones grandes con dalias y orquídeas. Las arañas dan una luz velada, como la de los malos sueños.
—Un poco de música para relajarnos —sugiere el señor Philibert.
—Música suave, necesitamos música suave —manifiesta Lionel de Zieff.
—Zwischen heute und morgen? —propone el conde Baruzzi—. Es un slow-fox.
—Preferiría un tango —asegura Frau Sultana.
—Ay, sí, sí, por favor —suplica la baronesa Lydia Stahl.
—Du, Du gehst an mir vorbei —susurra con voz doliente Violette Morris.
—Adelante con Zwischen heute und morgen —zanja el Khédive.
Las mujeres van excesivamente maquilladas. Los hombres visten trajes de tonos ácidos. Lionel de Zieff lleva un terno naranja y una camisa de rayas ocre; Pols de Helder, una chaqueta amarilla y un pantalón azul cielo; el conde Baruzzi, un esmoquin verde ceniza. Se forman algunas parejas. Costachesco baila con Jean-Farouk de Méthode; Gaétan de Lussatz con Odicharvi; Simone Bouquereau con Irène de Tranzé… Monsieur Philibert se queda aparte, apoyado en la ventana de la izquierda. Se encoge de hombros cuando uno de los hermanos Chapochnikoff lo invita a bailar. El Khédive, sentado delante del escritorio, silba entre dientes y lleva el compás.
—¿No baila, hijito? —pregunta—. ¿Preocupado? Tranquilícese, tiene tiempo de sobra… Tiempo de sobra…
—Mire —asegura el señor Philibert—, la policía es una paciencia larga, larga.
Se dirige a la consola y coge el libro encuadernado en tafilete verde pálido que había encima: Antología de los traidores, de Alcibíades al capitán Dreyfus. Lo hojea y todo cuanto encuentra metido entre las páginas —cartas, telegramas, tarjetas de visita, flores secas— lo deja encima del escritorio. El Khédive parece interesadísimo en esa investigación.
—¿Su libro de cabecera, hijito?
El señor Philibert le alarga una fotografía, El Khédive se la queda mirando mucho rato. El señor Philibert se ha colocado detrás de él. «Su madre», susurra el Khédive, señalando la fotografía. «¿Verdad, hijito? ¿Su señora madre?». Repite: «Su señora madre…», y dos lágrimas le corren por las mejillas, le corren hasta la comisura de los labios. El señor Philibert se ha quitado las gafas. Tiene los ojos muy abiertos. También llora. En ese momento retumban los primeros compases de Bei zärtlicher Musik. Es un tango y no tienen sitio suficiente para moverse a gusto. Se empujan, algunos tropiezan incluso y resbalan en el entarimado.
—¿No baila? —pregunta la baronesa Lydia Stahl—. Vamos, concédame la próxima rumba.
—Déjelo en paz —susurra el Khédive—. A este joven no le apetece bailar.
—Sólo una rumba, una rumba —suplica la baronesa.
—¡Una rumba, una rumba! —vocifera Violette Morris. Bajo la luz de las dos arañas, se ponen encarnados, se congestionan, pasan a una tonalidad morada. El sudor les chorrea por las sienes, se les dilatan los ojos. A Pols de Helder se le pone negra la cara como si se estuviera calcinando. Al conde Baruzzi se le quedan las mejillas chupadas, a Rachid von Rosenheim se le abultan las ojeras. Lionel de Zieff se lleva una mano al corazón. El estupor parece adueñarse de Costachesco y de Odicharvi. A las mujeres se les cuartea el maquillaje, los tonos del pelo son cada vez más violentos. Todos se descomponen y seguramente van a pudrirse en el sitio. ¿Olerán ya?
—En pocas palabras, pero bien dichas, hijito —susurra el Khédive—: ¿Entró en contacto con ese a quien conocen con el nombre de «La princesa de Lamballe»? ¿Quién es? ¿Dónde está?
—¿Oyes? —musita el señor Philibert—. Henri quiere detalles acerca de ese a quien conocen con el nombre de «La princesa de Lamballe».
Se ha parado el disco. Todos se reparten por los sofás, los pufs y las poltronas. Méthode destapa una frasca de coñac. Los hermanos Chapochnikoff salen de la habitación y vuelven con bandejas llenas de copas. Lussatz las llena hasta arriba.
—Brindemos, queridos amigos —propone Hayakawa.
—A la salud del Khédive —exclama Costachesco.
—A la del inspector Philibert —manifiesta Mickey de Voisins.
—Un brindis por Madame de Pompadour —chilla la baronesa Lydia Stahl.
Chocan las copas. Beben de un tirón.
—La dirección de Lamballe —musita el Khédive—. Sé bueno, cariño. Danos la dirección de Lamballe.
—Sabes perfectamente que somos los más fuertes, cariño —cuchichea el señor Philibert.
Los demás mantienen un conciliábulo en voz baja. Se atenúa la luz de las arañas y oscila entre el azul y el morado. Ya no se ven bien las caras.
—El Hotel Blitz está cada día más tiquismiquis.
—No se preocupen. Mientras yo ande por aquí, contarán con el visto bueno de la embajada.
—Una palabra del conde Grafkreuz, mi querido amigo, y el Blitz hará la vista gorda para siempre.
—Yo le diré algo a Otto.
—Soy amiga íntima del doctor Best. ¿Quieren que le hable del asunto?
—Un telefonazo a Delfanne y todo arreglado.
—Tenemos que ser duros con nuestros gestores, si no se aprovechan.
—¡Nada de contemplaciones!
—¡Porque encima les hacemos de tapadera!
—Deberían agradecérnoslo.
—A nosotros es a quienes vendrán a pedir cuentas, no a ellos.
—¡Saldrán del paso, ya verán! ¡Mientras que nosotros…!
—Aún no hemos dicho la última palabra.
—¡Las noticias del frente son excelentes, EXCELENTES!
—Henri quiere la dirección de Lamballe —repite el señor Philibert—. Un esfuerzo, hijito.
—Comprendo de maravilla sus reticencias —dice el Khédive—. Mire lo que le voy a proponer: primero nos dice los sitios en que podemos detener esta noche a todos los miembros de la organización.
—Sólo para ponerse en forma —añade el señor Philibert—. Luego le costará mucho menos soltar la dirección de Lamballe.
—La redada es esta noche —susurra el Khédive—. Lo escuchamos, hijo mío.
Una libretita amarilla comprada en la calle de Réaumur. «¿Es usted estudiante?», preguntó la tendera. (La gente se interesa por los jóvenes. El porvenir les pertenece; hay un deseo de saber qué proyectos tienen, los agobian a preguntas). Haría falta una linterna para dar con la página. No se ve nada en esta penumbra. Hojeas la libreta con la nariz pegada al papel. La primera dirección está escrita en mayúsculas: la del teniente, el jefe de la organización. Haces esfuerzos por olvidarte de sus ojos azules y de la voz cálida con que decía: «¿Qué tal, hijito?». Querrías que el teniente tuviera todos los vicios, que fuera mezquino, presumido y falso. Así se facilitarían las cosas. Pero no puede hallarse ni una mácula en las aguas de ese diamante. Como último recurso, te acuerdas de las orejas del teniente. Basta con observar ese cartílago para que entren unas ganas irresistibles de vomitar. ¿Cómo pueden tener los humanos unas excrecencias tan monstruosas? Te imaginas las orejas del teniente, ahí, encima del escritorio, de un tamaño mayor que el natural, de color escarlata y surcadas de venas. Entonces dices con voz apresurada el lugar en donde estará esta noche: en la plaza de Le Châtelet. Luego ya va todo sobre ruedas. Das alrededor de diez nombres y direcciones sin tener siquiera que mirar la libreta. Pones el tono de un buen alumno que recita una fábula de La Fontaine.
—Buena redada en perspectiva —dice el Khédive.
Enciende un cigarrillo, apunta al techo con la nariz y hace redondeles de humo. El señor Philibert se ha sentado ante el escritorio y hojea la libreta. Debe de estar comprobando las direcciones.
Los otros continúan hablando entre sí.
—¿Y si seguimos bailando? Tengo hormiguillo en las piernas.
—¡Música suave, necesitamos música suave!
—Que cada cual diga qué prefiere. ¡Una rumba!
—¡Serenata rítmica!
—¡So stell ich mir die Liebe vor!
—¡Coco seco!
—¡Whatever Lola wants!
—¡Guapo Fantoma!
—¡No me dejes de querer!
—¿Y si jugamos a Hide and Seek?
Palmotean.
—¡Sí, sí! ¡Hide and Seek!
Sueltan la carcajada en la oscuridad. Y la oscuridad se estremece.
Pocas horas antes. La cascada grande del bosque de Boulogne. La orquesta perpetraba un vals criollo. Dos personas se habían sentado en la mesa contigua a la nuestra. Un anciano con bigotes gris perla y un sombrero blando blanco y una anciana con vestido azul oscuro. El viento hacía oscilar los farolillos colgados de los árboles. Coco Lacour fumaba un puro. Esmeralda se tomaba, muy formal, una granadina. No hablaban. Por eso me gustan. Querría describirlos minuciosamente. Coco Lacour: un gigante pelirrojo con ojos de ciego que, de tarde en tarde, ilumina una tristeza infinita. Los oculta frecuentemente tras unas gafas negras y los andares torpes y titubeantes le prestan apariencia sonámbula. ¿La edad de Esmeralda? Es una niñita diminuta. Podría aportar en lo referido a ellos un cúmulo de detalles enternecedores, pero renuncio, agotado. Coco Lacour, Esmeralda, con esos nombres os basta, de la misma forma que a mí me basta con su presencia silenciosa a mi lado. Esmeralda miraba, maravillada, a los verdugos de la orquesta. Coco Lacour sonreía. Soy el ángel de la guarda de ambos. Vendremos todos los atardeceres al bosque de Boulogne para disfrutar mejor de la dulzura del verano. Entraremos en este principado misterioso, con sus lagos, sus paseos forestales y sus salones de té sumergidos entre las frondas. Nada ha cambiado aquí desde que éramos pequeños. ¿Te acuerdas? Jugabas al aro por los paseos del Pré Catelan. El viento le acariciaba el pelo a Esmeralda. El profesor de piano me había dicho que iba progresando. Estudiaba solfeo con el método Beyer y me faltaba poco para tocar breves fragmentos de Wolfgang Amadeus Mozart. Coco Lacour incendiaba un puro con timidez, como si se disculpara. Los quiero. No hay la menor sensiblería en este amor que les tengo. Pienso: si yo no estuviera, los pisotearían. Míseros, inválidos. Siempre callados. Un soplo, un ademán bastarían para quebrarlos. Conmigo no tienen nada que temer. A veces me entran ganas de abandonarlos. Escogería un momento excepcionalmente propicio. Esta noche, por ejemplo. Me pondría de pie y les diría en voz baja: «Esperad, que enseguida vuelvo». Coco Lacour asentiría con la cabeza. La pobre sonrisa de Esmeralda. Tendría que dar los diez primeros pasos sin volverme. Luego, todo iría sobre ruedas. Correría hacia el coche y arrancaría a toda velocidad. Lo más difícil: no aflojar la presión durante los pocos segundos que preceden a la asfixia. Pero nada mejor que el alivio infinito que notas cuando el cuerpo se relaja y baja muy despacio hacia el fondo. Y lo dicho vale tanto para la tortura de la bañera cuanto para esa traición de abandonar en la oscuridad a alguien tras haberle prometido regresar. Esmeralda jugaba con una paja. Soplaba y hacía pompas en la granadina. Coco Lacour fumaba un puro. Cuando se apodera de mí el vértigo de dejarlos, los miro por turno, atento a sus mínimos gestos, espiándoles las expresiones de la cara como se aferra uno a la barandilla de un puente. Si los abandono, volveré a la soledad del principio. Estamos en verano, me decía a mí mismo para tranquilizarme. Todo el mundo volverá el mes que viene. Estábamos en verano, efectivamente, pero se estaba prolongando de forma sospechosa. No quedaba ya ni un coche en París. Ni un solo peatón. De vez en cuando, el latido de un reloj rompía el silencio. Al doblar la esquina de un paseo a pleno sol, pensé a veces que estaba teniendo un mal sueño. La gente se había ido de París en el mes de julio. Por la noche, se reunían por última vez en las terrazas de Les Champs-Élysées y del bosque de Boulogne. Nunca había probado con más intensidad la tristeza del verano como en aquellos instantes. Es la estación de los fuegos artificiales. Todo un mundo a punto de desaparecer lanzaba los últimos destellos bajo las hojas de los árboles y los farolillos. La gente se empujaba, hablaba muy alto, reía, se pellizcaba nerviosamente. Se oían vasos romperse y puertas de coche cerrarse de golpe. Comenzaba el éxodo. Durante el día, me paseaba por esa ciudad a la deriva. Sale humo de las chimeneas: están quemando los papeles viejos antes de salir por pies. No quieren cargar con un equipaje inútil. Filas de coches fluyen hacia las puertas de París y yo me siento en un banco. Querría acompañarlos en esa huida, pero no tengo nada que salvar. Cuando se hayan ido, aparecerán unas sombras y harán corro a mi alrededor. Reconoceré algunos rostros. Las mujeres van excesivamente maquilladas y los hombres son de una elegancia de negros: zapatos de cocodrilo, trajes de mil colores, sortijas de sello de platino. Los hay incluso que lucen en cuanto pueden una hilera de dientes de oro. Heme en manos de individuos poco recomendables: ratas que toman posesión de una ciudad cuando la peste ha diezmado a los vecinos. Me dan un carnet de policía, un permiso de armas y me ruegan que me cuele en una «red» para desmantelarla. He prometido, desde que era pequeño, tantas cosas que no he cumplido, he dado tantas citas a las que no he ido que me parecía «de una sencillez infantil» convertirme en un traidor ejemplar. «Un momento, que ahora vuelvo…». Todos esos rostros contemplados por última vez antes de que se los tragase la noche… Algunos no podían ni imaginarse que los estaba dejando. Otros me clavaban miradas vacías: «Va a volver, ¿verdad?». Recuerdo también esas curiosas punzadas en el corazón cada vez que miraba el reloj: llevan esperándome cinco, diez, veinte minutos. A lo mejor aún no han perdido la confianza. Me entraban ganas de acudir corriendo a la cita y el vértigo solía durarme una hora. Cuando denuncias, resulta mucho más fácil. Apenas unos segundos, el tiempo que se tarda en dar con voz apresurada los nombres y las señas. Soplón. Seré incluso asesino, si así lo quieren. Mataré a mis víctimas con silenciador. Luego, les miraré las gafas, los llaveros, los pañuelos, las corbatas, objetos modestos que no tienen importancia salvo para aquel a quien pertenecen y que me conmueven aún más que el rostro de los muertos. Antes de matarlos, no apartaré la vista de una de las partes más humildes de sus personas: el calzado. Es erróneo creer que la febrilidad de las manos, las mímicas del rostro, la mirada, la entonación y la voz son lo único que puede conmovernos de entrada. Para mí, el patetismo está en el calzado. Y cuando me entren remordimientos por haberlos matado, no me acordaré ni de su sonrisa ni de los méritos de sus corazones, sino de su calzado. Dicho lo cual, hay que ver lo que se gana últimamente con las tareas de policía de a pie. Tengo los bolsillos atiborrados de billetes de banco. Esta riqueza me vale para proteger a Coco Lacour y a Esmeralda. Sin ellos estaría muy solo. A veces pienso que no existen. Soy ese ciego pelirrojo y esa niña diminuta y vulnerable. Excelente ocasión para compadecerme a mí mismo. Un poco más de paciencia. Ya llegarán las lágrimas. Por fin voy a saber cómo son los deleites de la Self Pity, como dicen los judíos ingleses. Esmeralda me sonreía, Coco Lacour chupaba el puro. El anciano y la anciana del vestido azul oscuro. En torno, las mesas vacías. Las lámparas del techo, que se habían quedado encendidas por olvido… Temía, en cada momento, oír cómo frenaban sus coches en la grava. Las puertas se cerrarían de golpe, se nos acercarían con pasos lentos y un cabeceo de barco en los andares. Esmeralda hacía pompas de jabón y miraba cómo salían volando frunciendo el ceño. Una le estallaba a la anciana contra la mejilla. Los árboles se estremecían. La orquesta tocaba los primeros compases de una czarda; y, luego, un foxtrot y una marcha militar. Pronto no sabremos ya de qué música se trata. Los instrumentos pierden el resuello, hipan, y yo vuelvo a verle la cara a aquel hombre a quien llevaron al salón a rastras, con las manos atadas con un cinturón. Quería ganar tiempo y, de entrada, les hizo unas muecas simpáticas, como si intentase distraerlos. Al no poder ya controlar el miedo, intentó seducirlos: los miraba por el rabillo del ojo; se destapaba el hombro derecho con ademanes breves, a sacudidas; esbozaba una danza del vientre mientras le temblaban todos los miembros. No hay que quedarse aquí ni un instante más. La música va a morir tras un postrer sobresalto. Las lámparas van a apagarse.
—¿Jugamos a la gallinita ciega?
—¡Excelente idea!
—No hará falta que nos vendemos los ojos.
—Como estamos a oscuras.
—¡Le toca quedarse, Odicharvi!
—¡Sepárense!
Andan con pasos quedos. Se oye que abren la puerta del armario. Seguramente quieren esconderse dentro. Da la impresión de que reptan alrededor del escritorio. Cruje el entarimado. Alguien se pega un golpe con un mueble. La silueta de otro se recorta contra el fondo de la ventana. Risas guturales. Suspiros. Los gestos se vuelven precipitados. Deben de andar corriendo para todos lados.
—Lo he pillado, Baruzzi.
—Mala pata, soy Helder.
—¿Quién va ahí?
—A ver si lo adivina.
—¿Rosenheim?
—No.
—¿Costachesco?
—No.
—¿Se rinde?
—Los detendremos esta noche —asegura el Khédive—. Al teniente y a todos los miembros de la organización. A TODOS. Esa gente nos sabotea el trabajo.
—Todavía no nos ha dicho la dirección de Lamballe —susurra el señor Philibert—. ¿Cuándo va a decidirse, hijito? Vamos…
—Dele un respiro, Pierrot.
La luz vuelve de golpe. Todos guiñan los ojos. Se agrupan alrededor del escritorio.
—Tengo el gaznate seco.
—¡Bebamos, queridos amigos, bebamos!
—¡Una canción, Baruzzi, una canción!
—Había una vez un barquito chiquitito.
—¡Siga, Baruzzi, siga!
—Que no sabía, que no sabía, que no sabía navegar.
—¿Quieren que les enseña mis tatuajes? —propone Frau Sultana. Se rasga la blusa. Lleva un ancla marinera en ambos pechos. La baronesa Lydia Stahl y Violette Morris la tiran de espaldas y acaban de desnudarla. Se resiste, se escabulle de los abrazos y las enardece con grititos. Violette Morris la persigue por el salón, en una de cuyas esquinas está Zieff chupando un ala de pollo.
—Da gusto zampar en estos tiempos de restricciones. ¿Saben lo que hice hace un rato? ¡Me puse delante de un espejo y me unté la cara de foie-gras! ¡Foie-gras a 15.000 francos el medallón! —Suelta grandes carcajadas.
—¿Un poco más de coñac? —propone Pols de Helder—. Ya no se encuentra por ninguna parte. El cuarto de litro vale 100.000 francos. ¿Cigarrillos ingleses? Me los mandan directamente de Lisboa. 20.000 francos la cajetilla.
—Pronto me llamarán señor director de la Policía —declara el Khédive con voz seca.
La mirada se le pierde en el acto en el espacio.
—¡A la salud del director! —vocifera Lionel de Zieff.
Trastabilla y se desploma encima del piano. Se le ha escapado el vaso de la mano. El señor Philibert coteja un dossier junto con Paulo Hayakawa y Baruzzi. Los hermanos Chapochnikoff andan muy atareados con la gramola. Simone Bouquereau se contempla en el espejo.
Die Nacht,
die Musik
und dein Mund
Canturrea la baronesa Lydia esbozando un paso de baile.
—¿Una sesión de paneuritmia sexualodivina? —relincha el mago Ivanoff con su voz de semental.
El Khédive los mira con pena.
—Me llamarán señor director. —Alza el tono de voz—: ¡Señor director de la Policía! —Da un puñetazo en el escritorio. Los demás no hacen ni caso a ese ataque de mal humor. Se levanta y abre a medias la ventana de la izquierda del salón—. ¡Venga a mi lado, hijito, necesito su presencia! ¡Un muchacho tan sensible como usted! Tan receptivo… ¡Me calma los nervios!…
Zieff ronca encima del piano. Los hermanos Chapochnikoff han renunciado a poner en marcha la gramola. Pasan revista a los jarrones de flores, de uno en uno, rectificando la posición de una orquídea, acariciando los pétalos de una dalia. A veces se vuelven hacia donde está el Khédive y le lanzan miradas medrosas. A Simone Bouquereau parece fascinarla su cara en el espejo. Se le dilatan los ojos violeta y se le pone la tez cada vez más pálida. Violette Morris se ha sentado en el sofá de terciopelo, junto a Frau Sultana. Le tienden ambas las palmas de las blancas manos al mago Ivanoff.
—Ha subido el wolframio —comenta Baruzzi—. Puedo conseguírselo a precios interesantes. Estoy conchabado con Guy Max, de la oficina de compras de la calle de Villejust.
—Creía que sólo llevaba el textil —dice el señor Philibert.
—Se ha reconvertido —dice Hayakawa—. Le ha vendido las existencias a Macías-Reoyo.
—¿A lo mejor prefieren los cueros en bruto? —pregunta Baruzzi—. El box-calf ha subido 100 francos.
—Odicharvi me ha hablado de tres toneladas de lana peinada que quiere quitarse de encima. Me acordé de usted, Philibert.
—¿Qué me dice de 36.000 barajas que le entrego mañana mismo, por la mañana? Podría revenderlas al precio máximo. Es el momento oportuno. Empezó la Schwerpunkt Aktion a principios de mes.
Ivanoff le examina la palma de la mano a la marquesa.
—¡A callar! —vocifera Violette Morris.
¿Le estará adivinando el porvenir el mago? ¡A callar todo el mundo!
—¿Qué le parece, hijito? —me pregunta el Khédive—. ¡Ivanoff lleva la batuta con las señoras! ¡Su famosa varilla de los metales ligeros! ¡No pueden ya vivir sin él! ¡Unas místicas, mi querido amigo! ¡Y él se aprovecha! ¡Menudo payaso viejo!
Se acoda en el filo del balcón. Abajo hay una plaza tranquila, de esas que encontramos en el distrito XVI. Los faroles lanzan una curiosa luz azul sobre las hojas de los árboles y el quiosco de música.
—¿Sabe, hijo, que el palacete en que estamos pertenecía antes de la guerra al señor de Bel-Respiro? —Se le ensordece la voz—. He encontrado en un armario cartas que les escribía a su mujer y a sus hijos. Era hombre de familia. ¡Mire, éste es! —Señala un retrato de tamaño natural colgado entre las dos ventanas—. ¡El señor de Bel-Respiro en persona, con uniforme de oficial de espahís! ¡Mire cuántas condecoraciones! ¡Esto es un francés!
—¿Dos kilómetros cuadrados de rayón? —propone Baruzzi—. Se lo dejaría regalado. ¿Cinco toneladas de galletas? Los vagones están inmovilizados en la frontera española. Conseguiría enseguida los bonos para el transporte. Sólo quiero una comisión modesta, Philibert.
Los hermanos Chapochnikoff andan rondando al Khédive sin atreverse a hablarle. Zieff duerme con la boca abierta. Frau Sultana y Violette Morris dejan que las mezan las palabras de Ivanoff: flujo astral… pentagrama sagrado… espigas de la tierra nutricia… grandes ondas telúricas… paneuritmia de hechicería… Betelgeuse… Pero Simone Bouquereau apoya la frente en el espejo.
—Todos esos apaños financieros no me interesan —zanja el señor Philibert.
Baruzzi y Hayakawa, decepcionados, se van dando bandazos hasta el sillón de Lionel de Zieff y le golpean en el hombro para despertarlo. El señor Philibert coteja un dossier, lápiz en mano.
—Mire, mi querido niño —sigue diciendo el Khédive (de verdad parece que va a romper en llanto)—, no tuve instrucción. Estaba solo cuando enterraron a mi padre y pasé la noche tendido encima de su tumba. Y aquella noche hacía mucho frío. A los catorce años, la colonia penitenciaria de Eysses… el batallón disciplinario… Fresnes… Sólo podía conocer a golfos como yo… La vida…
—¡Despierte, Lionel! —vocifera Hayakawa.
—Tenemos cosas importantes que decirle —añade Baruzzi.
—Le conseguimos quince mil camiones y dos toneladas de níquel si nos paga una comisión del quince por ciento.
Zieff guiña los ojos y se seca la frente con un pañuelo azul cielo.
—Lo que ustedes digan, con tal de que nos pongamos ciegos de comer hasta reventar. ¿No les parece que he engordado en estos dos últimos meses? Da gusto, en estos tiempos de restricciones.
Se encamina torpemente hacia el sofá y le mete una mano en la blusa a Frau Sultana. Ésta se revuelve y lo abofetea con todas sus fuerzas. Ivanoff suelta una risita sarcástica.
—Lo que ustedes digan, guapitos míos —repite Zieff con voz cascada—. Lo que ustedes digan.
—¿Estamos de acuerdo para mañana por la mañana, Lionel? —pregunta Hayakawa—. ¿Se lo puedo decir a Schiedlausky? Le regalamos de propina un vagón de caucho.
El señor Philibert, sentado al piano, desgrana pensativamente unas cuantas notas.
—Y, sin embargo, hijito —sigue diciendo el Khédive—, siempre tuve sed de respetabilidad. No me confunda, se lo ruego, con estas personas que están aquí…
Simone Bouquereau se maquilla ante el espejo. Violette Morris y Frau Sultana tienen los ojos cerrados. El mago parece estar invocando a los astros. Los hermanos Chapochnikoff están junto al piano. Uno le da cuerda al metrónomo y el otro le alarga una partitura al señor Philibert.
—¡Lionel de Zieff, por ejemplo! —susurra el Khédive—. ¡Le contaré las mil y una acerca de ese tiburón de los negocios! ¡Y acerca de Baruzzi! ¡Hayakawa! ¡Y todos los demás! ¿Ivanoff? ¡Un chantajista innoble! La baronesa Lydia es una puta…
El señor Philibert hojea la partitura. De vez en cuando, marca el compás. Los hermanos Chapochnikoff le lanzan miradas medrosas.
—Ya ve, hijito —sigue diciendo el Khédive—, ¡todas las ratas se han aprovechado de los «acontecimientos» recientes para subir a la superficie! Incluso yo… ¡pero ésa es otra historia! ¡No se fíe de las apariencias! No tardaré en recibir en este salón a las personas más respetables de París. Me llamarán ¡señor director de la Policía! SEÑOR DIRECTOR DE LA POLICÍA, ¿me oye? —Se vuelve y señala el retrato de tamaño natural—. ¡Yo en persona! ¡De oficial de espahís! ¡Mire las condecoraciones! ¡Legión de Honor! ¡Cruz del Santo Sepulcro! ¡Cruz de San Jorge de Rusia! ¡Danilo de Montenegro! ¡Torre y Espada de Portugal! ¡No tengo nada que envidiarle al señor de Bel-Respiro! ¡Puedo sentarle las costuras!
Da un taconazo.
De pronto, el silencio.
Lo que está tocando el señor Philibert es un vals. La cascada de notas titubea, se expande, rompe sobre las dalias y las orquídeas. Él está muy tieso. Ha cerrado los ojos.
—¿Lo oye, hijito? —pregunta el Khédive—. ¡Mírele las manos! ¡Pierre puede estar tocando horas y horas sin inmutarse! ¡Nunca le dan calambres! ¡Un artista!
Frau Sultana balancea levemente la cabeza. Salió del entumecimiento con los primeros compases. Violette Morris se pone de pie y baila el vals sola hasta la otra punta del salón. Paulo Hayakawa y Baruzzi se han callado. Los hermanos Chapochnikoff escuchan con la boca abierta. Al propio Zieff parecen hipnotizarlo las manos del señor Philibert, que pierden los estribos en el teclado. Ivanoff examina el techo sacando la barbilla. Pero Simone Bouquereau termina de maquillarse ante el espejo veneciano como si no pasara.
El señor Philibert clava con todas sus fuerzas varios acordes, inclina el busto, tiene los ojos cerrados. El vals es cada vez más arrebatado.
—¿Le gusta, hijito? —pregunta el Khédive.
El señor Philibert ha cerrado el piano brutalmente. Se levanta frotándose las manos y se acerca al Khédive. Dice, pasado un momento:
—Acabamos de pescar a alguien, Henri. Reparto de panfletos. Lo hemos cogido con las manos en la masa. Breton y Reocreux se están ocupando de él en el sótano.
Los demás están aún aturdidos por el vals. No dicen nada y siguen inmóviles en el lugar en que los dejó la música.
—Le estaba hablando de usted; Pierre —susurra el Khédive—. Le decía que es usted un muchacho sensible, un melómano sin parangón, un artista…
—Gracias, gracias, Henri. ¡Es cierto, pero aborrezco las palabras altisonantes! ¡Debería haberle explicado a este joven que era un policía, sin más!
—¡El primer poli de Francia! ¡Lo dijo un ministro!
—¡De eso hace mucho, Henri!
—¡Por entonces, Pierre, yo le habría tenido miedo! ¡El inspector Philibert! ¡Madre mía! ¡Cuando sea director de la policía, te nombraré comisario, cariño!
—¡Cállese!
—¿Pero me quiere de todas formas?
Un alarido. Luego, dos. Luego, tres. Agudísimos. El señor Philibert mira el reloj.
—Ya llevan tres cuartos de hora. ¡Debe de estar a punto de venirse abajo! ¡Voy a ver!
Los hermanos Chapochnikoff le siguen, pisándole los talones. Los demás —en apariencia— no han oído nada.
—Eres la más guapa —le afirma Paulo Hayakawa a la baronesa Lydia, alargándole una copa de champán.
—¿En serio?
Frau Sultana e Ivanoff se miran a los ojos. Baruzzi se acerca con paso cauteloso a Simone Bouquereau, pero Zieff le pone la zancadilla al pasar. Baruzzi tira, al caer, un jarrón de dalias.
—¿Así que queriendo jugar a los conquistadores? ¿Ya nadie le hace caso a su pichoncito Lionel?
Suelta la carcajada y se abanica con el pañuelo azul celeste.
—Es ese individuo a quien pillaron —susurra el Khédive—. ¡El que llevaba panfletos! ¡Se están ocupando de él! Acabará por venirse abajo, mi querido amigo. ¿Quieres verlo?
—¡A la salud del Khédive! —vocifera Lionel de Zieff.
—A la del inspector Philibert —añade Paulo Hayakawa, acariciándole la nuca a la baronesa. Un alarido. Luego, dos. Un sollozo prolongado.
—¡Habla o revienta! —berrea el Khédive.
Los demás no le hacen ningún caso. Menos Simone Bouquereau, que se estaba maquillando delante del espejo. Se vuelve. Los grandes ojos violeta se le comen la cara. Tiene un churretón de carmín de labios en la barbilla.
Durante unos cuantos minutos seguimos oyendo la música. Se desvaneció al pasar por la encrucijada de Les Cascades. Yo conducía. Coco Lacour y Esmeralda iban en el asiento de delante. Íbamos deslizándonos por la carretera de los lagos. El infierno empieza en las lindes del bosque: bulevar de Lannes, bulevar de Flandrin, avenida de Henri-Martin. Este barrio residencial es el más temible de París. En el silencio que reinaba en él hace tiempo a partir de las ocho de la tarde había algo tranquilizador. Silencio burgués, afelpado, aterciopelado y bien educado. Se intuía a las familias reunidas en el salón después de cenar. Ahora ya no sabemos qué sucede detrás de las anchas fachadas a oscuras. De vez en cuando nos cruzábamos con un coche con los faros apagados. Me daba miedo que pudiera pararse y cerrarnos el paso.
Tiramos por la avenida de Henri-Martin. Esmeralda dormitaba. Después de las once, a las niñas les cuesta seguir con los ojos abiertos. Coco Lacour jugaba con el salpicadero, giraba el mando de la radio. Ambos ignoraban cuán frágil era su dicha. Yo era el único que se preocupaba. Éramos tres niños que cruzábamos en un coche grande las tinieblas maléficas. Y si por casualidad había luz en una ventana, no debía fiarme de eso. Conozco bien este distrito. El Khédive me encomendaba que registrase los palacetes para incautarme de objetos artísticos: palacetes Segundo Imperio, pabellones de recreo del XVIII, palacetes 1900 con vidrieras, castillos góticos de imitación. No vivía en ellos sino un portero amedrentado que el dueño se había dejado olvidado al huir. Yo llamaba a la puerta, enseñaba el carnet de policía y le pasaba revista al lugar. Conservo el recuerdo de largos paseos: Maillot, La Muette, Auteuil, tales eran mis etapas. Me sentaba en un banco, a la sombra de los castaños. Nadie por las calles. Podía visitar todas las casas del barrio. La ciudad era mía.
Plaza de Le Trocadéro. Junto a mí, Coco Lacour y Esmeralda, esos dos compañeros de piedra. Mamá me decía: «Cada uno tiene los amigos que se merece». A lo que yo le respondía que los hombres charlan demasiado para mi gusto y que no soporto esos enjambres de moscas azules que les salen de la boca. Me dan jaqueca. Me dejan sin resuello, y ya lo tengo muy limitado. El teniente, por ejemplo, es un conversador increíble. Cada vez que entro en su despacho, se levanta y abre el discurso con «mi joven amigo» o «muchachito». Luego, las palabras van sucediéndose a una cadencia frenética y ni se toma tiempo para articularlas del todo. Si acorta un poco el flujo, es para anegarme mejor al minuto siguiente. La voz va teniendo entonaciones cada vez más agudas. Al final, son piídos y se le atragantan las palabras. Da pataditas, mueve los brazos, se crispa, hipa, se pone serio de repente y reanuda el discurso con voz monocorde. Lo remata con un «Agallas, chico» que cuchichea al filo del agotamiento.
Al principio, me dijo: «Lo necesito. Vamos a hacer un buen trabajo. Yo sigo en la clandestinidad con mis hombres. La misión de usted es infiltrarse entre nuestros adversarios. Informarnos con la mayor discreción posible de las intenciones que tengan esos cabrones». Marcaba claramente las distancias: suyos y de su estado mayor eran la pureza y el heroísmo. Para mí, las tareas bajas del espionaje y el juego doble. Al volver a leer aquella noche la Antología de los traidores, de Alcibíades al capitán Dreyfus, me pareció que a fin de cuentas el doble juego y —¿por qué no?— la traición encajaban bien con mi carácter travieso. Insuficientemente animoso para alinearme con los héroes. Demasiado indolente y distraído para ser un cabrón auténtico. Y, en cambio, ductibilidad, gusto por el movimiento y una simpatía evidente.
Íbamos avenida de Kléber arriba. Coco Lacour bostezaba. Esmeralda se había quedado dormida y le había resbalado la cabecita hasta mi hombro. Ya es hora de que se vayan a la cama. Avenida de Kléber. Esa noche habíamos tomado el mismo camino, después de salir de L’Heure Mauve, una sala de fiestas de Les Champs-Élysées. Una humanidad bastante fofa estaba pegada a las mesas de terciopelo rojo y las banquetas de la barra: Lionel de Zieff, Costachesco, Lussatz, Méthode, Frau Sultana, Odicharvi, Lydia Stahl, Otto de Silva, los hermanos Chapochnikoff… Penumbra madorosa. Flotaban aromas egipcios. Había en París unos cuantos islotes así en donde la gente se esforzaba por no recordar «el desastre acontecido los días anteriores» y en donde habían quedado estancadas una alegría de vivir y una frivolidad de antes de la guerra. Me fijaba en todos esos rostros y me repetía una frase que había leído en alguna parte: «Unos camelistas con tufos de traiciones y asesinatos…». Al lado de la barra, giraba una gramola:
El Khédive y el señor Philibert me sacaron fuera. Un Bentley blanco estaba esperando en la parte de abajo de la calle de Marbeuf. Se sentaron junto al chófer; y yo, en el asiento de detrás. Los faroles vomitaban despacio una luz azulada.
—No tiene importancia —afirmó el Khédive, señalando al chófer—. Eddy ve en la oscuridad.
—En este momento —me dijo el señor Philibert, cogiéndome del brazo— hay montones de posibilidades para un joven. Hay que quedarse con la mejor opción y estoy dispuesto a ayudarlo, mi querido muchacho. Vivimos en una época peligrosa. Usted tiene manos afiladas y blancas y una salud muy delicada. Tenga cuidado. Si hay algo que le quiero aconsejar es que no juegue a los héroes. Estese quieto. Trabaje con nosotros: puede elegir entre eso o el martirio o el sanatorio.
—¿Un trabajillo de soplón, por ejemplo, no le apetecería? —me preguntó el Khédive.
—Muy generosamente pagado —añadió el señor Philibert.
—Y completamente legal. Le proporcionaremos un carnet de policía y un permiso de armas.
—Lo que tiene que hacer es infiltrarse en una organización clandestina para desmantelarla. Nos informará de los hábitos de esos caballeros.
—Con un mínimo de prudencia no sospecharán nada.
—Me parece que es usted alguien que inspira confianza.
—Y parece que no haya roto nunca un plato.
—Tiene una sonrisa que le sienta muy bien.
—¡Y unos ojos preciosos, muchacho!
—Los traidores tienen siempre una mirada limpia.
Hablaban cada vez más deprisa. Acababa por darme la impresión de que hablaban al mismo tiempo. Aquellos enjambres de mariposas azules que les salían de la boca… Lo que quisieran, vamos… Soplón, asesino a sueldo, con tal de que se callasen de una vez y me dejasen dormir. Soplón, traidor, asesino, mariposas…
—Lo llevamos a nuestro nuevo cuartel general —decidió el señor Philibert—. Es un palacete en el 3 bis de la glorieta de Cimarosa.
—Estamos celebrando la inauguración —añadió el Khédive—. ¡Con todos nuestros amigos!
—Home, sweet home —canturreó el señor Philibert.
Al entrar en el salón, me volvió a la memoria la frase misteriosa: «Unos camelistas con tufos a traiciones y asesinatos». Allí estaban todos. Y no paraban de llegar otros: Danos, Codébo, Reocreux, Vital-Léca, Robert el Pálido… Los hermanos Chapochnikoff les servían champán.
—Le propongo una charlita a solas —me cuchicheó el Khédive—. ¿Qué impresiones tiene? Está muy pálido. ¿Un traguito?
Me alargaba una copa llena hasta arriba de un líquido sonrosado.
—Ya ve —me dijo, abriendo la ventana y llevándome al balcón—, a partir de hoy soy el amo de un imperio. No se trata sólo de un servicio policíaco complementario. ¡Vamos a mover asuntos gigantescos! ¡Tendremos un cuerpo de más de quinientos ojeadores! ¡Philibert me ayudará en la parte administrativa! ¡Les he sacado partido a los acontecimientos extraordinarios que hemos vivido en estos últimos meses!
Hacía tanto bochorno que se empañaban los cristales de las ventanas del salón. Me trajeron otra copa del líquido sonrosado, que me bebí conteniendo una arcada.
—Y además —me acariciaba la mejilla con el dorso de la mano— podrá darme consejos, orientarme en algunas ocasiones. No tuve instrucción. —Hablaba cada vez más bajo—. A los catorce años, la colonia penitenciaria de Eysses; luego, el batallón penitenciario, la relegación… Pero tengo sed de respetabilidad, ¿me oye? —Le brillaban los ojos.
Rabioso:
—¡Pronto seré director de la policía! ¡ME LLAMARÁN SEÑOR DIRECTOR! —Aporrea con ambos puños el filo del balcón—: ¡SEÑOR DIRECTOR… SEÑOR DIRECTOR! —Y, acto seguido, se le pierde la mirada en el vacío.
Abajo, en la plaza, los árboles sudaban. Tenía ganas de irme, pero seguramente era demasiado tarde. Me sujetaría por la muñeca y, aunque consiguiera zafarme, tendría que cruzar el salón, abrirme paso a través de esos grupos compactos, padecer el ataque de un millón de avispas zumbadoras. Qué vértigo. Amplios redondeles luminosos, cuyo eje era yo, giraban cada vez más deprisa y el corazón se me salía del pecho.
—¿Un mareo?
Me agarra del brazo, me lleva, me hace sentarme en el sofá. Los hermanos Chapochnikoff —¿cuántos eran en realidad?— corrían de un lado a otro. El conde Baruzzi sacaba de una cartera negra un fajo de billetes y se lo enseñaba a Frau Sultana. Algo más allá, Rachid, von Rosenheim, Paulo Hayakawa y Odicharvi charlaban animadamente. Y otros, a quienes no veía. Me pareció que todas aquellas personas se iban desmenuzando in situ por aquella locuacidad tan grande, por aquellos ademanes entrecortados y por los perfumes densos que exhalaban. El señor Philibert me alargaba un carnet verde con una barra roja.
—A partir de ahora pertenece al Servicio: lo he inscrito con el nombre de «Swing Troubadour».
Todos me rodeaban alzando copas de champán.
—¡A la salud de Swing Troubadour! —me espetó Lionel de Zieff, y soltó una carcajada estentórea que le congestionó el rostro.
—¡A la salud de Swing Troubadour! —chilló la baronesa Lydia.
Fue en ese mismo momento —si la memoria no me engaña— cuando me entraron unas repentinas ganas de toser. Volví a ver la cara de mamá y cómo, todas las noches, antes de apagar al luz, me decía al oído: «¡Acabarás en la horca!».
—A su salud, Swing Troubadour —susurraba uno de los hermanos Chapochnikoff, y me tocaba medrosamente el hombro. Los demás me oprimían por todos lados y se me pegaban como moscas.
En la avenida de Kléber, Esmeralda habla dormida. Coco Lacour se frota los ojos. Ya es hora de que se vayan a la cama. Ninguno de los dos sabe cuán frágil es su dicha. De los tres, yo soy el único que se preocupa.
—Siento, hijito —dice el Khédive—, que haya oído esos gritos. A mí tampoco me gusta la violencia, pero ese individuo repartía panfletos. Y eso está muy mal.
Simone Bouquereau vuelve a mirarse en el espejo y se retoca el maquillaje. Los demás, relajados, recobran una amabilidad que encaja a la perfección con el lugar. Estamos en un salón burgués, después de cenar, a la hora de los licores añejos.
—¿Una copa para recuperarse, hijito? —propone el Khédive.
—La «etapa turbia» por la que estamos pasando —comenta el mago Ivanoff— ejerce en las mujeres una influencia afrodisíaca.
—A la mayoría de las personas se les ha debido de olvidar el aroma del coñac en estos tiempos de restricciones. —Ríe con sarcasmo Lionel de Zieff—. ¡Peor para ellos!
—¿Qué quiere? —susurra Ivanoff—. Cuando el mundo va a la deriva… Pero ojo, mi querido amigo, que no me aprovecho. Conmigo todo es a base de pureza.
—El box-calf… —empieza a decir Pols de Helder.
—Un vagón entero de wolframio… —dice acto seguido Baruzzi.
—Y con un descuento del veinticinco por ciento… —especifica Jean-Farouk de Méthode.
El señor Philibert ha entrado muy serio en el salón y se acerca al Khédive:
—Nos vamos dentro de un cuarto de hora, Henri. Primer objetivo: el teniente, en la plaza de Le Châtelet. Luego, los demás miembros de la organización, en sus respectivas señas. ¡Una redada espléndida! ¡El chico nos acompaña! ¿Verdad, mi querido Swing Troubadour? ¡Prepárese! ¡Dentro de un cuarto de hora!
—¿Una gotita de coñac para darle valor, Troubadour? —propone el Khédive.
—Y no se le olvide soltarnos las señas de Lamballe —añade el señor Philibert—. ¿Entendido?
Uno de los hermanos Chapochnikoff —¿pero cuántos son en realidad?— está de pie en el centro de la habitación, con un violín pegado a la mejilla. Se aclara la garganta y empieza luego a cantar con una voz de bajo muy hermosa:
Nur
nicht
aus Liebe weinen…
Los demás marcan el compás dando palmas. El arco raspa muy despacio las cuerdas, acelera el vaivén, sigue acelerando… La música es cada vez más rápida:
Aus Liebe…
Unos redondeles luminosos se agrandan como cuando tiramos una piedra al agua. Empezaron a girar al pie del violinista y ahora están llegando a las paredes del salón.
Es gibt auf Erden…
El cantante se queda sin resuello, parece que fuera a asfixiarse tras haber lanzado un último grito. El arco corre por las cuerdas cada vez a mayor velocidad. ¿Podrán seguir mucho tiempo aún marcando la cadencia con palmadas?
Auf dieser Welt…
Ahora gira el salón; gira y sólo el violinista sigue quieto.
nicht nur den Hainen…
Cuando éramos pequeños siempre nos daban miedo esos tiovivos que andan cada vez más deprisa y que se llaman gusano loco. Recordémoslo…
Es gibt so viele…
Pegábamos alaridos, pero de nada valía, el gusano seguía girando.
Es gibt so viele…
Y nos empeñábamos en subir en los gusanos esos. ¿Por qué?
Ich lüge auch…
Se ponen de pie dando palmas… El salón gira, gira, y hasta parece que se inclina. Van a perder el equilibrio, los jarrones se harán añicos en el suelo. El violinista canta con voz precipitada.
Ich lüge auch
Pegábamos alaridos, pero de nada valía. Nadie podía oírlo entre el barullo de la feria.
Es muss ja Lüge sein…
El rostro del teniente. Otros diez, otros veinte rostros que no da tiempo a reconocer. El salón gira, gira demasiado deprisa, como antaño el gusano loco «Sirocco» en el Parque de Atracciones.
den mir gewahlt…
Al cabo de cinco minutos giraba tan deprisa que ya no se les veían las caras con claridad a los que se quedaban mirando en la pista.
Heute dir gehoren…
Y, sin embargo, a veces podía uno pillar, al pasar, una nariz, una mano, una carcajada, unos dientes o unos ojos abiertos de par en par. Los ojos azul oscuro del teniente. Otros diez, otros veinte rostros. Aquellos cuyas señas ha dado uno hace un rato y a quienes detendrán esta misma noche. Menos mal que desfilan a toda prisa, al ritmo de la música, y que no da tiempo a sumar esos rasgos.
und Liebe schwören…
Al violinista la voz se le acelera cada vez más; se aferra al violín con la expresión despavorida de un náufrago…
Ich liebe jeden…
Los demás dan palmas, palmas, palmas, se les hinchan las mejillas, se les trastorna la mirada, seguramente van a morirse todos de una apoplejía…
Ich lüge auch…
El rostro del teniente. Otros diez, otros veinte rostros, a los que ahora sí se les distinguen los rasgos. Los van a detener dentro de un rato. Es como si nos estuvieran pidiendo cuentas. Durante unos pocos minutos, no nos arrepentimos en absoluto de haber dado sus señas. Frente a esos héroes que nos examinan con su mirada limpia, tiene uno incluso la tentación de proclamar bien alto la propia condición de chivato. Pero poco a poco se les va desconchando el barniz de los rostros, pierden la arrogancia y la estupenda certidumbre que los iluminaba se extingue como una vela que apagasen de un soplo. A uno de ellos le corre una lágrima por la mejilla. Otro agacha la cabeza y nos echa una mirada triste. Otro nos mira fijamente con estupor como si no se esperase de nosotros algo así…
Als ihr bleicher Leib im Wasser…
Los rostros giran, giran muy despacio. Al pasar, nos susurran mansos reproches. Luego, según siguen girando, se les crispan los rasgos, ni siquiera le hacen ya caso a uno, los ojos y las bocas expresan un miedo atroz. Seguramente piensan en lo que los espera. Han vuelto a ser esos niños que, en la oscuridad, piden socorro a mamá…
Von den Büchern in die grösseren Flüsse…
Nos acordamos de todos los detalles que tuvieron. Uno nos leía las cartas de su novia.
Als ihr bleicher Leib im Wasser…
Otro llevaba zapatos de cuero negro. Otro se sabía de memoria los nombres de todas las estrellas. El REMORDIMIENTO. Esos rostros no dejarán de girar y, a partir de ahora, dormiremos mal. Pero nos vuelve a la memoria una frase del teniente: «Los tipos de mi organización son a prueba de bomba. Si hace falta, morirán sin aflojar los dientes». Así que tanto mejor. Se les vuelve a endurecer el rostro. Los ojos azul oscuro del teniente. Otras diez, otras veinte miradas cargadas de desprecio. ¡Si quieren reventar a lo grande, que revienten!
Im Flussen mit Rielen has…
El violinista ha callado. Ha dejado el violín apoyado en la chimenea. Los demás se apaciguan un poco. Se adueña de ellos algo así como una languidez. Se repantigan en el sofá y en los sillones.
—Qué pálido está, hijo mío —susurra el Khédive—. No se deje impresionar. Será una redada muy limpia.
Es agradable verse en un balcón, al aire libre, y olvidarse por un momento de esa habitación en que el aroma de las flores, las charlas y la música lo mareaban a uno. Una noche de verano, tan dulce y silenciosa que parece que gusta.
—Desde luego que tenemos todas las apariencias del gangsterismo. Los hombres a los que recurro, nuestros métodos brutales, el hecho de haberle propuesto a usted un trabajo de chivato, a usted que tiene esa carita tan encantadora de Niño Jesús, todas esas cosas no abogan en nuestro favor, por desgracia…
Los árboles y el quiosco de la plaza están envueltos en una luz rojiza.
—Y esa humanidad tan curiosa que gravita alrededor de esto que llamo nuestra «oficina»: tiburones del mundo de los negocios, mujeres ligeras de cascos, inspectores de policía destituidos, morfinómanos, dueños de salas de fiestas, o sea, todos esos marqueses, condes, barones y princesas que no están en el Gotha…
Abajo, a lo largo de la acera, una fila de coches. Los suyos. Son manchas oscuras en las sombras de la noche.
—Todo eso, lo comprendo, puede impresionar a un joven bien educado. Pero —se le pone en la voz un tono rabioso— si se ve esta noche en compañía de gente tan poco recomendable es que, pese a esa carita suya de monaguillo… —Muy tierno—. Es que somos del mismo mundo, señor mío.
La luz de las lámparas del techo les quema el rostro, se lo corroe como un ácido. Se les queda la cara chupada, se les acartona la piel, seguramente las cabezas van a llegar a las dimensiones diminutas de esas que coleccionan los indios jíbaros. Un aroma de flores y de carne ajada. Pronto no quedará de toda esta asamblea más que unas burbujitas que estallarán en la superficie de una charca. Ya están chapoteando en un barro sonrosado y el nivel sube y sube, hasta llegarles a las rodillas. No les queda ya mucho rato de vida.
—Se aburre uno aquí —afirma Lionel de Zieff.
—Ya es hora de irse —dice el señor Philibert—. Primera etapa: plaza de Le Châtelet. ¡El teniente!
—¿Viene, hijito? —pregunta el Khédive.
Fuera, es la hora del oscurecimiento, como de costumbre. Se reparten al azar en los automóviles.
—¡Plaza de Le Châtelet!
—¡Plaza de Le Châtelet!
Las puertas se cierran de golpe. Arrancan a toda velocidad.
—¡No los adelantes, Eddy! —ordena el Khédive—. Ver a toda esa buena gente me sube los ánimos.
—¡Y decir que estamos manteniendo a toda esa panda de juerguistas! —suspira el señor Philibert.
—Un poco de indulgencia, Pierre. Hacemos buenos negocios con ellos. Son nuestros socios. Para lo bueno y para lo malo.
Avenida de Kléber. Tocan la bocina, sacan los brazos por las ventanillas, los menean, golpean el aire. Hacen eses, derrapan, chocan con poca fuerza. Compiten para ver quién se arriesga más, quién mete más bulla en pleno oscurecimiento. Champs-Élysées. Concorde. Calle de Rivoli.
—Vamos a un barrio que conozco bien —dice el Khédive—. El de Les Halles, en donde pasé la adolescencia descargando carros de verduras…
Los demás han desaparecido. El Khédive sonríe y enciende un cigarrillo con el mechero de oro macizo. Calle de Castiglione. La columna de la plaza de Vendôme, que se intuye a la izquierda. Plaza de Les Pyramides. El automóvil rueda cada vez más despacio, como si hubiese llegado a las inmediaciones de una frontera. Pasada la calle de Le Louvre, la ciudad parece achatarse de golpe.
—Estamos entrando en «el vientre de París» —comenta el Khédive.
Un olor, insoportable al principio, pero al que se acostumbra uno poco a poco, se te pone en la garganta aunque las ventanillas vayan cerradas. Han debido de convertir el mercado de Les Halles en matadero.
—«El vientre de París» —repite el Khédive.
El automóvil se desliza por los adoquines grasientos. El capó se llena de salpicaduras. ¿Barro? ¿Sangre? En cualquier caso, algo tibio.
Cruzamos el bulevar de Sébastopol y desembocamos en una amplia explanada. Han derribado todas las casas que había en torno y sólo quedan de ellas trozos de paredes con jirones de papel pintado. Se intuye, por las huellas que han dejado, el lugar en donde estaban las escaleras, las chimeneas, los armarios empotrados. Y la dimensión de las habitaciones. El sitio en donde estaba la cama. Aquí había una caldera. Allá, un lavabo. Había quienes preferían los papeles de flores; y otros, una imitación de las telas de Jouy. Creí incluso ver un cromo que se había quedado colgado de la pared.
Plaza de Le Châtelet. El café Zelly’s en donde el teniente y Saint-Georges han quedado conmigo a medianoche. ¿Qué actitud adoptaré cuando se me acerquen? Los demás ya se han acomodado en las mesas cuando entramos el Khédive, Philibert y yo. Se agolpan a nuestro alrededor. Compiten para ser los primeros en darnos un apretón de manos. Nos agarran, nos abrazan, nos zarandean. Algunos nos cubren la cara de besos, otros nos acarician la nuca y otros más nos tiran cariñosamente de las solapas de la chaqueta. Reconozco a Jean-Farouk de Méthode, a Violette Morris y a Frau Sultana.
—¿Cómo está? —me pregunta Costachesco.
Nos abrimos paso entre la aglomeración que se ha formado. La baronesa Lydia me lleva a una mesa en donde están Rachid von Rosenheim, Pols de Helder, el conde Baruzzi y Lionel de Zieff.
—¿Un poco de coñac? —me propone Pols de Helder—. Ya no hay quien lo encuentre en París; el cuarto de litro cuesta cien mil francos. ¡Beba!
Me hunde el gollete entre los dientes. Luego, Von Rosenheim me plantifica en la boca un cigarrillo inglés y enarbola un mechero de platino con esmeraldas engastadas. Poco a poco va bajando la luz; sus ademanes y sus voces se difuminan en una penumbra suave y, en el acto, con una nitidez extraordinaria, se me aparece el rostro de la princesa de Lamballe, a quien un soldado de la guardia nacional ha ido a buscar a la cárcel de La Force: «Levantaos, señora, hay que ir a la cárcel de L’Abbaye». Tengo delante sus picas y sus muecas. ¿Por qué no gritó «¡VIVA LA NACIÓN!» como le pedían? Si uno de ellos me araña la frente con la pica: ¿Zieff?, ¿Hayakawa?, ¿Rosenheim?, ¿Philibert?, ¿el Khédive?, bastará con esa gotita de sangre para que los tiburones se abalancen. No volver a moverme. Gritar cuantas veces quieran: «¡VIVA LA NACIÓN!». Desnudarme si es necesario. ¡Todo lo que digan! Un minuto más, señor verdugo. A toda costa, Rosenheim me vuelve a plantificar un cigarrillo inglés en la boca. ¿El del condenado a muerte? Por lo visto la ejecución no es aún para esta noche. Costachesco, Zieff, Helder y Baruzzi me dan muestras de la máxima amabilidad. Me preguntan cómo ando de salud. ¿Tengo suficiente dinero para mis gastos? Desde luego. Por haber entregado al teniente y a todos los miembros de su organización, me voy a ganar alrededor de cien mil francos, con los que me compraré unos cuantos fulares de Charvet y un abrigo de vicuña en previsión del invierno. A menos que me ajusten las cuentas de aquí a entonces. Parece ser que los cobardes mueren siempre de forma vergonzosa. El médico me decía que, antes de morir, todos los hombres se convierten en cajas de música y que, durante una fracción de segundo, se oye la melodía que encaja mejor con lo que fueron su vida, su carácter y sus aspiraciones. En unos, es un vals de acordeón; en otros, una marcha militar. Alguno hay que maúlla una canción de zíngaros que concluye con un sollozo o un grito de pánico. Para USTED, muchacho, será el ruido de un cubo de basura que alguien, de noche, manda a hacer puñetas a un solar. Y hace un rato, cuando estábamos cruzando la explanada esa, del otro lado del bulevar de Sébastopol, pensé: «Aquí concluirá tu aventura». Me acuerdo del itinerario en cuesta poco pronunciada que me condujo a ese lugar, uno de los más desolados de París. Todo empieza en el bosque de Boulogne, ¿te acuerdas? Estás jugando al aro en los prados de césped del Pré Catelan. Pasan los años, vas siguiendo la avenida de Henri-Martin y te encuentras en Trocadéro. Luego, en la plaza de L’Étoile. Tienes delante una avenida que flanquean faroles relumbrantes. Te parece a imagen y semejanza del porvenir: colmada de hermosas promesas, como suele decirse. La embriaguez te deja sin aliento en los umbrales de esta vía magna, pero sólo es la avenida de Les Champs-Élysées, son sus bares cosmopolitas, sus fulanas de lujo y el Claridge, caravasar por donde anda suelto el fantasma de Stavisky. Tristeza del Lido. Esas etapas consternadoras que son el Fouquet’s y el Colisée. Todo estaba trucado de antemano. En la plaza de La Concorde, luces zapatos de lagarto, una corbata de lunares blancos y cara de gigoló de poca monta. Tras dar un rodeo por el barrio Madeleine-Opéra, tan vil como Les Champs-Élysées, prosigues con tu itinerario y eso que el médico llama tu DES-COM-PO-SI-CIÓN MO-RAL bajo los soportales de la calle de Rivoli. Continental, Meurice, Saint-James & Albany, en donde desempeño el oficio de rata de hotel. Las clientas ricas me hacen subir a veces a sus habitaciones. De madrugada, rebusco en sus bolsos y les robo unas cuantas joyas. Más allá, Rumpelmayer y sus aromas de carnes ajadas. Las mariconas a las que atacan de noche, para robarles los tirantes y la cartera, en los jardines de Le Carrousel. Pero de pronto la visión se vuelve más nítida: ahora me hallo, bien abrigado, en el vientre de París. ¿Dónde está exactamente la frontera? Basta con cruzar la calle de Le Louvre o la plaza de Le Palais-Royal. Te adentras, camino de Les Halles, por callejuelas malolientes. El vientre de París en una jungla con zigzags de neones multicolores. En torno, banastas de hortalizas volcadas y sombras que acarrean gigantescos cuartos de búfalo. Unas cuantas caras lívidas y exageradamente maquilladas asoman un momento y, luego, desaparecen. A partir de ahora, todo es posible. Te contratarán para las tareas más bajas antes de ajustarte las cuentas de forma definitiva. Y si consigues escapar —mediante una última treta, una última cobardía— de toda esa muchedumbre de pescaderas y de carniceros agazapados en la sombra, irás a morir a poca distancia, del otro lado del bulevar de Sébastopol, en el centro de esa explanada. De ese solar. Ya lo dijo el médico. Has llegado al final de tu itinerario y no puedes ya dar marcha atrás. Demasiado tarde. Ya no circulan los trenes. Aquellos paseos nuestros de los domingos por el primer cinturón de cercanías, esa línea de ferrocarril que ya no funciona…
Siguiendo ese recorrido le dábamos la vuelta a París. Porte de Clignancourt. Bulevar de Pereire. Porte Dauphine. Más allá, Javel. Habían convertido las estaciones del trayecto en almacenes o en cafés. Algunas las habían dejado tal cual y podía imaginarme que pasaría un tren de un momento a otro, pero el reloj llevaba cincuenta años marcando la misma hora. Siempre me inspiró una ternura particular la estación de Orsay. Hasta el punto de quedarme aún esperando en ella los largos trenes pullman azul cielo que lo llevaban a uno a la Tierra Prometida. Como no llega ninguno, cruzo el puente de Solferino silbando entre dientes una java. Luego, saco de la cartera la foto del doctor Marcel Petiot, pensativo, en el banquillo de los acusados, y, detrás de él, todos esos montones de maletas: esperanzas, proyectos truncados, y el juez, señalándolos, me pregunta: «Dime, tú, ¿qué hiciste con tu juventud?», mientras mi abogado (mi madre en el presente caso, porque nadie ha aceptado el encargo de defenderme) intenta convencerlo, a él y a los miembros del jurado, de que, «no obstante, yo era un chico que prometía», «un chico ambicioso», uno de esos chicos de los que se dice: «Va a tener un buen porvenir». Prueba de ello, señor juez, es que esas maletas que tiene detrás son de excelente calidad. Cuero de Rusia, señor juez. Qué más me dará a mí, señora, la calidad de esas maletas si nunca se fueron de viaje. Y todos me condenan a muerte. Esta noche tienes que acostarte temprano. Mañana es día de mucho movimiento en el burdel. Que no se te olviden las cosas para pintarte y la barra de labios. Ensaya una vez delante del espejo: los guiños que hagas tienen que ser suaves como el terciopelo. Darás con muchos maniacos que te pedirán las cosas más inverosímiles. Les tengo miedo a esos viciosos. Si los dejo descontentos, me liquidarán. ¿Por qué no gritó «¡VIVA LA NACIÓN!»? Yo lo repetiría tanto cuanto quisieran. Soy la puta más dócil de todas.
—Pero beba, beba —me dice Zieff con voz suplicante.
—¿Un poco de música? —propone Violette Morris.
El Khédive se me acerca sonriente.
—El teniente llegará dentro de diez minutos. Salúdelo como si no pasara nada.
—Una canción sentimental —pide Frau Sultana.
—¡SEN-TI-MEN-TAL! —vocifera la baronesa Lydia.
—Luego, intente que salga del café.
—Negra noche, por favor —pide Frau Sultana.
—Para que podamos detenerlo con más facilidad. Luego iremos a detener a los otros en sus casas.
—Five Feet Two —dice haciendo melindres Frau Sultana—. Es la canción que más me gusta.
—Una estupenda redada en perspectiva. Le agradezco la información, hijito.
—¡De eso nada! —anuncia Violette Morris—. ¡Quiero oír Swing Troubadour!
Uno de los hermanos Chapochnikoff le da vueltas a la manivela de la gramola. El disco está rayado. Da la impresión de que la voz del cantante va a quebrarse de un momento a otro. Violette Morris lleva el compás, susurrando la letra:
Mais ton amie est en voyage,
pauvre Swing Troubadour…[19]
El teniente. ¿Era una ilusión debida a mi tremendo cansancio? Algunos días lo oía tutearme. Se le había volatilizado la arrogancia y se le aflojaban los rasgos de la cara. Sólo tenía ya delante a una señora muy vieja que me miraba con ternura.
Et cueillant des roses printanières
tristement elle fit un bouquet…[20]
Se adueñaban de él un cansancio y un desvalimiento, como si cayera en la cuenta de repente de que no podía hacer nada por mí. Repetía: «Tu corazón de modistilla, modistilla, modistilla…». Seguramente quería decir que yo no era «un mal tipo» (era una de sus expresiones). En momentos así habría querido darles las gracias por la amabilidad que me demostraba, él que solía ser tan seco, tan autoritario, pero no daba con las palabras. Al cabo de un momento, conseguía balbucir: «El corazón se me quedó en Batignolles», y deseaba que aquella frase le revelase mi auténtica forma de ser: la de un muchacho bastante sencillo, emotivo no-activo-secundario y que no tiene ni pizca de maldad.
Pauvre Swing Troubadour
Pauvre Swing Troubadour…
El disco se ha parado.
—¿Un Martini seco, joven? —me pregunta Lionel de Zieff.
Los demás se me acercan.
—¿Otro mareo? —me pregunta el conde Baruzzi.
—Lo veo muy pálido.
—¿Y si lo sacamos para que le dé el aire? —propone Rosenheim.
No me había fijado en la foto de gran tamaño de Pola Negri que hay detrás de la barra. No mueve los labios, los rasgos del rostro son inexpresivos y cargados de serenidad. Contempla esta escena con indiferencia. La copia amarillenta la hace parecer aún más lejana. Pola Negri no puede hacer nada por mí.
El teniente. Entró en el café Zelly’s con Saint-Georges a eso de las doce de la noche, como habíamos quedado. Todo sucedió muy deprisa. Les hago una seña con la mano. No me atrevo a mirarlos a los ojos. Los saco del café. El Khédive, Gouari y Vital-Léca los rodean en el acto, empuñando un revólver. En ese momento los miro a los ojos, de frente. Me contemplan primero con pasmo y, luego, con algo así como un desprecio regocijado. Cuando Vital-Léca se les acerca con las esposas, se sueltan y corren hacia el bulevar. El Khédive dispara tres veces. Se desploman en la esquina de la plaza y de la avenida Victoria.
Detuvieron durante la siguiente hora a:
Corvisart: avenida de Bosquet, 2;
Pernety: calle de Vaugirard, 172;
Jasmin: bulevar de Pasteur, 83;
Obligado: calle de Duroc, 5;
Picpus: avenida de Félix-Faure, 17;
Marbeuf y Pelleport: avenida de Breteuil, 28.
Yo llamaba a la puerta en todas las ocasiones y, para que no desconfiaran, les daba mi nombre.
Duermen. Coco Lacour ocupa el cuarto más grande de la casa. He acomodado a Esmeralda en una habitación azul que, sin duda, era la de la hija de los dueños. Éstos se fueron de París en junio «a raíz de los acontecimientos». Volverán cuando se restablezca el orden anterior, ¿quién sabe?, cuando llegue la estación próxima… y nos echarán de su palacete. Confesaré ante el tribunal que me había metido con fractura en aquella vivienda. El Khédive, Philibert y los demás comparecerán al tiempo que yo. El mundo habrá recuperado los colores habituales. París se llamará otra vez la Ciudad Luz y el público de la sesión del tribunal de lo criminal oirá, metiéndose el dedo en la nariz, la enumeración de nuestros crímenes: chivatazos, palizas, robos, asesinatos, tráficos de todo tipo, hechos que en el momento en que escribo están a la orden del día. ¿Quién querrá acudir a testimoniar a mi favor? El fuerte de Montrouge una mañana de diciembre. El pelotón de ejecución. Y todas las cosas horribles que escribirá acerca de mí Madeleine Jacob. (No las leas, mamá). Fuere como fuere, mis cómplices me matarán antes de que la Ética, la Justicia y lo Humano hayan vuelto a asomar a plena luz para confundirme. Querría dejar algunos recuerdos; al menos transmitirle a la posteridad los nombres de Coco Lacour y de Esmeralda. Esta noche, velo por ellos, pero ¿por cuánto tiempo aún? ¿Qué será de ellos sin mí? Fueron mis únicos compañeros. Dulces y silenciosos como gacelas. Vulnerables. Recuerdo que recorté en una revista la foto de un gato al que acababan de salvar de morir ahogado. Con el pelo empapado y chorreando lodo. Llevaba, apretada al cuello, una cuerda en cuya punta iba atada una piedra. No hubo nunca mirada que me pareciera más bondadosa que la suya. Coco Lacour y Esmeralda se le parecen. Que no se me interprete mal: no soy de la Sociedad Protectora de Animales ni de la Liga de los Derechos Humanos. ¿Qué hago? Camino por una ciudad desolada. Por la noche, a eso de las nueve, se sume en el toque de oscurecimiento, y el Khédive, Philibert y los demás forman una ronda a mi alrededor. Los días son blancos y tórridos. Tengo que encontrar un oasis si no quiero palmarla: el amor que les tengo a Coco Lacour y a Esmeralda. Supongo que el propio Hitler sentía la necesidad de descansar acariciando a su perro. LOS PROTEJO. Quien quiera hacerles daño tendrá que vérselas conmigo. Palpo el revólver con silenciador que me ha dado el Khédive. Tengo los bolsillos atiborrados de dinero. Llevo uno de los más esplendorosos apellidos de Francia (lo he robado, pero eso da igual en estos tiempos). Peso noventa y ocho kilos en ayunas. Ojos de terciopelo. Un muchacho que «prometía». Pero ¿qué prometía? Todas las hadas se inclinaron sobre mi cuna. Seguro que estaban bebidas. Se están ustedes enfrentando a un rival temible. Así que ¡NO LES PONGAN LA MANO ENCIMA! Me los encontré por primera vez en el metro de Grenelle y me di cuenta de que un ademán, un soplo bastarían para quebrarlos. Me pregunto por qué milagro estaban allí, vivos aún. Me acordé del gato que se había salvado de morir ahogado. El gigante pelirrojo y ciego se llamaba Coco Lacour; la niñita —o la viejecita—, Esmeralda. Ante esos dos seres sentí compasión. Me invadía una marea agria y violenta. Luego, con la resaca, me llegó un vértigo: empujarlos a la vía del metro. Tuve que clavarme las uñas en las palmas de las manos y agarrotar los músculos. Se me volvió a tragar la marea y el romper de las olas era tan dulce que me dejé llevar, con los ojos cerrados.
Todas las noches, abro a medias la puerta de su cuarto, lo más despacio posible, y los miro dormir. Noto el mismo vértigo que la primera vez: sacarme el revólver con silenciador del bolsillo y matarlos. Cortaré la última amarra y llegaré a ese Polo Norte en donde no queda ya ni siquiera el recurso de las lágrimas para endulzar la soledad. Se congelan en la punta de las pestañas. Una pena seca. Unos ojos abiertos de par en par para mirar una vegetación árida. Si aún dudo en librarme de ese ciego y de esa niñita —o de esa viejecita—, ¿traicionaré al menos al teniente? Tiene en contra el valor, la seguridad en sí mismo y la arrogancia en que arropa el mínimo ademán. Me exasperan sus ojos azules y de mirada sin rodeos. Pertenece a la fastidiosa categoría de los héroes. No obstante, no puedo evitar verlo con los rasgos de una señora muy anciana e indulgente. No me tomo a los hombres en serio. Algún día, acabaré por contemplarlos a todos —y a mí también— con la misma mirada que clavo ahora en Coco Lacour y Esmeralda. Los más duros, los más orgullosos me parecerán tullidos a quienes hay que proteger.
Juraron la habitual partida de mahjong en el salón antes de irse a la cama. La lámpara arrojaba una luz suave sobre las estanterías de libros y el retrato de tamaño natural del señor de Bel-Respiro. Movían despacio las figuritas del juego. Esmeralda inclinaba la cabeza y Coco Lacour se mordisqueaba el índice. En torno, el silencio. Cerré las contraventanas. Coco Lacour se queda dormido enseguida. A Esmeralda le da miedo la oscuridad, así que siempre le dejo la puerta entornada y el pasillo encendido. Le leo durante un cuarto de hora más o menos. Casi siempre una obra que encontré en la mesilla de su cuarto cuando tomé posesión de este palacete: Cómo educar a nuestras hijas de la señora de Léon Daudet. «Ante el armario de la ropa blanca es donde la niña empezará, esencialmente, a adquirir la conciencia seria de los asuntos del hogar. Pues ¿no es acaso el armario de la ropa blanca la más impresionante representación de la seguridad y la estabilidad familiares? Tras sus recias puertas, vense en fila las pilas de sábanas limpias, los manteles damasquinados, las servilletas bien dobladas; nada resulta, desde mi punto de vista, más sedante que un buen armario de ropa blanca…». Esmeralda se ha quedado dormida. Desgrano unas cuantas notas en el piano del salón. Me apoyo contra la ventana. Una plaza tranquila, de esas que encontramos en el distrito XVI. Las hojas de los árboles acarician el cristal. No me costaría creer que la casa es mía. Las estanterías de libros, las lámparas de pantalla rosa y el piano se han vuelto objetos familiares. Me gustaría cultivar las virtudes domésticas, como me lo aconseja la señora de Léon Daudet, pero no me va a dar tiempo.
Los dueños volverán un día de éstos. Lo que más pena me da es que echarán a Coco Lacour y a Esmeralda. No me compadezco de mí. Los únicos sentimientos que me mueven son: el Pánico (por cuya culpa caeré en mil cobardías) y la Compasión por mis semejantes: aunque me asustan las muecas que hacen, pese a todo me parecen muy enternecedores. ¿Pasaré el invierno entre esos maniacos? Tengo mala cara. Estas idas y venidas continuas del teniente al Khédive y del Khédive al teniente son agotadoras. Querría tener contentos a un tiempo a unos y a otros (para que sean clementes conmigo) y ese doble juego requiere una resistencia física de la que yo carezco. Así que me entran de golpe ganas de llorar. Mi despreocupación cede el sitio a ese estado que los judíos ingleses llaman nervous break down. Voy haciendo eses por un laberinto de reflexiones y llego a la conclusión de que todas esas personas repartidas en dos clanes enfrentados se han coaligado en secreto para perderme. El teniente y el Khédive son la misma persona y yo no soy sino una mariposa espantada que va de una lámpara a otra y se abrasa las alas cada vez un poco más.
Esmeralda llora. Iré a consolarla. Las pesadillas que tiene son cortas y se volverá a quedar dormida enseguida. Esperaré al Khédive, a Philibert y a los demás jugando al mahjong. Repasaré una vez más toda la situación. Por una parte, los héroes «agazapados en la sombra»: el teniente y los arrojados alumnos de Saint-Cyr que componen su estado mayor. Por la otra, el Khédive y los gángsters que lo rodean. Y yo, de acá para allá entre los dos bandos y con unas ambiciones, la verdad, la mar de modestas: BARMAN en una hospedería de los alrededores de París. Una portalada, un paseo de grava. Un parque alrededor y una tapia. Cuando el tiempo estuviera claro, se vería desde las ventanas del tercer piso cómo barría el horizonte el haz de luz de la Torre Eiffel.
Barman. Uno se acostumbra. Hay a quien le duele. Sobre todo allá por los veinte años, cuando se creía que lo estaba esperando un destino más brillante. A mí no. ¿En qué consiste? En preparar cócteles. El sábado por la noche, los pedidos llegan a ritmo acelerado. Gin-fizz. Alexandra. Dame-Rose, Irish coffee. Una corteza de limón. Dos ponches martiniqueses. Los clientes, cada vez más numerosos, le tienen puesto sitio a la barra tras la que yo manipulo los líquidos con colores de arco iris. No hacerles esperar. Me da miedo que se me echen encima en cuanto me descuide mínimamente. Si les lleno el vaso con rapidez es para mantenerlos a distancia. No me entusiasman los contactos humanos. ¿Porto Flip? Lo que quieran. Escancio los licores. Una forma como cualquier otra de protegernos de nuestros semejantes y, ¿por qué no?, de librarnos de ellos. ¿Curasao? ¿Marie Brizard? Se les congestiona el rostro. Trastabillan y dentro de un rato se desplomarán, borrachos como cubas. De codos en la barra, miraré cómo duermen. Ya no podrán hacerme daño. Silencio, por fin. Y yo siempre corto de resuello.
A mi espalda, las fotos de Henri Garat, de Fred Bretonnel y de otras cuantas estrellas más de antes de la guerra, cuyas sonrisas ha velado el tiempo. Al alcance de la mano, un número de L’Illustration dedicado al paquebote Normandie. El grill-room y los puentes traseros La sala de juego de los niños. El salón de fumar. El Gran Salón. La fiesta que dieron el 25 de mayo para recaudar fondos para la obra de asistencia a marinos y presidía la señora Flandin. Todo eso ya se fue a pique. Ya estoy acostumbrado. Si ya iba a bordo del Titanic cuando naufragó. Las doce la noche. Escucho canciones antiguas de Charles Trenet:
… Bonsoir,
jolie madame…
El disco está rayado, pero no me canso de oírlo. A veces pongo otro en el gramófono:
Tout est fini, plus de prom’nades
plus de printemps, Swing Troubadour…[21]
La hospedería, como si fuera un batiscafo, encalla en el centro de una ciudad sumergida. ¿La Atlántida? Van resbalando unos ahogados por el bulevar Haussmann.
… Ton destin,
Swing Troubadour…[22]
En el Fouquet’s siguen alrededor de las mesas. A la mayoría no les queda ya casi apariencia humana. Apenas si se les vislumbran las vísceras bajo jirones de ropa multicolor. En la estación de Saint-Lazare, en el vestíbulo de tránsito, los cadáveres van a la deriva en grupos compactos y veo otros que asoman por las puertas de los trenes de cercanías. En la calle de Amsterdam, salen de la sala de fiestas Monseigneur, verdosos, pero mucho mejor conservados que los anteriores. Sigo con mi itinerario. ÉlyséeMontmartre. Magic-City. El Parque de Atracciones. El Rialto-Dancing. Diez mil, cien mil ahogados, con ademanes infinitamente lánguidos, como los personajes de una película a cámara lenta. El silencio. A veces rozan el batiscafo y pegan el rostro al ojo de buey: ojos apagados, bocas entreabiertas.
… Swing Troubadour…
No podré volver a subir a la superficie. El aire se enrarece, las luces de la barra vacilan y me encuentro en la estación de Austerlitz en verano. La gente se va hacia el Sur. Se empujan en las taquillas de las líneas de largo recorrido y suben a vagones con destino a Hendaya. Cruzarán la frontera española. Nunca más los volverá a ver nadie. Algunos se están paseando aún por los andenes, pero van a volatilizarse de un momento a otro. ¿Retenerlos? Me encamino hacia el oeste de París. Châtelet, Palais-Royal, Plaza de La Concorde. El cielo es demasiado azul, las frondas de los árboles demasiado tiernas. Los jardines de Les Champs-Élysées parecen una estación termal.
En la avenida de Kléber, giro a la izquierda. Glorieta de Cimarosa. Una plaza tranquila de esas que encontramos en el distrito XVI. Ya no usan el quiosco de música y a la estatua de Toussaint-Louverture la roe una lepra gris. El palacete del 3 bis era antaño de los señores de Bel-Respiro. Dieron el 13 de mayo de 1897 un baile persa en el que el hijo del señor de Bel-Respiro recibía a los convidados vestido de rajá. Aquel joven murió al día siguiente en el incendio del Bazar de Caridad. A la señora de Bel-Respiro le gustaba la música y, sobre todo, el Rondó del adiós de Isidore de Lara. El señor de Bel-Respiro pintaba en sus ratos de ocio. No me queda más remedio que contar estos detalles, puesto que a todo el mundo se le han olvidado.
El mes de agosto en París trae consigo la afluencia de los recuerdos. El sol, las avenidas vacías, el murmullo de los castaños… Me siento en un banco y contemplo la fachada de ladrillo y piedra. Las contraventanas llevan mucho cerradas. En el tercer piso estaban los cuartos de Coco Lacour y de Esmeralda. Yo ocupaba el desván de la izquierda. En el salón, un autorretrato de tamaño natural del señor de Bel-Respiro, con uniforme de espahí. Yo me quedaba muchos minutos mirándole fijamente la cara y las condecoraciones. Legión de Honor. Cruz del Santo Sepulcro. Danilo de Montenegro. Cruz de San Jorge de Rusia. Torre y espada de Portugal. Me había aprovechado de la ausencia de aquel hombre para instalarme en su casa. La pesadilla acabará, el señor de Bel-Respiro volverá y nos echará, me decía yo mientras torturaba a aquel pobre hombre que manchaba de sangre la alfombra de La Savonnerie. Pasaban cosas muy curiosas en el 3 bis en los tiempos en que yo vivía allí. Algunas noches, me despertaban gritos de dolor e idas y venidas en la planta baja. La voz del Khédive. La de Philibert. Yo miraba por la ventana. Metían a empujones a dos o tres sombras en unos coches que estaban aparcados delante del palacete. Cerraban las puertas de golpe. Un ruido de motor cada vez más lejano. El silencio. No podía volver a dormirme. Pensaba en el hijo del señor de Bel-Respiro y en su espantosa muerte. Seguro que no lo habían educado para eso. De la misma forma que la princesa de Lamballe se habría quedado muy asombrada si le hubieran descrito su asesinato con unos cuantos años de antelación. ¿Y yo? ¿Quién iba a prever que me convertiría en el cómplice de una banda de torturadores? Pero bastaba con encender la lámpara y bajar al salón, para que las cosas recuperasen su aspecto anodino. Allí seguía el autorretrato del señor de Bel-Respiro. El perfume de Arabia que usaba la señora de Bel-Respiro había impregnado las paredes y lo mareaba a uno. La señora de la casa sonreía. Yo era su hijo, el teniente de navío Maxime de Bel-Respiro, que estaba de permiso y asistía a una de esas veladas que reunían en el 3 bis a artistas y políticos: Ida Rubinstein, Gaston Calmette, Frédéric de Madrazzo, Louis Bathou, Gauthier-Villars, Armande Cassive, Bouffe de Saint-Blaise, Frank Le Harivel, José de Strada, Mery Laurent, la señorita Mylo d’Arcille. Mi madre tocaba al piano el Rondó del adiós. De repente, me fijaba en unas gotitas de sangre en la alfombra de La Savonnerie. Estaba volcado uno de los sillones Luis XV: el individuo que gritaba hacía un rato debía de haber forcejado mientras le daban una paliza. Al pie de la consola, un zapato, una corbata, una estilográfica. En condiciones tales de nada valía andar evocando por más tiempo la deliciosa reunión del 3 bis. La señora de Bel-Respiro había salido de la estancia. Yo intentaba que no se fueran los convidados. José de Strada, que estaba recitando un fragmento de Las abejas de oro, se interrumpía, petrificado. La señorita de Mylo d’Arcille se había desmayado. Iban a asesinar a Barthou. También a Calmette. Bouffe de Saint-Blaise y Gauthier-Villars habían desaparecido. Frank Le Harivel y Madrazzo no eran ya sino dos mariposas espantadas. Ida Rubinstein, Armande Cassive y Mery Laurent se volvían transparentes. Me quedaba solo, ante el autorretrato del señor de Bel-Respiro. Tenía veinte años.
Fuera, el toque de oscurecimiento. ¿Y si volvían el Khédive y Philibert con sus automóviles? Desde luego, no valía yo para vivir en una época tan tenebrosa. Me pasaba, hasta que amanecía, registrando, para tranquilizarme, todos los armarios de la casa. El señor de Bel-Respiro se había dejado, al marchar, un cuaderno rojo en donde anotaba sus recuerdos. Lo leí y lo volví a leer muchas veces durante esas noches en vela. «Frank Le Harivel vivía en el 8 de la calle de Lincoln. Ha quedado olvidado ese cumplido caballero cuya silueta les era antes familiar a quienes deambulaban por el paseo de Les Acacias…». «La señorita Mylo d’Arcille, una joven muy atractiva a quien quizá recuerden aún quienes fueron aficionados a nuestros antiguos music-halls…». «¿Era José de Strada, el “eremita de La Muette”, un genio ignorado? He aquí una pregunta que ya no le interesa a nadie». «Aquí murió sola y en la miseria Armande Cassive…». Aquel hombre tenía el sentido de lo efímero. «¿Quién recuerda aún a Alec Carter, el brillante jockey? ¿Y a Rita del Erido?». La vida es injusta.
En los cajones, dos o tres fotos amarillentas, cartas viejas. Un ramo de flores secas encima del secreter de la señora de Bel-Respiro. Dentro de un baúl que no se había llevado, varios vestidos de Worth. Una noche me puse el más bonito, de tul de seda azul con tul ilusión y una guirnalda de campanillas de color de rosa. No siento la mínima afición a travestirme, pero en aquel momento me parecía tan mísera mi situación y era tanta mi soledad que quise cobrar ánimos haciendo gala de una frivolidad extremada. Delante del espejo veneciano del salón (me había puesto en la cabeza un sombrero Lamballe en donde iban mezclados flores, plumas y encajes), me entraron de verdad muchas ganas de reírme. Los asesinos aprovechaban el toque de oscurecimiento. Tiene usted que fingir que les sigue el juego, me había dicho el teniente; pero sabía muy bien que antes o después me volvería cómplice suyo. ¿Por qué me abandonó entonces? A un niño no se lo deja solo en la oscuridad. Al principio le tiene miedo; se acostumbra y acaba por olvidarse definitivamente del sol. París no volvería a llamarse nunca más la Ciudad Luz; yo llevaba un vestido y un sombrero que me habría envidiado Émilienne d’Alençon y pensaba en la ligereza, en la indolencia con que vivía. El Bien, la Justicia, la Felicidad, la Libertad, el Progreso requerían un esfuerzo excesivo y una mente más quimérica que la mía, ¿verdad? Mientras pensaba estas cosas, empecé a maquillarme. Usé los productos de la señora de Bel-Respiro, kohl y serkis, ese colorete que —a lo que dicen— devuelve a la piel de las sultanas el toque aterciopelado de la juventud. Llevé la conciencia profesional hasta el extremo de salpicarme la cara con lunares en forma de corazón, de luna o de cometa. Y luego, para pasar el tiempo, esperé, hasta la madrugada, el apocalipsis.
Las cinco de la tarde. Vuelca el sol sobre la plaza densas capas de silencio. Me ha parecido vislumbrar una sombra detrás de la única ventana que no tiene cerradas las contraventanas. ¿Quién sigue viviendo en el 3 bis? Llamo. Alguien baja las escaleras. Entornan la puerta. Una anciana. Me pregunta qué quiero. Visitar la casa. Me contesta con tono seco que es imposible en ausencia de los dueños. Luego cierra. Ahora me está observando, con la frente pegada al cristal de la ventana.
Avenida de Henri-Martin. Los primeros paseos del bosque de Boulogne. Lleguemos hasta el lago Inferior. Iba muchas veces a la isla con Coco Lacour y Esmeralda. Ya por entonces iba en pos de mi ideal: contemplar a distancia —desde la mayor distancia posible— a los hombres, su actividad frenética, sus feroces tejemanejes. La isla me parecía un lugar adecuado, con sus prados de césped y su quiosco chino. Unos cuantos pasos más. El Pré Catelan. Vinimos aquella noche en que denuncié a todos los miembros de la organización. ¿O fue en La Grande Cascade? La orquesta tocaba un vals criollo. El anciano y la anciana de la mesa de al lado… Esmeralda estaba tomando una granadina, Coco Lacour fumaba su puro de siempre… El Khédive y Philibert no iban a tardar en acosarme a preguntas. Una ronda a mi alrededor, cada vez más veloz, cada vez más ruidosa, y acabaría por ceder para que me dejasen en paz. En lo que llegaba aquello, aprovechaba esos minutos de tregua. Él sonreía. Ella hacía pompas con la paja… Vuelvo a verlos como en un daguerrotipo. Ha pasado el tiempo. Si no escribiera sus nombres: Coco Lacour, Esmeralda, no quedaría ya rastro alguno de su paso por este mundo.
Un poco más allá, al oeste, La Grande Cascade. Nunca íbamos más allá: unos centinelas custodiaban el puente de Suresnes. Debe de tratarse de un mal sueño. Todo está tan tranquilo ahora por el paseo a la orilla del agua. Desde una chalana me ha dicho hola alguien con el brazo… Me acuerdo de la tristeza que me entraba cuando llegábamos hasta aquí. Imposible cruzar el Sena. Había que volver a adentrarse en el bosque. Me daba cuenta de que éramos la presa en una montería y de que acabarían por desemboscarnos. No funcionaban los trenes. Una lástima. Me habría gustado despistarlos de una vez para siempre. Irme a Lausana, a un país neutral. Coco Lacour, Esmeralda y yo nos paseamos siguiendo la orilla del lago Lemán. En Lausana, ya no le tenemos miedo a nada. Está acabando una hermosa tarde de verano, como hoy. Bulevar de la Seine. Avenida de Neuilly. Puerta de Maillot. Tras salir del bosque, a veces hacemos una parada en el Parque de Atracciones. A Coco Lacour le gustaban los juegos de pelota y la galería de espejos deformantes. Nos subíamos en el gusano loco «Siroco», que giraba cada vez más deprisa. Las risas, la música. Una barraca con el siguiente letrero luminoso:
«EL ASESINATO DE LA PRINCESA DE LAMBALLE»
Había una mujer echada. Encima de la cama, una diana roja en la que los aficionados intentaban acertar a tiros de revólver. Cada vez que daban en el blanco, la cama basculaba y la mujer se caía, gritando. Otras atracciones sangrientas. Todo aquello no era para nuestra edad y teníamos miedo, como tres niños a quienes hubieran abandonado en medio de una feria infernal. ¿Qué queda de tanto frenesí, de tanto barullo, de tantas violencias? Una explanada vacía lindante con el bulevar Gouvion-Saint-Cyr. Conozco el barrio. Viví hace tiempo en él. En la plaza de Les Acacias. Una habitación en el sexto piso. En aquel tiempo todo iba a pedir de boca: tenía dieciocho años y cobraba, merced a una documentación falsa, un retiro de la marina. Nadie parecía querer meterse conmigo. Muy pocos contactos: mi madre, unos cuantos perros, dos o tres ancianos y Lili Marlene. Pasaba las tardes leyendo o paseando. Me dejaba asombrado la petulancia de la gente de mi edad. Aquellos chicos corrían al encuentro con la vida. Con los ojos brillantes. Yo me decía que valía más no hacerse notar. Una extremada modestia. Ternos de colores neutros. Tal era mi opinión. Plaza de Pereire. Por la noche, cuando hacía bueno, me sentaba en la terraza del Royal-Villiers. Alguien que estaba en la mesa de al lado me sonrió. ¿Un cigarrillo? Me alargó una cajetilla de la marca Khédive y empezamos a charlar. Dirigía, con un amigo, una agencia de policía privada. Ambos me propusieron que entrase a su servicio. Mi mirada cándida y mis modales de buen chico les habían gustado. Me hice cargo de los seguimientos. Luego me destinaron a tareas serias: investigaciones, búsquedas de todo tipo, misiones confidenciales. Tenía un despacho para mí solo en los locales de la agencia, en el 177 de la avenida de Niel. Mis jefes no eran nada recomendables: Henri Normand, apodado «el Khédive» (porque fumaba cigarrillos de esa marca), tenía antecedentes penales; Pierre Philibert era un inspector jefe destituido. Caí en la cuenta de que me encargaban tareas «poco acordes con la ética». Sin embargo, no se me pasó ni un segundo por la cabeza la posibilidad de dejar ese empleo. En mi despacho de la avenida de Niel tomaba conciencia de mis responsabilidades: ante todo garantizarle las comodidades materiales a mamá, que se hallaba en muy mala situación. Lamentaba haber descuidado hasta entonces mi papel de sostén de la familia, pero ahora que estaba trabajando y cobraba un sueldo elevado iba a ser un hijo irreprochable.
Avenida de Wagram. Plaza de Les Ternes. A la izquierda, la cervecería Lorraine, en donde había quedado con él. Le estaban haciendo un chantaje y contaba con nuestra agencia para salir del paso. Ojos de miope. Le temblaban las manos. Me preguntó, tartamudeando, si tenía «los papeles». Le contesté que sí con voz muy suave, pero que tenía que darme 20.000 francos. En efectivo. Luego ya veríamos. Nos volvimos a ver al día siguiente en el mismo sitio. Me alargó un sobre. La cantidad era la indicada. En vez de entregarle «los papeles», me levanté y me largué a toda prisa. Te lo piensas antes de recurrir a comportamientos así y luego te acostumbras. Mis jefes me daban una comisión del diez por ciento cuando llevaba asuntos como éste. Por la noche, le llevaba a mamá orquídeas a espuertas. Le preocupaba verme con tanto dinero. A lo mejor intuía que estaba desperdiciando la juventud por unos cuantos billetes de banco. Nunca me preguntó nada al respecto.
Habría preferido dedicarme a una causa más noble que la de esa pseudoagencia de policía privada. Me habría gustado la medicina, pero las heridas y el aspecto de la sangre me ponen malo. En cambio, tolero muy bien la fealdad moral. Como soy de natural desconfiado, estoy acostumbrado a considerar a la gente y las cosas por el lado malo para que no me pillen por sorpresa. Me sentía, pues, completamente a gusto en la avenida de Niel en donde no se hablaba más que de chantajes, de abusos de confianza, de robos, de estafas y de todo tipo de tráficos, y en donde recibíamos a clientes que pertenecían a una humanidad enfangada. (En esto último, mis jefes no tenían nada que envidiarles). Sólo había un elemento positivo: ganaba, como ya he dicho, un sueldo muy bueno. Es algo que valoro. Fue en el Monte de Piedad de la calle de Pierre-Charon (donde íbamos con frecuencia mi madre y yo. No nos querían aceptar nuestras joyas de pacotilla) donde decidí de una vez por todas que la pobreza me fastidiaba. Habrá quien piense que carezco de ideales. Al principio era de alma muy inocente. Es cosa que se pierde por el camino. Plaza de L’Étoile. Las nueve de la noche. Los faroles de Les Champs-Élysées relumbran como antaño. No han cumplido sus promesas. Esta avenida, que de lejos parece tan majestuosa, es uno de los lugares más viles de París. Claridge, Fouquet’s, Hungaria, Lido, Embassy, Butterfly… en cada etapa me encontraba con alguien: Costachesco, el barón de Lussatz, Odicharvi, Hayakawa, Lionel de Zieff, Pols de Helder… Rastacueros, abortistas, estafadores, periodistas poco claros, abogados y contables fulleros, que gravitaban en torno al Khédive y al señor Philibert. A los que se sumaban un batallón de mujeres ligeras de cascos, de bailarinas exóticas, de morfinómanas… Frau Sultana, Simone Bouquereau, la baronesa Lydia Stahl, Violette Morris, Marga d’Andurain… Mis dos jefes me introducían en esa sociedad turbia. Campos Elíseos. Así llamaban a la morada de las sombras virtuosas y heroicas. Así que me pregunto por qué lleva ese nombre esta avenida en donde estoy. Veo sombras, pero son las del señor Philibert, del Khédive y de sus acólitos. Ahí van, saliendo del Claridge del brazo, Joanovici y el conde de Cagliostro. Llevan trajes blancos y sortijas de sello de platino. El joven tímido que cruza la calle de Lord-Byron se llama Eugène Weidmann. Inmóvil delante de Le Pam-Pam, Thérèse de Païva, la puta más hermosa del Segundo Imperio. En la esquina de la calle de Marbeuf me ha sonreído el doctor Petiot. Terraza de Le Colisée: unos cuantos traficantes del mercado negro toman champán. Entre ellos están el conde Baruzzi, los hermanos Chapochnikoff, Rachid von Rosenheim, Jean-Farouk de Méthode, Otto de Silva y muchos más… Si llego a la glorieta de Le Rond-Point, quizá me libre de esos fantasmas. Rápido. El silencio y las frondas de Les Champs-Élysées. Me demoraba con frecuencia en ellos. Tras haberme pasado la tarde entera en los bares de la avenida por motivos profesionales (citas «de negocios» con los personajes antedichos), bajaba hacia ese jardín buscando algo de aire puro. Me sentaba en un banco, sin aliento. Con los bolsillos llenos de billetes de banco. Veinte mil. Cien mil francos a veces.
Nuestra agencia no contaba con el visto bueno de la Dirección de la Policía, pero al menos la toleraba: le proporcionábamos las informaciones que nos pedía. Por otro lado, extorsionábamos a los personajes antedichos. Pensaban que así se aseguraban nuestro silencio y nuestra protección. El señor Philibert mantenía relaciones asiduas con sus excolegas, los inspectores Rothé, David, Jalby, Jurgens, Santoni, Permilleux, Sadowsky, François y Detmar. En cuanto a mí, uno de mis cometidos consistía precisamente en cobrar el dinero de las extorsiones. Veinte mil. Cien mil francos a veces. El día había sido duro. Charlas interminables de tira y afloja. Volvía a ver esos rostros: oliváceos, gruesos, jetas antropométricas. Algunos se habían mostrado recalcitrantes y había tenido —con lo tímido y lo sentimental que soy yo por naturaleza— que alzar la voz, que decirles que me iba en el acto al muelle de Les Orfèvres[24] si no pagaban. Les mencionaba las fichitas que mis jefes me encargaban que tuviese al día y en las que figuraban los nombres de todos y su currículum vitae. No es que fueran muy lucidas aquellas fichitas. Sacaban las carteras y me llamaban «soplona». Aquel epíteto me apenaba.
Acababa solo en el banco. Hay lugares que inducen a meditar. Por ejemplo las glorietas, principados ocultos por París, oasis raquíticos en medio del barullo y la dureza de los hombres. Les Tuileries. Le Luxembourg. El bosque de Boulogne. Pero nunca he reflexionado tanto como en el jardín de Les Champs-Élysées. ¿Cuál era exactamente mi razón social? ¿Chantajista? ¿Chivato de la policía? Contaba los billetes de banco y cogía mi diez por ciento. Iré a Lachaume a encargar un centro de rosas rojas. A escoger dos o tres sortijas en Ostertag. Luego a Piguet, a Lelong y a Molyneux a comprar unos cincuenta vestidos. Todo para mamá. Chantajista, golfo, soplona, chivato, asesino quizá, pero hijo ejemplar. Era mi único consuelo. Caía la tarde. Los niños se iban del jardín tras subir por última vez en el tiovivo. A lo lejos, los faroles de Les Champs-Élysées se encendían todos a un tiempo. Más me habría valido —me decía— haberme quedado en la plaza de Les Acacias. Evitar escrupulosamente los cruces y los bulevares, por el ruido y los malos encuentros. A quién se le ocurría sentarse en la terraza del Royal-Villiers de la plaza de Pereire, con lo discreto y lo precavido que soy yo, que evitaba a toda costa llamar la atención. Pero hay que debutar en la vida. No queda más remedio. Y la vida acaba por mandarle a uno a sus reclutadores: en el presente caso, al Khédive y al señor Philibert. Otra noche, seguramente, habría dado con personas más honorables, que me habrían aconsejado la industria textil o la literatura. Como no notaba ninguna vocación en especial, esperaba de mis mayores que me escogieran un empleo. A ellos les tocaba saber qué aspectos de mí preferían. Los dejaba que tomasen la iniciativa. ¿Boyscout? ¿Florista? ¿Jugador de tenis? No: empleado de una pseudoagencia de policía. Chantajista, chivato, extorsionador. No dejó de extrañarme. No tenía las prendas que requieren esas tareas: la maldad, la carencia de escrúpulos, la afición a tratar con crápulas. Me apliqué animosamente, como otros estudian para el título de formación profesional de calderero. Lo más curioso en los chicos como yo es que igual pueden acabar enterrados en el Panthéon que en el cementerio de Thiais, en la división de fusilados. De ellos pueden sacarse héroes. O sinvergüenzas. Nadie sabrá que los metieron en malos pasos en contra de su voluntad. A ellos lo que les importaba era su colección de sellos y quedarse tan tranquilos en la plaza de Les Acacias, respirando a bocanadas breves y precisas.
Y, entretanto, yo estaba en muy mala postura. Mi pasividad y el poco entusiasmo que mostraba en el umbral de la vida me volvían tanto más vulnerable a la influencia del Khédive y del señor Philibert. Me repetía las palabras de un médico, vecino mío de descansillo en la plaza de Les Acacias. «A partir de los veinte años», decía, «empieza uno a pudrirse. Cada vez menos células nerviosas, hijito». Tomé nota de ese comentario en una agenda porque hay que sacarle partido siempre a la experiencia de nuestros mayores. Estaba en lo cierto, ahora me daba cuenta. Por culpa de los trapicheos en que andaba metido y de los personajes poco claros con los que me trataba iba a perder mi cutis de pétalos de rosa. ¿El porvenir? Una carrera al final de la cual llegaba a un solar. Una guillotina hacia la que me arrastraban sin que me diera tiempo a recobrar el resuello. Alguien me susurraba al oído: de la vida no se quedó usted más que con ese torbellino al que se ha dejado arrastrar… música zíngara cada vez más rápida para cubrir mis gritos. Tengo que admitir que esta noche es suave la temperatura ambiente. Como antaño, y a la misma hora, los burros del paseo central se marchan a las cuadras. Han tenido que estar todo el día paseando niños. Se pierden de vista por el lado de la avenida de Gabriel. Nunca sabremos nada de sus penalidades. Tanta discreción me impresionaba. Al pasar ellos, yo recobraba el sosiego y la indiferencia. Intentaba hacer una recopilación de mis ideas. Eran escasas y todas ellas de lo más triviales. No tengo gusto por las ideas. Soy demasiado emotivo para tenerlo. Perezoso. Tras esforzarme unos cuantos minutos, llegaba siempre a la misma conclusión: antes o después me moriré. Cada vez menos células nerviosas. Un prolongado proceso de podredumbre. El médico me había avisado. Debo añadir que mi trabajo me predisponía a recrearme en lo malo: ser chivato de la policía y chantajista a los veinte años lo deja a uno con muy pocos horizontes. Flotaba en el 177 de la avenida de Niel un curioso olor debido a los muebles, tirando a viejos, y al papel pintado. La luz nunca era limpia. En la parte de atrás: el despacho de los casilleros de madera, en donde yo ordenaba las fichas de nuestros «clientes». Les ponía nombres de plantas venenosas: coprino entintado, belladona, boleto de Satanás, beleño, seta pérfida… Estar en contacto con ellos me descalcificaba. Tenía la ropa impregnada del aroma denso de la avenida de Niel. Me dejaba contaminar. ¿Aquella enfermedad? Un proceso acelerado de envejecimiento, una descomposición física y moral, como lo había previsto el doctor. Y eso que no me gustan las situaciones morbosas.
Un petit village, un vieux clocher[25]
colmarían mis ambiciones. Por desdicha me hallaba en una ciudad, en algo así como un gigantesco Parque de Atracciones en donde el Khédive y el señor Philibert me llevaban dando tumbos de las barracas de tiro a las montañas rusas, del teatro de guiñol al gusano loco «Siroco». Acababa por tumbarme en un banco. Todas esas cosas no eran para mí. Nunca le había pedido nada a nadie. Habían venido a buscarme.
Unos pocos pasos más. A la izquierda, el Théâtre des Ambassadeurs. Están poniendo La ronda nocturna, una opereta olvidadísima. No debe de haber mucho público en la sala. Una anciana, un anciano, dos o tres turistas ingleses. Voy siguiendo una extensión de césped, un último bosquecillo. Plaza de La Concorde. Me dolían los ojos con los faroles. Me quedaba quieto, sin respiración. Por encima de mi cabeza se encabritaban los caballos de Marly e intentaban con todas sus fuerzas zafarse del imperio de los hombres. Habrían querido saltar y cruzar la plaza. Una extensión soberbia, el único sitio de París en donde se nota la embriaguez de las altas cimas. Paisaje de piedras y chispas. Allá, por la parte de Les Tuileries, el Océano. Estaba en la cubierta trasera de un paquebote que navegaba rumbo al noroeste y se llevaba consigo la iglesia de La Madeleine, la Ópera, el palacio Berlitz y la iglesia de La Trinité. Iba a naufragar de un momento a otro. Mañana descansaríamos a cinco mil metros de profundidad. Ya no temía a mis compañeros de a bordo. Rictus del barón de Lussatz; mirada cruel de Odicharvi; la perfidia de los hermanos Chapochnikoff; Frau Sultana usando una correa para buscarse la vena del brazo izquierdo e inyectándose heroína; Zieff, su vulgaridad, su cronómetro de oro, sus manos gruesas cuajadas de sortijas; Ivanoff y sus sesiones de paneuritmia sexualodivina; Costachesco, Jean-Farouk de Méthode y Rachid von Rosenheim hablando de sus familias fraudulentas; y la cohorte de gángsters que contrataba el Khédive como esbirros: Armand el Loco, Jo Reocreux, Tony Breton, Vital-Léca, Robert el Pálido, Gouari, Danos, Codébo… Dentro de cierto tiempo, todos esos personajes tenebrosos serían presa de pulpos, escualos y murenas. Yo compartiría su suerte. Voluntariamente. Lo vi muy claro una noche en que cruzaba la plaza de La Concorde con los brazos en cruz. Se proyectaba mi sombra hasta el umbral de la calle Royale; la mano izquierda llegaba hasta el jardín de Les Champs-Élysées; la mano derecha, hasta la calle de Saint-Florentin. Habría podido acordarme de Jesucristo, pero en quien iba pensando era en Judas Iscariote. Había sido un incomprendido. Se necesitaba mucha humildad y mucho valor para cargar con toda la ignominia de los hombres. Morirse de eso. Solo. Todo un hombre. Judas, mi hermano mayor. Éramos ambos de natural desconfiado. No esperábamos nada de nuestros semejantes, ni de nosotros mismos, ni de un eventual salvador. ¿Tendría yo fuerzas para seguir tu ejemplo hasta el final? Un camino difícil. Estaba cada vez más oscuro, pero mi trabajo de chivato y de chantajista me familiarizaba con aquella oscuridad. Tomaba nota de los malos pensamientos de mis compañeros de a bordo, de todos sus crímenes. Tras unas cuantas semanas de trabajo intensivo en la avenida de Niel, ya no me extrañaba de nada. Por mucho que inventasen muecas nuevas, realmente no merecía la pena. Yo miraba cómo iban de un lado a otro por la cubierta de paseo y a lo largo de las crujías y apuntaba sus mínimas bufonadas. Tarea inútil, si pensamos que el agua ya estaba inundando la cala. Y no tardaría en inundar la sala grande de fumar y el salón. En vista de la inminencia del naufragio, sentía compasión por los pasajeros más feroces. El mismísimo Hitler acudiría dentro de un rato a llorar en mis brazos como un niño. Los soportales de la calle de Rivoli. Ocurría algo grave. Me habían llamado la atención unas filas continuas de coches que iban por los bulevares. La gente escapaba de París. La guerra seguramente. Un cataclismo imprevisto. Al salir de Hilditch & Key tras haber elegido una corbata, miré ese trozo de tela que los hombres se ajustan al cuello. Una corbata de rayas azules y blancas. Esa tarde llevaba también un traje beige y zapatos con suela de crepé. En la cartera, una fotografía de mamá y un billete de metro viejo. Venía de cortarme el pelo. Todos esos detalles no le interesaban a nadie. La gente sólo pensaba en salvar el pellejo. Cada cual a lo suyo. Al cabo de un rato, no quedaban ya ni un peatón ni un automóvil por la calle. Hasta mamá se había ido. Me habría gustado llorar, pero no lo conseguía. Aquel silencio, aquella ciudad desierta entonaba con mi estado de ánimo. Volvía a mirarme la corbata y los zapatos. Hacía un sol espléndido. La letra de una canción me volvía a la memoria:
Seul
depuis toujours…
¿El destino del mundo? Ni siquiera leía los titulares de los periódicos. Además, ya no habría periódicos. Ni trenes. Mamá había cogido por los pelos el último París-Lausana. Seul
Una canción dulce, ésas eran las que me gustaban. Por desgracia no era momento para romanzas. Estábamos viviendo —a lo que me parecía— una época trágica. No se tararean estribillos de antes de la guerra cuando todo agoniza alrededor. Qué falta de decoro la mía. ¿Tengo yo la culpa? Nunca tuve un gusto particular por nada. Salvo por el circo, la opereta y el music-hall.
Pasada la calle de Castiglione, se hizo de noche. Alguien me iba pisando los talones. Me dieron un golpecito en el hombro. El Khédive. Había previsto ese encuentro. En ese mismo minuto, en ese mismo sitio. Una pesadilla cuyas peripecias me sabía, todas, de antemano. Me coge del brazo. Nos subimos a un automóvil. Cruzamos la plaza de Vendôme. De los faroles sale una curiosa luz azul. Una única ventana encendida en la fachada del Hotel Continental. Toque de oscurecimiento. Tendrá que acostumbrarse, hijo. Se echa a reír y enciende la radio.
Un doux parfum qu’on respire
c’est
Fleur bleue…
Tenemos delante un bulto oscuro. ¿La Ópera? ¿La iglesia de la Trinidad? A la izquierda, el cartel luminoso de Le Floresco. Estamos en la calle de Pigalle. El Khédive pisa el acelerador.
Un regard qui vous attire
c’est
Fleur bleue…
Otra vez la oscuridad. Un fanal grande y rojo. La de L’Européen de la plaza de Clichy. Tenemos que ir por el bulevar de Les Batignolles. Los faros muestran de repente una verja y hojas. ¿El parque de Monceau?
El Khédive silba entre dientes el estribillo de la canción y lleva el compás con la cabeza. Circulamos a una velocidad vertiginosa. ¿Adivina dónde estamos, hijo? Coge una curva. Me golpeo el hombro contra el suyo. Los frenos chirrían. La luz de la escalera no funciona. Subo aferrándome a la barandilla de la escalera. Enciende una cerilla y me da tiempo a vislumbrar la placa de mármol de la puerta:
«Agencia Normand-Philibert»
Entramos. El olor me asfixia, más repugnante que de costumbre. El señor Philibert está de pie en medio del vestíbulo. Nos estaba esperando. Le cuelga un cigarrillo de la comisura de los labios. Me hace un guiño y, pese a lo cansado que estoy, consigo sonreírle: me acordé de que mamá ya estaba en Lausana. Allí no tenía nada que temer. El señor Philibert nos lleva a su despacho. Se queja de los bajones del fluido eléctrico. Esa luz titubeante que cae de la lámpara de bronce del techo no me extraña. Siempre pasó eso en el 177 de la avenida de Niel. El Khédive propone que tomemos champán y se saca una botella del bolsillo izquierdo de la chaqueta. A partir de hoy —por lo visto— nuestra «agencia» va a tener un crecimiento considerable. Los acontecimientos recientes nos favorecen. Vamos a instalarnos en el 3 bis de la glorieta de Cimarosa, en un palacete. Se acabaron los trabajos que dan para vivir al día. Acaban de encomendarnos responsabilidades de envergadura. No está descartado que hagan al Khédive director de la policía. Nuestro cometido: llevar a cabo investigaciones, registros, interrogatorios y arrestos varios. El «Servicio de la glorieta de Cimarosa» aunará dos funciones: la de un organismo de la policía y la de una «oficina de compras» que almacene los artículos y las materias primas que, dentro de algún tiempo, no habrá ya quien encuentre. El Khédive ya ha seleccionado alrededor de cincuenta personas que trabajarán con nosotros. Antiguos conocidos. Todos ellos constan, con sus fotos antropométricas, en el fichero de la avenida de Niel, 177. Dicho lo cual, el señor Philibert nos tiende una copa de champán. Brindamos por nuestro éxito. Vamos a ser —por lo visto— los reyes de París. El Khédive me da palmaditas en la mejilla y me mete en el bolsillo interior un fajo de billetes de banco. Hablan entre sí, hojean expedientes y agendas, llaman por teléfono. De vez en cuando me llegan voces subidas de tono. Imposible enterarme del conciliábulo. Me voy del despacho a la habitación de al lado: un salón en donde esperaban los «clientes». Se sentaban en los sillones de cuero ajado. En las paredes, varios cromos pequeños que representan escenas de vendimia. Un aparador y muebles de pino americano. Tras la puerta del fondo, un dormitorio con baño. Me quedaba solo de noche para ordenar el fichero. Trabajaba en el salón. Nadie habría creído que aquel piso era la sede de una agencia policíaca. Antes vivía allí una pareja de rentistas. Corría las cortinas. El silencio. Una luz incierta. El aroma de las cosas marchitas.
—¿Qué, hijo, pensando?
El Khédive se echa a reír y se coloca el sombrero flexible ante el espejo. Cruzamos el vestíbulo. En el descansillo, el señor Philibert enciende una linterna. Vamos a estrenar esta misma noche el 3 bis de la glorieta Cimarosa. Los dueños se han ido. Hemos requisado la casa. Hay que celebrarlo. Deprisa. Nuestros amigos nos están esperando en L’Heure Mauve, un cabaret de Les Champs-Élysées…
La semana siguiente, el Khédive me encarga que informe a nuestro «Servicio» acerca de las actividades de un tal teniente Dominique. Nos ha llegado una nota referida a él con sus señas, su fotografía y la siguiente anotación: «Vigilarlo». Tengo que relacionarme con ese personaje recurriendo a cualquier pretexto. Me persono en su casa, calle de Boisrobert, 5, distrito XV. Un chalet pequeño. Me abre la puerta el propio teniente. Pregunto por el señor Henri Normand. Me contesta que me he equivocado. Entonces le explico mi caso, farfullando: soy un prisionero de guerra evadido. Uno de mis compañeros me aconsejó que me pusiera en contacto con el señor Normand en la calle de Boisrobert, 5, si conseguía escaparme. Ese hombre me daría refugio. Mi compañero ha debido de confundirse de dirección. No conozco a nadie en París. No me queda un céntimo. Estoy totalmente desvalido. Me mira de pies a cabeza. Suelto unas cuantas lágrimas para que se convenza más. Y luego me veo en su despacho. Dice con una voz hermosa y profunda que un chico de mi edad no debe consentir que lo desmoralice la catástrofe que ha caído sobre nuestro país. Vuelve a mirarme de arriba abajo. Y, de pronto, esta pregunta: «¿Quiere trabajar con nosotros?». Dirige a un grupo de individuos «estupendos». La mayoría son presos evadidos, como yo. Alumnos de Saint-Cyr. Oficiales en activo. Algunos civiles también. Todos de lo más lanzado. El mejor de los estados mayores. Luchamos en la clandestinidad contra los poderes del mal, que triunfan ahora mismo. Tarea difícil, pero nada les resulta imposible a los corazones arrojados. El Bien, la Libertad, la Ética volverán a corto plazo. Él, el teniente Dominique, responde de ello. No comparto su optimismo. Pienso en el informe que tengo que ponerle esta noche en las manos al Khédive en la glorieta de Cimarosa. El teniente me da más detalles: ha llamado a su grupo Organización de los Caballeros de la Sombra, OCS. Imposible luchar a plena luz. Es una guerra subterránea. Viviremos en un perpetuo acoso. Todos los miembros del grupo se han puesto de alias nombres de estaciones del metro. Me los presentará dentro de poco: Saint-Georges. Obligado. Corvisart. Pernety. Y hay más. Y yo me llamaré «Princesa de Lamballe». ¿Por qué «Princesa de Lamballe»? Un capricho del teniente. «¿Está usted dispuesto a entrar en nuestra organización? El honor lo exige. No debe vacilar ni un segundo. ¿Qué me dice?». Le contesto: «Sí», con voz insegura. «Sobre todo no flaquee, hijito. Ya sé que son tiempos tristes. Los gángsters llevan la voz cantante. El aire huele a podrido. No durará. Sea de ánimo fuerte, Lamballe». Quiere que me quede en la calle de Boisrobert, pero me invento en el acto un anciano tío del extrarradio que me albergará. Nos citamos mañana por la tarde en la plaza de Les Pyramides, delante de la estatua de Juana de Arco. Adiós, Lamballe. Me mira fijamente, se le achican los ojos y ya no puedo soportar su brillo. Repite: «Adiós, LAMBALLE», insistiendo de una forma extraña en las dos sílabas: LAM-BAL. Cierra la puerta. Caía la tarde. Anduve al azar por aquel barrio desconocido. Debían de estarme esperando en la glorieta de Cimarosa. ¿Qué les iba a decir? A fin de cuentas, el teniente era un héroe. Todos los miembros de su estado mayor también… Pero no me quedó más remedio que informar pormenorizadamente al Khédive y al señor Philibert. Se quedaron sorprendidos con la existencia de la OCS. No esperaban una actividad de tanta envergadura. «Infíltrese. Intente enterarse de los nombres y de las señas. Una estupenda redada en perspectiva». Por primera vez en mi vida me vi en eso que se llama un caso de conciencia. Muy pasajero, por lo demás. Me dieron un anticipo de cien mil francos por las informaciones que les iba a proporcionar.
Plaza de Les Pyramides. A uno le gustaría olvidarse de su pasado, pero el paseo lo devuelve continuamente a las encrucijadas dolorosas. El teniente andaba arriba y abajo ante la estatua de Juana de Arco. Me presentó a un chico alto y rubio con el pelo rapado y ojos de un azul vincapervinca: Saint-Georges, de la academia de Saint-Cyr. Nos metimos en Les Tuileries y nos sentamos en el quiosco que está junto al tiovivo. Recobraba el escenario de mi infancia. Pedimos tres zumos. El camarero nos los trajo y nos dijo que eran los últimos de un lote de antes de la guerra. Dentro de nada, ya no quedarían zumos. «Nos apañaremos sin ellos», dijo Saint-Georges con una sonrisa. Le veía a aquel joven un aspecto muy resuelto. «¿Es un prisionero de guerra?», me preguntó. «¿De qué regimiento?». «Del 5.º de infantería», le contesté con voz inexpresiva. «Pero prefiero no recordarlo». Hice un gran esfuerzo para controlarme y añadí: «No tengo sino un deseo: seguir luchando caiga quien caiga». Aquella profesión de fe pareció convencerlo. Me dio un apretón de manos. «He reunido a varios miembros de la organización para presentárselos, mi querido Lamballe», manifestó el teniente. «Nos están esperando en la calle de Boisrobert». Están Corvisart, Obligado, Pernety y Jasmin. El teniente habla de mí con palabras entusiastas; la tristeza que sentía tras la derrota. Mi voluntad de seguir luchando. Lo honroso y reconfortante que resultaba ser a partir de hoy compañero suyo en la OCS. «Bien, Lamballe, pues vamos a encomendarle una misión». Me explica que varios individuos se han aprovechado de los acontecimientos para dar rienda suelta a sus malos instintos. Nada más natural en una época de disturbios y desconcierto como ésta. Esos facinerosos gozan de total impunidad: les han repartido carnets de policía y permisos de armas. Se dedican a reprimir de forma odiosa a los patriotas y a la gente honrada y cometen todo tipo de delitos. Han requisado un palacete en el 3 bis de la glorieta de Cimarosa, en el distrito XVI. Para el público, su servicio se llama Sociedad Intercomercial de París, Berlín y Montecarlo. «No dispongo de más elementos. Nuestro deber es neutralizarlos lo antes posible. Cuento con usted, Lamballe. Se infiltrará entre esta gente. Nos informará de cuanto hagan y digan. Le toca mover a usted, Lamballe». Pernety me alarga una copa de coñac. Jasmin, Obligado, Saint-Georges y Corvisart me sonríen. Algo después, vamos bulevar de Pasteur arriba. El teniente ha querido acompañarme hasta la estación de metro de Sèvres-Lecourbe. En el momento de separarnos, me mira de frente, a los ojos: «Misión delicada, Lamballe. Doble juego, como quien dice. Téngame informado. Buena suerte, Lamballe». ¿Y si le dijera la verdad? Demasiado tarde. Me acordé de mamá. Ella al menos estaba en lugar seguro. Le había comprado la villa de Lausana con las comisiones que cobraba en la calle de Niel. Habría podido irme con ella a Suiza, pero me había quedado aquí por pereza o por indiferencia. Ya he dicho que el destino del mundo me preocupaba poco. Tampoco el mío me apasionaba en exceso. A uno le bastaba con dejar que lo arrastrase la corriente. Brizna de paja. Esa noche pongo al tanto al Khédive de que he establecido contacto con Corvisart, Obligado, Jasmin, Pernety y Saint-Georges. Todavía no sé sus señas, pero no tardaré en saberlas. Le prometo que le daré cuanto antes todas las informaciones útiles acerca de esos jóvenes. Y acerca de otros más que el teniente no dejará de presentarme. Al ritmo que van las cosas, haremos una «redada estupenda». El Khédive lo repite frotándose las manos. «Estaba seguro de que les iba a inspirar confianza con esa pinta suya de vendedor de imágenes de escayola». De repente me entra el vértigo. Le digo que el jefe de la organización no es el teniente, como yo pensaba. «¿Y quién es, entonces?». Estoy al borde de un precipicio; seguramente bastaría con unos pocos pasos para apartarme de él. «¿QUIÉN?». No, no tengo fuerzas. «¿QUIÉN?». «Un tal LAM-BA-LLE. LAM-BA-LLE». «Bueno, pues le echaremos el guante. Intente identificarlo». Las cosas se estaban complicando. ¿Tenía yo la culpa? Por ambos lados, me habían encomendado un papel de agente doble. No quería dejar descontento a nadie. Ni al Khédive y a Philibert ni al teniente y sus jóvenes de la academia de Saint-Cyr. Habría que escoger, me decía. ¿«Caballero de la Sombra» o agente a sueldo de la oficina de la glorieta de Cimarosa? ¿Héroe o chivato? Ni una cosa ni otra. Unos cuantos libros: Antología de los traidores, de Alcibíades al capitán Dreyfus, Joanovici tal y como fue; Los misterios del caballero de Éon; Frégoli, el hombre de ningún lado, me revelaron lo que era yo. Notaba que tenía afinidades con todas esas personas. Sin embargo, no soy un frívolo. Yo también he experimentado eso que se llama un sentimiento grande. Hondo. Imperioso. El único del que puedo hablar con conocimiento de causa y que me habría hecho mover montañas: EL MIEDO. París se hundía en el silencio y el toque de oscurecimiento. Cuando recuerdo aquellos tiempos, tengo la impresión de estar hablando con sordos o de no hablar lo suficientemente alto. ME MORÍA DE MIEDO. El metro reducía la marcha para entrar en el puente de Passy. Sèvres-Lecourbe – Cambronne – La Motte-Picquet – Dupleix – Grenelle – Passy. Por la mañana, iba en sentido contrario: de Passy a SèvresLecourbe. De la glorieta de Cimarosa, en el distrito XVI, a la calle de Boisrobert, en el distrito XV. Del teniente al Khédive. Del Khédive al teniente. Las idas y venidas de un agente doble. Agotador. Sin resuello. «Intente saber los nombres y las señas. Una estupenda redada en perspectiva». «Cuento con usted, Lamballe. Nos informará acerca de esos gángsters». Habría querido tomar partido pero tanto la Organización de los Caballeros de la Sombra como la Sociedad Intercomercial de París, Berlín y Montecarlo me eran indiferentes. Unos maniacos me sometían a presiones contradictorias y me hostigaban hasta matarme de agotamiento. No cabía duda de que hacía las veces de chivo expiatorio de todos esos dementes. Era el más débil de todos. No tenía oportunidad alguna de salvación. La época en que vivíamos requería prendas excepcionales para el heroísmo o para el crimen. Y yo, la verdad, desentonaba. Veleta. Pelele. Cierro los ojos para recuperar los aromas y las canciones de aquel tiempo. Sí, el aire olía a podrido. Sobre todo al caer la tarde. Debo decir que nunca he visto crepúsculos tan hermosos. El verano no acababa nunca de expirar. Las avenidas desiertas. París ausente. Se oía sonar un reloj. Y aquel olor difuso que impregnaba las fachadas de los edificios y las frondas de los castaños. En cuanto a las canciones, fueron: Swing Troubadour, Étoile de Rio, Je n’en connais pas la fin, Réginella… Acordaos. Las lámparas de los vagones iban pintadas de malva, de forma tal que apenas si vislumbraba a los demás pasajeros. A la derecha, tan cercano, el haz luminoso de la Torre Eiffel. Volvía de la calle de Boisrobert. El metro se detuvo en el puente de Passy. Yo deseaba que no volviera a ponerse en marcha nunca y que nadie viniera a arrancarme de aquella tierra de nadie entre las dos orillas. Ni un gesto más. Ni un ruido más. El sosiego al fin. Disolverme en la penumbra. Me olvidaba de sus gritos, de los tantarantanes que me daban, de su encarnizamiento en tirar de mí para todos lados. Algo así como un entumecimiento sustituía al miedo. Seguía con la mirada el haz luminoso. Giraba y giraba como un vigilante que prosiguiera su ronda nocturna. Con cansancio. Iba siendo cada vez más débil. Pronto sólo quedaría un hilillo de luz casi imperceptible. Y yo también, tras rondas y más rondas, miles y miles de idas y venidas, acabaría por perderme en las tinieblas. Sin entender con qué tenía que ver todo aquello. De Sèvres-Lecourbe a Passy. De Passy a Sèvres-Lecourbe. Por la mañana me presentaba a eso de las diez en el cuartel general de la calle de Boisrobert. Apretones de mano fraternales. Sonrisas y miradas límpidas de aquellos valerosos muchachos. «¿Qué novedades hay, Lamballe?», me preguntaba el teniente. Yo le proporcionaba detalles cada vez más concretos acerca de la Sociedad Intercomercial de París, Berlín y Montecarlo. Sí, se trataba efectivamente de un servicio policíaco al que le encomendaban «tareas abyectas». Los dos dueños, Henri Normand y Pierre Philibert, habían sacado a su personal del hampa. Atracadores, proxenetas, condenados a destierro. Dos o tres condenados a muerte. Todos disponían de un carnet de policía y de permiso de armas. Una sociedad dudosa gravitaba en torno de la oficina de la glorieta de Cimarosa. Especuladores, morfinómanos, charlatanes, mujeres ligeras de cascos, personas de esas que pululan en las «épocas turbias». Todos aquellos individuos sabían que contaban con protección en las altas esferas y cometían los peores abusos. Por lo visto, su jefe, Henri Normand, mandaba en el gabinete del director de la policía y en la fiscalía del departamento de Seine, en el supuesto de que esos organismos existieran aún. A medida que avanzaba en mi exposición, leía la consternación y el asco en aquellos rostros. Sólo el teniente seguía impasible: «¡Bravo, Lamballe! Su misión continúa. Haga, por favor, una lista completa de los miembros del Servicio de la glorieta de Cimarosa».
Y luego, una mañana, me parecieron más serios que de costumbre. El teniente se aclaró la voz: «Lamballe, va a tener que cometer un atentado». Recibí esta afirmación tranquilamente, como si llevase mucho preparándome para ella. «Contamos con usted, Lamballe, para librarnos de Normand y de Philibert. Escoja el momento oportuno». Vino luego un silencio durante el cual Saint-Georges, Pernety, Jasmin y todos los demás no me quitaban ojo, con mirada conmovida. Detrás de su escritorio, el teniente estaba inmóvil. Corvisart me alargó una copa de coñac. La del condenado, pensé. Veía erguirse con mucha claridad la guillotina en el centro de la habitación. El teniente hacía las veces de verdugo. En cuanto a los miembros de su estado mayor, asistirían a la ejecución lanzándome sonrisas enternecidas. «¿Y qué, Lamballe? ¿Qué le parece?». «Me parece muy bien», le contesté. Tenía ganas de romper en sollozos y de exponerles mi delicada situación de agente doble. Pero hay cosas que hay que guardarse para uno mismo. No dije nunca una palabra de más. Soy bastante poco expansivo por naturaleza. Los otros, en cambio, no vacilaban en contarme con pelos y señales sus estados de ánimo. Me acuerdo de tardes que pasé con los jóvenes de la OCS. Nos paseábamos por los alrededores de la calle de Boisrobert, en el barrio de Vaugirard. Los oía divagar. Pernety soñaba con un mundo más justo. Se le inflamaban las mejillas. Sacaba de la cartera las fotografías de Robespierre y de André Breton. Yo fingía admirar a aquellos dos individuos. Pernety repetía continuamente «Revolución», «Toma de conciencia», «Nuestro papel, el de los intelectuales», con un tono tajante que me consternaba. Llevaba una pipa y zapatos de cuero negro, detalles que me conmueven. Corvisart sufría por haber visto la luz en una familia burguesa. Intentaba olvidar el parque de Monceau, las canchas de tenis de Aix-les-Bains y los bollos Plum Plouvier que tomaba en las meriendas semanales en casa de sus primas. Me preguntaba si se podía ser a un tiempo socialista y cristiano. A Jasmin le habría gustado que Francia fuera menos floja. Admiraba a Henri de Bournazel y se sabía el nombre de todas las estrellas. Obligado escribía un «diario político». «Tenemos que dar testimonio», me explicaba. «Es un deber. No puedo callarme». Sin embargo, cuesta muy poco aprender a ser mudo: basta con que te den dos taconazos en las encías. Picpus me enseñaba las cartas de su novia. Un poco más de paciencia: según él, la pesadilla iba a desvanecerse. Pronto viviríamos en un mundo pacificado. Les contaríamos a nuestros hijos las pruebas por las que habíamos pasado. Saint-Georges, Marbeuf y Pelleport habían salido de Saint-Cyr con una afición al combate postrero y con el firme proyecto de morir cantando. Yo me acordaba de la glorieta de Cimarosa en donde tendría que dar el informe cotidiano. Tenían suerte aquellos muchachos por poder cultivar sus quimeras. El barrio de Vaugirard se prestaba a ello estupendamente. Tranquilo, amparado; parecía una ciudad pequeña de provincias. Incluso el nombre, Vaugirard, recordaba las frondas, la hiedra, un arroyo con orillas de musgo. En semejante retiro, podían dar rienda suelta a las imaginaciones más heroicas. Sin riesgo alguno. A quien enviaban a bregar con la realidad y a navegar en aguas turbias era a mí. Aparentemente, lo sublime no era lo mío. A media tarde, antes de coger el metro, me sentaba en un banco de la plaza de Adolphe-Chérioux y dejaba que la dulzura de aquel pueblo me embargase durante unos minutos más. Una casita con jardín. ¿Convento u hospicio de ancianos? Oía hablar a los árboles. Pasaba un gato por delante de la iglesia. Me llegaba de no sé dónde una voz tierna: Fred Gouin cantaba Envoi de fleurs. Entonces se me olvidaba que no tenía futuro. Mi vida tomaría un nuevo derrotero. Un poco de paciencia, como decía Picpus, y saldría vivo de la pesadilla. Encontraría un trabajo de barman en una hospedería de los alrededores de París. BARMAN. Eso era lo que me parecía que correspondía a mis gustos y a mis aptitudes. Te metes detrás de la BARRA. Te protege de los demás. Quienes, por cierto, no sienten hostilidad alguna contra ti y se limitan a pedirte licores. Les sirves en el acto. Los más agresivos te lo agradecen. El oficio de BARMAN era mucho más noble de lo que se pensaba, el único que se merecía una atención particular junto con el de poli y el de médico. ¿En qué consistía? En preparar cócteles. En preparar sueños, como quien dice. Un remedio contra el dolor. En la barra, te lo reclaman con voz suplicante. ¿Curasao? ¿Marie Brizard? ¿Éter? Todo lo que quieran. Tras dos o tres copas, se emocionan, trastabillan, se les ponen los ojos en blanco, se pasan hasta las claras del alba desgranando las cuentas del largo rosario de sus miserias y de sus crímenes, te piden que los consueles. Hitler te pide perdón entre dos hipidos. «¿En qué piensa, Lamballe?». «En las musarañas, mi teniente». A veces me hacía quedarme en su despacho para tener conmigo «una charla a solas». «Cometerá ese atentado. Tengo confianza en usted, Lamballe». Adoptaba un tono autoritario y me clavaba los ojos azul oscuro. ¿Decirle la verdad? ¿Cuál exactamente? ¿Agente doble? ¿O triple? Ya no sabía quién era. Mi teniente, NO EXISTO. Nunca tuve carnet de identidad. Esta distracción le parecería inadmisible en una época en que había que hacer de tripas corazón y dar muestras de una forma de ser excepcional. Una noche, estaba solo con él. El cansancio roía como una rata todo cuanto me rodeaba. De pronto, las paredes me parecieron enteladas con terciopelo oscuro, una bruma invadía la habitación y difuminaba el perfil de los muebles: el escritorio, las sillas, el armario de dos puertas. Me preguntó: «¿Qué novedades hay, Lamballe?» con una voz lejana que me sorprendió. El teniente me clavaba la mirada, como solía, pero los ojos habían perdido el destello metálico. Estaba detrás del escritorio, con la cabeza ladeada hacia la derecha y con la mejilla rozándole casi el hombro, en una postura pensativa y desalentada que les había visto yo a algunos ángeles florentinos. Repitió: «¿Qué novedades hay, Lamballe?» con el tono con el que habría dicho: «La verdad es que da lo mismo», y la mirada se le detuvo insistentemente en mí. Una mirada colmada de tal dulzura, de tal tristeza, que me dio la impresión de que el teniente Dominique lo había entendido todo y me perdonaba: mi papel de agente doble (o triple), mi desvalimiento al sentirme tan frágil en la tormenta como una brizna de paja y el daño que hacía por cobardía o por inadvertencia. Por primera vez a alguien le interesaba mi caso. Aquella mansedumbre me trastornaba. Buscaba en vano unas cuantas palabras de agradecimiento. Los ojos del teniente eran cada vez más tiernos; le habían desaparecido las rugosidades del rostro. Se le aflojaba el tronco. Pronto de tanta altivez y tanta energía sólo quedó una mamá muy vieja, indulgente y cansada. El tumulto del mundo exterior se estrellaba contra las paredes de terciopelo. Íbamos resbalando por una penumbra guateada hasta honduras en donde nadie nos turbaría el sueño. París naufragaba con nosotros. Desde el camarote, veía el haz luminoso de la Torre Eiffel: un faro que indicaba que estábamos cerca de la costa. Nunca llegaríamos a ella. Daba lo mismo. «Hay que dormir, hijito», me susurraba el teniente. «DORMIR». Sus ojos soltaban un último fulgor en las tinieblas. DORMIR. «¿En qué piensa, Lamballe?». Me zarandea cogiéndome por los hombros: «Esté dispuesto para ese atentado. El destino de la organización está en sus manos. No flaquee». Anda, nervioso, arriba y abajo por la habitación. Las cosas han vuelto a la dureza acostumbrada. «Coraje, Lamballe. Cuento con usted». Arranca el metro. Cambronne – La Motte-Picquet – Dupleix – Grenelle – Passy. Las nueve de la noche. En la esquina de la calle de Franklin con la calle Vineuse, recogía el Bentley blanco que el Khédive me prestaba en premio por mis servicios. Les habría causado mala impresión a los jóvenes de la OCS. Circular en aquellos tiempos en un automóvil de lujo implicaba actividades poco acordes con la ética. Sólo los traficantes y los chivatos bien pagados podían permitirse un capricho así. En cualquier caso, junto con el cansancio me desaparecían los últimos escrúpulos. Cruzaba despacio la plaza de Le Trocadéro. Un motor silencioso. Asientos de cuero de Rusia. Aquel Bentley me gustaba mucho. El Khédive lo había encontrado al fondo de un taller de Neuilly. Yo abría la guantera: allí seguía la documentación del dueño. En resumidas cuentas, un coche robado. Antes o después nos pedirían cuentas. ¿Qué actitud adoptaría ante el tribunal cuando enumerasen tantos crímenes cometidos por la Sociedad Intercomercial de París, Berlín y Montecarlo? Una banda de malhechores, diría el juez. Se aprovecharon de la miseria y del desconcierto general. «Unos monstruos», escribiría Madeleine Jacob. Yo giraba el mando de la radio.
Al llegar a la avenida de Kléber, el corazón me latía algo más deprisa. La fachada del Hotel Baltimore. La glorieta de Cimarosa. Delante del 3 bis, Codébo y Robert el Pálido seguían montando guardia. Codébo me lanzaba una sonrisa que le dejaba a la vista los dientes de oro. Yo subía al primer piso y empujaba la puerta del salón. El Khédive, vistiendo una bata rosa viejo de seda recamada, me hacía una seña con la mano. El señor Philibert estaba consultando fichas: «¿Qué tal la OCS, Swing Troubadour, hijito?». El Khédive me daba una fuerte palmada en el hombro y una copa de coñac: «Imposible de encontrar. Trescientos mil francos la botella. No se preocupe. En la glorieta de Cimarosa no nos afectan las restricciones. ¿Y esa OCS? ¿Qué novedades hay?». No, aún no tenía las señas de los Caballeros de la Sombra. A finales de semana, lo prometía. «¿Y si hiciéramos la redada en la calle de Boisrobert una tarde en que estuvieran allí todos los miembros de la OCS? ¿Qué le parece, Troubadour?». Yo les desaconsejaba ese sistema. Valía más detenerlos de uno en uno. «No podemos perder tiempo, Troubadour». Yo les calmaba la impaciencia, volvía a prometer informaciones decisivas. Un día me acosarían tanto que, para quitármelos de encima, no me quedaría más remedio que cumplir mis compromisos. Habría «redada». Por fin me merecería ese calificativo de «soplona» que me encogía el corazón, que me hacía notar un vértigo cada vez que lo oía decir. SOPLONA. Pese a todo me esforzaba en alargar el plazo explicándoles a mis dos jefes que los miembros de la OCS eran inofensivos. Unos chicos quiméricos. Atiborrados de ideales y nada más. ¿Por qué no dejar que esos simpáticos idiotas siguieran divagando? Padecían una enfermedad: la juventud, de la que se cura uno muy deprisa. Dentro de unos meses serían mucho más sensatos. El propio teniente dejaría la lucha. Por lo demás, ¿qué lucha era ésa sino una palabrería inflamada en la que salían una y otra vez las palabras: Justicia, Progreso, Verdad, Democracia, Libertad, Revolución, Honor, Patria? Todo ello me parecía muy anodino. En mi opinión, el único hombre peligroso era LAM-BA-LLE, a quien aún no había identificado. Invisible. Inaprensible. El auténtico jefe de la OCS. Él sí que actuará, y con la mayor brutalidad. Lo mencionaban en la calle de Boisrobert con un temblor de miedo y de admiración en la voz. ¡LAM-BALLE! ¿Quién era? Cuando se lo preguntaba al teniente, se mostraba evasivo. Los gángsters y los vendidos que llevan ahora mismo la voz cantante no se librarán de LAMBALLE. LAMBALLE golpea deprisa y fuerte. Obedeceremos a LAMBALLE con los ojos cerrados. LAMBALLE nunca se equivoca. LAMBALLE es un tipo admirable. LAMBALLE, nuestra única esperanza… No conseguía sacarles detalles más concretos. Un poco más de paciencia y desemboscaríamos a aquel personaje misterioso. Les repetía al Khédive y a Philibert que nuestro único objetivo debía ser capturar a Lamballe. ¡LAM-BA-LLE! Los demás no contaban. Unos charlatanes muy buenos chicos. Pedía que los dejaran librarse. «Ya veremos. Primero denos información de ese Lamballe. ¿Me oye?». Al Khédive se le crispaba la boca en un rictus de mal augurio. Philibert, pensativo, se atusaba los bigotes repitiendo: «LAM-BA-LLE, LAM-BA-LLE». «Ya le arreglaré yo las cuentas al LAMBALLE ese», decía a modo de conclusión el Khédive, «y ni Londres ni Vichy ni los americanos lo sacarán del apuro. ¿Coñac? ¿Craven? Sírvase, hijito». «Acabamos de negociar con Sebastiano del Piombo», comunicaba Philibert. «Aquí tiene su diez por ciento de comisión». Me alargaba un sobre verde claro. «Encuéntreme para mañana unos cuantos bronces asiáticos. Estamos en contacto con un cliente». Yo le estaba cogiendo gusto a ese trabajo adicional que me encargaban: encontrar obras de arte y llevarlas en el acto a la glorieta de Cimarosa. Por la mañana, me metía en casa de acaudalados particulares que se habían ido de París por los acontecimientos. Bastaba con abrir con ganzúa una cerradura o con pedirle la llave al portero enseñando el carnet de policía. Registraba minuciosamente las viviendas abandonadas. Los dueños, al irse, se habían dejado cosas menudas: dibujos al pastel, jarrones, tapices, libros, manuscritos. No bastaba con eso. Me iba a buscar guardamuebles, lugares seguros, escondrijos en donde pudieran ponerse a buen recaudo en aquellos tiempos revueltos las colecciones más valiosas. Un desván del extrarradio en donde me estaban esperando unos tapices de Les Gobelins y unas alfombras persas; un antiguo taller de la Porte de Champerret, atestado de cuadros de firma. En un sótano de Auteuil, un maletín donde estaban guardadas joyas de la Antigüedad y del Renacimiento. Me entregaba a esos saqueos despreocupadamente e incluso con algo parecido a un júbilo del que —más adelante— me avergonzaría ante los tribunales. Vivíamos tiempos excepcionales. Robar y traficar se había convertido en lo más normal y el Khédive, calibrando mis capacidades, me dedicaba a localizar obras de arte mejor que metales no ferrosos. Yo se lo agradecía. Pasé por grandes gozos estéticos. Por ejemplo, ante un Goya que representaba el asesinato de la princesa de Lamballe. Su dueño creía que lo había puesto a salvo escondiéndolo en una caja fuerte del Banco Franco-Serbio, en el número 3 de la calle de Helder. Me bastó con enseñar el carnet de policía para que me dejasen disponer de esa obra maestra. Vendíamos todos los objetos de los que nos incautábamos. Curiosa época. Me convirtió en un individuo «poco lucido». Chivato, saqueador, asesino quizá. Yo no era peor que otro cualquiera. Me dejé llevar por lo que hacían los demás, eso es todo. El mal no me atrae de forma especial. Un día conocí a un anciano cubierto de sortijas y encajes. Me explicó con voz de falsete que recortaba en la revista Détective las fotos de los criminales porque les encontraba una hermosura «arisca» y «maléfica». Me elogió aquella soledad «inalterable» y «grandiosa»; me habló de uno de ellos, Eugène Weidmann, a quien llamaba «el ángel de las tinieblas». Todo un literato, aquel individuo. Le dije que Weidmann llevaba el día de su ejecución zapatos con suelas de crepé. Su madre se los había comprado tiempo atrás en Frankfurt. Y que quien quisiera a la gente tenía siempre que fijarse en detalles de poca monta, como ése. Lo demás no tenía importancia alguna. ¡Pobre Weidmann! A estas horas Hitler se ha quedado dormido chupándose el pulgar y le lanzo una mirada compadecida. Ladra, como un perro que sueña. Se ovilla, mengua, mengua, me cabría en la palma de la mano. «¿En qué piensa, Swing Troubadour?». «En nuestro Führer, señor Philibert». «Dentro de nada vamos a vender el Franz Hals. Por el trabajo que se ha tomado le corresponde un quince por ciento de comisión. Si nos ayuda a capturar a Lamballe, le pago una prima de 500.000 francos. Con eso da para jugar a ser joven. ¿Un poco de coñac?». Me da vueltas la cabeza. El aroma de las flores seguramente. El salón estaba inundado de dalias y orquídeas. Un gran centro de rosas, entre las dos ventanas, tapaba a medias el autorretrato del señor de Bel-Respiro. Las diez de la noche. Iban invadiendo la habitación unos detrás de otros. El Khédive los recibía de esmoquin granate jaspeado de verde. El señor Philibert les hacía una leve seña con la cabeza y seguía mirando sus fichas. De vez en cuando, se acercaba a uno, entablaba con él una breve conversación, tomaba unas cuantas notas. El Khédive servía licores, cigarrillos y pastas. Los señores de Bel-Respiro se habrían quedado sorprendidos al ver semejante asistencia en su salón: allí estaban el «marqués» Lionel de Zieff, condenado tiempo ha por robos, abusos de confianza, encubrimiento, uso ilegal de condecoraciones; Costachesco, banquero rumano, especulaciones bursátiles y quiebras fraudulentas; el «barón» Gaétan de Lussatz, bailarín de sociedad, doble pasaporte, monegasco y francés; Pols de Herder, caballero ladrón; Rachid von Rosenheim, Míster Alemania 1938, tramposo profesional; Jean-Farouk de Méthode, dueño del Circo de Otoño y de L’Heure Mauve, proxeneta, con prohibición de residencia en toda la Commonwealth; Ferdinand Poupet, conocido por «Paulo Hayakawa», corredor de seguros, cabeza loca, falsificador y usuario de falsificaciones; Otto da Silva, «El Rico Plantador[29]», espía con media paga; el «conde» Baruzzi, experto en objetos artísticos y morfinómano; Darquier, llamado «de Pellepoix», abogado fullero; el «mago» Ivanoff, charlatán búlgaro, «tatuador oficial de las iglesias coptas»; Odicharvi, chivato de la dirección de la policía para el ámbito de los rusos blancos; Mickey de Voisins, «la doncella de la señora», prostituto homosexual; el excomandante de aviación Costantini; Jean Le Houleux, periodista, extesorero del Club du Pavois y chantajista; los hermanos Chapochnikoff, cuya razón social y cuya cantidad exacta no supe nunca. Unas cuantas mujeres. Lucie Onstein, conocida por «Frau Sultana», antes bailarina exótica en el Rigolett’s, Marga d’Andurain, directora en Palmira de un hotel «mundano y discreto»; Violette Morris, campeona de levantamiento de pesas y halteras, que siempre vestía con trajes masculinos; Emprosine Maroussi, princesa bizantina, toxicómana y lesbiana; Simone Bouquereau e Irène de Tanzé, exchicas del One-two-two; la «baronesa» Lydia Stahl, a quien le gustaban el champán y las flores recién cortadas. Todos esos personajes eran asiduos del 3 bis. Habían salido de pronto del toque de oscurecimiento, de una etapa de desesperación y de miseria, mediante un fenómeno análogo al de la generación espontánea. La mayoría de ellos tenían un puesto en la Sociedad Intercomercial de París, Berlín y Montecarlo. Zieff, Méthode y Helder dirigían la sección de cueros. Merced a la habilidad de sus corredores conseguían vagones enteros de box-calf que la SIPBMT volvía luego a vender a un precio doce veces mayor del tasado. Costachesco, Hayakawa y Rosenheim se habían decantado por los metales, las materias grasas y los aceites minerales. El excomandante Costantini operaba en un sector más restringido, aunque rentable: cristal, perfumería, pieles de gamuza, pastas y galletas, tornillos y pernos. A los demás, el Khédive les encomendaba cometidos delicados: Lussatz estaba a cargo de la vigilancia y protección de las considerables cantidades de fondos que llegaban todas las mañanas a la glorieta de Cimarosa. El papel de Da Silva y de Odicharvi consistía en rescatar oro y divisas extranjeras. Mickey de Voisins, Baruzzi y la «baronesa» Lydia Stahl hacían listas de los palacetes donde podría yo incautarme de objetos artísticos. Hayakawa y Jean Le Houleux llevaban la contabilidad del servicio. Darquier hacía las veces de abogado asesor. En cuanto a los hermanos Chapochnikoff no tenían ningún cometido claro y mariposeaban acá y acullá. Simone Bouquereau e Irène de Tanzé eran las «secretarias» titulares del Khédive. La princesa Maroussi nos conseguía complicidades muy útiles en los ambientes de buena sociedad y de finanzas. Frau Sultana y Violette Morris cobraban elevadísimos honorarios en calidad de chivatas. Marga d’Andurain, mujer de buena cabeza y de acción, recorría el norte de Francia y entregaba en el 3 bis kilómetros de lona y de lana peinada. Que no se nos olvide, por fin, citar a los miembros del personal destinados a operaciones exclusivamente policíacas: Tony Breton, un guaperas suboficial de la legión y torturador experto; Jo Reocreux, encargado de un burdel; Vital-Léca, conocido por «Boca de Oro», asesino a sueldo; Armand el Loco: «Me los cargo, me los cargo, me los cargo a todos»; Codébo y Robert el Pálido, condenados a destierro, a los que usaban de porteros y guardaespaldas; Danos, «el mamut» o «Bill el gordo»; Gouari, «el americano», atracador a mano armada que trabajaba por su cuenta… El Khédive reinaba en ese mundo jovial y limitado que los cronistas de los tribunales iban a llamar más adelante «la banda de la glorieta de Cimarosa». De momento, los negocios iban viento en popa. Zieff hablaba de quedarse con los estudios de La Victorine, con El Eldorado y con Les Folies-Wagram; Helder creaba una Sociedad de Participación General para monopolizar todos los hoteles de la Costa Azul; Costachesco compraba decenas de edificios; Rosenheim afirmaba que «pronto conseguiremos Francia por cuatro cuartos y se la volveremos a vender al mejor postor». Yo escuchaba y observaba a todos esos locos de atar. A la luz de las lámparas del techo, les chorreaba el rostro de sudor. Hablaban cada vez más deprisa. Descuentos… corretajes… comisiones… stocks… vagones… margen de beneficios… Los hermanos Chapochnikoff, cada vez más numerosos, llenaban sin cesar las copas de champán. Frau Sultana le daba cuerda al gramófono. Johnny Hess:
Se desabrochaba la blusa y esbozaba un paso de swing. Los demás seguían su ejemplo. Codébo, Danos y Robert el Pálido entraban en el salón. Se abrían paso entre los que bailaban, llegaban junto al señor Philibert, le cuchicheaban unas cuantas palabras al oído. Yo miraba por la ventana. Un automóvil con los faros apagados delante del 3 bis. Vital-Léca enarbolaba una linterna. Reocreux abría la puerta del coche. Un hombre esposado. Gouari lo empujaba brutalmente hacia la escalinata exterior. Yo me acordaba del teniente y de los muchachos de Vaugirard. Una noche los vería aherrojados como éste. Breton les daría una ración de generador eléctrico. ¿Podría vivir con ese remordimiento? Pernety y sus zapatos de cuero negro. Picpus y las cartas de su novia. Los ojos azul vincapervinca de Saint-Georges. Sus sueños, todas sus nobles quimeras se extinguirían en el sótano del 3 bis, de paredes salpicadas de sangre. Por mi culpa. Dicho lo cual, no es cosa de que nadie crea que uso a la ligera las palabras «generador», «oscurecimiento», «soplona», «asesino a sueldo». Cuento lo que viví. Sin florituras. No me invento nada. Todas las personas que menciono existieron. Soy, incluso, tan riguroso que los llamo con sus nombres de verdad. En cuanto a mis gustos personales, tienen más bien que ver con las malvarrosas, el jardín a la luz de la luna y el tango de los días felices. Un corazón de modistilla. No tuve suerte. Oíamos, subiendo desde el sótano, los quejidos, que la música acababa por ahogar. Johnny Hess:
Frau Sultana los alentaba soltando chillidos estridentes. Ivanoff sacudía la «varita de los metales ligeros». Se empujaban, se quedaban sin aliento, el baile iba cada vez más a sacudidas, volcaban al pasar un jarrón de dalias y seguían gesticulando a más y mejor.
Se abría la puerta de par en par. Codébo y Danos lo sostenían por los hombros. No le habían quitado las esposas. Tenía la cara cubierta de sangre. Trastabillaba, se desplomaba en medio del salón. Los demás se quedaban quietos y atentos. Sólo los hermanos Chapochnikoff, como si no pasara nada, recogían los restos de un jarrón y retocaban la disposición de las flores. Uno de ellos se acercaba con pasos afelpados a la baronesa Lydia Stahl y le alargaba una orquídea.
—Si nos topáramos siempre con fanfarroncitos como éste, nos resultaría muy engorroso —afirmaba el señor Philibert.
—Un poco de paciencia, Pierre. Acabará por cantar.
—Me temo que no, Henry.
—Bueno, pues lo convertiremos en un mártir. Por lo visto hacen falta mártires.
—Eso de los mártires es una estupidez —aseguraba Lionel de Zieff con voz pastosa.
—¿Se niega usted a hablar? —le preguntaba el señor Philibert.
—No vamos a seguir importunándolo —susurraba el Khédive—. Si no contesta, eso quiere decir que no lo sabe.
—Pero si sabe algo —manifestaba el señor Philibert más valdría que lo dijera ahora mismo.
El hombre alzaba la cabeza. Una mancha roja en la alfombra de La Savonnerie, en el lugar en que descansaba la frente. Un resplandor irónico en los ojos azul vincapervinca (como los de Saint-Georges). De desprecio, más bien. Es posible morir por las ideas que se profesan. El Khédive lo abofeteaba tres veces seguidas. El hombre no bajaba la vista. Violette Morris le tiraba una copa de champán a la cara.
—Por favor, caballero —susurraba el mago Ivanoff—, ¿me enseña la mano izquierda?
Es posible morir por las ideas que se profesan. El teniente me repetía sin descanso: «Todos estamos dispuestos a morir por nuestras ideas. ¿Usted también, Lamballe?». Yo no me atrevía a confesarle que si yo tuviera que morirme sería de enfermedad, de miedo o de pena.
—¡Toma! —vociferaba Zieff, y al hombre le daba la botella de coñac en toda la frente.
—La mano izquierda, la mano izquierda —suplicaba el mago Ivanoff.
—Hablará —suspiraba Frau Sultana—, les digo que hablará. —Y se dejaba los hombros al aire con sonrisa hechicera.
—Cuánta sangre… —balbucía la baronesa Lydia Stahl.
La frente del hombre volvía a descansar en la alfombra de La Savonnerie. Danos lo alzaba y lo arrastraba fuera del salón. Unos minutos después, Tony Breton anunciaba con voz sorda: «Se ha muerto, se ha muerto sin hablar». Frau Sultana se daba media vuelta, encogiéndose de hombros. Ivanoff se había quedado ensimismado, mirando al techo.
—La verdad es que los hay que no se achantan —comentaba Pols de Herder.
—Los hay tozudos, querrás decir —replicaba el conde Baruzzi.
—Le tengo casi admiración —manifestaba el señor Philibert—. Es el primero al que veo resistir tan bien.
El Khédive decía:
—Los chicos así, Pierre, nos SABOTEAN el trabajo.
Las doce de la noche. Les entraba algo parecido a la languidez. Se sentaban en los sofás, en los pufs, en las poltronas. Simone Bouquereau se retocaba el maquillaje ante el gran espejo veneciano. Ivanoff le examinaba muy serio la mano derecha a la baronesa Lydia Stahl. Los demás se explayaban en frases nimias. A esa hora más o menos, me llevaba el Khédive al hueco de la ventana para hablarme de ese nombramiento de «director de la policía» que le iban a dar seguramente. Llevaba pensando en él toda la vida. De niño, en la colonia penitenciaria de Eysses. Luego, en los batallones de castigo de África y en la cárcel de Fresnes. Señalaba el retrato del señor de Bel-Respiro y me enumeraba todas las medallas que se le veían en el pecho a aquel hombre.
—Bastará con quitar su cara y poner la mía. Búsqueme un pintor mañoso. A partir de hoy, me llamo Henri de Bel-Respiro. —Repetía, maravillado—: Señor director de la policía Henri de Bel-Respiro.
Me trastornaba tal sed de respetabilidad, porque ya me había llamado la atención en mi padre, Alexandre Stavisky. Llevo siempre encima la carta que le escribió a mamá antes de suicidarse. «Lo que pido sobre todo es que eduques a nuestro hijo inculcándole los sentimientos del honor y la probidad; y, cuando llegue a la edad ingrata de los quince años, que vigiles bien con quién se trata para que tenga buenos guías en la vida y llegue a ser un hombre honrado». Creo que a él le habría gustado acabar sus días en una ciudad pequeña de provincias. Hallar sosiego y silencio tras años de tumulto, de vértigos, de espejismos, de torbellinos arrebatados. ¡Pobre padre mío! «Ya verá, cuando sea director de la policía se arreglará todo». Los demás charlaban en voz baja. Uno de los hermanos Chapochnikoff traía una bandeja de naranjadas. Si no hubiera sido por la mancha de sangre en medio del salón y de la ropa heterogénea que llevaban, uno habría podido creerse que estaba en muy buena compañía. El señor Philibert guardaba las fichas y se sentaba al piano. Le quitaba el polvo al teclado con el pañuelo y abría una partitura. Tocaba el adagio de la sonata Claro de luna.
—Un melómano —cuchicheaba el Khédive—. Artista hasta la médula. Me pregunto qué hace entre nosotros. Un chico que vale tanto. ¡Escuche!
Yo notaba que me dilataba los ojos desmesuradamente una pena que había agotado todas las lágrimas, un cansancio tan grande que me hacía seguir despierto. Me parecía que llevaba desde siempre caminando en la oscuridad al ritmo de aquella música dolorosa y obstinada. Unas sombras se me aferraban a las solapas de la chaqueta, tiraban de mí hacia ambos lados, me llamaban ora «Lamballe» y ora «Swing Troubadour», me empujaban de Passy a Sèvres-Lecourbe y de Sèvres-Lecourbe a Passy sin entender nada de las cosas de los demás. El mundo rebosaba, desde luego, de ruido y de furia. Daba igual. Yo cruzaba entre aquel barullo, tieso como un sonámbulo. Con los ojos abiertos de par en par. Todo acabaría por calmarse. Los seres y las cosas se impregnarían poco a poco de aquella música lenta que tocaba Philibert. De eso estaba seguro. Habían salido del salón. Una nota del Khédive en la consola: «Haga por entregarnos a Lamballe lo antes posible. Necesitamos cogerlo». El ruido de sus automóviles iba menguando. Entonces, ante el espejo veneciano, yo articulaba claramente: SOY LA PRIN-CE-SA DE LAM-BA-LLE. Me miraba a los ojos, apoyaba la frente en el espejo: soy la princesa de Lamballe. Unos asesinos te buscan en la oscuridad. Palpan a tientas, pasan rozándote, tropiezan con los muebles. Los segundos se hacen interminables. Contienes el aliento. ¿Encontrarán la llave de la luz? Acabemos de una vez. No resistiré ya mucho al vértigo; me iré hacia el Khédive, con los ojos muy abiertos, y pegaré la cara a la suya. SOY LA PRIN-CESA DE LAM-BA-LLE, el jefe de la OCS. A menos que el teniente Dominique se levante de pronto. Con voz seria: «Hay un chivato entre nosotros. Un tal “Swing Troubadour”». «Soy YO, mi teniente.». Alcé la cabeza. Una mariposa nocturna revoloteaba de una lámpara a otra y para que no se quemase las alas apagué la luz. Nadie tendría nunca conmigo un detalle tan delicado. Tenía que apañármelas solo. Mamá estaba lejos, en Lausana. Afortunadamente. Mi pobre padre, Alexandre Stavisky, había muerto. Lili Marlene me olvidaba. Solo. No había sitio para mí en ninguna parte. Ni en la calle de Boisrobert ni en la glorieta de Cimarosa. En la orilla izquierda del Sena, les ocultaba a los buenos chicos de la OCS mi actividad de chivato; en la orilla derecha, el título de «Princesa de Lamballe» me exponía a contrariedades muy serias. ¿Quién era en realidad? ¿Mi documentación? Un pasaporte Nansen falso. Un indeseable en todas partes. Aquella situación precaria me quitaba el sueño. Daba igual. Además de mi tarea adicional de «recuperador» de objetos valiosos, desempeñaba en el 3 bis el cometido de vigilante nocturno. Cuando se iban el señor Philibert, el Khédive y sus huéspedes, podría haberme retirado al cuarto del señor de Bel-Respiro, pero me quedaba en el salón. La lámpara de pantalla malva creaba a mi alrededor amplias zonas de penumbra. Abría un libro: Los misterios del caballero de Éon. Al cabo de pocos minutos, se me caía de las manos. Llegaba una certidumbre que acababa de deslumbrarme: no saldría vivo de ésta. Me retumbaban en la cabeza los acordes tristes del adagio. A las flores del salón se les caían los pétalos y yo envejecía cada vez más deprisa. Me ponía por última vez ante el espejo veneciano y me encontraba en él con el rostro de Philippe Pétain. Me parecía que tenía la mirada demasiado vivaz y la piel demasiado sonrosada y acababa por metamorfosearme en el rey Lear. Nada más natural. Llevaba acumulando desde la infancia una gran reserva de lágrimas. Llorar —según dicen— alivia y, pese a mis esfuerzos cotidianos, no conocía una dicha como ésa. Así que las lágrimas me royeron por dentro, como un ácido, lo que explica mi envejecimiento instantáneo. El médico me había avisado: A los veinte años será ya el sosias del rey Lear. Me habría gustado que vieran con una apariencia más petulante. ¿Tengo yo la culpa? De entrada, contaba con una salud estupenda y un ánimo de bronce, pero he pasado por grandes penas. Tan agudas que me hicieron perder el sueño. A fuerza de estar siempre abiertos, se me han hecho muy grandes los ojos. Me llegan hasta las mandíbulas. Algo más: basta con que mire o con que toque un objeto para que se convierta en polvo. En el salón, las flores se marchitaban. Las copas de champán, dispersas por encima de la consola, del escritorio, de la chimenea, eran la evocación de una fiesta muy antigua. Quizá el sarao que dio el 20 de junio de 1896 el señor de Bel-Respiro en honor de Camille du Gast, bailarina de cake-walk. Una sombrilla olvidada, colillas de cigarrillos turcos, un vaso de naranjada a medio beber. ¿Era Philibert quien tocaba el piano hace un rato? ¿O la señorita Mylo d’Arcille, que murió hace sesenta años? La mancha de sangre me devolvía a preocupaciones más contemporáneas. No sabía cómo se llamaba aquel desdichado. Se parecía a Saint-Georges. Mientras le daban una paliza había perdido una estilográfica y un pañuelo marcado con las iniciales C. F.: las únicas huellas de su estancia en el mundo…
Abría la ventana. Una noche de verano tan azul, tan tibia que parecía sin mañana y que las palabras «entregar el alma» y «dar el último suspiro» se me venían en el acto al pensamiento. El mundo se moría de consunción. Una agonía dulcísima, lentísima. Las sirenas, para anunciar un bombardeo, sollozaban. Luego, no oía ya sino un redoble de tambor ahogado. Duraba dos o tres horas. Bombas de fósforo. Al amanecer, París estaría cubierto de escombros. Qué se le va a hacer. Todo cuanto me gustaba de mi ciudad hacía ya mucho que no existía: la línea ferroviaria de circunvalación, el aerostato de Les Ternes, la Villa Pompeyana y los Baños Chinos. Acaba por parecernos natural que las cosas desaparezcan. Nada se librará de las escuadrillas. Yo ponía en fila encima del escritorio las figuritas de un juego de mahjong que pertenecía al hijo de la casa. Se estremecían las paredes. Se desplomarían de un momento a otro. Pero yo no había dicho la última palabra. De mi vejez, de mi soledad iba a brotar algo, como una pompa en la punta de una paja. Esperaba. De repente tomaba forma: un gigante pelirrojo, ciego seguramente, ya que llevaba gafas oscuras. Una niña de rostro arrugado. Los llamaba Coco Lacour y Esmeralda. Míseros. Inválidos. Siempre silenciosos. Un soplo, un ademán habrían bastado para quebrarlos. ¿Qué habría sido de ellos sin mí? Al fin daba con una excelente razón para vivir. Quería a mis pobres monstruos. Velaría por ellos… Nadie podría nunca hacerles daño. Gracias al dinero que ganaba en la glorieta de Cimarosa como chivato y saqueador les garantizaría todas las comodidades posibles. Coco Lacour. Esmeralda. Escogía a los dos seres más desvalidos del mundo, pero no había sensiblería alguna en mi amor. Le habría partido la boca a cualquiera que se hubiera permitido el mínimo comentario ofensivo acerca de ellos. Sólo con pensarlo, me entraba una rabia asesina. Me achicharraban los ojos haces de chispas rojas. Me ahogaba. Nadie se metería con mis dos criaturas. La pena que había reprimido hasta entonces se expandía en cataratas de las que tomaba mi amor su fuerza. Nadie resistía a esa erosión. Un amor tan devastador que los reyes, los capitanes eximios, los «grandes hombres» se convertían, ante mi vista, en niños enfermos. Atila, Bonaparte, Tamerlán, Gengis, Harún al-Rashid, y tantos otros cuyas prendas fabulosas me habían ponderado. Me parecía que eran de lo más diminutos, aquellos supuestos «titanes», y que daban mucha pena. Completamente inofensivos. Hasta tal punto que, al inclinarme sobre el rostro de Esmeralda, me preguntaba si no era a Hitler a quien estaba viendo. Una niñita abandonada. Hacía pompas de jabón con un aparato que acababa de regalarle. Coco Lacour encendía un puro. Desde que los conocía, nunca habían dicho una palabra. Mudos seguramente. Esmeralda miraba boquiabierta cómo estallaban las pompas al chocar con la lámpara del techo. Coco Lacour estaba absorto haciendo redondeles de humo. Placeres modestos. Les tenía cariño a esos pobres de espíritu míos. Y no es que aquellos dos seres me pareciesen más enternecedores ni más vulnerables que la mayoría de los hombres. TODOS me inspiraban una compasión maternal y desconsolada. Pero Coco Lacour y Esmeralda, al menos, se quedaban callados. No se movían. El silencio y la inmovilidad tras soportar tantas vociferaciones y tantas gesticulaciones inútiles. No sentía necesidad de hablarles. ¿Para qué? Eran sordos. Y más valía. Si le contase mi pena a uno de mis semejantes, me dejaría acto seguido. Lo entiendo. Y, además, mi aspecto físico les resulta desalentador a las «almas gemelas». Un centenario barbudo con unos ojos que se le comen la cara. ¿Quién podría consolar al rey Lear? Da igual. Lo importante: Coco Lacour y Esmeralda. Hacíamos en la glorieta de Cimarosa vida de familia. Me olvidaba del Khédive y del teniente. Gángsters o héroes, me tenían muy harto esos hombrecillos. Nunca había conseguido que me interesaran sus historias. Hacía proyectos para el futuro. Esmeralda iba a ir a clase de piano. Coco Lacour jugaría conmigo al mahjong y aprendería a bailar swing. Quería mimar a mis dos gacelas, a mis dos sordomudos. Darles una educación estupenda. No paraba de mirarlos. Mi amor por ellos se parecía al que sentía por mamá. En cualquier caso, mamá estaba a salvo: LAUSANA. En cuanto a Coco Lacour y a Esmeralda, los protegía. Vivíamos en una casa tranquilizadora. Siempre me había pertenecido. ¿Mi documentación? Me llamaba Maxime de Bel-Respiro. Ante mí, el autorretrato de mi padre. Y además:
Desde luego que no teníamos nada que temer. El tumulto, la ferocidad del mundo morían ante la escalinata de la fachada del 3 bis. Las horas pasaban, silenciosas. Coco Lacour y Esmeralda subían para irse a la cama. Se dormirían enseguida. De todas las pompas que había hecho Esmeralda, aún quedaba una, flotando por el aire. Subía hacia el techo, insegura. Yo contenía el aliento. Se rompía al chocar con la lámpara del techo. Y entonces todo estaba acabado y bien acabado. Coco Lacour y Esmeralda no habían existido nunca. Me quedaba solo en al salón, oyendo la lluvia de fósforo. Un último pensamiento enternecido para los muelles del Sena, la estación de Orsay y el ferrocarril del primer cinturón de cercanías. Y, luego, me encontraba solo y al cabo de la vejez en una comarca de Siberia que se llama Kamchatka. No crece allí vegetación alguna. Un clima frío y seco. Noches de oscuridad tan cerrada que son blancas. No hay quien viva en esas latitudes y los biólogos han observado que el cuerpo humano se desintegra en mil carcajadas, agudas, cortantes como cascos de botella. Se debe a lo siguiente: en esa desolación polar, uno se siente liberado de los últimos vínculos que lo ataban al mundo. Ya sólo puede morirse. De risa. Las cinco de la mañana. O quizá el crepúsculo. Una capa de ceniza cubría los muebles del salón. Yo miraba el quiosco de la glorieta y la estatua de Toussaint-Louverture. Me parecía que tenía ante los ojos un daguerrotipo. Luego recorría la casa, piso a piso. Maletas dispersas por las habitaciones. No había dado tiempo a cerrarlas. En una de ellas había un sombrero de amazona, un traje de cheviot color pizarra, el programa amarillento de un espectáculo en el Théâtre Ventadour, una foto dedicada de los patinadores Goodrich y Curtis, dos álbumes de recuerdo, unos cuantos juguetes viejos. No me atrevía a registrar las otras. Pululaban a mi alrededor: de hierro, de mimbre, de fibra de vidrio, de cuero de Rusia. Había varios baúles-armario apilados a lo largo del pasillo. El 3 bis se convertía en la inmensa consigna de una estación. Olvidada. Esos equipajes no le interesaban a nadie. Había, encerradas en ellos, muchas cosas muertas: dos o tres paseos con Lili Marlene por la zona de Les Batignolles, un caleidoscopio que me regalaron cuando cumplí siete años, una taza de verbena que me alargaba mamá una noche de no sé ya qué año… Todos los detalles pequeños de una vida. Me habría gustado hacer una lista completa y detallada. ¿Para qué?
Me llamaba Marcel Petiot. Sólo entre todos esos equipajes. Inútil esperar. El tren no llegaría. Era un muchacho sin porvenir. ¿Qué hice de mi juventud? Un día llegaba tras el anterior y yo los iba amontonando en el mayor desorden. Bastaban para llenar alrededor de cincuenta maletas. Soltaban un olor agridulce que me daba arcadas. Las dejaré. Aquí se quedarán para los restos. Irme lo más deprisa que pueda de este palacete. Ya se están agrietando las paredes y el autorretrato del señor de Bel-Respiro se convierte en polvo. Diligentes arañas tejen sus telas alrededor de las lámparas, sube humo del sótano, Seguramente se están quemando allí unos cuantos restos humanos. ¿Quién soy? ¿Petiot? ¿Landru? En el pasillo, un vaho verde empapa los baúles-armario. Irme. Voy a ponerme al volante del Bentley que dejé aparcado anoche delante de la escalinata. Una última mirada a la fachada del 3 bis. Una de esas casas en donde sueña uno con descansar. Por desgracia, me había metido con fractura. No había sitio para mí en ella. Da igual. Giro el mando de la radio.
Pauvre Swing Troubadour…
La avenida de Malakoff. El motor no hace ruido. Me deslizo por un mar sin oleaje. Rumor de las frondas. Por primera vez en la vida, me siento en estado de completa ingravidez.
Ton destin, Swing Troubadour…
Me detengo en la esquina de la plaza de Victor-Hugo con la calle de Copernic. Me saco del bolsillo interior la pistola de culata de marfil engastada de esmeraldas que he encontrado en la mesilla de noche de la señora de Bel-Respiro.
… Plus de printemps, Swing Troubadour…
Dejo el arma en el asiento. Espero. Los cafés de la plaza están cerrados. Ni un peatón. Un Citroën 11 ligero de color negro, luego dos, luego tres, luego cuatro van avenida de Victor-Hugo abajo. Me late a toda prisa el corazón. Se acercan, aminoran la marcha. El primero se para al costado del Bentley. El Khédive. Tiene la cara a pocos centímetros de la mía, tras el cristal. Me mira fijamente con ojos dulces. Entonces me da la impresión de que se me contrae la boca en un rictus espantoso. El vértigo. Articulo con mucha claridad para que pueda leer en los labios: SOY LA PRIN-CE-SA-DE-LAM-BA-LLE. SOY LA PRIN-CE-SADE-LAM-BA-LLE. Cojo la pistola, bajo el cristal. Me mira sonriente como si lo supiera desde siempre. Aprieto el gatillo. Lo he herido en el hombro izquierdo. Ahora me siguen a distancia, pero sé que no escaparé de ellos. Los cuatro automóviles avanzan juntos. En uno van los sicarios de la glorieta de Cimarosa: Breton, Reocreux, Codébo, Robert el Pálido, Danos, Gouari… Vital-Léca conduce el Citroën 11 del Khédive. Me ha dado tiempo a ver, en el asiento de atrás, a Lionel de Zieff, a Helder y a Rosenheim. Subo por la avenida de Malakoff hacia Trocadéro. De la calle de Lauriston sale un Talbot azul ceniza: el de Philibert. Luego, el Delahaye Labourdette del excomandante Costantini. Todos han acudido a la cita. Empieza la montería. Voy muy despacio. Respetan mi ritmo. Parece un cortejo fúnebre. No me hago ninguna ilusión: los agentes dobles mueren antes o después, tras haber ido retrasando el plazo con mil idas y venidas, ardides, mentiras y acrobacias. El cansancio llega enseguida. Ya sólo queda tenderse en el suelo, jadeante, y esperar el arreglo de cuentas. Es imposible librarse de los hombres. Avenida de Henri-Martin. Bulevar de Lannes. Voy al azar. Los otros me siguen, a unos cincuenta metros. ¿A qué medios van a recurrir para acabar conmigo? ¿Me dará Breton una ración de generador eléctrico? Me consideran una captura importante: la «Princesa de Lamballe», jefe de la OCS. Además, acabo de atentar contra el Khédive. Mi comportamiento debe de parecerles curiosísimo: ¿no les he entregado acaso a todos los Caballeros de la Sombra? Tendré que explicar ese pormenor. ¿Tendré fuerzas para ello? Bulevar de Pereire. ¿Quién sabe? A lo mejor a un maniático le interesa dentro de unos años esta historia. Estudiará el «período turbio» que vivimos, consultará periódicos viejos. Le costará mucho definir mi personalidad. ¿Qué papel desempeñaba yo en la glorieta de Cimarosa, en el seno de una de las bandas más temibles de la Gestapo francesa? ¿Y en la calle de Boisrobert, entre los patriotas de la OCS? Ni yo lo sé. Avenida de Wagram.
Disfrutaba de París por última vez. Todas las calles, todos los cruces me despertaban algún recuerdo. Graff, en donde conocí a Lili Marlene. El Hotel Claridge en donde vivía mi padre antes de huir a Chamonix. El baile Mabille, donde iba a bailar con Rosita Sergent. Los demás me dejaban que siguiera con mi recorrido. ¿Cuándo decidirían asesinarme? Sus automóviles seguían a unos cincuenta metros detrás de mí. Nos metemos por los grandes bulevares. Una noche de verano como no había visto antes ninguna. Por las ventanas entornadas salen ráfagas de música. La gente está sentada en las terrazas de los cafés o se pasea en grupo, indolentemente. Los faroles se estremecen, se encienden. Mil farolillos arden bajo las hojas de los árboles. Brotan carcajadas de todas partes. Confeti y valses con acordeón. Hacia el este, unos fuegos artificiales estallan en palmeras de color rosa y azul. Me parece que estoy viviendo esos instantes en pasado. Vamos siguiendo los muelles del Sena. En la orilla izquierda, el piso en donde vivía con mi madre. Las contraventanas están cerradas.
Elle est partie,
changement d’adresse…[36]
Cruzamos la plaza de Le Châtelet. Vuelvo a ver al teniente y a Saint-Georges, muertos en la esquina de la avenida de Victoria. Correré la misma suerte antes de que acabe la noche. A todo el mundo le llega la vez. Del otro lado del Sena, un bulto oscuro: la estación de Austerlitz. Hace mucho que no funcionan los trenes. Muelle de la Rapée. Muelle de Bercy. Nos estamos adentrando en barrios muy desiertos. ¿Por qué no aprovechan? Todos estos almacenes —a lo que me parece— son muy adecuados para un arreglo de cuentas. Hace un claro de luna tan hermoso que decidimos de común acuerdo circular con los faros apagados. Charenton-le-Pont. Hemos salido de París. Me corren unas cuantas lágrimas. Yo quería a esta ciudad. Mi terruño. Mi infierno. Mi amante vieja y demasiado pintada. Champigny-sur-Marne. ¿Cuándo van a decidirse? Quiero acabar de una vez. Desfilan por última vez los rostros de las personas a las que quería. Pernety: ¿qué ha sido de su pipa y de sus zapatos de cuero negro? Corvisart: aquel inocentón me enternecía. Jasmin: un día, íbamos cruzando la plaza de Adolphe-Chérioux y me señaló una estrella en el cielo: «Es Betelgeuse». Me prestó la biografía de Henri de Bournazel. Al hojearla, me encontré dentro con una foto antigua suya con traje de marinero. Obligado: su mirada triste. Me leía con frecuencia párrafos de su diario político. Esas hojas se están pudriendo ahora en lo hondo de un cajón. Picpus: ¿su novia? Saint-Georges, Marbeuf y Pelleport. Esos apretones de manos sinceros y esas miradas leales. Los paseos por Vaugirard. Nuestra primera cita al pie de la estatua de Juana de Arco. La voz autoritaria del teniente. Acabamos de dejar atrás Villeneuve-le-Roi. Se me aparecen otros rostros. Mi padre, Alexandre Stavisky. Se avergonzaría de mí. Quería que ingresara en Saint-Cyr. Mamá. Está en Lausana. Y puedo ir a reunirme con ella. Aprieto el acelerador. Dejo atrás a mis asesinos. Tengo los bolsillos a rebosar de billetes de banco. Suficientes para que hagan la vista gorda los aduaneros suizos más celosos. Pero estoy demasiado quemado. Aspiro al descanso. Lausana no me bastaría. ¿Se deciden? Me fijo en el retrovisor en que el Citroën 11 del Khédive se acerca, se acerca. No. Frena de repente. Están jugando al gato y al ratón. Yo oía la radio para pasar el rato.
Je suis seul
ce soir
avec ma peine…
Coco Lacour y Esmeralda no existían. Había dejado tirada a Lili Marlene. Había denunciado a los buenos chicos de la OCS. Perdemos a mucha gente por el camino. Había que recordar todos esos rostros, no faltar a las citas, cumplir las promesas. Imposible. Estaba a punto de irme. Delito de huida. En ese juego acabas por perderte a ti mismo. En cualquier caso, nunca supe quién era. Le doy permiso a mi biógrafo para que me llame sencillamente «un hombre»; no lo va a tener fácil. No he sido capaz de alargar el paso, el aliento y las frases. No entenderá nada de esta historia. Yo tampoco. Estamos en paz.
L’Haÿ-les-Roses. Hemos cruzado por otras poblaciones. De vez en cuando, el Citroën 11 del Khédive me adelantaba. El excomandante Costantini y Philibert circularon a mi lado durante un kilómetro. Yo pensaba que ya había llegado mi hora. Todavía no. Me dejaban ganar terreno. Me doy con la frente contra el volante. A ambos lados de la carretera hay chopos. Bastaría con un gesto torpe. Sigo adelante, durmiendo a medias.