Viena. Los últimos tranvías se deslizaban en la noche. Mariahilfer-Strasse; notábamos que el miedo se adueñaba de nosotros. Unos cuantos pasos más y estaríamos en la plaza de La Concorde. Tomar el metro, pasar las cuentas de ese rosario tranquilizador: Tuileries, Palais-Royal, Louvre, Châtelet. Nuestra madre nos esperaba en el muelle de Conti. Beberíamos una infusión de tila y yerbabuena mirando las sombras que proyectaban los barcos de turistas en la pared de nuestro cuarto. Nunca nos habían gustado tanto París y Francia. Una noche de enero, aquel pintor judío, primo nuestro, andaba dando tumbos por la zona de Montparnasse y susurraba en su agonía: «Cara, cara Italia.» El azar lo había hecho nacer en Livorno, podría haber nacido en París, en Londres, en Varsovia, en cualquier parte. Nosotros habíamos nacido en Boulogne-sur-Seine, Isla de Francia. Lejos de aquí, Tuileries. Palais-Royal. Louvre. Châtelet. La exquisita señora de La Fayette. Choderlos de Laclos. Benjamin Constant. El querido Stendhal. El destino nos había jugado una mala pasada. No volveríamos a ver nuestro país. Palmarla en Mariahilfer-Strasse, Viena, Austria, como perros perdidos. Nadie podía ampararnos. Nuestra madre estaba muerta o loca. No sabíamos la dirección de nuestro padre en Nueva York. Ni la de Maurice Sachs. Ni la de Adrien Debigorre. En cuanto a Charles Lévy-Vendôme, era inútil pedirle que se acordara de nosotros. Tania Arcisewska había muerto por seguir nuestros consejos. Des Essarts había muerto. Loïtia debía de estar acostumbrándose poco a poco a los burdeles exóticos. Esos rostros que cruzaban por nuestra vida no nos tomábamos la molestia de abrazarlos, de retenerlos, de amarlos. Incapaces del mínimo gesto.
Llegamos al Burggarten y nos sentamos en un banco. Oímos de pronto el ruido de una pata de palo que golpeaba el suelo. Se nos acercaba un hombre, un tullido monstruoso… Tenía los ojos fosforescentes, el mechón y el bigotito le brillaban en la oscuridad. El rictus de la boca nos hizo latir más deprisa el corazón. El brazo izquierdo, que llevaba estirado hacia adelante, terminaba en un garfio. Estábamos casi seguros de que nos lo íbamos a encontrar en Viena. Era algo fatal. Llevaba un uniforme de cabo austriaco para atemorizarnos aún más. Nos amenazaba, vociferaba: «Sechs Millionen Juden! Sechs Millionen Juden!». Sus carcajadas se nos metían en el pecho. Intentó reventarnos los ojos con el garfio. Salimos huyendo. Nos persiguió, repitiendo: «Sechs Millionen Juden! Sechs Millionen Juden!». Estuvimos mucho rato corriendo por una ciudad muerta, una ciudad de Ys naufragada en la grava de la orilla, con los viejos palacios apagados. Hofburg. Palacio Kinsky. Palacio Lobkowitz. Palacio Pallavicini. Palacio Porcia. Palacio Wilczek… A nuestras espaldas, el capitán Garfio cantaba con voz ronca la Hitlerleute aporreando los adoquines con la pata de palo. Nos dio la impresión de que éramos los únicos habitantes de la ciudad. Cuando nos matase, nuestro enemigo recorrería estas calles desiertas, como un fantasma, hasta el fin de los tiempos.
Las luces del Graben me aclaran las ideas. Tres turistas americanos me convencen de que Hitler lleva mucho muerto. Los voy siguiendo a pocos metros de distancia. Se meten por la Dorotheergasse y entran en el primer café. Me siento al fondo del local. No tengo ni un chelín y le digo al camarero que estoy esperando a alguien. Me trae un periódico, sonriente. Me entero de que la víspera, a medianoche, salieron de la cárcel de Spandau Albert Speer y Baldur von Schirach en unos Mercedes negros muy grandes. Durante la conferencia de prensa que dio en el Hotel Hilton de Berlín, Schirach manifestó: «Siento mucho haberles hecho esperar tanto». En la foto, lleva un jersey de cuello vuelto. De cachemir seguramente. Made in Scotland. Un gentleman. Hace años, gauleiter de Viena. Cincuenta mil judíos.
Una joven morena, con la barbilla apoyada en la palma de la mano. Me pregunto qué hace ahí, sola, tan triste entre los bebedores de cerveza. Pertenece seguramente a esa raza de humanos que elegí entre todas: tienen rasgos duros y, no obstante, frágiles; se les lee en ellos una gran fidelidad a la desgracia. Alguien que no fuera Raphaël Schlemilovitch cogería a esos anémicos de la mano y les rogaría que se reconciliasen con la vida. Yo a las personas a quienes quiero las mato. Así que las escojo muy débiles, indefensas. Maté a mi madre de pena, por ejemplo. Se mostró extraordinariamente dócil. Me rogaba que me cuidara la tuberculosis. Yo le decía con voz seca:
«Una tuberculosis no se cuida, se mima; hay que mantenerla, como a una bailarina».
Mi madre agachaba la cabeza. Más adelante, Tania me pide que la proteja. Le alargo una cuchilla de afeitar Gillette Azul Extra. Bien pensado, me anticipé a sus deseos: se habría aburrido con alguien tan groseramente vivo. Se habría suicidado solapadamente mientras él le alababa el encanto de la naturaleza en primavera. En cuanto a Des Essarts, mi hermano, mi único amigo, ¿acaso no fui yo quien le estropeó el freno del automóvil para que pudiera abrirse la cabeza con total seguridad?
La joven me mira fijamente con ojos asombrados. Recuerdo aquella expresión de Lévy-Vendôme: entrar en la vida de la gente con fractura. Me siento a su mesa. Esboza una sonrisa cuya melancolía me arroba. Decido en el acto fiarme de ella. Y además es morena. El pelo rubio, la piel sonrosada, los ojos de porcelana me exasperan. Todo cuanto despide salud y dicha me revuelve el estómago. Racista a mi manera. Disculpen estos prejuicios en un judío tuberculoso.
—¿Viene? —me dice.
Tiene en la voz tanta afabilidad que me prometo escribir una novela estupenda y dedicársela: «Schlemilovitch en el país de las mujeres». Mostraré en ella cómo un pobre judío busca refugio junto a las mujeres en las horas de desvalimiento. Sin ellas, no habría quien soportase el mundo. Demasiado serios, los hombres. Demasiado absortos en sus magníficas abstracciones, en sus vocaciones: la política, el arte, la industria textil. Deben tenerte estima antes de ayudarte. Incapaces de un gesto desinteresado. Sensatos. Lúgubres. Avaros. Presumidos. Los hombres me dejarían morir de hambre.
Dejamos la Dorotheergasse. A partir de ese momento, tengo unos recuerdos borrosos. Vamos por el Graben arriba, giramos a la izquierda. Entramos en un café mucho mayor que el primero. Bebo, como, me repongo, mientras Hilda —así se llama— me acaricia con los ojos. Alrededor, todas las mesas las ocupan varias mujeres. Putas. Hilda es una puta. Acaba de encontrar en la persona de Raphaël Schlemilovitch a su proxeneta. A partir de ahora, voy a llamarla Marizibill: cuando Apollinaire hablaba del «chulo judío, pelirrojo y sonrosado» era en mí en quien pensaba. Soy el amo de este lugar: el camarero que me trae las bebidas se parece a Lévy-Vendôme. Los soldados alemanes vienen a buscar consuelo en mi establecimiento antes de volverse al frente de Rusia. El mismísimo Heydrich viene a verme a veces. Siente debilidad por Tania, Loïtia y Hilda, las más guapas de mis putas. No le da ningún asco repantigarse encima de Tania, la judía. Fuere como fuere, Heydrich es judío a medias. Hitler hizo la vista gorda por la celosa dedicación de su lugarteniente. Igual que me han perdonado la vida a mí, Raphaël Schlemilovitch, el mayor proxeneta del Tercer Reich. Mis mujeres me hicieron las veces de baluarte. A ellas les deberé no pasar por Auschwitz. Si, por ventura, el gauleiter de Viena cambiase de opinión en lo que a mí respecta, Tania, Loïtia y Hilda reunirían en un día el dinero de mi rescate. Supongo que bastaría con quinientos mil marcos, habida cuenta de que un judío no vale ni la cuerda para ahorcarlo. La Gestapo haría la vista gorda y dejaría que me escapase a América del Sur. No vale la pena pensar en esa eventualidad: gracias a Tania, Loïtia y Hilda tengo mucha influencia sobre Heydrich. Consiguen sacarle un papel refrendado por la firma de Himmler que certifica que soy ciudadano honorífico del Tercer Reich. El Judío Indispensable. Todo se soluciona cuando lo protegen a uno las mujeres. Soy, desde 1935, el amante de Eva Braun. El canciller Hitler la dejaba siempre sola en Berchtesgaden. Se me ocurrieron enseguida las ventajas que podía sacarle a esa situación.
Andaba rondando por los alrededores de la villa Berghof cuando me encontré con Eva por primera vez. El flechazo fue recíproco. Hitler viene al Obersalzberg una vez al mes. Nos llevamos muy bien. Acepta de buen grado mi papel de cortejador de Eva. Le parecen tan fútiles todas esas cosas… Por las noches, nos habla de sus proyectos. Lo escuchamos como dos niños. Me ha nombrado SS Brigadenführer honorífico. Tengo que encontrar esa foto de Eva Braun en la que escribió:
«Für mein kleiner Jude, mein geliebter Schlemilovitch. Seine Eva».
Hilda me pone suavemente la mano en el hombro. Es tarde, los clientes se han ido del café. El camarero lee Der Stern en la barra. Hilda se levanta y mete una moneda en la rendija de la jukebox. En el acto me arrulla la voz de Zarah Leander como un río ronco y suave. Canta Ich stehe im Regen, Espero bajo la lluvia. Canta Mit roten Rosen fangt die Liebe meistens an, El amor empieza siempre con rosas rojas. Muchas veces acaba con cuchillas de afeitar Gillette Azul Extra. El camarero nos pide que nos vayamos del café. Vamos bajando por una avenida desolada. ¿Dónde estoy? ¿Viena? ¿Ginebra? ¿París? ¿Y esa mujer que me lleva del brazo, se llama Tania, Loïtia, Hilda, Eva Braun? Algo después, nos encontramos en medio de una plaza, delante de algo así como una basílica iluminada. ¿El Sacré-Cœur? Me desplomo en el asiento corrido de un ascensor hidráulico. Alguien abre una puerta. Un dormitorio amplio de paredes blancas. Una cama con dosel. Me quedé dormido.
Al día siguiente, conocí a Hilda, mi nueva amiga. Pese al pelo negro y al rostro frágil, era una jovencita aria, medio alemana y medio austriaca. Sacó de un billetero varias fotos de su padre y de su madre. Ambos fallecidos. Él en Berlín, bajo las bombas; a ella le sacaron las tripas los cosacos. Yo lamentaba no haber conocido al señor Murzzuschlag, un SS tieso, mi futuro suegro quizá. Me gustó mucho la foto de su boda: Murzzuschlag con su joven esposa, luciendo el brazal con la cruz gamada. Hubo otra foto que me encantó: Murzzuschlag en Bruselas, llamando la atención a los mirones con su uniforme impecable y su barbilla despectiva. Aquel individuo no era un cualquiera: amigo de Rudolph Hess y de Goebbels y a partir un piñón con Himmler. El propio Hitler dijo, al darle la Cruz al Mérito:
«Skorzeny y Murzzuschlag nunca me decepcionan».
¿Por qué no conocí a Hilda en los años treinta? La señora Murzzuschlag me prepara kneudel y su marido me da cachetitos afectuosos en las mejillas y me dice:
—¿Es usted judío? ¡Vamos a arreglar eso, muchacho! ¡Cásese con mi hija! ¡Yo me ocupo de lo demás! Der treue Heinrich[10] será comprensivo.
Le doy las gracias, pero no necesito su apoyo: amante de Eva Braun, confidente de Hitler, llevo mucho siendo el judío oficial del Tercer Reich. Hasta el último momento pasé los fines de semana en el Obersalzberg y los dignatarios nazis se comportaron con el más profundo respeto.
El cuarto de Hilda estaba en el último piso de un antiguo palacete de Backerstrasse. Era notable por el tamaño, la altura del techo, la cama con dosel y el ventanal. En el centro, una jaula con un ruiseñor judío. Un caballo de madera al fondo, a la izquierda. Unos cuantos caleidoscopios gigantes acá y acullá. Llevaban la mención «Schlemilovitch Ltd., Nueva York».
—¡Un judío seguramente! —me dijo en confianza Hilda—. Pero eso no impide que fabrique unos caleidoscopios preciosos. ¡Mire en éste, Raphaël! Un rostro humano compuesto de mil facetas luminosas y que cambia de forma sin parar…
Quise contarle que mi padre era el autor de esas pequeñas obras maestras, pero me habló mal de los judíos. Exigían indemnizaciones so pretexto de que habían exterminado a sus familias en los campos; eran una sangría para Alemania. Conducían Mercedes y bebían champán mientras los pobres alemanes trabajaban para reconstruir su país y vivían con escaseces. ¡Ay, menudos desgraciados! Después de haber pervertido a Alemania, ahora la chuleaban.
Los judíos habían ganado la guerra, habían matado a su padre y violado a su madre, no habría quien la sacara de ahí. Más valía esperar unos cuantos días más antes de enseñarle mi árbol genealógico. Hasta entonces, encarnaría para ella el encanto francés, los mosqueteros grises, la impertinencia, la elegancia, el ingenio made in Paris. ¿Acaso no había elogiado Hilda la forma armoniosa que tenía de hablar francés?
—Nunca —repetía— he oído a un francés hablar tan bien como usted su lengua materna.
—Soy de Turena —le explicaba yo—. Los de Turena hablan el francés más puro. Me llamo Raphaël de Château-Chinon, pero no se lo diga a nadie: me tragué el pasaporte para seguir de incógnito. Otra cosa: como buen francés, opino que la cocina austriaca es ¡IN-FEC-TA! ¡Cuando me acuerdo de los patos a la naranja, de los nuits-saint-georges, de los sauternes y de la pularda de Bresse! ¡Hilda, la llevaré a Francia por aquello de que se pula un poco! ¡Hilda, viva Francia! ¡Son ustedes unos salvajes!
Intentaba hacerme olvidar la zafiedad austro-germana hablándome de Mozart, de Schubert, de Hugo von Hofmannsthal.
—¿Hofmannsthal? —le decía yo— ¡Un judío, Hilda, querida! Austria es una colonia judía. Freud, Zweig, Schnitzler, Hofmannsthal,¡el gueto! ¡La desafío a que cite el nombre de algún gran poeta tirolés! En Francia no nos dejamos invadir así como así. Los Montaigne, Proust y Louis-Ferdinand Céline no consiguen enjudiarnos el país. Ahí tenemos a Ronsard y a Du Bellay. ¡Están al quite! Y además, Hilda, querida, nosotros los franceses no diferenciamos entre alemanes, austriacos, checos, húngaros y demás judíos. Sobre todo no me hable de su papá, el SS Murzzuschlag, ni de los nazis. ¡Todos judíos, Hilda, querida, los nazis son judíos de choque! ¡Acuérdese de Hitler, ese pobre cabo de poca monta que andaba errante por las calles de Viena vencido, muerto de frío y de hambre! ¡Viva Hitler!
Me escuchaba con los ojos como platos. No iba a tardar en decirle otras verdades aún más brutales. Revelarle mi identidad. Escoger el momento oportuno y susurrarle al oído la declaración que le hacía la hija del Inquisidor al caballero desconocido:
Ich, Sennora, Eur Geliebter,
Bin der Sohn des vielbelobten
Grossen, schriftgelehrten Rabbi
Israel von Saragossa.
Seguro que Hilda no había leído a Heine.
Por la noche íbamos al Prater con frecuencia. Las ferias me impresionan.
—¿Sabe, Hilda? —le explicaba—. Las ferias son espantosamente tristes. El río encantado, por ejemplo: te subes en una barca con unos cuantos amigos y dejas que te lleve la corriente; al llegar, te meten una bala en la nuca. También están la galería de los espejos, las montañas rusas, el tiovivo, los tiros con arco. Te plantas delante de los espejos deformantes y te espanta verte una cara descarnada y un pecho esquelético. Los vagones de las montañas rusas descarrilan sistemáticamente y te partes el espinazo. Alrededor del tiovivo, los arqueros hacen corro y te atraviesan la columna vertebral con flechitas envenenadas. El tiovivo no se para y las víctimas caen entre los caballitos de madera. De vez en cuanto el tiovivo se bloquea por culpa de los montones de cadáveres. Entonces, los arqueros lo despejan para hacerles sitio a los que van llegando. Piden a los mirones que hagan grupos pequeños dentro de las barracas de tiro. Los arqueros tienen que apuntar entre los ojos, pero a veces la flecha yerra y se mete por una oreja, un ojo o una boca entreabierta. Cuando los arqueros apuntan bien, ganan cinco puntos. Cuando la flecha yerra, les quitan cinco puntos. Al arquero que consigue más puntos, le dan una joven rubia de Pomerania, una condecoración de papel de plata y una calavera de chocolate. Se me estaba olvidando mencionarle los sobres sorpresa que venden en las barracas de dulces: al comprador le salen siempre en ellos unos cuantos cristales azul amatista de cianuro, con las instrucciones para usarlos: «Na, friss schon![11]» ¡Sobrecitos de cianuro para todo el mundo! ¡Seis millones! Somos felices en Therensienstadt…
Junto al Prater, hay un parque grande por el que se pasean los enamorados; caía la tarde, me llevé a Hilda bajo las frondas, cerca de los macizos de flores y de los prados de césped azulado. Le di tres bofetadas seguidas. Me gustó mucho ver cómo le corría la sangre por la comisura de los labios. Me gustó muchísimo. Una alemana. Enamorada en otros tiempos de un joven SS Totenkopf. Soy rencoroso.
Ahora me dejo rodar por la pendiente de las confesiones. No me parezco a Gregory Peck, como dije antes. No tengo la salud ni el keep smiling de ese americano. Me parezco a mi primo, el pintor judío Modigliani. Lo llamaban «el Cristo toscano». Prohíbo que use nadie ese mote cuando quieran aludir a mi espléndida cara de tuberculoso.
Pues no, ni me parezco a Modigliani ni me parezco a Gregory Peck. Soy el sosias de Groucho Marx: los mismos ojos, la misma nariz, el mismo bigote. Peor aún, soy el hermano gemelo del judío Süss. Hilda tenía que darse cuenta de ello a toda costa. Llevaba una semana careciendo de firmeza en lo que a mí se refería.
Por su cuarto andaba rodando la grabación del Horst Wessel Lied y de la Hitlerleute, que conservaba en recuerdo de su padre. Los buitres de Stalingrado y el fósforo de Hamburgo les van a roer las cuerdas vocales a esos guerreros. A cada cual cuando le toque la vez. Me hice con dos tocadiscos. Para componer mi Réquiem judeo-nazi puse a un tiempo el Horst Wessel Lied y el Einheitsfront de las brigadas internacionales. Luego, mezclé la Hitlerleute y el himno de la Thälmann Kolonne, que fue el último grito de los judíos y de los comunistas alemanes. Y luego, al final del todo del Réquiem, el Crepúsculo de los dioses de Wagner evocaba Berlín en llamas, el destino trágico del pueblo alemán, mientras la letanía por los muertos de Auschwitz recordaba las perreras donde habían llevado a seis millones de perros.
Hilda no trabaja. Me intereso por la fuente de sus ingresos. Me explica que ha vendido por veinte mil chelines los muebles Biedermaier de una tía fallecida. Ya sólo le queda la cuarta parte de esa cantidad.
La hago partícipe de mis preocupaciones.
—Tranquilícese, Raphaël —me dice.
Va todas las noches al Bar Bleu del Hotel Sacher. Localiza a los clientes más prósperos y les vende sus encantos. Al cabo de tres semanas, estamos en posesión de mil quinientos dólares. Hilda le coge gusto a esta actividad. Le proporciona una disciplina y una mentalidad formal de las que precisamente carecía.
E inevitablemente conoce a Yasmine. Esa joven anda también rondando por el Hotel Sacher y les ofrece a los americanos de paso sus ojos negros, su piel mate y su languidez oriental.
Empiezan por intercambiar unos cuantos comentarios acerca de sus actividades paralelas; luego se convierten en amigas íntimas. Yasmine se muda a Backerstrasse porque en la cama con dosel caben de sobra tres personas.
De las dos mujeres de tu harén, de esas dos putas tan agradables, Yasmine no tardó en ser la favorita. Te hablaba de Estambul, su ciudad natal; del puente de Gálata y de la mezquita Valide. Te entraron unas ganas rabiosas de ir al Bósforo. En Viena estaba empezando el invierno y no saldrías con vida de él. Cuando empezaron a caer las primeras nieves, le exigiste más al cuerpo de tu amiga turca. Te marchaste de Viena y les hiciste una visita a tus primos de Trieste, los fabricantes de barajas. Luego, un desvío para pasar por Budapest. Ya no quedaban primos en Budapest. Liquidados. En Salónica, cuna de tu familia, te llamó la atención la misma desolación; la colonia judía de la ciudad les había interesado mucho a los alemanes. En Estambul, tus primas Sarah, Rachel, Dinah y Blanca celebraron el regreso del hijo pródigo. Volviste a cogerle el gusto a la vida y a los rahat lokum. Tus primos de El Cairo te estaban esperando ya con impaciencia. Te preguntaron por nuestros primos en el exilio de Londres, de París y de Caracas.
Te quedaste una temporada en Egipto. Como ya no tenías un céntimo, organizaste en Puerto Said una feria en la que exhibiste a todos los antiguos amigos. Pagando veinte dinares por persona, los curiosos podían ver a Hitler recitar en una jaula el monólogo de Hamlet; a Goering y a Rudolph Hess hacer un número en el trapecio; a Himmler y sus perros amaestrados; al encantador de serpientes Goebbels; a Von Schirach, el tragasables; al judío errante Julius Streicher. Algo más allá, tus bailarinas, las «Collabo’s Beauties», improvisaban una revista «oriental»; andaba por allí Robert Brasillach, vestido de sultana; la bayadera Drieu la Rochelle; Abel Bonnard, la vieja que custodiaba los serrallos; los visires sanguinarios Bonny y Laffont; el misionero Mayol de Lupé. Como si fueran cantantes del Vichy-Folies, interpretaban una opereta por todo lo alto: llamaban la atención en aquella troupe un mariscal, los almirantes Esteva, Bard y Platon, unos cuantos obispos, el brigadier Darnand y el príncipe felón Laval. No obstante, la más frecuentada era la barraca en donde desnudaban a tu examante Eva Braun. Lo que quedaba de ella aún estaba muy bien. Los aficionados podían comprobarlo a razón de cien dinares por cabeza.
Al cabo de una semana, dejaste abandonados a tus queridos fantasmas y te llevaste el dinero de la recaudación. Cruzaste el Mar Rojo, llegaste a Palestina y moriste de agotamiento. Y ya está; habías concluido tu itinerario de París a Jerusalén.
Mis amigas ganaban entre las dos tres mil chelines por noche. La prostitución y el proxenetismo me parecieron de repente unas artesanías muy míseras cuando no se practicaban a la escala de un Lucky Luciano. Por desgracia, yo no tenía madera de capitoste de la industria.
Yasmine me presentó a unos cuantos individuos turbios: Jean-Farouk de Mérode, Paulo Hayakawa, la anciana baronesa Lydia Stahl, Sophie Knout, Rachid von Rosenheim, M. Igor, T. W. A. Levy, Otto da Silva y otros más cuyos nombres he olvidado. Trafiqué con oro con todas esas buenas piezas, di salida a zlotys falsos, vendí a quienes quisieran pastarlas hierbas malas tales como el hachís y la marihuana. Y, por fin, ingresé en la Gestapo francesa. Matrícula S. 1113. Destinado a los servicios de la calle de Lauriston.
La Milicia me había decepcionado. Sólo conocía allí a boy-scouts que se parecían a los buenos chicos de la Resistencia. Darnand era un idealista redomado.
Me noté más a gusto en compañía de Pierre Bonny, de Henri Chamberlin-Laffont y de sus acólitos. Y además me volví a encontrar en la calle de Lauriston con mi profesor de ética, Joseph Joanovici.
Para los asesinos de la Gestapo, Joano y yo éramos los dos judíos de guardia. El tercero estaba en Hamburgo. Se llamaba Maurice Sachs.
De todo se cansa uno. Acabé por dejar a mis amigas y ese alegre mundillo tan poco de fiar que me ponía en peligro la salud. Fui por una avenida hasta el Danubio. Era de noche, caía con cordialidad la nieve. ¿Iba a tirarme a ese río o no? El Franz-Josefs-Kai estaba desierto; me llegaban desde no sé dónde retazos de una canción: Weisse Weihnacht; pues claro, la gente estaba celebrando la Navidad. Miss Evelyn me leía a Dickens y a Andersen. ¡Qué pasmo maravillado al encontrarme al día siguiente miles de juguetes al pie del árbol! Todo eso sucedía en la casa del muelle de Conti, a orillas del Sena. Infancia excepcional, infancia exquisita de la que ya no me da tiempo a hablarles. ¿Un chapuzón elegante en el Danubio en Nochebuena? Me arrepentía de no haberles dejado una nota de despedida a Hilda y a Yasmine. Por ejemplo: «No volveré a casa esta noche, porque será una noche negra y blanca». Qué le vamos a hacer. Me consolaba diciéndome que esas putas no habían leído a Gérard de Nerval. Menos mal que en París no dejarían de establecer un paralelismo entre Nerval y Schlemilovitch, los dos suicidas del invierno. No tenía remedio. Estaba intentando apropiarme de la muerte de otro de la misma forma que había querido apropiarme las estilográficas de Proust y de Céline, los pinceles de Modigliani y de Soutine, las muecas de Groucho Marx y de Chaplin. ¿Mi tuberculosis? ¿No se la había robado acaso a Franz Kafka? Aún estaba a tiempo de cambiar de opinión y de morir como él en el sanatorio de Kierling, muy cerca de aquí. ¿Nerval o Kafka? ¿El suicidio o el sanatorio? No, el suicidio no encajaba conmigo, un judío no tiene derecho a suicidarse. Hay que dejarle ese lujo a Werther. ¿Pero entonces qué tenía que hacer? ¿Presentarme en el sanatorio de Kierling? ¿Tenía la seguridad de morirme en él como Kafka?
No lo he oído acercarse. Me alarga de repente una plaquita en la que leo: POLIZEI. Me pide la documentación. Me la he dejado. Me coge del brazo. Le pregunto por qué no me esposa. Suelta una risita tranquilizadora:
—Pero, caballero, está usted borracho. ¡Las fiestas navideñas seguramente! Vamos, vamos, voy a llevarlo a casa. ¿Dónde vive?
Me niego obstinadamente a darle mis señas.
—Bueno, pues me veo en la obligación de llevarlo al puesto de policía.
La aparente afabilidad de este policía me irrita. He adivinado que es de la Gestapo. ¿Por qué no me lo confiesa de una vez? ¿Acaso se imagina que voy a resistirme y a vociferar como un cerdo mientras lo degüellan? Pues de ninguna manera. El sanatorio de Kierling no está a la altura de la clínica a la que va a llevarme este buen hombre. Al principio, los trámites usuales: me preguntarán el apellido, el nombre, la fecha de nacimiento. Me asegurarán que estoy muy enfermo y me harán un test insidioso. Luego, la sala de operaciones. Tendido en la camilla, esperaré con impaciencia a mis cirujanos, los profesores Torquemada y Jiménez. Me alargarán una radiografía de mis pulmones y veré que ya no son sino unos espantosos tumores con forma de pulpo.
—¿Quiere que lo operemos o no? —me preguntará con voz tranquila el profesor Torquemada.
—Bastaría con injertarle dos pulmones de acero —me explicará amablemente el profesor Jiménez.
—Tenemos muchísima conciencia profesional —me dirá el profesor Torquemada.
—A la que hay que sumar el vivísimo interés que nos inspira su salud —seguirá diciendo el profesor Jiménez.
—Por desgracia, la mayoría de nuestros clientes le tienen a su enfermedad un apego feroz y no nos consideran cirujanos…
—Sino torturadores.
—Los enfermos suelen ser injustos con sus médicos —añadirá el profesor Jiménez.
—Tenemos que atenderlos en contra de su voluntad —dirá el profesor Torquemada.
—Una tarea ingratísima —añadirá el profesor Jiménez.
—¿Sabe que algunos enfermos de nuestra clínica han fundado sindicatos? —me preguntará el profesor Torquemada—. Han decidido hacer huelga y negarse a aceptar nuestros cuidados…
—Una grave amenaza para el cuerpo médico —añadirá el profesor Jiménez—. Tanto más cuanto que la fiebre sindicalista está llegando a todos los sectores de nuestra clínica.
—Le hemos encargado al profesor Himmler, un profesional muy escrupuloso, que acabe con esa rebelión. Administra la eutanasia sistemáticamente a todos los sindicalistas.
—Vamos… ¿por qué se decide? —me preguntará el profesor Torquemada—. ¿La operación o la eutanasia?
—No caben más soluciones.
Las cosas no se desarrollaron como yo las había previsto. El policía me seguía teniendo sujeto por el brazo y afirmaba que me llevaba a la comisaría más próxima para una simple comprobación de identidad. El comisario, un SS culto que había leído a los poetas franceses, me preguntó cuando entré en su despacho:
—Dime, ahí donde te veo, tú ¿qué hiciste con tu juventud?
Le expliqué cómo la había desperdiciado. Y luego le hablé de mi impaciencia: a la edad en que otros están labrándose un porvenir, yo sólo había pensado en hacerlo naufragar. Por ejemplo en la estación de Lyon, durante la Ocupación alemana. Tenía que coger un tren que iba a llevarme lejos de la desdicha y de la inquietud. Los viajeros hacían cola ante las taquillas. Me habría bastado con esperar media hora para viajar con billete. Pero no, me subí en primera sin billete, como un impostor. Cuando, en Chalon-sur-Saône, los revisores alemanes pasaron por el compartimiento, me detuvieron. Les tendí las muñecas. Les dije que, pese a mi documentación falsa, a nombre de Jean Cassis de Coudray-Macouard, era JUDÍO. ¡Qué alivio!
—Luego me trajeron ante usted, señor comisario. Decida usted mi suerte. Le prometo que seré dócil a más no poder.
El comisario me sonríe afablemente, me da cachetitos y me pregunta si de verdad estoy tuberculoso.
—No me extraña —me afirma—. A su edad todo el mundo está tuberculoso. No queda más remedio que curarse; o, si no, anda uno escupiendo sangre y se pasa la vida arrastrándose. He decidido lo siguiente: si hubiera nacido antes, lo habría enviado a Auschwitz a cuidarse la tuberculosis. Pero ahora vivimos en una época más civilizada. Tome, aquí tiene un billete para Israel. Parece ser que allí los judíos…
El mar era de un azul de tinta; y Tel Aviv blanca, tan blanca… Cuando el barco atracó, notó perfectamente, por los latidos regulares del corazón, que estaba volviendo a la tierra ancestral después de dos mil años de ausencia. Se había embarcado en Marsella en un paquebote de la naviera nacional israelí. Se pasó la travesía esforzándose por calmar la ansiedad atontándose con alcohol y morfina. Ahora que Tel Aviv se extendía ante sus ojos, podía morir con el corazón en paz.
La voz del almirante Lévy lo sacó de sus ensoñaciones:
—¿Satisfecho de la travesía, joven? ¿Es la primera vez que viene a Israel? Nuestro país lo entusiasmará. Un país estupendo, ya verá. No es posible que los muchachos de su edad se queden insensibles ante este prodigioso dinamismo que, desde Haifa a Eilat, desde Tel Aviv al Mar Muerto…
—No lo dudo, almirante.
—¿Es usted francés? Nos gusta mucho Francia, sus tradiciones liberales, la suavidad de Anjou, de Turena, los aromas de Provenza. Y su himno nacional, ¡qué maravilla! «Allons enfants de la patrie!» ¡Admirable! ¡Admirable!
—No soy francés del todo, almirante, soy JUDÍO francés, JUDÍO francés.
El almirante Lévy lo miró fijamente con hostilidad. El almirante Lévy se parecía como un hermano al almirante Dönitz. El almirante Lévy le dijo por fin con voz seca:
—Tenga la bondad de seguirme.
Lo hizo entrar en un camarote herméticamente cerrado.
—Le aconsejo que se porte bien. Ya nos ocuparemos de usted llegado el momento.
El almirante apagó la luz y cerró con dos vueltas de llave la puerta.
Estuvo cerca de tres horas en total oscuridad. Sólo el débil resplandor del reloj de pulsera lo unía aún al mundo. La puerta se abrió se repente y la bombilla que colgaba del techo lo deslumbró. Tres hombres con gabardinas verdes se le acercaron. Uno de ellos le alargó un carnet.
—Elias Bloch, de la policía secreta del Estado. ¿Es usted judío francés? ¡Perfecto! ¡Que lo esposen!
Entró en el camarote un cuarto comparsa con la misma gabardina que los demás.
—El registro ha sido fructuoso. En el equipaje de este señor había varios tomos de Proust y de Kafka, reproducciones de Modigliani y de Soutine, unas cuantas fotos de Charlie Chaplin, de Eric von Stroheim y de Groucho Marx.
—¡Está visto —le dijo el llamado Elias Bloch— que su caso se vuelve cada vez más serio! ¡Lleváoslo!
Lo sacaron a empujones del camarote. Las esposas le abrasaban las muñecas. En el muelle dio un paso en falso y se cayó. Uno de los policías aprovechó para darle unas cuantas patadas en las costillas, luego lo hizo levantarse tirando de la cadena de las esposas. Cruzaron por las dársenas desiertas. Un furgón policial, parecido a los que utilizó la policía francesa en la gran redada del 16 y el 17 de julio de 1942, estaba parado en la esquina de una calle. Elias Bloch se sentó junto al chófer. Él subió detrás y lo siguieron los tres policías.
El furgón tiró por la avenida de Les Champs-Élysées. La gente hacía cola delante de los cines. En la terraza del Fouquet’s las mujeres llevaban vestidos claros. Era un sábado de primavera por la noche.
Se detuvieron en la plaza de L’Étoile. Unos cuantos soldados norteamericanos le hacían fotos al Arco de Triunfo, pero no sintió necesidad de pedirles socorro. Bloch lo agarró del brazo y le hizo cruzar la plaza. Los cuatro policías caminaban detrás de ellos, a pocos pasos.
—¿Así que es usted judío francés? —le preguntó Bloch, arrimando la cara a la suya.
Se parecía de pronto a Henri Chamberlin-Laffont de la Gestapo francesa.
Lo metieron en un Citroën 11 negro que estaba aparcado en la avenida de Kléber.
—Te has metido en una buena —dijo el policía que tenía a la derecha.
—Y le vamos a dar una buena, ¿verdad, Saül? —dijo el policía que tenía a la izquierda.
—Sí, Isaac. Una buena —dijo el policía que conducía.
—Ya me encargo yo.
—¡No, yo! Necesito hacer ejercicio —dijo el policía que tenía a la derecha.
—¡No, Isaac! Me toca a mí. Anoche te pusiste las botas con el judío inglés. Éste es mío.
—Por lo visto es un judío francés.
—A quién se le ocurre. ¿Y si lo llamamos Marcel Proust?
Isaac le dio un violento puñetazo en el estómago.
—¡De rodillas, Marcel! ¡De rodillas!
Obedeció dócilmente. Lo estorbaba el asiento trasero del coche. Isaac lo abofeteó seis veces seguidas.
—Sangras, Marcel: eso quiere decir que todavía estás vivo.
Saül enarbolaba una correa de cuero.
—Chúpate ésta, Marcel Proust —le dijo.
Recibió el golpe en el pómulo izquierdo y estuvo a punto de desmayarse.
—Pobrecito mocoso —le dijo Isaïe—. Pobrecito judío francés.
Pasaron delante del Hotel Majestic. Las ventanas del gran edificio estaban a oscuras. Para tranquilizarse, se dijo que Otto Abetz, a quien rodeaban todos los vivales colaboracionistas, lo estaba esperando en el vestíbulo y que iba a presidir una cena franco-alemana. Bien pensado, ¿no era acaso el judío oficial del Tercer Reich?
—Te vamos a enseñar el barrio —le dijo Isaïe.
—Hay muchos monumentos históricos por aquí —le dijo Saül.
—Nos pararemos en todos para que puedas admirarlos —le dijo Isaac.
Le enseñaron los locales de los que se había incautado la Gestapo. Avenida de Foch, 31 bis y 72. Bulevar de Lannes, 57. Calle de Villejust, 48. Avenida de Henri-Martin, 101. Calle de Mallet-Stevens, 3 y 5. Glorieta de Le Bois-de-Boulogne, 21 y 23. Calle de Astorg, 25. Calle de Adolphe-Yvon, 6. Bulevar de Sucher, 64. Calle de La Faisanderie, 49. Calle de La Pompe, 180.
Cuando acabaron con ese itinerario turístico, volvieron a la zona de Kléber-Boissière.
—¿Qué te parece el distrito XVI? —le preguntó Isaïe.
—Es el barrio con peor fama de París —le dijo Saül.
—Y ahora, conductor, al 93 de la calle de Lauriston, por favor —dijo Isaac.
Al oírlo, se tranquilizó. Sus amigos Bonny y Chamberlin-Laffont no podrían por menos de acabar con aquella broma de mal gusto. Y tomaría champán con ellos como todas las noches. Se les unirían René Launay, jefe de la Gestapo de la avenida de Foch, «Rudy» Martin, de la Gestapo de Neuilly, Georges Delfanne, de la avenida de Henri-Martin y Odicharia de la Gestapo «georgiana». Todo volvería a su sitio.
Isaac llamó a la puerta del 93 de la calle de Lauriston. La casa parecía abandonada.
—El jefe debe de estarnos esperando en el 3 bis de la plaza de Les États-Unis para darle una buena —dijo Isaïe.
Bloch paseaba arriba y abajo por la acera. Abrió la puerta del 3 bis y lo metió dentro.
Conocía bien el palacete. Sus amigos Bonny y Chamberlin-Laffont habían acondicionado allí ocho celdas y dos cámaras de tortura, porque el local de la calle de Lauriston lo usaban de puesto de mando administrativo.
Subieron al cuarto piso. Bloch abrió una ventana.
—La plaza de Les États-Unis está muy tranquila —le dijo—. Mire, joven amigo mío, qué suave es la luz de los faroles que cae en las hojas de los árboles. ¡Qué hermosa noche de mayo! ¡Y pensar que tenemos que darle una buena! ¡La tortura de la bañera, no le digo más! ¡Qué pena! ¿Una copa de curasao para que coja fuerzas? ¿Un Craven? ¿O prefiere un poco de música? Dentro de un rato le pondremos una canción antigua de Charles Trenet. Cubrirá sus gritos. Los vecinos son gente fina. Seguro que prefieren la voz de Trenet a la de los torturados.
Entraron Saül, Isaac e Isaïe. No se habían quitado las gabardinas verdes. Se fijó de repente en la bañera que había en el centro de la habitación.
—Perteneció a Émilienne d’Alençon —le dijo Bloch con sonrisa triste—. ¡Admire, joven amigo mío, la calidad del esmalte! ¡Los motivos florales! ¡Los grifos de platino!
Isaac le sujetó los brazos a la espalda mientras Isaïe le ponía las esposas. Saül puso en marcha el fonógrafo. Reconoció en el acto la voz de Charles Trenet:
Formidable!
J’entends le vent sur la mer.
Formidable!
Je vois la pluie, les éclairs.
Formidable!
Je sens qu’il va bientôt faire,
qu’il va faire
un orage
formidable…[12]
Bloch, sentado en el reborde de la ventana, llevaba el compás.
Me metieron la cabeza en agua helada. Se me iban a reventar los pulmones de un momento a otro. Desfilaron a toda prisa los rostros que había querido. Los de mis padres. El de mi anciano profesor de letras Adrien Debigorre. El del padre Perrache. El del coronel Aravis. Y, luego, todos los de mis encantadoras novias: tenía una en cada provincia. Bretaña. Normandía. Poitou. Corrèze. Lozère. Saboya… Incluso en Lemosín. En Bellac. Si estos animales me dejaban vivir escribiría una novela hermosa: «Schlemilovitch y Lemosín», en donde dejaría probado que soy un judío perfectamente integrado.
Me sacaron tirándome del pelo. Volví a oír a Charles Trenet:
… Formidable!
On se croirait au ciné
matographe
où l’on voit tant de belles choses,
tant de trucs, de métamorphoses,
quand une rose
est assassinée…[13]
—La segunda inmersión dura más —me dijo Bloch, enjugándose una lágrima.
Esta vez, dos manos me apretaron la nuca y otras dos la cabeza. Antes de morir asfixiado pensé que no siempre me había portado bien con mamá.
Pero acabaron por volver a sacarme al aire libre. En ese momento, Trenet cantaba:
Et puis
et puis,
sur les quais
la pluie,
la pluie
n’a pas compliqué
la vie
qui rigole
et que se mire dans les mares des rigoles…[14]
—Pasemos ahora a las cosas serias —dijo Bloch, sofocando un sollozo.
Me tendieron directamente en el suelo. Isaac se sacó del bolsillo una navajita y me hizo hondos cortes en la planta de los pies. Luego me ordenó que caminase sobre un montón de sal. Luego Saül me arrancó concienzudamente tres uñas. Luego, Isaïe me limó los dientes. En ese momento, Trenet cantaba:
Quel temps
pour les p’tits poissons.
Quel temps
pour les grands garçons.
Quel temps
pour les tendrons.
Mesdemoiselles nous vous attendons…[15]
—Creo que basta por esta noche —dijo Elias Bloch lanzándome una mirada enternecida.
Me acarició la barbilla.
—Está en la cárcel preventiva de los judíos extranjeros —me dijo—. Vamos a llevarlo a la celda de los judíos franceses. Por ahora está solo. Ya irán llegando más, no se preocupe.
—Todos esos mocosos podrán hablar de Marcel Proust —dijo Isaïe.
—Yo cuando oigo la palabra cultura saco la porra —dijo Saül.
—¡Doy el golpe de gracia! —dijo Isaac.
—Vamos, no asustéis al muchacho —dijo Bloch con voz suplicante.
Se volvió hacia mí:
—Mañana mismo sabrá a qué atenerse en lo referido a su caso.
Isaac y Saül me metieron en una habitacioncita. Llegó Isaïe y me alargó un pijama de rayas. En la chaqueta iba cosida una estrella de David de tela amarilla en la que leí: «Französisch Jude». Isaac me puso la zancadilla antes de cerrar la puerta blindada y me caí de bruces.
Una lamparilla iluminaba la celda. No tardé en darme cuenta de que el suelo estaba sembrado de cuchillas Gillette Azul Extra. ¿Cómo habían adivinado los policías ese vicio mío, esas ganas desenfrenadas de tragarme las cuchillas de afeitar? Ahora lamentaba que no me hubieran encadenado a la pared. Me pasé la noche crispado, mordiéndome las palmas de las manos para no sucumbir al vértigo. Un ademán de más y corría el riesgo de irme tragando esas cuchillas, una detrás de otra. Una orgía de Gillette Azul Extra. Era en verdad el suplicio de Tántalo.
Por la mañana, vinieron a buscarme Isaïe e Isaac. Recorrimos un pasillo interminable. Isaïe me indicó una puerta y me dijo que entrase. A modo de despedida, Isaac me arreó un puñetazo en la nuca.
Estaba sentado ante un escritorio grande de caoba. Por lo visto me estaba esperando. Vestía un uniforme negro y me fijé en dos estrellas de David en la solapa de la guerrera. Fumaba en pipa, con lo que las mandíbulas llamaban más la atención. Llevaba boina y si a mano viene habría podido pasar por Joseph Darnand.
—¿Es usted Raphaël Schlemilovitch? —me preguntó con voz marcial.
—Sí.
—¿Judío francés?
—Sí.
—¿Lo detuvo ayer por la noche el almirante Levy a bordo del paquebote Sion?
—Sí.
—¿Y lo entregó a la autoridad policial, al comandante Elias Bloch en el presente caso?
—Sí.
—¿Estaban efectivamente en su equipaje estos folletos subversivos?
Me alargó un tomo de Proust, el Diario de Franz Kafka, las fotografías de Chaplin, de Stroheim y de Groucho Marx y las reproducciones de Modigliani y de Soutine.
—Bien; me presento: general Tobie Cohen, comisario de la Juventud y la Recuperación moral. Ahora vamos a hablar poco y bien. ¿Por qué ha venido usted a Israel?
—Soy de carácter romántico. No quería morir sin haber visto la tierra de mis antepasados.
—Y luego pensaba usted VOLVER a Europa, ¿no? Empezar otra vez con esos melindres suyos, con ese teatro que se montan. No hace falta que me conteste, ya me sé la canción: la desazón judía, el lamento teatral judío, la angustia judía, la desesperación judía… ¡Venga a refocilarse en la desdicha, venga a pedir más, venga a querer recuperar el grato ambiente de los guetos y la voluptuosidad de los pogromos! ¡Una de dos, Schlemilovitch, o me hace caso y se atiene a mis instrucciones, y entonces todo irá a las mil maravillas! ¡O sigue yendo a su aire, sigue yendo de judío errante, de perseguido, y en ese caso vuelvo a ponerlo en manos del comandante Elias Bloch! ¿Y sabe lo que hará con usted Elias Bloch?
—¡Sí, mi general!
—Pongo en su conocimiento que contamos con todos los medios necesarios para apaciguar a los masoquistas de poca monta de su laya —dijo, secándose una lágrima—. ¡La semana pasada un judío inglés quiso pasarse de listo! ¡Llegó de Europa con las eternas historias, esas historias pringosas: diáspora, persecuciones, destino patético del pueblo judío…! ¡Se empecinaba en ese papel suyo de quien anda con las heridas abiertas! ¡No quería avenirse a razones! ¡A estas horas, Bloch y sus lugartenientes se están ocupando de él! ¡Y le aseguro que va a sufrir como es debido! ¡Mucho más de cuanto podía esperar! ¡Por fin va a padecer el destino patético del pueblo judío! ¡Pedía a un Torquemada, a un Himmler, genuinos! ¡Bloch se está encargando de dárselos! ¡Vale él solo más que todos los inquisidores y los gestapistas juntos! ¿De verdad quiere pasar por sus manos, Schlemilovitch?
—No, mi general.
—¡Pues entonces atienda! Ahora está en un país joven, vigoroso y dinámico. Desde Tel Aviv al Mar Muerto, desde Haifa hasta Eilat, la desazón, la fiebre, las lágrimas, la MALA PATA judía ya no le interesan a nadie. ¡A nadie! No queremos volver a oír hablar del espíritu crítico judío, de la inteligencia judía, del escepticismo judío, de las monerías judías, de la humillación y de la desdicha judías… —Tenía la cara cubierta de lágrimas—. ¡Les dejamos todo eso a los jóvenes estetas europeos como usted! ¡Somos unos individuos enérgicos, unos tíos de mandíbula cuadrada, unos pioneros; y no somos ni poco ni mucho unas cantantes yiddish a lo Proust, a lo Kafka, a lo Chaplin! Le hago notar que celebramos hace poco un auto de fe en la plaza mayor de Tel Aviv: las obras de Proust, de Kafka y consortes, las reproducciones de Soutine, de Modigliani y demás invertebrados las quemó nuestra juventud, unos muchachos y unas chicas que no tienen nada que envidiarles a los Hitlerjugend: ¡rubios, de ojos azules, de espaldas anchas, con paso firme, aficionados a la acción y a la gresca! —Soltó un gemido—. ¡Mientras ustedes cultivaban sus neurosis, ellos desarrollaban los músculos! ¡Mientras ustedes se lamentaban, ellos trabajaban en los kibutzs! ¿No le da vergüenza, Schlemilovitch?
—Sí, mi general.
—¡Perfecto! ¡Entonces prométame que no volverá a leer a Proust, ni a Kafka y consortes; que no volverá a babear ante las reproducciones de Modigliani ni de Soutine; que no volverá a acordarse de Chaplin, ni de Stroheim, ni de los Hermanos Marx; que se olvidará definitivamente del doctor Louis-Ferdinand Céline, el judío más solapado de todos los tiempos!
—Se lo prometo, mi general.
—¡Yo le daré a leer buenos libros! Tengo muchísimos en lengua francesa: ¿ha leído El arte de dirigir de Courtois? ¿Restauration familiale et Révolution nationale de Sauvage? ¿Le Beau jeu de ma vie de Guy de Larigaudie? ¿Le Manuel du père de famille del vicealmirante de Penfentenyo? ¿No? ¡Se los va a aprender de memoria! ¡Quiero desarrollarles los músculos a sus facultades morales! Por otra parte, voy a mandarlo ahora mismo a un kibutz disciplinario. ¡Tranquilícese, el experimento sólo durará tres meses! ¡Lo necesario para que consiga esos bíceps de que carece y se libre de los microbios del cosmopolitismo judío! ¿Está claro?
—Sí, mi general.
—Pues ya puede irse, Schlemilovitch. Mi ordenanza le llevará los libros de que hemos hablado. Léalos hasta que le llegue el momento de manejar el pico en el Neguev. Deme un apretón de manos, Schlemilovitch. Más fuerte, maldita sea. ¡Mirada al frente, tenga la bondad! ¡Barbilla sacada! ¡Haremos de usted un sabra! —Rompió en sollozos.
—Gracias, mi general.
Saül me llevó a mi celda. Me dio unos cuantos puñetazos, pero la brutalidad de mi guardián se había ablandado mucho desde la víspera. Sospeché que escuchaba detrás de las puertas. Seguramente lo había dejado impresionado la docilidad que acababa yo de mostrar ante el general Cohen.
Por la noche, Isaac e Isaïe me metieron en un camión militar en donde había ya varios jóvenes, judíos extranjeros como yo. Todos llevaban pijamas de rayas.
—Prohibido hablar de Kafka y de Proust y consortes —dijo Isaïe.
—Cuando oímos la palabra cultura, sacamos las porras —dijo Isaac.
—No puede decirse que nos guste gran cosa la inteligencia —dijo Isaïe.
—Sobre todo cuando es judía —dijo Isaac.
—Y no os hagáis los pobres mártires —dijo Isaïe—. Ya está bien de bromas. Podíais andar gesticulando en Europa, delante de los goyim. Aquí estamos entre nosotros. No merece la pena tomarse ese trabajo.
—¿Queda claro? —dijo Isaac—. Vais a cantar hasta que acabe el viaje. Unas canciones de marcha os sentarán estupendamente. Repetid conmigo…
A eso de las cuatro de la tarde, llegamos al kibutz penitenciario. Un edificio grande de hormigón rodeado de alambradas. El desierto se extendía hasta el horizonte. Isaïe e Isaac nos agruparon ante la verja de entrada y pasaron lista. Éramos ocho condenados del batallón disciplinario: tres judíos ingleses, un judío italiano, dos judíos alemanes, un judío austriaco y yo, judío francés. El director del campo se presentó y nos miró fijamente por turnos. Aquel coloso rubio, embutido en un uniforme negro, no me inspiró confianza. Y eso que le relucían en las solapas de la guerrera dos estrellas de David.
—¡Todos intelectuales, claro! —dijo con voz furibunda—. ¿Cómo pretenden que convierta en combatientes de choque a estos despojos humanos? Menuda reputación nos habéis dado en Europa con vuestras jeremiadas y vuestro espíritu crítico. Bien, caballeros, ¡se acabó eso de gemir, ahora hay que hacer músculo! ¡Se acabó lo de criticar, ahora hay que construir! Mañana por la mañana hay que levantarse a las seis. ¡Suban al dormitorio! ¡Más deprisa! ¡Paso rápido! ¡Un, dos, un, dos!
Cuando nos acostamos, el comandante del campo pasó por el dormitorio y lo seguían tres mocetones altos y rubios como él.
—¡Éstos son sus vigilantes! —dijo con voz muy suave—. Siegfried Levy, Günther Cohen y Hermann Rappoport. ¡Estos arcángeles os van a domar! ¡A la mínima desobediencia, pena de muerte! ¿Verdad, queriditos? Si os dan la lata, os los cargáis sin pensároslo dos veces… ¡Una bala en la sien y hasta aquí hemos llegado! ¿Entendido, tesoros?
Les acarició afablemente las mejillas.
—No quiero que estos judíos de Europa hagan mella en la salud de vuestro estado de ánimo…
A las seis de la mañana, Siegfried, Günther y Hermann nos sacaron de la cama a puñetazos. Nos pusimos el pijama de rayas. Nos llevaron a la oficina de la administración del kibutz. Le dijimos el apellido, los nombres y la fecha de nacimiento a una joven morena que vestía la camisa caqui de manga corta y los pantalones gris azulado del ejército. Siegfried, Günther y Hermann se quedaron tras la puerta de la oficina. Mis compañeros salieron de la habitación uno detrás de otro, tras contestar a las preguntas de la joven. Me tocó la vez. La joven alzó la cabeza y me miró a los ojos. Se parecía a Tania Arcisewska como si fueran gemelas. Me dijo:
—Me llamo Rebecca y estoy enamorada de usted.
No supe qué contestar.
—Van a matarlo, ¿sabe? —me explicó—. Tiene que irse esta misma noche. Ya me encargo yo. Soy oficial del ejército israelí y no tengo que darle cuenta de nada al comandante del campo. Voy a pedirle prestado el camión militar alegando que tengo que ir a Tel Aviv para una reunión del estado mayor. Usted se viene conmigo. Voy a robarle toda la documentación a Siegfried Levy y se la daré. Así no tendrá por ahora que temer nada de la policía. Luego, ya veremos. Podremos coger el primer barco para Europa y casarnos. Estoy enamorada, muy enamorada. Lo mandaré llamar a mi despacho esta noche a las ocho. ¡Retírese!
Estuvimos partiendo piedras bajo un sol de plomo hasta las cinco de la tarde. Nunca había manejado un pico y me sangraban mucho las manos, tan bonitas y blancas. Siegfried, Günther y Hermann nos vigilaban, fumando Lucky Strike. En ningún momento del día habían dicho la mínima palabra y yo pensaba que eran mudos. Siegfried alzó la mano para indicarnos que había concluido el trabajo. Hermann se acercó a los tres judíos ingleses, sacó el revólver y los mató con mirada ausente. Encendió un Lucky y se lo fumó mientras inspeccionaba el cielo. Los tres guardianes nos volvieron a llevar al kibutz tras enterrar someramente a los judíos ingleses. Nos dejaron contemplar el desierto a través de las alambradas. A las ocho, Hermann Rappoport vino a buscarme y me llevó a la oficina de la administración del kibutz.
—¡Me apetece pasar un buen rato, Hermann! —dijo Rebecca—. Déjame aquí a este judío de tres al cuarto, me lo llevo a Tel Aviv, lo violo y me lo cargo, prometido.
Hermann asintió con la cabeza.
—¡Ahora te las vas a ver conmigo! —me dijo Rebecca con voz amenazadora.
En cuanto salió de la habitación Rappoport, me apretó tiernamente la mano.
—¡No podemos perder ni un segundo! ¡Sígueme!
Salimos por la puerta del campo y nos subimos en el camión militar. Se sentó al volante.
—¡Rumbo a la libertad! —me dijo—. Dentro de un rato nos pararemos. Te pondrás el uniforme de Siegfried Levy, que acabo de robar. La documentación está en el bolsillo interior.
Llegamos a nuestro destino a eso de las once de la noche.
—Te quiero y tengo ganas de volver a Europa —me dijo—. Aquí no hay más que brutos, boy-scouts y pesados. En Europa estaremos tranquilos. Podremos leerles a Kafka a nuestros hijos.
—Sí, Rebecca, cariño. ¡Bailaremos toda la noche y mañana por la mañana nos embarcaremos para Marsella!
Los soldados con los que nos cruzábamos se cuadraban al ver a Rebecca.
—Soy teniente —me dijo con una sonrisa—. Pero estoy deseando tirar este uniforme a la basura y volver a Europa.
Rebecca conocía en Tel Aviv una discoteca clandestina en donde se bailaba al son de canciones de Zarah Leander y de Marlene Dietrich. Era un sitio que les gustaba mucho a las militares jóvenes. Sus parejas tenían que ponerse a la entrada un uniforme de oficial de la Luftwaffe. Había una luz tamizada propicia para las efusiones. Lo primero que bailaron fue un tango: Der Wind hat mir ein Lied erzählt, que Zarah Leander cantaba con voz obsesiva. Él le dijo a Rebecca al oído: «Du bist der Lenz nachdem ich verlangte». En el segundo baile: Schön war die Zeit, la besó prolongadamente sujetándola por los hombros. La voz de Lala Andersen no tardó en sofocar la de Zarah Leander. Con las primeras palabras de Lili Marlene, oyeron las sirenas de la policía. Se armó un gran revuelo a su alrededor, pero nadie podía salir ya: el comandante Elias Bloch, Saül, Isaac e Isaïe habían irrumpido en la sala empuñando los revólveres.
—Llévense a todos estos payasos —rugió Bloch—. Empecemos comprobando rápidamente la identidad.
Cuando le llegó el turno, Bloch lo reconoció pese al uniforme de la Luftwaffe.
—¿Cómo? ¿Schlemilovitch? ¡Creía que lo habían enviado a un kibutz disciplinario! ¡Y encima de uniforme de la Luftwaffe! Está visto que estos judíos europeos son incorregibles.
Señaló a Rebecca:
—¿Su novia? Una judía francesa seguramente. ¡Y disfrazada de teniente del ejército israelí! ¡Cada vez mejor! ¡Miren, aquí llegan mis amigos! ¡Soy de lo más bondadoso y los invito a los dos a champán!
En el acto, los rodeó un grupo de juerguistas que les palmearon desenfadadamente el hombro. Schlemilovitch reconoció a la marquesa de Fougeire-Jusquiames, al vizconde Lévy-Vendôme, a Paulo Hayakawa, a Sophie Knout, a Jean-Farouk de Mérode, a Otto de Silva, a M. Igor, a la anciana baronesa Lydia Stahl, a la princesa Chericheff-Deborazoff, a Louis-Ferdinand Céline y a Jean-Jacques Rousseau.
—Quiero venderle cincuenta mil pares de calcetines a la Wehrmacht —anunció Jean-Farouk de Mérode cuando todos se hubieron sentado a la mesa.
—Y yo diez mil botes de pintura a la Kriegsmarine —dijo Otto da Silva.
—¿Saben que hoy me han condenado a muerte los boy-scouts de Radio Londres? —dijo Paulo Hayakawa—. ¡Me llaman «el bootlegger nazi del coñac»!
—No se preocupe —dice Lévy-Vendôme—. ¡Compraremos a los resistentes franceses y a los angloamericanos igual que compramos a los alemanes! Que no se le vaya de la cabeza esta sentencia de nuestro maestro Joanovici: «No me he vendido a los alemanes. Soy yo, Joseph Joanovici, judío, quien COMPRA a los alemanes».
—Llevo trabajando en la Gestapo francesa de Neuilly desde hace casi una semana —manifestó M. Igor.
—Soy la mejor chivata de París —dijo Sophie Knout—. Me llaman la señorita Abwehr.
—Me encantan los gestapistas —dijo la marquesa de Fougeire-Jusquiames—. Son más viriles que los demás.
—Tiene razón —dijo la princesa Chericheff-Deborazoff—. Todos esos asesinos me ponen cachonda.
—La Ocupación alemana tiene su lado bueno —dijo Jean-Farouk de Mérode; y enseñó una cartera de cocodrilo malva atiborrada de billetes de banco.
—París está mucho más tranquilo —dijo Otto da Silva.
—Y los árboles mucho más rubios —dijo Paulo Hayakawa.
—Y además se oye el ruido de las campanas —dijo LévyVendôme.
—¡Yo quiero que gane Alemania! —dijo M. Igor.
—¿Quieren Lucky Strike? —preguntó la marquesa de Fougeire-Jusquiames, alargándoles una pitillera de platino con esmeraldas engastadas—. Me los mandan de España con regularidad.
—¡No, champán! ¡Vamos a beber ahora mismo a la salud de la Abwehr! —dijo Sophie Knout
—¡Y a la salud de la Gestapo! —dijo la princesa Chericheff-Deborazoff.
—¿Una vueltecita por el bosque de Boulogne? —propuso el comandante Bloch, volviéndose hacia Schlemilovitch—. ¡Me apetece tomar el aire! Su novia puede acompañarnos. ¡Nos reuniremos con nuestra pandilla a las doce de la noche en la plaza de L’Étoile para tomar el último trago!
Salieron a la acera de la calle de Pigalle. El comandante Bloch le indicó tres Delahaye blancos y un Citroën 11 que estaban aparcados delante de la sala de fiestas.
—¡Los coches de nuestra pandilla! —le explicó—. Usamos el Citroën para las redadas. Así que, si le parece, cogemos un Delahaye. Resultará más alegre.
Saül se sentó al volante; Bloch y él en el asiento de delante; Isaïe, Rebecca e Isaac en el asiento de atrás.
—¿Qué estaba haciendo en Le Grand Duc? —le preguntó el comandante Bloch—. ¿Es que no sabe que esa sala de fiestas es sólo para los agentes de la Gestapo francesa y los traficantes del mercado negro?
Llegaron a la plaza de la Ópera. A Schlemilovitch le llamó la atención una pancarta grande en donde ponía:
«KOMMANDANTUR PLATZ»
—¡Qué gusto ir en un Delahaye! —le dijo Bloch—. Sobre todo en París y en el mes de mayo de 1943. ¿Verdad, Schlemilovitch?
Lo miró fijamente. Tenía unos ojos dulces y comprensivos.
—Que quede claro, Schlemilovitch: no quiero poner obstáculos a las vocaciones. Gracias a mí, seguro que le conceden la palma del martirio a la que lleva aspirando continuamente desde que nació. Sí, el regalo más hermoso que pueda hacerle nadie lo recibirá de mis manos dentro de un rato: ¡una ráfaga de plomo en la nuca! Antes nos cargaremos a su novia. ¿Está contento?
Schlemilovitch, para combatir el miedo, apretó los dientes y recopiló unos cuantos recuerdos. Sus amores con Eva Braun y con Hilda Murzzuschlag. Sus primeros paseos por París en el verano de 1940, con uniforme de SS Brigadenführer: comenzaba una nueva era, iban a purificar el mundo, a curarlo para siempre de la lepra judía. Tenían las ideas claras y el pelo rubio. Tiempo después, su panzer aplasta el trigo de Ucrania. Tiempo después, helo aquí en compañía del mariscal Rommel, hollando las arenas del desierto. Lo hieren en Stalingrado. En Hamburgo, las bombas de fósforo hacen el resto. Siguió a su Führer hasta el final. ¿Va a consentir que lo impresione Elias Bloch?
—¡Una ráfaga de plomo en la nuca! ¿Qué le parece, Schlemilovitch?
Vuelven a examinarlo los ojos del comandante Bloch.
—¡Es usted de los que se dejan maltratar con una sonrisa triste! Los judíos auténticos, los judíos cien por cien, made in Europa.
Estaban entrando en el bosque de Boulogne. Recordó las tardes que pasaba en el Pré-Catelan y en La Grande Cascade, bajo la vigilancia de Miss Evelyn, pero no piensa aburrirles a ustedes con sus recuerdos de infancia. Vale más que lean a Proust.
Saül detuvo el Delahaye en medio del paseo de Les Acacias. Isaac y él se llevaron a Rebecca y la violaron ante mis ojos. El comandante Bloch me había puesto previamente las esposas y las puertas del coche estaban cerradas con llave. De todas formas, no habría movido un dedo para defender a mi novia.
Tomamos la dirección del parque de Bagatelle. Isaïe, más refinado que sus dos compañeros, tenía sujeta a Rebecca por la nuca y le metió el sexo en la boca a mi novia. El comandante Bloch me daba leves pinchazos con un puñal en los muslos, con lo que no tardé en tener los impecables pantalones de SS perdidos de sangre.
Luego, el Delahaye se detuvo en la encrucijada de Les Cascades, Isaïe e Isaac volvieron a sacar a Rebecca del coche. Isaac la agarró por los pelos y la derribó de espaldas. Rebecca se echó a reír. La risa se amplificó y el eco la envío por todo el bosque, se amplificó más, llegó a una altura vertiginosa y se quebró en sollozos.
—Ya nos hemos cargado a su novia —cuchichea el comandante Bloch—. ¡No esté triste! Tenemos que volver con nuestros amigos.
Efectivamente, toda la pandilla nos está esperando en la plaza de L’Étoile.
—Es la hora del toque de queda —me dice Jean-Farouk de Mérode—, pero tenemos unos Ausweis especiales.
—¿Quiere que vayamos al One-Two-Two? —me propone Paulo Hayakawa—. Hay unas chicas sensacionales. ¡Y no hay que pagar! Basta con enseñar el carnet de la Gestapo francesa.
—¿Y si hiciéramos unos cuantos registros en las casas de los peces gordos del barrio? —dice M. Igor.
—Yo preferiría saquear una joyería —dice Otto da Silva.
—O a un anticuario —dice Lévy-Vendôme—. Le tengo prometidos tres escritorios Directorio a Goering.
—¿Y qué les parecería una redada? —pregunta el comandante Bloch—. Sé de una guarida de «resistentes» en la calle de Lepic.
—Buena idea —exclama la princesa Chericheff-Deborazoff—. Los torturaremos en mi palacete de la plaza de Iéna.
—Somos los reyes de París —dice Paulo Hayakawa.
—Gracias a nuestros amigos alemanes —dice M. Igor.
—¡Hay que divertirse! —dice Sophie Knout—. La Abwehr y la Gestapo nos protegen.
—¡Con tal de que dure! —dice la anciana baronesa Lydia Stahl.
—¡Después de nosotros el diluvio! —dice la marquesa de Fougeire-Jusquiames.
—¡Vengan mejor al puesto de mando de la calle de Lauriston! —dice Bloch—. Me han llegado tres cajones de whisky. Acabaremos la noche a lo grande.
—Tiene razón, comandante —dice Paulo Hayakawa—. Además, por algo nos llaman la «Banda de la calle de Lauriston».
—¡A LA CALLE DE LAURISTON! ¡A LA CALLE DE LAURISTON! —silabean, marcando el ritmo, la marquesa de Fougeire-Jusquiames y la princesa Chericheff-Deborazoff.
—No merece la pena coger los coches —dice Jean-Farouk de Mérode—. Iremos a pie.
Hasta ahora me han tolerado con afabilidad, pero nada más meternos por la calle de Lauriston empiezan a mirarme atentamente todos de una forma insoportable.
—¿Quién es usted? —me pregunta Paulo Hayakawa.
—¿Un agente del Intelligence Service? —me pregunta Sophie Knout.
—Explíquese —me dice Otto da Silva.
—¡Tiene una jeta que no me gusta nada! —me comunica la anciana baronesa Lydia Stahl.
—¿Por qué va disfrazado de SS? —me pregunta Jean-Farouk de Mérode.
—Enséñenos la documentación —me ordena M. Igor.
—¿Es usted judío? —me pregunta Lévy-Vendôme—. ¡Venga, confiese!
—¿Se sigue tomando por Marcel Proust, so sinvergüenza? —inquiere la marquesa de Fougeire-Jusquiames.
—Acabará por darnos detalles —afirma la princesa Chericheff-Deborazoff—. La calle de Lauriston suelta las lenguas.
Bloch vuelve a esposarme. Los otros me preguntan más y más cosas. De repente me entran ganas de vomitar. Me apoyo en una puerta cochera.
—No podemos andar perdiendo el tiempo —me dice Isaac—. ¡Camine!
—Un esfuerzo de nada —me dice el comandante Bloch—. Enseguida llegamos. Es en el número 93.
Tropiezo y me desplomo en la acera. Hacen corro a mi alrededor. Jean-Farouk de Mérode, Paulo Hayakawa, M. Igor, Otto da Silva y Lévy-Vendôme llevan unos esmóquines de color de rosa preciosos y sombrero de fieltro. Bloch, Isaïe, Isaac y Saül, más serios, llevan gabardinas verdes. La marquesa de Fougeire-Jusquiames, la princesa Chericheff-Deborazoff, Sophie Knout y la anciana baronesa Lydia Stahl llevan todas un visón blanco y un collar de brillantes.
Paulo Hayakawa fuma un puro y me echa las cenizas en la cara como quien no quiere la cosa; la princesa Chericheff-Deborazoff me pincha juguetonamente las mejillas con los zapatos de tacón.
—¿Qué, Marcel Proust, no queremos ponernos de pie? —me pregunta la marquesa de Fougeire-Jusquiames.
—Un esfuerzo de nada, Schlemilovitch —ruega el comandante Bloch—; sólo hay que cruzar la calle. Mire, ahí enfrente, en el 93…
—Ese joven es un cabezota —dice Jean-Farouk de Mérode—. Discúlpenme, pero voy a tomar un poco de whisky. No soporto tener el gaznate seco.
Cruza la calle, y lo siguen Paulo Hayakawa, Otto de Silva y M. Igor. La puerta del 93 se vuelve a cerrar tras entrar ellos.
Sophie Knout, la anciana baronesa Lydia Stahl, la princesa Chericheff-Deborazoff y la marquesa de Fougeire-Jusquiames no tardan en ir tras ellos. La marquesa de Fougeire-Jusquiames me ha envuelto en su abrigo de visón, susurrándome al oído:
—¡Será tu sudario! Adiós, ángel mío.
Quedan el comandante Bloch, Isaac, Saül, Isaïe y Lévy-Vendôme. Isaac intenta levantarme tirando de la cadena de las esposas.
—Déjelo —dice el comandante Bloch—. Está mucho mejor echado.
Saül, Isaac, Isaïe y Lévy-Vendôme van a sentarse en la escalera exterior del número 93 y me miran llorando.
—¡Dentro de un rato me iré con los demás! —me dice el comandante Bloch—. El whisky y el champán correrán a chorros, como de costumbre, en la calle de Lauriston.
Arrima la cara a la mía. Definitivamente se parece como una gota de agua a otra a mi antiguo amigo Henri Chamberlin-Laffont.
—Va a morir con un uniforme de SS —me dice—. ¡Es usted enternecedor, Schlemilovitch, enternecedor!
Desde las ventanas del 93 me llegan unas cuantas carcajadas y el estribillo de una canción:
—¿Lo está oyendo? —me pregunta Bloch con los ojos empañados de lágrimas—. ¡En Francia, Schlemilovitch, todo acaba con canciones! ¡Vamos, no pierda el buen humor!
Se saca un revólver del bolsillo derecho de la gabardina. Me levanto y retrocedo, trastabillando. El comandante Bloch no me quita ojo. Enfrente, en la escalera, Isaïe, Saül, Isaac y Lévy-Vendôme siguen llorando. Me quedo un momento mirando fijamente la fachada del 93. Detrás de las cristaleras, Jean-Farouk de Mérode, Paulo Hayakawa, M. Igor, Otto da Silva, Sophie Knout, la anciana baronesa Lydia Stahl, la marquesa de Fougeire-Jusquiames, la princesa Chericheff-Deborazoff y el inspector Bonny me hacen muecas y morisquetas. Se adueña de mí algo así como una pena alborozada que conozco bien. Tenía razón Rebecca cuando se rió hace un rato. Hago acopio de las últimas fuerzas. Una risa nerviosa, canija. No tarda en crecer hasta sacudirme el cuerpo y doblármelo en dos. Da igual que el comandante Bloch se me acerque despacio; no me noto ni pizca de intranquilo. Enarbola el revólver y vocifera:
—¿Te estás riendo? ¿TE ESTÁS RIENDO? ¡Toma, judío de poca monta, toma!
Me estalla la cabeza, pero no sé si es por las balas o de júbilo.
Las paredes azules del dormitorio y la ventana. A la cabecera de mi cama está el doctor Sigmund Freud. Para tener la seguridad de que no sueño, le acaricio la calva con la mano derecha.
—… mis enfermeros lo recogieron anoche en el Franz-Josefs-Kai y lo trajeron a mi clínica de Potzleindorf. Un tratamiento psicoanalítico le aclarará las ideas. Se volverá un joven sano, optimista y deportista, se lo prometo. Mire, quiero que lea el penetrante ensayo de su compatriota Jean-Paul Schweitzer de la Sarthe: Reflexiones sobre la cuestión judía. Tiene que entender esto a toda costa: LOS JUDÍOS NO EXISTEN, tal y como dice de forma muy pertinente Schweitzer de la Sarthe. NO ES USTED JUDÍO, es un hombre entre otros hombres, y ya está. Le repito que no es judío; sencillamente, tiene delirios alucinatorios, obsesiones, y nada más, una paranoia muy leve… Nadie quiere hacerle daño, hijito, todo el mundo está deseando portarse bien con usted. Vivimos en la actualidad en un mundo pacificado. Himmler está muerto; ¿cómo puede usted acordarse de todas esas cosas si no había nacido? Vamos, sea sensato, se lo ruego, se lo imploro, se lo…
He dejado de escuchar al doctor Freud. No obstante, se arrodilla, me exhorta tendiendo los brazos, se agarra la cabeza con las manos, se revuelca por el suelo para mostrar su desánimo, anda a cuatro patas, ladra, vuelve a implorarme que renuncie a los «delirios alucinatorios», a la «neurosis judaica», a la «paranoia yiddish». Me asombra verlo en ese estado: ¿será que lo incomoda mi presencia?
—¡Deje de gesticular! —le digo—. No acepto que me trate más médico que el doctor Bardamu. Bardamu, Louis-Ferdinand… Judío como yo… Bardamu. Louis-Ferdinand Bardamu…
Me levanté y anduve con dificultad hacia la ventana. El psicoanalista sollozaba en un rincón. Fuera, el Potzleindorfer Park resplandecía bajo la nieve y el sol. Un tranvía rojo iba avenida abajo. Pensé en el porvenir que me proponían: una cura rápida gracias a los atentos cuidados del doctor Freud; los hombres y las mujeres me estaban esperando a la puerta de la clínica con sus miradas cálidas y fraternales. El mundo, lleno de tareas estupendas y de colmenas zumbadoras. El hermoso Potzleindorfer Park allí, tan cerca, las frondas verdes y los paseos soleados…
Me escurro furtivamente por detrás del psicoanalista y le doy palmaditas en la cabeza.
—Estoy muy cansado —le digo—, muy cansado…