El lago de Annecy es romántico, pero un joven que se dedica a la trata de blancas debe evitar pensar cosas de ésas.
Tomo el primer autocar para T., una cabeza de partido que elegí al azar en el mapa Michelin. La carretera sube, las curvas me revuelven el estómago. Me noto a punto de olvidar mis estupendos proyectos. El gusto por el exotismo y el deseo de que una estancia en Saboya sea un reconstituyente para mis pulmones no tardan en prevalecer sobre el desánimo. A mis espaldas, unos cuantos militares cantan: «Aquí están los montañeros» y, durante unos momentos, les presto mi voz. Luego me acaricio la pana gruesa de los pantalones, me miro las botas y el alpenstock, comprados de segunda mano en una tiendecita de la parte antigua de Annecy. Ésta es la táctica que me propongo adoptar: en T., me haré pasar por un joven alpinista inexperto que no conoce la montaña más que por lo que escribe de ella Frison-Roche. Si me porto con tacto, no tardaré en parecerle simpático a la gente, podré codearme con los indígenas y localizar arteramente a una joven digna de que la exporten al Brasil. Para mayor seguridad, he decidido usurpar la identidad francesa a más no poder de mi amigo Des Essarts. El apellido Schlemilovitch huele a chamusquina. Seguro que estos salvajes han oído hablar de los judíos en la época en que la Milicia tenía asolada su provincia. Por encima de todo no hay que despertar suspicacias. Debo sofocar mi curiosidad de etnólogo a lo Lévi-Strauss. No fijarme en sus hijas con miradas de tratante de ganado, porque en tal caso adivinarán mi ascendencia oriental.
El autocar se detiene delante de la iglesia. Me pongo la mochila de montaña, hago sonar el alpenstock en los adoquines y voy con paso firme hasta el Hotel des Trois Glaciers. La cama de cobre y el empapelado de flores de la habitación 13 me conquistan en el acto. Llamo por teléfono a Burdeos para informar a Lévy-Vendôme y silbo entre dientes un minué.
Al principio noté cierta desazón entre los autóctonos. Les preocupaba mi elevada estatura. Yo sabía por experiencia que era algo que acabaría por jugar a mi favor. Cuando crucé por primera vez el umbral del Café Municipal, con el alpenstock en la mano y los crampones en las suelas, noté que todas las miradas me tallaban. ¿Un metro noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve, dos metros? Quedaban abiertas las apuestas. El señor Gruffaz, el panadero, acertó y arrambló con todo. Me demostró en el acto una vehementísima simpatía. ¿Tenía el señor Gruffaz alguna hija? No iba a tardar en saberlo. Me presentó a sus amigos, el notario Forclaz-Manigot y el boticario Petit-Savarin. Los tres me invitaron a un orujo de manzana que me hizo toser. Luego, me dijeron que estaban esperando al coronel retirado Aravis para jugar una partida de belote. Les pedí permiso para unirme a ellos, bendiciendo a LévyVendôme por haberme enseñado a jugar a la belote inmediatamente antes de emprender viaje. Me acordé de su pertinente observación: «Dedicarse a la trata de blancas, y sobre todo a la trata de francesitas de provincias, no tiene nada de emocionante, se lo aviso desde ahora mismo. Tiene que adoptar costumbres de corredor de comercio: la belote, el billar y la copita son los sistemas mejores para infiltrarse». Los tres hombres me preguntaron por los motivos de mi estancia en T. Les expliqué, como tenía previsto, que era un joven aristócrata francés a quien apasionaba el alpinismo.
—Va a gustarle usted al coronel Aravis —me dijo en confianza Forclaz-Manigot—. Aravis es un tío estupendo. Excazador alpino. Enamorado de las cumbres. Un fanático de las cordadas. Le aconsejará.
Se presenta el coronel Aravis y me mira de pies a cabeza, pensando en el futuro que podría tener yo en el cuerpo de cazadores alpinos. Le propino un vigoroso apretón de manos y doy un taconazo.
—¡Jean-François Des Essarts! ¡Encantado, mi coronel!
—¡Vaya buen mozo! ¡Apto para el servicio! —les declara a los otros tres.
Se pone paternal:
—¡Me temo, joven, que el tiempo no vaya a permitirnos realizar con bien unos cuantos ejercicios de escalada con los que me habría dado cuenta de sus capacidades! ¡Qué se le va a hacer! Lo dejaremos para otro día. ¡En cualquier caso, voy a convertirlo en montañero curtido! Me parece que tiene buena disposición. ¡Es lo esencial!
Mis cuatro nuevos amigos empiezan una partida de belote. Fuera, está nevando. Me concentro en la lectura de L’Écho-Liberté, el diario local. Me entero de que están echando en el cine de T. una película de los Hermanos Marx. Así que somos seis hermanos, seis judíos desterrados en Saboya. Me noto algo menos solo.
Bien pensado, Saboya me gustaba tanto como Guyena. ¿No es acaso la tierra de Henri Bordeaux? A eso de los dieciséis años, leí con reverencia Los Roquevillard, La Cartuja de Le Reposoir y El calvario de Cimiez. Judío apátrida, respiraba con glotonería el aroma de terruño que se desprende de esas obras de arte. Me cuesta entender que Henry Bordeaux haya caído en desgracia desde hace algún tiempo. Tuvo en mí una influencia determinante y siempre le seguiré siendo fiel.
Por fortuna, encontré en mis nuevos amigos gustos idénticos a los míos. Aravis leía las obras del capitán Danrit; Petit-Savarin tenía una debilidad por René Bazin y el panadero Gruffaz, por Pierre Hamp. En cuanto al notario Forclaz-Manigot, valoraba mucho a Édouard Estaunié. No me decía nada nuevo cuando me cantaba las alabanzas de ese autor. En su libro ¿Qué es la literatura?, Des Essarts se refería a él de la siguiente forma:
«Considero a Édouard Estaunié el escritor más perverso que me haya sido dado leer. A primera vista, los personajes de Estaunié resultan tranquilizadores: tesoreros pagadores generales, empleadas de Correos, jóvenes seminaristas de provincias; pero no hay que fiarse de las apariencias: este tesorero pagador general tiene alma de dinamitero; esa empleada de Correos se prostituye al salir del trabajo; aquel joven seminarista es tan sanguinario como Gilles de Rais… Estaunié opta por camuflar el vicio bajo levitas negras, mantillas e incluso sotanas: un Sade disfrazado de pasante de notario; un Genet travestido de Bernadette Soubirous…».
Le leí ese párrafo a Forclaz-Manigot afirmándole que el autor era yo. Me felicitó y me invitó a cenar. Durante la cena, estuve mirando a su mujer de reojo. Me parecía un tanto madura, pero me prometí, si no encontraba nada mejor, no andarme con tiquismiquis. Así que estábamos viviendo una novela de Estaunié: aquel joven aristócrata francés, loco por el alpinismo, no era sino un judío que se dedicaba a la trata de blancas; aquella mujer de notario, tan reservada, podría estar dentro de poco, si a mí me parecía oportuno, en una casa de lenocinio brasileña.
¡Querida Saboya! Del coronel Aravis, por ejemplo, conservaré toda la vida un recuerdo enternecido. Todo francesito tiene, en lo más hondo de su ciudad de provincias, a un abuelo de esa índole. Se avergüenza de él. Sartre quiere olvidar al doctor Schweitzer, su tío abuelo. Cuando voy a ver a Gide, a su domicilio ancestral de Cuverville, me repite como un maniaco: «¡Familias, os odio! ¡Familias, os odio!» Aragon, mi amigo de juventud, es el único que no ha renegado de sus orígenes. Se lo agradezco. Cuando aún vivía Stalin, me decía con orgullo: «¡Los Aragon son polis de padres a hijos!». Le apunto un tanto. Los demás no son sino hijos descarriados.
Yo, Raphaël Schlemilovitch, escuchaba respetuosamente a mi abuelo, el coronel Aravis, igual que había escuchado a mi tío abuelo Adrien Debigorre.
—Des Essarts —me decía Aravis—, ¡métase a cazador alpino, qué demonios! ¡Se convertirá en el capricho de las damas! ¡Un mocetón como usted! ¡De militar haría furor!
Por desgracia, el uniforme de los cazadores alpinos me recordaba el de la Milicia, con el que había muerto hacía veinte años.
—Mi afición a los uniformes nunca me trajo suerte —le expliqué al coronel—. Allá por 1894 ya me costó un juicio sonado y unos cuantos años en el penal de la isla del Diablo. El caso Schlemilovitch, ¿lo recuerda?
El coronel no me escuchaba. Me miraba a los ojos y exclamaba:
—Hijito, por favor, la cabeza erguida. Los apretones de mano que sean enérgicos. Sobre todo, evita la risa tonta. Ya estamos hartos de ver cómo degenera la raza francesa. Queremos pureza.
Yo estaba muy conmovido. El jefe Darnand me daba consejos como ésos cuando íbamos al monte a atacar a los maquis.
Todas las noches le hago a Lévy-Vendôme un informe de mis actividades. Le hablo de la señora Forclaz-Manigot, la mujer del notario. Me contesta que las mujeres maduras no le interesan a su cliente de Río. Así que estoy condenado a pasar algún tiempo más aislado en T. Tasco el freno. Nada que esperar del coronel Aravis. Vive solo. Petit-Savarin y Gruffaz no tienen hijas. Por lo demás, Lévy-Vendôme me tiene terminantemente prohibido trabar conocimiento con las jóvenes de pueblo si no es a través de sus padres o de sus maridos: una reputación de mujeriego me cerraría todas las puertas.
EN DONDE EL PADRE PERRACHE
ME SACA DEL APURO
Conozco a ese eclesiástico durante un paseo por las inmediaciones de T. Apoyado en un árbol contempla la naturaleza, a lo Vicario saboyano. Me llama la atención la extremada bondad que se le lee en la cara. Trabamos conversación. Me habla del judío Jesucristo. Yo le hablo de otro judío llamado Judas, del que dijo Jesucristo: «¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!». Nuestra charla teológica prosigue hasta la plaza del pueblo. Al padre Perrache lo apena el interés que muestro por Judas. «Es usted un desesperado», me dice, muy serio. «El pecado de desesperación es el peor de todos». Le explico a ese hombre de Dios que mi familia me ha enviado a T. para que se me oxigenen los pulmones y se me aclaren las ideas. Le hablo de mi paso demasiado rápido por el curso preparatorio de la Escuela Normal en Burdeos, especificándole que el liceo me asquea por ese ambiente suyo radicalmente socialista. Me reprocha mi intransigencia. «Acuérdese de Péguy», me dice, «que repartía el tiempo entre la catedral de Chartres y la Liga de Maestros. Se esforzaba por presentarle a San Luis y a Juana de Arco a Jean Jaurès. ¡No hay que ser excesivamente exclusivo, joven!». Le contesto que prefiero a monseñor Mayol de Lupé: un católico debe tomarse en serio los intereses de Cristo aunque tenga que ingresar para ello en la LVF. Un católico debe enarbolar el sable, aunque tenga que decir, como Simon de Monfort: «¡Matadlos a todos! ¡Ya reconocerá Dios a los suyos!». Por lo demás, la Inquisición me parece una empresa de sanidad pública. Torquemada y Jiménez eran de lo más atentos al querer curar a esas personas que se refocilaban con complacencia en su enfermedad, en su judería; de lo más atentos, desde luego, al brindarles intervenciones quirúrgicas en vez de dejar que reventasen de su tuberculosis. Le elogio luego a Joseph de Maistre y a Édouard Drumont y le proclamo que a Dios no le gustan los tibios.
—Ni los tibios ni los orgullosos —me dice—. Y usted comete pecado de orgullo, tan grave como el de desesperación. Mire, le voy a encomendar un trabajillo. Debería tomárselo como una penitencia, como un acto de contrición. El obispo de nuestra diócesis va a venir de visita al internado de T. dentro de una semana: escribirá usted un discurso de bienvenida que yo haré llegar al padre superior. Se lo leerá a monseñor un alumno pequeño en nombre de toda la comunidad. Manifestará en él ponderación, amabilidad y humildad. ¡Ojalá este modesto ejercicio lo devuelva al camino recto! Sé muy bien que no es sino una oveja extraviada que sólo desea volver al rebaño. ¡Todos los hombres, en su noche, caminan hacia la Luz! ¡Tengo confianza en usted! (Suspiros).
Una joven rubia en el jardín del presbiterio. Me mira con curiosidad: el padre Perrache me presenta a su sobrina Loïtia. Lleva el uniforme azul marino de un internado.
Loïtia enciende una lámpara de petróleo. Los muebles saboyanos huelen bien a cera. Me gusta mucho el cromo de la pared de la izquierda. El padre me pone con suavidad la mano en el hombro:
—Schlemilovitch, ya puede anunciar a su familia que ha caído en buenas manos. Me hago cargo de su salud espiritual. El aire de nuestras montañas hará lo demás. Ahora, muchacho, va a escribir el discurso para nuestro obispo. ¡Loïtia, por favor, tráenos té y unos cuantos brioches! ¡Este joven necesita reponer fuerzas!
Miro la bonita cara de Loïtia. Las monjas de Santa María de las Flores le recomiendan que se trence el pelo rubio, pero, gracias a mí, dentro de poco lo llevará suelto y por los hombros. Tras haber decidido que voy a hacerle conocer Brasil, me retiro al despacho de su tío y redacto un discurso de bienvenida a monseñor Nuits-Saint-Georges:
«Ilustrísima:
»En todas las parroquias de esta hermosa diócesis que la Providencia tuvo a bien confiarle, está en su casa el obispo Nuits-Saint-Georges y trae consigo la confortación de su presencia y las preciosas bendiciones de su ministerio.
»Pero lo está más que en ningún otro sitio en este pintoresco valle de T., famoso por su abigarrado manto de praderas y bosques… Este valle al que un historiador llamaba no hace mucho “tierra de sacerdotes afectuosamente vinculada a sus jefes espirituales”. Aquí mismo, en este internado construido a costa de generosidades a veces heroicas… Su Ilustrísima está aquí en su casa… y todo un barullo de jubilosa impaciencia alteró nuestro limitado universo y precedió y tornó solemne de antemano su llegada.
»Trae consigo Su Ilustrísima la confortación de sus palabras de ánimo y la luz de sus consignas a los maestros, sus abnegados colaboradores, cuya tarea es particularmente ingrata; a los alumnos, les concede la benevolencia de su paternal sonrisa y de un interés del que se esfuerzan por ser merecedores… Y somos dichosos al poder aclamar en Su Ilustrísima a un educador muy consciente, a un amigo de la juventud, a un celoso promotor de todo cuanto puede incrementar la irradiación de la Escuela cristiana, realidad viva y garantía para nuestro país de un hermoso porvenir.
»Para Su Ilustrísima han acicalado el césped bien atusado de las platabandas de la entrada; y las flores que las salpican —pese a los rigores de una estación tan ardua— cantan la sinfonía de sus colores; para vos se puebla nuestra Casa, colmena habitualmente zumbadora y ruidosa, de recogimiento y silencio; para vos ha quebrado su curso habitual el ritmo un tanto monótono de las clases o de los estudios… ¡Es día de fiesta grande, día de serena alegría y buenos propósitos!
»Queremos, Ilustrísima, participar en el gran esfuerzo de renovación y reconstrucción que levantan en estos momentos los ambiciosos tajos de la Iglesia y de Francia. Orgullosos de la visita que hoy nos hace Su Ilustrísima, atentos a las consignas que tenga a bien darnos, le dedicamos con corazón alegre el tradicional y filial saludo:
»Bendito sea monseñor Nuits-Saint-Georges.
»¡Heil, monseñor y obispo nuestro!»
Quiero que le guste este trabajo al padre Perrache y me permita conservar su valiosa amistad: mi porvenir en la trata de blancas lo exige.
Afortunadamente, rompe en llanto ya en las primeras líneas y me colma de elogios. Irá personalmente a hacerle catar y saborear mi prosa al superior del internado.
Loïtia está sentada ante la chimenea. Tiene la cabeza inclinada y la mirada pensativa de las muchachas de Botticelli. Tendrá mucho éxito el verano que viene en los burdeles de Río.
El canónigo Saint-Gervais, superior del internado, mostró gran satisfacción ante mi discurso. Ya en nuestra primera entrevista me propuso que sustituyera a un profesor de historia, el padre Ivan Canigou, que había desaparecido sin dejar dirección. Según Saint-Gervais, el padre Canigou, hombre muy apuesto, no podía resistirse a su vocación de misionero y tenía el proyecto de evangelizar a los gentiles del Sinkiang; nunca volverían a verlo en T. El canónigo estaba al corriente por Perrache de mi paso por el curso preparatorio de la Escuela Normal y no le cabía duda alguna de mis talentos de historiador.
—Tomará a su cargo el relevo del padre Canigou hasta que encontremos a un profesor de historia nuevo. Así se entretendrá en sus ratos de ocio. ¿Qué le parece?
Fui corriendo a anunciarle la buena noticia al padre Perrache.
—Fui yo quien le rogué al canónigo que le encontrase un entretenimiento. La ociosidad no lo favorece en nada. ¡A trabajar, hijo mío! ¡Ya está en el buen camino! ¡Ante todo, no se salga de él!
Le pedí permiso para jugar a la belote. Me lo concedió de buen grado. En el Café Municipal, el coronel Aravis, Forclaz-Manigot y Petit-Savarin me recibieron cariñosamente. Les hablé de mi nuevo empleo y bebimos aguardiente de ciruelas del Mosa dándonos palmadas en el hombro.
Al llegar a este punto de mi biografía, prefiero consultar los periódicos. ¿Entré en el seminario como me lo aconsejaba Perrache? El artículo de Henri Bordeaux «Un nuevo cura de Ars, el padre Raphaël Schlemilovitch» (L’Action française del 23 de octubre de 19..) Podría hacérmelo suponer: el novelista me felicita por el celo apostólico de que hago gala en el pueblecito saboyano de T.
En cualquier caso, doy largos paseos con Loïtia. Su adorable uniforme y su pelo pintan las tardes de los sábados de azul marino y de rubio. Nos encontramos con el coronel Aravis, que nos lanza una sonrisa de complicidad. Forclaz-Manigot y Petit-Savarin llegan incluso a proponerme ser testigos en nuestra boda. Se me van olvidando poco a poco las razones de mi estancia en Saboya y los visajes de LévyVendôme. No, nunca entregaré a la inocente Loïtia a los proxenetas brasileños. Me retiraré a T. definitivamente. Ejerceré con sosiego y modestia mi profesión de maestro. Tendré junto a mí a una mujer amante, a un sacerdote anciano, a un amable coronel, a un notario y a un boticario simpáticos… La lluvia araña los cristales, las llamas del hogar lanzan una claridad suave, el padre me habla cariñosamente, Loïtia inclina la cabeza sobre una labor. Nuestras miradas se cruzan a veces. El padre me pide que recite un poema…
Corazón, sonríe al porvenir…
Palabras tristes acalladas.
Sombrías quimeras, desterradas.
Y luego:
… El hogar y la luz estrecha de la lámpara…
De noche, en mi cuartito del hotel, escribo la primera parte de mis Memorias para librarme de una juventud tormentosa. Miro con confianza las montañas y los bosques, el Café Municipal y la iglesia. Se acabaron las contorsiones judías. Odio las mentiras que tanto daño me han hecho. La tierra no miente.
Con estas resoluciones tan hermosas hinchiéndome le pecho, alcé el vuelo y me fui a enseñar historia de Francia. Cortejé desenfrenadamente a Juana de Arco delante de mis alumnos. Me alisté en todas las cruzadas, luché en Bouvines, en Rocroi y en el puente de Arcole. Pero ¡ay!, tardé muy poco en caer en la cuenta de que carecía de la furia francesa. Los caballeros rubios me dejaban atrás por el camino y los pendones con la flor de lis se me caían de las manos. La endecha de una cantante yiddish me hablaba de una muerte que no llevaba ni espuelas, ni plumero de casuario, ni guantes blancos.
Al final no pude aguantar más; le apunté con el índice a Cran-Gevrier, mi mejor alumno:
—¡El cáliz de Soissons lo rompió un judío! ¡Un judío, me oye! Me va a copiar cien veces: «¡El cáliz de Soissons lo rompió un judío!». ¡Estúdiese las lecciones, Cran-Gevrier! ¡Tiene un cero, Cran-Gevrier! ¡Y se queda sin salida!
Cran-Gevrier se echó a llorar. Y yo también.
Salí del aula bruscamente y le puse un telegrama a Lévy-Vendôme para anunciarle que le entregaría a Loïtia el sábado siguiente. Le propuse Ginebra como punto de cita. Luego, estuve hasta las tres de la mañana escribiendo mi autocrítica: «Un judío en la campiña», en la que me reprochaba mi debilidad por el mundo francés de provincias. No me anduve con paños calientes: «Tras haber sido un judío colaboracionista, como Joanovici-Sachs, Raphaël Schlemilovitch representa la comedia del “Regreso al terruño”, como Barrès-Pétain. ¿Para cuándo está dejando la inmunda comedia del judío militarista, como el capitán Dreyfus-Stroheim? ¿Y la del judío vergonzante, como Simone Weil-Céline? ¿Y la del judío distinguido, como Proust Daniel Halévy-Maurois? Nos gustaría que Raphaël Schlemilovitch se conformase con ser un judío a secas…».
Concluido ese acto de contrición, el mundo recobró los colores que me gustan. Unos focos barrían la plaza del pueblo, unas botas martilleaban la acera. Despertaban al coronel Aravis; a Forclaz-Manigot; a Gruffaz, a Petit-Savarin; al padre Perrache; al canónigo Saint-Gervais; a Cran-Gevrier, mi mejor alumno; a Loïtia, mi novia. Les hacían preguntas acerca de mí. Un judío que se escondía en la Alta Saboya. Un judío peligroso. El enemigo público número uno. Le habían puesto precio a mi cabeza. ¿Cuándo me habían visto por última vez? Seguro que mis amigos me denunciaban. Ya se estaban acercando los milicianos al Hotel des Trois Glaciers. Forzaban la puerta de mi habitación. Y yo esperaba, repantigado en la cama; sí, esperaba silbando un minué entre dientes.
Me bebo mi último aguardiente de ciruelas del Mosa en el Café Municipal. El coronel Aravis, el notario Forclaz-Manigot, el boticario Petit-Savarin y el panadero Gruffaz me desean buen viaje.
—Volveré mañana por la noche para la partida de belote —les digo—. Les traeré chocolate suizo.
Le cuento al padre Perrache que mi padre está descansando en un hotel de Ginebra y quiere pasar la velada conmigo. Me prepara un tentempié y me aconseja que no ande perdiendo el tiempo en el camino de vuelta.
Bajo del autocar en Veyrier-du-Lac y monto guardia delante de la institución Santa María de las Flores. No tarda Loïtia en salir por el portalón de hierro forjado. Entonces todo sucede como lo tenía previsto. Le brillan los ojos mientras le hablo de amor, de contigo pan y cebolla, de raptos, de aventuras, de capas y de espadas. Me la llevo a la estación de autocares de Annecy. Luego cogemos el autocar para Ginebra. Cruseilles, Annemasse, Saint-Julien, Ginebra, Río de Janeiro. A las muchachas de Giraudoux les gustan los viajes. Pese a todo, ésta está un poco intranquila. Me dice que no se ha traído la maleta. No importa. Compraremos de todo cuando lleguemos. Le presentaré a mi padre, el vizconde Lévy-Vendôme, que la cubrirá de regalos. Muy cariñoso, ya verá. Calvo. Lleva monóculo y una boquilla de jade muy larga. No se asuste. Ese señor le tiene mucha simpatía. Cruzamos la frontera. Rápido. Nos tomamos un zumo en el bar del Hotel des Bergues mientras esperamos al vizconde. Se nos acerca y lo siguen los matones Mouloud y Mustapha. Rápido. Aspira el humo nerviosamente por la boquilla de jade. Se ajusta el monóculo y me alarga un sobre atiborrado de dólares.
—¡Su sueldo! ¡Ya me ocupo yo de la joven! ¡No tiene tiempo que perder! ¡Después de Saboya, Normandía! ¡Llámeme a Burdeos en cuanto llegue!
Loïtia me lanza una mirada despavorida. Le prometo que enseguida vuelvo.
Esa noche me paseé por las orillas del Ródano pensando en Jean Giraudoux, en Colette, en Marivaux, en Verlaine, en Charles d’Orléans, en Maurice Scève, en Rémy Belleau y en Corneille. Qué burdo resulto al lado de esas personas. Verdaderamente indigno. Les pido perdón por haber visto la luz en Isla de Francia en vez de en Wilna, en Lituania. Apenas si oso escribir en francés: una lengua así de delicada se me pudre bajo la pluma.
Garabateo otras cincuenta páginas. Luego, renuncio a la literatura. Lo juro.
Voy a rematar en Normandía mi educación sentimental. Fougeire-Jusquiames, una ciudad pequeña de Calvados, que orna un palacio del siglo XVII. Cojo una habitación en el hotel, igual que en T. Esta vez me hago pasar por un corredor de alimentos tropicales. Le regalo a la dueña de Les Trois-Vikings unos cuantos rahat lokums y le hago preguntas acerca de la castellana, Véronique de Fougeire-Jusquiames. Me dice todo cuanto sabe: la marquesa vive sola, los vecinos del pueblo sólo la ven los domingos en misa mayor. Organiza una montería todos los años. Los sábados por la tarde los turistas pueden visitar el palacio pagando trescientos francos por persona. Gérard, el chófer de la marquesa, hace las veces de guía.
Esa misma noche telefoneo a Lévy-Vendôme para anunciarle que he llegado a Normandía. Me ruega que cumpla con mi misión rápidamente: nuestro cliente, el emir de Samandal, le manda a diario telegramas impacientes y amenaza con romper el contrato si no le llega la mercancía dentro de los ocho días siguientes. Por lo visto, Lévy-Vendôme no se percata de las dificultades con las que tengo que haberme. ¿Cómo voy a poder yo, Raphaël Schlemilovitch, conocer a una marquesa de la noche a la mañana? Tanto más cuanto que no estoy en París, sino en Fougeire-Jusquiames, en pleno terruño francés. No dejarán que un judío, por muy guapo que sea, se acerque al palacio más que el sábado por la tarde, junto con los demás visitantes de pago.
Me paso la noche estudiando el pedigrí de la marquesa, que ha confeccionado Lévy-Vendôme consultando varios documentos. Las referencias son excelentes. Por ejemplo, el anuario de la nobleza francesa, que creó en 1843 el barón Samuel Bloch-Morel, especifica:
«FOUGEIRE-JUSQUIAMES: Cuna: Normandía-Poitou. Cepa: Jourdain de Jusquiames, hijo natural de Leonor de Aquitania. Lema: “Jusquiames, el alma salva; Fougère, no te has de perder.” La casa de Jusquiames sustituye en 1385 a la de los primeros condes de Fougeire. Título: duque de Jusquiames (ducado hereditario); cartas patentes del 20 de septiembre de 1603; miembro hereditario de la Cámara Alta, ordenanza del 3 de junio de 1814; duque senador hereditario (duque de Jusquiames), ordenanza del 30 de agosto de 1817. Rama menor: barón romano, breve del 19 de junio de 1819, autorizado por ordenanza del 7 de septiembre de 1822; príncipe con transmisión a todos los descendientes del diploma del rey de Baviera, 6 de marzo de 1846. Conde senador hereditario, ordenanza del 10 de junio de 1817. Armas: de gules sobre campo de azur con estrellas de oro puestas en sotuer».
Robert de Clary, Villehardouin y Henri de Valenciennes otorgan en sus crónicas de la cuarta cruzada certificados de buena conducta a los señores de Fougeire. Froissart, Commynes y Montluc no escatiman los elogios a los valientes capitanes de Jusquiames. Joinville, en el capítulo X de su historia de San Luis, recuerda la noble acción de un caballero de Fougeire:
«Alzó entonces la espada y golpeó al judío en los ojos y lo derribó en tierra. Y escaparon los judíos llevándose a su señor muy malherido».
El domingo por la mañana, se apostó delante del porche de la iglesia. A eso de las once apareció una limusina negra y el corazón casi se le sale del pecho. Una mujer rubia se le acercaba, pero no se atrevía a mirarla. Entró en pos de ella en la iglesia e intentó contener la emoción. ¡Qué perfil tan puro tenía! Encima de su cabeza, una vidriera mostraba la entrada de Leonor de Aquitania en Jerusalén. Hubiérase dicho que era la marquesa de Fougeire-Jusquiames. La misma melena rubia, el mismo porte de la cabeza, el mismo entronque del cuello, tan frágil. Le iba la mirada de la marquesa a la reina y se decía: «¡Qué hermosa es! ¡Cuánta nobleza! Ésta que tengo ante mí es efectivamente una orgullosa Jusquiames, la descendiente de Leonor de Aquitania». O también: «Famosos desde antes de Carlomagno, los Jusquiames tenían derecho de vida y muerte sobre sus vasallos. La marquesa de Fougeire-Jusquiames desciende de Leonor de Aquitania. Ni conoce ni consentiría en conocer a ninguna de las personas que están aquí». Y tanto menos a un Schlemilovitch. Decidió abandonar la partida: a Lévy-Vendôme no le quedaría más remedio que entender que habían sido demasiado fatuos. ¡Convertir a Leonor de Aquitania en pupila de un burdel! Uno puede llamarse Schlemilovitch y conservar, pese a todo, en lo hondo del corazón, una pizca de delicadeza. El órgano y los cánticos le despertaban el buen natural. Nunca entregaría a esa princesa, a esa hada, a esa santa a los sarracenos. Haría por ser su paje, un paje judío, pero, en fin, las costumbres han evolucionado desde el siglo XII y la marquesa de Fougeire-Jusquiames no se ofenderá por mor de sus orígenes. Usurpará la identidad de su amigo Des Essarts para que lo admita antes a su lado. Él también hablará de sus antepasados, de aquel capitán Foulques Des Essarts que destripó a doscientos judíos antes de irse a las cruzadas. Foulques hizo bien, aquellos individuos se entretenían cociendo hostias; esa matanza fue un castigo demasiado leve, los cuerpos de mil judíos no valen por descontado lo que vale el cuerpo sagrado de Dios.
Al salir de misa, la marquesa lanzó una mirada distante a los fieles. ¿Fue una ilusión? ¿Sus ojos azul vincapervinca se clavaron en él? ¿Intuía la devoción que sentía por ella desde hacía una hora?
Cruzó a la carrera la plaza de la iglesia. Cuando tuvo la limusina negra sólo a veinte metros, se desplomó en plena calzada y fingió un desmayo. Oyó chirriar los frenos. Una voz dulce moduló estas palabras:
—¡Gérard, que suba este pobre joven! ¡Un mareo seguramente! ¡Está tan pálido! Vamos a prepararle un buen grog en palacio.
Se guardó muy mucho de abrir los ojos. El asiento de atrás, en donde lo tendió el chófer, olía a cuero de Rusia, pero le bastaba con repetirse a sí mismo ese apellido tan dulce, Jusquiames, para que un perfume de violetas y de sotobosque le acariciase las ventanas de la nariz. Soñaba con el pelo rubio de la princesa Leonor hacia cuyo palacio iba deslizándose. Ni por un momento se le vino a la cabeza que, tras haber sido un judío colaboracionista, un judío estudiante de la Escuela Normal, un judío en la campiña, corría el riesgo de convertirse, en esa limusina con las armas de la marquesa (de gules sobre campo de azur con estrellas de oro puestas en sotuer), en un judío esnob.
La marquesa no le hacía ninguna pregunta, como si su presencia le pareciera natural. Se paseaban por el parque, ella le enseñaba las flores y las hermosas aguas corrientes. Luego, volvían al palacio. Él admiraba el retrato del cardenal de Fougeire-Jusquiames, firmado por Lebrun; los tapices de Aubusson; las armaduras y los diversos recuerdos de familia, entre los que había una carta autógrafa de Luis XIV al duque de Fougeire-Jusquiames. La marquesa lo tenía encantado. Tras sus inflexiones de voz le asomaba toda la rudeza del terruño. Subyugado, se susurraba a sí mismo:
«La energía y el encanto de una niña cruel de la aristocracia francesa que, desde la infancia, monta a caballo, les parte el espinazo a los gatos y les saca los ojos a los conejos…».
Después de tomar a la luz de las velas la cena que les servía Gérard, se iban a charlar delante de la chimenea monumental del salón. La marquesa le hablaba de sí, de sus antepasados, de sus tíos y de sus primos… Pronto nada de lo que tuviera que ver con Fougeire-Jusquiames le resultó ajeno.
Acaricio un Claude Lorrain colgado en la pared de la izquierda de mi cuarto: Leonor de Aquitania embarcando hacia Oriente. Luego, miro el Arlequín triste de Watteau. Al andar, rodeo la alfombra de La Savonnerie por temor a mancharlo. No me merezco un cuarto tan espléndido. Ni esta espada corta de paje que está encima de la chimenea. Ni el Philippe de Champaigne que tengo a la izquierda de la cama, esa cama que visitó Luis XIV en compañía de la señorita de La Vallière. Desde la ventana veo una amazona que cruza el parque al galope. Efectivamente, la marquesa sale todos los días a las cinco para montar a Bayard, su caballo favorito. Desaparece por la revuelta de un paseo. Nada turba ya el silencio. Entonces, decido empezar algo así como una biografía novelada. He tomado nota de todos los detalles que la marquesa ha tenido a bien darme acerca de su familia. Los usaré para redactar la primera parte de mi obra, que va a llamarse: Del lado de Fougeire-Jusquiames, o Memorias de Saint-Simon corregidas y ampliadas por Sherezade y unos cuantos talmudistas. En los tiempos de mi infancia judía en París, en el muelle de Conti, Miss Evelyn me leía Las mil y una noches y las Memorias de Saint-Simon. Luego, apagaba la luz. Dejaba entornada la puerta de mi cuarto para que oyera, antes de quedarme dormido, la Serenata en sol mayor de Mozart. Aprovechando mi duermevela, Sherezade y el duque de Saint-Simon le hacían dar vueltas a una linterna mágica. Presenciaba la entrada de la princesa de los Ursinos en la cueva de Alí Babá, la boda de la señorita de La Vallière con Aladino, el rapto de la señora de Soubise a manos del califa Harún al-Rashid. El boato de Oriente mezclado con el de Versalles componían un universo de cuento de hadas que intentaré resucitar en mi obra.
Cae la tarde, la marquesa de Fougeire-Jusquiames pasa a caballo bajo mis ventanas. Es el hada Melusina, es la Bella de los Cabellos de Oro. Nada ha cambiado para mí desde los tiempos en que el aya inglesa me leía. Vuelvo a mirar los cuadros de mi habitación. Miss Evelyn me llevaba muchas veces al Louvre. Bastaba con cruzar el Sena. Claude Lorrain, Philippe de Champaigne, Watteau, Delacroix, Corot dieron color a mi infancia. Mozart y Haydn la acunaban. Sherezade y Saint-Simon la animaban. Infancia excepcional, infancia exquisita de la que tengo que hablar. Empiezo ahora mismo Del lado de Fougeire-Jusquiames. En el papel pergamino con las armas de la marquesa escribo con letra pequeña y rápida:
«Era, aquel Fougeire-Jusquiames, como el entorno de una novela, un paisaje imaginario que me costaba representarme y tanto más deseaba descubrir, sito en medio de tierras y carreteras reales que de repente se impregnaban de peculiaridades heráldicas…».
Gérard llamó a la puerta y me anunció que la cena estaba servida.
Aquella noche no fueron a charlar delante del hogar, como solían. La marquesa lo llevó a un amplio gabinete acolchado en azul que estaba pared por medio con su cuarto. Un candelabro arrojaba una luz incierta. El suelo estaba cubierto de almohadones rojos. En las paredes, unas cuantas estampas licenciosas de Moreau el Joven, de Girard, de Binet y un cuadro de factura austera que podría creerse que firmaba Hyacinthe Rigaut, pero que representaba a Leonor de Aquitania a punto de sucumbir en los brazos de Saladino, jefe de los sarracenos.
Se abrió la puerta. La marquesa llevaba un vestido de gasa que le dejaba sueltos los pechos.
—Se apellida Schlemilovitch, ¿verdad? —le preguntó con una voz arrabalera que él no le conocía—. ¿Nacido en Boulogne-Billancourt? ¡Lo he visto en su carnet de identidad! ¿Judío? ¡Me encanta! ¡Mi tío bisabuelo, Palamède de Jusquiames, ponía verdes a los judíos, pero admiraba a Marcel Proust! Los Fougeire-Jusquiames, al menos las mujeres, no tienen prejuicio alguno contra los orientales. ¡Mi antepasada la reina Leonor aprovechaba la segunda cruzada para andar de picos pardos con los sarracenos mientras el pobre Luis VII se eternizaba delante de Damasco! ¡A otra de mis antepasadas, la marquesa de Jusquiames, le parecía muy de su agrado el hijo del embajador turco allá por 1720! ¡Por cierto, he visto que tiene hecho todo un dossier «Fougeire-Jusquiames»! ¡Le agradezco el interés que muestra por mi familia! He leído incluso esa frase encantadora, que le inspiró sin duda su estancia en el castillo:
«Era, aquel Fougeire-Jusquiames, como el entorno de una novela, un paisaje imaginario…».
¿Se toma por Marcel Proust, Schlemilovitch? ¡Eso es algo muy grave! ¿No pensará malgastar su juventud copiando En busca del tiempo perdido? ¡Le advierto sin más demora que no soy el hada de su infancia! ¡La bella durmiente del bosque! ¡La duquesa de Guermantes! ¡La mujer flor! ¡Está perdiendo el tiempo! ¡Tráteme más bien como a una puta de la calle de Les Lombards en vez de babear encima de mis títulos nobiliarios! ¡Mi campo de azur con florones! ¡Villehardouin, Froissart, Saint-Simon y tutti quanti! ¡So esnob! ¡Judío mundano! ¡Basta de voces trémulas y de reverencias! ¡Su jeta de gigoló me pone de lo más cachonda! ¡Me electriza! ¡Golfillo adorable! ¡Chulo encantador! ¡Joya! ¡Fileno! ¿Tú crees de verdad que Fougeire-Jusquiames es «el entorno de una novela, un paisaje imaginario»? ¡Una casa de putas, te enteras, el palacio ha sido siempre una casa de putas de lujo! ¡Muy de moda durante la Ocupación alemana! Mi difunto padre, Charles de Fougeire-Jusquiames, les hacía de alcahuete a los intelectuales colaboracionistas franceses. Esculturas de Arno Breker, aviadores jóvenes de la Luftwaffe, SS, Hitlerjugend, ¡de todo echaba mano para darles gusto a los señores! Mi padre se había dado cuenta de que el sexo determina con mucha frecuencia las opiniones políticas. ¡Hablemos ahora de usted, Schlemilovitch! ¡No andemos perdiendo el tiempo! ¿Es usted judío? Supongo que le gustaría violar a una reina de Francia. ¡Tengo en el desván toda una serie de vestidos! ¿Quieres que me vista de Ana de Austria, ángel mío? ¿De Blanca de Castilla? ¿De María Leczinska? ¿O prefieres follarte a Adelaida de Saboya? ¿A Margarita de Provenza? ¿A Juana d’Albret? ¡Escoge! ¡Me disfrazaré de mil y mil maneras! ¡Esta noche, todas las reinas de Francia son tus furcias…!
La semana siguiente fue idílica de verdad: la marquesa cambiaba de ropa continuamente para despertar los deseos de Schlemilovitch. Dejando aparte las reinas de Francia, violó a la señora de Chevreuse, a la duquesa de Berry, al caballero de Éon, a Bossuet, a San Luis, a Bayard, a Du Guesclin, a Juana de Arco, al conde de Toulouse y al general Boulanger.
El resto del tiempo Schlemilovitch se esforzaba por conocer a Gérard más a fondo.
—Mi chófer goza de una reputación excelente en el hampa —le dijo en confianza Véronique—. Los truhanes lo apodan Pompas Fúnebres o Gérard el de la Gestapo. Gérard pertenecía a la banda de la calle de Lauriston. Era el secretario de mi difunto padre y le pertenecía en cuerpo y alma…
El padre de Schlemilovitch también conocía a Gérard el de la Gestapo. Le había hablado de él cuando estuvieron en Burdeos. El 16 de julio de 1942, Gérard hizo subir a Schlemilovitch padre a un Citroën 11 negro: «¿Qué me dices de una comprobación de identidad en la calle de Lauriston y de una vueltecita por Drancy?». A Schlemilovitch se le había olvidado por qué milagro Schlemilovitch padre pudo escurrírsele de las manos a aquel buen hombre.
Una noche, al dejar a la marquesa, sorprendiste a Gérard acodado en la balaustrada de la escalinata exterior.
—¿Le gusta el claro de luna? ¿El apacible claro de luna, triste y hermoso? ¿Romántico, Gérard?
No le dio tiempo a contestarte. Le apretaste el cuello. Las vértebras cervicales crujieron con discreción. Tienes el mal gusto de encarnizarte con los cadáveres. Le cortaste las orejas con una cuchilla de afeitar Gillette Azul Extra. Luego, los párpados. Después, le sacaste los ojos de las órbitas. Ya sólo te faltaba partirle las muelas. Bastó con tres taconazos.
Antes de enterrar a Gérard, pensaste en mandarlo embalsamar y enviárselo a tu pobre padre, pero se te habían olvidado las señas de la Schlemilovitch Ltd. en Nueva York.
Todos los amores son efímeros. La marquesa, vestida de Leonor de Aquitania, caerá rendida en mis brazos, pero el ruido de un coche interrumpirá nuestras efusiones. Los frenos chirriarán. Me sorprenderá oír música de zíngaros. La puerta del salón se abrirá de golpe. Se presentará un hombre tocado con un turbante rojo. Pese al disfraz de fakir, reconoceré al vizconde Charles Lévy-Vendôme.
Irán tras él tres violinistas, que iniciarán la segunda parte de una czarda. Mouloud y Mustapha cerrarán la marcha.
—¿Qué sucede, Schlemilovitch? —me preguntará el vizconde—. ¡Llevamos varios días sin saber nada de usted!
Les hará una seña con la mano a Mouloud y a Mustapha.
—Llevaos a esta mujer al Buick y no le quitéis ojo. ¡Lamento, señora, presentarme sin avisar pero no podemos perder tiempo! ¡Es que, fíjese, llevan ocho días esperándola en Beirut!
Unas cuantas bofetadas recias que suelta Mouloud sofocarán cualquier veleidad de resistencia. Mustapha amordazará y atará a mi pareja.
—¡Misión cumplida! —exclamará Lévy-Vendôme, mientras sus guardaespaldas se llevan a rastras a Véronique.
El vizconde se ajustará el monóculo:
—Su misión ha sido un fracaso. Contaba con que me entregase a la marquesa en París y he tenido que venir personalmente a Fougeire-Jusquiames. ¡Está despedido, Schlemilovitch! Y ahora hablemos de otra cosa. Ya está bien de novelones esta noche. Le propongo que visitemos esta hermosa mansión en compañía de nuestros músicos. Somos los nuevos amos y señores de Fougeire-Jusquiames. La marquesa va a legarnos todos sus bienes. ¡Por las buenas o por las malas!
Todavía veo a aquel extraño personaje, con su turbante y su monóculo, pasándole revista al palacio con un candelabro en la mano mientras los violinistas tocaban melodías húngaras. Estuvo mucho rato mirando el retrato del cardenal de Fougeire-Jusquiames y acarició la armadura que había pertenecido al antepasado de la familia, Jourdain, hijo natural de Leonor de Aquitania. Le enseñé mi cuarto, el Watteau, el Claude Lorrain, el Philippe de Champaigne y la cama donde durmieron Luis XIV y La Vallière. Leyó la frasecita que había escrito yo en la hoja de papel con las armas de la marquesa: «Era, aquel Fougeire-Jusquiames», etc. Me miró de mala manera. En ese momento, los músicos estaban tocando Wiezenlied, una nana yiddish.
—¡Está claro, Schlemilovitch, que esta estancia en Fougeire-Jusquiames no le ha sentado nada bien! Los aromas de la Francia de solera lo trastornan. ¿Para cuándo el bautismo? ¿La condición de francés al cien por cien? Tengo que poner término a esas necias ensoñaciones suyas. Lea el Talmud en vez de consultar la historia de las cruzadas. Deje de babear con el almanaque de armas nobiliarias… Créame, la estrella de David vale más que todos esos cabrios de sinople, esos leones pasantes de gules, esos blasones de azur con tres flores de lis de oro. ¿Acaso se toma por Charles Swann? ¿Va a pedir el ingreso en el Jockey Club? ¿Va a intentar que lo reciban en el Faubourg Saint-Germain? El propio Charles Swann, me oye, el capricho de las duquesas, el árbitro de la elegancia, el mimado de Guermantes, se acordó al envejecer de sus orígenes. ¿Me permite, Schlemilovitch?
El vizconde hizo una seña a los violinistas para que interrumpieran la pieza y declamó con voz tonante:
—Por lo demás, cabe dentro de lo posible que, en él, en esos días postreros, la raza revelase de forma más acusada el tipo físico que la caracteriza, al tiempo que el sentimiento de una solidaridad moral con los demás judíos, solidaridad que Swann pareció echar al olvido toda su vida y que espabilaron, injertados unos en otros, la enfermedad mortal, el caso Dreyfus y la propaganda antisemita…
»¡Siempre acaba uno por volver con los suyos, Schlemilovitch! ¡Incluso después de largos años de extravío!
Salmodió:
—Los judíos son la sustancia misma de Dios, pero los no judíos no son sino la simiente del ganado; a los no judíos los crearon para servir al judío día y noche. Ordenamos que todos los judíos maldigan tres veces al día al pueblo cristiano y pida a Dios que lo extermine con sus reyes y príncipes. Al judío que viole o corrompa a una mujer no judía, o incluso la mate, debe absolverlo la justicia porque sólo ha perjudicado a una yegua.
Se quitó el turbante y se colocó una nariz postiza y curva con exageración.
—¿Nunca me ha visto interpretar al judío Süss? ¡Imagíneselo, Schlemilovitch! Acabo de matar a la marquesa y de beberme su sangre, como todo vampiro que se precie. ¡La sangre de Leonor de Aquitania y de los valientes caballeros! Ahora abro las alas de buitre. Hago visajes. Me retuerzo. ¡Músicos, por favor, tocad vuestra czarda más desenfrenada! ¡Míreme las manos, Schlemilovitch! ¡Mire estas uñas de rapaz! ¡Más alto, músicos, más alto! Les lanzo una mirada venenosa al Watteau y al Philippe de Champaigne! ¡Voy a romper con las garras la alfombra de La Savonnerie! ¡A lacerar los cuadros de prestigiosas firmas! Dentro de un rato, recorreré el palacio chillando de forma espantosa. ¡Tiraré al suelo las armaduras de los cruzados! ¡Cuando haya satisfecho la rabia, venderé esta mansión ancestral! ¡Preferiblemente, a un magnate sudamericano! ¡Al rey del guano, por ejemplo! Con ese dinero, me compraré sesenta pares de mocasines de cocodrilo, trajes de alpaca verde esmeralda, tres abrigos de pantera, ¡camisas gofradas de rayas naranja! ¡Mantendré a treinta amantes! ¡Yemeníes, etíopes, circasianas! ¿Qué le parece, Schlemilovitch? No se asuste, muchacho. Detrás de todo esto hay un gran sentimentalismo.
Hubo un momento de silencio. Lévy-Vendôme me hizo una seña para que lo siguiera. Cuando llegamos a la escalinata exterior del palacio, susurró:
—Déjeme solo, se lo ruego. ¡Váyase ahora mismo! Los viajes son formativos para la juventud. ¡Hacia el Este, Schlemilovitch, hacia el Este! La peregrinación a las fuentes: Viena, Constantinopla y las orillas del Jordán. ¡Casi estoy por irme con usted! ¡Lárguese! Salga de Francia lo antes posible. ¡Este país lo ha perjudicado! Estaba echando raíces en él. ¡No se olvide de que formamos la Internacional de los fakires y los profetas! ¡No tema, volverá a verme! ¡Me necesitan en Constantinopla para llevar a cabo el parón gradual del ciclo! Las estaciones cambiarán un tanto, primero la primavera, y a continuación el verano. ¡Los astrónomos y los meteorólogos no están enterados, puede creerme, Schlemilovitch! Desapareceré de Europa a finales de siglo y me iré a la zona del Himalaya. Allí descansaré. Volverán a verme dentro de ochenta y cinco años, tal día como hoy, con tirabuzones y barba de rabino. Hasta pronto. Lo quiero a usted.