Capítulo 2

Mi padre llevaba un traje de alpaca azul nilo, una camisa de rayas verdes, una corbata roja y calzado de astracán. Acababa de conocerlo en el salón otomano del Hotel Continental. Cuando hubo firmado unos cuantos documentos merced a los cuales iba a disponer de parte de mi fortuna, le dije:

—En resumidas cuentas, sus negocios neoyorquinos iban de capa caída, ¿no? A quién se le ocurre ser presidente y director general de la Kaleidoscope Ltd. ¡Debería haberse dado cuenta de que los caleidoscopios se venden cada vez menos! ¡Los niños prefieren los cohetes portadores, el electromagnetismo, la aritmética! El sueño ya no da dinero, hombre. Y, además, voy a hablarle con sinceridad: es judío y, por lo tanto, no tiene sentido ni del comercio ni de los negocios. Hay que dejarles ese privilegio a los franceses. Si supiera usted leer, le enseñaría el estupendo paralelismo que he establecido entre Peugeot y Citroën: por una parte, el provinciano de Montbéliard, ahorrativo, discreto y próspero; por otra, André Citroën, aventurero, judío y trágico, que se gasta fortunas en las salas de juego. ¡Vamos, que no tiene usted madera de capitoste de la industria! ¡Es un funámbulo y pare de contar! ¿Para qué andar haciendo teatro, llamando febrilmente por teléfono a Madagascar, a Liechtenstein, a la Tierra de Fuego? Nunca dará salida a su stock de caleidoscopios.

Mi padre quiso reencontrarse con París, en donde había pasado la juventud. Fuimos a tomar unos cuantos ginfizz al Fouquet’s, al Relais Plaza, a los bares del Meurice, del Saint-James et d’Albany, del Élysée-Park, del George V y del Lancaster. Ésas eran sus provincias. Mientras se fumaba un puro Partagas, yo pensaba en Turena y en el bosque de Brocéliande. ¿Qué iba a escoger para el exilio? ¿Tours? ¿Nevers? ¿Poitiers? ¿Aurillac? ¿Pézenas? ¿La Souterraine? Sólo conocía las provincias francesas por la guía Michelin y por algunos autores como François Mauriac. Un texto de aquel hombre de las Landas me había llegado especialmente al alma: Burdeos o la adolescencia. Recordé la sorpresa de Mauriac cuando le recité fervorosamente esa prosa suya tan hermosa: «Esa ciudad en donde nacimos, en donde fuimos niños, y adolescentes, es la única que deberían prohibirnos que juzgásemos. Se confunde con nosotros, es nosotros mismos, la llevamos dentro. La historia de Burdeos es la historia de mi cuerpo y de mi alma». ¿Entendía mi viejo amigo que le envidiaba su adolescencia, el instituto Sainte-Marie, la plaza de Les Quinconces, el aroma de los brezos recalentados, de la arena tibia y de la resina? ¿De qué adolescencia podría hablar yo, Raphaël Schlemilovitch, como no fuera de la adolescencia de mísero judío de poca monta y apátrida? No iba a ser ni Gérard de Nerval, ni François Mauriac, ni tan siquiera Marcel Proust. Ningún Valois para caldearme el alma, ninguna Guyena, ningún Combray. Ninguna tía Léonie. Condenado al Fouquet’s, al Relais Plaza, al Élysée-Park, en donde bebo espantosos licores anglosajones en compañía de un señor grueso y judeo-neoyorquino: mi padre. El alcohol lo mueve a hacer confidencias, igual que a Maurice Sachs el día de nuestro primer encuentro. Tienen destinos iguales, con esta única diferencia: Sachs leía a Saint-Simon y mi padre, a Maurice Dekobra. Nacido en Caracas en una familia judía sefardita, salió precipitadamente de América huyendo de los policías del dictador de las islas Galápagos a cuya hija había seducido. En Francia, fue el secretario de Stavisky. A la sazón, tenía buena facha: estaba entre Valentino y Novaro, con un toque de Douglas Fairbanks; bastaba con eso para trastornar a las arias jovencitas. Diez años después, su foto aparecía en la exposición antijudía del palacio Berlitz con el aditamento de este pie: «Judío solapado. Podría pasar por sudamericano».

Mi padre no carecía de sentido del humor: fue una tarde al palacio Berlitz y propuso a unos cuantos visitantes hacerles de guía. Cuando se detuvieron delante de su foto, les gritó: «Cucú, soy yo». Nunca se hablará lo suficiente de ese aspecto fanfarrón de los judíos. Por lo demás, sentía cierta simpatía por los alemanes porque habían escogido sus lugares predilectos: el Continental, el Majestic, el Meurice. No perdía ocasión de codearse con ellos en Maxim’s, en Philippe, en Gaffner, en Lola Tosch y en todas las salas de fiestas recurriendo a documentación falsa a nombre de Jean Cassis de Coudray-Macouard.

Vivía en un cuarto para el servicio en la calle de Les Saussaies, enfrente de la Gestapo. Leía hasta bien entrada la noche Bagatelas para una matanza, que le hizo mucha gracia. Para mayor asombro mío, me recitó páginas enteras de ese libro. Lo había comprado por el título, pensando que era una novela policíaca.

En julio de 1944, consiguió venderles el bosque de Fontainebleau a los alemanes usando como intermediario a un barón báltico. Con el dinero que sacó de esa delicada operación emigró a los Estados Unidos y fundó una sociedad anónima: la Kaleidoscope Ltd.

—¿Y usted? —me dijo, echándome en la cara una bocanada de Partagas—. Cuénteme su vida.

—¿No ha leído los periódicos? —le dije con voz hastiada—. Creía que el Confidential de Nueva York me había dedicado un número especial. En pocas palabras, he decidido renunciar a una vida cosmopolita, artificial y manida. Voy a retirarme a provincias. La provincia francesa, el terruño. Acabo de escoger Burdeos, en Guyena, para cuidarme las neurosis. También es un homenaje que le hago a mi viejo amigo François Mauriac. Ese nombre no le dice nada, claro.

Tomamos la última copa en el bar del Ritz.

—¿Puedo acompañarlo a esa ciudad de la que me hablaba antes? —me preguntó de repente—. ¡Es mi hijo, debemos hacer al menos un viaje juntos! ¡Y, además, gracias a usted resulta que ahora soy la cuarta fortuna de América!

—Sí, acompáñeme si quiere. Luego regresará a Nueva York.

Me besó en la frente y noté que se me llenaban los ojos de lágrimas. Aquel señor grueso, vestido con ropa abigarrada, era muy enternecedor.

Cruzamos del brazo la plaza de Vendôme. Mi padre cantaba fragmentos de Bagatelas para una matanza con hermosa voz de bajo. Yo me acordaba de las malas lecturas de mi infancia. Sobre todo de aquella serie de Cómo matar al propio padre, de André Breton y Jean-Paul Sartre (colección «Lisez-moi bleu»). Breton aconsejaba a los jóvenes que se apostasen, empuñando un revólver, en la ventana de su domicilio, en la avenida de Foch, y que despachasen al primer peatón que pasara. Aquel hombre era necesariamente su padre, un prefecto de policía o un industrial textil. Sartre dejaba por un momento los barrios elegantes y elegía los suburbios rojos: había que elegir a los obreros más cachas disculpándose por ser un hijo de buena familia; se los llevaba uno a la avenida de Foch, rompían las porcelanas de Sèvres y mataban al padre; y, después, el joven les pedía cortésmente que lo violasen a él. Este segundo procedimiento daba fe de una perversidad mayor, ya que la violación venía tras el asesinato, pero era más grandioso eso de recurrir a los proletarios del mundo para zanjar un conflicto familiar. Se recomendaba a los jóvenes que insultasen a su padre antes de matarlo. Algunos, que se distinguieron en literatura, utilizaron expresiones deliciosas. Por ejemplo: «Familias, os odio» (el hijo de un pastor protestante francés); «Lucharé en la próxima guerra con uniforme alemán»; «Me cago en el ejército francés» (el hijo de un prefecto de policía francés); «Es usted un CERDO» (el hijo de un oficial de marina francés). Le apreté con más fuerza el brazo a mi padre. No teníamos diferencias. ¿Verdad que no, chicarrón? ¿Cómo iba yo a poder matarlo? Si le tengo cariño.

Cogimos el tren París-Burdeos. Detrás de la ventanilla del compartimiento, Francia era muy hermosa. Orléans, Beaugency, Vendôme, Tours, Poitiers, Angoulême. Mi padre no llevaba ya un terno verde pálido, una corbata de ante rosa, una camisa escocesa, una sortija de sello de platino y sus zapatos con polainas de astracán. Yo no me llamaba ya Raphaël Schlemilovitch. Era el hijo mayor de un notario de Libourne y regresábamos al hogar provinciano. Mientras un tal Raphaël Schlemilovitch malgastaba la juventud y las fuerzas en Cap-Ferrat, en Montecarlo y en París, mi nuca tozuda se inclinaba sobre traducciones del latín. Me repetía continuamente: «¡La calle de Ulm! ¡La calle de Ulm!», y me ardían las mejillas. En junio aprobaría el ingreso en la Escuela[5]. «Subiría» a París definitivamente. En la calle de Ulm compartiré el cuarto con otro provinciano joven como yo. Nacerá entre nosotros una amistad indestructible. Seremos Jallez y Jerphanion[6]. Una noche subiremos las escaleras de la Butte Montmartre. Miraremos París a nuestros pies. Diremos con vocecilla resuelta: «¡Y ahora, París, vamos a vernos las caras tú y yo!». Les escribiremos bonitas cartas a nuestras familias: «Un beso, mamá. Tu chico que ya es un hombre». Por las noches, en el silencio del cuarto de estudiantes, hablaremos de nuestras futuras amantes: baronesas judías, hijas de capitanes de la industria, actrices de teatro, cortesanas, que admirarán nuestra genialidad y nuestras capacidades. Una tarde, llamaremos con el corazón palpitante a la puerta de Gaston Gallimard: «Somos alumnos de la Escuela Normal, señor Gallimard, y le traemos nuestros primeros ensayos». Luego, el Colegio de Francia, la política, los honores. Formamos parte de la élite de nuestro país. Nuestro cerebro funcionará en París, pero nuestro corazón seguirá en provincias. Entre el torbellino de la capital, sólo pensaremos en nuestro Cantal y en nuestra Gironda. Todos los años iremos a deshollinarnos los pulmones en casa de nuestros padres, por la zona de Saint-Flour y de Libourne. Nos volveremos con los brazos cargados de quesos y de Saint-Émilion. Nuestras mamás nos habrán tejido chalecos de punto: en invierno hace frío en París. Nuestras hermanas se casarán con boticarios de Aurillac, con aseguradores de Burdeos. Seremos un ejemplo para nuestros sobrinos.

En la estación de Saint-Jean nos espera la oscuridad de la noche. No hemos visto nada de Burdeos. En el taxi que nos lleva al Hotel Splendid le cuchicheo a mi padre:

—Es muy probable que el taxista sea de la Gestapo francesa, chicarrón.

—¿Usted cree? —me dice mi padre, entrando en el juego—. Pues va a ser un engorro. Me he dejado la documentación falsa a nombre de Coudray-Macouard.

—Me da la impresión de que nos lleva a la calle de Lauriston, a casa de sus amigos Bonny y Laffont.

—Creo que se equivoca: más bien nos lleva a la avenida de Foch, a la sede de la Gestapo.

—O a lo mejor a la calle de Les Saussaies para una comprobación de identidad.

—En el primer semáforo en rojo nos escapamos.

—Imposible; las portezuelas llevan echada la llave.

—¿Y entonces?

—Esperar. No perder los ánimos.

—Siempre podemos hacernos pasar por judíos colaboracionistas. Véndales barato el bosque de Fontainebleau. Yo les confesaré que trabajaba en Je suis partout antes de la guerra. Con un telefonazo a Brasillach, a Laubreaux o a Rebatet salimos del avispero…

—¿Cree que nos dejarán llamar por teléfono?

—Qué le vamos a hacer. Nos alistaremos en la LVF[7] o en la Milicia, para que conste nuestra buena voluntad. El uniforme verde y el gorro alpino nos permitirán luego llegar a la frontera española. Y después…

—Después seremos libres…

—Ssshhh… El taxista nos está escuchando…

—¿No cree que se parece a Darnand?

—Eso sería un fastidio. Tendremos que vérnoslas con la Milicia.

—Pues creo que he acertado, chico… Nos hemos metido por la autopista del Oeste… la sede de la Milicia está en Versalles… ¡Estamos apañados!

En el bar del hotel, estábamos bebiendo un café irlandés y mi padre fumaba su puro Upmann. ¿En qué se diferenciaba el Splendid del Claridge, del George V y de todos los caravasares de París y de Europa? ¿Los hoteles de lujo internacionales y los coches cama Pullman me seguirían protegiendo de Francia por mucho tiempo? Esos acuarios acababan por darme arcadas. Pero las resoluciones que había tomado me permitían sin embargo conservar ciertas esperanzas. Me matricularía en el curso superior de Letras del liceo de Burdeos. Cuando aprobara las oposiciones, me guardaría muy mucho de remedar a Rastignac desde la cima de la Butte Montmartre. No tenía nada en común con ese valeroso francesito. «¡Y ahora, París, vamos a vernos las caras tú y yo!». Sólo los tesoreros pagadores generales de Saint-Flour o de Libourne pueden cultivar un romanticismo así. No, París se me parecía demasiado. Una flor artificial en el centro de Francia. Contaba con Burdeos para revelarme los valores auténticos y aclimatarme al terruño. Cuando apruebe las oposiciones, pediré un puesto de maestro en provincias. Repartiré el día entre un aula polvorienta y el Café du Commerce. Jugaré a la belote con unos coroneles. Los domingos por la tarde oiré mazurcas antiguas en el quiosco de la plaza. Me enamoraré de la mujer del alcalde, nos veremos los jueves en un hotel de citas de la ciudad más cercana. Dependerá de cuál sea la capital de provincias. Serviré a Francia educando a sus hijos. Seré miembro del batallón negro de los húsares de la verdad, como dice Péguy, mi futuro condiscípulo. Se me irán olvidando poco a poco mis orígenes vergonzosos, ese apellido ingrato de Schlemilovitch, Torquemada, Himmler y tantas otras cosas.

Por la calle de Sainte-Catherine, la gente se volvía al vernos pasar. Seguramente por culpa del terno malva de mi padre, de su camisa verde Kentucky y de sus eternos zapatos con polainas de astracán. Yo deseaba que nos parase un policía. Habría zanjado las cuentas de una vez por todas con los franceses; habría repetido incansablemente que uno de los suyos, un alsaciano, llevaba veinte años pervirtiéndonos. Afirmaba que no existirían los judíos si los goyim no se dignasen fijarse en ellos. Así que hay que conseguir que se fijen en nosotros vistiendo tejidos abigarrados. Es para los judíos cuestión de vida o muerte.

El director del liceo nos recibió en su despacho. Pareció dudar de que el hijo de semejante meteco quisiera matricularse en el curso superior de Letras. Su hijo —el del director— se había pasado todas las vacaciones empollando la gramática latina de Maquet-et-Roger. Me dieron ganas de contestarle al director que, por desgracia, yo era judío. Y por lo tanto era siempre el primero de la clase.

El director me alargó una antología de los oradores griegos, me pidió que abriera el libro al azar y tuve que comentarle un párrafo de Esquilo. Lo hice magistralmente. Llevé la cortesía hasta el extremo de traducir el texto al latín.

El director se quedó asombrado. ¿Acaso ignoraba la agudeza y la inteligencia judías? ¿Olvidaba que le habíamos dado a Francia escritores muy grandes: Montaigne, Racine, Saint-Simon, Sartre, Henry Bordeaux, René Bazin, Proust, Louis-Ferdinand Céline…? Me matriculó en el acto en el curso preparatorio de la Escuela Normal Superior.

—Enhorabuena, Schlemilovitch —me dijo con voz emocionada.

Tras salir del liceo, le reproché a mi padre su humildad y su untuosidad de rahat lokum ante el director.

—¿A quién se le ocurre comportarse como una bayadera en el despacho de un funcionario francés? ¡Podría disculpar los ojos aterciopelados y la obsequiosidad si se hallara en presencia de un verdugo de las SS a quien hubiera que embelesar! ¡Pero bailar la danza del vientre delante de ese buen señor! ¡No se lo iba a comer crudo, demonios! ¡Yo sí que lo voy a hacer sufrir, mire usted por dónde!

Eché a correr de repente. Me siguió hasta el Tourny; ni siquiera me pidió que me parase. Cuando se quedó sin resuello, creyó seguramente que iba a aprovecharme de que estaba exhausto y a largarme para siempre. Me dijo:

—Una carrerita tonifica mucho… Nos abrirá el apetito…

Así que no se defendía. Trampeaba con la desgracia, intentaba ganársela. Seguramente porque estaba acostumbrado a los pogromos. Mi padre se secaba la frente con la corbata de ante rosa. ¿Cómo podía haber pensado que iba a abandonarlo, a dejarlo solo e inerme en esta ciudad de noble tradición, en aquella oscuridad elegante que olía a vino añejo y a tabaco inglés? Lo cogí del brazo. Era un perro infeliz.

Las doce de la noche. Abro a medias la ventana de nuestra habitación. Nos llega el eco de la melodía de moda de este verano, Stranger on the Shore. Mi padre me dice:

—Debe de haber una sala de fiestas por los alrededores.

—No he venido a Burdeos a hacer el calavera. De todas formas, no espere nada del otro mundo: dos o tres vástagos degenerados de la burguesía bordelesa, unos cuantos turistas ingleses…

Se pone un esmoquin azul cielo. Me anudo ante el espejo una corbata de la casa Sulka. Nos sumergimos en un agua dulzona, una orquesta sudamericana está tocando rumbas. Nos sentamos a una mesa, mi padre pide una botella de Pommery y enciende un puro Upmann. Invito a una inglesa morena de ojos verdes. Tiene una cara que me recuerda algo. Huele bien a coñac. La estrecho contra mí. En el acto le salen de la boca unos nombres pringosos: Eden Rock, Rampoldi, Balmoral, Hotel de Paris: nos habíamos conocido en Montecarlo. Observo a mi padre por encima de los hombros de la inglesa. Sonríe, me hace señas de complicidad. Está enternecedor; seguramente le gustaría que me casase con una heredera eslavo-argentina, pero, desde que estoy en Burdeos, me he enamorado de la Santísima Virgen, de Juana de Arco y de Leonor de Aquitania. Intento explicárselo hasta las tres de la mañana; pero fuma un puro detrás de otro y no me escucha. Hemos bebido demasiado.

Nos quedamos dormidos de madrugada. Coches con altavoces recorrían Burdeos:

«Campaña de desratización, campaña de desratización.

Reparto gratuito de raticidas, reparto gratuito de raticidas.

Tengan la bondad de acercarse al coche, por favor.

Vecinos de Burdeos, campaña de desratización…

campaña de desratización…»

Mi padre y yo caminamos por las calles de la ciudad. Los coches llegan de todas partes y se abalanzan hacia nosotros con ruido de sirenas. Nos escondemos en una puerta cochera. Éramos unas ratas americanas enormes.

No nos quedó más remedio que separarnos. La víspera del comienzo del curso, arrojé, manga por hombro, toda mi ropa en el centro de la habitación: corbatas de Sulka y de la via Condotti; jerséis de cachemir; fulares de Doucet; trajes de Creed, de Canette, de Bruce O’lofson, de O’Rosen; pijamas de Lanvin; pañuelos de Henri à la Pensée; cinturones de Gucci; zapatos de Dowie and Marshall…

—¡Tenga! —le dije a mi padre—. Llévese todo esto a Nueva York en recuerdo de su hijo. A partir de ahora, la boina y la bata gris de estudiante del curso preparatorio me protegerán de mí mismo. Renuncio a los Craven y a los Khédive. Fumaré picadura. Me he naturalizado francés. Ya estoy definitivamente integrado. ¿Entraré en la categoría de los judíos militaristas como Dreyfus y Stroheim? Ya veremos. De momento, me preparo para ingresar en la Escuela Normal Superior como Blum, Fleg y Henri Franck. Habría sido una torpeza apuntar directamente a Saint-Cyr.

Nos tomamos un último gin-fizz en el bar del Splendid. Mi padre llevaba el atuendo de viaje: una gorra de terciopelo granate, un abrigo de astracán y unos mocasines de cocodrilo azul. En la boca, el Partagas. Le ocultan los ojos unas gafas negras. Estaba llorando; me di cuenta por el tono de voz. Al embargarlo la emoción, se le olvidaba la lengua de este país y mascullaba unas cuantas palabras en inglés.

—¿Vendrá a verme a Nueva York? —me preguntó.

—No creo, amigo mío. Voy a morirme dentro de poco. Me dará el tiempo justo para aprobar el examen de ingreso en la Escuela Normal Superior, la primera fase de la integración. Le prometo que su nieto será mariscal de Francia. Sí, voy a intentar reproducirme.

En el andén de la estación, le dije:

—No se le olvide enviarme una postal de Nueva York o de Acapulco.

Me estrechó en sus brazos. Cuando se fue el tren, mis proyectos en Guyena me parecieron ridículos. ¿Por qué no me había ido en pos de ese cómplice inesperado? Entre los dos habríamos eclipsado a los Hermanos Marx. Improvisamos bufonadas grotescas y lacrimógenas ante el público. Schlemilovitch padre es un señor grueso que viste trajes de mil colores. A los niños les gustan mucho esos dos payasos. Sobre todo cuando Schlemilovitch hijo le pone la zancadilla a Schlemilovitch padre y éste se cae de cabeza en un tonel de alquitrán. O también cuando Schlemilovitch hijo tira de la parte de abajo de la escalera y hace caer a Schlemilovitch padre. O cuando Schlemilovitch hijo le prende fuego arteramente a la ropa de Schlemilovitch padre, etc.

Ahora mismo actúan en el circo Médrano, tras una gira por Alemania. Schlemilovitch padre y Schlemilovitch hijo son unos artistas muy parisinos, pero antes que el público elegante prefieren el de los cines de barrio y los circos de provincias.

Lamenté sinceramente que se marchara mi padre. La edad adulta empezaba para mí. Ya no quedaba en el ring más que un boxeador. Se pegaba directos a sí mismo. No tardaría en desplomarse. Entretanto, ¿tendría la suerte de conseguir —aunque sólo fuera por un minuto— que me prestase atención el público?

Llovía, como todos los domingos de comienzo de curso; los cafés resplandecían más que de costumbre. De camino hacia el liceo, me consideraba muy presuntuoso: un joven judío y frívolo no puede aspirar de repente a esa tenacidad que les presta a los becarios del Estado la ascendencia de su terruño. Me acordé de eso que escribe mi viejo amigo Seingalt en el capítulo IX del tomo III de sus Memorias: «Se me brinda una nueva carrera. Volvía a favorecerme la fortuna. Contaba con todos los medios necesarios para secundar a la diosa ciega, pero carecía de una cualidad esencial, la constancia». ¿Podré de verdad llegar a ser alumno de la Escuela Normal?

Fleg, Blum y Henri Franck debían de tener una gota de sangre bretona.

Subí al dormitorio. Nunca había asistido a las clases de una institución laica desde que fui al centro Hattemer (los internados suizos en los que me matriculaba mi madre los llevaban los jesuitas). Me extrañó que no hubiera oración de la noche. Hice partícipes de esa preocupación a los internos que estaban presentes. Soltaron la carcajada, se rieron de la Santísima Virgen y me aconsejaron luego que les limpiase los zapatos, so pretexto de que habían llegado antes que yo.

Mis objeciones se distribuyeron en dos puntos:

1.º No veía por qué le habían tenido que faltar al respeto a la Santísima Virgen.

2.º No ponía en duda que hubieran llegado «antes que yo», pues la inmigración judía no había comenzado en el Bordelesado hasta el siglo XV. Yo era judío. Ellos eran galos. Me perseguían.

Se acercaron a parlamentar dos muchachos. Un demócrata cristiano y un judío bordelés. El primero me cuchicheó que aquí no había que mencionar en exceso a la Santísima Virgen porque andaba buscando un acercamiento a los estudiantes de extrema izquierda. El segundo me acusó de ser un «agente provocador». Por lo demás, los judíos no existían, eran un invento de los arios, etc., etc.

Le expliqué al primero que por la Santísima Virgen valía la pena reñir con todo el mundo. Le hice notar que San Juan de la Cruz y Pascal desaprobaban por completo su untuoso catolicismo. Añadí que, en cualquier caso, no me correspondía a mí, que era judío, impartirle la catequesis.

Las declaraciones del segundo me colmaron de infinita tristeza: los goyim habían conseguido hacerle un buen lavado de cerebro.

Todo el mundo se dio por enterado y me pusieron en cuarentena.

Adrien Debigorre, nuestro profesor de Letras, gastaba una barba impresionante y un abrigo cruzado negro; y el pie tuerto le acarreaba los sarcasmos de los alumnos. Aquel curioso personaje había sido amigo de Maurras, de Paul Chack y de monseñor Mayol de Lupé; los oyentes franceses recuerdan sin duda las «Charlas al amor de la lumbre» que daba Debigorre en Radio Vichy.

En 1942, forma parte del entorno de Abel Bonheur, ministro de Educación. Se indigna cuando Bonheur, disfrazado de Ana de Bretaña, le dice con vocecilla equívoca: «Si en Francia hubiera una princesa, habría que metérsela en los brazos a Hitler», o cuando el ministro le alaba «el encanto viril» de los SS. Acaba por reñir con Bonheur y le pone de apodo «la Gestapette», lo que le hizo muchísima gracia a Pétain. Debigorre se retira a las islas Minquiers e intenta agrupar a su alrededor unos comandos de pescadores para resistir ante los ingleses. Su anglofobia no le iba a la zaga a la de Henri Béraud. De niño, le hizo a su padre, un teniente de navío de Saint-Malo, la solemne promesa de no olvidar nunca la «MALA PASADA» de Trafalgar. Se le atribuye esta frase lapidaria tras la batalla de Mers elKebir: «¡Las pagarán!». Durante la Ocupación mantuvo una voluminosa correspondencia con Paul Chack, de la que nos leía fragmentos. Mis condiscípulos no perdían ocasión de humillarlo. Al empezar la clase, se ponían de pie y entonaban: «Maréchal, nous voilà![8]»

El encerado estaba lleno de franciscas y de fotografías de Pétain. Debigorre hablaba sin que nadie le hiciera caso. Con frecuencia, se cogía la cabeza con ambas manos y lloraba. Un estudiante de preparatorio de la Escuela Normal, hijo de un coronel, exclamaba entonces: «¡Adrien llora!». Todos se reían a mandíbula batiente. Menos yo, por descontado. Decidí ser el guardaespaldas de aquel pobre hombre. Pese a mi reciente tuberculosis, pesaba noventa kilos, medía un metro noventa y ocho y la casualidad me había hecho nacer en un país de gente de patas cortas.

Empecé por partirle una ceja a Gerbier. Un tal Val-Suzon, hijo de notario, me llamó «nazi». Le rompí tres vértebras en recuerdo del SS Schlemilovitch, muerto en el frente ruso durante la ofensiva de Von Rundstedt. Quedaban por meter en cintura otros cuantos galos de poca monta; Chatel-Gérard, Saint-Thibault, La Rochepot. Me puse a ello. A partir de entonces, fui yo, y no Debigorre, quien leyó a Maurras, a Chack y a Béraud al comienzo de las clases. Todo el mundo recelaba de mis reacciones violentas; se podía oír volar una mosca, imperaba el terror judío y nuestro anciano maestro había recobrado la sonrisa.

Bien pensado, ¿por qué ponían esa cara de asco mis condiscípulos?

¿Acaso Maurras, Chack y Béraud no se parecían a sus abuelos?

Yo tenía la amabilidad mayúscula de permitirles que descubrieran a los más sanos y más puros de entre sus compatriotas y esos ingratos me llamaban «nazi»…

—Vamos a hacerles estudiar a los novelistas del terruño —le propuse a Debigorre—. Todos esos degeneradillos necesitan fijarse mucho en las buenas prendas de sus padres. Así salen de Trotski, de Kafka y de otros gitanos. Por lo demás, no se enteran de nada de lo que dicen esos autores. Hay que tener a la espalda dos mil años de pogromos, mi querido Debigorre, para embarcarse en su lectura. ¡Si yo me apellidase Val-Suzon no haría gala de tanta fatuidad! ¡Me contentaría con explorar las provincias y beber en las fuentes francesas! Mire, durante el primer trimestre, vamos a hablarles de su amigo Béraud. Ese escritor de Lyon me parece de lo más adecuado. Unas cuantas explicaciones de algunos textos tomados de Les Lurons de Sabolas… Luego, empalmamos con Eugène Le Roy: Jacquou el Rebelde y Mademoiselle de La Ralphie les revelarán las bellezas de Périgord. Una vueltecita por Quercy gracias a Léon Cladel. Una temporada en Bretaña bajo el amparo de Charles Le Goffic. Roupnel nos llevará por la zona de Borgoña. Y el Borbonés no tendrá ya secretos para nosotros después de La Vie d’un simple de Guillaumin. Alphonse Daudet y Paul Arène nos traerán los aromas de Provenza. ¡Evocaremos a Maurras y a Mistral! En el segundo trimestre disfrutaremos del otoño de Turena en compañía de René Boylesve. ¿Ha leído usted El niño en la balaustrada? ¡Una obra notable! Dedicaremos el tercer trimestre a las novelas psicológicas de Édouard Estaunié, oriundo de Dijon. ¡En pocas palabras, la Francia sentimental! ¿Está satisfecho de mi programa?

Debigorre sonreía y me estrechaba convulsivamente las manos. Me decía:

—¡Schlemilovitch, es usted un auténtico forofo! ¡Ay, si todos los francesitos de pura cepa se le pareciesen!

Debigorre me invita con frecuencia a su casa. Vive en un cuarto atiborrado de libros y de papelotes. En las paredes, fotografías amarillentas de unos cuantos energúmenos: Bichelonne, Hérold-Paquis, los almirantes Esteva, Darlan y Platon. Su anciana ama de llaves nos sirve el té. A eso de las once de la noche, tomamos una copa en la terraza del Café de Bordeaux. La primera vez lo dejé muy asombrado al hablarle de las costumbres de Maurras y de la barba de Pujo: «Pero ¡si aún no había nacido, Raphaël!» Debigorre opina que se trata de un fenómeno de metempsicosis y que en una vida anterior fui un partidario feroz de Maurras, un francés cien por cien, un galo incondicional al tiempo que un judío colaboracionista:

«¡Ay, Raphaël, cuánto me habría gustado que estuviese en Burdeos en junio de 1940! ¡Imagíneselo! ¡Un ballet desenfrenado! ¡Unos señores con barbas y chaquetas cruzadas negras! ¡Unos profesores universitarios! ¡Unos ministros de la RE-PÚ-BLI-CA! Se oye cantar a Réda Caire y a Maurice Chevalier, pero ¡zas!, unos individuos rubios con el torso al aire se presentan en el Café du Commerce. ¡Y organizan un pimpampum! ¡Los señores barbudos salen disparados hacia el techo! ¡Se estrellan contra las paredes y contra las filas de botellas! ¡Chapotean en el Pernod con la cabeza abierta por los cascos rotos! La dueña del establecimiento, que se llama Marianne, corre de acá para allá soltando grititos. ¡Es una puta vieja! ¡LA RAMERA![9] ¡Va perdiendo las faldas! ¡La derriba una ráfaga de metralleta! ¡Caire y Chevalier han callado! ¡Qué espectáculo, Raphaël, para unas inteligencias en alerta como las nuestras! ¡Qué venganza…!».

Acabé por cansarme de mi papel de guardián carcelario. Ya que mis condiscípulos no quieren admitir que Maurras, Chack y Béraud son de los suyos, ya que desdeñan a Charles Le Goffic y a Paul Arène, Debigorre y yo vamos a hablarles de unos cuantos aspectos más universales de la «identidad francesa»: truculencia y procacidad, belleza del clasicismo, pertinencia de los moralistas, ironía a lo Voltaire, sutileza de la novela de análisis, tradición heroica desde Corneille hasta Bernanos. Debigorre refunfuña por lo de Voltaire. También a mí me asquea ese burgués «levantisco» y antisemita, pero si no lo mencionamos en nuestro Panorama de la identidad francesa nos acusarán de parcialidad. «Seamos sensatos», le digo a Debigorre. «Sabe muy bien que prefiero a Joseph de Maistre. Pero hagamos pese a todo un esfuerzo para hablar de Voltaire».

Saint-Thibault vuelve a insubordinarse durante una de nuestras conferencias. Un comentario desafortunado de Debigorre: «El encanto tan esencialmente francés de la exquisita señora de La Fayette», consigue que mi compañero salte, indignado.

—¿Cuándo va a dejar de repetir: la «identidad francesa», «las tradiciones francesas», «nuestros escritores franceses»? —vocea ese joven galo—. Mi maestro Trotski decía que la Revolución no tiene patria…

—Saint-Thibault, muchacho —le contesté—, me está irritando. ¡Con esos mofletes y esa sangre gorda que tiene, el nombre de Trotski es una blasfemia en sus labios! ¡Saint-Thibault, muchacho, su tío bisabuelo Charles Maurras escribía que no puede entender a la señora de La Fayette ni a Chamfort quien no haya estado arando mil años la tierra de Francia! Y ahora me toca a mí decirle esto, Saint-Thibault, muchacho: se necesitan mil años de pogromos de autos de fe y de guetos para entender el mínimo párrafo de Marx o de Bronstein… ¡BRONSTEIN, Saint-Thibault, muchacho, y no Trotski, como dice de forma tan elegante! Cierre el pico para siempre, Saint-Thibault, muchacho, o si no…

La asociación de padres de alumnos se indignó; el director me hizo acudir a su despacho:

—Schlemilovitch —me dijo—, Val-Suzon y La Rochepot le han puesto una denuncia por agresión a sus hijos con lesiones graves. ¡Está muy bien eso de defender a su profesor anciano, pero de ahí a comportarse como un granuja…! ¿Sabe que Val-Suzon está ingresado en el hospital? ¿Y que Gerbier y La Rochepot padecen trastornos audiovisuales? ¡Unos estudiantes de élite de la Escuela Normal! ¡A la cárcel, Schlemilovitch, a la cárcel! ¡Y, de entrada, se va del liceo esta misma noche!

—Si esos señores quieren llevarme ante los tribunales —le dije—, así me explicaré de una vez por todas. Me darán mucha publicidad. París no es Burdeos, ¿sabe? ¡En París siempre le dan la razón al pobre judío indefenso y nunca a los animalotes arios! Interpretaré a la perfección mi papel de perseguido. La Izquierda organizará mítines y manifestaciones y puede creerme si le digo que quedará de lo más elegante firmar un manifiesto a favor de Raphaël Schlemilovitch. En pocas palabras, ese escándalo será un gran perjuicio para el ascenso de usted. Piénselo bien, señor director, se está enfrentando a un adversario poderoso. Acuérdese del capitán Dreyfus y, más recientemente, del jaleo que metió Jacob X, un joven desertor judío… En París siempre andan locos por nosotros. Nos disculpan. Hacen borrón y cuenta nueva. ¿Qué quiere que le diga? ¡Las estructuras éticas se fueron al carajo en la última guerra, mejor dicho, se fueron ya en la Edad Media! Acuérdese de aquella hermosa costumbre francesa: todos los años, por Pascua de Resurrección, el conde de Toulouse abofeteaba con pompa y boato al jefe de la comunidad judía; y éste le suplicaba: «¡Otra vez, señor conde! ¡Otra vez! ¡Con el pomo de la espada! ¡Lo que debe hacer es atravesarme! ¡Sacarme las entrañas! ¡Pisotear mi cadáver!». ¡Tiempos dichosos! ¿Cómo iba a poder imaginarse mi antepasado, el judío de Toulouse, que un día yo le rompería las vértebras a un Val-Suzon? ¿Y que les reventaría un ojo a un Gerbier y a un La Rochepot? ¡A todo el mundo le llega la vez, señor director! ¡La venganza es un manjar que se come frío! ¡Y, sobre todo, no vaya a creer que me arrepiento! ¡Haga saber de mi parte a los padres de esos jóvenes cuánto siento no habérmelos cargado! ¡Imagínese la ceremonia en el tribunal de lo criminal! ¡Un judío joven, lívido y apasionado, declarando que quería vengar los insultos sistemáticos del conde de Toulouse a sus antepasados! ¡Sartre rejuvenecería unos cuantos siglos para defenderme! ¡Me llevarían a hombros de la plaza de L’Étoile a La Bastille! ¡Me coronarían príncipe de la juventud francesa!

—Es usted repugnante, Schlemilovitch. ¡REPUGNANTE! No quiero seguir oyéndolo ni un minuto más.

—¡Eso es, señor director! ¡Repugnante!

—¡Voy a avisar ahora mismo a la policía!

—A la policía no, señor director; a la GESTAPO, por favor.

Dejé el liceo de forma definitiva. Debigorre se quedó consternado al perder a su mejor alumno. Nos vimos dos o tres veces en el Café de Bordeaux. Un domingo por la noche no acudió a la cita. Su ama de llaves me dijo que se lo habían llevado a una casa de salud de Arcachon. Me prohibieron taxativamente que fuera a visitarlo. Sólo podían verlo sus familiares una vez al mes.

Me enteré de que mi anciano maestro me llamaba todas las noches para que fuera a socorrerlo, so pretexto de que Léon Blum lo perseguía con odio implacable. Me envió, por mediación de su ama de llaves, un recado garabateado deprisa y corriendo:

«Raphaël, sálveme. Blum y los demás tienen decidida mi muerte. Lo sé. De noche se escurren dentro de mi habitación como reptiles. Se burlan, desafiantes. Me amenazan con cuchillos de carnicero. Blum, Mandel, Zay, Salengro, Dreyfus y los demás. Quieren hacerme pedazos. Se lo ruego, Raphaël, sálveme».

No volví a tener noticias suyas.

Por lo visto, los señores viejos desempeñan en mi vida un papel capital.

Quince días después de haberme ido del liceo, me estaba gastando mis últimos billetes de banco en el restaurante Dubern cuando un hombre se sentó en una mesa al lado de la mía. Me llamaron la atención el monóculo y la larga boquilla de jade. Era calvo del todo, lo que añadía un toque inquietante a su fisionomía. Se pasó la comida mirándome. Llamó al maître con un ademán insólito: hubiérase dicho que trazaba con el índice un arabesco en el aire. Vi cómo escribía unas cuantas palabras en una tarjeta de visita. Me señaló con el dedo y el maître se acercó para traerme aquel cuadradito blanco en donde leí:

VIZCONDE

CHARLES LÉVY-VENDÔME

animador, desea conocerlo.

Se sentó enfrente de mí.

—Le pido perdón por este comportamiento tan desenvuelto, pero siempre entro con fractura en la vida de la gente. Un rostro, una expresión bastan para conquistar mi simpatía. Me deja muy impresionado su parecido con Gregory Peck. Dejando eso de lado, ¿cuál es su razón social?

Tenía una voz hermosa y profunda.

—Me contará su vida en un sitio más tamizado. ¿Qué le parecería el Morocco? —me propuso.

En el Morocco, la pista de baile estaba desierta, aunque de los altavoces salían unas guarachas desenfrenadas de Noro Morales. Estaba claro que Latinoamérica se cotizaba mucho en la zona de Burdeos aquel otoño.

—Me acaban de expulsar del liceo —le expliqué—. Por agresión con lesiones graves. Soy un indeseable, y, además, judío. Me llamo Raphaël Schlemilovitch.

—¿Schlemilovitch? ¡Vaya, vaya! ¡Razón de más para que nos llevemos bien! ¡Yo pertenezco a una familia judía muy antigua de Loiret! Mis antepasados eran, de padres a hijos, bufones de los duques de Pithiviers. Su biografía no me interesa. Quiero saber si anda buscando trabajo o no.

—Lo ando buscando, señor vizconde.

—Bien; esto es lo que hay. Soy animador. Animo. Emprendo, erijo, combino… Necesito su colaboración. Es usted un joven de lo más presentable. Prestancia, ojos de terciopelo, sonrisa norteamericana. Hablemos de hombre a hombre. ¿Qué le parecen las francesas?

—Son monas.

—¿Qué más?

—¡Podría hacerse de ellas unas putas guapísimas!

—¡Admirable! ¡Me gusta la forma en que lo dice! ¡Ahora pongamos las cartas boca arriba, Schlemilovitch! Me dedico a la trata de blancas. Y resulta que las francesas se cotizan bien en bolsa. Proporcióneme la mercancía. Soy demasiado viejo para que esa tarea corra a mi cargo. En 1925, las cosas iban como la seda; pero hoy en día si pretendo gustarles a las mujeres las obligo de entrada a fumar opio. ¿Quién iba a imaginarse que el joven y atractivo Lévy-Vendôme iba a convertirse en un sátiro al rondar los cincuenta? Usted, Schlemilovitch, tiene tiempo por delante. ¡Aprovéchelo! Use sus bazas personales y pervierta a las jovencitas arias. Más adelante, escribirá sus memorias. Podrían llamarse «Las desarraigadas»: la historia de siete francesas que no pudieron resistirse a los encantos del judío Schlemilovitch y se encontraron un buen día internadas en burdeles orientales o sudamericanos. Moraleja: no deberían haberle hecho caso a ese seductor judío, sino quedarse en los lozanos prados alpestres y los verdes sotos. Y le dedicará esas memorias a Maurice Barrès.

—Bien, señor vizconde.

—¡A trabajar, muchacho! Se marcha ahora mismo a la Alta Saboya. Tengo un pedido de Río de Janeiro: «Joven montañesa francesa. Morena. Bien plantada». Luego, a Normandía. Ese pedido me llega de Beirut: «Francesa distinguida cuyos antepasados hayan ido a las cruzadas. Aristocracia provinciana de rancio abolengo». ¡Seguro que se trata de un vicioso de nuestro estilo! Un emir que quiere vengarse de Carlos Martel…

—O de la toma de Constantinopla por los cruzados…

—¿Por qué no? En pocas palabras, he localizado lo que necesita. En Calvados… Una mujer joven… ¡Excelente nobleza de espada! ¡Palacios del siglo XVII! ¡Cruz y hierro de lanza sobre campo de azur con florones! ¡Monterías! ¡En sus manos queda, Schlemilovitch! ¡No hay ni un minuto que perder! ¡Tenemos mucho tajo por delante! ¡Los secuestros deben ser sin derramamiento de sangre! Venga a tomar el último trago a mi casa y lo acompaño a la estación.

El piso de Lévy-Vendôme está amueblado en estilo Napoleón III. El vizconde me hace pasar a la biblioteca.

—Mire qué encuadernaciones tan bonitas —me dice—. La bibliofilia es mi vicio secreto. Fíjese, cojo un libro al azar: un tratado sobre los afrodisíacos de René Descartes. Apócrifos, sólo apócrifos… Me he vuelto a inventar yo solo toda la literatura francesa. Aquí están las cartas de amor de Pascal a la señorita de La Vallière. Un cuento licencioso de Bossuet. Otro cuento erótico de la señora de La Fayette. No contento con pervertir a las mujeres de este país, he querido prostituir también toda la literatura francesa. Transformar a las heroínas de Racine y de Marivaux en putas. Junia acostándose de buen grado con Nerón ante la mirada espantada de Británico. Andrómaca cayendo en brazos de Pirro en el primer encuentro. Las condesas de Marivaux poniéndose la ropa de sus doncellas y cogiéndoles prestado el amante por una noche. Ya ve, Schlemilovitch, que la trata de blancas no quita de ser un hombre culto. Llevo cuarenta años redactando apócrifos. Dedicándome a deshonrar a los escritores franceses más ilustres. ¡Tome ejemplo, Schlemilovitch! ¡La venganza, Schlemilovitch, la venganza!

Me presenta algo después a Mouloud y Mustapha, sus dos esbirros.

—Estarán a su disposición —me dice—. Se los enviaré en cuanto me lo pida. Con las arias nunca se sabe. A veces, hay que recurrir a la violencia. Mouloud y Mustapha no tienen parangón para que se vuelvan dóciles las mentalidades más indisciplinadas. Son ex-Waffen SS, de la Legión norafricana. Los conocí en el local de Bonny y Laffont, en la calle de Lauriston, en los tiempos en que era yo secretario de Joanovici. Unos tíos estupendos. ¡Ya verá!

Mouloud y Mustapha se parecen como si fueran gemelos. La misma cara con costurones. La misma nariz partida. El mismo rictus inquietante. Me dan enseguida muestras de la más vehemente amabilidad.

Lévy-Vendôme me acompaña a la estación de Saint-Jean. En el andén, me alarga tres fajos de billetes de banco:

—Para sus gastos personales. Llámeme por teléfono para tenerme al corriente. ¡La venganza, Schlemilovitch! ¡La venganza! ¡No tenga compasión, Schlemilovitch! ¡La venganza! ¡La…!

—Bien, señor vizconde.